Fin Rotating Header Image

Pecho de acero

Por Octavio Hernández *

 

I

Clark Kent escribía en su escritorio el reporte del día. El lápiz grafito dibujaba en la hoja de oficio unas letras irregulares y toscas. Miró, desde el nuevo edificio del Daily Planet, por la ventana, y el sol fulgurante lo hizo pestañear.

En este día soleado de marzo, se le informa a la gente de Metrópolis que, desde la última batalla con Superman, no se ha visto al malvado Lex Luthor. Pero eso no quiere decir qu…

Golpes a la puerta del vestíbulo lo interrumpieron. ¿Quién llamaría a estas horas? Se paró y pegó la oreja en la puerta de su deslumbrante despacho. Escuchó los pasos de Mamá Kent encaminarse hacia la entrada, y enseguida la puerta del departamento, que se abría.

—¿Lucía? —dijo Mamá Kent, y la entonación denotaba que la visita no era la más oportuna.

—¿Quién más si no? ¿Acaso el conchesumadre con el que te casaste?

Clark Kent se pegó con la manito en la frente: no le caía nada bien esa bruja de la abuela, y lo que menos le caía bien de ella eran sus disparates.

—Yo también estoy feliz de verte —dijo Martha Kent—. Entra.

Clark escuchó unos pasos de tacones afilados sobre la cerámica, y la voz gastada de la bruja murmurando:

—…en el piso trece.

—Cocinaba pescado. ¿Te vas a quedar a almorzar?

—No me interesa tu pescado. Te mudaste al piso trece.

—No me iba a quedar con los brazos cruzados ―Mamá Kent soltó un sollozo―, mientras el hijo de puta me amenazaba con un arma.

—Pero no nos tengas rencor. Olvídate de eso. Aún eres bienvenida en mi casa. Piénsalo, aunque sea por el niño. ¿No ves que él se cree…? —Después la bruja masculló en voz baja algo que Danilo, pegado a la puerta de su pieza, no logró entender.

—Él estará perfectamente, no es tonto. No va a saltar.

—Bueno, haz lo que quieras. Yo cumplí con avisarte. —Otra vez los tacones, y el portazo.

Danilo deslizó la espalda contra la puerta, y se sentó. Miró las hojas de oficio desparramadas en la alfombra por el viento que entraba desde la ventana. Apoyó los codos en las rodillas y se cubrió los ojos. No le gustaban las discusiones. Y él sí que sabía de discusiones: solamente una semana atrás, un día antes de mudarse, Mamá había peleado con papá. Algo de un arma. No le sorprendía: Lex Luthor siempre diseñaba armas. Pero Superman ni se inmutaba y confiaba ciegamente en su increíble resistencia a los proyectiles. Recordó los quejidos de su Mamá:

—¿Qué? ¿En dónde conseguiste esa pistola? ¿Cómo mierda se te ocurre? Me voy, me voy, y no te voy a decir a dónde. ¡Danilo, arregla tus cosas que nos vamos ahora! Ya pasará el camión de la mudanza, y ahí te telefonearé.

Él sabía que Mamá venía buscando arriendos para alejarse de Lex Luthor. Y aquel día fue el detonante. Aquel día la madre arrancó lo más rápido, y se lo llevó con ella. Aunque eso lo entristeció un poco: ningún superhéroe escapa de un maldito villano. Pero huyeron nomás, y Mamá logró arrendar enseguida, pagando por anticipado un par de meses.

Al enterarse de que vivirían en la torre Pérez Zujovic a Danilo se le esfumó la tristeza: la torre se parecía al edificio del Daily Planet.

Ahora sí que Clark Kent tendrá su propia oficina, pensó dando saltitos y tomado de la mano de Mamá.

Ya en el nuevo departamento, Danilo se entretenía como siempre jugando a ser Superman. Al ataviarse con ese traje comprado por Mamá, algo dentro de él se transformaba. Vivía una sensación distinta del Danilo común y corriente, como si aquella capa roja y la S triangulada en el pecho y esas botas que calzaba un poco holgadas lo llenaran súbitamente de una valentía a prueba de cañonazos. Y qué bien se sentía correr con la capa aleteando detrás, qué encanto cuando se echaba hielos en la boca para entusiasmarse con la idea de tener un aliento gélido, o al poner la vista borrosa como si sus ojos de verdad se enrojecieran y expulsaran un mortífero rayo.

Pero nunca había logrado la ilusión de volar: cada vez que saltaba del sillón, golpeaba contra el piso de cerámica. Los moretones se volvieron una compañía constante, las vivas pruebas de sus fracasos. Cuando oía el resonar de los huesos contra el piso, la Mamá lo retaba, y le decía que era un humano y no un pájaro. Y que él, a sus siete años, debía dejar de fantasear con ser Superman.

—Es por tu bien —le decía Mamá—. No quiero que te sigas dañando así.

Él aceptaba a regañadientes y seguía jugando con sus otros poderes, o a ser Clark Kent redactando una nota: Danilo ya había aprendido a escribir antes que ningún compañero.

Alrededor de la segunda semana, una noche a Danilo los sobresaltaron unos sollozos. Dejó a un lado el cómic con que estaba fantaseando, y afinando el oído advirtió que venían de la pieza de Mamá.

De dónde si no, se dijo, aunque él tenía esperanzas de que el llanto proviniera de alguna ventana vecina.

Con paso de las noches, descubrió que a la pobre la llamaban por celular. Casi siempre, después de algunos murmullos irascibles, venían los sollozos.

Así que preparó un plan para defenderla: en la mañana, cuando Mamá aún estuviese durmiendo, investigaría en su celular. Él, siendo Superman, tenía el deber de velar por la seguridad de todos los ciudadanos de Metrópolis, y más si se trataba de Mamá Kent.

Esa misma noche, no bien oscureció, Danilo puso una alarma a las ocho de la mañana en su reloj de Superman. Al acostarse, una emoción se le agolpó en el pecho: ¡por fin una misión que cumplir, y más para ayudar a Mamá!

No bien sonó el despertador, él saltó de la cama y lo apagó: no fuera que ella también se despertara. Un largo bostezo lo hizo lagrimear, y se frotó los ojos. Después fue a la puerta de su pieza, la abrió con extremo cuidado, y se mandó de puntillas a la pieza de Mamá. Encontró la puerta entornada, así que la empujó un poco, y se deslizó como un gato.

El débil sol del amanecer no lograba traspasar las cortinas: la oscuridad era absoluta. La madre roncaba. Danilo se quedó inmóvil, preguntándose en dónde habría dejado ella el Motorola, cuando, desde el velador, una luz centelleó: Mamá acababa de recibir una notificación.

Conteniendo el aliento, Danilo se encaminó a la mesa de luz. En la penumbra ―ya se le habían acostumbrado los ojos―, él debía valerse de su memoria, y rogaba por que no se le interpusiera una zapatilla, o algo así. Pero pudo llegar, y se puso a tantear el velador. En eso botó algo que, al caer, rebotar y rodar le sonó como una lata de esas que Mamá compraba cuando se encontraba triste. El agrio olor se lo confirmó: cerveza. Echó un rápido vistazo a Mamá: seguía durmiendo. Después volvió a tantear. Palpó la superficie vidriosa de… ¿la mesa de luz? ¡No, era el display del Motorola, por los bordes protegidos con la carcasa de plástico! Lo agarró como quien obtiene un trofeo, y se lo llevó a su pieza con el mismo sigilo con que había entrado.

Una vez en el cuarto, prendió el celular, y fue al historial de llamadas. Grande fue su enojo al descubrir que el llanto lo causaba el mismísimo Lex Luthor: llamaba día y noche, con una insistencia terrible. Así que Lex Luthor no ha desaparecido, pensó Danilo, los dientes apretados y la cara tensa. Sigue actuando, pero esta vez bajo las sombras, como una vil rata. Pero eso tiene que acabar en este mismo instante, y de una vez por todas.

Pensó en cómo actuar. Quizá yendo hasta la casa de Lex Luthor y enfrentarlo. Pero no, no sabía ni siquiera manejarse bien en las calles, tampoco subirse a la micro o al metro. ¿Y además con qué plata?

Él tendría que venir al departamento, pensó. ¿Pero cómo?

Miró el celular. Y, al igual que en las historietas, sintió que una ampolleta se le encendía: le escribiría un mensaje por WhatsApp, con tanta furia y con tantos disparates ―aprendidos por cortesía de la abuela— que no se resistiría a venir. Lo incitaría, además, agregándole la dirección del departamento, y diciéndole que no le importaba ningún arma creada por él, que de todas formas le golpearía hasta dejarlo inconsciente.

No le resultó difícil redactar aquel mensaje cargado de odio.

