Por Octavio Hernández *
I
Clark Kent escribía en su escritorio el reporte del día. El lápiz grafito dibujaba en la hoja de oficio unas letras irregulares y toscas. Miró, desde el nuevo edificio del Daily Planet, por la ventana, y el sol fulgurante lo hizo pestañear.
En este día soleado de marzo, se le informa a la gente de Metrópolis que, desde la última batalla con Superman, no se ha visto al malvado Lex Luthor. Pero eso no quiere decir qu…
Golpes a la puerta del vestíbulo lo interrumpieron. ¿Quién llamaría a estas horas? Se paró y pegó la oreja en la puerta de su deslumbrante despacho. Escuchó los pasos de Mamá Kent encaminarse hacia la entrada, y enseguida la puerta del departamento, que se abría.
—¿Lucía? —dijo Mamá Kent, y la entonación denotaba que la visita no era la más oportuna.
—¿Quién más si no? ¿Acaso el conchesumadre con el que te casaste?
Clark Kent se pegó con la manito en la frente: no le caía nada bien esa bruja de la abuela, y lo que menos le caía bien de ella eran sus disparates.
—Yo también estoy feliz de verte —dijo Martha Kent—. Entra.
Clark escuchó unos pasos de tacones afilados sobre la cerámica, y la voz gastada de la bruja murmurando:
—…en el piso trece.
—Cocinaba pescado. ¿Te vas a quedar a almorzar?
—No me interesa tu pescado. Te mudaste al piso trece.
—No me iba a quedar con los brazos cruzados ―Mamá Kent soltó un sollozo―, mientras el hijo de puta me amenazaba con un arma.
—Pero no nos tengas rencor. Olvídate de eso. Aún eres bienvenida en mi casa. Piénsalo, aunque sea por el niño. ¿No ves que él se cree…? —Después la bruja masculló en voz baja algo que Danilo, pegado a la puerta de su pieza, no logró entender.
—Él estará perfectamente, no es tonto. No va a saltar.
—Bueno, haz lo que quieras. Yo cumplí con avisarte. —Otra vez los tacones, y el portazo.
Danilo deslizó la espalda contra la puerta, y se sentó. Miró las hojas de oficio desparramadas en la alfombra por el viento que entraba desde la ventana. Apoyó los codos en las rodillas y se cubrió los ojos. No le gustaban las discusiones. Y él sí que sabía de discusiones: solamente una semana atrás, un día antes de mudarse, Mamá había peleado con papá. Algo de un arma. No le sorprendía: Lex Luthor siempre diseñaba armas. Pero Superman ni se inmutaba y confiaba ciegamente en su increíble resistencia a los proyectiles. Recordó los quejidos de su Mamá:
—¿Qué? ¿En dónde conseguiste esa pistola? ¿Cómo mierda se te ocurre? Me voy, me voy, y no te voy a decir a dónde. ¡Danilo, arregla tus cosas que nos vamos ahora! Ya pasará el camión de la mudanza, y ahí te telefonearé.
Él sabía que Mamá venía buscando arriendos para alejarse de Lex Luthor. Y aquel día fue el detonante. Aquel día la madre arrancó lo más rápido, y se lo llevó con ella. Aunque eso lo entristeció un poco: ningún superhéroe escapa de un maldito villano. Pero huyeron nomás, y Mamá logró arrendar enseguida, pagando por anticipado un par de meses.
Al enterarse de que vivirían en la torre Pérez Zujovic a Danilo se le esfumó la tristeza: la torre se parecía al edificio del Daily Planet.
Ahora sí que Clark Kent tendrá su propia oficina, pensó dando saltitos y tomado de la mano de Mamá.
Ya en el nuevo departamento, Danilo se entretenía como siempre jugando a ser Superman. Al ataviarse con ese traje comprado por Mamá, algo dentro de él se transformaba. Vivía una sensación distinta del Danilo común y corriente, como si aquella capa roja y la S triangulada en el pecho y esas botas que calzaba un poco holgadas lo llenaran súbitamente de una valentía a prueba de cañonazos. Y qué bien se sentía correr con la capa aleteando detrás, qué encanto cuando se echaba hielos en la boca para entusiasmarse con la idea de tener un aliento gélido, o al poner la vista borrosa como si sus ojos de verdad se enrojecieran y expulsaran un mortífero rayo.
Pero nunca había logrado la ilusión de volar: cada vez que saltaba del sillón, golpeaba contra el piso de cerámica. Los moretones se volvieron una compañía constante, las vivas pruebas de sus fracasos. Cuando oía el resonar de los huesos contra el piso, la Mamá lo retaba, y le decía que era un humano y no un pájaro. Y que él, a sus siete años, debía dejar de fantasear con ser Superman.
