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9.15

Por Santiago Williams *

 

 

Fue Luisa quien disparó la pregunta que a todos nos venía comiendo la cabeza:

―¿Cuánto faltará?

Los demás miramos al cielo, que seguía sin nubes.

―Me parece que tenemos para rato ―dije.

Llevábamos más de un mes en aquel valle junto al gran río seco. En todo ese tiempo no habíamos visto una puta nube, y el viento nunca había dejado de soplar.

Los primeros días habían sido normales, con el tanque de la casa enorme y lleno. Además, contábamos con que podríamos descongelar unos cuantos pollos, y el galpón desbordaba de bolsas de maíz para los caballos. Para los caballos y para nuestro pequeño batallón: llegado el caso, los cuatro podríamos moler los granos y preparar polenta.

Pero, después de una semana de puro sol y viento, nos dimos cuenta de que la cosa iba para largo, y debimos racionar. Nos bancaríamos, cada día, con medio pollo para los cuatro y un vaso de agua por persona. Sólo nos bañaríamos los jueves, alternando semanalmente el orden de los turnos: la palangana se llenaría una sola vez, y con eso tendríamos que arreglarnos todos. Por otra parte, a los caballos les daríamos una pequeña ración de maíz, y les cambiaríamos el bebedero día por medio.

No es que temiéramos morir de sed o de hambre; pero, sin nada para comer o tomar, los días se alargarían de tedio.

Ese mediodía, apenas unos minutos después de la pregunta de Luisa, nos sobresaltó un sonido lejano pero nítido de sones mecánicos, afelpado por el ulular del viento en ráfagas.

―¿Es… eso? ―preguntó Alberto con su inseguridad a cuestas.

―Eso es sólo un motor ―respondió Luisa―. Falta.

Nos quedamos unos segundos en silencio prestándole atención al alarmante ruido de motor que se acercaba.

―Es un vehículo militar ―dije―, y se está acercando.

Los cuatro entramos en la casa. Trancamos la puerta y corrimos las cortinas.

―Los caballos ―dijo Alberto, como si cayera en cuenta de algo importante―. ¿Qué vamos a hacer con los caballos?

―¿Cómo qué vamos a hacer con los caballos? ―respondió Luisa―. Nada vamos a hacer. Si estos tipos llegan hasta acá, los van a ver como a cuatro caballos comunes y corrientes, y nada más. No les van a revisar los dientes, o cosas por el estilo.

―Y el tanque ―insistió Alberto―. Tal vez vengan por el agua del tanque.

―¿El tanque? ―dije, anticipándome a Mario―. Ya ni se deben acordar de lo que es el agua potable los monos estos. Además, ¿cómo van a saber que acá hay una casa con un tanque, y que, encima, ese tanque tiene agua?

―Y a lo mejor por internet ―respondió Alberto―. Hoy día se pueden ver imágenes satelitales, ¿no?

―No seas idiota ―dijo Luisa―. En primer lugar, el tanque está cerrado. Además, mirá si van a estar boludeando con el Google después de las cosas que sucedieron.

No pude contener una risita nerviosa.

―No es para andar riéndose ―me dijo Luisa, solemne―. Entiendo que es cosa de risa, sí, pero no deja de ser una tragedia.

―Bueno ―dije―, me reía porque me los imaginé buscando en Google la explicación de lo que les pasó. Ni siquiera en momentos como los que se están viviendo la gente puede sacar la cara de la pantalla.

―La explicación ya la conocen desde hace tiempo… ―dijo Mario, pero yo, que sabía cuánto le gustaban los monólogos largos, me apuré en interrumpirlo.

―Tal vez la escucharon alguna vez, pero de ahí a entender, hay una buena diferencia. Seguro que deben andar con eso de la era de Piscis o de Mercurio retrógrado…

El viento amainó, y el motor se oyó mucho más próximo. Me acerqué a la ventana y corrí la cortina. Desde la casa sólo podían verse unos metros del camino, que se perdía doblando atrás de unos álamos secos, para bajar a la ruta. En cuanto al vehículo, sólo se divisaba el polvo que levantaban las ruedas.

―Ves a alguien, Mike ―me preguntó Alberto―. Cuántos son.

―No todavía, pero están cerca.

―¿Y si vienen por nosotros? ¿Qué hacemos si vienen por nosotros?

―Cortala con el cagazo, che ―le dijo Luisa―. Por qué vendrían por nosotros, qué conseguirían con eso. Además, cómo carajo van a saber que estamos acá.

Alberto la miró, pero no cambió su expresión asustadiza. Se quedó pensando. Dijo:

―Pero si vienen es por algo, algo tienen que saber.

―¿Qué van a saber? Debe de ser una casualidad. Algún perdido buscándole la vuelta. Una casualidad.

―Las casualidades no existen.

―Parecés un librito de autoayuda, Alberto ―dijo Luisa levantando la voz―. Un poco de dignidad, por favor. No olvides lo que sos y lo que representás.

―Lo que somos ―dije.

―Somos lo que hacemos ―dijo Mario, con su tono admonitorio―, y somos lo que tenemos que hacer. Somos nuestro deber, irrenunciable y crudelísimo, ya que el hombre se hizo cargo de ser víctima y victimario. Y sólo el fuego, cuando se empuñe la…

El relincho furioso de uno de los caballos detrás de la casa interrumpió su perorata. De nuevo volví a reírme.

―No te enojes, Luisa ―me anticipé―, pero es que todo me resultó muy de cine: la solemnidad de Mario, el relincho salvador. Todo pareció como guionado por un Tarantino dado vuelta.

No logré sacarle ni una sola sonrisa a ninguno.

Esta vez relincharon los cuatro caballos, por encima de una voz humana que gritaba a lo lejos.

Nos miramos entre nosotros: todavía no era hora de que entráramos en acción.

Hasta entonces lo único que habíamos escuchado era el viento.

Pero ahora, del otro lado de la puerta, alguien gritaba. Nos gritaba. Pedía ayuda, auxilio. Decía que estaba solo, rogaba que saliéramos a ayudarlo.

―Un trago. Un trago de agua, y nada más. No les haré nada malo, se los juro. Sólo un poco de agua, y me voy.

Entonces dejó de ser Alberto el único que tenía miedo. No es que aquel intruso pudiera agredirnos. Incluso él tendría mucho más miedo de nosotros, que nosotros de él. Como dar pena, daba. Pero no sabíamos cómo manejarnos. Las consignas habían sido bien precisas: esperar la señal, sin hacer más que esperar.

Los golpes de puño en la puerta aumentaron su intensidad, y la voz detrás de ella se volvió mucho más nítida.

―Ábranme la puerta, por favor, repito que no voy a hacerles nada. Sólo quiero algo de tomar. ¿Tienen agua que les sobre? O lo que sea. Un traguito nomás. No les voy a hacer nada. Un trago y me voy. ―Los golpes aumentaron su frecuencia―. Por favor. Un trago no se le niega nadie. ―Y ahora los golpes eran patadas―. Por favor. Vamos. Sé que hay alguien ahí adentro. Los caballos… Alguien los tiene que estar alimentando. Por favor.

―¿Qué hacemos? ―susurró Alberto.

―Nada. ―Mario negaba con la cabeza―. Pagarán justos por pecadores, pero al final será el fruto.

―Psttt, bajá la voz que nos va a escuchar ―dijo Luisa―. Y pará un poco con los discursos, que a nosotros no tenés que convencernos de nada.

― ¿Y si lo dejamos entrar? ―pregunté.

Alberto me clavó la mirada y me hizo un gesto como que estaba loco.

―¿Qué va a hacer? ―insistí―. No va a cambiar nada, y tal vez nos ayude a matar el tiempo.

―¿Matar al tiempo nosotros? No es sino la mano del hombre la que pone fin al tiempo… ―empezó Mario, pero la mirada feroz que le dirigió Luisa lo calló enseguida.

Desde fuera, el hombre ahora sacudía la puerta y seguía gritando que lo dejáramos entrar.

―Ponele que le abrimos ―dijo Luisa―, que le damos un vaso de agua. ¿Y después qué? ¿Vamos a quedarnos confraternizando con él hasta que llegue el momento? Además, ¿qué le decimos? No podemos decirle la verdad, no serviría de nada. Y peor para él, porque eso empeoraría las cosas. ―Un chirrido nos indicó que la cerradura de la puerta cedía, y pensé: Hay que hacer algo―. Por otro lado, mentir… Mentir sigue siendo un pecado.

Quizá fuera un llamado del destino, porque ni bien dijo la palabra pecado estalló un trueno que hizo temblar la puerta y los vidrios de la casa, y un estruendo repicó en las chapas del techo, y vibraron los gritos de pánico del hombre detrás de la puerta: se alejaba a toda velocidad.

Todo sucedió en un instante. El crepitar del fuego. La tormenta y el primer trompetazo. Las gotas rojas deslizándose por las ventanas. El furor lejano de los mares revueltos que devoraban barcos y costas, y Alberto que recogía las riendas. Los restos de agua potable volviéndose agrios, y el sol y la luna y las estrellas consumiéndose desde afuera hacia adentro. Mario, que preparaba la coraza de azufre y las trompetas resonando, una detrás de otra. Luisa, que abría la puerta del corral mientras el zumbido de las langostas generaba otro estruendo. La sexta trompeta, y yo, que agitaba el rebenque para emprender el galope. La señal que nos liberaba de aquel rincón. La señal para la cual nos habíamos preparado, a aquella hora y día y mes y año.