Así que sólo tuvo que esperar su llegada.

 

 

 

II

 

Esther se despertó a eso de las diez de la mañana. Aun con somnolencia, estiró la mano al velador, en busca del celular. Al no encontrarlo, descorrió la cortina, y la luz que sobrevino le animó a levantarse. Pensó en lo bueno que era vivir en un departamento para ella sola con su hijo, pese a que algunas veces le daban ganas de llorar por las llamadas de ese desgraciado. Al menos, él se mantenía alejado de ella. De ella y de su Danilo.

Se fue a la cocina, sacó de la lata de la alacena los panes de ayer y los metió en el horno. Puso el agua a hervir, y llevó a la mesa las tazas, el queso, la mantequilla y todo lo necesario para desayunar. Después fue a la pieza de Danilo: lo encontró panza arriba en la cama, leyendo un cómic y vestido con su fiel traje de Superman.

—Vamos a comer—dijo ella, y volvió al comedor.

Él la seguía con un aire de tensa expectativa. A lo lejos resonó como un petardo, de esos que de niña lanzaba Mamá para Año Nuevo, según le había contado ella. Ninguno de los dos le tomó importancia.

Cuando se sentaron a la mesa de la cocina, Esther preguntó si le pasaba algo.

—Nada —dijo Danilo sacando un pan de la canasta—. Sólo tengo hambre.

—Ah. ¿Y has visto mi celular?

—Mamá, tú sabes que ni lo ocupo.

—Qué extraño. —Esther sorbió un poco de té, y enseguida miró a Danilo—. Anoche lo dejé en el velador. ―Lo miró de nuevo―. ¿Y por qué ese disfraz?

―Siempre lo uso.

―Pero nunca tan temprano te lo he visto.

Danilo sacó pecho:

—Porque tengo que derrotar a un villano.

—Tú siempre sales con cada tontera. —Tomó un pan de la canasta—. Leer tanto cómic te hace mal.

—Pero, Mamá, es mi única diversión: no ocupo ni el celu ni veo tele.

Esther abrió el pan y le untó mantequilla. Entonces sonó el timbre de la puerta. Danilo se sobresaltó.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Esther, parándose de la silla—. ¿Por qué tan alterado?

—Mamá, mejor ándate a la pieza, que la puerta la abro yo.

La madre hizo un gesto como quien no les da importancia a las palabras, y se encaminó a la puerta.

—Pero mam…

—Yo la abro —dijo ella. Y miró a Danilo, que se había levantado ya—. Cálmate.

Mientras Esther se acercaba, pensó en que el conserje no la había llamado. Acaso sería un vecino necesitado de ayuda.

¿O sería…?

No, aquel hijo de puta no podría ser el que estaba tocando el timbre: no sabía la dirección y, aun si la hubiera descubierto, el conserje le habría avisado a ella de su llegada, claro.

Al acercarse al pomo, oyó una respiración agitada, como de animal.

No tenía por costumbre espiar por la mirilla, pero esta vez tomó todas las precauciones. Y no tuvo tiempo ni de darse cuenta de su error: el patadón con que aquella bestia abrió hizo que la arista de la puerta le pegara en la frente. Y ahí, con la cara enrojecida de furia, el hijo de puta la apuntaba con un arma.

—Qué mierda fue ese mensaje —preguntó el monstruo, mientras Esther retrocedía, perpleja—. ¡Respóndeme!

Ella no entendía nada. ¿A qué mensaje se refería aquel maldito? Sólo atinó a cubrirse la cara con las manos. Oyó unas pisadas rápidas, un grito agudo, y luego una detonación. Y también oyó la caída de algo contra el suelo, y el ruido le recordó a Danilo saltando del sillón a la cerámica del piso.

Abrió los ojos, esperando encontrarse perforada por una bala, pero en lugar de eso vio, tirados a sus pies, la capa revuelta, el traje azul ensangrentado. Vio los brazos, temblorosos. Las botas sacudiéndose en convulsiones.

El hijo de mil putas de aquella bestia trató de disparar de nuevo, pero el arma se había quedado sin munición. Entonces, la tiró y huyó a toda carrera.

Esther vio esos ojitos que la miraban como los ojos asustados de quien no sabe dónde está.

—Mami… —La voz era apenas un murmullo.

Ella terminó de darse cuenta, de tomar consciencia real.

No pudo ni siquiera abrir la boca. Y se agachó para abrazarlo, aunque sabía que debía llamar a la ambulancia.

—Mami, ¿esa bala era de Kryptonita?

Y aquello fue lo último que Esther le oyó decir.

 

 

 * Octavio Hernández nació en 2001 en la ciudad de Antofagasta. Actualmente reside en Santiago, ya que ingresó a estudiar Cine y Televisión en la Universidad de Chile. Recién quiso escribir por el 2019: fue su año sabático. Sin embargo, ya desde niño se interesó por lo narrativo: gustaba de leer comics, de ir al cine los sábados y de las novelas obligatorias del colegio, aunque después aprendió a disfrutar de las lecturas por cuenta propia con los libros de Stephen King.

Desde 2020 asiste al Taller de Corte y Corrección, en donde ha aprendido y sigue aprendiendo las técnicas para contar mejor una historia.

 

Créditos de las ilustraciones:
** Alex Ross. En https://kobayashisdomain.blogspot.com/2013/07/alex-ross-superman.html?view=flipcard
*** Brad Walker. En https://comicbookfanlover.blogspot.com/2020/05/relatos-del-multiverso-oscuro-la-muerte.html

 

 

Cuatro ventanas al núcleo

Por Juan Bautista Petrini *

 

 Testimonio del insomne

 

Amanece negro, inexplicable:

un cielo frío en un invierno

profundo. La ciudad se levanta

en murmullos cortos

a la luz de un sol muerto.

 

 

 

 

En tinta

 

Cuando la mano vibra

y corre hacia las hojas,

y el corazón se deja en tinta,

cuánto más se vive

que sólo respirando

el aire sin sentido

de los comunes días.

 

Allá, entre los versos escondida,

marcha libre y fugaz, la vida.

 

 

 

 

La antorcha

 

Del polvo que hoy sopla

sobre la tierra, y la recubre;

de la historia que sin descanso

han pujado los milenios;

y del Tiempo que hoy, solo,

se contempla desde el fin, caducar sereno,

se levanta un soplo, un aletear distinto

que trae, lejanos, los cantos heroicos.

 

Es el paso firme de las almas

que de pie su propia vida dejaron,

marchando cara al sol, al Eterno.

 

A la poeta

 

Tu paso firme marcha

templado por las sierras,

me dijiste en un momento,

entre tus tantos silencios.

¿Sabré alguna vez

qué pesar encerraba

la oscuridad de esos ojos tuyos?

Yo sólo sé y confío

que toda noche lleva al día.

Todo enigma, a una respuesta.

Toda promesa, a un reencuentro.

 

 

 

 

Ilustraciones: Camila Duhalde

(https://www.behance.net/camiladuhalde)

 

  * Juan Bautista Petrini nació en la Ciudad de Buenos Aires en el año 2000. Es un joven militante de la causa nacional, estudiante de Filosofía (UBA), representante de ventas, y —por sobre todo— poeta.
Entró al Taller de Corte y Corrección en 2017, y desde entonces trabaja en su escritura. Su vocación artística podría resumirse en un brevísimo poema suyo: «Si hay un motivo/para legar la antorcha/de la belleza, escribo».

 

Demorados

Por Emilse Mancebo *

 

Como todas las mañanas, Rogelio se masturba, le arranca unas hojas al rollo de cocina y se seca. Cierra la Playboy, la deja tirada en la cama.

Mira el reloj: ya tendría que haber salido a trabajar. Lo bueno de no tener patrón es que maneja sus horarios como le viene en gana. Se pone el pantalón cargo, una camisa a cuadros a la que le faltan algunos botones, y se calza las alpargatas. Se queda un rato mateando a la sombra del ceibo, hasta que junta ganas y se dispone a salir.

Va al baño, levanta la tabla del inodoro, y larga una meada interminable que imagina como cerveza. Se mira al espejo y sonríe. No está tan mal para su casi medio siglo: todavía tiene pelo, y las patas de gallo lo hacen interesante. Se pone a contar las piezas que le faltan: entre dientes y muelas, nada menos que ocho. Si tuviera plata para arreglarse el comedor, no se le haría tan difícil conseguir minitas.

La canasta de mimbre ya está enganchada en el manubrio de la bicicleta. Rogelio saca las tortas fritas que dejó en el horno de barro la noche anterior, y las vuelca adentro de la canasta. Se emboca el sombrero Panamá ―legítimo―, y se sube a la bicicleta. Y arranca a pedalear hacia la ciudad.

