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De penitencia

Por Franco Ceruti *

 

Mamá no es mala: es rebuena, y me quiere muchísimo. Desde que mi hermanita se murió, ella quedó muy triste. Eso fue cuando papá todavía vivía con nosotros, y mamá tenía a hermanita en la panza. Un día fue al hospital, y le hicieron una operación que se llama parto, y se la llevaron a la habitación. Era muy chiquitita y lloraba mucho, y al principio solamente podía estar en la falda de mamá. A mí de entrada me cayó mal la hermanita esa, pero después creció y se puso a perseguirme en cuatro patas por la casa, como un perrito. Eso era divertido. No se le entendía nada de lo que decía, pero hablaba y movía las manos como si le entendiéramos todo. En esos tiempos, mamá y papá se reían mucho.

-Trae a tu hermanita, Poli, que vamos a comer.

Y yo meta arrastrar a la gorda de la ropa hasta la mesa, y ellos se reían.

 

Ahora no estoy yendo a la escuela, porque mami se enojó conmigo y me puso un castigo por jugar en la calle. No sé cuántos días hace que estoy castigado, pero son muchos.

Cuando salí del jardín, ya sabía escribir mi nombre: Hipólito, que va con hache mayúscula. Igual, a mí todos me dicen Poli.

En la escuela, la maestra Eva me hacía escribir una por una todas las letras, y me hacía escribir palabras cortas como mamá, papá y casa. Y también escribir cosas graciosas que nadie dice: mi mamá me mima. ¿Quién va a hablar así?

Todos los días, cuando veo por la ventana a mis amigos que van para la escuela, corro a mi cuarto y me pongo rápido la túnica blanca, el moño azul, los zapatos marrones, y le pido por favor a mami llevame a la escuela para aprender a escribir. Pero ella no me oye. Sigue enojada por lo que pasó cuando jugamos en la bajada de la usina.

Yo lo extraño a mi papá, pero no digo nada porque después la escucho llorar a mamá de noche. Cada tanto nos llega un giro de la plata, como dice mamá que manda papá. Y cuando volvemos del correo me dice tu papá todavía nos quiere. Siempre que dice eso, le entra una basurita en el ojo. Pero ahora va sola al correo, desde que estoy castigado.

Como no puedo ir a la escuela, a la mañana juego con mi perro Corbata, y a la tarde salgo a la calle a jugar con mis amigos. A ellos sí los dejan ir. Siempre pienso en la maestra Eva, que ella me debe estar extrañando mucho.

Mamá no me hace más la leche cuando me levanto.

Yo igual, para mostrarle lo buen hijo que soy, me lavo la cara solo, me lavo los dientes, y me peino un poco con agua, porque de noche se me paran todos los pelos.

Cuando el sol está alto, y hay olorcito a comida, a mí me agarra el hambre. Entro en la casa, y casi siempre mamá está sentada llorando en la silla de la cocina, con un té en una mano y un pedazo de pan en la otra. A veces agarro un pan de la despensa, y me siento en el piso, y le abrazo las piernas desde abajo. Le digo que ya no lo voy a hacer más, y mientras le digo eso a mami, Corbata es de meterse por debajo de la silla, y trata de robarme el pan. Pero ella nunca me dice nada, ni hace nada. ¿Por qué le cuesta tanto perdonarme?

Después ella se acuesta, y yo salgo a la calle a esperar a que mis amigos, que ya volvieron de la escuela y están comiendo, vengan a jugar. Entro a lo de Juancho con mi cuaderno y me copio lo que vieron en la escuela. Yo copio todo porque, quiero aprender a escribir. Quiero escribirle una carta a papá pidiéndole que vuelva. Si ya junté plata para la estampilla. A veces le escribo a la maestra Eva en el cuaderno de Juancho.

Cuando mis amigos salen es la parte mas divertida, porque las locuras las hacemos a la hora de la siesta, cuando los grandes no están. Me acuerdo aquella vez. Hacía tanto calor, que Carlitos se robó unos huevos de la heladera de su casa, y los cocinamos en el techo del auto del viejo de la carpintería. Eso fue el mismo día que llegó al barrio la rubiecita esa. Marina, creo que se llamaba. El padre trabajaba en la panadería. Carlitos se hizo tan amigo de ella que después andaban todo el tiempo juntos, como novios. A mí ella no me lleva el apunte, igual que hacen mis amigos cuando les digo que hagamos algo.

Mucho no me importa que ellos se hagan los que no me oyen, porque igual siempre estamos juntos. Jugamos a la mancha, a la escondida, a la bolita. El otro día jugamos a la escondida y gané yo. Nunca me descubrieron. Pero no se acordaron de mí, y dieron el juego por terminado. Qué malos perdedores. Quedaron tan enojados que después jugamos al fútbol, y en todo el partido no me pasaron la pelota.

Cuando las madres de mis amigos los llaman a tomar la leche, yo me voy para casa. Pero mami no me hace más la merienda, ni me llama. Y yo no sé cuándo se le va a pasar la bronca que tiene conmigo.

El día de la travesura, mis amigos querían ir a jugar a la pelota en la bajada de la usina. Es más divertido jugar ahí, porque es a suerte qué equipo juega abajo y qué equipo arriba, y si juegas arriba la pelota se va sola al arco del otro. Me dijo mi papá que la usina adentro tiene un motor gigante que da luz a todo el pueblo, porque es un pueblo chico y con un motor gigante alcanza. Por eso se oye ese ruido tan fuerte en esa cuadra.

El frigorífico está en una punta del pueblo, y los bomberos en la otra. El día de la travesura hubo un incendio, y para llegar al frigorífico los bomberos pasaron a toda velocidad por ahí. Pero la sirena ni se oye, porque el ruido del motor gigante tapa todo. Mi equipo jugaba arriba, Raulito traía la pelota y me la pasó, me quedaba esquivar a Carlitos y atajaba Juancho, seguro que yo metía el gol, mis amigos me iban a festejar, era feliz. Pero todos se pusieron a gritar y a levantar los brazos, aunque yo todavía no había metido el gol. ¿Qué festejan taraditos? Sentí un ruido muy fuerte, atrás, como una frenada, y después un golpe fuertísimo, y medio como que me desmayé del susto. Pero fue el susto nomás. Cuando salí de abajo del camión, se había juntado toda la chusma del barrio. Me fui corriendo asustado a casa, no le dije nada a mamá porque ella no me deja jugar en la bajada de la usina. Al rato llegaron los vecinos, le contaron, y ella fue corriendo a ver. Recién volvió a casa a la mañana. Desde ese día, estoy castigado.

Mi mami es costurera. Es difícil encontrar a una buena costurera como vos, decía mi papá, y ella se ponía roja. Siempre que llego de jugar, a la tarde, esta sentada en la máquina de coser, dale que traca traca, y Corbata echado al lado. Pero hoy, cuando llegué, estaba subida a la escalerita limpiando la araña de bronce que nos regaló la abu. Agarré un pan y me fui al patio a jugar con Corbata. Sentí un ruido como de un golpe, y fui a ver. Mami había volteado la escalera, pero seguía colgada de la lámpara del living. Limpiando. Debía de estar bien sucia la lámpara, porque mami se sacudía toda que daba risa, mientras le sacaba brillo.

 

¡Mi mamá me perdonó la penitencia! Volvió a ser la mamá de antes. Hoy a la mañana, cuando desperté, me abrazó fuerte, me ayudó a vestirme, me lavó los dientes ella, me preparó la leche, hizo pan casero y se sentó a desayunar conmigo. Después me llevó a la escuela y todo, si hasta fuimos de la mano por la calle cantando como hacíamos antes.

Me contó que mañana vamos juntos a buscar el giro de la plata que manda papá, y me preguntó si había visto a hermanita. Está un poco loca, porque hermanita se fue al cielo. ¿Cómo voy a hacer para verla? Pero yo no digo nada, porque estoy muy contento de que me perdonó y me dejó volver a la escuela.

Cuando volví, el vestido negro de mamá seguía colgado de la araña de bronce, y la escalera tirada en el piso. Pero la sorpresa fue que mamá me había hecho panqueques, mi comida preferida, más preferida de todas. Salí a jugar con mis amigos, y cuando volví por la merienda me había hecho una torta.

Me dijo que nos fuéramos a la puerta, y nos acomodamos en los escalones de la entrada con el café con leche en la mano y la torta envuelta en un mantelito celeste en medio del escalón entre mamá y yo. Comíamos y charlábamos mientras pasaba gente por la vereda.

Le pregunté a mamá cuándo iba a volver papá. Se quedó muda, mirando su taza de café con leche.

En eso pasaban caminando despacito dos viejas. Yo las conozco, y sé que son la abuela y la tía de Raulito. Se pararon frente a nosotros las viejas, a dos baldosas de mi cara. Miraban la casa, la puerta, las ventanas y los escalones. Hablaban entre ellas en voz muy baja y muy triste, que yo casi no podía oírlas. Decían palabras raras, como abandonada, tragedia, ausencia.

Después las dos viejas se fueron despacito, y mamá se quedó en silencio, agarrando con las dos manos la taza de café, y sosteniéndola bien cerquita de la nariz. Como pensando se quedó.

─¿Qué decían esas viejas, mamá? ─dije en voz baja para que no me oyesen, que todavía estaban cerca.

─Mi cielo, todos saben en el barrio que esas viejas están un poco chifladas. ─Mami dijo esto, dejó la taza en el escalón, y se levantó─. Tomate todo el café, que voy a cambiarle el pañal a tu hermanita.