 

 

  * Santiago Andrés Williams tiene 37 años. Nació en la ciudad de Buenos Aires, pero vive hace diez años en el norte de la provincia de Neuquén. Es ingeniero agrónomo y profesor de Música de profesión, y luthier de oficio. Desde que aprendió a leer, los libros han sido su gran pasión.  Borges, Quiroga, Poe, Cheever, Hemingway, Kafka, son sólo algunos de sus escritores más leídos y admirados. Desde hace meses meses participa del Taller de Corte y Corrección, y retomó la ambición de empezar a contar sus propias historias.

 

Fuentes de las ilustraciones:

es.vividscreen.info/pic/red-sky/4643/for-1400×1050

https://es.123rf.com/photo_457012_piedras-en-un-r%C3%ADo-seco-perino-valtrebbia-italia.html

https://www.deviantart.com/aspius/art/Wild-Horses-13285788

 

 

El de blanco

Por José Miguel Marín Baeza *

 

 

El de blanco se mecía, y se mecía. Y, mientras más se mecía, más sudaba.

Toda su habitación era blanca como una mortaja blanca, y acaso por un castigo del cielo: él odiaba ese color, ese no-color. ¡Es que cómo podía ser algo tan vacío, y tan básico y tan soso! Así que el de blanco prefería tener los ojos cerrados. Porque, si los abría, le ganaría la impotencia, y no tendría más remedio que gritar.

Y al Hombre de la Porra no le gustaban los gritos.

Y menos sus gritos.

El de blanco se mecía, y se mecía. Y, mientras más se mecía, más sudaba.

No lo alimentaban desde la última vez que miró las paredes, y su único pasatiempo era contar las gotas de sudor que bajaban de su pelo y le escocían los párpados. Antes, miles de personas iban a las galerías de arte a admirar sus óleos, a alabar sus acuarelas. Ahora, sólo era una cosa que se mecía y se mecía.

El de blanco se mecía, y se mecí… Pasos, oía pasos: el Hombre de la Porra viene, viene, no abras los ojos, no te muevas, quieto.

La puerta metálica se abrió con un chirrido horroroso. El de blanco intentó cubrirse los oídos, pero no pudo: estaba de blanco, le habían encajado ese puto, puto chaleco blanco.

—Ahí tienes, loco de mierda.

Conocía bien el sonido de la bandeja de plástico deslizándose por el umbral de cemento. Era un sonido feliz, estaba a salvo: cuando cerraran la puerta, podría arrastrarse y comer. Pero, cuando la puerta se cerró, en la habitación blanca quedó rondando un sonido que no oía desde hacía mucho. Acaso un insecto, una avispa, una mosca, vaya a saber, zumbaba, iba de lado a lado, y chocaba con las paredes acolchadas.

El de blanco se mecía y se mecía.

Ya no podía contar sus gotas de sudor. El zumbido era constante, pasaba como un proyectil al lado de sus orejas y volvía a dar vueltas. Cómo le gustaría atraparlo, aplastarlo, molerlo entre sus manos, sentir sus crujidos. Pero no podía. ¡No podía! Estaba de blanco. ¡De blanco! ¡Qué color tan insípido!

Se mecía y se mecía.

El insecto se le tiraba en picada desde todas direcciones. Chocaba contra su mejilla, cuello y pecho, chocaba contra sus ojos cerrados intentando abrírselos. No, eso no: si se los abría a fuerza de aguijonazos, él gritaría de horror, y al Hombre de la Porra no le gustaban los gritos. Y el bicho seguía lanzándose, arremetía contra su cabello, y ahí se enredaba y zumbaba. El de blanco se mecía frenético, sacudía la cabeza. Y tanto sacudía la cabeza que hasta oyó algo estrellarse contra la pared. Tenía el cuello adolorido, pero estaba tranquilo: no había más ruido que sus jadeos.

El de blanco se mecía y se mecía, y mientras más se mecía más sudaba.

Pero no se había acabado: el zumbido volvió, y volvió furioso, y giraba a su alrededor, y él lo seguía con la mirada ciega, y chocó en su espalda, y chocó más arriba, en su cuello, y no salió de ahí, y no salió, y empezó a escarbar y a morder, y se enterraba, y él tenía que sacárselo. Él, que no tenía brazos. Él, que estaba de blanco. ¡De blanco!

Se mecía, se mecía.

Lloraba, se retorcía, y el insecto paseaba por dentro de su piel, y zumbaba. Zumbaba de manera espantosa, parecía un grito. Era un grito. Él gritaba, y gritaba con fuerza y con los ojos cerrados, y gritó tan fuerte que después no pudo gritar: sólo salía de su boca un sonido apagado.

Se mecía, se mecía.

Oía pasos, oía al Hombre de la Porra aporreando la puerta con su porra. El Hombre de la Porra podía ayudarlo. ¡Por qué no abría la puerta! El zumbido zumbaba dentro de él.

El de blanco se meneaba violentamente, se mecía, se mecía, arremetía contra las paredes acolchadas, intentaba arrancarse el cuello a dentelladas, y dentelleaba y dentelleaba, y el zumbido se hizo más intensamente zumbador.

Y empezó a salir.

Y él sentía cómo la piel se despegaba de sus carnes, mordía, mordía, se mecía. Y salió…

Oyó algo viscoso caer en el suelo, oyó cómo golpeaban a su puerta, y oyó un zumbido calmado que rondaba en su habitación. Vio las paredes blancas, y vio su lengua en las baldosas de granito, y sintió cómo la sangre fluía por su mentón.

Se acercó a la pared blanca y la besó, y arrastró sus labios con gracia y sutileza, y poco a poco el blanco de las paredes se transformó en rojo, en fuego, en una obra de arte magnífica y preciosa. Un fresco, un acolchado pleno de pasión, obra plena de calor y de fuerza.

Y el de rojo se moría, y se moría.

 

 

Ilustraciones:

1.- Caralp, «Deseseperación» (acrílico sobre arpillera; 2011; Bordeaux, Francia)

2.- En https://www.freepik.es/fotos-premium/textura-fondo-pared-cemento-blanco-vetas-pintura-roja-como-sangre_6353317.htm

 

  * José Miguel Marín tiene 19 años. Nació en la zona rural de Curicó, Chile. Siempre ha amado crear y contar historias, pero sólo hasta los 17 años se animó a escribirlas, y ahora es su gran pasión. Futuro profesor de lengua castellana, desde mediados de 2021 participa en el TCyC.

De penitencia

Por Franco Ceruti *

 

Mamá no es mala: es rebuena, y me quiere muchísimo. Desde que mi hermanita se murió, ella quedó muy triste. Eso fue cuando papá todavía vivía con nosotros, y mamá tenía a hermanita en la panza. Un día fue al hospital, y le hicieron una operación que se llama parto, y se la llevaron a la habitación. Era muy chiquitita y lloraba mucho, y al principio solamente podía estar en la falda de mamá. A mí de entrada me cayó mal la hermanita esa, pero después creció y se puso a perseguirme en cuatro patas por la casa, como un perrito. Eso era divertido. No se le entendía nada de lo que decía, pero hablaba y movía las manos como si le entendiéramos todo. En esos tiempos, mamá y papá se reían mucho.

-Trae a tu hermanita, Poli, que vamos a comer.

Y yo meta arrastrar a la gorda de la ropa hasta la mesa, y ellos se reían.

 

Ahora no estoy yendo a la escuela, porque mami se enojó conmigo y me puso un castigo por jugar en la calle. No sé cuántos días hace que estoy castigado, pero son muchos.

Cuando salí del jardín, ya sabía escribir mi nombre: Hipólito, que va con hache mayúscula. Igual, a mí todos me dicen Poli.

En la escuela, la maestra Eva me hacía escribir una por una todas las letras, y me hacía escribir palabras cortas como mamá, papá y casa. Y también escribir cosas graciosas que nadie dice: mi mamá me mima. ¿Quién va a hablar así?

Todos los días, cuando veo por la ventana a mis amigos que van para la escuela, corro a mi cuarto y me pongo rápido la túnica blanca, el moño azul, los zapatos marrones, y le pido por favor a mami llevame a la escuela para aprender a escribir. Pero ella no me oye. Sigue enojada por lo que pasó cuando jugamos en la bajada de la usina.

Yo lo extraño a mi papá, pero no digo nada porque después la escucho llorar a mamá de noche. Cada tanto nos llega un giro de la plata, como dice mamá que manda papá. Y cuando volvemos del correo me dice tu papá todavía nos quiere. Siempre que dice eso, le entra una basurita en el ojo. Pero ahora va sola al correo, desde que estoy castigado.

Como no puedo ir a la escuela, a la mañana juego con mi perro Corbata, y a la tarde salgo a la calle a jugar con mis amigos. A ellos sí los dejan ir. Siempre pienso en la maestra Eva, que ella me debe estar extrañando mucho.

Mamá no me hace más la leche cuando me levanto.

Yo igual, para mostrarle lo buen hijo que soy, me lavo la cara solo, me lavo los dientes, y me peino un poco con agua, porque de noche se me paran todos los pelos.

Cuando el sol está alto, y hay olorcito a comida, a mí me agarra el hambre. Entro en la casa, y casi siempre mamá está sentada llorando en la silla de la cocina, con un té en una mano y un pedazo de pan en la otra. A veces agarro un pan de la despensa, y me siento en el piso, y le abrazo las piernas desde abajo. Le digo que ya no lo voy a hacer más, y mientras le digo eso a mami, Corbata es de meterse por debajo de la silla, y trata de robarme el pan. Pero ella nunca me dice nada, ni hace nada. ¿Por qué le cuesta tanto perdonarme?