—Es por tu bien —le decía Mamá—. No quiero que te sigas dañando así.
Él aceptaba a regañadientes y seguía jugando con sus otros poderes, o a ser Clark Kent redactando una nota: Danilo ya había aprendido a escribir antes que ningún compañero.
Alrededor de la segunda semana, una noche a Danilo los sobresaltaron unos sollozos. Dejó a un lado el cómic con que estaba fantaseando, y afinando el oído advirtió que venían de la pieza de Mamá.
De dónde si no, se dijo, aunque él tenía esperanzas de que el llanto proviniera de alguna ventana vecina.
Con paso de las noches, descubrió que a la pobre la llamaban por celular. Casi siempre, después de algunos murmullos irascibles, venían los sollozos.
Así que preparó un plan para defenderla: en la mañana, cuando Mamá aún estuviese durmiendo, investigaría en su celular. Él, siendo Superman, tenía el deber de velar por la seguridad de todos los ciudadanos de Metrópolis, y más si se trataba de Mamá Kent.
Esa misma noche, no bien oscureció, Danilo puso una alarma a las ocho de la mañana en su reloj de Superman. Al acostarse, una emoción se le agolpó en el pecho: ¡por fin una misión que cumplir, y más para ayudar a Mamá!
No bien sonó el despertador, él saltó de la cama y lo apagó: no fuera que ella también se despertara. Un largo bostezo lo hizo lagrimear, y se frotó los ojos. Después fue a la puerta de su pieza, la abrió con extremo cuidado, y se mandó de puntillas a la pieza de Mamá. Encontró la puerta entornada, así que la empujó un poco, y se deslizó como un gato.
El débil sol del amanecer no lograba traspasar las cortinas: la oscuridad era absoluta. La madre roncaba. Danilo se quedó inmóvil, preguntándose en dónde habría dejado ella el Motorola, cuando, desde el velador, una luz centelleó: Mamá acababa de recibir una notificación.
Conteniendo el aliento, Danilo se encaminó a la mesa de luz. En la penumbra ―ya se le habían acostumbrado los ojos―, él debía valerse de su memoria, y rogaba por que no se le interpusiera una zapatilla, o algo así. Pero pudo llegar, y se puso a tantear el velador. En eso botó algo que, al caer, rebotar y rodar le sonó como una lata de esas que Mamá compraba cuando se encontraba triste. El agrio olor se lo confirmó: cerveza. Echó un rápido vistazo a Mamá: seguía durmiendo. Después volvió a tantear. Palpó la superficie vidriosa de… ¿la mesa de luz? ¡No, era el display del Motorola, por los bordes protegidos con la carcasa de plástico! Lo agarró como quien obtiene un trofeo, y se lo llevó a su pieza con el mismo sigilo con que había entrado.
Una vez en el cuarto, prendió el celular, y fue al historial de llamadas. Grande fue su enojo al descubrir que el llanto lo causaba el mismísimo Lex Luthor: llamaba día y noche, con una insistencia terrible. Así que Lex Luthor no ha desaparecido, pensó Danilo, los dientes apretados y la cara tensa. Sigue actuando, pero esta vez bajo las sombras, como una vil rata. Pero eso tiene que acabar en este mismo instante, y de una vez por todas.
Pensó en cómo actuar. Quizá yendo hasta la casa de Lex Luthor y enfrentarlo. Pero no, no sabía ni siquiera manejarse bien en las calles, tampoco subirse a la micro o al metro. ¿Y además con qué plata?
Él tendría que venir al departamento, pensó. ¿Pero cómo?
Miró el celular. Y, al igual que en las historietas, sintió que una ampolleta se le encendía: le escribiría un mensaje por WhatsApp, con tanta furia y con tantos disparates ―aprendidos por cortesía de la abuela— que no se resistiría a venir. Lo incitaría, además, agregándole la dirección del departamento, y diciéndole que no le importaba ningún arma creada por él, que de todas formas le golpearía hasta dejarlo inconsciente.
No le resultó difícil redactar aquel mensaje cargado de odio.
Así que sólo tuvo que esperar su llegada.
II
Esther se despertó a eso de las diez de la mañana. Aun con somnolencia, estiró la mano al velador, en busca del celular. Al no encontrarlo, descorrió la cortina, y la luz que sobrevino le animó a levantarse. Pensó en lo bueno que era vivir en un departamento para ella sola con su hijo, pese a que algunas veces le daban ganas de llorar por las llamadas de ese desgraciado. Al menos, él se mantenía alejado de ella. De ella y de su Danilo.
Se fue a la cocina, sacó de la lata de la alacena los panes de ayer y los metió en el horno. Puso el agua a hervir, y llevó a la mesa las tazas, el queso, la mantequilla y todo lo necesario para desayunar. Después fue a la pieza de Danilo: lo encontró panza arriba en la cama, leyendo un cómic y vestido con su fiel traje de Superman.
