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Papá Noel de bermudas

Por Valeria Andrea Dávalos *

 

Erika miró al Papá Noel de yeso. Los ojos hundidos y los pómulos saltones le resultaron conocidos. Se preguntó si lo había visto en la televisión: estaba segura de que nunca habían visitado Leandro N. Alem.

El muñeco vestía una camisa a cuadros de mangas cortas, bermudas, y un sombrero de paja. Sentado sobre un banquito dentro de una carreta, sostenía una pava en una mano y un mate en la otra.

Los gritos de Cecilia, su hermanita, la distrajeron. La pequeña corrió hacia la carreta y la trepó.

—¡No, Ceci, pará! No se puede subir ahí. ¿Ves? —Señaló un cartel que decía: “No subir”; y bajó a la nena.

Chanta, Chanta —decía Cecilia; su manito intentaba tocar la nariz del enorme muñeco. Las personas que paseaban alrededor las miraron.

—Ay, Ceci. —Erika se ruborizó.

—¡Papááá! —gritó Cecilia enojada, tratando de soltarse de los brazos de Erika. —¡No me deja tocar a Chanta!

Don Pretzel no le respondió: estaba ocupado discutiendo con su señora.

—No sé para qué venimos —murmuró Erika—. Si van a estar cara de culo toda la fiesta.

Todavía les faltaba visitar el pabellón de los pesebres, recorrer la feria de artesanías, comprar recuerdos, asistir al desfile de carrozas y disfraces de las comunidades, sacarse fotos… Pero con la pelea de sus padres y los berrinches de Cecilia, Erika rogaba volver a Posadas cuanto antes.

—Cómo quisiera tener una familia menos problemática —dijo, y suspiró.

De pronto, Erika vio que Cecilia no corría: uno de sus pies había quedado suspendido en el aire, la punta del otro no abandonaba el pasto. El cabello corto flotaba en una curva interminable. Don Pretzel continuaba con las cejas levantadas y los brazos cruzados. Su esposa también permanecía ceñuda, con las manos en jarra. Ninguno de los tres pestañeaba. Los horneros, los zorzales y los pitogüés habían dejado de cantar.

—¡Jou, jou, jou! —Erika volteó hacia la carreta: estaba vacía. ¡No podía ser! Retrocedió lentamente y su espalda chocó contra algo. Giró de nuevo. La cabellera y la barba blanca le hicieron sombra.

—¡Feliz Navidad, Erika Pretzel!

—¡Auxiliooo! —Ella corrió y se escondió detrás de sus estáticos padres.

—¡Jou, jou, jou! —Santa dejó el mate en un banco del parque. Sus pasos aplastaban el pasto al caminar—. Tranquila, pequeña. —Uno de los botones pintados de su camisa se desprendió, y él no le dio importancia—. Vine a hablarte —dijo. Como no podía rascarse la barba porque era de yeso, de un chasquido la transformó en una barba real—. Aunque no me escuches. El tema de no escuchar viene de familia. Recuerdo a tu bisabuelo: era un cabeza dura. Y así también le fue.

—¿Bisabuelo? —murmuró Erika, de lejos. —Papá no me contó de él.

—Y con justa razón —Santa se cebó un mate—: no era buen ejemplo.

Erika se pellizcó el brazo. Ojalá Cecilia estuviera con ellos: pensaría que la historia de Canción de Navidad era real.

Santa aplaudió dos veces, y todo giró en un feroz remolino de chivatos.

—¡Jou, Jou, Jou! ¡Vamos a recorrer la Fiesta de la Navidad!

Erika despertó sobre un montículo de virutas de madera: estaban en el pabellón de los pesebres. Mucha gente paseaba, sacaba fotos, admirando la exposición, sin percatarse de ellos dos.

—Erika, ¿cuál es el pesebre más lindo? —Indecisa, recorrió los distintos Nacimientos: Jesús guaraní, Jesús indio, Jesús árabe, en la Antártida…

—¿Todos son lindos? —respondió dudosa, arqueando las cejas.

—¡Jou, jou, jou! Así es, Erika. —Santa se agarró la barriga—. Cada nacimiento es único, y todas las familias tienen defectos. Lo importante es mantenerse unidos. Recuerda a tu bisabuelo: era un egoísta. Hay que valorar lo que tenemos, o será demasiado tarde.

—Bueno, eso es muy fácil de decir cuando no tenés una familia como la mía: mis papás se pelean todo el tiempo, y mi hermana es una insoportable. —Una amargura brotó en su interior. Santa aplaudió, y quedaron a oscuras.

Erika apareció en una multitud, y después dejó de escuchar las voces de los locutores, las risas, los villancicos y los cascabeles. Los destellos de las cámaras quedaron pintados en el aire. Nadie se movía.

—No puedo ver nada del desfile —dijo, poniéndose en puntas de pie.

Unos brillos iluminaron los cordones de sus zapatillas, y la hicieron flotar por encima del gentío.

—¡Jou, jou, jou! —La risa la asustó: Santa estaba sentado en un banco debajo de ella.

—¡Me voy a caer! —gimió Erika.

—Tranquila, es para que veas mejor las carrozas. ¿Cuál creés que gane?

—¡Esa! —Señaló a un soldado romano con armadura dorada; blandía una lanza desde su caballo rampante. —Sí. Esa va a ganar.

Santa hizo un ademán a los pies de Erika, y sus zapatillas aterrizaron delicadamente sobre el asfalto.

—Sólo tiene un soldado y un caballo. ¿No te parece pobre la ornamentación?

El anciano se acercó y apoyó una rodilla en el suelo. La tomó del hombro:

—Erika, la vida es como este desfile de carrozas. Cada carroza representa el corazón de las personas. Tarde o temprano, todos llegan a la meta, pero no es lo mismo llegar siendo una carroza pobre que una enriquecida. —Santa negó con la cabeza, como amargado—. Necesito que rompas la cadena que ata a la familia Pretzel. Tu corazón debe ser como la carroza más linda, o vas a terminar como tu bisabuelo. Él siempre dejó a la familia para el último lugar, y se preocupó más por adornar su casa que su corazón. Y encima trasmitió esto a las demás generaciones de los Pretzel.

Santa elevó su dedo meñique y lo enlazó con el de Erika. La miró serio.

—Santa, cumpliré mi promesa —dijo ella, y afirmó el dedo.

—Jou, jou, jou. ¡Fue un gusto, Erika! —Los meñiques se separaron con un torbellino de guirnaldas. La voz de Santa se alejó en un eco. —Recuerda: no seas como tu bisabuelo, no seas como él. No seas como yo.

Erika despertó frente al Papá Noel de bermudas. Unos policías la encandilaron con sus linternas. Sus padres venían corriendo hacia ella, con caras preocupadas. Ella miró sonriente al Santa de bermudas: todavía tenía aquella mirada familiar en los ojos.

 

* Valeria Andrea Dávalos es una aprendiz de escritora, comenzó a los doce años escribiendo un diario íntimo, y luego escribió con lápiz una noveleta de drama adolescente. Sus amigas en la escuela le preguntaban si era cierto lo que escribía. En su cabeza así era.

La vocación de escritora no la volvió a encontrar sino hasta los dieciséis años, cuando escribió una novela romántica a su novio.

Actualmente es abogada y vive en la ciudad de Posadas, provincia de Misiones, Argentina. Estudia con Nomi Pendzik y Marcelo di Marco en el Taller de Corte y Corrección desde agosto del año 2020. Escribe cuentos y noveletas en constante corrección en su blog: https://itatilescribe.blogspot.com/

 

Fuente de la fotografía: https://misiones.italiani.it/scopricitta/la-navidad-de-antiguos-ritos-a-un-papa-noel-que-toma-mate/

Chicharrón

Por Manuel Ayes Callejas *

 

Hoy, FIN se enorgullece de presentar este cuento, que acaba de ganar el Primer Premio del XXXIV Certamen Literario Nacional Juegos florales de Santa Rosa de Copán, Honduras. ¡Felicitaciones, Manuel Ayes, Callejas!

 

Y hoy el idiota de César lo volvió a hacer, a pesar de que la vez pasada juró que sería la última. Volvió a referirse a vos como Chicharrón, ese apodo horrible que te inventamos:

—Roberto —le dije—. Ro-ber-to.

Pero al pronunciar tu nombre no pude evitar acordarme de que fue mi culpa que te dijéramos así. Te puse el apodo un día en que comíamos de esos churros en las bancas de la pulpe de doña Lupe. Y yo agarré el más grande de la bolsa, y dije que era igualito a vos.

Enseguida me fui para la casa, me había enojado y no quería pelear. Yendo calle abajo, recordé que estuviste varios días intentando decirnos no sé qué cosa, y que, por más que insististe, nosotros no te dejamos. Y también estuve pensando que no logro recordar cuándo llegaste a la colonia.

Lo que sí recuerdo es la primera vez que te vi.

Fue en el feriado de Independencia, después de una potra en la cancha del parque. Habías estado espiándonos desde la banca, sonriendo con la ilusión del niño que eras, y ahora bajabas la vista. César, Miguel y yo recién habíamos terminado de jugar, y nos alistábamos para ir a la pulpe a comprar una Coca-Cola dos litros y chucherías. Esa vez, antes de nuestro ritual, César se te quedó viendo y te gritó para que te acercaras. Te silbó, primero, porque vos, que en ese tiempo todavía no eras ni Chicharrón ni Roberto, estabas ido mirando la tierra pelada de la cancha; después gritó y te llamó con la mano:

—¡Ey, gordito, vení!

Así te dijo. Y nos susurró:

—Ya tenemos mandadero.

Vos pegaste un brinco y corriste hacia nosotros anadeando como pingüino. Cuando llegaste, yo te dije que corrías como pendejo. Nos morimos de risa en tu propia cara, pero sólo evitaste el contacto visual, y te dirigiste a César con la cabeza agachada:

—Hola, qué se le ofrece.

