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Parásitos

 Por Carlos González *

 

Martín amaba ir a ver a la flaca, pero para eso debía bajar en la estación Dorrego. Odiaba salir por la boca del subte y tener que pasar por aquel penumbroso parque, y sobre todo odiaba tener que cruzarse con los cirujas que rancheaban ahí. De sólo pensarlo se le revolvían las tripas. El aire nauseabundo, efecto de la mezcla rancia de vino en caja, faso, olor a pata, y quizás alguna pierna con gangrena, equivalía a ser golpeado en la nariz por el gancho izquierdo de Tito Roque. Aunque sin toda la popularidad que llevaría ser golpeado por el gran Tito.

Quizá si ascendía en la oficina, se podría tomar un taxi, o mejor aún, podría ahorrar para comprarse un auto. Qué maravilloso sería ir directo a lo de la flaca sin tener que pasar por esa plaza de mierda.

Pero no. Las cosas en la oficina no andaban muy bien que digamos, así que lejos estaba de poder ascender, y mucho más lejos de poder ahorrar. Ahorraba sólo cuando lograba saltar sin testigos el molinete del subte, y por eso el bondi quedaba descartado: bien se sabe que allí todos pagan el viaje.

Y para colmo no existía noche en que esos parásitos ―como los llamaba él―, no se hicieran presentes en la plaza. Sí, quizá podía caminar un poco más, y dar toda una vuelta como para esquivarlos. Pero aquello era aún más peligroso: por lo menos en la plaza había una que otra luz.

Por eso Martín prefería arriesgarse y caminar apresurado por aquella plaza, conteniendo la respiración lo máximo posible, y preparándose para aguantar la que viniera. Porque se la veía venir.

Varias veces los crotos le disparaban palabras que, aunque no eran amenazantes, le generaban cierto temor. Por lo general eran preguntas. Las mismas preguntas que Martín ya conocía de memoria:

―Ameo, tenés hora.

―Ameo, tenés un faso.

―Ameo, tenés fuego.

―¿No tené’ una moneda para el vino, papu?

Y a veces sucedía que uno de los parásitos, un lechón de gorrita blanca, apenas veía a Martín se le acercaba cortándole el paso y le preguntaba:

―Ameo, no querés aprovechar un par de medias.

Amigo las pelotas, se decía Martín, y le respondía que no, con una sonrisa forzada y pasos acelerados.

Por suerte, cruzar por ahí no le tomaba más de unos pocos minutos: el departamento de la flaca se encontraba frente a la plaza misma.

—Estos tipos me están midiendo —le dijo Martín a la flaca, una noche—. En cualquier momento… No sé.

—¿Qué es lo que no sabés, Tincho? —le respondió la flaca mientras cocinaba fumándose un pucho.

—Que, si no me atacan ellos primero, voy a tener que ser yo quien dé el primer golpe. Con estos basta mirarlos a los ojos para que te inviten a pelear.

―Todo se arregla con el diálogo, Martín.

―¿Diálogo? Esta gente no piensa, amor: están mas cerca de los monos que de nosotros.

—No digas nabadas, Martín. —La flaca apagó la hornalla y lo miró a los ojos—. Te estás persiguiendo, no te dicen nada raro. Si hubieran querido robarte o darte una paliza, ya lo hubiesen hecho. Prometeme que no vas a hacer ninguna locura.

—Sí, flaquita: quedate tranqui, que no va a pasar nada. Te lo prometo.

­—Bueno, me quedo tranquila. Te quiero mucho, ¿sabés?

Pero lo que la flaca no entendía era que, en la noche, la más bondadosa de las palabras provenientes de alguien con visera puede convertirse en la más peligrosa. Un simple hola puede ser la invitación a perder un celular, o la billetera. O, por qué no, la vida. Por eso Martín decidió que lo mejor sería estar preparado. No podía arriesgarse así. No podía quedar a merced de cualquiera, y menos a aquellos parásitos malolientes.

Se compró una navaja cara, una Spyderco Endura ―según consejo de un armero―, y empezó a llevarla con el clip asomado por el bolsillo del pantalón.

Semanas después, como en la oficina estaban cortos de laburo, los hicieron rajar antes. Martín aprovechó, y se mandó para lo de la flaca.

Mientras iba sentado en el vagón del subte mirando historias de Instagram, poco antes de llegar a Dorrego percibió una sombra delante de él, y al levantar la vista lo vio.

—¿Todo piola, ameo? —dijo un gordito oscuro de gorra blanca y camiseta de Atlanta que le estrechaba la mano sin que él se hubiera dado cuenta.

Martín tardó un segundo en reconocerlo.

El lechón parásito. Aquel gordo roñoso.

El parásito se alejó con su bolso al hombro, y se desplazó como babosa hasta la mitad del vagón. Martín sacó de la mochila un frasquito de alcohol en gel y se echó en las manos, una vez y otra. Y no, no era por miedo a contagiarse alguna gripe.

—Muy buenas tardes, con todo respeto. Quisiera usté ayudá. Ando vendiendo medias, medias largas, medias soquetes, medias para la dama y el caballero. Lo hago pa’ no tener que salí de caño, sabe.

Antes de que aquel delincuente pudiera dejar un par de medias en su regazo, Martín se levantó y se mandó para el otro vagón. No vaya a ser que el gordito también fuera punga ―¡seguro, seguro que era punga!―, y en algún movimiento imperceptible le robara la billetera o el celular.

A los dos minutos, Martín salió por Dorrego y se encontró con una sorpresa: por primera vez, los parásitos de la plaza no estaban.

Qué diferente el parque sin la lacra aquella. Olía bien. Más limpio, más iluminado. Un parque distinto. Un parque seguro, donde cualquiera podía caminar tranquilo, hasta con el celular a la vista.

Martín se tomó su tiempo y se puso a observar.

Todo muy vacío, se dijo.

Vio debajo de un banco un par de palomas arrullando, al lado de un árbol un perro durmiendo, y por la senda de bicicletas una pareja que se alejaba, quizás, hasta Lacroze. Pero lo que más le llamó la atención fueron los hombres de traje que venían caminando hacia él.

Ver a los hombres de traje le recordó la comodidad de la oficina, la fiabilidad de sus compañeros, la bondad de la gente como uno. Por eso cuando pasaron por al lado, Martín no dudó y los saludó:

—Buenas tardes, caballeros.

—Quedate quieto, pelotudo.

—¿Qué…? —llegó a decir Martín antes de que el puño de uno de los hombres le partiera la nariz. Atinó a llevar la mano a la navaja, pero un rodillazo en el estómago lo derrumbó. Tirado ahí, intentó defenderse del tsunami de patadas, y en algún momento oyó la voz amenazante de uno de los hombres de traje:

—Ah, encima te querías hacer el piola con esto, hijo de puta.

Un puntazo le penetró el muslo, y otro la panza. Lo último que vio fue un borcego negro abalanzándosele.

Cuando Martín despertó, lo único claro que tenía era el dolor que le corría por todo el cuerpo, sobre todo en la pierna, en la nariz y en el abdomen. Miró a su costado, y se extrañó al ver la cara de un gordito oscuro que llevaba una gorra blanca. ¿Sigo en el suelo recibiendo golpes, se dijo, o me ha tocado ir al infierno?

—Alto viaje pegaste, ameo.

—Eh, ¿dónde estoy?

—Gracias al gauchito, en el hospital, ameo —respondió el gordito—. Menos mal que con los pibes llegamos justo, y los sacamos a las piñas a esos giles. Nos debés unas birras, eh.

Martín no dijo nada, y levantó lentamente el brazo intentando tocarse la nariz. Para su suerte, la flaca apareció minutos después, y el gordito parásito se fue.

 

A la semana, Martín salió del hospital acompañado de la flaca y de un par de muletas. Los médicos le habían dicho que iba a quedar rengo de la pierna derecha por un tiempo, culpa de la puñalada que le había comprometido el muslo.

Y encima, antes de que pudiera volver al trabajo, la empresa se declaró en quiebra.

Y así, durante tres largos meses, Martín salió en busca de laburo, con su frustración y su renguera, y sin conseguir nada. Al ver que la situación no mejoraba en absoluto, la flaca demostró lo que en realidad era:

—Ya no te quiero, Martín.

Por alguna extraña razón ―el porqué no lo sabía, tal vez tenía hambre de la flaca―, una noche se mandó para la plaza de Dorrego.

Ni bien se bajó del vagón, rengueó hasta las escaleras de la boca del subte. Desde ahí asomó la cabeza, y miró hacia el parque en busca de los muchachos.

Ahí estaban.

Martín se fue acercando poco a poco. El primero que lo reconoció y saludó fue el gordito, después los otros lo fueron saludando uno por uno. Martín les agradeció y les pagó un par de birras. Las únicas que pudo pagar, en plena mishiadura. La charla se estiró hasta no más de las nueve.

Caminando para tomarse el último subte, notó que algo le molestaba debajo del pie: la suela del zapato se le salía. Un cartel marcaba que la formación llegaría en unos interminables cinco minutos.

Martín no daba más. Necesitaba sentarse, pero los únicos bancos que había estaban ocupados.

Ma sí, se dijo, y se sentó en el suelo.

Perdió la mirada en los azulejos del andén de enfrente. Y recordó que la palabra para designarlos no era “azulejos”.

―Los azulejos se usan en el baño, pelotudo ―se dijo en voz alta.

La palabra justa era “mayólicas”, pero él no la tenía ni en la punta de la lengua.

Volvió a mirarse el zapato, y sacó dos banditas elásticas del bolsillo. Mientras intentaba ajustar  la suela, le sorprendió ver frente a sus ojos, una mano de uñas pintadas que soltaba un billete de los grandes. Martín no había llegado a reaccionar, que ya estaba oyendo una voz de hombre:

—No te gastes con estos, Mariela, son parásitos.

Martín se encolerizó: él no era ningún parásito. Iba a levantarse y a dejárselo bien en claro a aquel estúpido que caminaba junto a la mujer, esa tal Maribel o como carajo se llamara.

Pero justo le crujió el estómago, como si no hubiera comido en siglos. Aquello le hizo olvidar al imbécil del insulto. Cuánto hacía que no se llevaba a las tripas otra cosa que no fuera pan y mate.

Agarró el billete, lo dobló y se lo metió en el bolsillo. Se imaginó comprando empanadas, y se le hizo agua la boca.

A la mañana siguiente se fue directo a la estación. A la Dorrego.

En el andén, se sentó a lo piel roja, sacó una lata de Budweiser a la que le había agrandado el agujero, y la dejó en el suelo esperando que alguien le lanzara una moneda.

 

 

 

 

  * Carlos González (Gral. San Martín, 1989) es estudiante de Psicología de la UBA, y actualmente trabaja como boletero en el subte de la ciudad de Buenos Aires. Su interés por la lectura nació gracias a los cuentos y novelas que tuvo que leer “obligado” durante el primer año de secundaria. Su pasión por la escritura despertó, también en la adolescencia, justo después de terminar de leer El hobbit. Desde ahí, la necesidad de escribir nunca lo abandonó.
Desde julio del 2020 asiste al TCyC que coordina Marcelo Di Marco. Confiesa que el taller lo invita constantemente a pensar, a practicar una escucha activa y a conocer distintos autores. Gracias al taller, no sólo aprendió a mejorar sus textos literarios, sino  también sus textos universitarios.
Algunos de sus autores preferidos son: Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft, Guy de Maupassant, Stephen King, Nick Hornby y Jöel Dicker.
En Fin ya ha publicado un cuento: http://fin.elaleph.com/los-fabuladores/el-arenero

 

 

La tripulación de El Chacal

Por Valeria Dávalos *

 

 —¡Surcamos el Mar de la Conchinchina otra vez! dijo Juan, hablando solo en la cabina de El Chacal y mirando el horizonte.

Entendió que los oficiales, que cenaban en el comedor, no lo habían oído por el vendaval, el fragor de la marea y los estáticos de la radio. Las ráfagas penetraban por los ventanales abiertos, y amenazaban con volarle la gorra de capitán. Se la quitó con una mano mientras sostenía el timón con la otra. Había decidido tomar una antigua y olvidada ruta mercantil, contaminada de leyendas y mitos marinos: la usual estaba bloqueada por razones climáticas.

Vio que Marcos le traía una bandeja con vasos. Aceptó gustoso, y pronto el vino tinto le mojó el bigote.

—Con mucho respeto le pregunto, capitán ―le dijo el muchacho, el marinero más joven de la tripulación―: ¿usted decidió cambiar de ruta un viernes?

—¿Algún problema con eso, marinero?

—Es que a Jesús le crucificaron un viernes.

La mirada de Juan habrá sido bien tajante, porque el chico no hizo más comentarios y salió disparado de la cabina.

—Cuánta pavada de pendejito —murmuró Juan.

Aunque faltaran todavía muchas millas para el puerto de Macao, imaginó las instancias del regreso: la maniobra de fondeo en el puerto, el sello en su pasaporte, el viaje en avión, el recorrido familiar del colectivo, los pétalos de lapacho esparcidos en la vereda por Victoria, la brisa mentolada, los ladridos de Roco, los besos y abrazos del más pequeño de la familia. Desde el primer viaje en que El Chacal zarpó con destino al extranjero, la alegría de volver seguía intacta.

Juan suspiró, satisfecho con lo logrado hasta el momento durante el viaje: ninguna carga se había arruinado, y más de un destinatario había expresado su conformidad con los paquetes recibidos en la aduana. Hasta El Chacal se había comportado de maravillas, a pesar de ser un antiguo buque de guerra, y con su buen porte podía atravesar olas gigantescas.

Miró su reloj, se percató del tiempo. Le ordenó a uno de los oficiales que lo reemplazase, y así podría descansar en proa. Salió de la cabina.

El viento y el oleaje habían amainado, y él se acodó en la baranda y cerró los ojos. Se concentró en el arrastre y en el choque perezoso de las olas: se disfrutaban más cuando el trabajo estaba a punto de terminar.

—¿Cómo puede ser, si al buque se le hizo el mantenimiento hace diez días?

La voz lo sacó de su contemplación. Una voz temblorosa y apagada.

Y a esa voz siguió otra: dos marineros a quienes él no llegaba a identificar hablaban entre ellos.

“Problemas”, se dijo Juan, y se asomó por la escotilla de la cabina. Sí, no se había equivocado: al verlo, los dos marineros se hicieron los desentendidos.

Cuando Juan asumía de nuevo la vigilancia del buque y de la zona en que navegaban, oyó gritos, y le pidió al oficial de Control de Mando que apuntara hacia la izquierda la luz blanca de tope.

—¿Qué es eso? —Juan se agarró la cabeza, pasmado. Marcos y los demás marineros salieron a cubierta a mirar el desorden.