─¡Pero mamá! Si hermanita se fue al cielo.

Mamá me miró, feliz y sonriente, y se dio vuelta para irse al cuarto.

 

Ilustración: Diego Ferrer

 

 * Franco Ceruti es Ingeniero de Software, nacido en Tacuarembó, Uruguay, el 10 de noviembre de 1969. Actualmente vive en Miami, y en su tiempo libre –asumiendo que tal cosa existe en la vida de un adulto– se dedica a escribir cuentos y novelas de ficción. Su pasión por la literatura fantástica y de horror viene desde su más tierna infancia. Tenía 5 años cuando Lola, su bisabuela, lo deleitaba antes de dormir con las increíbles historias yacentes en los “Cuentos de la Selva” de Horacio Quiroga.

Ha publicado Cuentos carentes de sentido (Lluvia y papel, 2021 -https://www.amazon.com/dp/B099BV61SL), y hace cuatro años que trabaja sus textos en el Taller de Corte y Corrección.

 

 

 

 

 

Los árboles ya no mueren de pie

Por Silvana Forneris *

 

Cada vez que camino por mi barrio, no puedo evitar elevar la mirada hacia las pocas casuarinas que todavía sobreviven.

Si había un rasgo propio y distintivo que ostentábamos en nuestra comunidad, eran esos pinos añejos que se erguían orgullosos de norte a sur en la Avenida Belgrano. Los veíamos como valientes centinelas, custodiando el andar apurado de los que iniciaban el día.

Hoy quedan contados ejemplares sólo en la entrada de la ciudad, con sus ramas grotescamente mutiladas. Y, aun así, su desramado follaje sigue arropando a cardenales y benteveos. Las podas desquiciadas desgajaron sus ramas. Y ahora, enfermos y débiles…, ¿cuántos inviernos les quedan? ¿Podrán resistir al urbanismo irrespetuoso? ¿A las ideas equivocadas por seguir una moda? ¿A las sacudidas de los vientos implacables, alimentados por el clima frenético de estos tiempos?

Algunos troncos castigados por el golpe impiadoso del hacha siguen ahí; las malezas aprovechan el descuido para apoyarse y crecer descontroladas sobre ellos. Otros fueron desterrados por el viento, y ahora las raíces vacías miran al cielo, postradas, como si elevaran sus oraciones hacia el Altísimo por aquellos pinos que se resisten a ser consumidos por el tiempo, el olvido y la indiferencia.

Lejos está la decisión de cuidar aquello que forma parte de nuestra historia. Hoy, de aquel pasado glorioso, sólo quedan rastros en las almas más viejas del barrio o en la memoria difusa de una foto abandonada en el fondo de un cajón.

Ya no reconozco la avenida. Las palmeras foráneas invadieron el paisaje, y el impulso de la vida se fue apagando. Los pájaros las sobrevuelan, pero no buscan refugio en ellas, las ramas flexibles no soportan los juegos de la infancia, y ningún caminante detiene su marcha para descansar bajo su sombra ilusoria.

 

 

   *  Silvana Forneris nació en Brinkmann (Córdoba); tiene 47 años. Estudió bibliotecología en el Instituto Superior N° 12, Dr. Facundo Martínez Zuviría, de la ciudad de Santa Fe.

Actualmente vive en Sunchales (Santa Fe), y se desempeña como bibliotecaria en el ámbito educativo.

Desde el 2020 participa del TCyC.

 

Homo fraternus

Por Leonardo Ciccioli *

 

 

Quién soy. Dónde estoy. Qué estoy haciendo.

Es una linda mañana. El sol sigue iluminando mis arrugas, sigue saliendo ―el sol no se puede regimentar―, aunque parezca otro sol: un sol que ilumina una nueva realidad, una realidad más dura y árida, una realidad más dolorosa. El Rectorado encontró a uno de los nuestros ―acaso podemos hablar de nosotros y de ellos― que estaba escondido en una vieja estancia. Lo encontraron en un tanque de agua, tratando de eludir a las fuerzas del orden. Parece que vivió allí varios años sobreviviendo a duras penas, comiendo hongos en el bosque y recogiendo agua de lluvia. Era una estancia abandonada, un páramo olvidado. Fue denunciado, según informan las noticias, por una ciudadana de la zona que recibirá el día de mañana una condecoración por su sacrificio en defensa del pueblo: como si ser una sumisa adoctrinada, una inmunda delatora, tuviese mérito.

Ahora el cautivo reside en la Intendencia de Justicia esperando el juicio del pueblo, el juicio de la mayoría, representado por los juristas elegidos por el pueblo y para el pueblo.

 

En la calle la vida prosigue, a ella no le importa quién mande. Se nutre de muertes y de nacimientos, de ciclos de sol y de luna, de lluvia y de viento. La vida es una madre indiferente. Me tengo que esconder para rezar porque, aunque no esté prohibido todavía, no se ve con buenos ojos. Lo que menos necesito es llamar la atención entre los alegres vecinos que están esperando cualquier oportunidad de conseguir el beneplácito de los tiranos. Mi ración del día es abundante: dos batatas, una palta, dos lechugas, una banana, un litro de leche y dos litros de agua. Lo imprescindible para crecer fuerte, como un buen hijo del Pueblo.

Hace diez años que no tengo profesión. Antes yo era psicólogo. Me resulta gracioso como suena: psicólogo. El Rectorado prohibió la psicología entendiendo que el hombre nuevo no necesita de aquellas mancias. Se ha llegado a la culminación evolutiva de la humanidad. El homo fraternus: el hombre desposeído de toda avaricia, curado para siempre del lucro. Este viejo terapeuta se pasa todo el día haciendo colas: colas para recibir la ración diaria, colas para conseguir el remedio, colas para renovar mi libreta de racionamiento. Colas y más colas. El homo fraternus es un hombre adoctrinado en la sumisión, complaciente, servil, asustadizo. Teme la represalia de la autoridad, como la gran mayoría: todos somos espías de todos, todo el tiempo; bienvenidos a la era del homo suspectum.

 

Veo en la televisión al reo apresado en la estancia: lo presentan en primer plano con una música tenebrosa, como un fenómeno de circo. Cubierto de harapos, desgarbado y canoso, con apenas cuarenta años ―según se anuncia por los parlantes― parece de ochenta. Cuentan los científicos que este tipo de deterioro era habitual en los años anteriores al resurgimiento de la humanidad. Uno de los periodistas, sobreactuando indignación, se pregunta cómo puede ser que detrás del muro del Estado haya gente que elija “vivir” en esas condiciones. Me dieron ganas de llorar cuando le vi las manos sarmentosas a aquel Juan Pérez, no me puedo explicar por qué. En dos días lo someterán a juicio, y por orden del Rectorado este proceso será trasmitido en cadena nacional.

 

Algunos hombres cuentan en su vida con una oportunidad de libertad plena. Un glorioso momento en que por fin triunfan por sobre la retahíla de temores que espantan a los corazones atribulados. Traspasado por ese relámpago de vida, el hombre se sobrepone a las oscuras murallas de lo desconocido. No importan las consecuencias, no importan las pérdidas, no importa la muerte. Este es el momento de Juan Pérez. Por Dios que es su momento. ¡El sol de su libertad! La libertad no se pide, querido amigo: simplemente se toma, siempre al alcance de la mano y siempre poniendo fulgores en todo.

Lo veo sentadito, quietito en el banquillo. Se le imputa el delito de egolatría, se lo tilda de traidor a los valores del pueblo regenerado y limpio de todo individualismo. Se lo acusa de tibio; de presenciar la miseria sin conmiseración ni dolor. Ha cometido la osadía de buscar el bien propio a expensas del bien general.

En suma, estos hijos de puta se han apropiado del amor, de la bondad y de las buenas intenciones. Tales sentimientos sólo existen bajo el poder omnímodo de su escudo y de su lema:

 

No es bueno el hombre,

es bueno el régimen.

Por lo tanto, el buen hombre

acata al régimen.

 

El buen hombre acata al Rectorado.

 

Sabemos que este juicio es una fachada: el reo es un cadáver ambulante. En breve será apenas un recuerdo. Queda en él alzarse por sobre la macabra puesta en escena y hacer suya la gloria. Siento envidia mirándolo en el banquillo de los acusados. Me imagino representando su papel con una mirada altiva, despreciando los corazones sumisos. Ejerciendo mi libertad plena. Magnífica libertad. Amada libertad. La libertad, ese regalo de los dioses.

Mi hijo ya es un hombre. Puede notar el conflicto, la guerra armada que sucede en mi ánimo. Disculpame, muchacho mío, entiendo que para vos soy un dilema. Entiendo que mientras mi corazón se hincha de pavor y coraje viéndolo al pobre de Juan Pérez atravesar tan extraña ceremonia de ejecución, tu corazón se envenena con una extraña pregunta que aparece y se sostiene. Una pregunta que te muerde las entrañas: ¿mi padre es un quinta columna, y debo delatar su traición?

Sí, hijo, claro que soy un quinta columna. Soy lo que se considera un librepensador, un cobarde. Una boleta de racionamiento vale mucho más que yo. Sí, hijo, claro que soy un traidor. Si pudiese, quemaría los cimientos de este enorme patíbulo: no sólo Juan Pérez retoza amargamente en esa poltrona de ignominia. Y el hecho de que te estés formulando esa pregunta, hijo mío, demuestra la miseria del nuevo orden, que enfrenta en duelo mortal a hijos contra padres, abuelos contra nietos, hermanos contra hermanas. Ahora prevalece esta descolorida familia-colmena, encabezada por una reina madre con millones de hijos serviles, soldados asesinos bajo su mando.