Sonabas parecido a Gohan, de Dragon Ball. A veces hablabas con palabras raras, nos tratabas de usted, y eras estorbosamente cortés. Pensábamos que te hacías el importante, esa fue nuestra conclusión. Yo te calculaba unos diez años, cuatro o cinco menos que nosotros.

—Andá compranos chicles y unos cirios —te dijo César.

Preguntaste qué eran cirios, y nosotros nos burlamos como si desconocerlo equivaliera a no saberse la tabla del uno.

Yo te expliqué.

—Ah, cigarrillos —dijiste—. Mi madre fuma Camel. El problema es que soy muy chico para comprar cigar… Digo, cirios.

Te indicamos que los compraras donde doña Lupe: la vieja le vendería tabaco negro incluso a un bebé de una semana. Parecías nervioso, pero obedeciste como soldado. Entre los tres ajustamos cuarenta pesos. Cuando te los dimos y cruzaste la calle, vigilaste que ningún carro se asomara, y hasta que ninguno se asomó te disparaste hecho un cuete. Al rato volviste con el encargo, y con la cara toda grasienta por el sudor, como si tuvieras calentura.

—Traigo lo que me solicitó ―le dijiste a César, y le entregaste una bolsita gris―. Y estoy a sus órdenes.

Te quedábamos viendo raro siempre que hablabas así. César se te acercó caminando erguido y sacando pecho. Primero, te miró hacia abajo, como si fueras un sapo, o un gusano. Después amagó con pegarte —vos cerraste los ojos y escondiste la cara—, pero César simplemente te sobó la cabeza igual que a un perrito bien portado.

Así te conocimos. Y entonces comenzaste a seguirnos a todas partes, y durante esos tres meses te usábamos siempre de payaso y de mandadero. Incluso Miguel te usaba, que es también un gordito bastante gracioso, con lentes de lupa. Pero a él nadie lo molesta. Nos reíamos de tu ropa, de tu peinado, de tu forma de hablar, de que usaras casco cuando salías en bici, de cómo te rebotaba la panza al correr. Mientras, vos nos traías agua, ibas por la pelota a la quebrada, nos amarrabas los zapatos, nos “prestabas” dinero.

No parecía importarte. Eras ajeno a lo que te rodeaba, como si la humillación fuera mejor que el anonimato.

Y te mantuviste así, siendo un fantasma, hasta la última semana en que empezaste a intentar decirnos aquello. Eso que querías decir y que no te dejamos. Se te notaba lo nervioso, me acuerdo bien, y te costaba mucho decidirte a hablar. Para ese tiempo, tus respuestas eran puros monosílabos o risitas imbéciles, o repetías algo que te habíamos dicho, como para que pensáramos que vos eras uno de nosotros. Lo intentabas con las mismas frases de siempre:

―Les quiero decir algo, muchachos.

Lo soltabas generalmente después de hacernos un favor. Pero a la mínima broma te detenías, como si te fuera imposible continuar después de que alguno de nosotros te interrumpiera.

―¿Por qué estás tan gordo y feo?

―¿No te compran ropa tus papás, gordita?

―¿Ya te hacés la paja, maricón?

―Olés a puerco sudado.

―A Chicharrón le gusta Miguel.

Con esas y otras respuestas te bombardeábamos. Y alguna vez, me acuerdo, nos rogaste que te pusiéramos atención, que era algo importante. Pero no lo hicimos. El cuello se te encogía cuando te frustrabas. Todo vos te hacías más chiquito. En momentos así, te metías las manos en el pantalón, y las movías dentro de una forma rara, como si te estuvieras arañando.

Así fueron todos los días para vos, y el peor sucedió la Nochebuena.

Estábamos tirando cuetes en la casa de Mari. Vos apareciste de la nada:

—Hola, mis amigos —dijiste. Y como hablabas bajo no te oímos, y alzaste la voz—: ¡hola! —Cuando todos te volteamos a ver, seguiste la cantinela—: Quisiera decirles algo. Como ya sabrán, mañana…

—Mañana nada —dijo César.

Y ahí murió tu esfuerzo. Siempre hablando tan impecable pero a la vez tan dócil.

Nosotros sólo hicimos como que no existías. Prendimos unas luces de bengala, y cuando se acabaron nos sentamos en la acera a comer los confites que nos regaló el papá  de Mari. Te sentaste como a un metro de la mara: puro perrito. Al rato yo te quedé viendo, y te dije:

—Me gustan tus shorts, Chicharrón.

Vos agachaste la cabeza, como si esperaras que rematara con algo porque no podías creerte el halago. Pobre. Te levantaste de la acera y te quedaste parado, reacción que me ha hecho pensar en que tal vez estar de pie te hizo sentir menos diminuto.

En eso se me ocurrió jugarte una «broma». Fingí que me iba a mi casa, me alejé un poco y me oculté detrás de vos. Con gestos le pedí a Mari que te distrajera. Ella te habló de algo, y supongo que eso te agradó y no te dio chance para fijarte en nada más. Yo medí bien para que la luz del poste no delatara mi sombra. Vestías una camisa de botones cuadriculada y unos shorts de elástico. Me acerqué y te bajé el short con tanta fuerza que me llevé de paso tus calzoncillos de viejo. Te subiste la ropa volando, pero alcanzamos a verte todo ―la verga minúscula, el culo de piedra pómez―, y nos cagamos de risa.

Fue cuando oí el grito: mi mamá me había cachado.

En la casa me soltó un sermón bíblico que ni quiera Dios. Y me obligó a disculparme con vos frente a todos. Accedí, sólo porque me amenazó con quitarme la Play y regalarla.

Salí a buscarte, pero ya no te encontré. César me dijo que te habías ido corriendo, seguía burlándose de vos cuando lo dijo.

―El marica… ―añadió al final.

Bajé la cuadra para ir a traerte. Y entonces vi el tumulto frente a la pulpe. Y unos carros estacionados al lado. La gente rodeaba algo. Les grité a los demás, y salí corriendo para ver qué sucedía. Y ahí estaba doña Lupe, y también la señora del salón de la otra calle, y estaban otros vecinos, y otra señora que yo no había visto nunca ―después supe que era tu mamá―, llorando aferrada a tu cuerpo. Trataban de que no viéramos, pero nos las ingeniamos igual. Y no sé qué tanto tiempo pasó, no recuerdo si fue poco o mucho, pero llegó la ambulancia.

Más tarde una vecina le dio la noticia a mi mamá, y le contó que habían dado con el carro que te atropelló. Una de las cámaras del salón alcanzó a grabar la placa.

Al día siguiente, después del almuerzo navideño, nos reunimos con la mara en el parque.

—Iba llorando —dijo Mari. Fue la primera en romper el hielo.

Ninguno respondió gran cosa. Yo necesitaba hacerlo, pero las palabras no me salían. Me despedí, y fui para tu casa. Estuve viendo una ventana del segundo piso, preguntándome si ese era tu cuarto, o si dormías abajo. Si tenías hermanos, si tenías papá. Si te gustaban los videojuegos, o si hasta en eso eras distinto.

Al rato salió tu mamá a fumar un cigarro. Casi me voy, pero agarré valor para acercarme.

—Hola —le dije—. ¿Es usted la mamá de…?

Se me trabó tu apodo en la garganta. Ni siquiera sabía tu nombre, y mejor me callé.

—¿Vos eras amigo de Robertito?

De esa manera tan amarga lo supe.

—Con lo entusiasmado que estaba —dijo—. Nunca lo había visto así.

Y me contó el resto.

Escuché cada palabra con tanto asombro que me quedé ido. Después se me acercó y me dio un abrazo incómodo que no pude regresarle, como si me hubiera petrificado en su pecho. Tiró la colilla al suelo y entró en la casa, pero antes de cerrar la puerta me volteó a ver y me dijo algo que nunca se me va a olvidar: me dijo que estaba muy agradecida con nosotros.

Sin decirle a los «muchachos», me fui para el parque. Estuve apoyado en la baranda del puente, viendo correr el agua sucia de la quebrada. Te imaginé parado sobre una piedra, tanteando la corriente con el pie. Vi tus mocasines horrendos y tu pinta de nerd a paso torpe de pingüino.

Quisiera bajar y ayudarte, para que no te resbalés como siempre y se te moje la ropa. Quisiera haber llegado antes de aquello. Quisiera borrar de mi mente la cara de tu mamá y sus palabras. Todo el tiempo se me vienen: ella parada frente a mí, hablándome como si me conociera de años. Me dice que la última semana te la habías pasado feliz, porque íbamos a llegar el Veinticinco. Dice que no te aguantabas la emoción de llevar amigos a la casa por primera vez. Lo dice sonriendo.

 

 

 * Manuel Ayes Callejas (4 de agosto de 1990) es un escritor hondureño nacido en San José, Costa Rica. En 2014 ganó el Concurso Literario Nacional “Lira de Oro” Olimpia Varela y Varela. En 2017 publicó Infortunios, su primer libro de cuentos, como ganador en la Primera Convocatoria para publicaciones del Sistema Editorial Universitario, de la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán. En ese mismo año participó en el Taller de Creación Literaria impartido por el premio Cervantes Sergio Ramírez en Masatepe, Nicaragua. Ha sido publicado en varias antologías a nivel nacional e internacional, y también obtuvo  menciones honoríficas en concursos en España (por ejemplo, en el Concurso “Letras como Espadas”).

Forma parte del Taller de Corte y Corrección desde 2020 (en la pandemia). Ya venía siguiendo desde hace mucho el canal de YouTube, y todo este aprendizaje le ha servido no sólo para canalizar las frustraciones del momento en su país, sino también para comprender mejor lo que implica el arduo trabajo de edición.