El Chacal empujaba trozos de hierro y madera de una embarcación destruida. En el agua, a estribor, un hombre gritaba aferrado a una especie de tabla o mesa ―¿una balsa improvisada?―. El hombre gritaba con más fuerza todavía, superponiendo su voz estentórea al fragor del mar, y moviendo el brazo libre luchaba para ser advertido entre las amenazantes olas. Pero el buque lo dejaba atrás inexorablemente.

Juan convocó a todos los oficiales al salvamento, pero sabía que a cambio de arriesgarse por el náufrago no gozarían de ningún extra. Por el contrario, cualquier gasto o pérdida en el rescate implicaba dinero, que saldría únicamente de sus bolsillos. Y todos en la tripulación lo sabían. Y además sabían que cualquier retraso significaba la pérdida del incentivo en los salarios, acordado por parte de la naviera. Y lo peor era que tanto los oficiales como el resto del personal venían insistiendo, cada vez superándose en insolencia, con regresar a sus familias lo antes posible.

—No olvide que navegamos una ruta comercial, mi capitán —dijo el oficial de control―. Aparece “La fragata II” detrás de nosotros en el radar. Ellos están mejor equipados. Sin duda, rescatarán al chino.

—No le gustaría estar en el lugar del “chino”, ¿o sí? —preguntó Juan levantando el mentón.

Los oficiales se miraron en silencio, y él supo que ya habían visto al náufrago y que aun así habían decidido ignorarlo.

—Tranquilo, capitán, que en tierra no diremos nada.

―Y usted lo sabe perfectamente, capitán.

—Además es de mala suerte rescatar a un náufrago.

―Por algo se habrán hundido, capitán.

―Tiene razón, capitán.

―Qué tal si nos pasa lo mismo, capitán.

—Bien hacen en llamarme capitán ―Juan se palpó las jinetas―, porque lo soy. Y me van a obedecer. Procedan a la maniobra de fondeo ahora mismo.

A regañadientes, oficiales y marineros arrojaron al mar una balsa de emergencia, y se colocaron los chalecos salvavidas.

Juan tragó saliva, y pensó que acaso los demás tenían razón: todos, incluso él, perderían el premio de la naviera. Pero enseguida se dijo que era su obligación salvarlo; había una nave más poderosa que cualquier barco patrullero: su propia conciencia.

Soltaron un cabo para que la balsa no pudiera perderse en la negrura. Al acercarse, vieron que el náufrago chapoteaba desesperado y se sostenía con ayuda de tablones y una rueda de timón. El hombre forcejeaba con los rescatistas, se resistía al salvamento. Señalaba algo al norte de las oscuras aguas, y gritaba una palabra extraña, una y otra vez.

Mediante un aro salvavidas, los marineros lo acercaron a los flotadores de la balsa y lo ayudaron a trepar. Desde la cubierta, Juan le notó los ojos rasgados. El náufrago balbuceaba un idioma incomprensible. Juan llamó a Vicente, el práctico de a bordo, que conocía algunas variantes del chino.

Su auxiliar obedeció, y cuando desde arriba le habló al náufrago, y al ver la actitud del otro al responder, Juan sospechó una nueva desgracia. Vicente agrandó los ojos y se arrimó a la baranda de cubierta:

—¿Qué está pasando?

—Hay alguien más en el agua, capitán. ¡Un nene! Es el hijo de Can.

Y el tal Can, mirando desesperado hacia los amenazantes remolinos de las olas, se dio a gritar una misma palabra, una y otra vez. Juan creyó que era el nombre del chico. Los rescatistas les pidieron al padre y a Vicente que los acompañaran al mar: necesitaban que el niño confiara en sus salvadores. Los marineros soltaron más cabos, y los mejores nadadores abordaron otra balsa y se acercaron a los pedazos de madera y de metal. Esos restos del pesquero rodeaban a un gran colmillo de piedra porosa que ni un peñasco llegaba a ser. Aferrado a aquel risco como mejor podía, ahí estaba el chico, tiritante y mudo: no respondía a ninguna pregunta ni palabra de aliento de sus salvadores.

Cuando lo subieron a la balsa, saltó como un koala hacia los brazos de Can, quien lloraba de agradecimiento. Vicente se alegró y dijo:

—¡Bienvenido, Gao! ¿Estabas escondido?

Juan lo veía todo desde cubierta, siempre apoyado en el barandal. Aquel abrazo era el mismo que soñaba con darle él a su propio hijo. Se secó una lágrima, de un manotazo: no quería que los suyos la notasen. Y pensó que, si se hubiera dejado guiar por su impiadosa tripulación, la culpa lo habría obligado a odiarse por tener una familia esperándolo.

Pensó que el destino hacía con la gente lo que se le antojaba: ahora tendrían que desembarcar en el primer puerto que avistasen, maldita sea, para reportar el hundimiento del pesquero y gestionar el papeleo de los náufragos.

Juan sabía que el oficial de control no lo miraría a los ojos durante el resto del viaje. Aunque conocía bien a sus oficiales, se preguntó si alguno se habría arrepentido.

Y a sus espaldas oyó la voz de Marcos, el novato:

—Ya perdimos mucho tiempo rescatando al chino ese, capitán. Y eso es algo intolerable para la naviera. Y usted lo sabe.

Al darse vuelta, Juan vio que el chico empuñaba una picana.

―Crees que no lo sé, estúpido. Eso lo sabe hasta el grumete que limpia la cubierta. Y baja eso, o te tiro por la borda.

Y el otro se atrevió a rozarle el brazo con la picana, y el remezón del voltaje le recorrió a Juan el cuerpo en contracciones que le lanzaron la cabeza hacia el hombro. Cayó de rodillas, temblando.

—Somos apenas trabajadores, capitán. Necesitamos el incentivo, y usted ya nos venía retrasando bastante eligiendo esta ruta. Y ahora la va de héroe.

Otra sacudida eléctrica le paralizó el brazo.

La tripulación se acercó. Juan se retorcía y se asfixiaba, y lo alzaron entre varios y lo echaron a mar abierto. Chocó contra el oleaje, y después de la invasión de burbujas el agua le entró por los oídos y la nariz. Lejanamente oía que “El Chacal” seguía su rumbo. La oscuridad lo carcomía desde un agujero de una fosa borrosa, apenas iluminada con los débiles destellos de las luces del carguero. Los latidos del corazón bombeaban sus sienes, y los oídos le crujían y se taponaban de zumbidos. Olas mortales lo revolvían, y entonces creyó hundirse para siempre en aquella fosa alucinante, formada a veces por escamas, y a veces por paredes blancas y pulposas.

Pero un brazo le rodeó el pecho, y ahora lo subía a la superficie, y otro brazo nadaba veloz: Juan lo intuyó por el roce. Se dio cuenta de que Vicente lo llevaba hacia la roca.

La misma roca que Can y Gao aún abrazaban.

Aquellos hijos de puta los habían dejado ahí, sin la más mínima compasión.

—También a mí me tiraron, capitán. Por ser leal.

Juan hubiera querido mandarles una buena maldición, pero apenas podía gemir y mover las piernas entumecidas. En cuanto al padre y al hijo, gritaban tratando de aferrarse lo más posible al risco.

—¿Qué? ¿Agujero? ¿Agujero azul? —tradujo Vicente—. Hay un dragón en el agujero azul. No entiendo.

Juan miró la popa empequeñecida. Había una oleada extraña que se erguía y abarcaba todo el buque. Varios aullidos sucesivos del fondo marino aumentaban como las turbinas de un avión en despegue. La roca, que ahora era refugio de los cuatro, vibraba, y una tenue neblina los cubría más y más.

Entonces el Gran Señor Cthulhu emergió de las profundidades abisales y se elevó por encima de la cubierta, y desguazó al buque en mil pedazos. Las luces del carguero se inclinaron y titilaron, y después todo quedó negro. Oyeron un infierno de hierros retorciéndose entre los gritos afelpados por el mar. Los estallidos formaban un hongo de humo que se confundía con la bruma.

Juan y los otros tres resistieron las olas, que amagaban con expulsarlos de la roca. Quedaron en silencio hasta que los aullidos y la bruma desaparecieron, y el oleaje se calmó.

 

 

 

  *  Valeria Andrea Dávalos comenzó a escribir reflexiones sobre todos sus dramas adolescentes a los doce años en un diario íntimo. Después, se animó a escribir con lápiz una noveleta de drama y sus amigas en la escuela le preguntaban si era cierto lo que decía.

El oficio de escritor no la volvió a encontrar sino hasta los dieciséis años, cuando decidió dedicarle una novela romántica a su novio –texto que al final terminó en un cuento.

Actualmente es abogada y vive en la ciudad de Posadas, provincia de Misiones (Argentina). Trabaja con Nomi Pendzik y Marcelo di Marco en el Taller de Corte y Corrección desde agosto del año 2020. Escribe cuentos y noveletas en constante corrección en su blog: https://itatilescribe.blogspot.com/

Dos programas del canal TCyC fueron dedicados a la revisión de este cuento:

Primer video: https://www.youtube.com/watch?v=RJkEdCYG9ng&t=2s

Segundo video: https://www.youtube.com/watch?v=7pFRIZDy6J8&t=2s

Su cuento «Mordidas invisibles» ha sido leído por Luis Moretti en su canal de YouTube y pódcast Noches de pluma y tinta.

 

 

 

La última frontera

Por Francisco Huarte Petite *

 

Tenía doscientos metros hasta el bosque, tres horas hasta la cascada y dos horas más hasta la ruta. Después haría dedo, subiría a algún auto y llegaría a cualquier parte, adonde fuese con tal de huir. Todavía sentía algo del efecto de la última dosis de pastilla penitenciaria, pero sus reflejos ya respondían.

Había iniciado su escape ante la mirada vacía del resto de los reclusos, y mientras corría como nunca recordó algo de su infancia, algo del campo en el que había vivido hasta la adolescencia: meriendas, aromas, atardeceres y juegos que la distancia del tiempo le había hecho perder en su memoria. Y todo aquello confundido con el bosque, la cascada y la ruta, acuciantes símbolos de su libertad.

El guardia despertó, y enseguida lo divisó a lo lejos: otro evadido. Con una mueca de disgusto, bostezó y se desperezó. Se levantó de la silla, que rechinaba su vejez polvorienta. Montó el Winchester, apuntó y disparó. El tiro no dio en el blanco ―la rapada cabeza del prófugo―, y entonces volvió a disparar.

Vio que el otro corría en un astuto zigzag hasta llegar ileso a la entrada del bosque. Frente a eso, el guardia se rio por lo bajo. Volvió a la silla, tomó una nueva dosis de pastilla penitenciaria, acomodó su respaldo contra la pared, se cubrió con una piel de ciervo y, sin soltar el rifle, se recostó de nuevo. El resto de los reclusos, que se había tomado un descanso para ver la escena, retomó sus tareas en el sembradío. Adormilado, el guardia se dijo que era divertido tenerlos así, sometidos mentalmente. Cero posibilidad de escape.

 

Adentrado en la espesura, el recluso fugitivo aún corría ansioso, sin regular el aire ni la fuerza. Tenía la ventaja de haber comido hacía poco. Varias ramas espinosas le rasgaron las rodillas y los pies, pero la urgencia mitigaba cualquier dolor.

Tres horas más tarde, cuando ya lo vencían la fatiga, el hambre y el sueño, oyó la cascada contra las piedras del río. Advirtió que un par de arbustos a sus pies habían sido dispuestos por alguien, que no estaban ahí por casualidad. Quizá fuera una vieja trampa de algún cazador, o bien ocultaban un pozo lo bastante profundo como para tirarse allí a descansar como una bestia escondida.

En efecto, se trataba de un pozo, y el fugitivo calculó que su cuerpo cabría en él. Se acurrucó adentro y, aliviado por el rumor de la cascada, cerró los ojos y…

…y pronto volvió al campo de su niñez: tirado en el pasto, con el pelo largo de entonces, jugaba con sus hermanas a encontrar formas en las nubes, y así su imaginación iba desplegando un perro o un lobo con alas de murciélago, una giganta con su bebé, dos libros en llamas, una nena con una interminable peluca de rulos, una boca que vomitaba gaviotas y un ciervo con manos en lugar de cuernos. Una de las niñas gritó que la comida ya debería estar lista, y desafió a todos a una carrera hasta la casa. Él llegó antes que nadie. Al entrar en la cocina, olió el inconfundible aroma de la carne al horno. Descorrió el mosquitero, alegre, y abrió la puerta.

Encontró a su madre amordazada y de rodillas. Sentado a la mesa, el guardia le apuntaba con su Winchester, y ahora le apuntaba a él:

―Mirá que sos imbécil en venir acá, cómo se nota que sos nuevo. Pero ya estudié tu expediente. Como verás, nos fue de gran ayuda.

Él recordó.

Durante su primer día en la granja de condenados, le habían prometido un trato privilegiado si respondía “preguntas optativas de rutina” sobre su vida.

―Dale ―siguió el otro―, levantá las manos y dejemos en paz a tu madre, que tiene que darle de comer a tus hermanas. La carne huele deliciosa.

Guardia y recluso salieron despacio, y mientras lo arreaba con la boca del Winchester, el guardia le dijo:

―Ahora tengo tu confirmación subconsciente de las coordenadas de este campito tierno. Muchas gracias por eso. ―Le encajó un tremendo culatazo en el hombro, y él cayó de rodillas―. Y ahora, por el bien de los tuyos, más te vale despertar en donde sea que estés, y volver a la granja ya mismo.

Cruzaron los alambres perimetrales del campo, la última frontera del sueño, y un abrupto y negro abismo los separó.

 

Al despertar, él se descubrió dentro del pozo del bosque, con un punzante dolor en el hombro.

Desde abajo miró el cielo, más allá de los robles y del sol arañando la espesura. Olió con nostálgico placer el aroma de las hojas.

Ya de regreso en la granja, el guardia le separó las mandíbulas, le suministró una nueva dosis de pastilla penitenciaria, y con gesto displicente le ordenó que volviera al trabajo.

 

 

 

  * Francisco Huarte Petite (Ciudad de Buenos Aires, 1992) es escritor. Desde 2012 ha publicado cuentos y poemas en diversas antologías, tales como Argentina en Versos y Prosa (Raíz Alternativa, 2012), Universos de palabras (SBS, 2016), Libro de Jóvenes Escritores (Hago cosas Spain, 2017), Letras y Deportes  (Clásica y Moderna, 2016), Letras y Cine (Azul Francia, 2018), Poetas y Narradores Contemporáneos 2019 (De los cuatro vientos, 2019), Antología de cuentos premiados 2011/2018 (Apaib, 2019) y Nueva Literatura Argentina 2020 (De los cuatro vientos, 2020). En 2021, publicó por Dinastía su primer libro de poesía, Delirios registrados.

Trabaja en el Ministerio Público de la Defensa, y actualmente cursa la carrera de Letras en la Universidad del Salvador.