A medida que se acerca a la ruta, nota que el tránsito está detenido. Oye bocinazos, puteadas, y cuando llega al acceso se da cuenta de que está todo colapsado. Parece que hubo un accidente. Pero, a juzgar por la cantidad de autos atascados, se nota que la Policía Vial no es capaz de controlar la situación.

Se tira para la banquina entonces. Tendría que haber salido más temprano: el mejor horario para vender tortas fritas es a la mañana. Ahora el sol raja la tierra, y, como no abran el paso rápido, Rogelio va a tener que adentrarse en el campo y buscar un refugio a la sombra. Apoya la bicicleta contra un poste de luz, y prende un Marlboro.

Y se entretiene mirando a la gente adentro de los autos. La mayoría habla por teléfono, pero algunos ya se bajaron y tratan de averiguar qué está pasando cerca del peaje. Rogelio para la oreja y escucha diferentes versiones:

―Atropellaron a una persona.

―Una vaca cruzó la ruta, y chocaron un auto y un camión.

―Iban corriendo picadas, y volcó un auto.

No importa qué pasó realmente: la cuestión es cómo salir de ese embotellamiento lo antes posible. Entonces, una pelirroja alta y hermosa como una modelo ―un monumento, un ángel― se acerca por la banquina. El calor que brota del asfalto, convertido en espejismo, la envuelve en una especie de aureola, como los santos de las estampitas.

Él da una pitada profunda y apaga el cigarrillo en el pasto. Y se apura a abrir la cámara del celular: la mina está más buena que muchas de la Playboy. Le saca una foto, guarda el teléfono en el bolsillo de la camisa y se frota las manos como quien se prepara para lo bueno que está por venir: qué festín se va a dar a la mañana siguiente.

Rogelio la tiene tan cerca que puede oler la melena agitada por la brisa. Cuanto mejor la ve, más hermosa le parece: el cabello ondulado, los anteojos de sol propios de una diva, los labios carnosos, el escote insinuante.

―Buen día ―dice ella.

Con cada paso que da, las tetas se bambolean: no debe de haberse puesto corpiño. Qué manera de hacerse los ratones. El vestido de leopardo y los stilettos rojos. Las pantorrillas torneadas, la redondez de la cadera y la cintura de avispa.

Ella sigue caminando hacia donde está él, y Rogelio se ilusiona con que va hacia él realmente. Sus ardorosos pensamientos le laten en el pantalón. Se encorva lo suficiente como para disimular el bulto que crece en la bragueta, y prende otro cigarrillo.

―Buen día ―repite ella sacándose los anteojos, y a él no le caben dudas: se está dirigiendo a él, sin joda. Los ojos son de un color verde eléctrico, como los chalecos de la Policía Vial, y Rogelio queda hechizado ante esa mirada vibrante―. ¿A cuánto me deja las tortas fritas? ―Él no atina a responder, y se queda mirándola con la boca abierta―. ¿Señor?

―Sí, disculpe.

―Las tortas fritas. Qué salen.

Rogelio lanza una bocanada de humo, con cuidado de no abrir la boca más de la cuenta. Si ella nota que al comedor le faltan la mitad de los muebles, él perderá su mejor oportunidad.

―¿Cuántas quiere? Puedo hacerle precio por docena.

―Soy una tonta. ―Ella estira los brazos y le muestra las manos vacías―. Me dejé la cartera en el coche.

―No se preocupe. ―Él sonríe con la boca cerrada, y se ladea el sombrero en un intento de hacerse el interesante―. Agarre las que quiera, y después arreglamos. Total, muy lejos no se va a ir: mire, doña, cómo están los coches. Una cosa de locos.

Y se queda mirando el camino, por encima del hombro de la pelirroja. Ella se da vuelta, y enseguida vuelve sus ojos hacia él:

―Tiene razón. Tenemos para un rato largo.

―Ahora no se me haga la nena vergonzosa y cómase una. ―Él señala las tortas fritas, pero en su mente excitada piensa que la mujer podría malinterpretar el comentario.

Entonces ella mira hacia los pastizales que bordean la ruta, hacia un sauce llorón que a Rogelio le parece un buen lugar para guarecerse, y dice:

―¿Habrá un lugar fresco para esperar hasta que esto se descongestione?

Él se pasa la mano por la frente transpirada. ¿Se habrá insolado y ahora tiene alucinaciones? O se habrá quedado dormido. Pero ese calor adentro del pantalón es tan real como las tetas de esa mujer que ahora se inclina sobre la canasta. El escote cede a la gravedad y revela hasta el último detalle de esa carne que se sacude por debajo de la seda.

Ella agarra una torta frita, da un mordisco, y se relame. Le agarra las manos a Rogelio y se las huele:

―¿Usted las amasa? ―Y muerde otro pedazo―. Vamos a la sombra.

El tránsito sigue atascado. Él le pide a un automovilista que le cuide la bicicleta:

―La señora necesita ir al baño ―miente, y el tipo se lo queda mirando―. La voy a acompañar.

Baja el terraplén, y como en una película agarra a la mujer de la cintura y la ayuda a saltar: ya han quedado fuera de la vista de la hilera de autos. Y ella se mete entre las cortaderas, se escabulle entre los penachos, y por momentos Rogelio la pierde de vista. Hasta que llegan al sauce llorón. Ella se apoya contra el tronco y arquea la espalda. Él se acerca y ella vuelve a agarrarle las manos, y se las apoya sobre las tetas:

―Muéstreme cómo amasa.

Él se deja llevar y le mete una mano por adentro del vestido. La besa en la boca y en el cuello, y con la otra mano le baja la bombacha.

―¿Voy demasiado rápido?

―No, no pare. Necesito un hombre que me haga sentir viva.

Rogelio no puede controlarse, y termina antes de lo que hubiera querido. Y a ella se le caen las lágrimas.

―Perdón ―dice él, y le lame las mejillas―. Si quiere, volvemos a empezar. Y la acaricia, la besa, saca de la galera todas sus habilidades para estimularla. Pero, por más que se esfuerza, ella no responde:

―No siento nada ―dice sollozando―. No siento nada.

Sale corriendo, trastabilla y cae. Rogelio corre detrás.

―¡Espere, señora!

Ella se levanta, y sigue corriendo hacia la ruta. Lleva los stilettos en la mano, y se aleja. Con cada paso se hace más y más pequeña, se pierde entre los penachos y reaparece en el terraplén. Rogelio se apura y la alcanza. Ella queda parada en medio de la ruta, frente a un auto destrozado. La luz de los patrulleros le pinta la cara de azul. Él intenta acercarse, pero un policía lo frena:

―No se puede pasar, señor.

―Estoy con la señora.

―Qué señora.

Rogelio mira por detrás del oficial. Tendido sobre el asfalto hay un cuerpo, cubierto de la cintura para arriba. Sobresalen el vestido de leopardo y los stilettos rojos. Perplejo, se da media vuelta y va a donde dejó la bici. Y busca en su celular la prueba de que esa mujer es la misma que estuvo con él hasta hace un rato. Todavía huele su perfume.

Saca el teléfono y mira la foto. La banquina, la caravana. Y un cuerpo, como hecho de luz, que flota entre las cortaderas.

 

 

 

* Emilse Mancebo nació en Buenos Aires en 1965. Hija única, se crio en un casa grande mayormente habitada por fantasmas y por adultos supersticiosos. El alunizaje, el asesinato de Sharon Tate, y el accidente aéreo en el que perdieron la vida Norma Fontenla, José Neglia y el cuerpo de baile del Teatro Colón marcaron su infancia. Bela Lugosi, Boris Karloff y Bette Davis la influenciaron en sus juegos, y más adelante en sus historias.

Su vida de adulta se divide entre el trabajo como empleada bancaria, y el arte. Estudió canto lírico y participó de varios coros, bajo la dirección de Charlotte Stuijt, Guillermo Dorá, Pablo Dzodan. Tomó cursos de clown con Lila Monti y Darío Levin.

A los 7 años escribió su primer poema, a su maestra de segundo grado. Y, aunque siempre tuvo la necesidad de expresarse a través de la palabra, recién en 2005 se decidió a incursionar en el mundo de los talleres literarios. Su primer maestro fue Pablo Pérez y desde hace varios años es alumna de Marcelo di Marco y trabaja en su primer libro de cuentos.

ResurrectionMachine®

Por Mario Zegarra *

 

Fue en 2017.

El despertar de los muertos.

El principio del fin.

 

Sufría una arcada tras otra, la consumían las convulsiones. Sobre la mesa del quirófano, se arqueaba en formas imposibles.

—¡Apresúrense, activen el sistema! —dijo atropelladamente uno de los científicos—. Contamos con apenas segundos.