Noto que hace mucho tiempo que no escucho la palabra “amigo”. ¿Cuántas palabras han desaparecido sin que me dé cuenta, sin que nadie se dé cuenta? Me escondo para llorar, porque llorar es sospechoso. Dejo por fin sobre el escritorio de mi habitación el pequeño cuaderno de tapa dura en que escribo estas palabras. No lo escondo más. Hijo mío, ya eres un hombre, así que te dejo la prueba de mi delito. Tú sabes qué debes hacer, y lo que hagas estará bien. Mi corazón te ama por sobre todas las cosas. No tengo el valor para confrontarte con mi verdad, una verdad indigesta para tus ojos velados por el incesante zumbido retórico de la colmena. Yo también soy un Juan Pérez.

Si estás leyendo este cuaderno, hijo mío, si ya sabes mi verdad, no te preocupes. Tú tienes una vida por delante. Quizá conozcas a una mujer, una auténtica mujer, y puedas formar una familia. Supongo que en el nuevo régimen las personas de rango pueden darse el lujo de fundar una familia. Eres mi patria, mi nación, mi ideología, mi mundo. Por eso vivo preguntándome, en un eterno suplicio, cómo dejé que estos sátrapas te metieran tanta mierda en la cabeza. Tuve miedo.

 

―¿Renuncias, Juan Pérez, a los valores del viejo orden para convertirte a la nueva familia? ¿Renuncias al individualismo, al lucro y a la conveniencia? ¿Juras por tu vida defender hasta la muerte los lazos que nos unen como hermanos?

 

Pero el reo no responde: mi amigo, mi querido amigo, tiene los ojos cerrados. El juez lo indaga y lo escruta con la mirada. En la sala ―en la nación entera, mejor dicho―, hacen silencio las alas de las abejas soldado, y los ojos atentos de la gran reina pueden sentirse espiando desde la obscena oscuridad.

Juan Pérez sigue sin decir nada, guarda silencio. ¿Entenderá las palabras del juez? Es un hombre roto: la intemperie forjó su deterioro. Sus ojos se derriten en sombras, vacíos de toda inteligencia. Ya no puede ejercer su libertad. Tal vez sueña con la seguridad de su escondite. Es más un animal, un gazapo que extraña el calor de su madriguera. Y su silencio lo incrimina. En la sala de audiencias se oye el murmullo de la indignación. Estos estúpidos no ven que su enemigo mortal tiene el cerebro quemado.

Apago el televisor, presiento la sentencia. El juez terminará la sesión diciendo: “Se ha hecho justicia”.

 

Quién soy. Dónde estoy. Qué estoy haciendo.

Otra mañana, pero bajo el mismo sol que dio luz al milagro de tantos esclavos renacidos libertos. Los envidio, porque el mismo sol ilumina mi atronadora cobardía. El sol no puede ser regimentado, por ahora.

Por fin es la ejecución del reo, mi amigo, mi único amigo. Será ejecutado a puertas cerradas: al Rectorado no le gusta que se vean la sangre y la muerte. En el nuevo orden, la muerte y el dolor se esconden debajo de una pátina de felicidad pueril. La propaganda nos ordena qué podemos sentir. El amor vence al odio, tal es el lema de la disidencia controlada.

Están tocando a mi puerta.

 

 

 

 * Leonardo Ciccioli tiene 43 años. Nació en la zona oeste del conurbano bonaerense, donde aún reside.

Estudió Medicina, y luego se especializó en Psiquiatría. Su amor por la literatura comienza como una búsqueda por entenderse a sí mismo y al mundo. En la adolescencia ensayó sus primeros poemas. Supo intuitivamente que su salud dependía de estar en contacto con la fuente inagotable de la imaginación.

Concurre al Taller de Corte y Corrección desde mayo de 2020, en un constante proceso de aprendizaje.

Pecho de acero

Por Octavio Hernández *

 

I

Clark Kent escribía en su escritorio el reporte del día. El lápiz grafito dibujaba en la hoja de oficio unas letras irregulares y toscas. Miró, desde el nuevo edificio del Daily Planet, por la ventana, y el sol fulgurante lo hizo pestañear.

En este día soleado de marzo, se le informa a la gente de Metrópolis que, desde la última batalla con Superman, no se ha visto al malvado Lex Luthor. Pero eso no quiere decir qu…

Golpes a la puerta del vestíbulo lo interrumpieron. ¿Quién llamaría a estas horas? Se paró y pegó la oreja en la puerta de su deslumbrante despacho. Escuchó los pasos de Mamá Kent encaminarse hacia la entrada, y enseguida la puerta del departamento, que se abría.

—¿Lucía? —dijo Mamá Kent, y la entonación denotaba que la visita no era la más oportuna.

—¿Quién más si no? ¿Acaso el conchesumadre con el que te casaste?

Clark Kent se pegó con la manito en la frente: no le caía nada bien esa bruja de la abuela, y lo que menos le caía bien de ella eran sus disparates.

—Yo también estoy feliz de verte —dijo Martha Kent—. Entra.

Clark escuchó unos pasos de tacones afilados sobre la cerámica, y la voz gastada de la bruja murmurando:

—…en el piso trece.

—Cocinaba pescado. ¿Te vas a quedar a almorzar?

—No me interesa tu pescado. Te mudaste al piso trece.

—No me iba a quedar con los brazos cruzados ―Mamá Kent soltó un sollozo―, mientras el hijo de puta me amenazaba con un arma.

—Pero no nos tengas rencor. Olvídate de eso. Aún eres bienvenida en mi casa. Piénsalo, aunque sea por el niño. ¿No ves que él se cree…? —Después la bruja masculló en voz baja algo que Danilo, pegado a la puerta de su pieza, no logró entender.

—Él estará perfectamente, no es tonto. No va a saltar.

—Bueno, haz lo que quieras. Yo cumplí con avisarte. —Otra vez los tacones, y el portazo.

Danilo deslizó la espalda contra la puerta, y se sentó. Miró las hojas de oficio desparramadas en la alfombra por el viento que entraba desde la ventana. Apoyó los codos en las rodillas y se cubrió los ojos. No le gustaban las discusiones. Y él sí que sabía de discusiones: solamente una semana atrás, un día antes de mudarse, Mamá había peleado con papá. Algo de un arma. No le sorprendía: Lex Luthor siempre diseñaba armas. Pero Superman ni se inmutaba y confiaba ciegamente en su increíble resistencia a los proyectiles. Recordó los quejidos de su Mamá:

—¿Qué? ¿En dónde conseguiste esa pistola? ¿Cómo mierda se te ocurre? Me voy, me voy, y no te voy a decir a dónde. ¡Danilo, arregla tus cosas que nos vamos ahora! Ya pasará el camión de la mudanza, y ahí te telefonearé.

Él sabía que Mamá venía buscando arriendos para alejarse de Lex Luthor. Y aquel día fue el detonante. Aquel día la madre arrancó lo más rápido, y se lo llevó con ella. Aunque eso lo entristeció un poco: ningún superhéroe escapa de un maldito villano. Pero huyeron nomás, y Mamá logró arrendar enseguida, pagando por anticipado un par de meses.

Al enterarse de que vivirían en la torre Pérez Zujovic a Danilo se le esfumó la tristeza: la torre se parecía al edificio del Daily Planet.

Ahora sí que Clark Kent tendrá su propia oficina, pensó dando saltitos y tomado de la mano de Mamá.

Ya en el nuevo departamento, Danilo se entretenía como siempre jugando a ser Superman. Al ataviarse con ese traje comprado por Mamá, algo dentro de él se transformaba. Vivía una sensación distinta del Danilo común y corriente, como si aquella capa roja y la S triangulada en el pecho y esas botas que calzaba un poco holgadas lo llenaran súbitamente de una valentía a prueba de cañonazos. Y qué bien se sentía correr con la capa aleteando detrás, qué encanto cuando se echaba hielos en la boca para entusiasmarse con la idea de tener un aliento gélido, o al poner la vista borrosa como si sus ojos de verdad se enrojecieran y expulsaran un mortífero rayo.

Pero nunca había logrado la ilusión de volar: cada vez que saltaba del sillón, golpeaba contra el piso de cerámica. Los moretones se volvieron una compañía constante, las vivas pruebas de sus fracasos. Cuando oía el resonar de los huesos contra el piso, la Mamá lo retaba, y le decía que era un humano y no un pájaro. Y que él, a sus siete años, debía dejar de fantasear con ser Superman.

—Es por tu bien —le decía Mamá—. No quiero que te sigas dañando así.

Él aceptaba a regañadientes y seguía jugando con sus otros poderes, o a ser Clark Kent redactando una nota: Danilo ya había aprendido a escribir antes que ningún compañero.

Alrededor de la segunda semana, una noche a Danilo los sobresaltaron unos sollozos. Dejó a un lado el cómic con que estaba fantaseando, y afinando el oído advirtió que venían de la pieza de Mamá.

De dónde si no, se dijo, aunque él tenía esperanzas de que el llanto proviniera de alguna ventana vecina.

Con paso de las noches, descubrió que a la pobre la llamaban por celular. Casi siempre, después de algunos murmullos irascibles, venían los sollozos.

Así que preparó un plan para defenderla: en la mañana, cuando Mamá aún estuviese durmiendo, investigaría en su celular. Él, siendo Superman, tenía el deber de velar por la seguridad de todos los ciudadanos de Metrópolis, y más si se trataba de Mamá Kent.