Asistió al TCyC durante 2016, y volvió en 2021 para seguir puliendo sus textos. En dos programas del canal Taller de Corte y Corrección (https://www.youtube.com/watch?v=TX7N8ir78CM&t=10s y https://youtu.be/fLdSxgK0uas), Marcelo di Marco trabaja con cuentos suyos.

 

Ilustración: Iván Paskowski (disponible en https://www.artstation.com/artwork/A95dby)

 

 

El cuidador de los enanos

Por Fabián Sancho  *

 

Diego se encaminaba a la escuela, sudando bajo el calor de esa mañana del fin del verano. La madre se lo había dicho: Ojo con el calor, que el sol pega fuerte. Pero el calor no lo preocupaba mucho. Por lo menos el calor a él no lo odiaba ni dejaba de odiarlo. El calor no dolía. Y había otras cosas que pegaban más fuerte que el calor.

Era su primer día de séptimo grado. Recordó las veces que en esos años la madre lo había acompañado al colegio: podía contarlas con los dedos de una sola mano. Ya se había acostumbrado a la soledad. El guardapolvo blanco y las zapatillas de cuero le aumentaban el calor, y ni respirar podía.

Odiaba volver a clases: venía bancándose esa mierda desde Jardín, y sólo podía pasarlo bien cuando se alejaba de los demás. Haber nacido coloradito, bajito y andar con sobrepeso ―por decirlo suave― “le visibiliza y vulnerabiliza al chico, señora”, como decía la pelotuda del gabinete psicopedagógico. Y encima a Diego le quedaba todavía un año. Un año entero de gastadas y de piñas y escupidas. Y la perspectiva, por cómo estaban las cosas, de que en la secundaria lo pasaría mucho peor.

Lentamente, como si no quisiera llegar nunca a ese antro ―palabra que había aprendido hacía poco, espiando en un libro para grandes― que con sus puertas abiertas parecía escupir podredumbre, caminaba pisando las hojas secas que anticipaban el otoño. Recordó el momento en que la madre lo mandó a ese jardín. Antes no lo habían admitido, porque sólo tenían sala de cuatro y cinco. Por eso aquella se había decidido al principio por un jardín maternal bastante mal puesto: una casa adaptada para juntar niños de uno a cuatro años.

El primer día de su llegada a sala de cinco ya había quedado marcado para siempre: entre cuatro le pintarrajeron la cara con témpera, y eso que la seño miraba. No dijo nada la seño. Y tampoco dijo nada cuando él se quejó, y tampoco cuando, por quejarse, el más grandote le encajó en la frente un golpe de maza con el puño. Caído en el piso, de rodillas, Diego oyó las risas de todos. De todos, eh: la seño también hizo una risita, antes de llamarlo al orden al gordo de mierda. En cuanto a él, tuvo que morderse y gritar para adentro, y así se aguantó el llanto.

Cuando volvía a su casa y pasaba por el kiosco, oía a la gente reírse de él.

―¡Qué feo que es ese pibe!

―Si yo tuviera un hijo así, lo ahogo en la bañera.

―Por eso no quiero tener hijos yo.

En aquel mismo año se había inaugurado la huerta del cole. Los chicos de Jardín fueron los designados para cuidarla. A Diego le encantaba esa tarea: podía estar solo sin llamar la atención, veía crecer los tomates, las calabazas, las zanahorias, los porotos y el maíz. Le gustaba contemplar la diferencia entre las tonalidades de verde, y ver cómo brotaban los porotos del suelo. Hasta llegó a saborear esos mágicos tomates.

Y además estaba constantemente acompañado por cinco enanos de piedra, pintados con estridentes colores primarios. Los ojos de los enanos parecían seguir al detalle el trabajo de Diego. Veían cómo removía la tierra, cómo regaba las plantas, cómo retiraba las hojas secas.

Estudiando al resto, aprendió a entenderles sus conductas básicas. Sabía que, si alguno de esos hijos de puta se venía con la larga y dura regla de madera del pizarrón, esa regla iría a parar automáticamente a su cabeza: otro doloroso golpe.

También estudiaba a las docentes. Le llamaba la atención el maquillaje de base excesivo de una maestra. Y le gustaba espiar a las jardineras, que a su vez lo observaban a él desde la cancha de básquet, que ahí se juntaban a cotorrear. Por este hábito pudo escucharlas. Y decían, entre risas:

―Mirámelo al pendejito: parece que fuera un enano más.

―Es un boludito, ese no jode.

―¡Ojalá fueran todos como él!

―Eso. Tendríamos un trabajo muy pero muy fácil.

―Las cosas cada vez vienen peor en esta sociedad heteropatriarcal.

Lentamente, un paso tras otro, Diego iba llegando al cadalso. Cadalso, buena palabra. La había descubierto leyendo un cuento de un escritor francés.

Ya cerca de la entrada distinguió la vieja huerta. No quedaba prácticamente nada de la que había conocido. A treinta metros de la entrada se extendía esa franja de tierra de unos tres metros de ancho por diez de largo. No era más que una pequeña porción de tierra descuidada. No quedaba ni una sola hortaliza, solamente un rosal espinoso a medio secar, infinidad de yuyos y cardos filosos como estrellas ninja, esas de nombre tan raro. Los gatos del barrio lo habían adoptado de cagadero. El hedor del meo y de la mierda le revolvían el estómago.

¿Y los enanos, pobres?

Entre la maleza, los pobres enanos de piedra despintada, sucios y con las narices y los bonetes quebrados, que ya eran rosas y celestitos más que rojos y azules, no eran los mismos con los que él venía tratando desde Jardín.

La mañana de ese primer día de clases no se le terminaba más. Cuando sonó el timbre del recreo, los otros largaron todo, y se mandaron gritando y corriendo al patio. Pero para Diego el timbre significaba otra cosa: ese sonido chirriante y agresivo le hizo recordar años anteriores, y la garganta se le cerró de angustia.

Salió al recreo como un condenado a muerte al patio de ejecución, y enseguida aparecieron los seis hijos de puta. El más alto, el líder, le dijo:

―Dieguituuus… Dieguituuus…

Dieguitus. Así lo llamaba la abuela a Diego. La abue ya había muerto un par de años atrás, y el maldito la habrá escuchado alguna vez que ella vino a buscarlo.

Uno, el más atlético, con una musculatura digna de Tyson pero en versión adolescente, lo atenazó bien del cogote, y otro, un gordito un poco más alto que él, le pateó el culo con tanta fuerza que lo derrumbó. El líder le cruzó un puñetazo en el oído, y Diego sintió que una mano le metía tierra en la espalda. Y alguien le tiró a los ojos más tierra y hojas secas. Unos brazos lo sostenían, seguramente el pichón de Tyson, y él se dio cuenta de que los pies se le despegaban de los baldosones. Y supuso que ahora vendrían las trompadas. Los otros cinco hablaban entre ellos, se le reían. Cuando los brazos lo soltaron, aprovechó para escaparse. Pero enseguida fue interceptado por otro, un flaquito rubio de ojos muertos de tan grises:

―De acá vos no te vas. ―Alertó a los otros―. ¡Che, muchachos, qué le podemos hacer!

―Ya le tiramos tierra ―dijo el gordito―. ¡Vamos a mearlo!

El líder lo estudió desde sus alturas. Lo miraba como quien está por aplastar a un caracol de jardín, y no se decide.

―Andate, boludo ―dijo―, que ya nos estás aburriendo. Y quedate tranquilo, que ya se nos va a ocurrir alguna linda joda.

 

Diego sabía que no valía la pena contar nada: durante los años que venía pasando en el mundo, nunca lo habían escuchado ni la madre ni su padre ―quien llegaría en un par de horas, se quitaría los zapatos y se pondría a ver el aburrido noticiero, con un vaso de cerveza, antes de la cena―. Ninguno de los dos decía nada, si ni siquiera hablaban entre ellos. Meta celu nomás. Y él probaba a decirles cualquiera, y la respuesta era siempre la misma:

―¿Viste, mamá, que mañana se acaba el mundo?

―Ah, qué bueno.

―Papá, el perro de al lado mató a un hombre.

―Ah, qué bueno.

―Les puse una bomba a los bancos de mis compañeros del fondo, mami.

―Ah, qué bueno.

Podría haberles dicho que la tostada necesitaría un poco más de veneno para ratas, que también le habrían contestado: Ah, qué bueno. Al principio le hacía gracia. Pero ahora, a unos meses de cumplir doce años, la situación lo encolerizaba y lo desalentaba cada vez más.

La relación con la madre era simplemente esa. Él hablaba, y ella asentía. Ella cocinaba, y él comía. Al padre lo veía apenas a la noche: por la mañana, el viejo salía antes que él, y por la tarde volvía después de que Diego ya se había acostado. Y nada más. Eso, de lunes a viernes. Y los sábados se le hacían interminables, con esos padres que no le decían nada. En cuanto a los domingos, entendía perfectamente por qué la gente aseguraba que era el día elegido por cualquiera para tirarse por el balcón.

La única que no le contestaba estupideces era su abuela: ella le traía todos los domingos las historietas que ya formaban parte de su mundo. Sin saberlo, la abue hacía que los domingos fuesen menos terroríficos. Esas historietas eran la lectura, y le duraban todo el resto de la semana. En una revista de esas, Diego encontró una nota sobre duendes. Decía que los duendes controlan el crecimiento de los vegetales, y viven entre el resto de la humanidad. Pero muy poca gente se entera de todo eso. Ni se dan cuenta.

Ese descubrimiento le implantó una curiosidad insaciable. Lo primero que hizo fue ir a la biblioteca de la escuela y pedir el tomo de la enciclopedia que contenía la letra D. Bajo la palabra duende se explicaba el folklore de los duendes, las cosas que hacían. Pero también se mencionaba a un tal Paracelso. Buscó el ejemplar de la P, y pocas referencias encontró sobre ese Médico-Astrónomo-Astrólogo o Químico-Alquímico.

Encontraba a los gnomos de las ilustraciones muy parecidos a los enanos de piedra de la huerta, con esos gorros, esas caras gordas y barbudas. Incluso tenían hasta cierto parecido con él mismo. Durante su paso por los primeros años de la primaria llegó a ponerle nombre a esos duendes o gnomos. Ya no eran simplemente los “enanos”.

Así, con ese nuevo motor en su vida gris, los buenos momentos en la escuela se repartieron entre la huerta y la biblioteca.

Y llegó el domingo en que la abuela ya no apareció más. Mucho no le dijeron en casa, salvo aquello de que la abuela ya está en el cielo. Ya no iba a escuchar aquel dulce “Dieguitus”, ya no iba a recibir historietas ni a tener un oído que le prestase atención.

Más solo que nunca, comprendió que la búsqueda de información sobre esos temas era de él y solamente de él. Se transformó en un lector voraz de literatura ocultista y todo lo que tuviese que ver con la temática. Hasta llegó a meterse en un portal rarísimo llamado beyond.net. En la biblioteca del colegio, bien concentrado en esos asuntos, odiaba oír el maldito timbre del final del recreo. Hubo veces en que no volvió a clase, y así descubrió el placer de volverse invisible, más invisible que el Hombre Invisible.

Porque nadie se daba cuenta de que faltaba.

Igual era grandioso no sentirse parte de toda esa mierda de colegio de mierda.

Otras veces, directamente se quedaba en la huerta de los enanos. Cursando cuarto grado la huerta se cerró, quedó abandonada. Dijeron que iban a construir un vestuario para la canchita de básquet. Pero sólo fueron promesas estúpidas.

Entonces sus únicos momentos de placer en el colegio también acabaron. Pero no su investigación sobre los seres elementales: una imagen de un troll armado arcaicamente llamaba su atención, y quiso saber más. Buscó otra fuente de información, una biblioteca popular a dos cuadras de la escuela. Debía apurarse, porque la madre tenía contados los minutos que él tardaba en llegar a casa.

Una tarde visitó la nueva biblioteca, y lo atendió una vieja con cara de culo que estaba comiendo un sándwich. Y de milanesa, por el borde que se veía sobresalir del pan. Y la tipa le dijo, con la boca llena:

―¿Qué necesitás, nene?

―Buenas tardes, señora. ¿Hay algún texto de Paracelso?

―Para… ¿qué? Eso no existe.

―¿Alguna enciclopedia de magia y ocultismo? Ahí dice el cartelito, vea.

―¡Ja, ja, ja! ―A la tipa se le cayó de la boca un cacho de milanesa, y volaron también migas, y todo lo rejuntó con la mano y lo volvió a meter en el sándwich―. Dejate de joder, nene, que estoy trabajando. ¡Tomátelas!

 

Diego volvió a la biblioteca de la escuela, y seguía navegando por Internet cada vez que podía. Pasaba horas ahí, pero siempre había que volver al aula, y siempre quedaba más por saber.

Hacía unos meses, en el aula de sexto grado había sido usado como blanco de improvisados dardos hechos con lápices bien puntiagudos. Incluso alguien se atrevió a clavarle la punta del compás en la rodilla, hecho que se cambió por un “accidente”: a la madre de Diego terminaron por mentirle cualquier cosa los del colegio. Ya en quinto grado lo habían azotado con cinturones los varones, y con cuerdas para saltar sus dulces compañeritas. Y encima él debió bancarse que la maestra lo cagara a pedos por “provocar peleas en el aula”.

Como fuese, Diego había aprendido la lección: tenía que resolver sus problemas completamente solo.

 

El primer mes de clases ―las primeras semanas, mejor dicho― fue un tiempo de estudio. Pero no de estudio al estilo de aprender tales y cuales lecciones para pasar al frente. Era el estudio que el gato ejerce con el ratón. Los hijos de puta lo iban midiendo, probando, calificando. Habían crecido, se veían más grandes que cuando terminaron sexto. El líder, un repetidor que ya pasaba los trece años, mostraba una escasa barba y ya había probado sus primeros cigarrillos.

Un mediodía, cuando Diego volvía de aquella cárcel, se dijo que el día había terminado muy tranquilo.

―Porque los hijos de puta faltaron. ―Siguió caminando, sorprendido de haberse descubierto hablando solo. Una nena que pasaba lo miró, y le hizo a la chica que iba al lado el gesto de ajustarse un tornillo a la sien―. Qué loco me estoy volviendo. Me están volviendo.

Y fue como si los hubiera invocado. Como si provinieran de un conjuro de beyond.net.

Los hijos de puta.

Los hijos de puta, en la esquina. Y formando un círculo.

Ya era tarde para volver sobre sus pasos. Diego sacó huevos de donde no tenía, y avanzó.

―Tenés que tragar el humo, gil ―oyó que le decía el líder a otro de la manada―. Mirá: hacé como yo. ―Y aspiró, pero con una mueca de asco.

Y entonces Diego tuvo la desgracia de que Tyson se diera vuelta y lo descubriese:

―Qué mirás, pendejo.

Feliz, el líder se sacó el cigarrillo de la boca:

―Dieguitus… ―Sonreía como el idiota que era―. Vení que te voy a quemar.

