Por Jorge Nieva *
A la memoria de Gregorio
Don Mateo, el diariero de la estación Malabia, vio a Gregorio acercarse por el andén y sonrió. No contaba con muchos clientes dispuestos a conversar nada menos que a las cinco y media de la mañana. Además, compartían afinidades. Nacidos y criados en el barrio sufrían y gozaban, con cierto grado de fanatismo, por la institución y el vecino más caracterizados de Villa Crespo: Atlanta y don Osvaldo Pugliese.
Mateo le alcanzó el diario y le ganó de mano con la charla.
—Buen día, Goyo. Del Mundial ni hablar; lo mejor es que se terminó, vuelve el fútbol local y el sábado volveremos a ver al Bohemio.
—Tiene razón, don Mateo… ¡Qué Mundial ni qué ocho cuartos! Ahora, ¿me puede explicar por qué los genios de la AFA suspendieron el torneo de la “B”, si en la Selección no hay ni un jugador de la categoría?
—Son de terror, Goyo. Pero no dejemos que eso nos opaque otro hecho fundamental: ¿pudo ver por la tele a don Osvaldo tocando en el Colón?
—No pude, don Mateo; trabajé. ¿Cómo estuvo?
—¿Cómo va a estar, Goyito?… ¡Sublime! Cuando interpretó “La yumba”, la gente aplaudía de pie y gritaba ¡No te mueras nunca, Osvaldo!
—¡Qué grande! Le digo algo, don Mateo: yo no sé quién fue el tal Malabia ni en qué se destacó, pero la estación debería llamarse Osvaldo Pugliese.
La llegada del subte le puso fin a la conversación.
Gregorio pudo viajar sentado y entornar los ojos durante cinco estaciones para imaginar a su querido Atlanta festejando el ascenso a Primera.
El subte llegó a destino. Gregorio caminó hasta su trabajo pensando en las cargadas de sus compañeros por su apuesta a favor de Italia nada menos que contra Brasil. Y bueno, les taparía la boca con las facturas de la apuesta.
Llegó primero, como siempre. Puso a calentar agua para el mate y sacó del bolso su uniforme pulcramente lavado y planchado. Fueron llegando sus compañeros del Servicio de Vigilancia y Gregorio soportó el rosario de cargadas como un señorito inglés.
A eso de las siete y media salió a comprar las tres docenas de facturas, que debían ser de la mejor y más cara confitería del barrio, según estipulaba la apuesta.
Volvió con un flor de paquete, tibio y con el aroma de las facturas recién horneadas, que puso sobre la mesa.
—Tomen, buitres, ahí tienen. No les debo nada.
Ya era hora de trabajar, y Gregorio fue a cubrir el horario de ocho a diez en la recepción. No ocurrió nada digno de destacar, pero faltando apenas unos minutos para la finalización del turno, entró un joven. Frente a las recepcionistas dijo que venía por una entrevista de trabajo. Lo registraron en el libro de entradas ––David era su nombre––, y lo derivaron a la Oficina de Personal.
—Por acá, pibe —le dijo Gregorio, acompañándolo hasta el ascensor más cercano.
El reloj de la recepción marcaba las 09:53. Gregorio oprimió el botón de llamada y el mundo se vino abajo.
Gregorio no supo qué pasó. Hasta que recobró el conocimiento y se vio habitando un mundo mínimo, íntimo y oscuro, tapado de escombros y ahogado por el polvo del derrumbe. Escuchó gemidos, y supo que David estaba cerca y vivo.
Era raro: Gregorio no sentía dolores, pero tampoco sus piernas ni sus manos. Y se dio cuenta de la gravedad de su condición. Los lamentos cercanos hicieron que dejara de lado toda preocupación personal y se concentrara en el estado de David.
Y Gregorio supo. Supo mantenerlo despierto, supo tranquilizarlo con palabras sabias, dándole esperanzas y seguridades. Durante las horas en las que compartieron angustias se contaron cosas que en la anterior vida, la de hacía un rato apenas, jamás se hubieran contado.
Gregorio no supo que ese chico sería su último amigo, si así podía llamarse a esa breve pero intensísima relación.
Lo que sí supo Gregorio ––y se lo aseguró a David–– es que en cualquier momento se abrirían paso hasta ellos sus amigos, sus excamaradas, los rescatistas de bomberos.
Y esta vez, Gregorio acertó, porque había sido bombero.
Pero no pudo disfrutar de su acierto.
David sí. David fue rescatado de entre los escombros y llevado al Hospital de Clínicas. Y sobrevivió.
A partir de aquel 18 de julio del 94, David participa cada año de los actos recordatorios en la reconstruida sede de la Asociación Mutual Israelita Argentina. Va y acaricia la placa que recuerda a Gregorio, junto a las de las otras ochenta y cuatro víctimas del atentado criminal, y rememora, con mucha paz y cierta alegría, los acertados vaticinios de Gregorio.
Gregorio no supo que Atlanta ascendió a primera el 10 de junio del 95.
Gregorio no supo que Malabia fue rebautizada como Malabia – Osvaldo Pugliese.
Y tampoco supo que la estación donde bajaba para ir a su trabajo hoy se llama Pasteur – AMIA.
* Jorge Nieva es un porteño nacido en Villa Urquiza hace 79 años. Mudado muy joven a Villa Ballester, fue uno de los creadores y miembro activo del primer Cuerpo de Bomberos Voluntarios de la ciudad. La pasión allí despertada lo llevó a la Superintendencia de Bomberos de la Policía Federal Argentina, de donde se retiró con el grado de Sargento.
Es miembro del TCyC desde tiempos remotos.
Fuente de las ilustraciones: https://www.infobae.com/fotos/2020/07/18/atentado-a-la-amia-17-historicas-imagenes-del-horror/