Este cuento es leído por Luis Moretti en su canal y pódcast Noches de pluma y tinta.
Ilustración 1: Wassily Kandinsky, Improvisation 19. Disponible en: http://camp.ucss.edu.pe/vocesdeunriesgo/bullying/
Ilustración 2 : Freddy Vicencio, Acoso. Disponible en: http://freddyvicenciopintor.blogspot.com/2006/11/acoso-leo-sobre-tela.html

 

 

Gregorio no supo

Por Jorge Nieva *

A la memoria de Gregorio

 

Don Mateo, el diariero de la estación Malabia, vio a Gregorio acercarse por el andén y sonrió. No contaba con muchos clientes dispuestos a conversar nada menos que a las cinco y media de la mañana. Además, compartían afinidades. Nacidos y criados en el barrio sufrían y gozaban, con cierto grado de fanatismo, por la institución y el vecino más caracterizados de Villa Crespo: Atlanta y don Osvaldo Pugliese.

Mateo le alcanzó el diario y le ganó de mano con la charla.

—Buen día, Goyo. Del Mundial ni hablar; lo mejor es que se terminó, vuelve el fútbol local y el sábado volveremos a ver al Bohemio.

—Tiene razón, don Mateo… ¡Qué Mundial ni qué ocho cuartos! Ahora, ¿me puede explicar por qué los genios de la AFA suspendieron el torneo de la “B”, si en la Selección no hay ni un jugador de la categoría?

—Son de terror, Goyo. Pero no dejemos que eso nos opaque otro hecho fundamental: ¿pudo ver por la tele a don Osvaldo tocando en el Colón?

—No pude, don Mateo; trabajé. ¿Cómo estuvo?

—¿Cómo va a estar, Goyito?… ¡Sublime! Cuando interpretó “La yumba”, la gente aplaudía de pie y gritaba ¡No te mueras nunca, Osvaldo!

—¡Qué grande! Le digo algo, don Mateo: yo no sé quién fue el tal Malabia ni en qué se destacó, pero la estación debería llamarse Osvaldo Pugliese.

La llegada del subte le puso fin a la conversación.

Gregorio pudo viajar sentado y entornar los ojos durante cinco estaciones para imaginar a su querido Atlanta festejando el ascenso a Primera.

El subte llegó a destino. Gregorio caminó hasta su trabajo pensando en las cargadas de sus compañeros por su apuesta a favor de Italia nada menos que contra Brasil. Y bueno, les taparía la boca con las facturas de la apuesta.

Llegó primero, como siempre. Puso a calentar agua para el mate y sacó del bolso su uniforme pulcramente lavado y planchado. Fueron llegando sus compañeros del Servicio de Vigilancia y Gregorio soportó el rosario de cargadas como un señorito inglés.

A eso de las siete y media salió a comprar las tres docenas de facturas, que debían ser de la mejor y más cara confitería del barrio, según estipulaba la apuesta.

Volvió con un flor de paquete, tibio y con el aroma de las facturas recién horneadas, que puso sobre la mesa.

—Tomen, buitres, ahí tienen. No les debo nada.

Ya era hora de trabajar, y Gregorio fue a cubrir el horario de ocho a diez en la recepción. No ocurrió nada digno de destacar, pero faltando apenas unos minutos para la finalización del turno, entró un joven. Frente a las recepcionistas dijo que venía por una entrevista de trabajo. Lo registraron en el libro de entradas ––David era su nombre––, y lo derivaron a la Oficina de Personal.

—Por acá, pibe —le dijo Gregorio, acompañándolo hasta el ascensor más cercano.

El reloj de la recepción marcaba las 09:53. Gregorio oprimió el botón de llamada y el mundo se vino abajo.

Gregorio no supo qué pasó. Hasta que recobró el conocimiento y se vio habitando un mundo mínimo, íntimo y oscuro, tapado de escombros y ahogado por el polvo del derrumbe. Escuchó gemidos, y supo que David estaba cerca y vivo.

Era raro: Gregorio no sentía dolores, pero tampoco sus piernas ni sus manos. Y se dio cuenta de la gravedad de su condición. Los lamentos cercanos hicieron que dejara de lado toda preocupación personal y se concentrara en el estado de David.

Y Gregorio supo. Supo mantenerlo despierto, supo tranquilizarlo con palabras sabias, dándole esperanzas y seguridades. Durante las horas en las que compartieron angustias se contaron cosas que en la anterior vida, la de hacía un rato apenas, jamás se hubieran contado.

Gregorio no supo que ese chico sería su último amigo, si así podía llamarse a esa breve pero intensísima relación.

Lo que sí supo Gregorio ––y se lo aseguró a David–– es que en cualquier momento se abrirían paso hasta ellos sus amigos, sus excamaradas, los rescatistas de bomberos.

Y esta vez, Gregorio acertó, porque había sido bombero.

Pero no pudo disfrutar de su acierto.

David sí. David fue rescatado de entre los escombros y llevado al Hospital de Clínicas. Y sobrevivió.

A partir de aquel 18 de julio del 94, David participa cada año de los actos recordatorios en la reconstruida sede de la Asociación Mutual Israelita Argentina. Va y acaricia la placa que recuerda a Gregorio, junto a las de las otras ochenta y cuatro víctimas del atentado criminal, y rememora, con mucha paz y cierta alegría, los acertados vaticinios de Gregorio.

Gregorio no supo que Atlanta ascendió a primera el 10 de junio del 95.

Gregorio no supo que Malabia fue rebautizada como Malabia – Osvaldo Pugliese.

Y tampoco supo que la estación donde bajaba para ir a su trabajo hoy se llama Pasteur – AMIA.

 

 

*  Jorge Nieva es un porteño nacido en Villa Urquiza hace 79 años. Mudado muy joven a Villa Ballester, fue uno de los creadores y miembro activo del primer Cuerpo de Bomberos Voluntarios de la ciudad. La pasión allí despertada lo llevó a la Superintendencia de Bomberos de la Policía Federal Argentina, de donde se retiró con el grado de Sargento.

Es miembro del TCyC desde tiempos remotos.

 

Fuente de las ilustraciones: https://www.infobae.com/fotos/2020/07/18/atentado-a-la-amia-17-historicas-imagenes-del-horror/

 

 

Sveta

Por Julio Ezequiel Miranda *

 

Mientras Vassili Kozlov martillaba y cincelaba a destajo en su puesto de la fábrica, un pensamiento lo atormentaba: era el sexto cumpleaños de su hija Svetlana, y no tenía nada que regalarle.

No contaba más que con algunos kopeks en el bolsillo, y le faltaban dos días para recibir, junto a algún cupón de racionamiento, su salario. Recién ahí podría citarse con el contacto que le confió Sergo, un compañero de la fábrica. El riesgo era alto: bien podría el supuesto mercader ser un agente de la NKVD, y eso bastaría para que la implacable policía secreta lo arrastrara al infierno del gulag, o simplemente lo despachase con un frío disparo en la nuca.

A pesar del peligro, Vassili confiaba en su amigo Sergo, quien le había asegurado que conseguiría un precio razonable por el regalo que Vassili le había prometido a su hija: una muñeca nueva.

Pero Vassili se sentía en falta: no podía llegar a casa con las manos vacías, así que arrebató de la línea de montaje un rodamiento ––uno cualquiera entre los miles producidos a diario por la planta de tractores––, y se lo escondió en el bolsillo.

 

Ya de noche, al entrar en la casa, Vassili chocó con su pequeña Sveta, quien lo esperaba impaciente en el vestíbulo. Vassili le dio a la niña, envuelto en un pañuelo, el inesperado regalo, sin notar que su Anna los estaba observando desde el umbral de la cocina.

Sveta desdobló el envoltorio, y pronto descubrió una esfera metálica que brillaba bajo la tenue luz del recibidor.

—¿Y qué es? —preguntó, decepcionada.

—Es algo poderoso —le contestó el padre, saliendo del apuro—. Algo mágico. Por unos días, será tu regalo de cumpleaños. Pero con una condición: no debes mostrárselo a nadie.

—¿Por qué?

—Porque…, si lo ve alguien más, no podrá convertirse en la muñeca que tanto esperas. Por ningún motivo debe salir de esta casa. ¿Está bien? ¿Me lo prometes?

La niña asintió, y corrió a buscar una caja para atesorar el secreto. Una caja que más tarde colorearía, para que fuera digna de su regalo.

—¿Qué has hecho, Vassili? —susurró Anna—. ¿Quieres que nos maten?

Svetlana alcanzó a oír aquellas palabras, y se fue a dormir con una fea sensación. Por eso de que las paredes oyen, Vassili se encerró con su esposa en la habitación para discutir el asunto.

Por alguna razón, la niña se sintió culpable de que a mamá no le hubiera gustado mucho el regalo. Y tampoco a ella le había gustado mucho. Salvo por lo que papá dijo, eso de que en un par de días esa bola de acero se transformaría en una muñeca.

Y así, con el entusiasmo renovado, Svetlana se dio a inventarle nombres a su futura amiga, hasta que se durmió.

A la mañana siguiente, en la escuela, tras la insistencia de los otros chicos, que sabían de su cumpleaños, Svetlana no pudo contenerse: les aseguró que había recibido un objeto mágico. Uno le rogó que lo trajera enseguida.

—No debo, Nicolai —le contestó ella—. Lo perdería para siempre.

—Pero a mí me gustaría andar con un objeto así. ¿Tiene nombre?

—No sé. Pero brilla como la luna, y tiene muchas bolitas plateadas. Son de acero, me explicó mi papá.

—¿Y cómo podría pedírselo a mi madre, si no sé cómo se llama? Espera, se me ocurre que podrías dibujarlo.

―Tienes razón.