Y ResurrectionMachine® fue activada: por el conducto que la unía a la moribunda, una solución magenta se escurrió rumbo a la carótida.

El maltrecho cuerpo de la mujer se retorcía en sacudidas estrepitosas, y la garganta exhaló un estertor final.

—Rápido —ordenó otra de las eminencias—, oprime ese condenado botón. Si todo sale como lo planificamos, resultará.

Cuando el fluido terminó de ingresar del todo, sin que mediase otra cosa, el cadáver se agitó.

Pero los científicos no pudieron asimilar el éxito que implicaba aquel prodigio.

Porque la no-muerta hizo algo más, algo impensado: después de incorporarse y saltar de la camilla, levitó. Levitó a medio metro del piso.

Y abrió la boca, y sin moverla pronunció un extraño bisbiseo:

N’gai, n’gha’ghaa, bugg-shoggog, y’hah; Yog-Sothoth, Yog-Sothoth…

Los científicos no podían comprender qué salía de la boca del cadáver, qué significaba todo eso. ¿Un conjuro, maldiciones? ¿Vestigios de vida inteligente de otro planeta? ¿La puerta hacia otra dimensión? ¿O simplemente, ni más ni menos, la resucitada acababa de proferir en su lengua la palabra “mamá”, esa universal demanda de amor, de protección? Ellos no podían saberlo, ni siquiera imaginar que ese cuerpo inerte había reproducido decenas de dialectos antiguos. Dialectos tan antiquísimos, olvidados hace siglos por el hombre. Dialectos tan desconocidos, quizá recitados por los primeros dioses. Dialectos tan funestos, que tan sólo oírlos presagiaban un maldito final.

Un destello amatista encandiló a los científicos. Después del intenso esplendor, y frente a ellos, apareció una criatura envuelta con un manto hecho de harapos. Un fulgor blanco mortecino rodeaba a tanta negrura. Los observó con sus miles de ojos. Sonrió, mostrando sus millares de lenguas. Dejó caer el pesado volumen que reposaba contra su pecho. El libro de la vida cayó abierto. Se entrevieron garabatos en lugar de nombres: un presagio de finales sin final.

Y la Muerte miró el cadáver de la joven, esperando… Y ella terminó de abrir los ojos.

Y al advertir el voraz apetito del cadáver andante de la mujer, la Muerte la tomó de la mano y desapareció como había aparecido.

Los científicos habían liberado de su eterna labor a la Muerte: ella jamás volvería a segar una vida.

Y los muertos se aprestaron a abandonar sus tumbas.

 

 

 * Mario Zegarra (Lima, 1982) estudió Literatura Hispánica en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Entre 2017 y 2019 tuvo un intenso entrenamiento como narrador y poeta en el Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco. Reseñas de libros suyas han aparecido en Fin (Buenos Aires) y Lienzo (Lima). A partir de anotaciones tomadas cuando aún cursaba la carrera de Literatura y trabajaba como librero, publicó el thriller Tan ignorado como aquí (Bärenhaus, 2019), novela muy bien recibida por la crítica y los lectores. Su segunda novela, el hardboiled Un maníaco homicida a la vez (Bärenhaus, 2021) acaba de publicarse. Ahora se encuentra corrigiendo su tercera novela: La maldad es un mandamiento en tierra de nadie.

El relato que hoy publicamos también aparece magistralmente leído por Luis Moretti en su canal y pódcast Noches de pluma y tinta.

Más información:

mariozegarra.com

https://www.editorialbarenhaus.com/authors/mario-zegarra/

https://youtu.be/L6_YC9vafrg

(Pueden ver también su participación en algunos programas del Canal TCyC en los siguientes enlaces:

https://www.youtube.com/watch?v=O9oDUYOlzBI&t=52s

https://www.youtube.com/watch?v=J7gsVLkky2M&t=1364s

https://www.youtube.com/watch?v=piFd045bqOc&t=2s)

Home base

La mirada perfecta

Por Pablo Ludueña *

 

A Fede no le extrañaba: Rochi ni siquiera había tocado su pebete de salame. Siempre con la mirada perdida, se pasaba los dedos por los agujeros de los lóbulos de las orejas, perforados con aros expansores. De vez en cuando atendía su tic: restregarse los ojos. Esos enigmáticos ojos, los más hermosos de toda la facu. Federico se dio vuelta y miró desde el fondo hacia las mesas de adelante del bar, repletas de boludos que, como la mayoría, ignoraban los placeres más selectos.

Pero Rochi era distinta. No había una sola mina que pudiera competir con ella. Ni en el bar de la facu, ahora, ni en toda Ciudad Universitaria había una chica así.

Fede sacó el lápiz, chiquito, consumido por el uso, y el cuaderno, lleno de dibujos. Buscando una página en blanco, hojeó algunas de sus creaciones.

Una paloma muerta.

Lo había inspirado un trapo roñoso que vio a un costado de la escalinata. La dibujó con plato y tenedor, servida ante la Jefa de Diseño, vieja conchuda.

Otra: las cabezas de varios compañeros, conectadas en fila al cuerpo de un ciempiés.

En la siguiente aparecía el Doctor Bizarro, un personaje que había inventado tiempo atrás. Sonreía ―una amplia sonrisa repleta de colmillos―, y empuñaba un bisturí que goteaba sangre.

Mientras Fede dibujaba, Rochi se puso a darle pataditas a la mesa con sus potentes borcegos. Tanto la sacudía que él debió mandarse el cuaderno al regazo. Como acostumbraba dibujarla en clase sin que se diera cuenta, esbozarle un retrato teniéndola de frente le resultó sencillo.

Aunque, por las caras que ella ponía ―caras de aburrimiento, caras de impaciencia―, Fede se dijo que lo mejor era apurarse a terminar. Retocó algunas líneas, y enseguida arrancó del cuaderno el dibujo y se lo deslizó por la mesa, sorteando un charco de Gatorade.

―Qué convencional, nene ―dijo Rochi, haciéndolo un bollo con su mano de uñas moradas―. ¿Podemos hacer algo que no tenga que ver con la puta facu?

Federico lo pensó. Se inclinó para adelante, furtivo, ocultando con el cuerpo su parte de la mesa.

―Si te animás… ―Sacó del bolsillo su cuchillo mariposa, y lo dejó ante Rochi, quien ya se lo había visto mil veces. Así, sin abrir, el Filipino no tenía el aspecto agresivo que se ve en esas pelis del Bronx―. ¿Te enseño a lanzar este juguetito? ¿Te animás?

―Obvio.

 

Dejaron atrás los pabellones de esa fosa común para meterse entre los árboles, entre las cortaderas, los juncos y la basura de la costa. Ningún ruido, sólo el agua barriendo la orilla y el tronar de algún avión que se alejaba. Por el camino no vieron a nadie. Iban juntando botellas de plástico, latas, hasta que llegaron a un trozo de pared extraviado en la maleza. Fede fue poniendo en fila y sobre el borde las botellas y las latas. Y sacó de nuevo el Filipino.

Lo abría y lo cerraba con destreza en la palma, gracias a miles de tutoriales vistos en YouTube durante las horas en que debería haber estudiado. Rochi lo miraba atentamente, hasta que él hizo volar el arma contra una de las botellas, que cayó traspasada.

―Ese es mi corazón ―dijo Fede―, que se hace trizas cada vez que me ignorás. ―Rochi se restregó los ojos y puso cara de orto―. No me hagas caso. Vamos a lanzar, yo te enseño.

Tiraron por turnos, una vez cada uno. Siguiendo las instrucciones, Rochi acertó varias veces.

Después de darle a una lata, ella fue a recuperar el Filipino, y Fede se lo pidió. Rochi se quedó en silencio, mirándolo tirar.

―En la clase ―le dijo, con tono cómplice―, te vi hacer dibujos sangrientos.

Se acercó al pie de un palo borracho, donde habían dejado las mochilas. Abrió la de él, y se puso a revisársela. Federico la dejaba hacer: lo excitaba pensar en qué le diría ella cuando

descubriese sus dibujos, sobre todo los dibujos del Doctor Bizarro. De entre los cuadernos, Rochi sacó una hoja suelta, y giró hacia él:

―Basta de chamuyarme. Quiero que me hagas lo que este doctor le hace a la chica. ―Le dio un golpe a la hoja con la punta del cuchillo―. ¿Soy yo esa chica?