Después ella se acuesta, y yo salgo a la calle a esperar a que mis amigos, que ya volvieron de la escuela y están comiendo, vengan a jugar. Entro a lo de Juancho con mi cuaderno y me copio lo que vieron en la escuela. Yo copio todo porque, quiero aprender a escribir. Quiero escribirle una carta a papá pidiéndole que vuelva. Si ya junté plata para la estampilla. A veces le escribo a la maestra Eva en el cuaderno de Juancho.

Cuando mis amigos salen es la parte mas divertida, porque las locuras las hacemos a la hora de la siesta, cuando los grandes no están. Me acuerdo aquella vez. Hacía tanto calor, que Carlitos se robó unos huevos de la heladera de su casa, y los cocinamos en el techo del auto del viejo de la carpintería. Eso fue el mismo día que llegó al barrio la rubiecita esa. Marina, creo que se llamaba. El padre trabajaba en la panadería. Carlitos se hizo tan amigo de ella que después andaban todo el tiempo juntos, como novios. A mí ella no me lleva el apunte, igual que hacen mis amigos cuando les digo que hagamos algo.

Mucho no me importa que ellos se hagan los que no me oyen, porque igual siempre estamos juntos. Jugamos a la mancha, a la escondida, a la bolita. El otro día jugamos a la escondida y gané yo. Nunca me descubrieron. Pero no se acordaron de mí, y dieron el juego por terminado. Qué malos perdedores. Quedaron tan enojados que después jugamos al fútbol, y en todo el partido no me pasaron la pelota.

Cuando las madres de mis amigos los llaman a tomar la leche, yo me voy para casa. Pero mami no me hace más la merienda, ni me llama. Y yo no sé cuándo se le va a pasar la bronca que tiene conmigo.

El día de la travesura, mis amigos querían ir a jugar a la pelota en la bajada de la usina. Es más divertido jugar ahí, porque es a suerte qué equipo juega abajo y qué equipo arriba, y si juegas arriba la pelota se va sola al arco del otro. Me dijo mi papá que la usina adentro tiene un motor gigante que da luz a todo el pueblo, porque es un pueblo chico y con un motor gigante alcanza. Por eso se oye ese ruido tan fuerte en esa cuadra.

El frigorífico está en una punta del pueblo, y los bomberos en la otra. El día de la travesura hubo un incendio, y para llegar al frigorífico los bomberos pasaron a toda velocidad por ahí. Pero la sirena ni se oye, porque el ruido del motor gigante tapa todo. Mi equipo jugaba arriba, Raulito traía la pelota y me la pasó, me quedaba esquivar a Carlitos y atajaba Juancho, seguro que yo metía el gol, mis amigos me iban a festejar, era feliz. Pero todos se pusieron a gritar y a levantar los brazos, aunque yo todavía no había metido el gol. ¿Qué festejan taraditos? Sentí un ruido muy fuerte, atrás, como una frenada, y después un golpe fuertísimo, y medio como que me desmayé del susto. Pero fue el susto nomás. Cuando salí de abajo del camión, se había juntado toda la chusma del barrio. Me fui corriendo asustado a casa, no le dije nada a mamá porque ella no me deja jugar en la bajada de la usina. Al rato llegaron los vecinos, le contaron, y ella fue corriendo a ver. Recién volvió a casa a la mañana. Desde ese día, estoy castigado.

Mi mami es costurera. Es difícil encontrar a una buena costurera como vos, decía mi papá, y ella se ponía roja. Siempre que llego de jugar, a la tarde, esta sentada en la máquina de coser, dale que traca traca, y Corbata echado al lado. Pero hoy, cuando llegué, estaba subida a la escalerita limpiando la araña de bronce que nos regaló la abu. Agarré un pan y me fui al patio a jugar con Corbata. Sentí un ruido como de un golpe, y fui a ver. Mami había volteado la escalera, pero seguía colgada de la lámpara del living. Limpiando. Debía de estar bien sucia la lámpara, porque mami se sacudía toda que daba risa, mientras le sacaba brillo.

 

¡Mi mamá me perdonó la penitencia! Volvió a ser la mamá de antes. Hoy a la mañana, cuando desperté, me abrazó fuerte, me ayudó a vestirme, me lavó los dientes ella, me preparó la leche, hizo pan casero y se sentó a desayunar conmigo. Después me llevó a la escuela y todo, si hasta fuimos de la mano por la calle cantando como hacíamos antes.

Me contó que mañana vamos juntos a buscar el giro de la plata que manda papá, y me preguntó si había visto a hermanita. Está un poco loca, porque hermanita se fue al cielo. ¿Cómo voy a hacer para verla? Pero yo no digo nada, porque estoy muy contento de que me perdonó y me dejó volver a la escuela.

Cuando volví, el vestido negro de mamá seguía colgado de la araña de bronce, y la escalera tirada en el piso. Pero la sorpresa fue que mamá me había hecho panqueques, mi comida preferida, más preferida de todas. Salí a jugar con mis amigos, y cuando volví por la merienda me había hecho una torta.

Me dijo que nos fuéramos a la puerta, y nos acomodamos en los escalones de la entrada con el café con leche en la mano y la torta envuelta en un mantelito celeste en medio del escalón entre mamá y yo. Comíamos y charlábamos mientras pasaba gente por la vereda.

Le pregunté a mamá cuándo iba a volver papá. Se quedó muda, mirando su taza de café con leche.

En eso pasaban caminando despacito dos viejas. Yo las conozco, y sé que son la abuela y la tía de Raulito. Se pararon frente a nosotros las viejas, a dos baldosas de mi cara. Miraban la casa, la puerta, las ventanas y los escalones. Hablaban entre ellas en voz muy baja y muy triste, que yo casi no podía oírlas. Decían palabras raras, como abandonada, tragedia, ausencia.

Después las dos viejas se fueron despacito, y mamá se quedó en silencio, agarrando con las dos manos la taza de café, y sosteniéndola bien cerquita de la nariz. Como pensando se quedó.

─¿Qué decían esas viejas, mamá? ─dije en voz baja para que no me oyesen, que todavía estaban cerca.

─Mi cielo, todos saben en el barrio que esas viejas están un poco chifladas. ─Mami dijo esto, dejó la taza en el escalón, y se levantó─. Tomate todo el café, que voy a cambiarle el pañal a tu hermanita.

─¡Pero mamá! Si hermanita se fue al cielo.

Mamá me miró, feliz y sonriente, y se dio vuelta para irse al cuarto.

 

Ilustración: Diego Ferrer

 

 * Franco Ceruti es Ingeniero de Software, nacido en Tacuarembó, Uruguay, el 10 de noviembre de 1969. Actualmente vive en Miami, y en su tiempo libre –asumiendo que tal cosa existe en la vida de un adulto– se dedica a escribir cuentos y novelas de ficción. Su pasión por la literatura fantástica y de horror viene desde su más tierna infancia. Tenía 5 años cuando Lola, su bisabuela, lo deleitaba antes de dormir con las increíbles historias yacentes en los “Cuentos de la Selva” de Horacio Quiroga.

Ha publicado Cuentos carentes de sentido (Lluvia y papel, 2021 -https://www.amazon.com/dp/B099BV61SL), y hace cuatro años que trabaja sus textos en el Taller de Corte y Corrección.

 

 

 

 

 

Los árboles ya no mueren de pie

Por Silvana Forneris *

 

Cada vez que camino por mi barrio, no puedo evitar elevar la mirada hacia las pocas casuarinas que todavía sobreviven.

Si había un rasgo propio y distintivo que ostentábamos en nuestra comunidad, eran esos pinos añejos que se erguían orgullosos de norte a sur en la Avenida Belgrano. Los veíamos como valientes centinelas, custodiando el andar apurado de los que iniciaban el día.

Hoy quedan contados ejemplares sólo en la entrada de la ciudad, con sus ramas grotescamente mutiladas. Y, aun así, su desramado follaje sigue arropando a cardenales y benteveos. Las podas desquiciadas desgajaron sus ramas. Y ahora, enfermos y débiles…, ¿cuántos inviernos les quedan? ¿Podrán resistir al urbanismo irrespetuoso? ¿A las ideas equivocadas por seguir una moda? ¿A las sacudidas de los vientos implacables, alimentados por el clima frenético de estos tiempos?

Algunos troncos castigados por el golpe impiadoso del hacha siguen ahí; las malezas aprovechan el descuido para apoyarse y crecer descontroladas sobre ellos. Otros fueron desterrados por el viento, y ahora las raíces vacías miran al cielo, postradas, como si elevaran sus oraciones hacia el Altísimo por aquellos pinos que se resisten a ser consumidos por el tiempo, el olvido y la indiferencia.

Lejos está la decisión de cuidar aquello que forma parte de nuestra historia. Hoy, de aquel pasado glorioso, sólo quedan rastros en las almas más viejas del barrio o en la memoria difusa de una foto abandonada en el fondo de un cajón.

Ya no reconozco la avenida. Las palmeras foráneas invadieron el paisaje, y el impulso de la vida se fue apagando. Los pájaros las sobrevuelan, pero no buscan refugio en ellas, las ramas flexibles no soportan los juegos de la infancia, y ningún caminante detiene su marcha para descansar bajo su sombra ilusoria.