Svetlana arrancó un papel de su cuaderno, y a lápiz esbozó algo semejante a su objeto mágico: un rulemán con brillos y todo. Aquel dibujo maravilló a sus amigos, y en especial a Nicolai, quien se atrevió a sugerir que aquello se parecía a la corona del Zar. Los pequeños camaradas callaron. Svetlana se apresuró a negar que el dibujo fuera una corona ―y menos una corona del Zar―, y los chicos volvieron al aula. Nicolai plegó el dibujo, y se lo guardó en el bolsillo.

De nuevo en su hogar, Svetlana descubrió que el regalo ya no estaba en la caja de cartón pintado.

Quizás hoy llegue mi muñeca, se dijo.

Al final del día, ya acostada, cayó en la cuenta de que su anhelada muñeca no había llegado. Pero era tarde, y presintió algo peor: su padre tampoco llegaría. Y así sucedió: Vassili no apareció por su casa aquella noche. Ni aquella, ni las oscuras noches siguientes.

Tras la desaparición de Vassili Kozlov, los enojos de Anna comenzaron a recaer en su hija. Ante cualquier circunstancia le ordenaba:

—Svetlana, no hagas eso.

Frente a esa orden, ella dejaba de jugar. Y se alejaba, lo suficiente para poder espiar el semblante enfermizo y abatido de su madre, que a veces se enrojecía como un puño crispado. Anna se mordía los nudillos, mientras los espasmos se iban apoderando de ella, y las venas le surcaban la blancura de la frente, hasta que el aura rojiza de aquellos ojos arrasados desaparecía.

Cuando Anna era consciente de esos ataques, corría a esconderse: odiaba que ella la viera así.

Y de la boca de la pequeña Sveta salía entonces un reiterado susurro:

—Mamá…, ¿por qué, mamá?

Quizás hubiese una razón para tal comportamiento. Pero antes su madre debería volver a hablarle, aunque se desencadenase en diez mil maldiciones, o que algún destello desbordara sus ojos gélidos, inertes. Svetlana jamás la había oído gritar ni derramar lágrima alguna.

Ciertamente, el rabioso silencio de la madre la perturbaba. Pero más le temía a ese brillo sin luz, extraño y amenazante, despierto en aquella mirada extraviada que nada tenía de maternal. Sveta todavía era una niña, pero a sus cinco años, ya había notado esa misma mirada en alguien más, en alguien demasiado cercano: su tío.

Pobre tío Liosha, su uniforme cubierto por la nieve, y el revólver todavía humeando. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué se había ido al cielo por su propia cuenta?

Al mes, las presunciones de Svetlana sobre la salud de su madre se hicieron realidad. Una mañana, Anna se había mostrado condescendiente con su hija, hasta cariñosa. Svetlana no creyó en las inusuales muestras de afecto, porque esos ojos no le dejaban dudas. Y no se equivocó: tras un breve rastrillaje en el bosque, Anna fue encontrada pendiendo de una soga. Sin parientes que pudiesen hacerse cargo de ella, Sveta fue abandonada en un orfanato.

Una tarde, un oficial llegó al orfanato. El mayor Zhdanov se presentó ante la directora, y pidió hablar con la niña Svetlana Kozlova.

La directora dejó a solas al mayor y a la niña.

—Como sabes, Svetlana, la delación es un deber para todo ciudadano. Y, por tanto, salvo excepciones como la heroica muerte de Pavlik Morózov, no debería celebrarse.

—Sí, pero…, ¿por qué me dice eso?

—Tu padre fue el traidor Vassili Kozlov, ¿verdad?

—Sí, mi papá es… —respondió avergonzada la niña, y alzó la mirada—. Papá… ¿murió?

—¡No me interrumpas! —El grito del jerarca se oyó en todo el recinto—. ¿O acaso tu padre no fue un asqueroso saboteador, un criminal, un enemigo del pueblo? ―El mayor sonrió nervioso, y siguió hablando en un tono amable―. Como decía, la delación es un deber, y tú no sólo has cumplido con tu deber. Sí, serás una nueva Pavlik. Las estatuas de Svetlana Kozlova engalanarán las ciudades junto a las del valiente pionero. ¿Qué me dices?

—Pero por qué yo. No lo entiendo.

—Cómo que no entiendes. En estas pequeñas manos ―Zhdanov la atrapó de las muñecas―, la delación ha alcanzado nuevas alturas: la has transformado en arte. Y no en el repugnante arte burgués, sino en el verdadero arte. Has hecho tu obra, siguiendo la ortodoxia del más puro arte soviético. —Emocionado, Zhdanov se tomó un respiro. Sveta lo observaba estupefacta. Zhdanov abrió su maletín, y sacó un paquete envuelto en papel madera, atado con un lazo rojo—. Toma, creo que esto es tuyo.

Svetlana descubrió el envoltorio, y sus manos temblaron al sostener un dibujo enmarcado. Un dibujo que no le era ajeno. El dibujo, la obra que —ahora lo entendía, mientras las lágrimas impactaban en el vidrio del pequeño cuadro— le había costado la desaparición del padre y el suicidio de la madre.

—Me corrijo —siguió diciendo el mayor, ignorando aquellas desesperadas lágrimas—: era tuyo. Porque ahora tu gran obra le pertenece al pueblo. Como tú, Svetlana. Tú también le perteneces al pueblo.

 

 

 * Julio Ezequiel Miranda tiene 38 años, nació en Capital Federal pero reside en Haedo, provincia de Buenos Aires.

Actualmente se desempeña como programador. Sin embargo, la lógica y las matemáticas no lo atraen, como sí los temas y preocupaciones de índole social.
Aclara que fue la escritura quien lo encontró, y no al revés, y que esta se ha vuelto una verdadera necesidad. Necesidad que es pulida en cada clase del TCyC de Marcelo di Marco, al cual asiste desde el año 2019 y, más recientemente, del taller individual que brinda Nomi Pendzik.

9.15

Por Santiago Williams *

 

 

Fue Luisa quien disparó la pregunta que a todos nos venía comiendo la cabeza:

―¿Cuánto faltará?

Los demás miramos al cielo, que seguía sin nubes.

―Me parece que tenemos para rato ―dije.

Llevábamos más de un mes en aquel valle junto al gran río seco. En todo ese tiempo no habíamos visto una puta nube, y el viento nunca había dejado de soplar.

Los primeros días habían sido normales, con el tanque de la casa enorme y lleno. Además, contábamos con que podríamos descongelar unos cuantos pollos, y el galpón desbordaba de bolsas de maíz para los caballos. Para los caballos y para nuestro pequeño batallón: llegado el caso, los cuatro podríamos moler los granos y preparar polenta.

Pero, después de una semana de puro sol y viento, nos dimos cuenta de que la cosa iba para largo, y debimos racionar. Nos bancaríamos, cada día, con medio pollo para los cuatro y un vaso de agua por persona. Sólo nos bañaríamos los jueves, alternando semanalmente el orden de los turnos: la palangana se llenaría una sola vez, y con eso tendríamos que arreglarnos todos. Por otra parte, a los caballos les daríamos una pequeña ración de maíz, y les cambiaríamos el bebedero día por medio.

No es que temiéramos morir de sed o de hambre; pero, sin nada para comer o tomar, los días se alargarían de tedio.

Ese mediodía, apenas unos minutos después de la pregunta de Luisa, nos sobresaltó un sonido lejano pero nítido de sones mecánicos, afelpado por el ulular del viento en ráfagas.

―¿Es… eso? ―preguntó Alberto con su inseguridad a cuestas.

―Eso es sólo un motor ―respondió Luisa―. Falta.

Nos quedamos unos segundos en silencio prestándole atención al alarmante ruido de motor que se acercaba.

―Es un vehículo militar ―dije―, y se está acercando.

Los cuatro entramos en la casa. Trancamos la puerta y corrimos las cortinas.

―Los caballos ―dijo Alberto, como si cayera en cuenta de algo importante―. ¿Qué vamos a hacer con los caballos?

―¿Cómo qué vamos a hacer con los caballos? ―respondió Luisa―. Nada vamos a hacer. Si estos tipos llegan hasta acá, los van a ver como a cuatro caballos comunes y corrientes, y nada más. No les van a revisar los dientes, o cosas por el estilo.

―Y el tanque ―insistió Alberto―. Tal vez vengan por el agua del tanque.

―¿El tanque? ―dije, anticipándome a Mario―. Ya ni se deben acordar de lo que es el agua potable los monos estos. Además, ¿cómo van a saber que acá hay una casa con un tanque, y que, encima, ese tanque tiene agua?

―Y a lo mejor por internet ―respondió Alberto―. Hoy día se pueden ver imágenes satelitales, ¿no?

―No seas idiota ―dijo Luisa―. En primer lugar, el tanque está cerrado. Además, mirá si van a estar boludeando con el Google después de las cosas que sucedieron.

No pude contener una risita nerviosa.

―No es para andar riéndose ―me dijo Luisa, solemne―. Entiendo que es cosa de risa, sí, pero no deja de ser una tragedia.

―Bueno ―dije―, me reía porque me los imaginé buscando en Google la explicación de lo que les pasó. Ni siquiera en momentos como los que se están viviendo la gente puede sacar la cara de la pantalla.

―La explicación ya la conocen desde hace tiempo… ―dijo Mario, pero yo, que sabía cuánto le gustaban los monólogos largos, me apuré en interrumpirlo.

―Tal vez la escucharon alguna vez, pero de ahí a entender, hay una buena diferencia. Seguro que deben andar con eso de la era de Piscis o de Mercurio retrógrado…

El viento amainó, y el motor se oyó mucho más próximo. Me acerqué a la ventana y corrí la cortina. Desde la casa sólo podían verse unos metros del camino, que se perdía doblando atrás de unos álamos secos, para bajar a la ruta. En cuanto al vehículo, sólo se divisaba el polvo que levantaban las ruedas.