Esa misma noche, no bien oscureció, Danilo puso una alarma a las ocho de la mañana en su reloj de Superman. Al acostarse, una emoción se le agolpó en el pecho: ¡por fin una misión que cumplir, y más para ayudar a Mamá!

No bien sonó el despertador, él saltó de la cama y lo apagó: no fuera que ella también se despertara. Un largo bostezo lo hizo lagrimear, y se frotó los ojos. Después fue a la puerta de su pieza, la abrió con extremo cuidado, y se mandó de puntillas a la pieza de Mamá. Encontró la puerta entornada, así que la empujó un poco, y se deslizó como un gato.

El débil sol del amanecer no lograba traspasar las cortinas: la oscuridad era absoluta. La madre roncaba. Danilo se quedó inmóvil, preguntándose en dónde habría dejado ella el Motorola, cuando, desde el velador, una luz centelleó: Mamá acababa de recibir una notificación.

Conteniendo el aliento, Danilo se encaminó a la mesa de luz. En la penumbra ―ya se le habían acostumbrado los ojos―, él debía valerse de su memoria, y rogaba por que no se le interpusiera una zapatilla, o algo así. Pero pudo llegar, y se puso a tantear el velador. En eso botó algo que, al caer, rebotar y rodar le sonó como una lata de esas que Mamá compraba cuando se encontraba triste. El agrio olor se lo confirmó: cerveza. Echó un rápido vistazo a Mamá: seguía durmiendo. Después volvió a tantear. Palpó la superficie vidriosa de… ¿la mesa de luz? ¡No, era el display del Motorola, por los bordes protegidos con la carcasa de plástico! Lo agarró como quien obtiene un trofeo, y se lo llevó a su pieza con el mismo sigilo con que había entrado.

Una vez en el cuarto, prendió el celular, y fue al historial de llamadas. Grande fue su enojo al descubrir que el llanto lo causaba el mismísimo Lex Luthor: llamaba día y noche, con una insistencia terrible. Así que Lex Luthor no ha desaparecido, pensó Danilo, los dientes apretados y la cara tensa. Sigue actuando, pero esta vez bajo las sombras, como una vil rata. Pero eso tiene que acabar en este mismo instante, y de una vez por todas.

Pensó en cómo actuar. Quizá yendo hasta la casa de Lex Luthor y enfrentarlo. Pero no, no sabía ni siquiera manejarse bien en las calles, tampoco subirse a la micro o al metro. ¿Y además con qué plata?

Él tendría que venir al departamento, pensó. ¿Pero cómo?

Miró el celular. Y, al igual que en las historietas, sintió que una ampolleta se le encendía: le escribiría un mensaje por WhatsApp, con tanta furia y con tantos disparates ―aprendidos por cortesía de la abuela— que no se resistiría a venir. Lo incitaría, además, agregándole la dirección del departamento, y diciéndole que no le importaba ningún arma creada por él, que de todas formas le golpearía hasta dejarlo inconsciente.

No le resultó difícil redactar aquel mensaje cargado de odio.

Así que sólo tuvo que esperar su llegada.

 

 

 

II

 

Esther se despertó a eso de las diez de la mañana. Aun con somnolencia, estiró la mano al velador, en busca del celular. Al no encontrarlo, descorrió la cortina, y la luz que sobrevino le animó a levantarse. Pensó en lo bueno que era vivir en un departamento para ella sola con su hijo, pese a que algunas veces le daban ganas de llorar por las llamadas de ese desgraciado. Al menos, él se mantenía alejado de ella. De ella y de su Danilo.

Se fue a la cocina, sacó de la lata de la alacena los panes de ayer y los metió en el horno. Puso el agua a hervir, y llevó a la mesa las tazas, el queso, la mantequilla y todo lo necesario para desayunar. Después fue a la pieza de Danilo: lo encontró panza arriba en la cama, leyendo un cómic y vestido con su fiel traje de Superman.

—Vamos a comer—dijo ella, y volvió al comedor.

Él la seguía con un aire de tensa expectativa. A lo lejos resonó como un petardo, de esos que de niña lanzaba Mamá para Año Nuevo, según le había contado ella. Ninguno de los dos le tomó importancia.

Cuando se sentaron a la mesa de la cocina, Esther preguntó si le pasaba algo.

—Nada —dijo Danilo sacando un pan de la canasta—. Sólo tengo hambre.

—Ah. ¿Y has visto mi celular?

—Mamá, tú sabes que ni lo ocupo.

—Qué extraño. —Esther sorbió un poco de té, y enseguida miró a Danilo—. Anoche lo dejé en el velador. ―Lo miró de nuevo―. ¿Y por qué ese disfraz?

―Siempre lo uso.

―Pero nunca tan temprano te lo he visto.

Danilo sacó pecho:

—Porque tengo que derrotar a un villano.

—Tú siempre sales con cada tontera. —Tomó un pan de la canasta—. Leer tanto cómic te hace mal.

—Pero, Mamá, es mi única diversión: no ocupo ni el celu ni veo tele.

Esther abrió el pan y le untó mantequilla. Entonces sonó el timbre de la puerta. Danilo se sobresaltó.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Esther, parándose de la silla—. ¿Por qué tan alterado?

—Mamá, mejor ándate a la pieza, que la puerta la abro yo.

La madre hizo un gesto como quien no les da importancia a las palabras, y se encaminó a la puerta.

—Pero mam…

—Yo la abro —dijo ella. Y miró a Danilo, que se había levantado ya—. Cálmate.

Mientras Esther se acercaba, pensó en que el conserje no la había llamado. Acaso sería un vecino necesitado de ayuda.

¿O sería…?

No, aquel hijo de puta no podría ser el que estaba tocando el timbre: no sabía la dirección y, aun si la hubiera descubierto, el conserje le habría avisado a ella de su llegada, claro.

Al acercarse al pomo, oyó una respiración agitada, como de animal.

No tenía por costumbre espiar por la mirilla, pero esta vez tomó todas las precauciones. Y no tuvo tiempo ni de darse cuenta de su error: el patadón con que aquella bestia abrió hizo que la arista de la puerta le pegara en la frente. Y ahí, con la cara enrojecida de furia, el hijo de puta la apuntaba con un arma.

—Qué mierda fue ese mensaje —preguntó el monstruo, mientras Esther retrocedía, perpleja—. ¡Respóndeme!

Ella no entendía nada. ¿A qué mensaje se refería aquel maldito? Sólo atinó a cubrirse la cara con las manos. Oyó unas pisadas rápidas, un grito agudo, y luego una detonación. Y también oyó la caída de algo contra el suelo, y el ruido le recordó a Danilo saltando del sillón a la cerámica del piso.

Abrió los ojos, esperando encontrarse perforada por una bala, pero en lugar de eso vio, tirados a sus pies, la capa revuelta, el traje azul ensangrentado. Vio los brazos, temblorosos. Las botas sacudiéndose en convulsiones.

El hijo de mil putas de aquella bestia trató de disparar de nuevo, pero el arma se había quedado sin munición. Entonces, la tiró y huyó a toda carrera.

Esther vio esos ojitos que la miraban como los ojos asustados de quien no sabe dónde está.

—Mami… —La voz era apenas un murmullo.

Ella terminó de darse cuenta, de tomar consciencia real.

No pudo ni siquiera abrir la boca. Y se agachó para abrazarlo, aunque sabía que debía llamar a la ambulancia.

—Mami, ¿esa bala era de Kryptonita?

Y aquello fue lo último que Esther le oyó decir.

 

 

 * Octavio Hernández nació en 2001 en la ciudad de Antofagasta. Actualmente reside en Santiago, ya que ingresó a estudiar Cine y Televisión en la Universidad de Chile. Recién quiso escribir por el 2019: fue su año sabático. Sin embargo, ya desde niño se interesó por lo narrativo: gustaba de leer comics, de ir al cine los sábados y de las novelas obligatorias del colegio, aunque después aprendió a disfrutar de las lecturas por cuenta propia con los libros de Stephen King.

Desde 2020 asiste al Taller de Corte y Corrección, en donde ha aprendido y sigue aprendiendo las técnicas para contar mejor una historia.

 

Créditos de las ilustraciones:
** Alex Ross. En https://kobayashisdomain.blogspot.com/2013/07/alex-ross-superman.html?view=flipcard
*** Brad Walker. En https://comicbookfanlover.blogspot.com/2020/05/relatos-del-multiverso-oscuro-la-muerte.html

 

 

Cuatro ventanas al núcleo

Por Juan Bautista Petrini *

 

 Testimonio del insomne

 

Amanece negro, inexplicable:

un cielo frío en un invierno

profundo. La ciudad se levanta

en murmullos cortos

a la luz de un sol muerto.

 

 

 

 

En tinta

 

Cuando la mano vibra

y corre hacia las hojas,

y el corazón se deja en tinta,

cuánto más se vive

que sólo respirando

el aire sin sentido

de los comunes días.

 

Allá, entre los versos escondida,

marcha libre y fugaz, la vida.

 

 

 

 

La antorcha

 

Del polvo que hoy sopla

sobre la tierra, y la recubre;

de la historia que sin descanso

han pujado los milenios;

y del Tiempo que hoy, solo,

se contempla desde el fin, caducar sereno,

se levanta un soplo, un aletear distinto

que trae, lejanos, los cantos heroicos.

 

Es el paso firme de las almas

que de pie su propia vida dejaron,

marchando cara al sol, al Eterno.