 

 

   *  Silvana Forneris nació en Brinkmann (Córdoba); tiene 47 años. Estudió bibliotecología en el Instituto Superior N° 12, Dr. Facundo Martínez Zuviría, de la ciudad de Santa Fe.

Actualmente vive en Sunchales (Santa Fe), y se desempeña como bibliotecaria en el ámbito educativo.

Desde el 2020 participa del TCyC.

 

Homo fraternus

Por Leonardo Ciccioli *

 

 

Quién soy. Dónde estoy. Qué estoy haciendo.

Es una linda mañana. El sol sigue iluminando mis arrugas, sigue saliendo ―el sol no se puede regimentar―, aunque parezca otro sol: un sol que ilumina una nueva realidad, una realidad más dura y árida, una realidad más dolorosa. El Rectorado encontró a uno de los nuestros ―acaso podemos hablar de nosotros y de ellos― que estaba escondido en una vieja estancia. Lo encontraron en un tanque de agua, tratando de eludir a las fuerzas del orden. Parece que vivió allí varios años sobreviviendo a duras penas, comiendo hongos en el bosque y recogiendo agua de lluvia. Era una estancia abandonada, un páramo olvidado. Fue denunciado, según informan las noticias, por una ciudadana de la zona que recibirá el día de mañana una condecoración por su sacrificio en defensa del pueblo: como si ser una sumisa adoctrinada, una inmunda delatora, tuviese mérito.

Ahora el cautivo reside en la Intendencia de Justicia esperando el juicio del pueblo, el juicio de la mayoría, representado por los juristas elegidos por el pueblo y para el pueblo.

 

En la calle la vida prosigue, a ella no le importa quién mande. Se nutre de muertes y de nacimientos, de ciclos de sol y de luna, de lluvia y de viento. La vida es una madre indiferente. Me tengo que esconder para rezar porque, aunque no esté prohibido todavía, no se ve con buenos ojos. Lo que menos necesito es llamar la atención entre los alegres vecinos que están esperando cualquier oportunidad de conseguir el beneplácito de los tiranos. Mi ración del día es abundante: dos batatas, una palta, dos lechugas, una banana, un litro de leche y dos litros de agua. Lo imprescindible para crecer fuerte, como un buen hijo del Pueblo.

Hace diez años que no tengo profesión. Antes yo era psicólogo. Me resulta gracioso como suena: psicólogo. El Rectorado prohibió la psicología entendiendo que el hombre nuevo no necesita de aquellas mancias. Se ha llegado a la culminación evolutiva de la humanidad. El homo fraternus: el hombre desposeído de toda avaricia, curado para siempre del lucro. Este viejo terapeuta se pasa todo el día haciendo colas: colas para recibir la ración diaria, colas para conseguir el remedio, colas para renovar mi libreta de racionamiento. Colas y más colas. El homo fraternus es un hombre adoctrinado en la sumisión, complaciente, servil, asustadizo. Teme la represalia de la autoridad, como la gran mayoría: todos somos espías de todos, todo el tiempo; bienvenidos a la era del homo suspectum.

 

Veo en la televisión al reo apresado en la estancia: lo presentan en primer plano con una música tenebrosa, como un fenómeno de circo. Cubierto de harapos, desgarbado y canoso, con apenas cuarenta años ―según se anuncia por los parlantes― parece de ochenta. Cuentan los científicos que este tipo de deterioro era habitual en los años anteriores al resurgimiento de la humanidad. Uno de los periodistas, sobreactuando indignación, se pregunta cómo puede ser que detrás del muro del Estado haya gente que elija “vivir” en esas condiciones. Me dieron ganas de llorar cuando le vi las manos sarmentosas a aquel Juan Pérez, no me puedo explicar por qué. En dos días lo someterán a juicio, y por orden del Rectorado este proceso será trasmitido en cadena nacional.

 

Algunos hombres cuentan en su vida con una oportunidad de libertad plena. Un glorioso momento en que por fin triunfan por sobre la retahíla de temores que espantan a los corazones atribulados. Traspasado por ese relámpago de vida, el hombre se sobrepone a las oscuras murallas de lo desconocido. No importan las consecuencias, no importan las pérdidas, no importa la muerte. Este es el momento de Juan Pérez. Por Dios que es su momento. ¡El sol de su libertad! La libertad no se pide, querido amigo: simplemente se toma, siempre al alcance de la mano y siempre poniendo fulgores en todo.

Lo veo sentadito, quietito en el banquillo. Se le imputa el delito de egolatría, se lo tilda de traidor a los valores del pueblo regenerado y limpio de todo individualismo. Se lo acusa de tibio; de presenciar la miseria sin conmiseración ni dolor. Ha cometido la osadía de buscar el bien propio a expensas del bien general.

En suma, estos hijos de puta se han apropiado del amor, de la bondad y de las buenas intenciones. Tales sentimientos sólo existen bajo el poder omnímodo de su escudo y de su lema:

 

No es bueno el hombre,

es bueno el régimen.

Por lo tanto, el buen hombre

acata al régimen.

 

El buen hombre acata al Rectorado.

 

Sabemos que este juicio es una fachada: el reo es un cadáver ambulante. En breve será apenas un recuerdo. Queda en él alzarse por sobre la macabra puesta en escena y hacer suya la gloria. Siento envidia mirándolo en el banquillo de los acusados. Me imagino representando su papel con una mirada altiva, despreciando los corazones sumisos. Ejerciendo mi libertad plena. Magnífica libertad. Amada libertad. La libertad, ese regalo de los dioses.

Mi hijo ya es un hombre. Puede notar el conflicto, la guerra armada que sucede en mi ánimo. Disculpame, muchacho mío, entiendo que para vos soy un dilema. Entiendo que mientras mi corazón se hincha de pavor y coraje viéndolo al pobre de Juan Pérez atravesar tan extraña ceremonia de ejecución, tu corazón se envenena con una extraña pregunta que aparece y se sostiene. Una pregunta que te muerde las entrañas: ¿mi padre es un quinta columna, y debo delatar su traición?

Sí, hijo, claro que soy un quinta columna. Soy lo que se considera un librepensador, un cobarde. Una boleta de racionamiento vale mucho más que yo. Sí, hijo, claro que soy un traidor. Si pudiese, quemaría los cimientos de este enorme patíbulo: no sólo Juan Pérez retoza amargamente en esa poltrona de ignominia. Y el hecho de que te estés formulando esa pregunta, hijo mío, demuestra la miseria del nuevo orden, que enfrenta en duelo mortal a hijos contra padres, abuelos contra nietos, hermanos contra hermanas. Ahora prevalece esta descolorida familia-colmena, encabezada por una reina madre con millones de hijos serviles, soldados asesinos bajo su mando.

Noto que hace mucho tiempo que no escucho la palabra “amigo”. ¿Cuántas palabras han desaparecido sin que me dé cuenta, sin que nadie se dé cuenta? Me escondo para llorar, porque llorar es sospechoso. Dejo por fin sobre el escritorio de mi habitación el pequeño cuaderno de tapa dura en que escribo estas palabras. No lo escondo más. Hijo mío, ya eres un hombre, así que te dejo la prueba de mi delito. Tú sabes qué debes hacer, y lo que hagas estará bien. Mi corazón te ama por sobre todas las cosas. No tengo el valor para confrontarte con mi verdad, una verdad indigesta para tus ojos velados por el incesante zumbido retórico de la colmena. Yo también soy un Juan Pérez.

Si estás leyendo este cuaderno, hijo mío, si ya sabes mi verdad, no te preocupes. Tú tienes una vida por delante. Quizá conozcas a una mujer, una auténtica mujer, y puedas formar una familia. Supongo que en el nuevo régimen las personas de rango pueden darse el lujo de fundar una familia. Eres mi patria, mi nación, mi ideología, mi mundo. Por eso vivo preguntándome, en un eterno suplicio, cómo dejé que estos sátrapas te metieran tanta mierda en la cabeza. Tuve miedo.

 

―¿Renuncias, Juan Pérez, a los valores del viejo orden para convertirte a la nueva familia? ¿Renuncias al individualismo, al lucro y a la conveniencia? ¿Juras por tu vida defender hasta la muerte los lazos que nos unen como hermanos?

 

Pero el reo no responde: mi amigo, mi querido amigo, tiene los ojos cerrados. El juez lo indaga y lo escruta con la mirada. En la sala ―en la nación entera, mejor dicho―, hacen silencio las alas de las abejas soldado, y los ojos atentos de la gran reina pueden sentirse espiando desde la obscena oscuridad.

Juan Pérez sigue sin decir nada, guarda silencio. ¿Entenderá las palabras del juez? Es un hombre roto: la intemperie forjó su deterioro. Sus ojos se derriten en sombras, vacíos de toda inteligencia. Ya no puede ejercer su libertad. Tal vez sueña con la seguridad de su escondite. Es más un animal, un gazapo que extraña el calor de su madriguera. Y su silencio lo incrimina. En la sala de audiencias se oye el murmullo de la indignación. Estos estúpidos no ven que su enemigo mortal tiene el cerebro quemado.

Apago el televisor, presiento la sentencia. El juez terminará la sesión diciendo: “Se ha hecho justicia”.

 

Quién soy. Dónde estoy. Qué estoy haciendo.