El de ojos de muerto dijo:

―Pasame el encendedor. ―Y ya con el Bic en la mano, y prendiendo y apagando la llama, se le vino diciendo―: Perdiste, enano de mierda. ―Le acercó la llama al pelo, y se lo chamuscó. Todos rieron, y el pobre se escapó corriendo, calle adelante y sacudiéndose la cabeza. Y llegó a oír:

―¿Viste cómo se le prendió?

―¡Ja, ja, ja!

―¡Parecía el de los rulos de Los Tres Chiflados!

Y los castigos siguieron.

Y algunos días eran peores que otros.

Hasta que un lunes, después de un fin de semana en que la tierra pareció hundirse de tanta lluvia, los hijos de puta estaban esperándolo en medio del patio durante el primer recreo del día, como si ellos fueran los restos de la tormenta. El de ojos de muerto lo barrió de un patadón, y él con las manos contra el piso amortiguó la caída. Boca abajo y antes de que pudiera levantarse, una zapatilla lo aplastó. Cuando se pudo incorporar, se descubrió rodeado, acechado por los otros. El líder se acercó y bajó la cabeza para hablarle cara a cara. Apestaba ese aliento a verduras podridas.

―Te conseguimos un trabajo. Vos… ―Le hundió el dedo en el pecho―. Vos sos un enano de mierda. Así que vas a tener que cuidar a los otros enanos de mierda. Los de la huerta, ya sabés. Te vas a hacer cargo de tu familia. ―El dedo hizo que el esternón le doliera más―. Todos los días, cada vez que nosotros salgamos al recreo, te queremos ver en la huerta, al lado de los enanos. Entrá en la huerta por la canchita de básquet, que te queremos ver siempre ahí. Si vos no estás ―se palpó el bolsillo de la campera―, te hago tragar una pastilla de Gamexane. Así de simple. Es lo mejor que hay para liquidar las ratas como vos.

Y Diego supo que el tipo no estaba jodiendo: más de una vez tiraban pastillas en el aula, para obligar a los responsables a largarlos.

Yéndose, miró alrededor, y descubrió a muchos chicos, que se le reían: lo habían visto todo.

Lo que no descubrió Diego fue a algún adulto.

Igual sería bien al pedo, se dijo.

 

Volviendo a su casa, pensó que por lo menos estar en la huerta sin hacer nada implicaba no recibir más golpes.

Llegó, abrió la puerta, y se encontró con su madre y su eterna cara de cansancio. Y sin ningún gesto la madre le dijo:

―Qué boludo que sos, Diego. Otra vez no te sacaste el delantal para jugar, está todo sucio. Te dije que cuides la ropa, ya no sos un nene, ya te vas a los doce años…

Y blablablá.

Y durante la merienda lo mismo: más blablablá.

Y el blablablá era música de fondo ―insoportable música― mientras él sorbía su café con leche, acompañado de pan, manteca y dulce.

 

Al día siguente cuidó a los enanos de la huerta, con las risas del resto del grado de fondo, y nada más. Mirando con una mezcla de tristeza y cariño las ruinas de los enanos, recordó sus años de preescolar, y cómo había conocido a esos cinco duendes, gnomos o lo que fueran. Y también recordó cada uno de sus nombres.

Los limpió, y parecieron revivir al paso del cepillo y los desengrasantes. Las roturas de cada enano se cerraron como heridas cicatrizadas. Los ojos, hasta hace un tiempo muertos y opacos mostraron brillo e interés. Esos grandes ojos en sus pequeñas cabezas, ahora húmedos, seguían con alegría cada movimiento de Diego. Un viento fuerte y momentáneo les dio vida a esos inanimados seres ―al menos, en lo que él podía imaginar―: ¿acaso sonreían alegres, dejando atrás el gesto melancólico de hacía unos días?

Recogió en una bolsa de consorcio los potes vacíos, las bolsas de plástico y los envoltorios de golosinas y las cáscaras de naranja y los forros y los restos de yerba, y enterró los soretes en el lado de las plantas. Y un día, admirando su obra, creyó oír una débil risa, quizás una forma de mostrar agradecimiento de sus recuperados amigos.

Al día siguiente llevó tarros de pintura, y el color volvió a esos pequeños cuerpos. Así pasaron las semanas, y ya en pleno otoño las calles se cubrieron de hojas secas. Sus amigos de la huerta lucían como antes: brillantes, limpios, vívidos. Cada vez que Diego aparecía, ellos sonreían como si disfrutasen de su compañía y de lo bien que los cuidaba. Los bonetes brillaban como nunca a la luz del sol. Hasta la piel iba tomando una tonalidad más humana.

Un mañana gris, Diego se encontraba retocando el color en la puntera de una bota, que se había descascarado, cuando alguien le encajó un puñetazo en medio de la espalda, y al mandarse para adelante volcó el tarro de pintura. Ante las risas, se dio vuelta, y se topó con la cara del más alto de los seis:

―Ya nos aburriste, Enano. No sos más el Cuidador de Enanos. A partir de ahora, sos de nuevo nuestra bolsa de box.

Y vino la gran paliza. Había llovido, y Diego resbaló y fue a caer sobre las espinas del rosal, que se le clavaron en los brazos, ante la atenta mirada de sus amigos de piedra.

Cuando los hijos de puta se cansaron de joderlo y se fueron, trató de levantarse apoyándose en uno de los enanos. Y lo hizo con cierta facilidad, como si alguien lo hubiera ayudado a subir. Sucio y lastimado volvió a su casa, nada más que para asistir como un sonámbulo a los reproches de la madre.

Y, ya solo en su pieza, se preguntó si lo había soñado, o si de verdad había sentido en los hombros un par de manos diminutas. Esas pequeñas manos que amablemente lo habían ayudado a levantarse. Imposible darse cuenta, en medio de los golpes, de si aquello había pasado o no.

Limpio pero todavía dolorido, volvió a sus historietas. Las historietas le daban el color que su vida no tenía: apenas un televisor de tubo había en la casa.

Además de los duendes, también sentía devoción por los superhéroes de las historietas. Batman, Superman y Linterna Verde hacían justicia, y eso era lo que él necesitaba: que alguien viniera a hacer justicia. Un cuadrito de una de Flash lo inspiró: iba a fabricarse algo ―todavía no tenía muy en claro qué― que lo ayudara a defenderse de aquellos malditos. Y, como las nenas y el resto del grado podían ponerse del lado de “los otros”, Diego tenía que preparar un arma con que enfrentar a todo el grupo: una que no se quebrara y que pudiera hacer el mayor daño posible. Pensar en la justicia le dio esperanzas. Podían golpearlo unos días, posiblemente unas semanas más; pero, una vez que todo estuviese listo, el tormento acabaría.

Encontró en el desván un trozo de barral de madera ―roble, a lo mejor, por lo duro― de unos sesenta centímetros de largo, y lo bastante ancho como para efectuar un daño considerable. Probó a pegarse en la pierna, y sintió un dolor agudo: el garrote funcionaba. Le hundió clavos de varios tamaños en la parte de arriba, que días después envolvió con un cacho de alambre de púas robado de la obra de enfrente.

De vuelta el lunes, y de vuelta al colegio. Soportó golpes, insultos, humillaciones de todo tipo, pero presentía que el final se acercaba. Pero… ¿cómo entrar el garrote al colegio, sin que nadie se diera cuenta?

Una tarde le metió a la madre cualquier excusa, y a pesar del frío de junio se mandó para el colegio. Con la maza guerrera adentro de la mochi.

Fue a la huerta de los enanos, que daba a la calle, y tiró el garrote entre la maleza, bien oculto. Nadie lo había visto. Nadie, salvo sus amigos de piedra.

Aquella tarde del fin del otoño era particularmente diáfana, y con el típico frescor de la estación. Diego volvió a su casa, calculando en qué momento actuaría.

Esos seis imbéciles lo iban a pasar mal. Muy mal.

 

A la mañana siguiente, por primera vez no le dolió ir a la escuela. Llegó y ansioso se sentó en su lugar.Esta vez no le molestó el horrible timbre del recreo: al fin haría justicia de una vez por todas.

Fue el primero en salir. Corrió desde el patio a la cancha de básquet, y de la cancha de básquet a la huerta.

Entre la maleza y los cardos, bien escondido como lo había dejado él, encontró el garrote. Pero le llamó la atención lo limpio que estaba. Y, sobre todo, le llamó la atención un detalle muy loco. Recordaba perfectamente haber dejado el garrote tendido a lo largo entre los arbustos, pero ahora… ¡Pero ahora estaba parado, en posición vertical!

Al levantarlo, se le erizó la piel. Era como si el garrote fuese algo vivo. Y se dio cuenta: la energía de los enanos palpitaba en aquella madera envuelta de alambre de púas. Se lo habrían velado durante toda la noche, como los caballeros a sus armas.

Agarró la maza con las dos manos y le pareció más pesada que en su casa. Corrió hasta el alambrado que daba al patio:

―¡Eh, vengan, tarados de mierda, basuras!

Corriendo, sorprendidos por esa bravura y al mismo tiempo mostrándose felices, seguramente de haber podido provocarlo al fin, pronto llegaron hasta él aquellos seis hijos de puta.

Diego alzó la maza por encima de su cabeza, y descargó un golpe que cayó sobre el hombro del primero.

―¡¡¡Ayyy, Enano hijo de puta, qué me hiciste!!!

Tyson lo pateó en medio de la espalda, pero Diego se dio vuelta prácticamente sin mirar, y le cruzó la cara de un garrotazo, y la sangre cayó a la tierra de la huerta, al pie de los enanos inmóviles. Una lluvia de golpes y puteadas lo atacó, y Diego se dio a tirar golpes al aire, hasta que una patada en el centro del estómago le hizo perder el equilibrio y soltar todo el aire junto con su arma. El más alto le rompió la nariz de un puñetazo, y el golpe que le encajó otro en la espalda le arrancó un alarido: ¡acababa de darle con su propio garrote recubierto de púas! Cuando cayó a tierra, una zapatilla con la dureza de un adoquín le aplastó la nuca, y una lluvia de gargajos le empapó la cabeza. Sintió que uno le saltaba encima de las costillas, y otro se mandó más abajo, sobre su cintura. Las púas le desgarraban la carne, y otro le pateó la quijada con la fuerza de quien patea un penal.

Tirado en medio de la maleza, entre los enanos y los cardos, cubierto de tierra y sangre apenas llegó a oír:

―Este boludito se creyó que podía hacernos frente justamente a nosotros.

―Y yo qué digo en el cole ahora ―dijo Tyson, con la sangre de la mejilla escurriéndosele de entre los dedos―. Seguro que me van a dar puntos.

―Decí que te caíste en las espinas ―dijo el líder, señalando el rosal seco―, y nosotros nos lastimamos al ayudarte.

―¿Y quién va a creerse tremenda huevada?

―La seño ni se va a dar cuenta.

―Total, ni se mete.

―Tal cual.

―No va a pasar nada, flaco.

Y así se fueron yendo, riéndose y burlándose del herido:

―Te va a quedar una cicatriz, ñandú.

 

No bien la madre de Diego llegó a la escuela, se mandó para la Secretaría a preguntar si sabían algo del nene:

―Tendría que haber llegado a casa hace un rato largo, y no estamos tan lejos.

Las maestras dijeron no haberlo visto, pero todas aseguraron que había salido.

La madre tocó timbre en las casas de algunos compañeros, y ninguno supo decirle nada.

 

En ese atardecer de finales de otoño, nadie había advertido que ahora los enanos de piedra eran seis. Y resaltaba uno, llamativamente gordito, coloradito, más alto y más nuevo que los otros. Se perdía entre la maleza, los cardos y el rosal seco.

 

 

  * Fabián Sancho nació en el porteño barrio de Villa Luro. Cursó estudios en la carrera de Letras de la UBA y en la especialidad de Guión en el CERC (actual ENERC).

Fue columnista de cine en varios programas radiales (Mundo Rock, La tormenta, El corte, entre otros). Colaboró como corresponsal para las revistas Kinetoscopio, de Colombia, y Godard!, de Perú.

Junto a Silvia G. Romero dirige el Festival de Cine Inusual de Buenos Aires, dedicado a realizadores noveles e independientes. Se desempeña como coordinador del Centro de Documentación y Biblioteca del Museo del Cine Pablo C. Ducrós Hicken.

En Fin ya ha publicado un artículo sobre John Ford: http://fin.elaleph.com/general/john-ford-un-clasico-que-debe-verse-una-y-otra-vez

 

 

Polizón

Por Alejandro Kapeniak *

 

 

¿Podrá el mar cumplirle un milagro? Como si en vez de agua fuera un ser inmenso y bondadoso. Yakiv cumple con su parte del ritual, lo repite todas las noches. Cuando la cubierta queda desierta camina hasta la proa y orina en el Atlántico. Quizá el océano no pueda sanarlo, pero al menos el viento lo refresca. Le alivia esa fiebre maldita, que nació en su vientre y sigue creciendo: pecho, espalda, muslos. Es un ardor que lo consume, y se transforma en terror cuando conquista su garganta. Se siente chiquito y extraviado, corre hacia un bosque siniestro y presiente lo peor, que se perderá para siempre.

—¡Viva el Principieee!

El grito del borracho lo rescata de sus presagios. Es un marinero sueco o ruso, quizá esloveno, imposible saberlo con tantos idiomas revueltos. Aunque el tipo pronuncia mal el nombre de su barco, está claro que lo adora.

Fin del ritual, Yakiv se abrocha la bragueta. Cuando partió de su pueblo, allá en los Montes Cárpatos, la liturgia de orinar se consumía en segundos. Ahora debe esforzarse durante minutos para sentir cierto alivio en su vejiga. Y nunca logra vaciarla. Cómo podría, con ese dolor de mil agujas. Por eso intenta mantener distraída a su mente, para que el dolor sea un detalle del decorado, no el protagonista exclusivo.

Los pocos que deambulan por la cubierta son una fauna variada. Gallegos insomnes mascando tabaco, una pelirroja que llora en silencio, borrachos irredentos, y la parejita lituana. Los dos son rubios y bajitos, siempre le sonríen al verlo pasar. Su romance es cortés, casi medieval: se admiran todo el tiempo, con los ojos se juran amor. Demasiada ternura para Yakiv, él sueña una vida de asombro y aventuras. Y bien lejos de la guerra. Todavía se quiebra cuando piensa en el sacrificio de sus padres: ahorrar el dinero de la cosecha, pedir prestado a la familia, a los vecinos, y hasta al padrecito cura. Mejor extrañar a un hijo próspero que regalárselo al ejército. Alemania es orgullosa, tarde o temprano buscará revancha de tantas humillaciones. Y ese día los campos arderán. Mejor pensar en cosas bellas. En el mar, que lo enamoró desde el primer día, con su murmullo de espuma y su vaivén moroso, como un vals en los días serenos, como una polka en las tormentas. Yakiv apetece un futuro y el mar se lo sugiere. Horizontes infinitos, chances de grandeza. Que la travesía sea en un pobre cascarón de madera no cuenta.

