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Voy a bensarlo

Por Mario Bonabotta *

 

En el pueblo lo llamábamos el Turco. De sol a sol, sin domingos ni descansos, sus jornadas se deslomaban sobre los surcos en que cultivaba fruta y verdura. Siempre trabajaba doblado y con la cabeza hundida en la tierra, que para él resultaba fértil y generosa, mientras que para los criollos no valía la pena labrarla: según decían, era flaca y yerma. Como fuese, por unas cuantas monedas entregadas al Turco, las mujeres llevaban a la mesa los mejores productos de esa tierra estéril. Así transcurría la apacible existencia de aquel hombre.

El Turco nunca hablaba de él ni de los demás. Vivía sólo con su mujer, que siempre vestía de negro y llevaba un pañuelo en la cabeza, también negro.

No sabíamos de qué nacionalidad eran aquellos dos turcos, pues en Entre Ríos distinguimos pocas nacionalidades. O, mejor, las confundimos. Incluimos entre los rusos, gringos, turcos y criollos a todos los habitantes de este suelo: por extensión, la mujer del Turco era la Turca, y punto.

Cuando íbamos a comprar a la huerta, golpeábamos las manos desde la puerta del alambrado. Atendía la Turca, que con un gesto nos hacía pasar por el patio lateral. En el fondo de la casa, el Turco se empeñaba sobre la hilada de almácigos. Bajo ―o gastado―, en patas y con el pantalón arremangado al modo de pescador, siempre andaba con la azada o el rastrillo y rezongando por la abundacia o la escasez de lluvia. Vaya a saber qué edad tenía: imposible descifrarla en aquel torso en cueros, el pelo blanco, la tez quemada por el sol. A mí me impresionaba la nariz de gancho, como de brujo.

Un día empezó a correrse la bola de que el tendero de La Flor de Siria, en la otra punta del pueblo, era su hermano, pero jamás se los vio juntos. Otro que hablaba poco y nada. De vida tan secreta como misteriosa, este segundo Turco de mi relato criaba una hija veinteañera, famosa por lo bonita, y también por su condición de inhallable: por más que uno fuera a la tienda a comprar botones, elásticos o beines y beinetas, nunca se la veía.

La Cuchilla de Montiel, que atraviesa Entre Ríos como una espina dorsal, era por aquel entonces una zona demasiado monótona, y el andar con pocas preocupaciones y contar con mucha imaginación resulta siempre una combinación explosiva: todos conjeturábamos mil razones por las que los turcos no se hablaban, y al mismo tiempo intuíamos que jamás conoceríamos la respuesta. ¿Serían miembros de sectas rivales, allá en sus remotas tierras, o tal vez los separaba alguna oscura herencia? Tampoco podíamos suponer qué vientos habían traído a los turcos hasta acá, hasta el corazón de la tierra negra.

Se decía que tenían plata. Algunos aseguraban que una vez se le había oído decir al Turco hortelano una frase sugestiva:

―Diez años breso en Baraná, y todavía salí con blata.

¿Se referiría al dinero que les pagaban en la cárcel a los penados que trabajaban? ¿O a la supuesta herencia que se disputaban con el Turco tendero? Nadie podía asegurarlo.

Un día falleció la mujer del Turco hortelano; la que era cortés y sin palabras, y que vestía de negro. Nadie supo de qué murió, y pronto la olvidamos. A los dos días, el Turco volvió a la acelga y a las lechugas. Y volvió más seco, más doblado, más callado y trabajando el triple.

Me las arreglé en casa para ser yo quien fuera a comprar a la huerta: con un truco muy sencillo inventé la oportunidad de cambiar algunas palabras con el Turco y ofrecerle ―y lo digo sin ironía― mis desinteresados servicios. Quería ayudarlo, en serio. A mis dieciséis años, yo desplegaba una vocación solidaria. Y un tanto audaz, como se verá enseguida.

―¿No querrá usted volver a Siria? ―le dije―. ¿Tiene familiares en aquellos pagos? Puedo escribirles a ellos por usted, o contactarlos por medio de la embajada. Piénselo. Usted ya es grande. Y qué sentido tiene que siga aquí, solo y trabajando tanto desde que… Desde que su mujer no está.

No obtuve más que un murmullo, que en mi entusiasmo entendí como:

―Voy a bensarlo.

Así me fui de la quinta aquel día, con gusto a poco y convencido de que aquella buena acción me llevaría algún esfuerzo de perseverancia y varias incursiones a la quinta.

Fue en las vacaciones de verano, y bien lo recuerdo porque por las mañanas dormíamos hasta que el calor nos sacaba de las habitaciones. Uno de mis amigos, el Flaco, el de la casa más cercana a la nuestra, llegó corriendo.

―¡No saben lo que pasó! ―Se quedaba sin aire el pobre―. En la quinta del Turco. ¡Vengan!

Salimos y miramos hacia los altos que señalaba el Flaco, en donde vivía el Turco.

Sin hablarlo, agarramos las bicicletas, fuimos hasta la puerta de alambre, y desde allí pudimos ver que en la casa se habían juntado unos pocos vecinos. Y también pudimos ver el patrullero del comisario y la más llamativa de las presencias: la del dueño de La Flor de Siria y su hija. Y acá debo aclarar que nunca nadie descubrió por qué estaban ahí.

En la galería de la casa de paredes blanqueadas y cabreadas de quebracho, junto a las ristras de ajos y cebollas, de una soga y con un banco caído a los pies, colgaba el Turco.

 

 

 

 * Monseñor Mario Rodolfo Bonabotta (1957, Concordia, Entre Ríos, Argentina) es profesor de Filosofía, Pedagogía y Psicología. Cursó sus estudios teológicos en el Seminario de Paraná, es Licenciado en Filosofía por la Universidad del Salvador, Especialista Universitario en Ejercicios Espirituales de San Ignacio, por la Universidad Pontificia de Comillas, en Salamanca. Publicó un libro de poemas titulado Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio (Editorial Autores de Argentina, 2020), bajo el seudónimo de Rodolfo M. Arellano. Afirma que debe su vocación de escritor a Leopoldo Marechal, con cuyos escritos tomó contacto ya en su adolescencia. Cultor de la prosa poética y la poesía en el el TCyC, en esta oportunidad nos presenta un relato verídico sobre un acontecimiento de su infancia, transcurrida en su provincia.

 

 

 

Aproximaciones a lo fantástico

Por Franco Schiavoni *

“…Todo es una evocación de otra realidad”.
El retorno de los brujos, Pauwels y Bergier.

 

¿Es posible hallar los límites entre lo real y lo fantástico? ¿Acaso existen tales límites? ¿No será aquello que llamamos fantástico lo que más influye en nuestros pensamientos, decisiones, y, por último, lo que va moldeando nuestro destino? Suele lo fantástico filtrarse en lo que conocemos como realidad. Basta con estar lúcidos, escrutar señales, percepciones, chispazos fugaces que suelen emerger desde ese otro mundo desconocido al mundo material. A veces, sin darnos cuenta, atravesamos portales, y de lo ordinario, pasamos a lo extraordinario, y viceversa. Como en un cuento, o como en la vida.

Entrar y salir —de lo realista a lo fantástico—, esa es la cuestión: la invitación. Tal vez en cierto momento uno ya no sepa en qué regiones anda pisando. Por eso se necesita de valor.

¿Acaso el mundo invisible no es una continuidad del mundo grosero?

Todas las anteriores preguntas nacen a partir de la lectura de “El Horla”, cuento recomendado por el maestro Di Marco, en el taller, y escrito por Guy de Maupassant.
Se me ocurre que este cuento bien podría convertirse en un tratado —un tratado metafórico— de lo fantástico. Lo fantástico, que nos atraviesa con su amplio, insondable espectro a nosotros, los humanos —como deja entrever la pluma de Maupassant—, reducidos a la condición de cinco sentidos. “¿Acaso vemos la cienmilésima parte de lo que existe?”, le dice el monje al protagonista del cuento. Y después ejemplifica esa idea con el poder del viento, que no se ve, que es invisible, pero capaz de hacer estragos y provocar cualquier tipo de catástrofe a nuestro alrededor.

Seguro que, como existe esa potencia invisible que es el viento —que al menos podemos reconocer por sus gemebundas embestidas—, también hay otros principios incorpóreos pero silentes, que escapan de nuestras percepciones humanas. No obstante, nos penetran y sobrevuelan por nuestras narices sin que los percibamos. Y en efecto, también hacen lo suyo, como el viento, jugando por ejemplo con nuestros estados emocionales: “¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que trasforman nuestro bienestar en desaliento y nuestra confianza en angustia?”, se pregunta el protagonista de “El Horla”, en su confusión. Lo cierto es que algo advierte.

Por fortuna, nos es posible espiar, asirnos de la intuición —en algunos humanos más aguda que en otros—. Sin embargo, el mundo invisible se nos escurre, es huidizo. Eso sí: sentimos que estamos atados a sus influjos.

¿Acaso los escritores fantásticos como Maupassant, no son también atraídos por esos poderes, y así, por una fuerte necesidad, tratan de vislumbrar el mundo invisible?

Pienso que el escritor —el escritor de literatura fantástica tal vez más—, consciente o inconscientemente, arma lazos con las palabras, y trata de enlazar —para “dejar constancia”—, algo de eso que escapa a los sentidos humanos. Al menos busca crear una suerte de representación del mundo invisible. Quiere extender un brazo y prolongarlo, desde el mundo material y ordinario, hacia aquel que lo seduce y lo llena de misterio. Y ese brazo del que se vale, del que crea y recrea, es nada menos que la literatura.

 

 

 * Franco David Schiavoni (Chacabuco, Buenos Aires, 1991) participó en varias antologías de poesías selectas en editorial Dunken y en el Instituto Cultural Panamericano. Además, uno de sus cuentos, “Sueño y vigilia”, fue seleccionado para formar parte de la revista digital Encuentro a la Distancia, publicada por la Asociación de Amigos de Haroldo Conti.

Hace diez meses es tallerista en TCyC, su producción va en aumento, y sueña con publicar su primer libro de cuentos.

 

 

Ilustración 1: «El-Horla», por Guillaume Sorel (En «https://lasoga.org/horla-la-obra-maestra-guy-maupassant-visitada-guillaume-sorel/)

El buen tartamudeo

Por Julián San Miguel *


Quienes aman el cine paran la oreja cuando alguien les recomienda una película que se enmarca en el término “cine de autor”, porque saben que se encontrarán con una propuesta que, de ser genuina, en nada se verá afectada por las limitaciones que las grandes empresas cinematográficas suelen imponer a los directores. Saben entonces que el film será la expresión independizada de las presiones clásicas, y por lo tanto la libre manifestación de la particularidad del director.