―Ves a alguien, Mike ―me preguntó Alberto―. Cuántos son.

―No todavía, pero están cerca.

―¿Y si vienen por nosotros? ¿Qué hacemos si vienen por nosotros?

―Cortala con el cagazo, che ―le dijo Luisa―. Por qué vendrían por nosotros, qué conseguirían con eso. Además, cómo carajo van a saber que estamos acá.

Alberto la miró, pero no cambió su expresión asustadiza. Se quedó pensando. Dijo:

―Pero si vienen es por algo, algo tienen que saber.

―¿Qué van a saber? Debe de ser una casualidad. Algún perdido buscándole la vuelta. Una casualidad.

―Las casualidades no existen.

―Parecés un librito de autoayuda, Alberto ―dijo Luisa levantando la voz―. Un poco de dignidad, por favor. No olvides lo que sos y lo que representás.

―Lo que somos ―dije.

―Somos lo que hacemos ―dijo Mario, con su tono admonitorio―, y somos lo que tenemos que hacer. Somos nuestro deber, irrenunciable y crudelísimo, ya que el hombre se hizo cargo de ser víctima y victimario. Y sólo el fuego, cuando se empuñe la…

El relincho furioso de uno de los caballos detrás de la casa interrumpió su perorata. De nuevo volví a reírme.

―No te enojes, Luisa ―me anticipé―, pero es que todo me resultó muy de cine: la solemnidad de Mario, el relincho salvador. Todo pareció como guionado por un Tarantino dado vuelta.

No logré sacarle ni una sola sonrisa a ninguno.

Esta vez relincharon los cuatro caballos, por encima de una voz humana que gritaba a lo lejos.

Nos miramos entre nosotros: todavía no era hora de que entráramos en acción.

Hasta entonces lo único que habíamos escuchado era el viento.

Pero ahora, del otro lado de la puerta, alguien gritaba. Nos gritaba. Pedía ayuda, auxilio. Decía que estaba solo, rogaba que saliéramos a ayudarlo.

―Un trago. Un trago de agua, y nada más. No les haré nada malo, se los juro. Sólo un poco de agua, y me voy.

Entonces dejó de ser Alberto el único que tenía miedo. No es que aquel intruso pudiera agredirnos. Incluso él tendría mucho más miedo de nosotros, que nosotros de él. Como dar pena, daba. Pero no sabíamos cómo manejarnos. Las consignas habían sido bien precisas: esperar la señal, sin hacer más que esperar.

Los golpes de puño en la puerta aumentaron su intensidad, y la voz detrás de ella se volvió mucho más nítida.

―Ábranme la puerta, por favor, repito que no voy a hacerles nada. Sólo quiero algo de tomar. ¿Tienen agua que les sobre? O lo que sea. Un traguito nomás. No les voy a hacer nada. Un trago y me voy. ―Los golpes aumentaron su frecuencia―. Por favor. Un trago no se le niega nadie. ―Y ahora los golpes eran patadas―. Por favor. Vamos. Sé que hay alguien ahí adentro. Los caballos… Alguien los tiene que estar alimentando. Por favor.

―¿Qué hacemos? ―susurró Alberto.

―Nada. ―Mario negaba con la cabeza―. Pagarán justos por pecadores, pero al final será el fruto.

―Psttt, bajá la voz que nos va a escuchar ―dijo Luisa―. Y pará un poco con los discursos, que a nosotros no tenés que convencernos de nada.

― ¿Y si lo dejamos entrar? ―pregunté.

Alberto me clavó la mirada y me hizo un gesto como que estaba loco.

―¿Qué va a hacer? ―insistí―. No va a cambiar nada, y tal vez nos ayude a matar el tiempo.

―¿Matar al tiempo nosotros? No es sino la mano del hombre la que pone fin al tiempo… ―empezó Mario, pero la mirada feroz que le dirigió Luisa lo calló enseguida.

Desde fuera, el hombre ahora sacudía la puerta y seguía gritando que lo dejáramos entrar.

―Ponele que le abrimos ―dijo Luisa―, que le damos un vaso de agua. ¿Y después qué? ¿Vamos a quedarnos confraternizando con él hasta que llegue el momento? Además, ¿qué le decimos? No podemos decirle la verdad, no serviría de nada. Y peor para él, porque eso empeoraría las cosas. ―Un chirrido nos indicó que la cerradura de la puerta cedía, y pensé: Hay que hacer algo―. Por otro lado, mentir… Mentir sigue siendo un pecado.

Quizá fuera un llamado del destino, porque ni bien dijo la palabra pecado estalló un trueno que hizo temblar la puerta y los vidrios de la casa, y un estruendo repicó en las chapas del techo, y vibraron los gritos de pánico del hombre detrás de la puerta: se alejaba a toda velocidad.

Todo sucedió en un instante. El crepitar del fuego. La tormenta y el primer trompetazo. Las gotas rojas deslizándose por las ventanas. El furor lejano de los mares revueltos que devoraban barcos y costas, y Alberto que recogía las riendas. Los restos de agua potable volviéndose agrios, y el sol y la luna y las estrellas consumiéndose desde afuera hacia adentro. Mario, que preparaba la coraza de azufre y las trompetas resonando, una detrás de otra. Luisa, que abría la puerta del corral mientras el zumbido de las langostas generaba otro estruendo. La sexta trompeta, y yo, que agitaba el rebenque para emprender el galope. La señal que nos liberaba de aquel rincón. La señal para la cual nos habíamos preparado, a aquella hora y día y mes y año.

 

 

  * Santiago Andrés Williams tiene 37 años. Nació en la ciudad de Buenos Aires, pero vive hace diez años en el norte de la provincia de Neuquén. Es ingeniero agrónomo y profesor de Música de profesión, y luthier de oficio. Desde que aprendió a leer, los libros han sido su gran pasión.  Borges, Quiroga, Poe, Cheever, Hemingway, Kafka, son sólo algunos de sus escritores más leídos y admirados. Desde hace meses meses participa del Taller de Corte y Corrección, y retomó la ambición de empezar a contar sus propias historias.

 

Fuentes de las ilustraciones:

es.vividscreen.info/pic/red-sky/4643/for-1400×1050

https://es.123rf.com/photo_457012_piedras-en-un-r%C3%ADo-seco-perino-valtrebbia-italia.html

https://www.deviantart.com/aspius/art/Wild-Horses-13285788

 

 

El de blanco

Por José Miguel Marín Baeza *

 

 

El de blanco se mecía, y se mecía. Y, mientras más se mecía, más sudaba.

Toda su habitación era blanca como una mortaja blanca, y acaso por un castigo del cielo: él odiaba ese color, ese no-color. ¡Es que cómo podía ser algo tan vacío, y tan básico y tan soso! Así que el de blanco prefería tener los ojos cerrados. Porque, si los abría, le ganaría la impotencia, y no tendría más remedio que gritar.

Y al Hombre de la Porra no le gustaban los gritos.

Y menos sus gritos.

El de blanco se mecía, y se mecía. Y, mientras más se mecía, más sudaba.

No lo alimentaban desde la última vez que miró las paredes, y su único pasatiempo era contar las gotas de sudor que bajaban de su pelo y le escocían los párpados. Antes, miles de personas iban a las galerías de arte a admirar sus óleos, a alabar sus acuarelas. Ahora, sólo era una cosa que se mecía y se mecía.

El de blanco se mecía, y se mecí… Pasos, oía pasos: el Hombre de la Porra viene, viene, no abras los ojos, no te muevas, quieto.

La puerta metálica se abrió con un chirrido horroroso. El de blanco intentó cubrirse los oídos, pero no pudo: estaba de blanco, le habían encajado ese puto, puto chaleco blanco.

—Ahí tienes, loco de mierda.

Conocía bien el sonido de la bandeja de plástico deslizándose por el umbral de cemento. Era un sonido feliz, estaba a salvo: cuando cerraran la puerta, podría arrastrarse y comer. Pero, cuando la puerta se cerró, en la habitación blanca quedó rondando un sonido que no oía desde hacía mucho. Acaso un insecto, una avispa, una mosca, vaya a saber, zumbaba, iba de lado a lado, y chocaba con las paredes acolchadas.

El de blanco se mecía y se mecía.

Ya no podía contar sus gotas de sudor. El zumbido era constante, pasaba como un proyectil al lado de sus orejas y volvía a dar vueltas. Cómo le gustaría atraparlo, aplastarlo, molerlo entre sus manos, sentir sus crujidos. Pero no podía. ¡No podía! Estaba de blanco. ¡De blanco! ¡Qué color tan insípido!

Se mecía y se mecía.

El insecto se le tiraba en picada desde todas direcciones. Chocaba contra su mejilla, cuello y pecho, chocaba contra sus ojos cerrados intentando abrírselos. No, eso no: si se los abría a fuerza de aguijonazos, él gritaría de horror, y al Hombre de la Porra no le gustaban los gritos. Y el bicho seguía lanzándose, arremetía contra su cabello, y ahí se enredaba y zumbaba. El de blanco se mecía frenético, sacudía la cabeza. Y tanto sacudía la cabeza que hasta oyó algo estrellarse contra la pared. Tenía el cuello adolorido, pero estaba tranquilo: no había más ruido que sus jadeos.

El de blanco se mecía y se mecía, y mientras más se mecía más sudaba.

Pero no se había acabado: el zumbido volvió, y volvió furioso, y giraba a su alrededor, y él lo seguía con la mirada ciega, y chocó en su espalda, y chocó más arriba, en su cuello, y no salió de ahí, y no salió, y empezó a escarbar y a morder, y se enterraba, y él tenía que sacárselo. Él, que no tenía brazos. Él, que estaba de blanco. ¡De blanco!

Se mecía, se mecía.