 

A la poeta

 

Tu paso firme marcha

templado por las sierras,

me dijiste en un momento,

entre tus tantos silencios.

¿Sabré alguna vez

qué pesar encerraba

la oscuridad de esos ojos tuyos?

Yo sólo sé y confío

que toda noche lleva al día.

Todo enigma, a una respuesta.

Toda promesa, a un reencuentro.

 

 

 

 

Ilustraciones: Camila Duhalde

(https://www.behance.net/camiladuhalde)

 

  * Juan Bautista Petrini nació en la Ciudad de Buenos Aires en el año 2000. Es un joven militante de la causa nacional, estudiante de Filosofía (UBA), representante de ventas, y —por sobre todo— poeta.
Entró al Taller de Corte y Corrección en 2017, y desde entonces trabaja en su escritura. Su vocación artística podría resumirse en un brevísimo poema suyo: «Si hay un motivo/para legar la antorcha/de la belleza, escribo».

 

Demorados

Por Emilse Mancebo *

 

Como todas las mañanas, Rogelio se masturba, le arranca unas hojas al rollo de cocina y se seca. Cierra la Playboy, la deja tirada en la cama.

Mira el reloj: ya tendría que haber salido a trabajar. Lo bueno de no tener patrón es que maneja sus horarios como le viene en gana. Se pone el pantalón cargo, una camisa a cuadros a la que le faltan algunos botones, y se calza las alpargatas. Se queda un rato mateando a la sombra del ceibo, hasta que junta ganas y se dispone a salir.

Va al baño, levanta la tabla del inodoro, y larga una meada interminable que imagina como cerveza. Se mira al espejo y sonríe. No está tan mal para su casi medio siglo: todavía tiene pelo, y las patas de gallo lo hacen interesante. Se pone a contar las piezas que le faltan: entre dientes y muelas, nada menos que ocho. Si tuviera plata para arreglarse el comedor, no se le haría tan difícil conseguir minitas.

La canasta de mimbre ya está enganchada en el manubrio de la bicicleta. Rogelio saca las tortas fritas que dejó en el horno de barro la noche anterior, y las vuelca adentro de la canasta. Se emboca el sombrero Panamá ―legítimo―, y se sube a la bicicleta. Y arranca a pedalear hacia la ciudad.

A medida que se acerca a la ruta, nota que el tránsito está detenido. Oye bocinazos, puteadas, y cuando llega al acceso se da cuenta de que está todo colapsado. Parece que hubo un accidente. Pero, a juzgar por la cantidad de autos atascados, se nota que la Policía Vial no es capaz de controlar la situación.

Se tira para la banquina entonces. Tendría que haber salido más temprano: el mejor horario para vender tortas fritas es a la mañana. Ahora el sol raja la tierra, y, como no abran el paso rápido, Rogelio va a tener que adentrarse en el campo y buscar un refugio a la sombra. Apoya la bicicleta contra un poste de luz, y prende un Marlboro.

Y se entretiene mirando a la gente adentro de los autos. La mayoría habla por teléfono, pero algunos ya se bajaron y tratan de averiguar qué está pasando cerca del peaje. Rogelio para la oreja y escucha diferentes versiones:

―Atropellaron a una persona.

―Una vaca cruzó la ruta, y chocaron un auto y un camión.

―Iban corriendo picadas, y volcó un auto.

No importa qué pasó realmente: la cuestión es cómo salir de ese embotellamiento lo antes posible. Entonces, una pelirroja alta y hermosa como una modelo ―un monumento, un ángel― se acerca por la banquina. El calor que brota del asfalto, convertido en espejismo, la envuelve en una especie de aureola, como los santos de las estampitas.

Él da una pitada profunda y apaga el cigarrillo en el pasto. Y se apura a abrir la cámara del celular: la mina está más buena que muchas de la Playboy. Le saca una foto, guarda el teléfono en el bolsillo de la camisa y se frota las manos como quien se prepara para lo bueno que está por venir: qué festín se va a dar a la mañana siguiente.

Rogelio la tiene tan cerca que puede oler la melena agitada por la brisa. Cuanto mejor la ve, más hermosa le parece: el cabello ondulado, los anteojos de sol propios de una diva, los labios carnosos, el escote insinuante.

―Buen día ―dice ella.

Con cada paso que da, las tetas se bambolean: no debe de haberse puesto corpiño. Qué manera de hacerse los ratones. El vestido de leopardo y los stilettos rojos. Las pantorrillas torneadas, la redondez de la cadera y la cintura de avispa.

Ella sigue caminando hacia donde está él, y Rogelio se ilusiona con que va hacia él realmente. Sus ardorosos pensamientos le laten en el pantalón. Se encorva lo suficiente como para disimular el bulto que crece en la bragueta, y prende otro cigarrillo.

―Buen día ―repite ella sacándose los anteojos, y a él no le caben dudas: se está dirigiendo a él, sin joda. Los ojos son de un color verde eléctrico, como los chalecos de la Policía Vial, y Rogelio queda hechizado ante esa mirada vibrante―. ¿A cuánto me deja las tortas fritas? ―Él no atina a responder, y se queda mirándola con la boca abierta―. ¿Señor?

―Sí, disculpe.

―Las tortas fritas. Qué salen.

Rogelio lanza una bocanada de humo, con cuidado de no abrir la boca más de la cuenta. Si ella nota que al comedor le faltan la mitad de los muebles, él perderá su mejor oportunidad.

―¿Cuántas quiere? Puedo hacerle precio por docena.

―Soy una tonta. ―Ella estira los brazos y le muestra las manos vacías―. Me dejé la cartera en el coche.

―No se preocupe. ―Él sonríe con la boca cerrada, y se ladea el sombrero en un intento de hacerse el interesante―. Agarre las que quiera, y después arreglamos. Total, muy lejos no se va a ir: mire, doña, cómo están los coches. Una cosa de locos.

Y se queda mirando el camino, por encima del hombro de la pelirroja. Ella se da vuelta, y enseguida vuelve sus ojos hacia él:

―Tiene razón. Tenemos para un rato largo.

―Ahora no se me haga la nena vergonzosa y cómase una. ―Él señala las tortas fritas, pero en su mente excitada piensa que la mujer podría malinterpretar el comentario.

Entonces ella mira hacia los pastizales que bordean la ruta, hacia un sauce llorón que a Rogelio le parece un buen lugar para guarecerse, y dice:

―¿Habrá un lugar fresco para esperar hasta que esto se descongestione?

Él se pasa la mano por la frente transpirada. ¿Se habrá insolado y ahora tiene alucinaciones? O se habrá quedado dormido. Pero ese calor adentro del pantalón es tan real como las tetas de esa mujer que ahora se inclina sobre la canasta. El escote cede a la gravedad y revela hasta el último detalle de esa carne que se sacude por debajo de la seda.

Ella agarra una torta frita, da un mordisco, y se relame. Le agarra las manos a Rogelio y se las huele:

―¿Usted las amasa? ―Y muerde otro pedazo―. Vamos a la sombra.

El tránsito sigue atascado. Él le pide a un automovilista que le cuide la bicicleta:

―La señora necesita ir al baño ―miente, y el tipo se lo queda mirando―. La voy a acompañar.

Baja el terraplén, y como en una película agarra a la mujer de la cintura y la ayuda a saltar: ya han quedado fuera de la vista de la hilera de autos. Y ella se mete entre las cortaderas, se escabulle entre los penachos, y por momentos Rogelio la pierde de vista. Hasta que llegan al sauce llorón. Ella se apoya contra el tronco y arquea la espalda. Él se acerca y ella vuelve a agarrarle las manos, y se las apoya sobre las tetas:

―Muéstreme cómo amasa.

Él se deja llevar y le mete una mano por adentro del vestido. La besa en la boca y en el cuello, y con la otra mano le baja la bombacha.

―¿Voy demasiado rápido?

―No, no pare. Necesito un hombre que me haga sentir viva.

Rogelio no puede controlarse, y termina antes de lo que hubiera querido. Y a ella se le caen las lágrimas.

―Perdón ―dice él, y le lame las mejillas―. Si quiere, volvemos a empezar. Y la acaricia, la besa, saca de la galera todas sus habilidades para estimularla. Pero, por más que se esfuerza, ella no responde:

―No siento nada ―dice sollozando―. No siento nada.

Sale corriendo, trastabilla y cae. Rogelio corre detrás.

―¡Espere, señora!

Ella se levanta, y sigue corriendo hacia la ruta. Lleva los stilettos en la mano, y se aleja. Con cada paso se hace más y más pequeña, se pierde entre los penachos y reaparece en el terraplén. Rogelio se apura y la alcanza. Ella queda parada en medio de la ruta, frente a un auto destrozado. La luz de los patrulleros le pinta la cara de azul. Él intenta acercarse, pero un policía lo frena:

―No se puede pasar, señor.

―Estoy con la señora.

―Qué señora.

Rogelio mira por detrás del oficial. Tendido sobre el asfalto hay un cuerpo, cubierto de la cintura para arriba. Sobresalen el vestido de leopardo y los stilettos rojos. Perplejo, se da media vuelta y va a donde dejó la bici. Y busca en su celular la prueba de que esa mujer es la misma que estuvo con él hasta hace un rato. Todavía huele su perfume.

Saca el teléfono y mira la foto. La banquina, la caravana. Y un cuerpo, como hecho de luz, que flota entre las cortaderas.