Otra mañana, pero bajo el mismo sol que dio luz al milagro de tantos esclavos renacidos libertos. Los envidio, porque el mismo sol ilumina mi atronadora cobardía. El sol no puede ser regimentado, por ahora.

Por fin es la ejecución del reo, mi amigo, mi único amigo. Será ejecutado a puertas cerradas: al Rectorado no le gusta que se vean la sangre y la muerte. En el nuevo orden, la muerte y el dolor se esconden debajo de una pátina de felicidad pueril. La propaganda nos ordena qué podemos sentir. El amor vence al odio, tal es el lema de la disidencia controlada.

Están tocando a mi puerta.

 

 

 

 * Leonardo Ciccioli tiene 43 años. Nació en la zona oeste del conurbano bonaerense, donde aún reside.

Estudió Medicina, y luego se especializó en Psiquiatría. Su amor por la literatura comienza como una búsqueda por entenderse a sí mismo y al mundo. En la adolescencia ensayó sus primeros poemas. Supo intuitivamente que su salud dependía de estar en contacto con la fuente inagotable de la imaginación.

Concurre al Taller de Corte y Corrección desde mayo de 2020, en un constante proceso de aprendizaje.

Pecho de acero

Por Octavio Hernández *

 

I

Clark Kent escribía en su escritorio el reporte del día. El lápiz grafito dibujaba en la hoja de oficio unas letras irregulares y toscas. Miró, desde el nuevo edificio del Daily Planet, por la ventana, y el sol fulgurante lo hizo pestañear.

En este día soleado de marzo, se le informa a la gente de Metrópolis que, desde la última batalla con Superman, no se ha visto al malvado Lex Luthor. Pero eso no quiere decir qu…

Golpes a la puerta del vestíbulo lo interrumpieron. ¿Quién llamaría a estas horas? Se paró y pegó la oreja en la puerta de su deslumbrante despacho. Escuchó los pasos de Mamá Kent encaminarse hacia la entrada, y enseguida la puerta del departamento, que se abría.

—¿Lucía? —dijo Mamá Kent, y la entonación denotaba que la visita no era la más oportuna.

—¿Quién más si no? ¿Acaso el conchesumadre con el que te casaste?

Clark Kent se pegó con la manito en la frente: no le caía nada bien esa bruja de la abuela, y lo que menos le caía bien de ella eran sus disparates.

—Yo también estoy feliz de verte —dijo Martha Kent—. Entra.

Clark escuchó unos pasos de tacones afilados sobre la cerámica, y la voz gastada de la bruja murmurando:

—…en el piso trece.

—Cocinaba pescado. ¿Te vas a quedar a almorzar?

—No me interesa tu pescado. Te mudaste al piso trece.

—No me iba a quedar con los brazos cruzados ―Mamá Kent soltó un sollozo―, mientras el hijo de puta me amenazaba con un arma.

—Pero no nos tengas rencor. Olvídate de eso. Aún eres bienvenida en mi casa. Piénsalo, aunque sea por el niño. ¿No ves que él se cree…? —Después la bruja masculló en voz baja algo que Danilo, pegado a la puerta de su pieza, no logró entender.

—Él estará perfectamente, no es tonto. No va a saltar.

—Bueno, haz lo que quieras. Yo cumplí con avisarte. —Otra vez los tacones, y el portazo.

Danilo deslizó la espalda contra la puerta, y se sentó. Miró las hojas de oficio desparramadas en la alfombra por el viento que entraba desde la ventana. Apoyó los codos en las rodillas y se cubrió los ojos. No le gustaban las discusiones. Y él sí que sabía de discusiones: solamente una semana atrás, un día antes de mudarse, Mamá había peleado con papá. Algo de un arma. No le sorprendía: Lex Luthor siempre diseñaba armas. Pero Superman ni se inmutaba y confiaba ciegamente en su increíble resistencia a los proyectiles. Recordó los quejidos de su Mamá:

—¿Qué? ¿En dónde conseguiste esa pistola? ¿Cómo mierda se te ocurre? Me voy, me voy, y no te voy a decir a dónde. ¡Danilo, arregla tus cosas que nos vamos ahora! Ya pasará el camión de la mudanza, y ahí te telefonearé.

Él sabía que Mamá venía buscando arriendos para alejarse de Lex Luthor. Y aquel día fue el detonante. Aquel día la madre arrancó lo más rápido, y se lo llevó con ella. Aunque eso lo entristeció un poco: ningún superhéroe escapa de un maldito villano. Pero huyeron nomás, y Mamá logró arrendar enseguida, pagando por anticipado un par de meses.

Al enterarse de que vivirían en la torre Pérez Zujovic a Danilo se le esfumó la tristeza: la torre se parecía al edificio del Daily Planet.

Ahora sí que Clark Kent tendrá su propia oficina, pensó dando saltitos y tomado de la mano de Mamá.

Ya en el nuevo departamento, Danilo se entretenía como siempre jugando a ser Superman. Al ataviarse con ese traje comprado por Mamá, algo dentro de él se transformaba. Vivía una sensación distinta del Danilo común y corriente, como si aquella capa roja y la S triangulada en el pecho y esas botas que calzaba un poco holgadas lo llenaran súbitamente de una valentía a prueba de cañonazos. Y qué bien se sentía correr con la capa aleteando detrás, qué encanto cuando se echaba hielos en la boca para entusiasmarse con la idea de tener un aliento gélido, o al poner la vista borrosa como si sus ojos de verdad se enrojecieran y expulsaran un mortífero rayo.

Pero nunca había logrado la ilusión de volar: cada vez que saltaba del sillón, golpeaba contra el piso de cerámica. Los moretones se volvieron una compañía constante, las vivas pruebas de sus fracasos. Cuando oía el resonar de los huesos contra el piso, la Mamá lo retaba, y le decía que era un humano y no un pájaro. Y que él, a sus siete años, debía dejar de fantasear con ser Superman.

—Es por tu bien —le decía Mamá—. No quiero que te sigas dañando así.

Él aceptaba a regañadientes y seguía jugando con sus otros poderes, o a ser Clark Kent redactando una nota: Danilo ya había aprendido a escribir antes que ningún compañero.

Alrededor de la segunda semana, una noche a Danilo los sobresaltaron unos sollozos. Dejó a un lado el cómic con que estaba fantaseando, y afinando el oído advirtió que venían de la pieza de Mamá.

De dónde si no, se dijo, aunque él tenía esperanzas de que el llanto proviniera de alguna ventana vecina.

Con paso de las noches, descubrió que a la pobre la llamaban por celular. Casi siempre, después de algunos murmullos irascibles, venían los sollozos.

Así que preparó un plan para defenderla: en la mañana, cuando Mamá aún estuviese durmiendo, investigaría en su celular. Él, siendo Superman, tenía el deber de velar por la seguridad de todos los ciudadanos de Metrópolis, y más si se trataba de Mamá Kent.

Esa misma noche, no bien oscureció, Danilo puso una alarma a las ocho de la mañana en su reloj de Superman. Al acostarse, una emoción se le agolpó en el pecho: ¡por fin una misión que cumplir, y más para ayudar a Mamá!

No bien sonó el despertador, él saltó de la cama y lo apagó: no fuera que ella también se despertara. Un largo bostezo lo hizo lagrimear, y se frotó los ojos. Después fue a la puerta de su pieza, la abrió con extremo cuidado, y se mandó de puntillas a la pieza de Mamá. Encontró la puerta entornada, así que la empujó un poco, y se deslizó como un gato.

El débil sol del amanecer no lograba traspasar las cortinas: la oscuridad era absoluta. La madre roncaba. Danilo se quedó inmóvil, preguntándose en dónde habría dejado ella el Motorola, cuando, desde el velador, una luz centelleó: Mamá acababa de recibir una notificación.

Conteniendo el aliento, Danilo se encaminó a la mesa de luz. En la penumbra ―ya se le habían acostumbrado los ojos―, él debía valerse de su memoria, y rogaba por que no se le interpusiera una zapatilla, o algo así. Pero pudo llegar, y se puso a tantear el velador. En eso botó algo que, al caer, rebotar y rodar le sonó como una lata de esas que Mamá compraba cuando se encontraba triste. El agrio olor se lo confirmó: cerveza. Echó un rápido vistazo a Mamá: seguía durmiendo. Después volvió a tantear. Palpó la superficie vidriosa de… ¿la mesa de luz? ¡No, era el display del Motorola, por los bordes protegidos con la carcasa de plástico! Lo agarró como quien obtiene un trofeo, y se lo llevó a su pieza con el mismo sigilo con que había entrado.

Una vez en el cuarto, prendió el celular, y fue al historial de llamadas. Grande fue su enojo al descubrir que el llanto lo causaba el mismísimo Lex Luthor: llamaba día y noche, con una insistencia terrible. Así que Lex Luthor no ha desaparecido, pensó Danilo, los dientes apretados y la cara tensa. Sigue actuando, pero esta vez bajo las sombras, como una vil rata. Pero eso tiene que acabar en este mismo instante, y de una vez por todas.

Pensó en cómo actuar. Quizá yendo hasta la casa de Lex Luthor y enfrentarlo. Pero no, no sabía ni siquiera manejarse bien en las calles, tampoco subirse a la micro o al metro. ¿Y además con qué plata?

Él tendría que venir al departamento, pensó. ¿Pero cómo?