Lloraba, se retorcía, y el insecto paseaba por dentro de su piel, y zumbaba. Zumbaba de manera espantosa, parecía un grito. Era un grito. Él gritaba, y gritaba con fuerza y con los ojos cerrados, y gritó tan fuerte que después no pudo gritar: sólo salía de su boca un sonido apagado.

Se mecía, se mecía.

Oía pasos, oía al Hombre de la Porra aporreando la puerta con su porra. El Hombre de la Porra podía ayudarlo. ¡Por qué no abría la puerta! El zumbido zumbaba dentro de él.

El de blanco se meneaba violentamente, se mecía, se mecía, arremetía contra las paredes acolchadas, intentaba arrancarse el cuello a dentelladas, y dentelleaba y dentelleaba, y el zumbido se hizo más intensamente zumbador.

Y empezó a salir.

Y él sentía cómo la piel se despegaba de sus carnes, mordía, mordía, se mecía. Y salió…

Oyó algo viscoso caer en el suelo, oyó cómo golpeaban a su puerta, y oyó un zumbido calmado que rondaba en su habitación. Vio las paredes blancas, y vio su lengua en las baldosas de granito, y sintió cómo la sangre fluía por su mentón.

Se acercó a la pared blanca y la besó, y arrastró sus labios con gracia y sutileza, y poco a poco el blanco de las paredes se transformó en rojo, en fuego, en una obra de arte magnífica y preciosa. Un fresco, un acolchado pleno de pasión, obra plena de calor y de fuerza.

Y el de rojo se moría, y se moría.

 

 

Ilustraciones:

1.- Caralp, «Deseseperación» (acrílico sobre arpillera; 2011; Bordeaux, Francia)

2.- En https://www.freepik.es/fotos-premium/textura-fondo-pared-cemento-blanco-vetas-pintura-roja-como-sangre_6353317.htm

 

  * José Miguel Marín tiene 19 años. Nació en la zona rural de Curicó, Chile. Siempre ha amado crear y contar historias, pero sólo hasta los 17 años se animó a escribirlas, y ahora es su gran pasión. Futuro profesor de lengua castellana, desde mediados de 2021 participa en el TCyC.

De penitencia

Por Franco Ceruti *

 

Mamá no es mala: es rebuena, y me quiere muchísimo. Desde que mi hermanita se murió, ella quedó muy triste. Eso fue cuando papá todavía vivía con nosotros, y mamá tenía a hermanita en la panza. Un día fue al hospital, y le hicieron una operación que se llama parto, y se la llevaron a la habitación. Era muy chiquitita y lloraba mucho, y al principio solamente podía estar en la falda de mamá. A mí de entrada me cayó mal la hermanita esa, pero después creció y se puso a perseguirme en cuatro patas por la casa, como un perrito. Eso era divertido. No se le entendía nada de lo que decía, pero hablaba y movía las manos como si le entendiéramos todo. En esos tiempos, mamá y papá se reían mucho.

-Trae a tu hermanita, Poli, que vamos a comer.

Y yo meta arrastrar a la gorda de la ropa hasta la mesa, y ellos se reían.

 

Ahora no estoy yendo a la escuela, porque mami se enojó conmigo y me puso un castigo por jugar en la calle. No sé cuántos días hace que estoy castigado, pero son muchos.

Cuando salí del jardín, ya sabía escribir mi nombre: Hipólito, que va con hache mayúscula. Igual, a mí todos me dicen Poli.

En la escuela, la maestra Eva me hacía escribir una por una todas las letras, y me hacía escribir palabras cortas como mamá, papá y casa. Y también escribir cosas graciosas que nadie dice: mi mamá me mima. ¿Quién va a hablar así?

Todos los días, cuando veo por la ventana a mis amigos que van para la escuela, corro a mi cuarto y me pongo rápido la túnica blanca, el moño azul, los zapatos marrones, y le pido por favor a mami llevame a la escuela para aprender a escribir. Pero ella no me oye. Sigue enojada por lo que pasó cuando jugamos en la bajada de la usina.

Yo lo extraño a mi papá, pero no digo nada porque después la escucho llorar a mamá de noche. Cada tanto nos llega un giro de la plata, como dice mamá que manda papá. Y cuando volvemos del correo me dice tu papá todavía nos quiere. Siempre que dice eso, le entra una basurita en el ojo. Pero ahora va sola al correo, desde que estoy castigado.

Como no puedo ir a la escuela, a la mañana juego con mi perro Corbata, y a la tarde salgo a la calle a jugar con mis amigos. A ellos sí los dejan ir. Siempre pienso en la maestra Eva, que ella me debe estar extrañando mucho.

Mamá no me hace más la leche cuando me levanto.

Yo igual, para mostrarle lo buen hijo que soy, me lavo la cara solo, me lavo los dientes, y me peino un poco con agua, porque de noche se me paran todos los pelos.

Cuando el sol está alto, y hay olorcito a comida, a mí me agarra el hambre. Entro en la casa, y casi siempre mamá está sentada llorando en la silla de la cocina, con un té en una mano y un pedazo de pan en la otra. A veces agarro un pan de la despensa, y me siento en el piso, y le abrazo las piernas desde abajo. Le digo que ya no lo voy a hacer más, y mientras le digo eso a mami, Corbata es de meterse por debajo de la silla, y trata de robarme el pan. Pero ella nunca me dice nada, ni hace nada. ¿Por qué le cuesta tanto perdonarme?

Después ella se acuesta, y yo salgo a la calle a esperar a que mis amigos, que ya volvieron de la escuela y están comiendo, vengan a jugar. Entro a lo de Juancho con mi cuaderno y me copio lo que vieron en la escuela. Yo copio todo porque, quiero aprender a escribir. Quiero escribirle una carta a papá pidiéndole que vuelva. Si ya junté plata para la estampilla. A veces le escribo a la maestra Eva en el cuaderno de Juancho.

Cuando mis amigos salen es la parte mas divertida, porque las locuras las hacemos a la hora de la siesta, cuando los grandes no están. Me acuerdo aquella vez. Hacía tanto calor, que Carlitos se robó unos huevos de la heladera de su casa, y los cocinamos en el techo del auto del viejo de la carpintería. Eso fue el mismo día que llegó al barrio la rubiecita esa. Marina, creo que se llamaba. El padre trabajaba en la panadería. Carlitos se hizo tan amigo de ella que después andaban todo el tiempo juntos, como novios. A mí ella no me lleva el apunte, igual que hacen mis amigos cuando les digo que hagamos algo.

Mucho no me importa que ellos se hagan los que no me oyen, porque igual siempre estamos juntos. Jugamos a la mancha, a la escondida, a la bolita. El otro día jugamos a la escondida y gané yo. Nunca me descubrieron. Pero no se acordaron de mí, y dieron el juego por terminado. Qué malos perdedores. Quedaron tan enojados que después jugamos al fútbol, y en todo el partido no me pasaron la pelota.

Cuando las madres de mis amigos los llaman a tomar la leche, yo me voy para casa. Pero mami no me hace más la merienda, ni me llama. Y yo no sé cuándo se le va a pasar la bronca que tiene conmigo.

El día de la travesura, mis amigos querían ir a jugar a la pelota en la bajada de la usina. Es más divertido jugar ahí, porque es a suerte qué equipo juega abajo y qué equipo arriba, y si juegas arriba la pelota se va sola al arco del otro. Me dijo mi papá que la usina adentro tiene un motor gigante que da luz a todo el pueblo, porque es un pueblo chico y con un motor gigante alcanza. Por eso se oye ese ruido tan fuerte en esa cuadra.

El frigorífico está en una punta del pueblo, y los bomberos en la otra. El día de la travesura hubo un incendio, y para llegar al frigorífico los bomberos pasaron a toda velocidad por ahí. Pero la sirena ni se oye, porque el ruido del motor gigante tapa todo. Mi equipo jugaba arriba, Raulito traía la pelota y me la pasó, me quedaba esquivar a Carlitos y atajaba Juancho, seguro que yo metía el gol, mis amigos me iban a festejar, era feliz. Pero todos se pusieron a gritar y a levantar los brazos, aunque yo todavía no había metido el gol. ¿Qué festejan taraditos? Sentí un ruido muy fuerte, atrás, como una frenada, y después un golpe fuertísimo, y medio como que me desmayé del susto. Pero fue el susto nomás. Cuando salí de abajo del camión, se había juntado toda la chusma del barrio. Me fui corriendo asustado a casa, no le dije nada a mamá porque ella no me deja jugar en la bajada de la usina. Al rato llegaron los vecinos, le contaron, y ella fue corriendo a ver. Recién volvió a casa a la mañana. Desde ese día, estoy castigado.

Mi mami es costurera. Es difícil encontrar a una buena costurera como vos, decía mi papá, y ella se ponía roja. Siempre que llego de jugar, a la tarde, esta sentada en la máquina de coser, dale que traca traca, y Corbata echado al lado. Pero hoy, cuando llegué, estaba subida a la escalerita limpiando la araña de bronce que nos regaló la abu. Agarré un pan y me fui al patio a jugar con Corbata. Sentí un ruido como de un golpe, y fui a ver. Mami había volteado la escalera, pero seguía colgada de la lámpara del living. Limpiando. Debía de estar bien sucia la lámpara, porque mami se sacudía toda que daba risa, mientras le sacaba brillo.

 

¡Mi mamá me perdonó la penitencia! Volvió a ser la mamá de antes. Hoy a la mañana, cuando desperté, me abrazó fuerte, me ayudó a vestirme, me lavó los dientes ella, me preparó la leche, hizo pan casero y se sentó a desayunar conmigo. Después me llevó a la escuela y todo, si hasta fuimos de la mano por la calle cantando como hacíamos antes.