Pero como la disciplina en la que yo me he desarrollado es la actuación, y como a quien yo amo es al actor, me propongo abordar la idea de la libre manifestación de la particularidad de este.

En Shine (Australia, 1996, Scott Hicks; en Hispanoamérica lleva el título de Claroscuro), igual que en Joker (EEUU, 2019, Todd Phillips), interpretado por Joaquín Phoenix, nos encontramos con una clase de film al que podríamos designar “cine de actor” o, como yo suelo llamarlo, “película de actor”. Si bien en ambos casos las direcciones son espléndidas y todo funciona, y todo está al servicio de la actuación, finalmente la película casi podría decirse que es una suma de grabaciones, de pruebas, de saltos de fe del intérprete, al mejor estilo “Acción, sé, y no te preocupes por nada”. Y, hasta en algunos casos ―como el que analizaremos―, “Acción, quizá nadie te conoce, quizá los productores no te quieren, pero yo te he visto en teatro, he luchado por traerte. Haz lo tuyo”.

Hay grandes actores que funcionan para este tipo de proyectos. Otros no. No es un tema de calidad sino de características. Por ejemplo, Christoph Waltz es un actor de elite –personalmente, he tenido orgasmos con sus interpretaciones–, pero darle un papel principal sería desaprovechar su genio. ¿Cuál es la genialidad de Waltz? Irrumpir en escena. Eso lo hace diferente. Waltz entra, descoloca, maravilla y desaparece. Su transformación ya ha sido completada antes de que lo veamos. Y cuando hablo de transformación, me refiero a los cambios ―psíquicos, físicos― que se dieron en el personaje luego de haber atravesado las distintas peripecias de su propia historia.

Y si hablamos de Shine, nos encontramos con el descomunal Geoffrey Rush. Este actor lleva impresa la característica de la evolución. Y no necesariamente significa esto que deba este aparecer en todas las escenas para que notemos como va modificándose –como sí ocurre en el caso de Joker–, sino que alcanza con un momento concreto para que el actor nos traslade a esa certeza de que ya no es el mismo que era antes. Una certeza que nos modifica, nos conmueve. Es más: alcanza con una frase, con una palabra, con un furcio, o con un simple tartamudeo ―ya iremos a eso.

En Claroscuro, Rush interpreta la última etapa del protagonista, David Helfgott, un famoso pianista del siglo XX, de infancia traumática, que en 1970 sufrió un colapso nervioso al interpretar el tercer Concierto de Rajmáninov, y que recién después de una década de pasearse por establecimientos psiquiátricos, logró retomar su actividad, no sin secuelas mentales.

Rush sostiene y evoluciona. En Shine, la evolución del personaje es una barbarie de profesionalidad, y el gran acierto está en su modo de hablar: David Helfgott desarrolló un tartamudeo que, por lo menos en la interpretación del actor, provoca desesperación y ternura en el espectador. ¡Y no hay uno solo de esos tartamudeos que sea improvisado! Todo está en el guión, y Rush le da a cada uno un sentido particular. Y en cada sentido late una historia de vida. Esta característica se desarrolla durante toda la obra cinematográfica, y llega a su punto máximo en las últimas líneas de la película, en un momento memorable. Una buena pregunta para hacerle al intérprete: ¿cuál fue el orden de su composición? ¿Qué fue primero: la psicología o la forma –el tartamudeo–? Siempre se afectan la una a la otra. En definitiva, cualquier actor de oficio sabe que la mejor fórmula es “Haz lo que a ti te funcione, mi amigo”.

Dicen algunos directores –y estoy hablando de teatro– que, cuando el guión es excelente, resulta muy difícil arruinarlo con las actuaciones.

Yo creo que lo único que no puede fallar es el actor. He visto obras paupérrimas, dramaturgia basura, y he sufrido de paroxismo de amor hacia actores a quienes he visto elevarse sobre frases bastardas. Y cuando un gran actor hace su trabajo, ni el más imbécil director podrá arruinar la escena, ni la palabra más vacía boicoteará la actuación, porque el gran actor la llenará de sentido.

¿Cómo nos damos cuenta de si una película de actor ha logrado su cometido? Porque de otra manera no podríamos llamarla de ese modo. Hay buen cine de autor, hay mal cine de autor. Y hay cine o película de actor que, si no logra su cometido, pues directamente no puede llamársele así.

 

 

 * Además de formarse desde hace cuatro años como escritor en el TCyC y de ser Profesor de Enseñanza Superior en Lengua y Literatura, Julián San Miguel dicta clases de Actuación desde 2014. Su formación actoral se desarrolló durante veinte años. Entre otros, se ha formado con Lizardo Laphitz, Agustín Alezzo, Luis Agustoni y Nora Moseinco. Para conocer más sobre su trayectoria, en el siguiente link: http://www.alternativateatral.com/persona26009-julian-san-miguel.

 

 

 

 

Cuatro poemas

Por Gerson Rai Giles Valderrama *

 

Cosmos

 

Cuando alguien ríe, la luz se curva y forma la materia.

Cuando alguien ríe, Dios habla de placeres sin tabúes.

Cuando se escucha la risa plena de alguien que sufre la guerra,

el sol corta el ansia con un cuchillo de luz,

y sobre los montes crece la primera flor sin espinas.

Cuando la risa cae sobre el pesar de los hombres,

como una espiga que en verano ha florecido,

el tiempo se vive en intervalos de sonido fresco,

y en los ojos de agua se entrevé

la verdad oculta del universo.

 

Pero cuando tú ríes, cuando tu risa toca sin querer

el fin último, el perímetro invisible de esta vida que te observa,

el caos adquiere un orden inaudito,

y en un solar deshabitado se construye nuestra casa,

y en una carcajada puedo sentirme mío.

Porque en tu risa ninguna deidad halla trono,

y ninguna realidad se sustenta.

Tu risa es al fin y al cabo el inicio del todo,

la partícula de luz sobre la que lo real destella.

Tu risa, ay, tu risa.

Vaho sinuoso del que surgen todas las historias

es la risa primigenia.

 

Cuarentena interior

 

Estoy quieto y la tarde me pesa como un saco de siglos.

La hora siguiente parece retardar su llegada,

como si no hubiese sido invitada o le repudiara nacer.

Detrás del insomnio del aburrimiento se oculta

un poema no escrito,

una marea de imágenes que necesitan de la luna

para encallar en la orilla de la mente.

Pero la hora no avanza y desfallece el compás del reloj.

No lo escucho, sólo entiendo el lenguaje

de las hélices de un ventilador que se ahoga con el polvo.

Estoy demasiado quieto y quiero respirar.

Pero el encierro permanece como una lápida

en un cementerio vikingo

y el viento de la libertad apenas y la roza.

Las cuatro paredes son más de lo que soy

y me pregunto si seré yo el que las inventa,

si esta suerte de cárcel será una cárcel porque yo lo digo

y no porque me ha sido impuesta.

Me quedo quieto y escucho el aletear salvaje

de mi corazón

que ya despierta de su sueño profundo.

Lo escucho remar en una tormenta de hastío,

luchando por soltarse de las ataduras.

Lo escucho volcar sus músculos de sangre

en el pecho vacío de todo y lleno de flores,

comprendo su grito en otro idioma

y cuando lo siento anclar sus garras de furia y deseo

en mi playa más íntima,

un golpe de adrenalina

retumba el silencio

y hace avanzar al reloj.

 

 

Chiclayo

 

Azul rumor de cielo acuoso,

escapan de ti las nubes,

pero no el peligro:

hoy tus calles parecen montañas

o fosas de granadas

o bocas de mendigos.

El favor que te hacen las olas,

al otro lado de un muelle infinito,

sirve ante mis ojos tu paraíso.

Cómo besa el mar a las estrellas,

cómo las fecunda con miles de colores.

Del sol sobre el asfalto azulado eco,

los campos verdes se te esconden,

el arrozal mueve su cuerpo de oro,

y entre canto y canto se oye

la voz de un pueblo.

Ay, tierra que se mira al espejo

y no encuentra más que llanto y desvelo.

Pero yo te veo de verdad, pueblo eterno,

y veo pescados, barcos, haciendas,

algarrobos y miel y madera

y el sueño tibio de un bolero

que mece las hojas de un bosque tardío.

Azulada mentira gobierna tu silueta:

eres hija, ciudad, de los que desgranan el maíz

hasta matarlo.

Buscan con ansias, los fantasmas del pecado,

tu alma virgen.

Buscan, con sorna, sobre una alfombra roja,

tu núcleo rico.

Te quieren desmembrar en todos tus matices,

y no llegas a ser más que una sombra:

una silueta difusa de aquello que fuiste.

Ay, puerto. Ay, puerta de amor unánime,

que hablen de ti por tu comida y tus placeres,

y no por el dolor de haber sido violada

por quienes juraron cuidarte.

Azul melena que se mece con el viento,

tu atardecer se acerca, y yo me pierdo en tu cielo.

Tienes el rostro cansado y el pecho abierto,

y yo no puedo hacer más que verte morir

en una noche sin consuelo.

Chiclayo, en ti escribiré hasta el último de mis versos:

de ti sacaré a volar mis más oscuros sueños y secretos.

 

 

 

Es el amor

 

Veo crestas enormes que se reparten por los mares:

crecen, se repelen, llamas gigantes que crujen

y en polos opuestos se retraen

en una danza cromática

del mismo color de la tierra y del ensueño.

El cielo se desploma en una

manzana líquida sobre mis ojos,

y las llamas desaparecen

entre las fieras olas

y el fiero enjambre de gotas

que resuelven la mañana.

Espera, que la voz se agota,

y quiero escuchar crónicas

vetustas y temibles

de hombres con fiebre de sangre

y amores imposibles.

Sí, eso es.

Es el amor agitando las cuerdas vocales,

es el amor pintando de universo

lo finito.

Pintando de infinito el universo.

 

 

  * Gerson Rai Giles Valderrama nació en Chiclayo, Perú, en 1993. Graduado del Taller de Formación Actoral de David Carrillo y del Taller de formación actor Ciclorama (de Alejandra Guerra y Denise Arregui). Estudió hasta el séptimo ciclo la carrera de Literatura, en la Universidad Científica del Sur, pero se retiró porque no quería ejercer como crítico literario, sino como creador y escritor. Ha llevado cursos de dramaturgia con Claudia Sasha.