 

 

 

* Emilse Mancebo nació en Buenos Aires en 1965. Hija única, se crio en un casa grande mayormente habitada por fantasmas y por adultos supersticiosos. El alunizaje, el asesinato de Sharon Tate, y el accidente aéreo en el que perdieron la vida Norma Fontenla, José Neglia y el cuerpo de baile del Teatro Colón marcaron su infancia. Bela Lugosi, Boris Karloff y Bette Davis la influenciaron en sus juegos, y más adelante en sus historias.

Su vida de adulta se divide entre el trabajo como empleada bancaria, y el arte. Estudió canto lírico y participó de varios coros, bajo la dirección de Charlotte Stuijt, Guillermo Dorá, Pablo Dzodan. Tomó cursos de clown con Lila Monti y Darío Levin.

A los 7 años escribió su primer poema, a su maestra de segundo grado. Y, aunque siempre tuvo la necesidad de expresarse a través de la palabra, recién en 2005 se decidió a incursionar en el mundo de los talleres literarios. Su primer maestro fue Pablo Pérez y desde hace varios años es alumna de Marcelo di Marco y trabaja en su primer libro de cuentos.

ResurrectionMachine®

Por Mario Zegarra *

 

Fue en 2017.

El despertar de los muertos.

El principio del fin.

 

Sufría una arcada tras otra, la consumían las convulsiones. Sobre la mesa del quirófano, se arqueaba en formas imposibles.

—¡Apresúrense, activen el sistema! —dijo atropelladamente uno de los científicos—. Contamos con apenas segundos.

Y ResurrectionMachine® fue activada: por el conducto que la unía a la moribunda, una solución magenta se escurrió rumbo a la carótida.

El maltrecho cuerpo de la mujer se retorcía en sacudidas estrepitosas, y la garganta exhaló un estertor final.

—Rápido —ordenó otra de las eminencias—, oprime ese condenado botón. Si todo sale como lo planificamos, resultará.

Cuando el fluido terminó de ingresar del todo, sin que mediase otra cosa, el cadáver se agitó.

Pero los científicos no pudieron asimilar el éxito que implicaba aquel prodigio.

Porque la no-muerta hizo algo más, algo impensado: después de incorporarse y saltar de la camilla, levitó. Levitó a medio metro del piso.

Y abrió la boca, y sin moverla pronunció un extraño bisbiseo:

N’gai, n’gha’ghaa, bugg-shoggog, y’hah; Yog-Sothoth, Yog-Sothoth…

Los científicos no podían comprender qué salía de la boca del cadáver, qué significaba todo eso. ¿Un conjuro, maldiciones? ¿Vestigios de vida inteligente de otro planeta? ¿La puerta hacia otra dimensión? ¿O simplemente, ni más ni menos, la resucitada acababa de proferir en su lengua la palabra “mamá”, esa universal demanda de amor, de protección? Ellos no podían saberlo, ni siquiera imaginar que ese cuerpo inerte había reproducido decenas de dialectos antiguos. Dialectos tan antiquísimos, olvidados hace siglos por el hombre. Dialectos tan desconocidos, quizá recitados por los primeros dioses. Dialectos tan funestos, que tan sólo oírlos presagiaban un maldito final.

Un destello amatista encandiló a los científicos. Después del intenso esplendor, y frente a ellos, apareció una criatura envuelta con un manto hecho de harapos. Un fulgor blanco mortecino rodeaba a tanta negrura. Los observó con sus miles de ojos. Sonrió, mostrando sus millares de lenguas. Dejó caer el pesado volumen que reposaba contra su pecho. El libro de la vida cayó abierto. Se entrevieron garabatos en lugar de nombres: un presagio de finales sin final.

Y la Muerte miró el cadáver de la joven, esperando… Y ella terminó de abrir los ojos.

Y al advertir el voraz apetito del cadáver andante de la mujer, la Muerte la tomó de la mano y desapareció como había aparecido.

Los científicos habían liberado de su eterna labor a la Muerte: ella jamás volvería a segar una vida.

Y los muertos se aprestaron a abandonar sus tumbas.

 

 

 * Mario Zegarra (Lima, 1982) estudió Literatura Hispánica en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Entre 2017 y 2019 tuvo un intenso entrenamiento como narrador y poeta en el Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco. Reseñas de libros suyas han aparecido en Fin (Buenos Aires) y Lienzo (Lima). A partir de anotaciones tomadas cuando aún cursaba la carrera de Literatura y trabajaba como librero, publicó el thriller Tan ignorado como aquí (Bärenhaus, 2019), novela muy bien recibida por la crítica y los lectores. Su segunda novela, el hardboiled Un maníaco homicida a la vez (Bärenhaus, 2021) acaba de publicarse. Ahora se encuentra corrigiendo su tercera novela: La maldad es un mandamiento en tierra de nadie.

Más información:

mariozegarra.com

https://www.editorialbarenhaus.com/authors/mario-zegarra/

https://youtu.be/L6_YC9vafrg

(Pueden ver también su participación en algunos programas del Canal TCyC en los siguientes enlaces:

https://www.youtube.com/watch?v=O9oDUYOlzBI&t=52s

https://www.youtube.com/watch?v=J7gsVLkky2M&t=1364s

https://www.youtube.com/watch?v=piFd045bqOc&t=2s)

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La mirada perfecta

Por Pablo Ludueña *

 

A Fede no le extrañaba: Rochi ni siquiera había tocado su pebete de salame. Siempre con la mirada perdida, se pasaba los dedos por los agujeros de los lóbulos de las orejas, perforados con aros expansores. De vez en cuando atendía su tic: restregarse los ojos. Esos enigmáticos ojos, los más hermosos de toda la facu. Federico se dio vuelta y miró desde el fondo hacia las mesas de adelante del bar, repletas de boludos que, como la mayoría, ignoraban los placeres más selectos.

Pero Rochi era distinta. No había una sola mina que pudiera competir con ella. Ni en el bar de la facu, ahora, ni en toda Ciudad Universitaria había una chica así.

Fede sacó el lápiz, chiquito, consumido por el uso, y el cuaderno, lleno de dibujos. Buscando una página en blanco, hojeó algunas de sus creaciones.

Una paloma muerta.

Lo había inspirado un trapo roñoso que vio a un costado de la escalinata. La dibujó con plato y tenedor, servida ante la Jefa de Diseño, vieja conchuda.

Otra: las cabezas de varios compañeros, conectadas en fila al cuerpo de un ciempiés.

En la siguiente aparecía el Doctor Bizarro, un personaje que había inventado tiempo atrás. Sonreía ―una amplia sonrisa repleta de colmillos―, y empuñaba un bisturí que goteaba sangre.

Mientras Fede dibujaba, Rochi se puso a darle pataditas a la mesa con sus potentes borcegos. Tanto la sacudía que él debió mandarse el cuaderno al regazo. Como acostumbraba dibujarla en clase sin que se diera cuenta, esbozarle un retrato teniéndola de frente le resultó sencillo.

Aunque, por las caras que ella ponía ―caras de aburrimiento, caras de impaciencia―, Fede se dijo que lo mejor era apurarse a terminar. Retocó algunas líneas, y enseguida arrancó del cuaderno el dibujo y se lo deslizó por la mesa, sorteando un charco de Gatorade.

―Qué convencional, nene ―dijo Rochi, haciéndolo un bollo con su mano de uñas moradas―. ¿Podemos hacer algo que no tenga que ver con la puta facu?

Federico lo pensó. Se inclinó para adelante, furtivo, ocultando con el cuerpo su parte de la mesa.

―Si te animás… ―Sacó del bolsillo su cuchillo mariposa, y lo dejó ante Rochi, quien ya se lo había visto mil veces. Así, sin abrir, el Filipino no tenía el aspecto agresivo que se ve en esas pelis del Bronx―. ¿Te enseño a lanzar este juguetito? ¿Te animás?

―Obvio.

 

Dejaron atrás los pabellones de esa fosa común para meterse entre los árboles, entre las cortaderas, los juncos y la basura de la costa. Ningún ruido, sólo el agua barriendo la orilla y el tronar de algún avión que se alejaba. Por el camino no vieron a nadie. Iban juntando botellas de plástico, latas, hasta que llegaron a un trozo de pared extraviado en la maleza. Fede fue poniendo en fila y sobre el borde las botellas y las latas. Y sacó de nuevo el Filipino.

Lo abría y lo cerraba con destreza en la palma, gracias a miles de tutoriales vistos en YouTube durante las horas en que debería haber estudiado. Rochi lo miraba atentamente, hasta que él hizo volar el arma contra una de las botellas, que cayó traspasada.

―Ese es mi corazón ―dijo Fede―, que se hace trizas cada vez que me ignorás. ―Rochi se restregó los ojos y puso cara de orto―. No me hagas caso. Vamos a lanzar, yo te enseño.

Tiraron por turnos, una vez cada uno. Siguiendo las instrucciones, Rochi acertó varias veces.

Después de darle a una lata, ella fue a recuperar el Filipino, y Fede se lo pidió. Rochi se quedó en silencio, mirándolo tirar.

―En la clase ―le dijo, con tono cómplice―, te vi hacer dibujos sangrientos.

Se acercó al pie de un palo borracho, donde habían dejado las mochilas. Abrió la de él, y se puso a revisársela. Federico la dejaba hacer: lo excitaba pensar en qué le diría ella cuando

descubriese sus dibujos, sobre todo los dibujos del Doctor Bizarro. De entre los cuadernos, Rochi sacó una hoja suelta, y giró hacia él:

―Basta de chamuyarme. Quiero que me hagas lo que este doctor le hace a la chica. ―Le dio un golpe a la hoja con la punta del cuchillo―. ¿Soy yo esa chica?