Me contó que mañana vamos juntos a buscar el giro de la plata que manda papá, y me preguntó si había visto a hermanita. Está un poco loca, porque hermanita se fue al cielo. ¿Cómo voy a hacer para verla? Pero yo no digo nada, porque estoy muy contento de que me perdonó y me dejó volver a la escuela.

Cuando volví, el vestido negro de mamá seguía colgado de la araña de bronce, y la escalera tirada en el piso. Pero la sorpresa fue que mamá me había hecho panqueques, mi comida preferida, más preferida de todas. Salí a jugar con mis amigos, y cuando volví por la merienda me había hecho una torta.

Me dijo que nos fuéramos a la puerta, y nos acomodamos en los escalones de la entrada con el café con leche en la mano y la torta envuelta en un mantelito celeste en medio del escalón entre mamá y yo. Comíamos y charlábamos mientras pasaba gente por la vereda.

Le pregunté a mamá cuándo iba a volver papá. Se quedó muda, mirando su taza de café con leche.

En eso pasaban caminando despacito dos viejas. Yo las conozco, y sé que son la abuela y la tía de Raulito. Se pararon frente a nosotros las viejas, a dos baldosas de mi cara. Miraban la casa, la puerta, las ventanas y los escalones. Hablaban entre ellas en voz muy baja y muy triste, que yo casi no podía oírlas. Decían palabras raras, como abandonada, tragedia, ausencia.

Después las dos viejas se fueron despacito, y mamá se quedó en silencio, agarrando con las dos manos la taza de café, y sosteniéndola bien cerquita de la nariz. Como pensando se quedó.

─¿Qué decían esas viejas, mamá? ─dije en voz baja para que no me oyesen, que todavía estaban cerca.

─Mi cielo, todos saben en el barrio que esas viejas están un poco chifladas. ─Mami dijo esto, dejó la taza en el escalón, y se levantó─. Tomate todo el café, que voy a cambiarle el pañal a tu hermanita.

─¡Pero mamá! Si hermanita se fue al cielo.

Mamá me miró, feliz y sonriente, y se dio vuelta para irse al cuarto.

 

Ilustración: Diego Ferrer

 

 * Franco Ceruti es Ingeniero de Software, nacido en Tacuarembó, Uruguay, el 10 de noviembre de 1969. Actualmente vive en Miami, y en su tiempo libre –asumiendo que tal cosa existe en la vida de un adulto– se dedica a escribir cuentos y novelas de ficción. Su pasión por la literatura fantástica y de horror viene desde su más tierna infancia. Tenía 5 años cuando Lola, su bisabuela, lo deleitaba antes de dormir con las increíbles historias yacentes en los “Cuentos de la Selva” de Horacio Quiroga.

Ha publicado Cuentos carentes de sentido (Lluvia y papel, 2021 -https://www.amazon.com/dp/B099BV61SL), y hace cuatro años que trabaja sus textos en el Taller de Corte y Corrección.

 

 

 

 

 

Los árboles ya no mueren de pie

Por Silvana Forneris *

 

Cada vez que camino por mi barrio, no puedo evitar elevar la mirada hacia las pocas casuarinas que todavía sobreviven.

Si había un rasgo propio y distintivo que ostentábamos en nuestra comunidad, eran esos pinos añejos que se erguían orgullosos de norte a sur en la Avenida Belgrano. Los veíamos como valientes centinelas, custodiando el andar apurado de los que iniciaban el día.

Hoy quedan contados ejemplares sólo en la entrada de la ciudad, con sus ramas grotescamente mutiladas. Y, aun así, su desramado follaje sigue arropando a cardenales y benteveos. Las podas desquiciadas desgajaron sus ramas. Y ahora, enfermos y débiles…, ¿cuántos inviernos les quedan? ¿Podrán resistir al urbanismo irrespetuoso? ¿A las ideas equivocadas por seguir una moda? ¿A las sacudidas de los vientos implacables, alimentados por el clima frenético de estos tiempos?

Algunos troncos castigados por el golpe impiadoso del hacha siguen ahí; las malezas aprovechan el descuido para apoyarse y crecer descontroladas sobre ellos. Otros fueron desterrados por el viento, y ahora las raíces vacías miran al cielo, postradas, como si elevaran sus oraciones hacia el Altísimo por aquellos pinos que se resisten a ser consumidos por el tiempo, el olvido y la indiferencia.

Lejos está la decisión de cuidar aquello que forma parte de nuestra historia. Hoy, de aquel pasado glorioso, sólo quedan rastros en las almas más viejas del barrio o en la memoria difusa de una foto abandonada en el fondo de un cajón.

Ya no reconozco la avenida. Las palmeras foráneas invadieron el paisaje, y el impulso de la vida se fue apagando. Los pájaros las sobrevuelan, pero no buscan refugio en ellas, las ramas flexibles no soportan los juegos de la infancia, y ningún caminante detiene su marcha para descansar bajo su sombra ilusoria.

 

 

   *  Silvana Forneris nació en Brinkmann (Córdoba); tiene 47 años. Estudió bibliotecología en el Instituto Superior N° 12, Dr. Facundo Martínez Zuviría, de la ciudad de Santa Fe.

Actualmente vive en Sunchales (Santa Fe), y se desempeña como bibliotecaria en el ámbito educativo.

Desde el 2020 participa del TCyC.

 

Homo fraternus

Por Leonardo Ciccioli *

 

 

Quién soy. Dónde estoy. Qué estoy haciendo.

Es una linda mañana. El sol sigue iluminando mis arrugas, sigue saliendo ―el sol no se puede regimentar―, aunque parezca otro sol: un sol que ilumina una nueva realidad, una realidad más dura y árida, una realidad más dolorosa. El Rectorado encontró a uno de los nuestros ―acaso podemos hablar de nosotros y de ellos― que estaba escondido en una vieja estancia. Lo encontraron en un tanque de agua, tratando de eludir a las fuerzas del orden. Parece que vivió allí varios años sobreviviendo a duras penas, comiendo hongos en el bosque y recogiendo agua de lluvia. Era una estancia abandonada, un páramo olvidado. Fue denunciado, según informan las noticias, por una ciudadana de la zona que recibirá el día de mañana una condecoración por su sacrificio en defensa del pueblo: como si ser una sumisa adoctrinada, una inmunda delatora, tuviese mérito.

Ahora el cautivo reside en la Intendencia de Justicia esperando el juicio del pueblo, el juicio de la mayoría, representado por los juristas elegidos por el pueblo y para el pueblo.

 

En la calle la vida prosigue, a ella no le importa quién mande. Se nutre de muertes y de nacimientos, de ciclos de sol y de luna, de lluvia y de viento. La vida es una madre indiferente. Me tengo que esconder para rezar porque, aunque no esté prohibido todavía, no se ve con buenos ojos. Lo que menos necesito es llamar la atención entre los alegres vecinos que están esperando cualquier oportunidad de conseguir el beneplácito de los tiranos. Mi ración del día es abundante: dos batatas, una palta, dos lechugas, una banana, un litro de leche y dos litros de agua. Lo imprescindible para crecer fuerte, como un buen hijo del Pueblo.

Hace diez años que no tengo profesión. Antes yo era psicólogo. Me resulta gracioso como suena: psicólogo. El Rectorado prohibió la psicología entendiendo que el hombre nuevo no necesita de aquellas mancias. Se ha llegado a la culminación evolutiva de la humanidad. El homo fraternus: el hombre desposeído de toda avaricia, curado para siempre del lucro. Este viejo terapeuta se pasa todo el día haciendo colas: colas para recibir la ración diaria, colas para conseguir el remedio, colas para renovar mi libreta de racionamiento. Colas y más colas. El homo fraternus es un hombre adoctrinado en la sumisión, complaciente, servil, asustadizo. Teme la represalia de la autoridad, como la gran mayoría: todos somos espías de todos, todo el tiempo; bienvenidos a la era del homo suspectum.

 

Veo en la televisión al reo apresado en la estancia: lo presentan en primer plano con una música tenebrosa, como un fenómeno de circo. Cubierto de harapos, desgarbado y canoso, con apenas cuarenta años ―según se anuncia por los parlantes― parece de ochenta. Cuentan los científicos que este tipo de deterioro era habitual en los años anteriores al resurgimiento de la humanidad. Uno de los periodistas, sobreactuando indignación, se pregunta cómo puede ser que detrás del muro del Estado haya gente que elija “vivir” en esas condiciones. Me dieron ganas de llorar cuando le vi las manos sarmentosas a aquel Juan Pérez, no me puedo explicar por qué. En dos días lo someterán a juicio, y por orden del Rectorado este proceso será trasmitido en cadena nacional.

 

Algunos hombres cuentan en su vida con una oportunidad de libertad plena. Un glorioso momento en que por fin triunfan por sobre la retahíla de temores que espantan a los corazones atribulados. Traspasado por ese relámpago de vida, el hombre se sobrepone a las oscuras murallas de lo desconocido. No importan las consecuencias, no importan las pérdidas, no importa la muerte. Este es el momento de Juan Pérez. Por Dios que es su momento. ¡El sol de su libertad! La libertad no se pide, querido amigo: simplemente se toma, siempre al alcance de la mano y siempre poniendo fulgores en todo.

Lo veo sentadito, quietito en el banquillo. Se le imputa el delito de egolatría, se lo tilda de traidor a los valores del pueblo regenerado y limpio de todo individualismo. Se lo acusa de tibio; de presenciar la miseria sin conmiseración ni dolor. Ha cometido la osadía de buscar el bien propio a expensas del bien general.

En suma, estos hijos de puta se han apropiado del amor, de la bondad y de las buenas intenciones. Tales sentimientos sólo existen bajo el poder omnímodo de su escudo y de su lema:

 

No es bueno el hombre,

es bueno el régimen.

Por lo tanto, el buen hombre

acata al régimen.

 

El buen hombre acata al Rectorado.