Actualmente, ha culminado el octavo ciclo de la carrera de Arquitectura, otra de sus pasiones, en Universidad Peruana Ciencias Aplicadas (UPC). Además, cursó Improvisación en La Mancha, con Roberto Vigo, y pintura en Corriente Alterna.

En relación con su aprendizaje en el Taller de Corte y Corrección, dice: “Al toparme con el TCyC desperté del ensueño de creerme escritor antes de tiempo, y rompí mi propio mito que dice que el sólo sentir ya te hace escribir cosas que lleguen a la gente. Me recordó lo que todo buen maestro de teatro me repetía: “No es suficiente sentirte triste en escena para transmitir la tristeza al público; tienes que crear códigos, mensajes que lleguen a través de tu cuerpo al otro lado de la cuarta pared”. Nunca había trasladado ese consejo al mundo de la escritura, hasta que hilé los puntos cuando Marcelo di Marco soltó su famosa frase de “tener talento no es suficiente”. Comprendí que la emoción no es nada sin los códigos de comunicación que permiten que el lenguaje sea fluido y comprensible, que afecte más al lector que incluso al mismo escritor al momento de volcarse en un libro, un cuento o un poema. El talento o las emociones nunca son suficientes. Hace falta el compromiso y la tarea ardua y afortunada de llegar al lector sin que este lo percate, al punto de pensar que al leer algo, no habla con un escritor, sino consigo mismo”.

 

A la vista de Dios

Por Mariano Gamenara *

 

Germán se entretenía examinando el viejo confesionario. Lo veía macizo, a pesar de los inútiles ornamentos en la madera y de las delgadas columnas que custodiaban las dos puertas. El techo a dos aguas le terminaba de dar ese aspecto a cabaña ―le faltaba las tejas y la chimenea, nomás― tan común en los confesionarios de hace cincuenta años. Y dentro, seguramente, una cortina o rejilla le impediría relojearlo al cura.

Eso le quitaría algo esencial al asunto, pensó.

Le tocaron el hombro. Apartó la mirada del confesionario, y vio a una rubiecita que le sonreía. El brillo de las luces en el pelo enrulado y en los ojos marrones, sumados a la sonrisa blanca, le dieron la impresión de que la muchacha había salido de una propaganda de champú.

—¿Vino a confesarse con el vidente? —le preguntó la chica.

Germán salió de los absurdos pensamientos, y levantó las cejas.

―¿El cura decís? ¿Un vidente?

―Ajá.

—No soy de la zona. No sabía que fuera vidente el padre.

Y decía la verdad. No desconocía aquellas historias sobre religiosos, tipo el padre Pío, que podían ver el futuro y que sabían cosas que no tenían forma de saber. Pero jamás pensó que él mismo llegaría a encontrarse con uno.

—¡Ah, ya va a ver que sí! Ya va a ver que el padre Leandro es vidente. Pero vidente-vidente, eh.

—No me digas. ¿Y cómo sabés?

—Cada tanto lo vienen a buscar de la Policía, a pedirle que los ayude con los crímenes. Y vienen muy seguido. Si no fuera vidente, ¿para qué vendrían?

Germán decidió no expresar dudas en voz alta: la notaba muy ilusionada a la chica; de seguro que cantaba en el coro, o ayudaba en Secretaría o Cáritas.

—¿Cómo es en las confesiones? —preguntó él—. Si es vidente, ¿hace falta decirle? ¿O ya sabe todo?

—Si a usted se le olvida algo —contestó la chica—, él se lo va a recordar. Dicen que nos ve con los ojos de Jesús.

Germán se encogió de hombros y sonrió de un sólo lado, exagerando un nerviosismo inexistente:

—Eso sería muy bueno, porque hace como veinte años que no me confieso.

Pero tal declaración no logró asustar a la chica:

—El padre lo va a guiar. Seguro que él ya lo sabe y todo.

Del confesionario salió una anciana de cara arrugadísima, ya lista para tumbarse en un féretro.

Germán se acomodó la ropa y, manteniendo la sonrisa, murmuró:

—Mi turno.

 

Exactamente como él había sospechado, el interior del confesionario estaba dividido por un panel sobre el que se deslizaba una rejilla de mimbre. La luz se colaba por los agujeros, y apenas podía distinguir al manosanta, que ahora se acomodaba frente a él, del otro lado.

Cuando Germán se arrodilló, el cura le dijo:

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida —contestó Germán, dando un grandioso suspiro al final. Bajó la cabeza todo lo que pudo, y juntó bien las manos sobre la frente.

—Ayúdeme, padre. Hace veinte años que no me confieso.

—Está bien, hijo. Haz lo que puedas. Dime de qué pecados te acusas.

Germán reconoció entonces el pronunciado acento gallego del “vidente”.

Levantó un poco la vista y espió entre los dedos. No podía distinguir ninguna expresión en la cara del profeta sentado al otro lado de la rejilla. Se conformó con la silueta que se dibujaba entre los agujeros: el perfil de la nariz, la barba, la postura inmutable y recta; debía parecer todo un Cristo ante los ojos de las pajarracas de la parroquia.

Y Germán se dijo que, a partir de lo que le había dicho la rubiecita, su plan había dado un giro que lo volvía más interesante: ahora se iba a enterar de si ese tipo era un vidente en serio.

Las primeras faltas que “confesó” fueron inventos comunes y corrientes. Triviales, diría. Al cabo de un minuto, y con su discurso meticulosamente practicado, Germán pasó, de confesar pecados simples, a confesar una ira profunda. Y esa supuesta ira le daba pie para hablarle de un asesinato. Asesinato que procedió a describir con todo detalle.

El tipo ni se inmutó.

Germán quería extraerle alguna reacción, lo que fuera: un suspiro, un sobresalto, un grito. Si no se lo sacaba con las descripciones, se lo sacaría al final: los curas deben dar el perdón, sin importar el pecado. Como si gritar una mala palabra y descuartizar a una hija fuesen lo mismo. Como si todo pudiera perdonarse, qué imbéciles.

Germán bombardeó al manosanta con una larga y detallada lista de pecados mucho peores. Terribles.

Pero el cura no reaccionó en absoluto hasta que acabó con la lista.

—¿Es todo? —dijo—. ¿No olvidas nada?

—Es todo lo que recuerdo.

—Es todo lo que te has inventao.

Lo había descubierto. Germán había exagerado demasiado con los pecados mortales. Pero no le importaba: no era la primera vez que visitaba un confesionario con estas farsas. Encontrar otra iglesia y otro cuervo con quien repetir la burla no sería difícil.

Levantó la vista. Antes de irse, quería sacarse la duda:

—Si usted es vidente, como aseguran sus fans, ¿por qué no me revela mis pecados, los de verdad, y listo?

—De nada serviría —lamentó el padre Leandro—. No puede haber perdón sin arrepentimiento. Y tú no te arrepentirás hasta que los veas.

―¿A quiénes?

―No te hagas el imbécil.

Germán vio la sombra del sacerdote levantarse a medida que hablaba.

—¡Verás tus pecados! Y los verás del mismo modo en que Jesucristo los ve desde la Cruz.

El vidente abrió la rejilla de golpe, y Germán se atrevió a asomarse.

Desaparecieron el cura, el confesionario, la iglesia misma. Frente a sus ojos vio todas las veces que se burló del hermano hasta hacerlo llorar; vio la vez que estampó adrede un pelotazo en la cara de un compañero; todos los insultos inmerecidos que escupió a los demás; y cada vez que estafó a un amigo. Y también se vio cuando dejó a la madre en el asilo, sin intención de volver nunca. Y cuando le hizo lo mismo al padre. Incluso se vio a sí mismo en ese mismo confesionario, y escuchó cada una de las mentiras que había dicho ahí. No faltó ni un solo pecado.

Pero después se vio ―se tuvo delante, como recién― con la rubiecita de pelo enrulado, los dos en una habitación que él no había visto jamás. Y ahí, apresándola contra la pared, Germán la desvestía a manotazos.

 

Mónica se giró y miró al resto de la fila. Dos o tres ya dudaban si quedarse o irse. Y no se los podía culpar: el llanto que se oía desde el confesionario llevaba ya largo rato, y sin ninguna pausa.

—Entiendan —susurró Mónica—. Hacía veinte años que no se confesaba.

 

 

  * Mariano Gamenara (Buenos Aires, 1989) tuvo, a los 12 años, la disparatada pero muy común idea de que se puede escribir sin haber leído siquiera los chistes del diario. Gracias a Dios, los padres lo pescaron antes de que llegara muy lejos: dándole a leer a Agatha Christie, a Chesterton, a Poe, y varios otros, lograron que entendiera que, antes de hacer algo, hay que saber cómo lo hicieron los demás.
No fue sino hasta 2018 que tuvo una segunda idea disparatada: dedicarse de verdad a escribir. Y ese mismo año llegó al Taller de Corte y Corrección.

 

Inclusión sin educación

Por Luis Norte *

 

En una de esas muchas conversaciones que surgen en grupos de WhatsApp, aun cuando no tienen que ver con el tema del grupo, se empezó a hablar de los institutos que tienen una gran carga política, específicamente los que adhieren a una corriente de izquierda progresista. Y, como yo frecuenté toda mi educación universitaria y relaciones sociales en institutos y grupos de esa corriente, me pareció bueno dejar en claro mi postura. Especialmente porque, a pesar de gustarme el ambiente y muchos de los temas que se hablan en sus pasillos, tengo serias críticas a los efectos que está teniendo eso en la educación. Críticas que escapan de la cuestión política sobre qué debe o no ser legal, y se basan en que hay un problema en lo que las instituciones consideran prioritario y sus métodos de enseñanza.

La falencia educativa que tienen las instituciones excesivamente abocadas al progresismo no se debe a la ideología política a la que responden. Lo que las hace tan terribles es su deficiencia para enseñar y cómo la tapan con su fachada de progresismo. Y digo “fachada” porque no aportan realmente una ayuda real a los grupos a los que supuestamente ayudan.