A Fede escuchar eso lo sobresaltó: vivía fantaseando con lo que Rochi acababa de proponerle. No se había sorprendido al descubrir que ella se iba convirtiendo en el centro de su más profundo deseo, en el objeto a operar en sus sueños quirúrgicos. De la misma forma en que aprendió a usar el Filipino viendo tutoriales, copiaba mal que mal las técnicas usadas por los cirujanos. En YouTube había de todo. Empuñando el bisturí, trazando cortes en pollos y descuajando huesos y desmembrando cuartos de res ―una vez el carnicero le consiguió una cabeza de vaca y todo―, encerrado en su pieza, se imaginaba practicando esas mismas técnicas en Rochi. Y ahora su sueño estaba por cumplirse. Le quedaba claro: ella, hastiada con ciertas partes de su cuerpo, necesitaba de su ayuda. Había gente así. Más de mil casos que cualquiera podía investigar en la web.

―Soy yo esa chica ―repitió Rochi, pero ya no se trataba de una pregunta. El viento que venía del río le sacudía el pelo.

―¿Me vas a dejar, estás segura?

―Tomá. ―Ella le ofreció el arma.

―Acá no, Rochi. Vamos a mi departamento. Pero primero pasemos por un Farmacity. ―¿Por?
―Necesitamos varios artículos de farmacia.

 

Acurrucados los dos en la cama, Rocío, con la cabeza cubierta por espesas capas de vendas, no se separaba del pecho de él. Extirpadas, las dos esferas flotaban en una solución de alcohol.

Sin duda alguna, se veían aún más espléndidas afuera de las cuencas de su compañera.

 

 

  * Pablo Ludueña es agente inmobiliario. Nació y vivió en Caballito, actualmente reside en Belgrano. Sus autores preferidos son H. P. Lovecraft, Edgar Allan Poe, Stephen King y Bram Stocker. Otros de sus intereses son el buen cine, las historietas, y la animación japonesa. Su dibujante preferido es M. C. Escher. Trabaja en un libro de cuentos de terror fantástico con Marcelo di Marco en el Taller de Corte y Corrección, en donde es alumno desde 2018, y es colaborador en terror.com.ar, sitio especializado en literatura y cine del género. (Ver nota: Tres excelentes películas con efectos especiales prácticos).

 

 

 

Marcelo di Marco, candidato a diputado por el FRENTE PATRIOTA

Entrevista de Walter Romero

 

¿Quién es Marcelo di Marco?

Soy un escritor de ensayo, ficción y poesía, con diecisiete libros publicados. Coordinador de talleres literarios que nuclean a más de un centenar de escritores en formación, y director de un canal de YouTube con casi veinte mil suscriptores, mis obras más conocidas fueron editadas por la filial local de Penguin Random House. En lo sociopolítico me considero, por gracia de Dios, un intelectual bastante atípico: enemigo declarado de la gilada progre, no me trago ni uno solo de los dogmas que alimentan las fantasías ideológicas de la mayoría de mis colegas, ni las de los falsos artistas y teóricos intelectualoides que sólo están atentos a seguir las modas para no perder clientela o prestigio. Creo en una visión teológica de la política. Creo en las virtudes, en oposición a los “valores” inventados por esa excrecencia ideológica llamada posverdad, expresión malsana de un globalismo infame que pretende destruir los tres pilares en que toda sociedad se basa: Dios, patria, familia.

 

¿Cuáles son los problemas del país?

Sin orden de importancia, tirando calamidades al voleo, señalo: la ideología de género; la despoblación sistemática del territorio nacional; el terrorismo mapuche; el sectarismo anticristiano; la visión usuraria y ultradependiente de la economía; el vaciamiento religioso, intelectual y cultural; los curas mal formados y carentes de auténtica vocación sacerdotal; los “educadores” ignorantes y permisivos; el cipayismo libertario y los políticos y dirigentes que fluyen hacia donde el viento sople. Todos estos problemas y sus satánicas derivaciones posibilitan el derrotismo y el malestar de cada argentino, y derivan de la estrategia internacionalista que el Nuevo Orden Mundial aplica para nosotros, y que los idiotas útiles de la izquierda psicobolche fogonean alegremente. Y digo estrategia, porque jamás las cosas se dan porque sí: a la Argentina se la ha obligado a pagar durante generaciones el hecho de haberse atrevido heroicamente, casi cuarenta años atrás, a mojarles la oreja a las principales potencias mundiales; pero semejante humillación se cortará cuando el nacionalismo rija el destino de esta noble tierra.

¿Cuáles son tus propuestas para resolver esos problemas?

Hoy más que nunca, aquel ánimo destructor que señalé en la primera respuesta y que desarrollé en la segunda se ensaña contra la (A) educación, la (B) seguridad, la (C) salud y la (D) economía. Pues bien, he aquí algunas medidas revolucionarias ―o contrarrevolucionarias, según se vea― que propiciaré para su consideración:

A) Reformulación educativa, en todos los niveles y en todo el territorio nacional, para reorientar la enseñanza hacia el auténtico desarrollo de la persona ―espiritualidad, oficios, urbanidad, primeros auxilios y defensa personal, trabajos comunitarios, cultivo de la tierra, principios de crianza y supervivencia y producción artesanal de elementos básicos―. Sumada a estas medidas la reeducación del personal docente, el ministerio y la universidad dejarán de ser motores ideológicos del actual progresismo paralizante, y el joven educando podrá ganarse la vida de una manera efectiva y sana. Mi objetivo en este aspecto es crear las condiciones necesarias para que cada cual pueda formar una familia decente y piadosa; solamente así se combatirá eficazmente la drogadicción, la pornografía y la deshonestidad intelectual. En este último aspecto, la perniciosa ideología de género será desenquistada absolutamente del sistema. Y no hablo sólo del sistema “educativo”. Creo que los educadores más autorizados de los hijos son —naturalmente, y sea cual fuese su nivel cultural— los propios padres. Creo en la educación impartida en la familia y por la familia, y no degradada por ideólogos desde un oscuro ministerio o por comunicadores sociales o publicitarios desde los nefandos medios masivos de desinformación. Creo en el buen libro. Creo en la música y en la cultura clásicas. Creo en lo bueno, creo en lo bello, creo en lo verdadero. Creo en un arte que hunda sus raíces en lo más profundo del alma y que se exprese sin explicitar moralinas, pero implicando una moral con la contundencia de la sugestión. Creo en la ciencia, controlada por la conciencia. Creo en los maestros cristianamente preparados. Creo en la fuerza física educada por el deporte y por toda actividad lúdica que ayude a canalizar hacia el bien la violencia innata del ser humano.

B) Vuelta del servicio militar obligatorio, con una mirada social y productiva. Adquisición de material bélico novísimo. Libre portación de armas para los ciudadanos probos y responsables. Organización de sistemas de alertas y defensa mutua de vecinos. Creación de tropas civiles de defensa ad intra. Represión y expulsión de elementos ilegales, sean cuales fuesen sus móviles ―ideológicos o de enriquecimiento―. Mano firme y legalmente rápida y contundente contra el crimen en todo su espectro, sin exceptuar de su aplicación a los menores delincuentes. Fomento y estímulo, mediante subsidios efectivos, de la familia numerosa. Reubicación de los habitantes de las villas en las fronteras de la patria, y educación de los mismos en el bien común (religión, oficios, seguridad, salud): debemos poblar el país en número, y repoblarlo en su esencia. Creo en la legítima defensa, en el concepto de guerra justa. Creo en la salvaguarda de nuestras fronteras domésticas y nacionales frente al atropello de los corruptos de adentro y de afuera. Creo en la fuerza dirigida a aniquilar al mal. Creo en la paz, pero no en el pacifismo.

C) Derogación inmediata de toda ley que fomente el aborto, la promiscuidad y la destrucción de la familia y el sentimiento religioso de nuestro pueblo. Redireccionamiento del dinero de los choriplanes ―con la gente trabajando dejarán de ser la excusa que son― a la creación de centros de salud y atención pública. Asistencia a los indigentes y desvalidos, en bien de su salud y su reincorporación como elementos productivos de la sociedad. Control efectivo y consensuado que impida a las prepagas a hacer su agosto a expensas de la salud de la población.

D) Eliminación de la banca usuraria, la bicicleta financiera, el parasitismo estatal y su consecuente lanzamiento de manteca al techo. Facilitación de la actividad productiva de la industria y del campo: basta de trabas a las exportaciones, con su contrapartida de acomodos para la importación de elementos que podrían ser perfectamente producidos por cualquier pequeña o mediana empresa del país. Fortalecimiento de las sociedades y los cuerpos intermedios. Aplicación del principio de subsidiariedad alentado por la Doctrina Social de la Iglesia, en todos los ámbitos y desde luego siguiendo los principios del orden natural. Creo en la propiedad privada, entendida como aquellos bienes que uno forjó o heredó, bienes particulares que tiendan al bien común y no, simplemente, a engrosar la panza de los propietarios. Creo en el espíritu de conservación, entendido como la adhesión a principios eternos, legados por la humanidad desde la noche de los tiempos y perfeccionados por esa misma humanidad con el correr de los siglos. Creo en el crecimiento lento como proceso opuesto al progresismo, que adora el cambio y la novedad por la novedad misma, y que con sus políticas antieconómicas y aculturales nos está regresando a la época de las cavernas. Creo en el espíritu de competencia, que impide que se estanquen los talentos: basta de denigrantes “cupos”, que únicamente consiguen instalar y profundizar la rivalidad entre hombres y mujeres. Creo en la igualdad de oportunidades, pero vigilada para que los peces gordos no engorden más de la cuenta.