A Fede escuchar eso lo sobresaltó: vivía fantaseando con lo que Rochi acababa de proponerle. No se había sorprendido al descubrir que ella se iba convirtiendo en el centro de su más profundo deseo, en el objeto a operar en sus sueños quirúrgicos. De la misma forma en que aprendió a usar el Filipino viendo tutoriales, copiaba mal que mal las técnicas usadas por los cirujanos. En YouTube había de todo. Empuñando el bisturí, trazando cortes en pollos y descuajando huesos y desmembrando cuartos de res ―una vez el carnicero le consiguió una cabeza de vaca y todo―, encerrado en su pieza, se imaginaba practicando esas mismas técnicas en Rochi. Y ahora su sueño estaba por cumplirse. Le quedaba claro: ella, hastiada con ciertas partes de su cuerpo, necesitaba de su ayuda. Había gente así. Más de mil casos que cualquiera podía investigar en la web.

―Soy yo esa chica ―repitió Rochi, pero ya no se trataba de una pregunta. El viento que venía del río le sacudía el pelo.

―¿Me vas a dejar, estás segura?

―Tomá. ―Ella le ofreció el arma.

―Acá no, Rochi. Vamos a mi departamento. Pero primero pasemos por un Farmacity. ―¿Por?
―Necesitamos varios artículos de farmacia.

 

Acurrucados los dos en la cama, Rocío, con la cabeza cubierta por espesas capas de vendas, no se separaba del pecho de él. Extirpadas, las dos esferas flotaban en una solución de alcohol.

Sin duda alguna, se veían aún más espléndidas afuera de las cuencas de su compañera.

 

 

  * Pablo Ludueña es agente inmobiliario. Nació y vivió en Caballito, actualmente reside en Belgrano. Sus autores preferidos son H. P. Lovecraft, Edgar Allan Poe, Stephen King y Bram Stocker. Otros de sus intereses son el buen cine, las historietas, y la animación japonesa. Su dibujante preferido es M. C. Escher. Trabaja en un libro de cuentos de terror fantástico con Marcelo di Marco en el Taller de Corte y Corrección, en donde es alumno desde 2018, y es colaborador en terror.com.ar, sitio especializado en literatura y cine del género. (Ver nota: Tres excelentes películas con efectos especiales prácticos).

 

 

 

Marcelo di Marco, candidato a diputado por el FRENTE PATRIOTA

Entrevista de Walter Romero

 

¿Quién es Marcelo di Marco?

Soy un escritor de ensayo, ficción y poesía, con diecisiete libros publicados. Coordinador de talleres literarios que nuclean a más de un centenar de escritores en formación, y director de un canal de YouTube con casi veinte mil suscriptores, mis obras más conocidas fueron editadas por la filial local de Penguin Random House. En lo sociopolítico me considero, por gracia de Dios, un intelectual bastante atípico: enemigo declarado de la gilada progre, no me trago ni uno solo de los dogmas que alimentan las fantasías ideológicas de la mayoría de mis colegas, ni las de los falsos artistas y teóricos intelectualoides que sólo están atentos a seguir las modas para no perder clientela o prestigio. Creo en una visión teológica de la política. Creo en las virtudes, en oposición a los “valores” inventados por esa excrecencia ideológica llamada posverdad, expresión malsana de un globalismo infame que pretende destruir los tres pilares en que toda sociedad se basa: Dios, patria, familia.

 

¿Cuáles son los problemas del país?

Sin orden de importancia, tirando calamidades al voleo, señalo: la ideología de género; la despoblación sistemática del territorio nacional; el terrorismo mapuche; el sectarismo anticristiano; la visión usuraria y ultradependiente de la economía; el vaciamiento religioso, intelectual y cultural; los curas mal formados y carentes de auténtica vocación sacerdotal; los “educadores” ignorantes y permisivos; el cipayismo libertario y los políticos y dirigentes que fluyen hacia donde el viento sople. Todos estos problemas y sus satánicas derivaciones posibilitan el derrotismo y el malestar de cada argentino, y derivan de la estrategia internacionalista que el Nuevo Orden Mundial aplica para nosotros, y que los idiotas útiles de la izquierda psicobolche fogonean alegremente. Y digo estrategia, porque jamás las cosas se dan porque sí: a la Argentina se la ha obligado a pagar durante generaciones el hecho de haberse atrevido heroicamente, casi cuarenta años atrás, a mojarles la oreja a las principales potencias mundiales; pero semejante humillación se cortará cuando el nacionalismo rija el destino de esta noble tierra.

¿Cuáles son tus propuestas para resolver esos problemas?

Hoy más que nunca, aquel ánimo destructor que señalé en la primera respuesta y que desarrollé en la segunda se ensaña contra la (A) educación, la (B) seguridad, la (C) salud y la (D) economía. Pues bien, he aquí algunas medidas revolucionarias ―o contrarrevolucionarias, según se vea― que propiciaré para su consideración:

A) Reformulación educativa, en todos los niveles y en todo el territorio nacional, para reorientar la enseñanza hacia el auténtico desarrollo de la persona ―espiritualidad, oficios, urbanidad, primeros auxilios y defensa personal, trabajos comunitarios, cultivo de la tierra, principios de crianza y supervivencia y producción artesanal de elementos básicos―. Sumada a estas medidas la reeducación del personal docente, el ministerio y la universidad dejarán de ser motores ideológicos del actual progresismo paralizante, y el joven educando podrá ganarse la vida de una manera efectiva y sana. Mi objetivo en este aspecto es crear las condiciones necesarias para que cada cual pueda formar una familia decente y piadosa; solamente así se combatirá eficazmente la drogadicción, la pornografía y la deshonestidad intelectual. En este último aspecto, la perniciosa ideología de género será desenquistada absolutamente del sistema. Y no hablo sólo del sistema “educativo”. Creo que los educadores más autorizados de los hijos son —naturalmente, y sea cual fuese su nivel cultural— los propios padres. Creo en la educación impartida en la familia y por la familia, y no degradada por ideólogos desde un oscuro ministerio o por comunicadores sociales o publicitarios desde los nefandos medios masivos de desinformación. Creo en el buen libro. Creo en la música y en la cultura clásicas. Creo en lo bueno, creo en lo bello, creo en lo verdadero. Creo en un arte que hunda sus raíces en lo más profundo del alma y que se exprese sin explicitar moralinas, pero implicando una moral con la contundencia de la sugestión. Creo en la ciencia, controlada por la conciencia. Creo en los maestros cristianamente preparados. Creo en la fuerza física educada por el deporte y por toda actividad lúdica que ayude a canalizar hacia el bien la violencia innata del ser humano.

B) Vuelta del servicio militar obligatorio, con una mirada social y productiva. Adquisición de material bélico novísimo. Libre portación de armas para los ciudadanos probos y responsables. Organización de sistemas de alertas y defensa mutua de vecinos. Creación de tropas civiles de defensa ad intra. Represión y expulsión de elementos ilegales, sean cuales fuesen sus móviles ―ideológicos o de enriquecimiento―. Mano firme y legalmente rápida y contundente contra el crimen en todo su espectro, sin exceptuar de su aplicación a los menores delincuentes. Fomento y estímulo, mediante subsidios efectivos, de la familia numerosa. Reubicación de los habitantes de las villas en las fronteras de la patria, y educación de los mismos en el bien común (religión, oficios, seguridad, salud): debemos poblar el país en número, y repoblarlo en su esencia. Creo en la legítima defensa, en el concepto de guerra justa. Creo en la salvaguarda de nuestras fronteras domésticas y nacionales frente al atropello de los corruptos de adentro y de afuera. Creo en la fuerza dirigida a aniquilar al mal. Creo en la paz, pero no en el pacifismo.

C) Derogación inmediata de toda ley que fomente el aborto, la promiscuidad y la destrucción de la familia y el sentimiento religioso de nuestro pueblo. Redireccionamiento del dinero de los choriplanes ―con la gente trabajando dejarán de ser la excusa que son― a la creación de centros de salud y atención pública. Asistencia a los indigentes y desvalidos, en bien de su salud y su reincorporación como elementos productivos de la sociedad. Control efectivo y consensuado que impida a las prepagas a hacer su agosto a expensas de la salud de la población.

D) Eliminación de la banca usuraria, la bicicleta financiera, el parasitismo estatal y su consecuente lanzamiento de manteca al techo. Facilitación de la actividad productiva de la industria y del campo: basta de trabas a las exportaciones, con su contrapartida de acomodos para la importación de elementos que podrían ser perfectamente producidos por cualquier pequeña o mediana empresa del país. Fortalecimiento de las sociedades y los cuerpos intermedios. Aplicación del principio de subsidiariedad alentado por la Doctrina Social de la Iglesia, en todos los ámbitos y desde luego siguiendo los principios del orden natural. Creo en la propiedad privada, entendida como aquellos bienes que uno forjó o heredó, bienes particulares que tiendan al bien común y no, simplemente, a engrosar la panza de los propietarios. Creo en el espíritu de conservación, entendido como la adhesión a principios eternos, legados por la humanidad desde la noche de los tiempos y perfeccionados por esa misma humanidad con el correr de los siglos. Creo en el crecimiento lento como proceso opuesto al progresismo, que adora el cambio y la novedad por la novedad misma, y que con sus políticas antieconómicas y aculturales nos está regresando a la época de las cavernas. Creo en el espíritu de competencia, que impide que se estanquen los talentos: basta de denigrantes “cupos”, que únicamente consiguen instalar y profundizar la rivalidad entre hombres y mujeres. Creo en la igualdad de oportunidades, pero vigilada para que los peces gordos no engorden más de la cuenta.