Estas instituciones preocupadas por la igualdad social parecen limitarse a simplemente dejar que personas de grupos marginados o vulnerables –como disidencias sexuales, personas trans, grupos racializados y mujeres en general– puedan asistir a las clases, reciban cierta contención y vean contenidos que los hacen sentir representados, pero no les brindan una educación que les sirva para desempeñar un trabajo de calidad fuera de la institución. Salvo si militan en partidos políticos afines.

Ojo, este problema de la calidad de la enseñanza está afectando a todos los organismos educativos por igual, sólo que los de corriente izquierdista lo disimulan porque lo tapan con un supuesto asistencialismo. Pero ahí está lo ilógico: si la universidad pretende albergar a gente a la que le cuesta integrarse en la sociedad, ¿no debería ser prioritario darles la mejor educación posible?

Si esa persona va a ser rechazada por lo que es, y claramente es imposible garantizar cupos laborales a todo el mundo, ¿no debería recibir una preparación por encima de la media, para que haga considerar a los empleadores más flexibles contratarla, a pesar de que sea de un grupo discriminado? No está mal agregar cierta perspectiva social a la currícula, pero si la educación es mala, entonces es inútil cualquier cosa que se agregue al plan de estudios, o cuán inclusivo sea el ambiente del lugar. Especialmente, si la mayoría de las personas en esos grupos que se pretende integrar ni siquiera pueden asistir a la universidad por cuestiones económicas.

Resulta muy sospechoso que la gente que tanto critica al sistema educativo tradicional por condenarte a trabajar en una empresa, no vea con malos ojos salir de él y que no quede otra que vivir bajo la protección del Estado y de ciertos partidos políticos.

Como mi carrera se basó en aprender a escribir, voy a tomar como ejemplo las falencias que tuvo mi educación.

Si la universidad enseñara a escribir bien, podría cuestionársele qué escritores y escritoras usan como ejemplo de enseñanza, pero al menos cumpliría con su función de educar y preparar a las personas, y sus alumnos después podrían elegir por su cuenta qué escribir. Pero eso no ocurre. La facultad te hace perder el tiempo leyendo documentos que poco tienen que ver con la literatura, como “teoría de la animalidad”, ensayos de Foucault, análisis de historia de la literatura sospechosamente vinculables a todos los temas modernos –como si todos los escritores de antes supieran que en 2021 iba a haber un auge del feminismo, el veganismo y el lgbt.

Cuando se ven técnicas de escritura, se hace de forma sumamente superficial. Incluso hay un rechazo a la prescriptiva literaria, porque consideran que es muy “disciplinador” decir qué es o no escribir bien. Por eso siempre concluyen con frases como “la literatura es indefinible”, “cualquier recorte histórico implica un uso de poder”, “las palabras son conceptos cargados de ideología”, y demás giladas –que yo entendía de mis compañeros de Filosofía porque no tenían ni puta idea de qué es escribir, pero que no se concibe de un escritor de verdad–. Eso es como preguntarle a un médico qué es la medicina, y tratarlo de idiota porque te responda “es curar a la gente”. Pero luego están deliberando obsesivamente sobre “qué es la literatura nacional” y sus representaciones sociales.

Verán: con el tiempo uno descubre que el plan de estudios funciona como una matrioshka. Vos elegís una materia porque querés ver un tema que te interesa, pero después te dicen que, para ver ese tema, antes deben ver otra cosa, y otra, y otra, hasta que descubrís que el profe sólo quiere hablar de política.

Por eso, si elegís Literatura Argentina, comienzan viendo “El Matadero”, de Echeverría, y de repente saltan al “Matadero” de Martín Kohan, porque “no vemos historia de la literatura argentina porque las generaciones literarias y corrientes son una mirada sesgada ya que había autores y autoras que no entran en esas categorías”. En su lugar vemos figuras frecuentes en ella. Y así terminás analizando la novela vegana Cadáver Exquisito, de Agustina Bazterrica, en base a textos sobre la animalidad tomados de Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, de Giorgio Agamben.

Si elegís Literatura latinoamericana, empiezan a hablar de la figura del monstruo y te ejemplifican con cómo se usó a la mujer trans como representación de la monstruosidad. Toda la literatura noir se reduce a las femmes fatales como miedo masculino al empoderamiento de la mujer.

Para enseñar técnicas modernas de literatura –después de dos cursos básicos de narrativa– me hablaron sobre romper las normas ¿El mejor ejemplo? Un cuentito de Cortazar –“Por escrito gallina una”– y la novela Boquitas pintadas de Manuel Puig, en la que nos basamos para hacer el primer trabajo. Su obra fue realmente innovadora porque no tiene narrador: en su lugar, cuenta la historia a través de medios no literarios –cartas, diarios, descripciones de fotos, programas de radio, etcétera­­–. Pero, ¿es sensato hacer estudiar a principiantes una obra experimental si aún no conocen ni las bases de su arte? Poe también fue innovador; tanto, que su técnica sigue siendo la más usada, y es mejor empezar aprendiendo sus preceptos que a otros autores que se dedican a romper esas bases porque ya las dominaron. Además, la mayoría de las obras no pueden ser experimentales; si no, se volverían lo habitual. Pero algo que me dejó aún más intrigado fue ¿por qué era tan importante para los profes resaltar que Puig era gay y visibilizaba la represión sexual de las mujeres? No indagamos tanto en el contexto de Cortázar. Supongo que ser gay te hace más innovador.

Del ya nombrado Kohan me dieron varios cuentos. El más llamativo fue “El amor”, en el que narraba que Martín Fierro se acostaba con su amigo Cruz. Lástima que no me mandaron a estudiar el Martín Fierro –por lo menos figuraba como lectura opcional.

Lo curioso de todo eso es que, si una mujer vegana, negra, y trans terminara todos los cursos, no sabría nada de historia de la literatura o de técnica literaria, salvo por las cosas que de todas formas habría leído por su cuenta. Y sería incapaz de trabajar enseñando a personas por fuera de su grupo. ¡Pero al menos el profe es inclusivo!

Para mí, lo más grave es la forma sutil en que los profesores desmerecen a los alumnos. Si alguien te habla demasiado de “La muerte del autor”, de Barthes, andá tomándote el palo, porque no te va a enseñar ni literatura. Para el que no sepa: el semiólogo Roland Barthes propuso que el autor también es una figura inventada y no es tan necesario saber quién escribió una obra; por tanto vale más su contexto que la individualidad que lo escribió. El autor es entonces una mera etiqueta para agrupar textos –de la cual los escritores de la facultad no se quieren desligar, para seguir cobrando, claro.

No me voy a poner a discutir esa teoría, que resulta interesante y hasta útil para algunas cosas. Pero, como dijo Girondo: “Los críticos olvidan con demasiada frecuencia que una cosa es cacarear, y otra, poner el huevo”.

El autor puede ser una ficción. Yo puedo no firmar este texto con mi nombre, pero alguien lo escribió, y no cualquiera puede hacerlo. Si vas a preparar escritores, no podés empezar diciendo que su individualidad no vale una mierda, que son meras manifestaciones de un contexto histórico.

¡Con razón todos sus textos se parecen!, si para ustedes las personas no valen una mierda. El racista, al menos,  admite que reduce todo al color de piel. Ustedes ven a la gente como una clase social que camina, y creen que eso es ser empático.

Muchos estudiantes tienen verdadero potencial, que es desperdiciado en clases de mierda. Y no se quejan porque, debido a ese chamuyo de “la muerte del autor y la conciencia de clase”, creen que la técnica no vale tanto como la buena intención –o sea la orientación política–, cuando la realidad demuestra todo lo contrario.

Oscar Wilde, Yukio Mishima, Martín Kohan, Emanuel Puig, Alejandro Dumas, Machado de Assis, Mary Shelley, Virginia Woolf, Silvina Ocampo, Alejandra Pizarnik, Franz Kafka, Edgar Allan Poe, Fiódor Dostoyevski, León Tolstói, Ernest Hemingway, Charles Bukowski, Kurt Vonnegut, Chuck Palahniuk, no son autores universales porque en sus épocas –épocas quizás aún más intolerantes y violentas que ahora– fueran mal vistos por su condición o forma de vivir. Son titanes de la literatura porque, a pesar de cómo eran y la mierda de vida que tenían, llevaron su arte al máximo nivel que pudieron, tanto que los aspirantes a escritores trataban de imitar su estilo. Trabajaron hasta el punto en que, aunque uno pueda no estar de acuerdo con cómo eran, o no sentirse atraído por su estilo, debe aceptar y reconocer que esa persona era objetivamente buena y desarrolló una gran técnica. Por eso vale la pena entender sus contextos a través de ellos, y no de cualquier boludo con un lápiz y un diploma en Letras.

Los profesores en estas facultades, cursos y talleres, toman gente que hasta puede realmente ser parte de un grupo socialmente mal visto, y les hacen creer que ya son artistas porque son especiales. Les hacen creer que no necesitan esfuerzo, que no pueden aprender nada de algo por fuera de su margen político, y que ser provocador es buscar distintas formas de decir “heterocispatriarcado”. Matan cualquier posibilidad de que esa gente realmente logre hacer un arte que te haga querer leerlos por algo más que su contexto.

La gente no lee libros de otras épocas y países por interés histórico: lo hace porque conecta con ellos a pesar de las diferencias, porque hablan de la experiencia humana. Eso es un texto universal, y a través de él nos interesamos por la historia. Por eso te tiene que enseñar a escribir un artista y no un sociólogo.

Cuando esta pobre gente termine la carrera, lo único que les va a quedar es ser el perrito de algún dueño de centro cultural con el ego por las nubes, o un político que finge que le importa un carajo quiénes son, para que los mantenga a cambio de seguir produciendo propaganda que hacen pasar como arte provocador. Todo, asumiendo que no deciden hacer arte sólo para su comunidad y ver si pueden vivir de ello, cosa para la cual no necesitaban hacer una carrera. Incluso, tal vez, podrían haberse vuelto autodidactas y convertirse en buenos escritores.

Un taller literario de verdad, más allá de si uno comparte o no su ideología, no sólo debe ser objetivamente bueno, enseñar de verdad, enseñarte técnica, historia, y autores como un todo, sino que además debe darte la dignidad de tratarte como a un ser humano que necesita que lo corrijan para aprender, que es lo bastante grande como para pensar por sí mismo, y no precisa que el salón de clases esté lleno de colorcitos y frases motivadoras para convertirse en un gran artista.