¿Cómo ves las posibilidades electorales del Frente Patriota?

Mucho mejores que las del 2019, y me baso en datos estadísticos. Gracias al esfuerzo de nuestro líder y de nuestros dirigentes y de sus brillantes equipos, y de la difusión de las ideas patrióticas por RadioTV AN24, emisora de la que soy Jefe de Programación, el Frente está muy presente y muy activo en más de un centenar de distritos habitados por gente que busca el resurgir de esta patria argentina, cautiva y desarmada ideológica y materialmente. Y cuando los medios comprendan que ya se les hace imposible pretender ignorarnos, será otro cantar. Sólo debemos quebrar la maldición del electorado argentino, que siempre ha optado por el menos malo de los candidatos, y que pocas veces vota por auténtica convicción. Señores, sépanlo sin la más mínima duda: nuestro movimiento nacionalista es el más noble de los emprendimientos posibles, porque hunde sus raíces en el bien de la patria entera.

 

¿Deseás hacer algún otro comentario?

Con este párrafo me gustaría poder contagiarle al lector mi fe en la patria, con todo lo que esa palabra evoca: amor al territorio, a sus fundadores, a sus tradiciones, a sus leyes, a sus santos y a sus héroes, a los hermanos que habitan en ella. Creo que el bien espiritual y material de todos depende de cuánto amemos a la patria y de cuánto estemos dispuestos a jugarnos por ella. Creo en los que tienen la mirada limpia, la mente libre y el corazón puro. Creo en la auténtica libertad, que es la libertad destinada a hacer el bien. Creo en la moral como criterio básico de la conducta, que nos dicta cómo hacer del mundo un lugar más habitable. Creo en la recta conciencia, que nos libra de robarnos y matarnos unos a otros. Creo en una prensa y en unas redes sociales que no envenenen de mentiras y falacias las mentes del pueblo. Creo en una república patriótica, social y orgánica, no en un mamarracho partidocrático. Creo en un gobierno que excluya a los mafiosos, a los pornógrafos, a los traidores, a los narcotraficantes y a los cómplices del Nuevo Orden Mundial. En consonancia con todo lo anterior, querido Walter, me gustaría darte las gracias desde mi alma nacionalista por la difusión de las propuestas que acabo de describir. También quiero agradecerles a mi querido amigo y camarada Alejandro Biondini y a su ejemplar hijo, Alejandro César, por su constante apoyatura y por confiar en mí al punto de plantear mi candidatura como diputado nacional. Y asimismo les agradezco a todos mis correligionarios, dirigentes, seguidores y audiencia, por la posibilidad que me dan de luchar, cotidianamente, codo a codo y en la misma trinchera celeste y blanca, por el inexorable renacer de la patria. Y destaco en el final a mi amada esposa, Nomi, por bancarme en todas y estar siempre al pie del cañón. Sin ella y sin la ayuda de Dios, nada es posible.

 

 

https://es.wikipedia.org/wiki/Marcelo_di_Marco

https://es.metapedia.org/wiki/Marcelo_di_Marco

Voy a bensarlo

Por Mario Bonabotta *

 

En el pueblo lo llamábamos el Turco. De sol a sol, sin domingos ni descansos, sus jornadas se deslomaban sobre los surcos en que cultivaba fruta y verdura. Siempre trabajaba doblado y con la cabeza hundida en la tierra, que para él resultaba fértil y generosa, mientras que para los criollos no valía la pena labrarla: según decían, era flaca y yerma. Como fuese, por unas cuantas monedas entregadas al Turco, las mujeres llevaban a la mesa los mejores productos de esa tierra estéril. Así transcurría la apacible existencia de aquel hombre.

El Turco nunca hablaba de él ni de los demás. Vivía sólo con su mujer, que siempre vestía de negro y llevaba un pañuelo en la cabeza, también negro.

No sabíamos de qué nacionalidad eran aquellos dos turcos, pues en Entre Ríos distinguimos pocas nacionalidades. O, mejor, las confundimos. Incluimos entre los rusos, gringos, turcos y criollos a todos los habitantes de este suelo: por extensión, la mujer del Turco era la Turca, y punto.

Cuando íbamos a comprar a la huerta, golpeábamos las manos desde la puerta del alambrado. Atendía la Turca, que con un gesto nos hacía pasar por el patio lateral. En el fondo de la casa, el Turco se empeñaba sobre la hilada de almácigos. Bajo ―o gastado―, en patas y con el pantalón arremangado al modo de pescador, siempre andaba con la azada o el rastrillo y rezongando por la abundacia o la escasez de lluvia. Vaya a saber qué edad tenía: imposible descifrarla en aquel torso en cueros, el pelo blanco, la tez quemada por el sol. A mí me impresionaba la nariz de gancho, como de brujo.

Un día empezó a correrse la bola de que el tendero de La Flor de Siria, en la otra punta del pueblo, era su hermano, pero jamás se los vio juntos. Otro que hablaba poco y nada. De vida tan secreta como misteriosa, este segundo Turco de mi relato criaba una hija veinteañera, famosa por lo bonita, y también por su condición de inhallable: por más que uno fuera a la tienda a comprar botones, elásticos o beines y beinetas, nunca se la veía.

La Cuchilla de Montiel, que atraviesa Entre Ríos como una espina dorsal, era por aquel entonces una zona demasiado monótona, y el andar con pocas preocupaciones y contar con mucha imaginación resulta siempre una combinación explosiva: todos conjeturábamos mil razones por las que los turcos no se hablaban, y al mismo tiempo intuíamos que jamás conoceríamos la respuesta. ¿Serían miembros de sectas rivales, allá en sus remotas tierras, o tal vez los separaba alguna oscura herencia? Tampoco podíamos suponer qué vientos habían traído a los turcos hasta acá, hasta el corazón de la tierra negra.

Se decía que tenían plata. Algunos aseguraban que una vez se le había oído decir al Turco hortelano una frase sugestiva:

―Diez años breso en Baraná, y todavía salí con blata.

¿Se referiría al dinero que les pagaban en la cárcel a los penados que trabajaban? ¿O a la supuesta herencia que se disputaban con el Turco tendero? Nadie podía asegurarlo.

Un día falleció la mujer del Turco hortelano; la que era cortés y sin palabras, y que vestía de negro. Nadie supo de qué murió, y pronto la olvidamos. A los dos días, el Turco volvió a la acelga y a las lechugas. Y volvió más seco, más doblado, más callado y trabajando el triple.

Me las arreglé en casa para ser yo quien fuera a comprar a la huerta: con un truco muy sencillo inventé la oportunidad de cambiar algunas palabras con el Turco y ofrecerle ―y lo digo sin ironía― mis desinteresados servicios. Quería ayudarlo, en serio. A mis dieciséis años, yo desplegaba una vocación solidaria. Y un tanto audaz, como se verá enseguida.

―¿No querrá usted volver a Siria? ―le dije―. ¿Tiene familiares en aquellos pagos? Puedo escribirles a ellos por usted, o contactarlos por medio de la embajada. Piénselo. Usted ya es grande. Y qué sentido tiene que siga aquí, solo y trabajando tanto desde que… Desde que su mujer no está.

No obtuve más que un murmullo, que en mi entusiasmo entendí como:

―Voy a bensarlo.

Así me fui de la quinta aquel día, con gusto a poco y convencido de que aquella buena acción me llevaría algún esfuerzo de perseverancia y varias incursiones a la quinta.

Fue en las vacaciones de verano, y bien lo recuerdo porque por las mañanas dormíamos hasta que el calor nos sacaba de las habitaciones. Uno de mis amigos, el Flaco, el de la casa más cercana a la nuestra, llegó corriendo.

―¡No saben lo que pasó! ―Se quedaba sin aire el pobre―. En la quinta del Turco. ¡Vengan!

Salimos y miramos hacia los altos que señalaba el Flaco, en donde vivía el Turco.

Sin hablarlo, agarramos las bicicletas, fuimos hasta la puerta de alambre, y desde allí pudimos ver que en la casa se habían juntado unos pocos vecinos. Y también pudimos ver el patrullero del comisario y la más llamativa de las presencias: la del dueño de La Flor de Siria y su hija. Y acá debo aclarar que nunca nadie descubrió por qué estaban ahí.