—Vamos a comer—dijo ella, y volvió al comedor.
Él la seguía con un aire de tensa expectativa. A lo lejos resonó como un petardo, de esos que de niña lanzaba Mamá para Año Nuevo, según le había contado ella. Ninguno de los dos le tomó importancia.
Cuando se sentaron a la mesa de la cocina, Esther preguntó si le pasaba algo.
—Nada —dijo Danilo sacando un pan de la canasta—. Sólo tengo hambre.
—Ah. ¿Y has visto mi celular?
—Mamá, tú sabes que ni lo ocupo.
—Qué extraño. —Esther sorbió un poco de té, y enseguida miró a Danilo—. Anoche lo dejé en el velador. ―Lo miró de nuevo―. ¿Y por qué ese disfraz?
―Siempre lo uso.
―Pero nunca tan temprano te lo he visto.
Danilo sacó pecho:
—Porque tengo que derrotar a un villano.
—Tú siempre sales con cada tontera. —Tomó un pan de la canasta—. Leer tanto cómic te hace mal.
—Pero, Mamá, es mi única diversión: no ocupo ni el celu ni veo tele.
Esther abrió el pan y le untó mantequilla. Entonces sonó el timbre de la puerta. Danilo se sobresaltó.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Esther, parándose de la silla—. ¿Por qué tan alterado?
—Mamá, mejor ándate a la pieza, que la puerta la abro yo.
La madre hizo un gesto como quien no les da importancia a las palabras, y se encaminó a la puerta.
—Yo la abro —dijo ella. Y miró a Danilo, que se había levantado ya—. Cálmate.
Mientras Esther se acercaba, pensó en que el conserje no la había llamado. Acaso sería un vecino necesitado de ayuda.
¿O sería…?
No, aquel hijo de puta no podría ser el que estaba tocando el timbre: no sabía la dirección y, aun si la hubiera descubierto, el conserje le habría avisado a ella de su llegada, claro.
Al acercarse al pomo, oyó una respiración agitada, como de animal.
No tenía por costumbre espiar por la mirilla, pero esta vez tomó todas las precauciones. Y no tuvo tiempo ni de darse cuenta de su error: el patadón con que aquella bestia abrió hizo que la arista de la puerta le pegara en la frente. Y ahí, con la cara enrojecida de furia, el hijo de puta la apuntaba con un arma.
—Qué mierda fue ese mensaje —preguntó el monstruo, mientras Esther retrocedía, perpleja—. ¡Respóndeme!
Ella no entendía nada. ¿A qué mensaje se refería aquel maldito? Sólo atinó a cubrirse la cara con las manos. Oyó unas pisadas rápidas, un grito agudo, y luego una detonación. Y también oyó la caída de algo contra el suelo, y el ruido le recordó a Danilo saltando del sillón a la cerámica del piso.
Abrió los ojos, esperando encontrarse perforada por una bala, pero en lugar de eso vio, tirados a sus pies, la capa revuelta, el traje azul ensangrentado. Vio los brazos, temblorosos. Las botas sacudiéndose en convulsiones.
El hijo de mil putas de aquella bestia trató de disparar de nuevo, pero el arma se había quedado sin munición. Entonces, la tiró y huyó a toda carrera.
Esther vio esos ojitos que la miraban como los ojos asustados de quien no sabe dónde está.
—Mami… —La voz era apenas un murmullo.
Ella terminó de darse cuenta, de tomar consciencia real.
No pudo ni siquiera abrir la boca. Y se agachó para abrazarlo, aunque sabía que debía llamar a la ambulancia.
—Mami, ¿esa bala era de Kryptonita?
Y aquello fue lo último que Esther le oyó decir.
* Octavio Hernández nació en 2001 en la ciudad de Antofagasta. Actualmente reside en Santiago, ya que ingresó a estudiar Cine y Televisión en la Universidad de Chile. Recién quiso escribir por el 2019: fue su año sabático. Sin embargo, ya desde niño se interesó por lo narrativo: gustaba de leer comics, de ir al cine los sábados y de las novelas obligatorias del colegio, aunque después aprendió a disfrutar de las lecturas por cuenta propia con los libros de Stephen King.
Desde 2020 asiste al Taller de Corte y Corrección, en donde ha aprendido y sigue aprendiendo las técnicas para contar mejor una historia.
Créditos de las ilustraciones:
** Alex Ross. En https://kobayashisdomain.blogspot.com/2013/07/alex-ross-superman.html?view=flipcard
*** Brad Walker. En https://comicbookfanlover.blogspot.com/2020/05/relatos-del-multiverso-oscuro-la-muerte.html