 

 

 

 * Luis Emilio Norte es un escritor que estudió Filosofía, Artes de la escritura, fue (y sigue siendo) alumno de Marcelo di Marco en el Taller de Corte y Corrección, y por sobre todo, un intenso autodidacta. Esta necesidad de independencia intelectual lo llevó a abrir su propio taller literario, «El Tintero», donde enseña a escribir literatura, a redactar todo tipo de textos. También brinda apoyo escolar, además de escribir sus propios manuales y ensayos sobre literatura, política y psicología.

 

 

Ilustración: Sebastián Ariel Gotta (Zebh)

https://www.instagram.com/_zebh_/

https://www.deviantart.com/zebhslair

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Quién es quién en el TCyC

Hoy responde…

Mateo Valencia

¿Cuáles son tus autores preferidos en literatura, cine, música, otras artes?

Los autores y las obras me van cambiando de importancia a cada rato. Hoy me agarraron haciendo pucheros por mi país, entonces los tiros van todos por Colombia. Podría mencionar a García Márquez, pero es fácil tener de ídolo a García Márquez. Entonces, lean a García Márquez, pero atiendan estos recomendados:

Fernando Vallejo y su novela El desbarrancadero. Vallejo es un viejo cascarrabias, grosero y genial. Escribe sobre la Medellín de su infancia, que es la Medellín de mi infancia, porque Medellín no cambia. Además, Vallejo escribe con nostalgia de tango.

José Ardila y su libro de cuentos El libro del tedio. José es un autor joven. Bah, tiene como cuarenta, pero eso es joven para la literatura. Su prosa es ingeniosa: te emociona y te hace cagar de risa al mismo tiempo. Es muy raro. Raro para bien, quiero decir.

En música, los Alcolirykoz es lo que más me hace poner los pelos de punta. Y en cine les recomiendo a Ciro Guerra y su película “El abrazo de la serpiente”, y a Javier Mejía y su película “Apocalipsur”. Sobre todo esta segunda no se quede sin verla.

 

¿Qué libro/s estás leyendo en este momento?

Encima del nochero tengo Dos Aguas, de Esteban Duperly, otro colombiano que está buenísimo. Su literatura, entiéndase bien. También está, y no sé por qué —supongo que andaba preparando alguna clase—, el Discurso del método, de Descartes. Y por último Almas en pena, chapolas negras, de Fernando Vallejo. Este último es una biografía del más grande poeta colombiano de todos los tiempos, José Asunción Silva.

 

¿Qué cinco títulos creés necesarios para la formación del escritor?

Horacio Quiroga menciona a varios maestros en su decálogo, y creo que es un buen punto de partida: Poe, Maupassant, Kipling, Chejov. Y sumémosle al mismo Quiroga. Hay que leer todo de todos ellos.

En cuanto a libros de formación narrativa, por no mencionar los obvios Mientras escribo o el Taller de corte y corrección, les voy a recomendar otro de Vallejo que se llama Logoi. Es un libro extraño que Vallejo escribió, dice él, para enseñarse a escribir. Fue el primero de sus libros, antes de conocer sus novelas. Difícil de conseguir, pero vale la pena totalmente. Tiene un apartado sobre el ritmo que es una joya.

 

¿Qué publicaste ya en medios electrónicos y/o en papel?

Fui finalista de la antología Medellín en Cien palabras (2018), con el relato «Desierto» (disponible en https://bit.ly/3fMUQW9)

Fui finalista de la antología Historias de aeropuerto (2019), con el cuento «El helado se derrite». (Link: https://bit.ly/2Rob92w)

Publiqué en la revista Aparato Nacional el cuento «Cuestión de piel» (2020) (En  https://bit.ly/2S8c3Aj

 

¿En qué te está ayudando más tu participación en el Taller de Corte y Corrección?

A formarme un criterio frente a mi literatura y a la literatura de los demás. Esto es: no se puede ayudar a mejorar a alguien con eufemismos, vaguedades, o medias tintas. Ni tener consideración con la propia literatura. Como decía Abelardo Castillo: «En la literatura y en la vida en general, hacer menos de lo que se puede hacer es un acto de mala conducta». Marcelo te está recordando todo el tiempo —con su oficio, con su quehacer— esta máxima de Abelardo.

Además voy camino a convertirme en cirujano, blandiendo un bisturí con pericia y precisión.

 

 

¡Muchas gracias, Mateo!

 

 

 

 

 

 

El arenero

Por Carlos González *

 

Apenas vi a Gusti con una riñonera en bandolera, supuse que algo tramaba. Y me imaginé que esa duda se iba a resolver en el recreo. La riñonera era una Montagne de campamento que yo una vez le había visto al padre. No me costó mucho imaginarme a Gusti afanándosela.

Gusti siempre se venía con algo nuevo. Así que, cuando sonó el timbre, entre empujones y gritos, nos rajamos al patio. Además, nunca nos quedábamos en el aula. ¿A qué tonto le gusta encerrarse bajo el cuidado de la señorita Karina, que encima de gorda es estúpida, y encima para aburrirse con juegos de mesa? Es mucho mejor salir a jugar a las escondidas o agarrarse a las trompadas.

Entre la calesita, el tobogán, y un par de gomas de camión que hacían de túnel, Eze, Gusti y yo nos repartíamos puños y patadas como en Los vengadores. Sin darnos cuenta, a Gusti lo perdimos de vista.

—¡Chicos, vengan para acá! —nos gritó a los dos desde el arenero.

Dejamos de pelear, y quise ir, pero Eze me agarró del brazo.

—El último que llega le da un beso a Kris —dijo, y salió a velocidad de superhéroe, a nivel Flash. Kris era la perra del portero, que siempre echaba una porquería de baba como si estuviera rabiosa.

Eze llegó antes que yo. Cuando estaba por gastarme, Gusti nos dijo, acomodándose el deshilachado cinturón de la riñonera, que medio se le resbalaba del hombro:

—Tengo algo que contarles, algo muy serio.

—¡Ya sé, ya sé! —Eze sacó del bolsillo del guardapolvo los anteojos, se los puso, y señaló a la más linda de todo el colegio, que saltaba la cuerda en la otra punta del patio―. A vos te gusta Flori.

—No, nada que ver —dijo Gusti, tratando de no ponerse más colorado de lo que se puso al oír hablar de Flori—. Sé cómo llegar a la casa del Diablo.

―¿Qué diablo? ―pregunté, y lo primero que se me ocurrió pensar fue en la cancha de Independiente. Y lo dije.

―Qué fútbol ni fútbol, Charly. No te hagás. Hablo de la casa del Diablo ―y, al decir esto, Gusti hizo la señal de los cuernos―. Pero necesito que ustedes me ayuden a cavar hasta ella. ―Se descolgó la riñonera y sacó una palita de plástico con el mango roto y una cuchara que brilló de plata bajo el sol, y que seguro Gusti la había tomado “prestada” del cubertero de la madre―. Es lo único que pude traer.

―Y para qué.

―Es que tenemos que cavar lo más hondo posible, no entienden. ―Miró alrededor, y después nos miró a nosotros―. ¿Se animan?

—Pará, pará —dije―. Cómo que el diablo.

―Sí, boludo. El diablo-diablo.

― ¿El del infierno? ―Era evidente que Eze pensaba lo mismo que yo: Gusti les había afanado a los viejos media damajuana, que, dicho de paso, eran gente de chupar―. ¿Sanatás?

—Bobo, no tengas miedo de decir su nombre. Se dice Satanás. Y hoy vamos a verle la cara al hijo de puta ese. ¿Se animan, sí o no?

—No sé —dijo Eze, y se llevó la mano al pecho tocando, quizás, el rosario que siempre trataba de mantener oculto―. Mi mamá me dijo que con eso no se jode.

—¿Está acá tu mamá, Eze? ―Eze bajó la vista hacia el arenero, y negó con la cabeza―. La respuesta es no ―siguió diciendo Gusti―, así que dejá de mariconear que vos vas a hacer de campana.

Pensé que se había vuelto loco. ¿Eze, una campana?

―Una campana. ―Gusti me miró con toda la paciencia del mundo―. Un centinela. Él se va a encargar de ver que no venga nadie. Y vos, Charly —dijo lanzándome la palita—, me vas ayudar a cavar. Empecemos.

Al ver a Gusti agazapado, se me ocurrió pensar en Alicia cuando entra en la madriguera del conejo. Él se puso a remover la arena, y a mí me bajó de la cabeza a los pies un aire frío. Y un escarabajeo en las tripas me hizo caer de rodillas.

Lo noté a Eze muy asustado ―tanto como yo―, pero los dos nos moríamos por averiguar qué andaba acechando allá abajo.

Removimos toda la arena, y debajo apareció una capa de tierra bastante húmeda ―casi un barro―, lo que nos facilitó cavar. Así fuimos encontrando tapitas de gaseosa, papeles de revistas, colitas para atar el pelo. Para nuestra sorpresa, descubrimos también varios gusanos tipo lombrices.

Entonces vi algo rojizo que destacaba entre el barro. ¿Un hueso con sangre, un cuerno?

—Chicos… —dije señalándolo.

—¡No lo toquen! —gritó Gusti—. Si lo tocan, se mueren.

—¿Qué es? —pregunté.

—¿Eso? —dijo Gusti, y acercó la mano—. Eso es parte de la casa del Diablo.

—¡Pará! —gritamos al unísono Eze y yo.

—Tranquilos, era un chiste. —Gusti removió el hueso o lo que fuese, y enseguida lo alzó delante de nuestras narices: un estúpido pedazo de ladrillo—. No pasa nada si lo toco, ¿ven? Estamos más cerca. Vamos, Charly, más rápido. Que va a sonar el timbre.

Lo que más nos preocupaba era que apareciese el portero del colegio: de la primera patada en el culo nos iríamos directo al cielo en lugar de al infierno. En cuanto a las maestras, hacía rato que no nos daban ni pelota: el recreo largo era su momento favorito para chismorrear.

Cavamos hasta que emergió de la tierra un listón blanquecino, y lo imaginé como un colmillo penetrando la corteza terrestre.

Gusti no dudó: lanzó las manos a la cosa esa.

—¿Qué… qué es? —dijo Eze acercando la cara y sosteniendo el rosario, ya a la vista, con las dos manos—. ¿Otra piedra?

—Se parece a esas cosas que le cuelgan a mi mamá en su collar de coral —dije, asombrado—, aunque mucho más grande.

—No se dan cuenta —dijo Gusti limpiándolo con los dedos—. Es un diente, un colmillo grandísi… ¡Ay!

—¿Qué te pasó?