El Príncipe de Asturias es un barco humilde con una proa vanidosa, coronada por un mascarón ambiguo: puede ser una gárgola bonita, o una sirena monstruosa. Pocos camarotes decentes, y ninguno de lujo. Una escalerita mínima desciende hasta el nivel medio, la cubierta de inmigrantes medio pelo. Ahí los pudores se resguardan con toldos tabicados, tienen camastros decentes y el aire es respirable. Bajo el nivel del mar no existe recato alguno y el oxígeno escasea. Yakiv duerme ahí, en una tiniebla compartida con doscientos miserables. Italianos estridentes, franceses camorreros, judíos, portugueses y minorías indecisas.

En Costa de Marfil subieron dos negros mellizos, lustrosos, altos como tótems. Los eslavos al principio se asustaron, jamás habían visto seres como esos. Después se fueron acostumbrando. Al cabo de unos días los negros ya concitaban simpatías. Dientes inmaculados. Risas contagiosas. Bailes frenéticos.

Mañana Río de Janeiro y después Buenos Aires, ciudad mítica de paz y abundancia. La comida sobra, el trabajo se convierte en ahorro, y el ahorro en lotes. En pocos años tendrá una casa con jardín. Argentina, 1920, un país sin guerras ni genocidios, de clima apacible, donde se estudia gratis y nadie muere de hambre.

Entre tantos ilusionados del Asturias viaja un polizón: la sífilis, una enfermedad con muchos nombres. Cada país les endilga el flagelo a sus vecinos. Para los rusos es la enfermedad polaca, para los polacos la enfermedad alemana, para italianos, alemanes e ingleses, la enfermedad francesa. Y así sigue la disputa: enfermedad española, mal napolitano, morbus cristiano. Los hombres conjuran sus demonios lanzándolos por encima de la frontera. Pero en la bodega del Asturias no existen fronteras, por eso las ronchas rosadas arden impúdicas, en los torsos y mejillas del pasaje. El único remedio, y no siempre efectivo, se llama salvarsán. El que llevaban a bordo se agotó muy pronto. La sífilis mata parejo, poco le importan el pasaporte y los sellos.

Yakiv sufre la enfermedad en su cuerpo y en su memoria. Recuerda a su tío Andriy, la persona más culta de Kiev, deambulando en la plaza como un mendigo. Sucio, harapiento, más perro que hombre. Un espectro consumido en su locura. La sífilis degrada el alma, incluso los mejores se vuelven torpes, ni hablar pueden, balbucean palabras absurdas y entonan desvaríos. Maldita peste: un instante de lujuria y la vida condenada. Causa y efecto. Los curas ortodoxos, infalibles en su doctrina, lo explicaban con palabras más duras: pecado y culpa, infamia, condenación. Así lo educaron a Yakiv. La llaga en su pene lo atestigua, es rosa y con bordes nítidos, entre marfil y punzó. Una herida tozuda que anuncia su castigo.

Los negros Didier y Salomón inventan alegrías en ese claustro de náusea. Con sus carcajadas contagiosas derrotan a la penumbra, regalan olvido. Para Yakiv, oírlos cantar es un bálsamo, sueña palmeras que nunca vio, playas tibias y amorosas. Cuando está cerca de ellos su miedo se aletarga, se convierte en un lobo atontado, quiere atacar y sus patas no responden, quiere rugir y apenas maúlla. En esos breves instantes se envalentona. No debe temerle a la peste, no con el Atlántico de aliado y sus sueños argentinos. Los negros ríen y él también. Del canto a la confianza, de la confianza al alcohol, la risa los fue acercando y el tedio los hizo amigos. Azabache y rubio, ron y vodka. Fue indispensable la mediación de Gerard, un catalán viajado y locuaz. Se convirtió en su traductor por ensayo y error: del francés al polaco y del polaco al ruso. Yakiv hace el resto, escucha en ucraniano y adivina bastante. Donde falla el intérprete, sobran gestos y dibujos. Suficiente para intercambiar anécdotas y licor. Pero llegando a Río, el buen Gerard vacila en una traducción. Las palabras son ambiguas y el sentido confuso. Los negros le ofrecen a Yakiv un secreto de su tierra.

—Puedes curarte —asevera Didier, con la mediación del catalán—, en nuestro hogar sabemos cómo. Si eres hombre de verdad ganarás tu salud, pero debes matar al mal y su demonio.

Yakiv lo mira perplejo. Didier agrega algo más, lo dice en voz baja, como si fuera un tesoro que le comparte:

—Debes usar el hierrito…

El negro interrumpe su frase y eleva la mirada por encima del hombro de Yakiv. Mujer a la vista. Desde que zarparon de Abiyán, el meneo de Angiulina encandila la mirada de todos los varones. Y ella lo sabe, sus caderas de hembra son un hechizo. Caminando conquista ojos y nutre fantasías. Los negros aplauden y ella les regala una sonrisa maldita. Cuando la muchacha se aleja siguen minutos procaces en idiomas mezclados. Anécdotas de novias y amantes. Carcajadas y vodka. Copas, litros, galones. Y después la oscuridad.

Volvió en sí de a poco, en una secuencia conocida: desmayo, luz, resaca. La sala de máquinas ronronea y los africanos murmuran por lo bajo. Qué rara esa discreción en los negros, son hombres de hablar alto y sin pudores. Cuando lo ven despierto aplauden con ganas y se acercan, le dan palmaditas cariñosas en el pecho y en la cabeza. Recién entonces Yakiv se da cuenta: reposa sobre una escalera oxidada, los escalones le duelen en la nuca y en la espalda. Quiere sentarse y no puede, le ataron los tobillos y las muñecas a los barrotes verticales. La sala de máquinas es una bóveda perfecta, las paredes resuman salitre y el olor a aceite rancio le da asco. Siente ganas de vomitar, el bamboleo del Asturias se acompasa con su náusea. Didier y Salomón son inmunes al mal de mar: intercambian petacas, mezclan ron y brandy, whisky y aguardiente. Ahora le hablan en su francés torcido, con su dicción borracha y palabras sueltas. El catalán Gerard hace hipos, desmayado en un rincón. Yakiv contempla sus ronquidos, pero no alcanza a escucharlos, el trueno de la caldera vence a todos los sonidos. Nadie puede ni podrá oírlos.

El miedo lo despabila y recobra la coherencia. Se le encienden los ojos, la sombra acurrucada en el fondo es Salomón. Atiza un alambre sobre el fuego mientras canturrea una tonada extraña. Parece una canción de cuna, pero salpicada de chasquidos. El rojo incandescente del metal es bonito, como un anuncio sagrado. El negro nota su mirada y grita una palabra en polaco. A Yakiv le cuesta descifrarla, quizá el africano intentó decir “purificación”. Cavila unos segundos, y su cuerpo concibe el peligro antes que su mente. Se arquea para liberar sus manos y no puede. Es inútil, los cables son fuertes como cadenas, jamás podrá romperlos. Intenta explicarles, argumenta primero y después suplica. Les grita “¡Dios!” y “¡Mamá!”. Forcejea contra los barrotes y busca auxilio en el catalán dormido, pero el hombre no reacciona. La fatiga lo termina venciendo y se entrega a su suerte. Didier se acerca, le acaricia la frente, sonríe con ternura. Se sienta sobre su pecho y le aferra las rodillas. Yakiv solo ve su espalda, parece una mole oscura y transpirada. Cien kilos o mil, da lo mismo, ese peso desmedido le impide cualquier movimiento. El cuerpo del negro forma un arco sobre el suyo, es el resquicio para que su mellizo pueda trabajar. Yakiv grita de nuevo, con la poca fuerza que le queda. Se escucha a sí mismo como si fuera otro, un testigo lejano de su horror. Salomón ya está a su lado y le desabrocha la bragueta. Con su otra mano sostiene el alambre sagrado. Se inclina hacia él y lo alienta. No lo deja reaccionar, se lo apoya en la llaga y aprieta. Después lo rueda hacia arriba y abajo con parsimonia, como un cilindro de fuego. Yakiv huele a quemado, es su propia piel ardiendo, su propia carne. El dolor es atroz, pero breve. Fin del calvario. Didier lo sorprende con un pañuelo inesperado, blanco y con puntillas. Seca sus lágrimas y limpia su boca. Después se aleja y ríe como un chico.

—¡Caca te has hecho! —grita en idiomas mezclados—. Ahora mataremos al demonio.

Yakiv ve cómo Salomón aferra su pene. Lo estira, al principio con caricias delicadas, luego con cadencia y ritmo. El muchacho se asombra de sí mismo: tanto dolor y su cuerpo reacciona con dignidad. Los negros sonríen al verlo crecer, festejan con aplausos y carcajadas salvajes. Quizá piensan que es una señal de los dioses buenos. Insisten uno por vez, usan sus manos gigantes como doncellas amorosas. Más rápido, con pellizcos juguetones, escupen saliva y la usan como aliada. Son eficaces, por un instante Yakiv imagina el meneo de Angiulina y siente que va a estallar. Pero los negros suspenden su tarea. Él ya no tiene voluntad, sigue fantaseando a la italiana, la disfruta en su mente. La muchacha lo acaricia con sus labios. Percibe su lengua en el ombligo, dispuesta a bajar. Lo mirá con malicia, le promete todo. Una nube de chispas quiebra el hechizo. Es Didier, que se aproxima con un alambre más grueso que el previo, y más rojo, como una pieza de sol. Salomón, que sigue sosteniendo su pene, se esfuerza por mantenerlo erguido. Cumple con pericia, como una puta consumada. Arriba y abajo, hasta que desliza por última vez su piel llagada, tensando el orificio.

—Entra rápido y sale rápido —murmura Didier, separando índice y pulgar diez centímetros—. Y cura todo.

Ejecuta su tarea en un solo paso.

 

Ni penicilina ni cuidados esenciales en el Príncipe de Asturias. Yakiv no llega a Buenos Aires. Retención de orina, infección y muerte a pocas millas de Montevideo.

—Demonio malo… no quiso abandonarlo.

 

 

 * Alejandro Kapeniak (Kape) nació en Wilde, Buenos Aires. Casado y con un hijo. Médico y psicológo, se desempeña en distintas instituciones públicas y privadas.

Entre sus publicaciones se cuentan El Croquit, Camila y su Doctor (novelas); los relatos Pequeñas situaciones y Cuentos del borde; Llegó el doctor del abuelo (ensayo); El Croquitario (narrativa infantil); Kioku (poesía). Algunos de sus cuentos y poemas fueron seleccionados para antologías en Argentina y el exterior.

Obtuvo los siguientes premios y menciones: Primer Premio Internacional del Concurso Carbono Alterado (Montevideo, 2018) / Premio Accésit en el XI Concurso Internacional de relato Breve Dr. Pedro Zarco (Madrid, 2021) / Mención en el Certamen Internacional de Cuento y Poesía 2021 Luis B. Negreti (SADE Junín, 2021) / Segundo premio de la I Convocatoria de Relatos de CiFiTec (España, 2022) / Ganador del II Concurso Internacional “Letra de Kmbio” (España, 2022)

 

 

Espantosamente hermosa

Por Jorge Nieva *

 

Mientras el subte en que viajo llega a la estación en que siempre se sube la morocha, recuerdo aquella primera vez. Ella cambió todo, me cambió todo. Había aparecido para colorear un viaje cotidiano, la misma rutina de siempre ―de la casa al trabajo, y del trabajo a casa―, que después de cinco o seis meses se me había vuelto insoportable. Hasta ahí, mi ánimo funcionaba como un péndulo: iba desde el aburrimiento provocado por el traca traca de las ruedas contra los rieles, hasta la tensión de ver en cada pasajero a un depredador dispuesto a tirárseme encima y comerme las entrañas. Un desvarío inquietante, producto de las barbaridades que se dicen por las redes y los medios, y que nadie confirma ni desmiente.

En cuanto a ella, la morocha, puedo describir sus rasgos, pero no lo que es. Definitivamente no. Se me antoja una mezcla de mujer y de animal: ojos y andar de fiera, cabello renegrido hasta la cintura, piercing en la nariz y el ombligo, tatuajes en las partes visibles. Le calculo unos veinticinco, más o menos mi edad.

La pregunta era cómo abordarla. Los dos coincidimos en el subte, y tal vez lo mejor sea sentarme a su lado y presentarme. Algo simple, directo y sin problemas: a esa altura del recorrido, queda muy poca gente en los trenes. Después vendrá el cómo te llamás, el volvés del trabajo o de la facu, el qué andás leyendo. Porque en su morral vive un libro, se lo he visto.

Esa vez, cuando hace un par de semanas se lo descubrí, me dije que yo también necesitaba un libro, y se me ocurrió que al día siguiente iría a pedírselo a uno de los poquísimos lectores que conozco.

 

―¿Vos, que te están por salir callos en los ojos de tanta computadora, con un libro? ―Mi tío no lo podía creer, por poco no se pone a cantar el Aleluya el pobre―. Vení, vení a mi biblioteca.

Poe, Stevenson, Kipling. Los lomos de los libros pasaban por mis ojos desde aquellos anaqueles para nada polvorientos. Hasta que me atrajo un título: Ensayo sobre la ceguera, de un tal Saramago. En las primeras páginas figuraba la fecha: 1995.

―¡Casi cincuenta años de publicado, tío!

Miré la tapa de atrás.

 

Novela distópica, ciencia ficción social posapocalíptica. Una pandemia deja ciego a un mundo que nunca quiso ver.

 

―Ja, ni que la hubiera escrito mi viejo. ―Lo miré a mi tío―. ¿Te conté lo que una vez me dijo papá, tío? No, no te lo conté. Seguro. Y pensar que muchos de la familia lo consideraban un delirante. Desde la cama del Clínicas, lo dijo, apretando una mano de la vieja y una mía.

“—Irma, Gustavito, después de esta peste el mundo no volverá a ser el mismo. Cuídense mucho.”

El tío sacudió la cabeza:

—Pobre mi cuñado. Chofer de ambulancia, a pedir de boca para el bicho de la coronita. Virus hijo de puta, que se cansó de liquidar gente.

De todos modos mi atención está puesta exclusivamente bajo tierra, desde que ella se cruzó en mi camino subterráneo.

A partir de esa aparición, no tuve ojos más que para ella. Cada día a la misma hora sube y se pone a leer. En alguna oportunidad sospeché ―quise sospechar― que levantaba la vista del libro para echarme una mirada de reojo. A lo mejor fue sólo una impresión. O mi ansiedad.

Ojos buscados, ojos encontrados. Y, cuando las miradas se sostuvieron, cierto recuerdo de amor me trajo la ocurrencia: esa mirada de vértigo era un torrente portentoso que me arrastraba a la Garganta del Diablo.