Miró el celular. Y, al igual que en las historietas, sintió que una ampolleta se le encendía: le escribiría un mensaje por WhatsApp, con tanta furia y con tantos disparates ―aprendidos por cortesía de la abuela— que no se resistiría a venir. Lo incitaría, además, agregándole la dirección del departamento, y diciéndole que no le importaba ningún arma creada por él, que de todas formas le golpearía hasta dejarlo inconsciente.

No le resultó difícil redactar aquel mensaje cargado de odio.

Así que sólo tuvo que esperar su llegada.

 

 

 

II

 

Esther se despertó a eso de las diez de la mañana. Aun con somnolencia, estiró la mano al velador, en busca del celular. Al no encontrarlo, descorrió la cortina, y la luz que sobrevino le animó a levantarse. Pensó en lo bueno que era vivir en un departamento para ella sola con su hijo, pese a que algunas veces le daban ganas de llorar por las llamadas de ese desgraciado. Al menos, él se mantenía alejado de ella. De ella y de su Danilo.

Se fue a la cocina, sacó de la lata de la alacena los panes de ayer y los metió en el horno. Puso el agua a hervir, y llevó a la mesa las tazas, el queso, la mantequilla y todo lo necesario para desayunar. Después fue a la pieza de Danilo: lo encontró panza arriba en la cama, leyendo un cómic y vestido con su fiel traje de Superman.

—Vamos a comer—dijo ella, y volvió al comedor.

Él la seguía con un aire de tensa expectativa. A lo lejos resonó como un petardo, de esos que de niña lanzaba Mamá para Año Nuevo, según le había contado ella. Ninguno de los dos le tomó importancia.

Cuando se sentaron a la mesa de la cocina, Esther preguntó si le pasaba algo.

—Nada —dijo Danilo sacando un pan de la canasta—. Sólo tengo hambre.

—Ah. ¿Y has visto mi celular?

—Mamá, tú sabes que ni lo ocupo.

—Qué extraño. —Esther sorbió un poco de té, y enseguida miró a Danilo—. Anoche lo dejé en el velador. ―Lo miró de nuevo―. ¿Y por qué ese disfraz?

―Siempre lo uso.

―Pero nunca tan temprano te lo he visto.

Danilo sacó pecho:

—Porque tengo que derrotar a un villano.

—Tú siempre sales con cada tontera. —Tomó un pan de la canasta—. Leer tanto cómic te hace mal.

—Pero, Mamá, es mi única diversión: no ocupo ni el celu ni veo tele.

Esther abrió el pan y le untó mantequilla. Entonces sonó el timbre de la puerta. Danilo se sobresaltó.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Esther, parándose de la silla—. ¿Por qué tan alterado?

—Mamá, mejor ándate a la pieza, que la puerta la abro yo.

La madre hizo un gesto como quien no les da importancia a las palabras, y se encaminó a la puerta.

—Pero mam…

—Yo la abro —dijo ella. Y miró a Danilo, que se había levantado ya—. Cálmate.

Mientras Esther se acercaba, pensó en que el conserje no la había llamado. Acaso sería un vecino necesitado de ayuda.

¿O sería…?

No, aquel hijo de puta no podría ser el que estaba tocando el timbre: no sabía la dirección y, aun si la hubiera descubierto, el conserje le habría avisado a ella de su llegada, claro.

Al acercarse al pomo, oyó una respiración agitada, como de animal.

No tenía por costumbre espiar por la mirilla, pero esta vez tomó todas las precauciones. Y no tuvo tiempo ni de darse cuenta de su error: el patadón con que aquella bestia abrió hizo que la arista de la puerta le pegara en la frente. Y ahí, con la cara enrojecida de furia, el hijo de puta la apuntaba con un arma.

—Qué mierda fue ese mensaje —preguntó el monstruo, mientras Esther retrocedía, perpleja—. ¡Respóndeme!

Ella no entendía nada. ¿A qué mensaje se refería aquel maldito? Sólo atinó a cubrirse la cara con las manos. Oyó unas pisadas rápidas, un grito agudo, y luego una detonación. Y también oyó la caída de algo contra el suelo, y el ruido le recordó a Danilo saltando del sillón a la cerámica del piso.

Abrió los ojos, esperando encontrarse perforada por una bala, pero en lugar de eso vio, tirados a sus pies, la capa revuelta, el traje azul ensangrentado. Vio los brazos, temblorosos. Las botas sacudiéndose en convulsiones.

El hijo de mil putas de aquella bestia trató de disparar de nuevo, pero el arma se había quedado sin munición. Entonces, la tiró y huyó a toda carrera.

Esther vio esos ojitos que la miraban como los ojos asustados de quien no sabe dónde está.

—Mami… —La voz era apenas un murmullo.

Ella terminó de darse cuenta, de tomar consciencia real.

No pudo ni siquiera abrir la boca. Y se agachó para abrazarlo, aunque sabía que debía llamar a la ambulancia.

—Mami, ¿esa bala era de Kryptonita?

Y aquello fue lo último que Esther le oyó decir.

 

 

 * Octavio Hernández nació en 2001 en la ciudad de Antofagasta. Actualmente reside en Santiago, ya que ingresó a estudiar Cine y Televisión en la Universidad de Chile. Recién quiso escribir por el 2019: fue su año sabático. Sin embargo, ya desde niño se interesó por lo narrativo: gustaba de leer comics, de ir al cine los sábados y de las novelas obligatorias del colegio, aunque después aprendió a disfrutar de las lecturas por cuenta propia con los libros de Stephen King.

Desde 2020 asiste al Taller de Corte y Corrección, en donde ha aprendido y sigue aprendiendo las técnicas para contar mejor una historia.

 

Créditos de las ilustraciones:
** Alex Ross. En https://kobayashisdomain.blogspot.com/2013/07/alex-ross-superman.html?view=flipcard
*** Brad Walker. En https://comicbookfanlover.blogspot.com/2020/05/relatos-del-multiverso-oscuro-la-muerte.html

 

 

Cuatro ventanas al núcleo

Por Juan Bautista Petrini *

 

 Testimonio del insomne

 

Amanece negro, inexplicable:

un cielo frío en un invierno

profundo. La ciudad se levanta

en murmullos cortos

a la luz de un sol muerto.

 

 

 

 

En tinta

 

Cuando la mano vibra

y corre hacia las hojas,

y el corazón se deja en tinta,

cuánto más se vive

que sólo respirando

el aire sin sentido

de los comunes días.

 

Allá, entre los versos escondida,

marcha libre y fugaz, la vida.

 

 

 

 

La antorcha

 

Del polvo que hoy sopla

sobre la tierra, y la recubre;

de la historia que sin descanso

han pujado los milenios;

y del Tiempo que hoy, solo,

se contempla desde el fin, caducar sereno,

se levanta un soplo, un aletear distinto

que trae, lejanos, los cantos heroicos.

 

Es el paso firme de las almas

que de pie su propia vida dejaron,

marchando cara al sol, al Eterno.

 

A la poeta

 

Tu paso firme marcha

templado por las sierras,

me dijiste en un momento,

entre tus tantos silencios.

¿Sabré alguna vez

qué pesar encerraba

la oscuridad de esos ojos tuyos?

Yo sólo sé y confío

que toda noche lleva al día.

Todo enigma, a una respuesta.

Toda promesa, a un reencuentro.

 

 

 

 

Ilustraciones: Camila Duhalde

(https://www.behance.net/camiladuhalde)

 

  * Juan Bautista Petrini nació en la Ciudad de Buenos Aires en el año 2000. Es un joven militante de la causa nacional, estudiante de Filosofía (UBA), representante de ventas, y —por sobre todo— poeta.
Entró al Taller de Corte y Corrección en 2017, y desde entonces trabaja en su escritura. Su vocación artística podría resumirse en un brevísimo poema suyo: «Si hay un motivo/para legar la antorcha/de la belleza, escribo».

 

Demorados

Por Emilse Mancebo *

 

Como todas las mañanas, Rogelio se masturba, le arranca unas hojas al rollo de cocina y se seca. Cierra la Playboy, la deja tirada en la cama.

Mira el reloj: ya tendría que haber salido a trabajar. Lo bueno de no tener patrón es que maneja sus horarios como le viene en gana. Se pone el pantalón cargo, una camisa a cuadros a la que le faltan algunos botones, y se calza las alpargatas. Se queda un rato mateando a la sombra del ceibo, hasta que junta ganas y se dispone a salir.

Va al baño, levanta la tabla del inodoro, y larga una meada interminable que imagina como cerveza. Se mira al espejo y sonríe. No está tan mal para su casi medio siglo: todavía tiene pelo, y las patas de gallo lo hacen interesante. Se pone a contar las piezas que le faltan: entre dientes y muelas, nada menos que ocho. Si tuviera plata para arreglarse el comedor, no se le haría tan difícil conseguir minitas.

La canasta de mimbre ya está enganchada en el manubrio de la bicicleta. Rogelio saca las tortas fritas que dejó en el horno de barro la noche anterior, y las vuelca adentro de la canasta. Se emboca el sombrero Panamá ―legítimo―, y se sube a la bicicleta. Y arranca a pedalear hacia la ciudad.

A medida que se acerca a la ruta, nota que el tránsito está detenido. Oye bocinazos, puteadas, y cuando llega al acceso se da cuenta de que está todo colapsado. Parece que hubo un accidente. Pero, a juzgar por la cantidad de autos atascados, se nota que la Policía Vial no es capaz de controlar la situación.