—Me pinché el dedo con el puto diente.

Y sonó el timbre del fin del recreo.

—¡Vamos, chicos! —dijo la seño Karina desde la puerta del aula—. Entren y siéntense rápido, que hay que seguir con la tarea.

Nos sacudimos el guardapolvo, y salimos del arenero. Gusti se guardó en la riñonera el diente, la pala y la cuchara. Y yo me dije que ese recreo había sido el más divertido de toda mi vida.

Me senté con Eze en el mismo banco, y adelante lo teníamos a Gusti, quien apenas se sentó se dio vuelta hacia nosotros. Le noté unas ronchas en la cara. Ronchas que antes no tenía. De algún mosquito, a lo mejor.

—Me voy a llevar el diente, así se lo muestro a mi hermano. —Se miró extrañado el pulgar, esa gota gorda de sangre en la yema. Se lo chupó y se relamió—. Y mañana se lo lleva el que quiera de ustedes.

—Yo no quiero —dijo Eze, frunciendo el ceño y negando con la cabeza—. No me gusta.

—Yo sí me lo llevar… —Y no pude terminar la frase, porque ver lo que vi en los brazos de Gusti me paralizó: le brotaban ronchas, una tras otra—. Mírate las manos, Gusti.

—¡Qué! —gritó Gusti mirándose los brazos—. ¡Ay, me arde! ¡Me arde!

La señorita se acercó corriendo, y al verlo ahogó un grito, y tragó aire, y me pareció que por poco vomita: Gusti se deformaba en miles de granos a punto de estallar. Le iban cubriendo el cuello y la cara, y se me ocurrió que eso le estaba pasando en todo el cuerpo.

—No te rasques, Gusti, por favor. —La señorita giró la cabeza hacia la puerta de salida—. ¡Llamen a un médico! —gritó desesperada, y después nos miró a todos nosotros—. ¡¡¡Salgan, salgan todos afuera!!!

Todos los chicos salieron corriendo y a los empujones. Salvo Eze y yo, porque el terror nos clavaba al piso. Gusti cayó, gritando de dolor, y entre convulsiones lanzó patadas al aire. Y mantenía en alto la mano del dedo herido:

—¡Ay, me duele, duele mucho!

Y vi que el dedo le sobresalía desproporcionado en esa mano que crecía más y más, arrasada de granos asquerosos. ¿Cuánto podría resistir aquella piel? Nada, porque la mano de Gusti explotó en pus y sangre, y nos enlodó a la señorita, a Eze y a mí.

Gusti quedó tirado boca arriba en el suelo, entre quejidos. Con notable esfuerzo se llevó lentamente el muñón ensangrentado y la mano “sana”, a la altura de la sien. Ahí mismo, creo yo, en un intento de frenar el ardor, se frotó la cara con los restos de la mano, y se rascó con las pocas uñas que le quedaban. Los granos explotaban largando un pus humeante que le quemaba y le derretía la frente, las mejillas. Los párpados caían dejando en vista ojos desorbitados, y los pómulos junto con las mejillas iban cayendo más allá del mentón, dejando a la vista algunos dientes. Aun así, Gusti siguió rascándose los brazos, hasta que se desdoblaron y cayeron derretidos. El vapor de aquella asquerosa combinación inundó nuestras narices, y Eze cayó desmayado, al igual que la señorita. Gusti, o la casi líquida masa informe en que se había convertido, se ahogaba lanzando un último quejido gutural. Ya no hubo más vida para él. Verlo así me recordó la vez que puse la muñeca Barbie de mi hermana en la parrilla.

Oí la sirena de la ambulancia. Los médicos entraron buscando un cuerpo. Les señalé a Gusti, pero se llevaron primero a Eze y a la señorita.

Antes de que me llevaran a mí, miré aquel amasijo, en busca del colmillo del arenero. Pero sólo alcancé a distinguir la cuchara de plata, que brilló cubierta de sangre.

 

Después de una semana de duelo, y de otra para poner las cosas en orden ―si es que fuera posible algún orden―, retomamos las clases.

Recuerdo el día en que volvimos a vernos con Eze. Sonó el timbre del recreo, y nos pusimos a jugar sin hablar. Jugamos ahí, en aquel rincón con juegos de mesa, y gracias a Dios bajo el cuidado de la nueva señorita. ¿Qué tonto preferiría ir al arenero, cavar un pozo, y tocarle un diente al mismísimo diablo?

 

 

 

* Carlos González (Gral. San Martín, 1989) es estudiante de Psicología de la UBA, y actualmente trabaja como boletero en el subte de la ciudad de Buenos Aires. Su interés por la lectura nació gracias a los cuentos y novelas que tuvo que leer “obligado” durante el primer año de secundaria. Su pasión por la escritura despertó, también en la adolescencia, justo después de terminar de leer El hobbit. Desde ahí, la necesidad de escribir nunca lo abandonó. Algunos de sus autores preferidos son: Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft, Guy de Maupassant, Stephen King, Nick Hornby y Jöel Dicker. Desde julio del 2020 asiste al TCyC, que coordina Marcelo di Marco.

 

* * Ilustración 1: Rocío Santander (https://www.instagram.com/roxyd_raw/)

 

Lily

Por Matías Iván Bravo *

 

Según lo confirmó en su diagnóstico mi último psiquiatra, la muerte de Agustín había desatado mis brotes psicóticos.

Cuando cumplí doce años, mi mamá me regaló un skate. En ese tiempo se había puesto de moda, y no había chico en el barrio que no se deslizara por la calle en una de esas tablas. Salí a probarlo con mi mejor amigo. Agustín me recordó una calle empinada, a unas cinco cuadras de mi casa. La Colina del Diablo, la habían empezado a llamar.

―Ahí vamos a bajar en un pedo ―dijo Agus, y sin dudarlo nos mandamos para la Colina.

Y entonces el diablo de la colina hizo lo suyo. En una de sus bajadas, Agus perdió el equilibrio y rodó por el asfalto. Cuando intentó levantarse, una camioneta le pasó por encima. Todavía oigo aquel crujir gomoso, como de ramas húmedas. Yo sólo atiné a gritar su nombre, sin parar.

El tipo de la camioneta siguió de largo, como si tal cosa. Arrodillado al borde del charco de sangre en que se sumergía la cabeza de Agustín, entre las lágrimas vi llegar a la ambulancia. Los médicos me apartaron enseguida, y cuando quisieron subirlo a la camilla, alcancé a ver ―aún hoy me despierto gritando― cómo un pedazo de cráneo se le desprendió y quedó pegado a la calle.

Cuando los padres me echaron la culpa, yo al principio me negué. Con los días, les fui dando la razón. Sí, porque yo hubiera podido detenerlo, y no lo hice.

En el colegio me miraban raro, como con pena. Yo ni abría la boca, igual que venía haciendo desde la primaria. Nunca hablaba, y ahora menos que nunca. El único con que me había llevado bien fue Agustín. Solamente con él conversaba yo ―había conversado, mejor dicho― en los recreos.

Lo más triste fue que todos se olvidaron de él demasiado rápido. En cuanto a mí, yo no podía sacármelo de la cabeza.

Un día, al pasar lista, la de Lengua empezó a nombrarlo, pero enseguida se dio cuenta y sólo pronunció las primeras sílabas del apellido. Y algún hijo de puta del fondo dijo, con sorna:

―¡Presente!

Y todos se cagaron de la risa. Ahí me di cuenta: por lo menos lo seguían recordando al pobre. Y yo dije, en voz muy baja:

―Está muerto. ―Me fui levantando de a poco―. Y ustedes, hijos de puta, no paran de reírse.

―Fue un chiste ―dijo el boludito del último banco―. Fue un chiste, nada más. ¿Qué sos? ¿La viuda?

Todos se reían al verme ir hacia él. Despacio. Muy despacio. El pibe se habrá dado cuenta de que la cosa iba en serio, porque intentó escaparse. Pero yo lo arrinconé entre el banco y la pared del fondo.

—Te parece gracioso joder con un tema así —le dije, y lo cacé del pescuezo. Y apreté y apreté, hasta que la profesora corrió hacia nosotros.

A mí me mandaron a Dirección, y al otro imbécil no le dijeron nada. Recuerdo estar ahí sentado, solo. Hasta que oí a alguien acercarse.

―Cómo estás.

Era Lucía, una que cursó conmigo desde el jardín.

―Cómo pensás que estoy.

Cuando ella estaba por responderme, la directora me ordenó que entrara en su despacho.

Llamaron a aquella, y le dijeron que me hiciera ver.

Y me hizo ver, sí. Me hizo ver por psicopedagogos, me hizo ver por psicólogos. Hasta por un psiquiatra me hizo ver. Por dos psiquiatras, a falta de uno.

 

Con el pasar de los meses, me fui enfocando en otras cosas. Las terapias funcionaban, al menos supuestamente; pero en realidad era Luci la que me encarrilaba bastante, con su temperamento a toda prueba. Seguí yendo al colegio, las notas mejoraron. Incluso me atreví, y la invité a salir. Y el milagro fue que ella aceptó con una sonrisita tímida.

Fuimos a una plaza de mi barrio. Recuerdo haberme arreglado mejor que nunca, y después de tanto tiempo salí con la esperanza de pasar una buena tarde. Pudo ser uno de los mejores días de mi vida: caminaba con Luci, íbamos de la mano y le pregunté si quería ir a tomar algo a casa. Ella dijo que sí.

A unas cuadras de llegar, distraído por mis pensamientos y con la sensación de sus dedos entrelazados en los míos, estuve a punto de cruzar la calle con el semáforo en rojo. Una bocina me sacó de mi trance, y a menos de un metro un auto nos pasó a toda velocidad. Me quedé congelado. La sangre, mis gritos, el cráneo pegado al pavimento, todo se me vino encima. Cuando me di cuenta, yo estaba sujetando a Luci: la usaba de escudo.

—¿Qué hacés, tarado? —dijo, y me encajó una cachetada.

No pude responderle, y dejé que se fuera.

Después de aquel episodio, Lucía no volvió a hablarme jamás.

Algo bueno sucedió un par de años más tarde, una noche en que me escabullí en una calleja: la noche en que conocí a mis nuevos compañeros, y por primera vez probé el cigarrillo.