¿En qué momento encararla? De lunes a viernes, después de media hora de tren, tomo en Retiro el subte de la línea “E”. Voy hasta Villa Soldati, veintipico de estaciones más allá. Mortal. Ella lo toma en Medalla Milagrosa, y baja en La Salle, un recorrido de cuatro estaciones. Seguirla es imposible: llegaría tarde al laburo, y no puedo arriesgarme en tiempos en que a uno lo echan por cualquier motivo y sin que les cueste una moneda.

Trabajo de noche, lo que complica todo. Las empresas ubicadas en zonas de riesgo tienen la obligación de informar sobre el personal que no llega antes del toque de queda. Y cada vez hay más horas de toque de queda, y cada vez más gente asegura que en las noches suelen verse unas cosas reptando por esa especie de feria de los desperdicios del sur de la ciudad: los restos del viejo autódromo, los escombros de los monoblocks de Lugano, el bajo Flores y los basurales a lo largo de la ribera del Riachuelo.

Deseché la idea de ir tras ella: debía jugarme entero en estas cuatro estaciones. Cuatro estaciones, apenas unos doce minutos.

Con cierta frecuencia sucede algo que puede ayudarme. A la salida de la estación Perito Moreno, las vías dibujan una curva, y más allá de esa curva viene un túnel que no sé adónde dará. En el momento del desvío, se corta la corriente después de un fogonazo intenso, y el tren se detiene y queda a oscuras. A veces, durante el minuto o minuto y medio que dura el fenómeno, se respira un olor tan incógnito como insoportable. Si hoy se da esa ocasión, si hoy también se corta la luz, yo voy a jugarme entero con mi plan. Estudiar cómo vestirme, qué decir y cuáles serían las respuestas a las preguntas de ella me llevó un par de días. Ya estoy preparado.

Mi ansiedad se parece a la del jugador que se clava las uñas en la palma de la mano para que la bola caiga en la casilla deseada. Y la bola cae justo: la morocha aparece en el andén, y queda frente a mi ventanilla. Entra en el vagón, y se ubica a sólo dos filas de asientos, entre los pocos pasajeros. Y tengo la sensación ―la ilusión― de que ha reparado en mí.

Saca de su morral un libro ―el mismo de siempre―, pero no le doy tiempo a que se hunda en la lectura: ya estamos cara a cara. ¡Qué bombón! Algo paliducha y demasiado perfumada para mi gusto. Pero hermosa. Espantosamente hermosa.

Me mira, y… ¿sonríe?

Quiero creer que sí.

—Su dedo. —El desubicado que acaba de romper la magia, este inoportuno de uniforme gris, es el inspector, quien ahora me alarga el identificador dactilar.

Apoyo el dedo índice en la hendidura, y el impertinente controla la pantalla.

—Gracias señor tenga usted buen viaje―dice por inercia, en automático.

Y repite la operación con la morocha, y se va.

El fogonazo del que ya hablé me deja con la boca abierta, llena de las palabras que tenía para la morocha. Esa luz intensa ha inundado el túnel durante un par de segundos. Y ahora el tren se queda quieto y en penumbras.

Por primera vez el suceso no me irrita, más bien me inquieta. Aunque tenga más miedo que la muchacha, espero que se asuste para jugarla de caballero protector.

Oigo las puertas abrirse. Hago un esfuerzo por ver algo entre tanta negrura, pero no hay caso. El vagón se bambolea, como si recibiese un peso extra: intuyo que tenemos compañía; y una compañía muy silenciosa. Entro en pánico. Pego un salto y giro con los brazos extendidos tratando de poner distancia con lo que sea. Y es lo último que hago: me tumban, y alguien aprieta contra mi nariz un paño, un líquido acre; el olor se va, mi voluntad se va.

Vuelvo, sin la menor idea del tiempo que pasó. Por el frío en la espalda, debo de estar acostado sobre un piso húmedo. Una mezquina claridad se filtra entre la mugre adherida a un par de lamparitas. Alcanzo a distinguir una especie de murga: figurines contrahechos que bailotean a mi alrededor como si festejasen la conquista de un trofeo.

Pienso que ya no volveré a ver a la morocha.

Error: ella está en cuclillas, a mi lado, y me mira con esa sonrisa que mata. Parte de la murga le palmea la espalda a la morocha, y otros la aplauden.

Y viene la primera dentellada. Y me traga el vértigo atroz de la Garganta del Diablo.

 

 

 * Jorge Nieva es un porteño nacido en Villa Urquiza hace 79 años. Mudado muy joven a Villa Ballester, fue uno de los creadores y miembro activo del primer Cuerpo de Bomberos Voluntarios de la ciudad. La pasión allí despertada lo llevó a la Superintendencia de Bomberos de la Policía Federal Argentina, donde se retiró con el grado de Sargento.

Es miembro del TCyC desde tiempos remotos. Ya ha publicado en Fin «Gregorio no supo» (http://fin.elaleph.com/articulos/gregorio-no-supo)

Oda a la poesía

Por Valentino Terrén Toro *

 

 

Oh, poesía,

palabra que supera el silencio,

materia onírica,

arcilla celeste.

Contigo puedo hacer magia:

incrustar un relámpago en la barriga

de una luciérnaga,

barnizar el pétalo de un jazmín

con la saliva de un ángel,

morderle el ojo a una libélula,

arrancar una estrella del firmamento

y arrojarla en el pecho de algún desalmado.

Oh, poesía,

sagrada locura del lenguaje,

verbo sensual,

acróbata de los mundos emocionales.

Tu presencia fue y seguirá siendo

siempre maravillosa,

siempre disponible,

osada, bondadosa.

Fiel al plan del cosmos,

fuiste creada para decir lo más difícil.

Prendes un farol en la cueva del silencio,

cantas en la dimensión de lo no dicho,

vulneras los escudos del alma,

susurras como un torbellino.

Oh, poesía, me salvaste: dejaste

caer

una gota

de tu armonía

en la arteria podrida de mi corazón.

Oh, sagrada poesía, anhelo de mis huesos,

de tu mano me atrevo a explorar

el laberinto de la muerte.

Tu redonda matemática humilla el intelecto

de todas las cabezas humanas.

No sólo te invoco porque te amo

sino porque deseo que tu maná se esparza

por los desiertos del lenguaje.

Oh, pasional poesía, quiero descubrir

los secretos sexuales de tu idioma,

saborear tu vulva de labios turquesas,

lamer la hondura de tu licor místico.

Voy a cuidarte

como a la florcita de la grieta,

que sabe de delicadezas y poderes.

Voy a valorarte como lo que eres:

la princesa que mete la lengua en lo inefable.

Poesía,

garganta de todas las eras,

instrumento que libera aquello

que el silencio atrapa,

idioma del dolor y del éxtasis.

En lo profundo de los mares antiguos

se labró la fluidez de tus metáforas.

Poesía, me despido,

aunque, a decir verdad,

tú te despides de mí.

Regresa pronto:

eres la manera más dulce

de liberar el brillo de los astros.

 

 

 

 Valentino percibió las limitaciones de la prosa recién a los 20 años. Ese momento, tan epifánico como pavoroso, lo impulsó a investigar el lado ritual del lenguaje: la poesía. Después de seis años de no parar de leer y no parar de escribir, y de cuatro años de taller literario con Marcelo di Marco, publicó su primer libro, Reliquias del éxtasis. Hoy, con 32 años, va por su segunda publicación.
Él se acerca a la poesía y su corazón se enciende; se aleja de la poesía y su corazón se apaga. Su sueño: tallarles poesía a los objetos domésticos, volver a nombrar las calles, con nombres poéticos, crear espectáculos de poesía.
Trabaja como facilitador de Biodanza, un sistema cuyo creador ha definido como “la poética del encuentro humano”.

 

Para leer otros poemas de Valentino Terrén Toro en FIN: http://fin.elaleph.com/desde-la-tierra-baldia/tres-poemas-2

 

 

 

Cuestión de derechos

Por Matías Iván Bravo *

 

Explicarles los métodos que me llevaron a ser un best seller incrementará el valor de mi obra, pero en consecuencia también aumentará mi condena. Aunque… ¿qué son veinte o treinta años tras las rejas, si redactando este borrador, revelando cómo me las ingenié para cumplir mi sueño, me convertiré en el escritor más reconocido de Argentina?

A veces, pensándolo bien, hubiera preferido haber faltado a la clase en que mi excoordinador nos leyó un fragmento de su nueva novela. A partir de aquella mañana, un sentimiento de odio nació dentro de mí; un odio que otros llamarían envidia.

En ese entonces me despertaba temprano, y durante el desayuno escribía un breve resumen de lo ocurrido el día anterior, una costumbre que paradójicamente me predisponía a la creación de mundos irreales. Después viajaba hasta Palermo, donde tomaba mis clases en el taller literario más prestigioso del país, pero yo afirmo que fue el mejor taller literario del mundo.

Recuerdo que pude terminar varios cuentos, y me hice muy amigo de mi coordinador. Gran aficionado al coleccionismo de cuchillos, además era muy exitoso en todo lo que se proponía.

Me hice tan amigo de él, que me invitaba a cenar en la casa. Conocí a toda su familia, y todavía tengo grabada en mi cabeza la tarde de Nochebuena que pasamos juntos.

—Venís muy bien con tus cuentos, Gero —dijo en un momento, y apoyó sobre la mesa su taza de té—. Si seguís así, pronto completarás tu ópera prima.

—Muchas gracias —dije, sinceramente agradecido—, trabajamos mucho para lograrlo.

—Sí, es verdad. ―Con displicencia, volvió a su taza―. Cuando llegaste a este taller, ni rebuznar sabías. Hoy te puedo llamar colega.

Ese comentario me confundió, no sabía si ofenderme o sentirme halagado.

—Hoy miro mis cuentos viejos —dije levantándome de la silla—, y me dan algo de vergüenza.

—Entonces trabajalos, para eso te entrené.

—Sí, los voy a corregir cuanto antes. —Miré mi reloj—. Qué lástima: si me quedo un rato más, no llego al tomar el colectivo.

—Está bien, no te preocupes. Esperame un segundo, que tengo una sorpresa para vos.

Cuando mi coordinador volvió, trajo con él una pequeña caja envuelta en papel de regalo. Pensé que sería el típico perfume que se regala por cortesía, o quizás unos pañuelos. Pero me quedé con la boca abierta al rasgar el papel del envoltorio. Era una Opinel nº8, con mi nombre grabado en el cabo de madera. Fue el mejor regalo que me hicieron desde que tengo memoria.

—Con esta vas a poder cortar mejor los textos —dijo, sonriente.

—Muchas gracias —dije observando las vetas de la navaja—, es preciosa. ¿Qué madera es? ¿Nogal?

―Olivo, burro.

Cuando intenté abrirla, no pude desplegar la hoja. No tenía idea de cómo hacerlo.

—Pará, animal. ―Mi coordinador me arrancó la navaja de las manos―. Tiene el seguro puesto. ―Giró el seguro de metal y me la devolvió―. Si no sacás el viroblock, pelotudo, no la abrís en tu puta vida.

Linda navaja. Filosa. Al día de hoy la tengo exhibida en el living, sobre un ejemplar de mi novela publicada: sin ella, nunca se me hubiera ocurrido aquella obra maestra. Cuando mi coordinador me la regaló, la belleza de la Opinel era tan hipnótica que no pude reaccionar ante semejante trato de mierda. Pero lo cierto es que, a partir de aquel momento, las cosas empezaron a cambiar.

Para mal.

Para peor.

 

Una mañana, en mitad de la clase, mi coordinador nos narró a mis compañeros y a mí el comienzo de su nueva novela: se trataba de dos hermanos que, en una madrugada repleta de pesadillas, descubrieron que podían cumplir sus deseos si los pedían en voz alta delante de un espejo que le habían comprado a un extravagante anticuario.

―Pero no eran conscientes del precio que deberían pagar ―nos dijo el maestro―, ni a quien se los pedían. ―Nos miró, cáustico―. ¿Qué harían ustedes si dispusiesen de esa especie de lámpara de Aladino? Buena consigna de taller.

Le insistimos para que leyera un capítulo más, y lo hizo. Los deseos de los hermanos vinieron acompañados con algunas desgracias menores, huesos rotos, caídas a la salida del colegio, y varios sustos al resbalarse en los azulejos mojados de la ducha. Pero lo peor llegó cuando los hermanos crecieron, cuando se buscaron la vida por caminos distintos. Entonces acordaron que uno de ellos se quedaría con el espejo. Unos años más tarde, el elegido se suicidó con una sobredosis de pentobarbital. El otro, arrasado por el alcohol y su pésimo desempeño como novelista ―nadie aceptaba ni siquiera leer sus manuscritos―, fue a la casa de su hermano y se arrodilló frente al espejo para su última petición.

Imposible describir con palabras la sensación que nos dejó el final de aquel capítulo.

Era excelente, tan excelente que deseé que la novela fuera mía. Día y noche pensé en esos párrafos, pensé en adaptarlos a mi estilo y crear una historia diferente. Pero nada de lo que escribí superaba la novela de mi coordinador. Me vi frustrado, bloqueado, y la voz de mi maestro narrando su borrador permanecía en mis oídos. A esas alturas ya no podía dormir.

Decidí que tendría que apropiarme de su idea, sea como fuese. Le pregunté si me la vendería.

—¿Vos estás en pedo? —dijo, riendo—. ¿En serio pensás que vendería una idea tan buena como esa? Decime que me estás jodiendo, dale.

—Sí, sí —dije, disimulando—. Necesitaba ver cómo reaccionabas ante el pedido. Como decís vos, tu novela parte de una idea maravillosa.

En una de las tantas madrugadas de insomnio, prendí el televisor y me puse a zapear hasta que una publicidad me llamó la atención.

—¡Con la nueva fórmula del Ratibum —recitaba el anunciante—, las ratasss… harán bummm!

Enseguida me acordé de un crítico literario que subió a un blog una nota sobre mi maestro, en la que aseguraba que él no era más que una rata ladrona de cuarta. Mis compañeros de taller exigieron que presentara las pruebas, pero el crítico nunca respondió.

Fue entonces que terminó de cristalizarse en mí una idea siniestra: debía asesinar a mi coordinador. Sí, lo sé, seguramente pensarán que yo había enloquecido, pero nada que ver. Si hubiera plagiado su obra, vaya y pase. Pero yo nunca plagiaría a nadie, y mucho menos a alguien tan querido y que me enseñó tantas cosas.

Mi estrategia fue muy distinta. Lo invité a pasar la tarde en casa, y le dije que trajera el manuscrito de su novela: necesitaba saber qué sucedía después de aquella escena que tanto nos gustó, a mí y a mis compañeros.