¿Cómo ves las posibilidades electorales del Frente Patriota?

Mucho mejores que las del 2019, y me baso en datos estadísticos. Gracias al esfuerzo de nuestro líder y de nuestros dirigentes y de sus brillantes equipos, y de la difusión de las ideas patrióticas por RadioTV AN24, emisora de la que soy Jefe de Programación, el Frente está muy presente y muy activo en más de un centenar de distritos habitados por gente que busca el resurgir de esta patria argentina, cautiva y desarmada ideológica y materialmente. Y cuando los medios comprendan que ya se les hace imposible pretender ignorarnos, será otro cantar. Sólo debemos quebrar la maldición del electorado argentino, que siempre ha optado por el menos malo de los candidatos, y que pocas veces vota por auténtica convicción. Señores, sépanlo sin la más mínima duda: nuestro movimiento nacionalista es el más noble de los emprendimientos posibles, porque hunde sus raíces en el bien de la patria entera.

 

¿Deseás hacer algún otro comentario?

Con este párrafo me gustaría poder contagiarle al lector mi fe en la patria, con todo lo que esa palabra evoca: amor al territorio, a sus fundadores, a sus tradiciones, a sus leyes, a sus santos y a sus héroes, a los hermanos que habitan en ella. Creo que el bien espiritual y material de todos depende de cuánto amemos a la patria y de cuánto estemos dispuestos a jugarnos por ella. Creo en los que tienen la mirada limpia, la mente libre y el corazón puro. Creo en la auténtica libertad, que es la libertad destinada a hacer el bien. Creo en la moral como criterio básico de la conducta, que nos dicta cómo hacer del mundo un lugar más habitable. Creo en la recta conciencia, que nos libra de robarnos y matarnos unos a otros. Creo en una prensa y en unas redes sociales que no envenenen de mentiras y falacias las mentes del pueblo. Creo en una república patriótica, social y orgánica, no en un mamarracho partidocrático. Creo en un gobierno que excluya a los mafiosos, a los pornógrafos, a los traidores, a los narcotraficantes y a los cómplices del Nuevo Orden Mundial. En consonancia con todo lo anterior, querido Walter, me gustaría darte las gracias desde mi alma nacionalista por la difusión de las propuestas que acabo de describir. También quiero agradecerles a mi querido amigo y camarada Alejandro Biondini y a su ejemplar hijo, Alejandro César, por su constante apoyatura y por confiar en mí al punto de plantear mi candidatura como diputado nacional. Y asimismo les agradezco a todos mis correligionarios, dirigentes, seguidores y audiencia, por la posibilidad que me dan de luchar, cotidianamente, codo a codo y en la misma trinchera celeste y blanca, por el inexorable renacer de la patria. Y destaco en el final a mi amada esposa, Nomi, por bancarme en todas y estar siempre al pie del cañón. Sin ella y sin la ayuda de Dios, nada es posible.

 

 

https://es.wikipedia.org/wiki/Marcelo_di_Marco

https://es.metapedia.org/wiki/Marcelo_di_Marco

Voy a bensarlo

Por Mario Bonabotta *

 

En el pueblo lo llamábamos el Turco. De sol a sol, sin domingos ni descansos, sus jornadas se deslomaban sobre los surcos en que cultivaba fruta y verdura. Siempre trabajaba doblado y con la cabeza hundida en la tierra, que para él resultaba fértil y generosa, mientras que para los criollos no valía la pena labrarla: según decían, era flaca y yerma. Como fuese, por unas cuantas monedas entregadas al Turco, las mujeres llevaban a la mesa los mejores productos de esa tierra estéril. Así transcurría la apacible existencia de aquel hombre.

El Turco nunca hablaba de él ni de los demás. Vivía sólo con su mujer, que siempre vestía de negro y llevaba un pañuelo en la cabeza, también negro.

No sabíamos de qué nacionalidad eran aquellos dos turcos, pues en Entre Ríos distinguimos pocas nacionalidades. O, mejor, las confundimos. Incluimos entre los rusos, gringos, turcos y criollos a todos los habitantes de este suelo: por extensión, la mujer del Turco era la Turca, y punto.

Cuando íbamos a comprar a la huerta, golpeábamos las manos desde la puerta del alambrado. Atendía la Turca, que con un gesto nos hacía pasar por el patio lateral. En el fondo de la casa, el Turco se empeñaba sobre la hilada de almácigos. Bajo ―o gastado―, en patas y con el pantalón arremangado al modo de pescador, siempre andaba con la azada o el rastrillo y rezongando por la abundacia o la escasez de lluvia. Vaya a saber qué edad tenía: imposible descifrarla en aquel torso en cueros, el pelo blanco, la tez quemada por el sol. A mí me impresionaba la nariz de gancho, como de brujo.

Un día empezó a correrse la bola de que el tendero de La Flor de Siria, en la otra punta del pueblo, era su hermano, pero jamás se los vio juntos. Otro que hablaba poco y nada. De vida tan secreta como misteriosa, este segundo Turco de mi relato criaba una hija veinteañera, famosa por lo bonita, y también por su condición de inhallable: por más que uno fuera a la tienda a comprar botones, elásticos o beines y beinetas, nunca se la veía.

La Cuchilla de Montiel, que atraviesa Entre Ríos como una espina dorsal, era por aquel entonces una zona demasiado monótona, y el andar con pocas preocupaciones y contar con mucha imaginación resulta siempre una combinación explosiva: todos conjeturábamos mil razones por las que los turcos no se hablaban, y al mismo tiempo intuíamos que jamás conoceríamos la respuesta. ¿Serían miembros de sectas rivales, allá en sus remotas tierras, o tal vez los separaba alguna oscura herencia? Tampoco podíamos suponer qué vientos habían traído a los turcos hasta acá, hasta el corazón de la tierra negra.

Se decía que tenían plata. Algunos aseguraban que una vez se le había oído decir al Turco hortelano una frase sugestiva:

―Diez años breso en Baraná, y todavía salí con blata.

¿Se referiría al dinero que les pagaban en la cárcel a los penados que trabajaban? ¿O a la supuesta herencia que se disputaban con el Turco tendero? Nadie podía asegurarlo.

Un día falleció la mujer del Turco hortelano; la que era cortés y sin palabras, y que vestía de negro. Nadie supo de qué murió, y pronto la olvidamos. A los dos días, el Turco volvió a la acelga y a las lechugas. Y volvió más seco, más doblado, más callado y trabajando el triple.

Me las arreglé en casa para ser yo quien fuera a comprar a la huerta: con un truco muy sencillo inventé la oportunidad de cambiar algunas palabras con el Turco y ofrecerle ―y lo digo sin ironía― mis desinteresados servicios. Quería ayudarlo, en serio. A mis dieciséis años, yo desplegaba una vocación solidaria. Y un tanto audaz, como se verá enseguida.

―¿No querrá usted volver a Siria? ―le dije―. ¿Tiene familiares en aquellos pagos? Puedo escribirles a ellos por usted, o contactarlos por medio de la embajada. Piénselo. Usted ya es grande. Y qué sentido tiene que siga aquí, solo y trabajando tanto desde que… Desde que su mujer no está.

No obtuve más que un murmullo, que en mi entusiasmo entendí como:

―Voy a bensarlo.

Así me fui de la quinta aquel día, con gusto a poco y convencido de que aquella buena acción me llevaría algún esfuerzo de perseverancia y varias incursiones a la quinta.

Fue en las vacaciones de verano, y bien lo recuerdo porque por las mañanas dormíamos hasta que el calor nos sacaba de las habitaciones. Uno de mis amigos, el Flaco, el de la casa más cercana a la nuestra, llegó corriendo.

―¡No saben lo que pasó! ―Se quedaba sin aire el pobre―. En la quinta del Turco. ¡Vengan!

Salimos y miramos hacia los altos que señalaba el Flaco, en donde vivía el Turco.

Sin hablarlo, agarramos las bicicletas, fuimos hasta la puerta de alambre, y desde allí pudimos ver que en la casa se habían juntado unos pocos vecinos. Y también pudimos ver el patrullero del comisario y la más llamativa de las presencias: la del dueño de La Flor de Siria y su hija. Y acá debo aclarar que nunca nadie descubrió por qué estaban ahí.

En la galería de la casa de paredes blanqueadas y cabreadas de quebracho, junto a las ristras de ajos y cebollas, de una soga y con un banco caído a los pies, colgaba el Turco.

 

 

 

 * Monseñor Mario Rodolfo Bonabotta (1957, Concordia, Entre Ríos, Argentina) es profesor de Filosofía, Pedagogía y Psicología. Cursó sus estudios teológicos en el Seminario de Paraná, es Licenciado en Filosofía por la Universidad del Salvador, Especialista Universitario en Ejercicios Espirituales de San Ignacio, por la Universidad Pontificia de Comillas, en Salamanca. Publicó un libro de poemas titulado Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio (Editorial Autores de Argentina, 2020), bajo el seudónimo de Rodolfo M. Arellano. Afirma que debe su vocación de escritor a Leopoldo Marechal, con cuyos escritos tomó contacto ya en su adolescencia. Cultor de la prosa poética y la poesía en el el TCyC, en esta oportunidad nos presenta un relato verídico sobre un acontecimiento de su infancia, transcurrida en su provincia.