Y sucedió: en medio del mareo, distinguí a Lily; así decidí llamarla, yo no la había visto nunca. Rubia y de unos ojos que se me antojaban verdes ―ella me observaba muy atentamente desde la otra punta del callejón―, su alta figura iba vestida de negro: la Trinity de Matrix. Levanté la mano intentando saludarla, pero desapareció al instante. Y, cuando digo que desapareció, estoy diciendo exactamente eso.

―A quién saludás, chabón ―me dijo uno.

―A nadie ―mentí: si les contaba de aquella mujer de sobretodo negro hasta los tobillos, me tratarían de loco o cosa parecida.

Y lo peor era que razón no les faltaba.

 

—Fue una alucinación —dijo mi psiquiatra―. Quizá representa tu culpa.

Y sí, puede ser. Yo sabía que estaba haciendo algo incorrecto, pero qué más da. Hoy en día, todo el mundo fuma.

Con el pasar de los años dejé la estafa de la terapia, y pude conseguir un laburo relativamente bueno. Pero se me dificultaba hacerme amigo de alguien. Los contactos de mi celular no eran más que conocidos del trabajo, y la soledad me deprimía.

Por suerte contaba con Lily.

Fui descubriendo que ella siempre aparecía cuando yo fumaba.

En mis momentos de depresión y soledad, la traía conmigo. Cada vez que aparecía, se acercaba más a mí. Me sonreía a veces, pero siempre sin decir una sola palabra.

Recuerdo especialmente una noche. Lily se había recostado contra mi espalda. Era preciosa, pero al fin y al cabo se trataba de una alucinación. ¿O no? Esa noche pasó por mi brazo sus dedos helados, y el escalofrío me puso la piel de gallina.

A partir de esa noche, empecé a fumar en el trabajo. Al gerente no le gustó nada. Por meses recibí quejas y advertencias. A mí me daba igual: me encantaba ver a Lily pasearse por las oficinas, invisible a los demás. Ella jugaba, ponía caras graciosas delante de mis compañeros, y ellos ni se inmutaban. Lily era mi debilidad. Al final me despidieron, y no puedo culpar a nadie más que a mí.

Al quedarme sin trabajo, decidí aislarme en mi departamento, una pocilga en un sexto piso. Con el poco dinero que me quedaba compré un par de cartones de cigarrillos.

La rutilante felicidad de Lily se iba incrementando a medida que las marquillas se amontonaban en el tacho de basura. Pero, cuando saqué el anteúltimo cigarrillo de la última caja, me las tuve que ver con ella.

Yo me encontraba sentado al borde de mi colchón. Parada frente a mí, Lily señaló el cigarrillo. Lloraba, no quería que yo lo prendiera. Sólo quedaba uno. Uno más, y Lily desaparecería.

—Si no lo fumo, también vas a desaparecer. —Prendí el cigarrillo y me acomodé en el colchón—. Por lo menos nos queda uno. ―Me miró, comprensiva. Y le hice señas de que se acercara más―. Vení, Lily. ―Palmeé el lugar libre en la cama, junto a mí―. Te necesito. Acostate conmigo.

Lily asintió con una sonrisa, y se recostó con delicadeza, junto a mí. Sus ojos me llamaban, el humo me cubría por dentro. Me acerqué aún más y decidí besarla. Su reacción fue empujarme, retroceder sorprendida.

Intenté disculparme, pero mis pulmones no me lo permitieron. Inútiles fueron los intentos por tomar un poco de aire. Entonces vi que lloraba otra vez. Me dio un abrazo helado, y me tranquilizó.

Mientras todo se fundía en la oscuridad más pura, sentí un escalofrío: de la espalda se le extendieron unas alas de cuervo que enseguida se posaron en mi cuerpo inerte. Con los ojos bien abiertos, me sonreía con suficiencia. Era la sonrisa de una mujer muy poderosa, y acaso con ella insinuaba sus verdaderas intenciones. La oscuridad se extendió del todo, y mi corazón se detuvo.

En un abrir y cerrar de ojos volví a quedar solo en la habitación. Me tomó un par de minutos recuperarme de aquello, pero aun así extendí mi brazo a la mesita de luz buscando la caja de cigarrillos.

—¿Buscás esto? —dijo Lily, sentada en el alféizar de mi ventana.

De la caja sacó el último cigarrillo, y se lo puso entre los labios.

—Ese es el último —dije—, no puedo comprar más. Si querés quedarte, no lo hagas.

Ella soltó una risita y se levantó. Caminó a la cocina y volvió con una caja de fósforos. No creí que Lily fuera capaz. El hecho de que ella fumara, de que se terminara el último, desató en mí una angustia incontrolable.

—No voy a desaparecer, querido. —Su voz era muy dulce, me encantaba―. Y eso lo sabés muy bien.

Prendió un fosforo y lo llevó hacia el cigarrillo. Yo no pude aguantar más, no lo podía permitir. Con un grito de furia quise embestirla, pero seguí de largo hasta chocarme contra la pared.

—Es el cigarrillo, o yo —dijo a mis espaldas, ahora sentada en el colchón―. A quién deseás más.

—¡A los dos por igual! —respondí, y volví a embestirla, y logré sujetarlas de las heladas muñecas, y la miré directo a los ojos.

—Veo que estás en un dilema, querido —dijo con sorna—. Sería una lástima que me lo fumara yo solita.

Alcé el brazo para abatirla de un golpe, y cuando quise darme cuenta mi puño se hundía en el colchón.

Volví a observar la mesita de luz, y ahí estaba la caja de cigarrillos.

—Mirala más de cerca —susurró Lily a mis espaldas—. ¿Qué ves?

Me abrazó por detrás, forzándome a ver la caja.

En la marquilla se veía a una chica rubia igual a ella, pero con el pecho abierto y dejando ver unos pulmones de alquitrán. La rondaban un par de médicos con la apariencia de los científicos de las películas de psicópatas. Bajo la imagen, se encontraba la típica advertencia: fumar es perjudicial para la salud.

La angustia me cerraba la garganta, imposible responderle.

Cuando pude darme vuelta, Lily ya había desaparecido.

Me senté en el alféizar de la ventana, y prendí el ultimo cigarrillo. Observé hacia abajo, deseando terminar con todo.

La luz de la luna penetró mi cuarto, y el cigarrillo estaba a punto de terminarse, cuando oí unos pasos.

—Podemos estar juntos toda la eternidad, querido —dijo una voz ronca—. Sólo tenés que tirarte.

Al volverme, pude ver la auténtica forma de Lily. Lo primero que llamó mi atención fueron esos pies esqueléticos que arañaban la alfombra. Las piernas conservaban algo de carne podrida, y en el pecho desgarrado se encontraban esos pulmones negros de brea que, por su movimiento, seguían funcionando. En cuanto a la cara, en donde deberían hallarse sus hermosos ojos verdes sólo acechaba la penumbra de unas cuencas calavéricas, sanguinolentas y rodeadas de colgajos de piel descarnada.

—Se terminó, Lily. Este es mi último cigarrillo.

Me encaramé en el borde de la ventana y tiré la colilla a la gran ciudad. Lily corrió furiosa hacia mí, extendió sus alas y me empujó al vacío.

En plena caída recordé a Agustín, en cómo tuvieron que despegar su cráneo del asfalto.

 

 

 * Matías Iván Bravo (Buenos Aires, 2000). Cuando era chico escribía historias con el objetivo de entretenerse, pero no fue hasta 2018, cuando terminó de leer It, que su interés por la literatura se convirtió en algo más apasionado.

Desde 2019 asiste sin falta al Taller de Corte y Corrección. En el Taller aprendió la estructura del cuento, a ponerle la coma al vocativo y a exprimir las palabras naranja. Pero también aprendió cosas que van más allá, cosas que utiliza en el día a día para convertirse en una mejor persona. Gracias al Taller, el sueño de poder dejar su granito de arena en la literatura está cada vez más cerca.

Sus autores preferidos son Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft, Stephen King, y el maestro Marcelo Di Marco.

 

 

Grietas

Por Miguel Rodríguez *

 

Mi mundo existe en el interior de una Grieta.

 

Sé que, para los mortales, acostumbrados a mapas tan extensos, llenos de flora, fauna y gentes variopintas, es complicado percibir la belleza de nuestra existencia.

Una vida entre la luz del cielo y la oscuridad del abismo. Como si una espada divina hubiera apuñalado la tierra, abriendo a su paso una herida sin fondo que es incapaz de curarse.

Las paredes rocosas de la Grieta se hunden en las profundidades negras del abismo, en un lugar del que nada ni nadie vuelve, formando dos acantilados infinitos poblados de árboles que se alzan buscando la luz. Árboles cuyas ramas llenan el espacio intermedio, entrelazándose, buscando un abrazo que jamás llegará a darse.

Mi pueblo vive en esos árboles. En Alda, la ciudad colgante. Danzamos con gracia entre las ramas, usando los numerosos brazos que los Seres de Arriba nos han otorgado para balancearnos sobre el insondable vacío.

Nuestra vida, alimentándonos de los frutos que cultivábamos en los árboles, era sencilla.

Pero no pacífica.

La culpa la tenían los grisvar.

 

Así como nosotros nos balanceamos en los árboles, entre los dos acantilados, en equilibrio entre la Luz de Arriba y la Oscuridad de Abajo, ellos no hacen tal cosa. Los grisvar son seres rocosos, toscos y primitivos, cuya vida gira en torno a los muros de roca. Sus cuerpos carecen de nuestro don divino para deslizarnos por el aire; a cambio, tienen una habilidad innata para trabajar la piedra. Su vida, por tanto, consiste en cavar, y así la desarrollan.

Mientras los terasterios de Alda danzamos graciosamente en el vacío, desarrollando los dones de los dioses, los grisvar de Kruengard abren agujeros, dándole formas a la piedra y abriendo sus fortalezas en el interior de las grutas junto a las raíces de nuestros árboles.

 

Durante un tiempo, en la antigüedad, nuestros pueblos vivieron en armonía. Los grisvar de Kruengard trabajaban de la piedra, comían de la piedra, mientras nosotros, los terasterios de Alda vivíamos entre los árboles, cultivando y alimentándonos de los frutos de éstos, concedidos gracias a la luz.

Nuestros pueblos conocían su lugar. Sabían que un terasterio no debía adentrarse en las oscuras mazmorras de los grisvar, que su lugar estaba entre las ramas. Y sabían que un grisvar debía de permanecer en las profundidades; las ramas no podrían soportarlo.