Él accedió. No bien llegó a mi casa, me mostró un pendrive que colgaba de su llavero. Estoy seguro de que nunca le enviaría la novela a nadie por internet, y mucho menos a mí, que le pedí que me la vendiera. Eran las cinco de la tarde. Entonces le ofrecí un café.

—Te lo acepto —dijo, y apoyó el llavero en la mesita de la sala—. Se te ve muy bien, Gerónimo.

—Gracias, maestro querido —respondí, tratando de no temblar de la excitación—. Ya te lo traigo.

Fui a la cocina, y del cajón de la mesada saqué el Ratibum. No pude evitar recordar algo que leí en un blog de toxicología y temas afines: el veneno para ratas tarda en afectar el organismo humano; pero no me importó, pues podría disfrutar durante más tiempo de su charla.

Su última charla, me dije.

El agua hirvió, y metí en el café del maestro una dosis de Ratiboom.

—Che, Gero —dijo señalando la navaja apoyada sobre un estante de la biblioteca―. ¿Estás usando la Opinel que te regalé, o es un adorno?

—Me da lástima usarla —dije, y apoyé sobre la mesa la bandeja con los dos cafés, el sano y el envenenado—. Es muy linda.

—Qué puto que sos —dijo con una sonrisa, y levantó su taza.

Mi felicidad hizo que todo transcurriese en cámara lenta. Lo observé cuando terminó de dar el primer sorbo, y por su expresión le pregunté:

—¿El café está feo?

—Tiene un gusto particular, pero probé peores.

Dio un segundo sorbo, y entró a convulsionar como un zombi salvaje. La taza y el plato se estrellaron contra el piso, y el resto del “café” me salpicó las zapas ―horas más tarde yo las limpiaría de todo vestigio―. Quedé sorprendido, y recordé lo que dijo el anunciante: eso de que las ratas explotarían no era una licencia publicitaria.

A mi maestro le chorreaba de aquella boca de pedante una espuma verdosa que le surcaba las mejillas. Agitándose errático cayó del sillón ―hizo trizas la mesa ratona―, se llevó las manos al cuello y soltó un gorgoteo gutural: se ahogaba con la espuma. No pude soportar verlo así: después de todo, él me había convertido en un escritor.

Agarré la Opinel de la biblioteca, le saqué el seguro, como él me había enseñado, y le rasgué la garganta. Mi amigo no tardó en quedarse quieto, agonizando bajo una mezcla de espuma verde y sangre.

 

Pasaron cuatro años desde el asesinato. Nunca se supo nada de mi coordinador. Me investigaron, pero jamás llegaron a nada: no me costó esconder el cadáver de mi maestro. Edgar Allan Poe nos enseñó muy bien a hacerlo en “El tonel de amontillado”, y seguí los pasos a la perfección, con la diferencia de que usé mi sótano y no una cripta. En cuanto a la novela de mi coordinador, no la publiqué hasta más tarde: creí que la historia de su asesinato era mejor. Y de hecho fue el primer best seller que escribí.

Al correr de los años, y ya con una carrera bien firme, medité en lo sucedido, y llegué a la conclusión de que mi coordinador hubiera querido publicar su novela. Entonces la completé, y la publiqué bajo un seudónimo. Pensé que sería lo más justo, pero aquella novela me trajo algo que nunca esperaría, y mucho menos de mi maestro. A los meses de haberla publicado, me llegó a mi buzón una carta documento de la editorial Racoon Random House, acusándome de plagio.

Y ese fue el principio del fin, la punta de la madeja: acá me tienen, preso por el crimen que heredé de mi maestro. Al final, había emparedado al monstruo en el sótano.

 

 

 

  * Matías Iván Bravo (Buenos Aires, 2000). Cuando era chico escribía historias con el objetivo de entretenerse, pero no fue sino hasta 2018, cuando terminó de leer It, que su interés por la literatura se convirtió en algo más apasionado.

Desde 2019 asiste sin falta al Taller de Corte y Corrección. En el Taller aprendió la estructura del cuento, a ponerle la coma al vocativo y a exprimir las palabras naranja. Pero también aprendió cosas que van más allá, cosas que utiliza en el día a día para convertirse en una mejor persona. Gracias al Taller, el sueño de poder dejar su granito de arena en la literatura está cada vez más cerca.

Sus autores preferidos son Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft, Stephen King, y el maestro Marcelo di Marco.

Preguntas sin respuestas

Por Adrián Gruzycki *

 

           Pero lo que realmente ocurrió
fue algo para lo cual ningún ser humano podía estar preparado.
 Edgar Allan Poe, “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”

 

 —¡Dale, vamos, tómalo, hazlo de una vez! ¡Sí!, ¡sí!, ¡SÍÍÍ! –estalla de alegría el doctor Mieres.

Baja enardecido desde el ático de su casa, donde tiene su laboratorio, con una botella llena de un líquido azul. Allí ha dejado a un mono con los tobillos y los brazos amarrados a una camilla, sin un corazón que lata ni pulmones que se expandan y compriman, pero con contracciones musculares en su mano, contracciones suficientes como para atrapar una banana al alcance del inmóvil rostro peludo.

Con mucha prisa, Mieres sale a la calle con el frasco, y una bolsa que tenía preparada con drogas y jeringas. En su apuro, olvida decir a su ayudante Víctor que se apronte de inmediato. Volviendo a su puerta, le grita:

—¡Víctor, te espero en una hora, con la maleta, en casa de Maciel!

 

Mieres había egresado como médico de la Universidad de Buenos Aires a fines del siglo XIX. Trabajó siempre en su consultorio particular; era conocido por ser poco amable con sus pacientes y por sus estudios científicos con los muertos. Sólo quienes no soportaban más su dolor llegaban acoquinados a su consultorio, donde el doctor realizaba sus curaciones de inmediato. Él mismo preparaba los medicamentos para calmar sus dolencias: algunas veces eran cremas, otras infusiones o raíces para comer o hervir.

Lázaro Maciel era un viejo paciente suyo. Un duro militar de alto rango, con una enfermedad terminal, causada por las heridas sufridas durante la campaña de la Conquista del Chaco. Era uno de los pocos pacientes a los que Mieres atendía con frecuencia, y con el que mantenía una relación de amistad, dado que tenían mucho en común: ambos eran antipáticos, y de principios inquebrantables.

Maciel sabía perfectamente la gravedad de su estado. Sus dolores no lo dejaban en paz.

 

 

En sus tiempos libres, con vehemente perseverancia, Mieres se había dedicado a estudiar órgano por órgano del cuerpo humano en cadáveres, lo cual le dio gran renombre como forense. Para estas investigaciones, necesitó de un ayudante. Contrató a Víctor, quien soportaba sus asperezas y lo acompañaba en la confidencia de ciertas tareas, como ir a buscar cuerpos en el cementerio de la ciudad. Todo esto lo arrastró a una escalofriante investigación, cuyos fundamentos teóricos ninguno de sus colegas quería oír: creían que era una locura imposible de lograr. Definitivamente se trataba de una locura, pero ¿sobre que era imposible…? Se equivocaban.

El doctor desarrolló un coctel farmacológico que se debía inyectar en las venas una vez muerto el individuo. El fin era activar el cuerpo sin vida, provocando en los tejidos una oxigenación momentánea, para ejercer contracciones musculares y una efímera actividad cerebral que pudiera responder ante estímulos post-mórtem. Lo que buscaba era que la persona sin vida lograra contestar a ciertas preguntas previamente formuladas. Así se obtendrían conocimientos de primera mano acerca de lo que pasa después de morir.

Algunas de las preguntas –que Mieres, con ayuda de Maciel, ya había anotado– eran:

  • ¿Existe ese gran portal de oro, resplandeciente de luz, del que muchos hablan? ¿O bien la persona permanece en el Purgatorio hasta que se le perdonen los pecados veniales?
  • ¿Estaría solo, o con alguien más? ¿Ante Dios?, ¿algún santo? ¿Algún ancestro lo esperaría?
  • ¿Vestiría la ropa con la que murió, o una túnica blanca? ¿O aparecería de alguna manera vergonzosa…?

Además de Víctor, Maciel era el único con quien el doctor compartía sus intimidades de ciencia. Mucho hablaron de la investigación, de sus experimentos, de lo que buscaba lograr con el mono, y de lo que deberían hacer juntos a la hora de la muerte del viejo militar: Mieres contaba con él para experimentar en personas.

 

Con el caminar ligero, el doctor llega a la casa de Maciel, anheloso de contar lo sucedido con el mono. El paciente se encontraba postrado en su cama.

—¡Maciel!, lo logré, estoy seguro de que va a funcionar —agitado, Mieres levanta el frasco en alto.

—Buenas tardes primero —contesta el moribundo, después de tener a su médico ya al pie de la cama.

—¿Vamos a hacerlo, Maciel?

—¿Qué cosa, doctor? —responde muy dolorido.

—Hablar en el portal, lo que le supe explicar con el mono, ¡con esto! —le muestra victoriosamente su frasco.

—Pero doctor, va a esperar que me muera primero, ¿no? ¿O tiene apuro en probar su líquido?

Maciel estaba orgulloso de formar parte de tan colosal descubrimiento sobre lo que sucede después de la muerte. Le gustaba esa idea de que su nombre quedara perpetuado en los libros. También sentía que el doctor lo acompañaba en su partida hacia lo desconocido, y así perdía un poco el miedo a la muerte. Deseaba que su hora llegara de una vez por todas: sus dolores ya eran incesantes, pero nunca pensaría en la eutanasia. Creía fehacientemente que decidir sobre su vida era lo peor que podría hacer. Sobre el suicidio, decía que su alma se reencarnaría en otro cuerpo, donde viviría exactamente la misma vida, y Maciel quería que le tocara algo muy distinto a sus largos años fuera de su casa, y anhelaba un final sin tantos sufrimientos. Sin embargo, mucho menos quería que lo asesinaran.

—Le voy a dar unos calmantes, Maciel, para que pueda dormir sin dolores por esta noche.

El doctor prepara una jeringa, extrayendo un transparente fluido de un pequeño frasco, sin etiqueta, con solo una cinta negra.

—Se lo voy agradecer –le responde su paciente­­–, siempre y cuando sea para descansar y no para otra cosa… ¿Me explico?

Imprevistamente, Víctor entra en la habitación. Mieres lo mira furioso y le ordena en voz baja que se retire: Maciel se había dado cuenta de que los dos habían ido a su casa por alguna razón. Pero los dolores ablandan su desconfianza: ya solo quiere que paren. Y suplica:

—¡Por favor, ya de una vez por todas, colóqueme ese calmante!

—Maciel, usted va a estar bien —le dice el doctor mientras lo inyecta.

En unos minutos, el dueño de casa ha muerto.

 

***

Mieres y su ayudante, enfocados a empezar de inmediato, ponen en marcha su improvisado laboratorio ante el cuerpo que se irá enfriando. El doctor acomoda sus papeles en una mesa, para tomar notas y dar lectura a las preguntas. Víctor conecta la aguja por un extremo de una cánula, y por el otro el embudo donde volcará el líquido azul. Todo está listo.

Los dos se quedan mirando: llegó el tan esperado momento. Inmediatamente el doctor introduce la aguja en la vena de Maciel. Una vez realizada la meticulosa punción, Víctor vuelca el líquido, mientras Mieres sostiene el desvanecido brazo. Tras unos minutos, el ayudante, con una mirada, anuncia que ya ha pasado todo el fluido. El doctor retira la aguja.

Se ubican al pie de la cama, como espectadores de lujo ante lo que se viene. Sus miradas recorren cada músculo del cadáver: leves contracciones quieren reavivar el cuerpo. El doctor dice:

—¡Maciel, Maciel!, ¿me escucha, Maciel?

No obtiene respuesta. De pronto, perciben un temblor en los dedos, un sutil movimiento de la cabeza. Sigue una quietud inmovilizadora, nadie siquiera pestañea.

Súbitamente, el muerto se incorpora y queda sentado en la cama con ambos pies juntos apoyados en el suelo. Los brazos pesados cuelgan de los hombros, la cabeza revolotea prendida del cuello, los ojos se abren desenfocados y miran perdidos. La boca, rígida como piedra, sin ningún gesto, y la palidez del rostro y de la piel en general, no dejan dudas de que se trata ya de un difunto.

En la habitación laten solamente dos sobresaltados corazones, a punto del infarto. Aunque esperaban que sucediera algo semejante, retroceden horrorizados.

Desde su rígida postura, Mieres repite:

—¿Me escucha, Maciel? ¡Responda!

Sentado en la cama, como tratando de dar una respuesta, Maciel gira su cabeza, sin gesticular, enmudeciendo a sus asesinos. Con un rápido movimiento de manos, abre el cajón de su mesa de luz, toma su Colt.45 y se pone torpemente de pie. Alinea los perdidos ojos en una mirada fija al doctor, que le responde con una dudosa sonrisa. Y, en menos de lo que duró esa sonrisa, interpone a la imagen del doctor el guión y el alza, y le dispara un certero tiro en la frente. De inmediato sorprende al ayudante con otro estallido, también en la frente.

Maciel se queda quieto, con los brazos colgando al costado del cuerpo. Deja caer el revólver, siempre con la misma expresión impasible. Los dos cuerpos al pie de la cama yacen inmóviles en el suelo.

Al rato, con movimientos de diabólica marioneta, se sienta otra vez en la cama, vuelve a extraviar los ojos, se recuesta de espaldas con la boca abierta, acomoda sus piernas juntas y estiradas, coloca sus brazos sobre el pecho. Y dice en un susurro:

—Doctor imbécil, le dije que espere a mi muerte. ¿Y…? ¿Ahora quién toma nota?

 

 

 * Adrián Esteban Gruzycki nació en Resistencia (provincia de Chaco, Argentina) el 11 de noviembre de 1973.

Se recibió de Bioingeniero en 2001, y trabajó en su profesión hasta el 2005 para luego dedicarse apasionadamente a la actividad ganadera. En el campo surgió su interés por escribir. Pero recién en los talleres con Nomi Pendzik se dio cuenta de que escribir un cuento implica un aprendizaje. Hoy en día, tanto la lectura como elaborar cuentos son placeres que se da en sus tiempos libres.

 

 

Mi regalo

Por Marina di Marco de Grossi *

 

 

Yo era chiquito. No sólo era chiquito de edad, sino también de estatura. Apenitas más alto que una oveja adulta parada en sus cuatro patas: ¡así de chiquito era! Entonces, si una oveja se enojaba y se paraba, no en cuatro patas —como se paran las ovejas buenas que no están enojadas—, sino en dos, me sobrepasaba muchísimo en altura. Por eso, porque las ovejas de papá eran de enojarse bastante, nunca me dejaban ir, como mi hermano mayor, a trabajar al campo.

Día tras día me quedaba mirando por la ventana —parado sobre un banquito: si no, no llegaba—, mientras mi papá y mi hermano se iban a trabajar silbando. Sobre mi banquito, yo miraba por la ventana.