En la galería de la casa de paredes blanqueadas y cabreadas de quebracho, junto a las ristras de ajos y cebollas, de una soga y con un banco caído a los pies, colgaba el Turco.

 

 

 

 * Monseñor Mario Rodolfo Bonabotta (1957, Concordia, Entre Ríos, Argentina) es profesor de Filosofía, Pedagogía y Psicología. Cursó sus estudios teológicos en el Seminario de Paraná, es Licenciado en Filosofía por la Universidad del Salvador, Especialista Universitario en Ejercicios Espirituales de San Ignacio, por la Universidad Pontificia de Comillas, en Salamanca. Publicó un libro de poemas titulado Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio (Editorial Autores de Argentina, 2020), bajo el seudónimo de Rodolfo M. Arellano. Afirma que debe su vocación de escritor a Leopoldo Marechal, con cuyos escritos tomó contacto ya en su adolescencia. Cultor de la prosa poética y la poesía en el el TCyC, en esta oportunidad nos presenta un relato verídico sobre un acontecimiento de su infancia, transcurrida en su provincia.

 

 

 

Aproximaciones a lo fantástico

Por Franco Schiavoni *

“…Todo es una evocación de otra realidad”.
El retorno de los brujos, Pauwels y Bergier.

 

¿Es posible hallar los límites entre lo real y lo fantástico? ¿Acaso existen tales límites? ¿No será aquello que llamamos fantástico lo que más influye en nuestros pensamientos, decisiones, y, por último, lo que va moldeando nuestro destino? Suele lo fantástico filtrarse en lo que conocemos como realidad. Basta con estar lúcidos, escrutar señales, percepciones, chispazos fugaces que suelen emerger desde ese otro mundo desconocido al mundo material. A veces, sin darnos cuenta, atravesamos portales, y de lo ordinario, pasamos a lo extraordinario, y viceversa. Como en un cuento, o como en la vida.

Entrar y salir —de lo realista a lo fantástico—, esa es la cuestión: la invitación. Tal vez en cierto momento uno ya no sepa en qué regiones anda pisando. Por eso se necesita de valor.

¿Acaso el mundo invisible no es una continuidad del mundo grosero?

Todas las anteriores preguntas nacen a partir de la lectura de “El Horla”, cuento recomendado por el maestro Di Marco, en el taller, y escrito por Guy de Maupassant.
Se me ocurre que este cuento bien podría convertirse en un tratado —un tratado metafórico— de lo fantástico. Lo fantástico, que nos atraviesa con su amplio, insondable espectro a nosotros, los humanos —como deja entrever la pluma de Maupassant—, reducidos a la condición de cinco sentidos. “¿Acaso vemos la cienmilésima parte de lo que existe?”, le dice el monje al protagonista del cuento. Y después ejemplifica esa idea con el poder del viento, que no se ve, que es invisible, pero capaz de hacer estragos y provocar cualquier tipo de catástrofe a nuestro alrededor.

Seguro que, como existe esa potencia invisible que es el viento —que al menos podemos reconocer por sus gemebundas embestidas—, también hay otros principios incorpóreos pero silentes, que escapan de nuestras percepciones humanas. No obstante, nos penetran y sobrevuelan por nuestras narices sin que los percibamos. Y en efecto, también hacen lo suyo, como el viento, jugando por ejemplo con nuestros estados emocionales: “¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que trasforman nuestro bienestar en desaliento y nuestra confianza en angustia?”, se pregunta el protagonista de “El Horla”, en su confusión. Lo cierto es que algo advierte.

Por fortuna, nos es posible espiar, asirnos de la intuición —en algunos humanos más aguda que en otros—. Sin embargo, el mundo invisible se nos escurre, es huidizo. Eso sí: sentimos que estamos atados a sus influjos.

¿Acaso los escritores fantásticos como Maupassant, no son también atraídos por esos poderes, y así, por una fuerte necesidad, tratan de vislumbrar el mundo invisible?

Pienso que el escritor —el escritor de literatura fantástica tal vez más—, consciente o inconscientemente, arma lazos con las palabras, y trata de enlazar —para “dejar constancia”—, algo de eso que escapa a los sentidos humanos. Al menos busca crear una suerte de representación del mundo invisible. Quiere extender un brazo y prolongarlo, desde el mundo material y ordinario, hacia aquel que lo seduce y lo llena de misterio. Y ese brazo del que se vale, del que crea y recrea, es nada menos que la literatura.

 

 

 * Franco David Schiavoni (Chacabuco, Buenos Aires, 1991) participó en varias antologías de poesías selectas en editorial Dunken y en el Instituto Cultural Panamericano. Además, uno de sus cuentos, “Sueño y vigilia”, fue seleccionado para formar parte de la revista digital Encuentro a la Distancia, publicada por la Asociación de Amigos de Haroldo Conti.

Hace diez meses es tallerista en TCyC, su producción va en aumento, y sueña con publicar su primer libro de cuentos.

 

 

Ilustración 1: «El-Horla», por Guillaume Sorel (En «https://lasoga.org/horla-la-obra-maestra-guy-maupassant-visitada-guillaume-sorel/)

El buen tartamudeo

Por Julián San Miguel *


Quienes aman el cine paran la oreja cuando alguien les recomienda una película que se enmarca en el término “cine de autor”, porque saben que se encontrarán con una propuesta que, de ser genuina, en nada se verá afectada por las limitaciones que las grandes empresas cinematográficas suelen imponer a los directores. Saben entonces que el film será la expresión independizada de las presiones clásicas, y por lo tanto la libre manifestación de la particularidad del director.

Pero como la disciplina en la que yo me he desarrollado es la actuación, y como a quien yo amo es al actor, me propongo abordar la idea de la libre manifestación de la particularidad de este.

En Shine (Australia, 1996, Scott Hicks; en Hispanoamérica lleva el título de Claroscuro), igual que en Joker (EEUU, 2019, Todd Phillips), interpretado por Joaquín Phoenix, nos encontramos con una clase de film al que podríamos designar “cine de actor” o, como yo suelo llamarlo, “película de actor”. Si bien en ambos casos las direcciones son espléndidas y todo funciona, y todo está al servicio de la actuación, finalmente la película casi podría decirse que es una suma de grabaciones, de pruebas, de saltos de fe del intérprete, al mejor estilo “Acción, sé, y no te preocupes por nada”. Y, hasta en algunos casos ―como el que analizaremos―, “Acción, quizá nadie te conoce, quizá los productores no te quieren, pero yo te he visto en teatro, he luchado por traerte. Haz lo tuyo”.

Hay grandes actores que funcionan para este tipo de proyectos. Otros no. No es un tema de calidad sino de características. Por ejemplo, Christoph Waltz es un actor de elite –personalmente, he tenido orgasmos con sus interpretaciones–, pero darle un papel principal sería desaprovechar su genio. ¿Cuál es la genialidad de Waltz? Irrumpir en escena. Eso lo hace diferente. Waltz entra, descoloca, maravilla y desaparece. Su transformación ya ha sido completada antes de que lo veamos. Y cuando hablo de transformación, me refiero a los cambios ―psíquicos, físicos― que se dieron en el personaje luego de haber atravesado las distintas peripecias de su propia historia.

Y si hablamos de Shine, nos encontramos con el descomunal Geoffrey Rush. Este actor lleva impresa la característica de la evolución. Y no necesariamente significa esto que deba este aparecer en todas las escenas para que notemos como va modificándose –como sí ocurre en el caso de Joker–, sino que alcanza con un momento concreto para que el actor nos traslade a esa certeza de que ya no es el mismo que era antes. Una certeza que nos modifica, nos conmueve. Es más: alcanza con una frase, con una palabra, con un furcio, o con un simple tartamudeo ―ya iremos a eso.

En Claroscuro, Rush interpreta la última etapa del protagonista, David Helfgott, un famoso pianista del siglo XX, de infancia traumática, que en 1970 sufrió un colapso nervioso al interpretar el tercer Concierto de Rajmáninov, y que recién después de una década de pasearse por establecimientos psiquiátricos, logró retomar su actividad, no sin secuelas mentales.

Rush sostiene y evoluciona. En Shine, la evolución del personaje es una barbarie de profesionalidad, y el gran acierto está en su modo de hablar: David Helfgott desarrolló un tartamudeo que, por lo menos en la interpretación del actor, provoca desesperación y ternura en el espectador. ¡Y no hay uno solo de esos tartamudeos que sea improvisado! Todo está en el guión, y Rush le da a cada uno un sentido particular. Y en cada sentido late una historia de vida. Esta característica se desarrolla durante toda la obra cinematográfica, y llega a su punto máximo en las últimas líneas de la película, en un momento memorable. Una buena pregunta para hacerle al intérprete: ¿cuál fue el orden de su composición? ¿Qué fue primero: la psicología o la forma –el tartamudeo–? Siempre se afectan la una a la otra. En definitiva, cualquier actor de oficio sabe que la mejor fórmula es “Haz lo que a ti te funcione, mi amigo”.