Sin embargo, un día, algo cambió. Algunos dicen que los terasterios quisimos aumentar nuestro territorio, erosionando los bordes del acantilado para ensanchar nuestras fronteras. Lo más probable es que fueran los grisvar los que comenzaron con las hostilidades. Corrieron rumores de que querían cerrar la Grieta, terminando, por envidia, con el equilibrio del que gozábamos los terasterios entre la Luz y el Abismo.

No sé con seguridad cómo comenzó. Lo que sé es que, cuando los grisvar lanzaron una pedrada contra Alda, nuestra nación extendió los brazos y marchó. Marchó hacia la guerra.

 

Yo estaba allí.

Cuando todo comenzó, era un recluta joven, de brazos largos y sinuosos, que podían agitarse como la brisa de la mañana o como el afilado vendaval. Junto a mis compañeros, me calcé mi máscara de guerra y me dispuse a demostrarles a los grisvar que nuestro viento podía erosionar hasta las piedras más duras.

No fue una escaramuza. No fue una confrontación.

Fue la Guerra.

 

Nuestra agilidad nos permitía evadir fácilmente las peligrosas pedradas de los grisvar, aunque, al principio, nuestros portentosos brazos no resultaban de gran ayuda contra sus pétreos cuerpos. No pasó ni un ciclo de luz desde mi llegada hasta que tuve claro que un grisvar no tenía la misma consistencia que un fruto, o que el tronco de un árbol.

Los grisvar eran de piedra. Y eran despiadados.

 

Pronto perdí la cuenta de los compañeros abatidos por sus pedradas o aplastados por sus avalanchas. Dejé de mirar, impotente, mientras los grisvar los arrastraban contra su voluntad hacia las profundidades de sus grutas. No sé cuántos camaradas perdí a merced de los monstruos de piedra, pero fueron al menos tantos como grisvar cayeron por el abismo, o perecieron víctimas de nuestros letales brazos.

Pronto dejaron de importarme los muertos, y comenzaron a importarme los vivos. Comenzó a importarme aquel grisvar con la guardia baja más que el terasterio al que acababa de abatir bajo su mazo de piedra. Comenzó a importarme más sobrevivir a las emboscadas que capturar con vida a nuestros objetivos.

Las muertes de mis compañeros no hacían más que acentuar mi motivación. Después de perder mi ojo por una pedrada, recuerdo haber encabezado el ataque a un poblado minero grisvar, dejando detrás de nuestro escuadrón un sendero de grava aplastada. Perdí una parte de mí, pero descubrí que se me daba muy bien aquello de la guerra.

Ser capaz de combatir y de sobrevivir. Dos habilidades que me convirtieron en un héroe. En un veterano de guerra condecorado al que los nuevos reclutas miraban con admiración. Los cuerpos de los grisvar, de piel dura y escamosa, terminaban abriéndose frente a mis brazos bien afilados, y más de una vez me empapé con el negro líquido de sus entrañas.

 

Avanzamos por pasadizos y túneles, por las grutas grisvar, sinuosas y confusas. Y, paso a paso, combate a combate, mi escuadrón se acercó a Kruengard. El final estaba cerca. Lo podía notar en mi ojo destrozado, lo podía notar en mis brazos. Pronto nuestro ejército asaltaría la fortaleza de los grisvar de Kruengard. Pronto la amenaza terminaría.

Pero en aquel momento, todo volvió a cambiar.

Recuerdo haberla divisado en el fondo de la caverna cuando ocurrió: aquella inmensa fortaleza con aspecto de geoda, llena de edificios brillantes que surgían del suelo y de las paredes. Hermosos, sí, y también frágiles. No sería difícil hacerlos añicos.

Sin embargo, no pudimos.

Los negociadores de ambos bandos habían llegado a un acuerdo. Se había firmado la paz.

 

Paz. Paz es una palabra envenenada. Esa palabra convierte a guerreros letales como el viento afilado de los ciclos de invierno en una brisa de media tarde. La paz habla de tranquilidad, de victoria. Todos la celebran. Todos se alegran de que exista.

Pero nadie se pregunta por qué llega. Nadie se pregunta qué hubo antes para que hubiera paz. Por definición, antes de que haya paz, siempre hay guerra. Y, para aquella paz, también había habido una guerra. Una guerra en la que mis padres, mis amigos y mis conocidos habían muerto. Una guerra que estuvimos a punto de ganar. Nuestras tropas habían diezmado la población grisvar, habían cercado su capital. Kruengard estaba en la punta de nuestros dedos. Podríamos haberla rodeado con sólo alzar los brazos. Podríamos haber conseguido que las muertes de nuestros camaradas sirvieran para algo.

No pudo ser. La guerra había rebasado el cáliz de la gloria, convirtiendo el dulce néctar en la espesa sangre de nuestros pueblos. Y, empantanados en un cenagal de desgracia donde la línea entre los cuerpos putrefactos se hacía indistinguible, los dirigentes firmaron la paz.

 

Y todos celebraban, arrojando las máscaras de guerra.

Todos menos yo. Yo no podía. Había perdido demasiado como para abandonar la batalla antes de terminar. Intenté explicarme; sin embargo, me echaron a un lado igual que a un perro que ya ha vivido lo suficiente y sólo está buscando las sobras de la mesa del señor.

 

Paz. Todos querían la paz. ¿Cómo no iban a quererla? La sangre veterana, espesa y pútrida había sido sustituida por una nueva generación, una generación demasiado asustada para tomar lo que por derecho nos pertenecía, a mí y a mis compañeros, que reposaban en alguna fosa común donde ni siquiera podría reconocer sus máscaras.

¿Paz? ¡Ja!

No eran más que niños creyendo que con un par de piedras llenas de nombres se honraría la memoria de los caídos. Críos que ignoraban cada día de angustia, de incertidumbre, cada minuto y cada segundo que los valientes agotaron hasta su último aliento con la determinación de defender a su pueblo, de acabar con el enemigo, de traernos justicia, y de que jamás se repitiera aquello. Tantos sacrificios que ahora se ocultaban con vergüenza, como si la guerra hubiera sido un cruel infortunio de los sucesos, y nosotros, los soldados, meros corderos llevados ante un dios enceguecido que exigía nuestra sangre.

 

Y entonces lo entendí. En realidad, yo seguía en guerra. Seguía luchando, aunque esta vez los grisvar ya no eran mi enemigo. Esta vez, mi enemigo era la Paz. La Paz, que había convertido los territorios conquistados a los grisvar en rutas de comercio, y a los supervivientes en vejestorios anacrónicos o madres que soportaban en silencio la pérdida de sus hijos o sus familias. Porque cuando hay paz, la gente no habla de la guerra. Porque quien no la ha sufrido sólo te dice que deberías agradecer por estar vivo.

Pero a veces eso no es suficiente…

Tenía que luchar contra ella, contra el silencio que se nos imponía. Tenía que acabar lo que habíamos empezado contra los grisvar. Y, si quería que Alda me apoyase de nuevo, tenía que encender las cenizas que quedaban. Hacer que Alda ardiera en cólera una vez más. Sólo una vez más.

 

Sin embargo, mi plan no resultó según lo esperado.

Junto al comercio, los grisvar y los terasterios intercambiaban información, y no tardaron en descubrir que el presunto ataque terrorista grisvar no había sido más que una maniobra interna. Pese a todo, lo que me importaba era que estaba ocurriendo de nuevo. Aunque contra mí, los terasterios volvían a levantarse por sus compañeros caídos. Por su sacrificio. Volvían a compartir mi sufrimiento, mi dolor, mi pérdida, mi incertidumbre. ¿Habría otros como yo? Esperaba que esa pregunta les impidiera dormir tranquilos, que les acecharan por las noches los fantasmas cuyas metas quedaron inconclusas en esta vida.

 

Cuando la guardia vino por mí, no fue difícil librarme de ellos. Pero tanto depredador como presa habíamos cambiado. Una determinación renovada, un objetivo firme y lúcido, un viento refrescante que le aclara a uno las ideas. Combatiendo a los nuevos terasterios, combatía aquel sopor que cubría los árboles de Alda igual que la tela de una araña espiritual.

Yo ya no era un «héroe de guerra», sino un «violento veterano con problemas mentales». Aunque tal vez estuvieran relacionados. Claro que tenía problemas. Mi problema eran ellos, los que ignoraban a los caídos y su necesidad de venganza. Yo jamás podría ignorarlos: ni a los caídos ni al vacío resquebrajado donde antes latía mi ojo. Todo aquello me pedía mantener vivo el dolor, la sangre fluyendo, las ascuas de la guerra.

Y yo le estaba dando cumplimiento.

Fueron ciclos salvajes aquellos. Deslizarse sigilosamente entre las ramas, al borde del abismo, preguntándote si serían suficientemente fuertes para mantener tu peso. Emboscando a terasterios más jóvenes. Aquellos días me traían recuerdos. Buenos recuerdos.

Pero acabaron.

 

Aquella tarde llovía, desde la Luz. Un escuadrón del ejército había logrado acorralarme. Me hacía gracia; era un escuadrón muy similar al mío. El líder, en cabeza y enfrentándome, tenía también una máscara de guerra muy similar a la mía, aunque aún impoluta.

Con los brazos extendidos, tendieron una red a mi alrededor, preparados para darme batalla si me resistía. Antes de ejecutarme, el líder avanzó, e intentó convencerme para que me entregara.

Y entonces dijo aquella palabra. No fue héroe. No fue veterano de guerra. Fue otra palabra muy distinta. Una palabra que abrió una grieta en mi mente. Una palabra que hizo que me quedase congelado en el sitio, y que subiera lentamente los brazos hacia mi propia cabeza. Palpé la máscara, que jamás me había quitado, y palpé mi rostro detrás. Y, a ambos lados, palpé…

Cuernos.

Recorrí con los dedos su perfil curvo y lleno de surcos. Eran reales. Eran sólidos. Eran míos.

Y supe que él tenía razón. Porque no me había llamado héroe, ni veterano. Me había dicho otra cosa.

Me había dicho: «Zarzai, eres un demonio«.

 

 

* Miguel Rodríguez (Zamora, 1993). Desde pequeño, sus dos pasiones fueron los animales de todo tipo y color, y la lectura, sobre todo de temática fantástica.

Graduado en Veterinaria por la Universidad de León (2019), trabaja actualmente en saneamiento ganadero, pero no ha perdido el gusto por la fantasía. Desde junio de 2020 participa en el TCyC de literatura fantástica coordinado por Nomi Pendzik.