Mi mamá se levantaba y me traía el desayuno, y yo lo tomaba, mirando por la ventana.

Mi abuelo entraba diciendo “¡Shalom!” —que es como mi pueblo saluda: diciendo “¡Tengan paz!”—, y yo decía “¡Shalom!”, mientras miraba por la ventana.

Mi mamá hacía el almuerzo canturreando salmos, y yo la escuchaba, olfateando…, mientras miraba por la ventana.

Cuando el almuerzo estaba hecho, mi mamá me lo alcanzaba y yo, usando como mesa el alféizar, comía mi almuerzo mientras miraba por la ventana. Así pasaba la tarde y llegaba la noche, y yo veía volver del campo a mi papá y a mi hermano, los dos silbando, arreando a las ovejas, y con las canastas llenas de verdura recién cosechada.

Entonces, yo saltaba del banquito, los recibía corriendo, y trataba de empujar a las dos o tres ovejas retrasadas (y petisas) que pudiera encontrar. Pero cada vez que hacía esto, mi papá me decía: “Vos no, David: sos demasiado chiquito”. Entonces, obvio, me enojaba, me tiraba, cruzado de brazos, sobre las lonas que tendía mi mamá en torno a la mesa, y ponía cara de enfurruñado, así: (acá imagínense ustedes mi cara, cara de David chiquito de edad y chiquito de estatura, cara de David chiquito y enojado).

Y entonces, mi abuelo miraba a mi papá, miraba a mi hermano, miraba a mi mamá. Me revolvía el pelo enrulado y me decía al oído: “Vos sos como nuestro pueblo, mi querido: vos siempre estás esperando”.

Y era verdad. Porque lo que nuestro pueblo esperaba no era otra cosa que la llegada del Mesías, el Hijo de Dios, que vendría a salvarnos de todos nuestros males.

Yo nunca había entendido bien todo, pero mi abuelo, que se llamaba Simeón, me había contado que él había visto a un ángel de Dios, así como entre sueños, y que ese ángel le había dicho que el Mesías venía a salvar a todo el mundo —¡no sólo a nuestro pueblo—! Y que el Mesías no venía sólo a salvarnos de la enfermedad y del dolor, o del cansancio del trabajo, sino que venía a salvarnos del odio, de la mentira, de la avaricia, y de todos los otros pecados. Y, sobre todo, que venía a salvarnos de la muerte.

Además, el ángel le había dicho a mi abuelo que él no se iba a morir antes de ver al Mesías, el Hijo de Dios. Y como mi abuelo cada vez estaba más viejito, bueno, yo siempre pensaba: “¡En cualquier momento llega el Mesías!”. Y luego me lamentaba: “¡Y yo acá, siendo tan chiquito que el Mesías ni me va a registrar! ¡Va a ver a las ovejas enojadas antes que a mí!”.

Y, claro, este pensamiento me enojaba y me hacía tirarme, cruzado de brazos, sobre las lonas que mi mamá tendía en torno a la mesa, y ponía cara de enfurruñado, así como la que ustedes se imaginaron recién.

Fue por todo eso que, cuando pasó lo que pasó, me convertí en el chico chiquito más feliz del mundo.

¿Y qué fue lo que pasó? Una mañana, resultó ser que mi hermano, la noche anterior, había comido un pan medio viejo —de puro goloso que era—, y se empezó a sentir mal, mal, mal… ¡Esperen! ¡No dejen de leer! En serio: les prometo que todo esto tiene que ver con el Mesías.

Sigo, bueno. Pasó que justo ese día, mi papá tenía muchísimo trabajo: muchas ovejas que cuidar, muchas verduras que cosechar… Y entonces…

—¿Y si lo acompaña el chiquito David? —dijo mi abuelo.

Se me iluminó la cara, y amé a mi abuelo con todo mi ser. Ahí, mis papás empezaron que sí, que no, que sí vaya, que no vaya, que es chiquito, que las ovejas se enojan y lo patean, que pin, que pan, que pun, y, mientras, yo —en vez de sentarme a mirar por la ventana— ya había agarrado rápido el bastón de mi hermano, me había ajustado las sandalias lo más fuerte que había podido, y me había armado una capucha con mi túnica vieja. En dos minutos estaba parado junto a la puerta, vestido como un buen pastor. De este modo, cuando mis papás me vieron así, dejaron de discutir.

—Mal no me vendría la ayuda —suspiró mi papá, agarrando su propio bastón.

—Mientras cuides que las ovejas no se enojen… —añadió, resignada, mi mamá.

—¡Vaya con cuidado, chiquito! —me dijo con picardía mi abuelo.

Pasé un día increíble. Fui el mejor pastor que se pudieran imaginar. Al mediodía, con mi papá comimos como comen los pastores, queso y pan, sentados bajo un árbol. Ninguna oveja se me enojó, y todas me seguían por donde yo las guiara. Mi papá, cada vez más contento conmigo, me regaló su propio sombrero, ¡imagínense! (Y no me quedaba tan, tan grande).

Al atardecer, mi papá decidió volver a casa después de la medianoche, porque las ovejas se estaban portando tan bien que merecían pastar un monte entero —y creo que, además, lo decidió porque la estaba pasando muy bien conmigo—. A esa hora, empezó a levantar viento, pero apenas un poquito: era la noche más agradable del mundo, llena de estrellas, y arriba, en el cielo… En el cielo había una estrella que parecía como que se movía. “Bah”, pensé, “debe ser el cansancio”.

Ya estábamos por volver cuando, de repente, el viento se puso más fuerte. Tan fuerte que a mí, como soy chiquito, me tiró al piso. Mi papá corrió a levantarme, pero también se detuvo de pronto, mirando hacia arriba, más allá de la montaña, hacia el cielo.

—¿Qué pasa, papi? —atiné a decir.

Y ahí nomás él también se cayó, de la pura sorpresa: el cielo se acababa de abrir como una cortina, y entre una cortina negra estrellada y otra cortina negra estrellada se veía un mar dorado de luz, ¡y de ángeles! Y los ángeles cantaban de forma hermosa y tocaban hermosas trompetas, y uno bajó, cerca de donde estábamos nosotros, y nos dijo “¡Shalom!”. Y después, cuando, con toda sorpresa, logramos contestarle tartamudeando, él nos dijo:

—¡Hoy les ha nacido en Belén el Mesías, el Salvador del mundo! ¡Lo encontrarán en un pesebre, entre un burro y un buey, con su madre, la Virgen, y su padre San José!

—¡Gloria a Dios! —exclamó papá, e hizo el ademán de sacarse el sombrero (pero no se lo sacó, porque no lo tenía: me lo había regalado, ya les conté).

—¡Gloria a Dios! —dije yo, y me puse de pie. Cuando el Ángel vio que yo era tan chiquito, me miró con cara de ternura, y batió sus alas, como para salir volando. Con el viento que hizo, se me voló el sombrero, y el Ángel me lo alcanzó. Su sonrisa era increíblemente linda.

—¡Vayan! —dijo el Ángel—. ¡Corran! ¡Vayan a ver al Niño santo que nació en Belén! La estrella más brillante les marcará el camino. —Y, envuelto en una luz triunfal, volvió al cielo.

Entonces, la cortina del manto estrellado se cerró, y la noche pareció como cualquier otra noche. Pero ahora, nosotros sabíamos que no era así.

—¡Vamos, papá, vamos! —atiné a decir. Mi papá, con una cara de apuro y de emoción que jamás le había visto, ya empezaba a irse para el lado de la estrella.

—Momento —dijo de pronto—: ¿llevamos a las ovejas o no las llevamos?

—Tal vez si las llevamos tardemos un poquito más… —empecé a decir.

—¡Es verdad, David! ¡Hay que partir en seguida!

Ahí lo frené.

—Esperá, papi. ¿Vamos a dejar que nuestras ovejitas se pierdan de ver al Salvador del Mundo?

Mi papá me sacó el sombrero, me revolvió los rulos, suspiró, me devolvió el sombrero, y dijo, bajito:

—Tenés razón.

Entonces, nos convertimos en los pastores más rápidos y más veloces que se hayan visto en Belén. Por campos y por llanuras, por piedras y por arenas, apuramos a nuestras ovejitas, cada vez menos enojadas y más ansiosas y buenas… Se ve que se daban cuenta de lo que pasaba. Y sí, el Mesías venía a salvarnos del pecado: ¿cómo no iban a estar más buenas nuestras ovejitas, ahora que Él había nacido?

Con esta idea en la cabeza, con una llama en el corazón —y sintiéndome cada vez un poquito más alto—, llegué, por fin, con mi papá y nuestras ovejas, a un pequeño portal de Belén. Sobre él resplandecía una estrella. Yo, que soy bajito y entiendo algo sobre distancias— creo que la estrella no resplandecía más que las otras por tener más brillo: el tema era que esa estrella estaba muchísimo más cerca que las otras. Tan, tan cerca, que, si hubiera estado colgada de una higuera, mi papá la podría haber arrancado sin mucho esfuerzo. Estaba cerquísima, y era hermosa.

Pero no sé por qué me demoro tanto hablando de la estrella… Porque, si se trata de hermosura, había allí algo mucho, demasiado, infinitamente más hermoso que esa estrella tan cercana. Debe ser que me demoro porque no tengo palabras con las que describir tanta belleza. ¿Y si ustedes me ayudan a imaginarlo?

Miren que a mí no me gustan los bebés —nunca entendí a las nenas, que siempre andan babéandose y emocionándose cuando ven uno—. Pero, al verlo, caí de rodillas a sus pies —y me las lastimé con los guijarros del piso, pero no me importó—. Imaginen, si pueden, para ayudarme, unos pies muy chiquititos, rosaditos y amorosos, con perfectas uñas pequeñas. Sujeto en unos pañales muy blancos, un cuerpo rosadito perfecto, perfectamente pequeño, pero perfectamente humano, con la piel suave incluso a la vista. Unos bracitos bien redondeados, que se abrían con ganas de abrazar al mundo entero. Unos ojos que todo lo miraban, que sonreían con ternura a las ovejitas, que acariciaban con su brillo los ojos de sus hermosos padres, y que reflejaban algo superior a este mundo. Y su boca… ¡una boca chiquitísima, apenas un capullito de labios! Pero la forma de sus labios era tan, tan perfecta, que el más mínimo bostezo anunciaba lo que vendría después: primero, una risa infantil y cantarina; luego, un “mamá” sincero y profundo, y por último, una palabra de aliento y de verdad para el mundo entero.

¿Se lo imaginaron? Bueno. Ese era Jesús, el hijo de María y de José. Ese era Jesús, el hijo de Dios. Miren que me gusta mirar por la ventana, y veo amaneceres y anocheceres, y campos y sembrados… Pero nunca vi algo tan bello. Ese Niño era increíble. ¡Y venía para nosotros! Como las ovejitas, yo no había traído ninguna duda. Y aún así me sorprendió: la verdad, no esperaba que fuera tan increíblemente bello, tan increíblemente cercano, tan increíblemente chiquito.

Si se lo imaginaron todo como yo lo conté, podrán en seguida adivinar qué hice después de arrodillarme y de mirar al Niño Sagrado. Alcé la vista, murmuré “Shalom” —porque me había olvidado de saludar a los papás—, y me arranqué el sombrero.

Con cuidado, lo deposité a los pies de la cuna, y luego otros personajes de vestimentas fabulosas sumaron tres cofres muy vistosos, uno de oro, uno de incienso, y uno de mirra. Ahí, al lado de esos regalos espectaculares, estaba el mío: mi sombrero.

Miré seriamente al Niño. con esa seriedad que sólo los chicos, que sabemos lo que es jugar, podemos tener, y le dije:

—Hoy aprendí a ser grande. Porque, aun siendo chiquito de estatura y de edad, como sos vos, puedo sentir que mi corazón se hace grande, grande, cada vez más grande. Puedo sentir que mi corazón se llena de amor. Por eso te dejo mi sombrero, regalo que me hizo mi papá, y que tocó tu Ángel: para agradecerte que hayas elegido nacer en este día. En este día, en el que salí de casa, y aprendí a ser grande en amor y en fe, sin importar si el sombrero me queda grande o no. —Cuando dije esto, una lágrima me corrió por la mejilla—. Gracias, bebé y Señor, por haberte hecho chiquito por nosotros —le guiñé un ojo, y añadí—: Perdoname que le saque trabajo a tu Ángel, ¿eh? Pero… yo le aviso a mi abuelo que ya no tiene que esperar más.

No sé si escucharon la historia que cuenta lo que pasó mucho después, pero resulta que yo ya era adulto cuando, por ir a ayudar a un viejo pastor enfermo, me enfermé de lepra: una enfermedad horrible. Bueno, ahí lo fui a buscar al Mesías, y con un grupo de nueve enfermos más, le pedí que me curara. ¿Recuerdan esta historia? A pesar de que los diez nos hubimos curado, sólo yo volví a agradecerle a Jesús. Le agradecí por segunda vez en mi vida.

Lo miré a esos mismos ojos que Él tenía de Niño, y le dije: “Gracias por salvarnos”. Él entendió todo, vio todo, traspasó mi alma… Y, de entre los pliegues de su túnica, sacó algo medio abollado, y medio viejo, lo estiró y me lo dio. Yo no lo había olvidado, y Él tampoco: era mi sombrero.

 

 

Este cuento fue publicado originalmente en el blog Amafuerte.com (https://www.amafuerte.com/post/mi-regalo-un-cuento-navide%C3%B1o-para-leer-en-familia), con una reflexión posterior. También pueden leer en el Instagram de su autora, @conluznodespertada, algunas de las claves bíblicas que lo inspiraron (https://www.instagram.com/p/CX7th5IMXSG/?utm_source=ig_web_copy_link)

 

 

* Marina di Marco es licenciada en Letras por la Universidad Católica Argentina (UCA) y diplomada en Estudios Avanzados en Literatura Infantil y Juvenil por la Universidad Nacional de San Martín. Actualmente participa como profesora asistente en la cátedra de Teoría y Análisis del Discurso Literario I, en la UCA, y se desempeña como becaria doctoral cofinanciada UCA-CONICET. Ha coordinado talleres de escritura creativa y corrección de estilo en el Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco y trabajado como guía de visitas turísticas en el Teatro Colón. Difunde sus investigaciones habitualmente en congresos y revistas especializadas.

Acaba de publicar su libro de poemas Con luz no despertada (Buenos Aires: Bärenhaus, 2021), y es coordinadora de redacción de la Colección “Cuento contigo”, proyecto de la Dirección de Compromiso Social UCA, en conjunto con la Fundación Tiempo de Actuar (primer título: Carta desde Kromalandra, Sevilla: Wanceulen, julio de 2021). También se desempeña como editora para AmaFuerte.com.

 

Foto: Daniel Grad
Ilustraciones: Bradi Barth, en www.bradi-barth.org