Se tira para la banquina entonces. Tendría que haber salido más temprano: el mejor horario para vender tortas fritas es a la mañana. Ahora el sol raja la tierra, y, como no abran el paso rápido, Rogelio va a tener que adentrarse en el campo y buscar un refugio a la sombra. Apoya la bicicleta contra un poste de luz, y prende un Marlboro.

Y se entretiene mirando a la gente adentro de los autos. La mayoría habla por teléfono, pero algunos ya se bajaron y tratan de averiguar qué está pasando cerca del peaje. Rogelio para la oreja y escucha diferentes versiones:

―Atropellaron a una persona.

―Una vaca cruzó la ruta, y chocaron un auto y un camión.

―Iban corriendo picadas, y volcó un auto.

No importa qué pasó realmente: la cuestión es cómo salir de ese embotellamiento lo antes posible. Entonces, una pelirroja alta y hermosa como una modelo ―un monumento, un ángel― se acerca por la banquina. El calor que brota del asfalto, convertido en espejismo, la envuelve en una especie de aureola, como los santos de las estampitas.

Él da una pitada profunda y apaga el cigarrillo en el pasto. Y se apura a abrir la cámara del celular: la mina está más buena que muchas de la Playboy. Le saca una foto, guarda el teléfono en el bolsillo de la camisa y se frota las manos como quien se prepara para lo bueno que está por venir: qué festín se va a dar a la mañana siguiente.

Rogelio la tiene tan cerca que puede oler la melena agitada por la brisa. Cuanto mejor la ve, más hermosa le parece: el cabello ondulado, los anteojos de sol propios de una diva, los labios carnosos, el escote insinuante.

―Buen día ―dice ella.

Con cada paso que da, las tetas se bambolean: no debe de haberse puesto corpiño. Qué manera de hacerse los ratones. El vestido de leopardo y los stilettos rojos. Las pantorrillas torneadas, la redondez de la cadera y la cintura de avispa.

Ella sigue caminando hacia donde está él, y Rogelio se ilusiona con que va hacia él realmente. Sus ardorosos pensamientos le laten en el pantalón. Se encorva lo suficiente como para disimular el bulto que crece en la bragueta, y prende otro cigarrillo.

―Buen día ―repite ella sacándose los anteojos, y a él no le caben dudas: se está dirigiendo a él, sin joda. Los ojos son de un color verde eléctrico, como los chalecos de la Policía Vial, y Rogelio queda hechizado ante esa mirada vibrante―. ¿A cuánto me deja las tortas fritas? ―Él no atina a responder, y se queda mirándola con la boca abierta―. ¿Señor?

―Sí, disculpe.

―Las tortas fritas. Qué salen.

Rogelio lanza una bocanada de humo, con cuidado de no abrir la boca más de la cuenta. Si ella nota que al comedor le faltan la mitad de los muebles, él perderá su mejor oportunidad.

―¿Cuántas quiere? Puedo hacerle precio por docena.

―Soy una tonta. ―Ella estira los brazos y le muestra las manos vacías―. Me dejé la cartera en el coche.

―No se preocupe. ―Él sonríe con la boca cerrada, y se ladea el sombrero en un intento de hacerse el interesante―. Agarre las que quiera, y después arreglamos. Total, muy lejos no se va a ir: mire, doña, cómo están los coches. Una cosa de locos.

Y se queda mirando el camino, por encima del hombro de la pelirroja. Ella se da vuelta, y enseguida vuelve sus ojos hacia él:

―Tiene razón. Tenemos para un rato largo.

―Ahora no se me haga la nena vergonzosa y cómase una. ―Él señala las tortas fritas, pero en su mente excitada piensa que la mujer podría malinterpretar el comentario.

Entonces ella mira hacia los pastizales que bordean la ruta, hacia un sauce llorón que a Rogelio le parece un buen lugar para guarecerse, y dice:

―¿Habrá un lugar fresco para esperar hasta que esto se descongestione?

Él se pasa la mano por la frente transpirada. ¿Se habrá insolado y ahora tiene alucinaciones? O se habrá quedado dormido. Pero ese calor adentro del pantalón es tan real como las tetas de esa mujer que ahora se inclina sobre la canasta. El escote cede a la gravedad y revela hasta el último detalle de esa carne que se sacude por debajo de la seda.

Ella agarra una torta frita, da un mordisco, y se relame. Le agarra las manos a Rogelio y se las huele:

―¿Usted las amasa? ―Y muerde otro pedazo―. Vamos a la sombra.

El tránsito sigue atascado. Él le pide a un automovilista que le cuide la bicicleta:

―La señora necesita ir al baño ―miente, y el tipo se lo queda mirando―. La voy a acompañar.

Baja el terraplén, y como en una película agarra a la mujer de la cintura y la ayuda a saltar: ya han quedado fuera de la vista de la hilera de autos. Y ella se mete entre las cortaderas, se escabulle entre los penachos, y por momentos Rogelio la pierde de vista. Hasta que llegan al sauce llorón. Ella se apoya contra el tronco y arquea la espalda. Él se acerca y ella vuelve a agarrarle las manos, y se las apoya sobre las tetas:

―Muéstreme cómo amasa.

Él se deja llevar y le mete una mano por adentro del vestido. La besa en la boca y en el cuello, y con la otra mano le baja la bombacha.

―¿Voy demasiado rápido?

―No, no pare. Necesito un hombre que me haga sentir viva.

Rogelio no puede controlarse, y termina antes de lo que hubiera querido. Y a ella se le caen las lágrimas.

―Perdón ―dice él, y le lame las mejillas―. Si quiere, volvemos a empezar. Y la acaricia, la besa, saca de la galera todas sus habilidades para estimularla. Pero, por más que se esfuerza, ella no responde:

―No siento nada ―dice sollozando―. No siento nada.

Sale corriendo, trastabilla y cae. Rogelio corre detrás.

―¡Espere, señora!

Ella se levanta, y sigue corriendo hacia la ruta. Lleva los stilettos en la mano, y se aleja. Con cada paso se hace más y más pequeña, se pierde entre los penachos y reaparece en el terraplén. Rogelio se apura y la alcanza. Ella queda parada en medio de la ruta, frente a un auto destrozado. La luz de los patrulleros le pinta la cara de azul. Él intenta acercarse, pero un policía lo frena:

―No se puede pasar, señor.

―Estoy con la señora.

―Qué señora.

Rogelio mira por detrás del oficial. Tendido sobre el asfalto hay un cuerpo, cubierto de la cintura para arriba. Sobresalen el vestido de leopardo y los stilettos rojos. Perplejo, se da media vuelta y va a donde dejó la bici. Y busca en su celular la prueba de que esa mujer es la misma que estuvo con él hasta hace un rato. Todavía huele su perfume.

Saca el teléfono y mira la foto. La banquina, la caravana. Y un cuerpo, como hecho de luz, que flota entre las cortaderas.

 

 

 

* Emilse Mancebo nació en Buenos Aires en 1965. Hija única, se crio en un casa grande mayormente habitada por fantasmas y por adultos supersticiosos. El alunizaje, el asesinato de Sharon Tate, y el accidente aéreo en el que perdieron la vida Norma Fontenla, José Neglia y el cuerpo de baile del Teatro Colón marcaron su infancia. Bela Lugosi, Boris Karloff y Bette Davis la influenciaron en sus juegos, y más adelante en sus historias.

Su vida de adulta se divide entre el trabajo como empleada bancaria, y el arte. Estudió canto lírico y participó de varios coros, bajo la dirección de Charlotte Stuijt, Guillermo Dorá, Pablo Dzodan. Tomó cursos de clown con Lila Monti y Darío Levin.

A los 7 años escribió su primer poema, a su maestra de segundo grado. Y, aunque siempre tuvo la necesidad de expresarse a través de la palabra, recién en 2005 se decidió a incursionar en el mundo de los talleres literarios. Su primer maestro fue Pablo Pérez y desde hace varios años es alumna de Marcelo di Marco y trabaja en su primer libro de cuentos.

ResurrectionMachine®

Por Mario Zegarra *

 

Fue en 2017.

El despertar de los muertos.

El principio del fin.

 

Sufría una arcada tras otra, la consumían las convulsiones. Sobre la mesa del quirófano, se arqueaba en formas imposibles.

—¡Apresúrense, activen el sistema! —dijo atropelladamente uno de los científicos—. Contamos con apenas segundos.

Y ResurrectionMachine® fue activada: por el conducto que la unía a la moribunda, una solución magenta se escurrió rumbo a la carótida.

El maltrecho cuerpo de la mujer se retorcía en sacudidas estrepitosas, y la garganta exhaló un estertor final.

—Rápido —ordenó otra de las eminencias—, oprime ese condenado botón. Si todo sale como lo planificamos, resultará.

Cuando el fluido terminó de ingresar del todo, sin que mediase otra cosa, el cadáver se agitó.

Pero los científicos no pudieron asimilar el éxito que implicaba aquel prodigio.

Porque la no-muerta hizo algo más, algo impensado: después de incorporarse y saltar de la camilla, levitó. Levitó a medio metro del piso.