Dicen algunos directores –y estoy hablando de teatro– que, cuando el guión es excelente, resulta muy difícil arruinarlo con las actuaciones.

Yo creo que lo único que no puede fallar es el actor. He visto obras paupérrimas, dramaturgia basura, y he sufrido de paroxismo de amor hacia actores a quienes he visto elevarse sobre frases bastardas. Y cuando un gran actor hace su trabajo, ni el más imbécil director podrá arruinar la escena, ni la palabra más vacía boicoteará la actuación, porque el gran actor la llenará de sentido.

¿Cómo nos damos cuenta de si una película de actor ha logrado su cometido? Porque de otra manera no podríamos llamarla de ese modo. Hay buen cine de autor, hay mal cine de autor. Y hay cine o película de actor que, si no logra su cometido, pues directamente no puede llamársele así.

 

 

 * Además de formarse desde hace cuatro años como escritor en el TCyC y de ser Profesor de Enseñanza Superior en Lengua y Literatura, Julián San Miguel dicta clases de Actuación desde 2014. Su formación actoral se desarrolló durante veinte años. Entre otros, se ha formado con Lizardo Laphitz, Agustín Alezzo, Luis Agustoni y Nora Moseinco. Para conocer más sobre su trayectoria, en el siguiente link: http://www.alternativateatral.com/persona26009-julian-san-miguel.

 

 

 

 

Cuatro poemas

Por Gerson Rai Giles Valderrama *

 

Cosmos

 

Cuando alguien ríe, la luz se curva y forma la materia.

Cuando alguien ríe, Dios habla de placeres sin tabúes.

Cuando se escucha la risa plena de alguien que sufre la guerra,

el sol corta el ansia con un cuchillo de luz,

y sobre los montes crece la primera flor sin espinas.

Cuando la risa cae sobre el pesar de los hombres,

como una espiga que en verano ha florecido,

el tiempo se vive en intervalos de sonido fresco,

y en los ojos de agua se entrevé

la verdad oculta del universo.

 

Pero cuando tú ríes, cuando tu risa toca sin querer

el fin último, el perímetro invisible de esta vida que te observa,

el caos adquiere un orden inaudito,

y en un solar deshabitado se construye nuestra casa,

y en una carcajada puedo sentirme mío.

Porque en tu risa ninguna deidad halla trono,

y ninguna realidad se sustenta.

Tu risa es al fin y al cabo el inicio del todo,

la partícula de luz sobre la que lo real destella.

Tu risa, ay, tu risa.

Vaho sinuoso del que surgen todas las historias

es la risa primigenia.

 

Cuarentena interior

 

Estoy quieto y la tarde me pesa como un saco de siglos.

La hora siguiente parece retardar su llegada,

como si no hubiese sido invitada o le repudiara nacer.

Detrás del insomnio del aburrimiento se oculta

un poema no escrito,

una marea de imágenes que necesitan de la luna

para encallar en la orilla de la mente.

Pero la hora no avanza y desfallece el compás del reloj.

No lo escucho, sólo entiendo el lenguaje

de las hélices de un ventilador que se ahoga con el polvo.

Estoy demasiado quieto y quiero respirar.

Pero el encierro permanece como una lápida

en un cementerio vikingo

y el viento de la libertad apenas y la roza.

Las cuatro paredes son más de lo que soy

y me pregunto si seré yo el que las inventa,

si esta suerte de cárcel será una cárcel porque yo lo digo

y no porque me ha sido impuesta.

Me quedo quieto y escucho el aletear salvaje

de mi corazón

que ya despierta de su sueño profundo.

Lo escucho remar en una tormenta de hastío,

luchando por soltarse de las ataduras.

Lo escucho volcar sus músculos de sangre

en el pecho vacío de todo y lleno de flores,

comprendo su grito en otro idioma

y cuando lo siento anclar sus garras de furia y deseo

en mi playa más íntima,

un golpe de adrenalina

retumba el silencio

y hace avanzar al reloj.

 

 

Chiclayo

 

Azul rumor de cielo acuoso,

escapan de ti las nubes,

pero no el peligro:

hoy tus calles parecen montañas

o fosas de granadas

o bocas de mendigos.

El favor que te hacen las olas,

al otro lado de un muelle infinito,

sirve ante mis ojos tu paraíso.

Cómo besa el mar a las estrellas,

cómo las fecunda con miles de colores.

Del sol sobre el asfalto azulado eco,

los campos verdes se te esconden,

el arrozal mueve su cuerpo de oro,

y entre canto y canto se oye

la voz de un pueblo.

Ay, tierra que se mira al espejo

y no encuentra más que llanto y desvelo.

Pero yo te veo de verdad, pueblo eterno,

y veo pescados, barcos, haciendas,

algarrobos y miel y madera

y el sueño tibio de un bolero

que mece las hojas de un bosque tardío.

Azulada mentira gobierna tu silueta:

eres hija, ciudad, de los que desgranan el maíz

hasta matarlo.

Buscan con ansias, los fantasmas del pecado,

tu alma virgen.

Buscan, con sorna, sobre una alfombra roja,

tu núcleo rico.

Te quieren desmembrar en todos tus matices,

y no llegas a ser más que una sombra:

una silueta difusa de aquello que fuiste.

Ay, puerto. Ay, puerta de amor unánime,

que hablen de ti por tu comida y tus placeres,

y no por el dolor de haber sido violada

por quienes juraron cuidarte.

Azul melena que se mece con el viento,

tu atardecer se acerca, y yo me pierdo en tu cielo.

Tienes el rostro cansado y el pecho abierto,

y yo no puedo hacer más que verte morir

en una noche sin consuelo.

Chiclayo, en ti escribiré hasta el último de mis versos:

de ti sacaré a volar mis más oscuros sueños y secretos.

 

 

 

Es el amor

 

Veo crestas enormes que se reparten por los mares:

crecen, se repelen, llamas gigantes que crujen

y en polos opuestos se retraen

en una danza cromática

del mismo color de la tierra y del ensueño.

El cielo se desploma en una

manzana líquida sobre mis ojos,

y las llamas desaparecen

entre las fieras olas

y el fiero enjambre de gotas

que resuelven la mañana.

Espera, que la voz se agota,

y quiero escuchar crónicas

vetustas y temibles

de hombres con fiebre de sangre

y amores imposibles.

Sí, eso es.

Es el amor agitando las cuerdas vocales,

es el amor pintando de universo

lo finito.

Pintando de infinito el universo.

 

 

  * Gerson Rai Giles Valderrama nació en Chiclayo, Perú, en 1993. Graduado del Taller de Formación Actoral de David Carrillo y del Taller de formación actor Ciclorama (de Alejandra Guerra y Denise Arregui). Estudió hasta el séptimo ciclo la carrera de Literatura, en la Universidad Científica del Sur, pero se retiró porque no quería ejercer como crítico literario, sino como creador y escritor. Ha llevado cursos de dramaturgia con Claudia Sasha.

Actualmente, ha culminado el octavo ciclo de la carrera de Arquitectura, otra de sus pasiones, en Universidad Peruana Ciencias Aplicadas (UPC). Además, cursó Improvisación en La Mancha, con Roberto Vigo, y pintura en Corriente Alterna.

En relación con su aprendizaje en el Taller de Corte y Corrección, dice: “Al toparme con el TCyC desperté del ensueño de creerme escritor antes de tiempo, y rompí mi propio mito que dice que el sólo sentir ya te hace escribir cosas que lleguen a la gente. Me recordó lo que todo buen maestro de teatro me repetía: “No es suficiente sentirte triste en escena para transmitir la tristeza al público; tienes que crear códigos, mensajes que lleguen a través de tu cuerpo al otro lado de la cuarta pared”. Nunca había trasladado ese consejo al mundo de la escritura, hasta que hilé los puntos cuando Marcelo di Marco soltó su famosa frase de “tener talento no es suficiente”. Comprendí que la emoción no es nada sin los códigos de comunicación que permiten que el lenguaje sea fluido y comprensible, que afecte más al lector que incluso al mismo escritor al momento de volcarse en un libro, un cuento o un poema. El talento o las emociones nunca son suficientes. Hace falta el compromiso y la tarea ardua y afortunada de llegar al lector sin que este lo percate, al punto de pensar que al leer algo, no habla con un escritor, sino consigo mismo”.