Y abrió la boca, y sin moverla pronunció un extraño bisbiseo:

N’gai, n’gha’ghaa, bugg-shoggog, y’hah; Yog-Sothoth, Yog-Sothoth…

Los científicos no podían comprender qué salía de la boca del cadáver, qué significaba todo eso. ¿Un conjuro, maldiciones? ¿Vestigios de vida inteligente de otro planeta? ¿La puerta hacia otra dimensión? ¿O simplemente, ni más ni menos, la resucitada acababa de proferir en su lengua la palabra “mamá”, esa universal demanda de amor, de protección? Ellos no podían saberlo, ni siquiera imaginar que ese cuerpo inerte había reproducido decenas de dialectos antiguos. Dialectos tan antiquísimos, olvidados hace siglos por el hombre. Dialectos tan desconocidos, quizá recitados por los primeros dioses. Dialectos tan funestos, que tan sólo oírlos presagiaban un maldito final.

Un destello amatista encandiló a los científicos. Después del intenso esplendor, y frente a ellos, apareció una criatura envuelta con un manto hecho de harapos. Un fulgor blanco mortecino rodeaba a tanta negrura. Los observó con sus miles de ojos. Sonrió, mostrando sus millares de lenguas. Dejó caer el pesado volumen que reposaba contra su pecho. El libro de la vida cayó abierto. Se entrevieron garabatos en lugar de nombres: un presagio de finales sin final.

Y la Muerte miró el cadáver de la joven, esperando… Y ella terminó de abrir los ojos.

Y al advertir el voraz apetito del cadáver andante de la mujer, la Muerte la tomó de la mano y desapareció como había aparecido.

Los científicos habían liberado de su eterna labor a la Muerte: ella jamás volvería a segar una vida.

Y los muertos se aprestaron a abandonar sus tumbas.

 

 

 * Mario Zegarra (Lima, 1982) estudió Literatura Hispánica en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Entre 2017 y 2019 tuvo un intenso entrenamiento como narrador y poeta en el Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco. Reseñas de libros suyas han aparecido en Fin (Buenos Aires) y Lienzo (Lima). A partir de anotaciones tomadas cuando aún cursaba la carrera de Literatura y trabajaba como librero, publicó el thriller Tan ignorado como aquí (Bärenhaus, 2019), novela muy bien recibida por la crítica y los lectores. Su segunda novela, el hardboiled Un maníaco homicida a la vez (Bärenhaus, 2021) acaba de publicarse. Ahora se encuentra corrigiendo su tercera novela: La maldad es un mandamiento en tierra de nadie.

El relato que hoy publicamos también aparece magistralmente leído por Luis Moretti en su canal y pódcast Noches de pluma y tinta.

Más información:

mariozegarra.com

https://www.editorialbarenhaus.com/authors/mario-zegarra/

https://youtu.be/L6_YC9vafrg

(Pueden ver también su participación en algunos programas del Canal TCyC en los siguientes enlaces:

https://www.youtube.com/watch?v=O9oDUYOlzBI&t=52s

https://www.youtube.com/watch?v=J7gsVLkky2M&t=1364s

https://www.youtube.com/watch?v=piFd045bqOc&t=2s)

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La mirada perfecta

Por Pablo Ludueña *

 

A Fede no le extrañaba: Rochi ni siquiera había tocado su pebete de salame. Siempre con la mirada perdida, se pasaba los dedos por los agujeros de los lóbulos de las orejas, perforados con aros expansores. De vez en cuando atendía su tic: restregarse los ojos. Esos enigmáticos ojos, los más hermosos de toda la facu. Federico se dio vuelta y miró desde el fondo hacia las mesas de adelante del bar, repletas de boludos que, como la mayoría, ignoraban los placeres más selectos.

Pero Rochi era distinta. No había una sola mina que pudiera competir con ella. Ni en el bar de la facu, ahora, ni en toda Ciudad Universitaria había una chica así.

Fede sacó el lápiz, chiquito, consumido por el uso, y el cuaderno, lleno de dibujos. Buscando una página en blanco, hojeó algunas de sus creaciones.

Una paloma muerta.

Lo había inspirado un trapo roñoso que vio a un costado de la escalinata. La dibujó con plato y tenedor, servida ante la Jefa de Diseño, vieja conchuda.

Otra: las cabezas de varios compañeros, conectadas en fila al cuerpo de un ciempiés.

En la siguiente aparecía el Doctor Bizarro, un personaje que había inventado tiempo atrás. Sonreía ―una amplia sonrisa repleta de colmillos―, y empuñaba un bisturí que goteaba sangre.

Mientras Fede dibujaba, Rochi se puso a darle pataditas a la mesa con sus potentes borcegos. Tanto la sacudía que él debió mandarse el cuaderno al regazo. Como acostumbraba dibujarla en clase sin que se diera cuenta, esbozarle un retrato teniéndola de frente le resultó sencillo.

Aunque, por las caras que ella ponía ―caras de aburrimiento, caras de impaciencia―, Fede se dijo que lo mejor era apurarse a terminar. Retocó algunas líneas, y enseguida arrancó del cuaderno el dibujo y se lo deslizó por la mesa, sorteando un charco de Gatorade.

―Qué convencional, nene ―dijo Rochi, haciéndolo un bollo con su mano de uñas moradas―. ¿Podemos hacer algo que no tenga que ver con la puta facu?

Federico lo pensó. Se inclinó para adelante, furtivo, ocultando con el cuerpo su parte de la mesa.

―Si te animás… ―Sacó del bolsillo su cuchillo mariposa, y lo dejó ante Rochi, quien ya se lo había visto mil veces. Así, sin abrir, el Filipino no tenía el aspecto agresivo que se ve en esas pelis del Bronx―. ¿Te enseño a lanzar este juguetito? ¿Te animás?

―Obvio.

 

Dejaron atrás los pabellones de esa fosa común para meterse entre los árboles, entre las cortaderas, los juncos y la basura de la costa. Ningún ruido, sólo el agua barriendo la orilla y el tronar de algún avión que se alejaba. Por el camino no vieron a nadie. Iban juntando botellas de plástico, latas, hasta que llegaron a un trozo de pared extraviado en la maleza. Fede fue poniendo en fila y sobre el borde las botellas y las latas. Y sacó de nuevo el Filipino.

Lo abría y lo cerraba con destreza en la palma, gracias a miles de tutoriales vistos en YouTube durante las horas en que debería haber estudiado. Rochi lo miraba atentamente, hasta que él hizo volar el arma contra una de las botellas, que cayó traspasada.

―Ese es mi corazón ―dijo Fede―, que se hace trizas cada vez que me ignorás. ―Rochi se restregó los ojos y puso cara de orto―. No me hagas caso. Vamos a lanzar, yo te enseño.

Tiraron por turnos, una vez cada uno. Siguiendo las instrucciones, Rochi acertó varias veces.

Después de darle a una lata, ella fue a recuperar el Filipino, y Fede se lo pidió. Rochi se quedó en silencio, mirándolo tirar.

―En la clase ―le dijo, con tono cómplice―, te vi hacer dibujos sangrientos.

Se acercó al pie de un palo borracho, donde habían dejado las mochilas. Abrió la de él, y se puso a revisársela. Federico la dejaba hacer: lo excitaba pensar en qué le diría ella cuando

descubriese sus dibujos, sobre todo los dibujos del Doctor Bizarro. De entre los cuadernos, Rochi sacó una hoja suelta, y giró hacia él:

―Basta de chamuyarme. Quiero que me hagas lo que este doctor le hace a la chica. ―Le dio un golpe a la hoja con la punta del cuchillo―. ¿Soy yo esa chica?

A Fede escuchar eso lo sobresaltó: vivía fantaseando con lo que Rochi acababa de proponerle. No se había sorprendido al descubrir que ella se iba convirtiendo en el centro de su más profundo deseo, en el objeto a operar en sus sueños quirúrgicos. De la misma forma en que aprendió a usar el Filipino viendo tutoriales, copiaba mal que mal las técnicas usadas por los cirujanos. En YouTube había de todo. Empuñando el bisturí, trazando cortes en pollos y descuajando huesos y desmembrando cuartos de res ―una vez el carnicero le consiguió una cabeza de vaca y todo―, encerrado en su pieza, se imaginaba practicando esas mismas técnicas en Rochi. Y ahora su sueño estaba por cumplirse. Le quedaba claro: ella, hastiada con ciertas partes de su cuerpo, necesitaba de su ayuda. Había gente así. Más de mil casos que cualquiera podía investigar en la web.

―Soy yo esa chica ―repitió Rochi, pero ya no se trataba de una pregunta. El viento que venía del río le sacudía el pelo.

―¿Me vas a dejar, estás segura?

―Tomá. ―Ella le ofreció el arma.

―Acá no, Rochi. Vamos a mi departamento. Pero primero pasemos por un Farmacity. ―¿Por?
―Necesitamos varios artículos de farmacia.

 

Acurrucados los dos en la cama, Rocío, con la cabeza cubierta por espesas capas de vendas, no se separaba del pecho de él. Extirpadas, las dos esferas flotaban en una solución de alcohol.

Sin duda alguna, se veían aún más espléndidas afuera de las cuencas de su compañera.

 

 

  * Pablo Ludueña es agente inmobiliario. Nació y vivió en Caballito, actualmente reside en Belgrano. Sus autores preferidos son H. P. Lovecraft, Edgar Allan Poe, Stephen King y Bram Stocker. Otros de sus intereses son el buen cine, las historietas, y la animación japonesa. Su dibujante preferido es M. C. Escher. Trabaja en un libro de cuentos de terror fantástico con Marcelo di Marco en el Taller de Corte y Corrección, en donde es alumno desde 2018, y es colaborador en terror.com.ar, sitio especializado en literatura y cine del género. (Ver nota: Tres excelentes películas con efectos especiales prácticos).