 

Sabemos que este juicio es una fachada: el reo es un cadáver ambulante. En breve será apenas un recuerdo. Queda en él alzarse por sobre la macabra puesta en escena y hacer suya la gloria. Siento envidia mirándolo en el banquillo de los acusados. Me imagino representando su papel con una mirada altiva, despreciando los corazones sumisos. Ejerciendo mi libertad plena. Magnífica libertad. Amada libertad. La libertad, ese regalo de los dioses.

Mi hijo ya es un hombre. Puede notar el conflicto, la guerra armada que sucede en mi ánimo. Disculpame, muchacho mío, entiendo que para vos soy un dilema. Entiendo que mientras mi corazón se hincha de pavor y coraje viéndolo al pobre de Juan Pérez atravesar tan extraña ceremonia de ejecución, tu corazón se envenena con una extraña pregunta que aparece y se sostiene. Una pregunta que te muerde las entrañas: ¿mi padre es un quinta columna, y debo delatar su traición?

Sí, hijo, claro que soy un quinta columna. Soy lo que se considera un librepensador, un cobarde. Una boleta de racionamiento vale mucho más que yo. Sí, hijo, claro que soy un traidor. Si pudiese, quemaría los cimientos de este enorme patíbulo: no sólo Juan Pérez retoza amargamente en esa poltrona de ignominia. Y el hecho de que te estés formulando esa pregunta, hijo mío, demuestra la miseria del nuevo orden, que enfrenta en duelo mortal a hijos contra padres, abuelos contra nietos, hermanos contra hermanas. Ahora prevalece esta descolorida familia-colmena, encabezada por una reina madre con millones de hijos serviles, soldados asesinos bajo su mando.

Noto que hace mucho tiempo que no escucho la palabra “amigo”. ¿Cuántas palabras han desaparecido sin que me dé cuenta, sin que nadie se dé cuenta? Me escondo para llorar, porque llorar es sospechoso. Dejo por fin sobre el escritorio de mi habitación el pequeño cuaderno de tapa dura en que escribo estas palabras. No lo escondo más. Hijo mío, ya eres un hombre, así que te dejo la prueba de mi delito. Tú sabes qué debes hacer, y lo que hagas estará bien. Mi corazón te ama por sobre todas las cosas. No tengo el valor para confrontarte con mi verdad, una verdad indigesta para tus ojos velados por el incesante zumbido retórico de la colmena. Yo también soy un Juan Pérez.

Si estás leyendo este cuaderno, hijo mío, si ya sabes mi verdad, no te preocupes. Tú tienes una vida por delante. Quizá conozcas a una mujer, una auténtica mujer, y puedas formar una familia. Supongo que en el nuevo régimen las personas de rango pueden darse el lujo de fundar una familia. Eres mi patria, mi nación, mi ideología, mi mundo. Por eso vivo preguntándome, en un eterno suplicio, cómo dejé que estos sátrapas te metieran tanta mierda en la cabeza. Tuve miedo.

 

―¿Renuncias, Juan Pérez, a los valores del viejo orden para convertirte a la nueva familia? ¿Renuncias al individualismo, al lucro y a la conveniencia? ¿Juras por tu vida defender hasta la muerte los lazos que nos unen como hermanos?

 

Pero el reo no responde: mi amigo, mi querido amigo, tiene los ojos cerrados. El juez lo indaga y lo escruta con la mirada. En la sala ―en la nación entera, mejor dicho―, hacen silencio las alas de las abejas soldado, y los ojos atentos de la gran reina pueden sentirse espiando desde la obscena oscuridad.

Juan Pérez sigue sin decir nada, guarda silencio. ¿Entenderá las palabras del juez? Es un hombre roto: la intemperie forjó su deterioro. Sus ojos se derriten en sombras, vacíos de toda inteligencia. Ya no puede ejercer su libertad. Tal vez sueña con la seguridad de su escondite. Es más un animal, un gazapo que extraña el calor de su madriguera. Y su silencio lo incrimina. En la sala de audiencias se oye el murmullo de la indignación. Estos estúpidos no ven que su enemigo mortal tiene el cerebro quemado.

Apago el televisor, presiento la sentencia. El juez terminará la sesión diciendo: “Se ha hecho justicia”.

 

Quién soy. Dónde estoy. Qué estoy haciendo.

Otra mañana, pero bajo el mismo sol que dio luz al milagro de tantos esclavos renacidos libertos. Los envidio, porque el mismo sol ilumina mi atronadora cobardía. El sol no puede ser regimentado, por ahora.

Por fin es la ejecución del reo, mi amigo, mi único amigo. Será ejecutado a puertas cerradas: al Rectorado no le gusta que se vean la sangre y la muerte. En el nuevo orden, la muerte y el dolor se esconden debajo de una pátina de felicidad pueril. La propaganda nos ordena qué podemos sentir. El amor vence al odio, tal es el lema de la disidencia controlada.

Están tocando a mi puerta.

 

 

 

 * Leonardo Ciccioli tiene 43 años. Nació en la zona oeste del conurbano bonaerense, donde aún reside.

Estudió Medicina, y luego se especializó en Psiquiatría. Su amor por la literatura comienza como una búsqueda por entenderse a sí mismo y al mundo. En la adolescencia ensayó sus primeros poemas. Supo intuitivamente que su salud dependía de estar en contacto con la fuente inagotable de la imaginación.

Concurre al Taller de Corte y Corrección desde mayo de 2020, en un constante proceso de aprendizaje.

Pecho de acero

Por Octavio Hernández *

 

I

Clark Kent escribía en su escritorio el reporte del día. El lápiz grafito dibujaba en la hoja de oficio unas letras irregulares y toscas. Miró, desde el nuevo edificio del Daily Planet, por la ventana, y el sol fulgurante lo hizo pestañear.

En este día soleado de marzo, se le informa a la gente de Metrópolis que, desde la última batalla con Superman, no se ha visto al malvado Lex Luthor. Pero eso no quiere decir qu…

Golpes a la puerta del vestíbulo lo interrumpieron. ¿Quién llamaría a estas horas? Se paró y pegó la oreja en la puerta de su deslumbrante despacho. Escuchó los pasos de Mamá Kent encaminarse hacia la entrada, y enseguida la puerta del departamento, que se abría.

—¿Lucía? —dijo Mamá Kent, y la entonación denotaba que la visita no era la más oportuna.

—¿Quién más si no? ¿Acaso el conchesumadre con el que te casaste?

Clark Kent se pegó con la manito en la frente: no le caía nada bien esa bruja de la abuela, y lo que menos le caía bien de ella eran sus disparates.

—Yo también estoy feliz de verte —dijo Martha Kent—. Entra.

Clark escuchó unos pasos de tacones afilados sobre la cerámica, y la voz gastada de la bruja murmurando:

—…en el piso trece.

—Cocinaba pescado. ¿Te vas a quedar a almorzar?

—No me interesa tu pescado. Te mudaste al piso trece.

—No me iba a quedar con los brazos cruzados ―Mamá Kent soltó un sollozo―, mientras el hijo de puta me amenazaba con un arma.

—Pero no nos tengas rencor. Olvídate de eso. Aún eres bienvenida en mi casa. Piénsalo, aunque sea por el niño. ¿No ves que él se cree…? —Después la bruja masculló en voz baja algo que Danilo, pegado a la puerta de su pieza, no logró entender.

—Él estará perfectamente, no es tonto. No va a saltar.

—Bueno, haz lo que quieras. Yo cumplí con avisarte. —Otra vez los tacones, y el portazo.

Danilo deslizó la espalda contra la puerta, y se sentó. Miró las hojas de oficio desparramadas en la alfombra por el viento que entraba desde la ventana. Apoyó los codos en las rodillas y se cubrió los ojos. No le gustaban las discusiones. Y él sí que sabía de discusiones: solamente una semana atrás, un día antes de mudarse, Mamá había peleado con papá. Algo de un arma. No le sorprendía: Lex Luthor siempre diseñaba armas. Pero Superman ni se inmutaba y confiaba ciegamente en su increíble resistencia a los proyectiles. Recordó los quejidos de su Mamá:

—¿Qué? ¿En dónde conseguiste esa pistola? ¿Cómo mierda se te ocurre? Me voy, me voy, y no te voy a decir a dónde. ¡Danilo, arregla tus cosas que nos vamos ahora! Ya pasará el camión de la mudanza, y ahí te telefonearé.

Él sabía que Mamá venía buscando arriendos para alejarse de Lex Luthor. Y aquel día fue el detonante. Aquel día la madre arrancó lo más rápido, y se lo llevó con ella. Aunque eso lo entristeció un poco: ningún superhéroe escapa de un maldito villano. Pero huyeron nomás, y Mamá logró arrendar enseguida, pagando por anticipado un par de meses.

Al enterarse de que vivirían en la torre Pérez Zujovic a Danilo se le esfumó la tristeza: la torre se parecía al edificio del Daily Planet.

Ahora sí que Clark Kent tendrá su propia oficina, pensó dando saltitos y tomado de la mano de Mamá.

Ya en el nuevo departamento, Danilo se entretenía como siempre jugando a ser Superman. Al ataviarse con ese traje comprado por Mamá, algo dentro de él se transformaba. Vivía una sensación distinta del Danilo común y corriente, como si aquella capa roja y la S triangulada en el pecho y esas botas que calzaba un poco holgadas lo llenaran súbitamente de una valentía a prueba de cañonazos. Y qué bien se sentía correr con la capa aleteando detrás, qué encanto cuando se echaba hielos en la boca para entusiasmarse con la idea de tener un aliento gélido, o al poner la vista borrosa como si sus ojos de verdad se enrojecieran y expulsaran un mortífero rayo.

Pero nunca había logrado la ilusión de volar: cada vez que saltaba del sillón, golpeaba contra el piso de cerámica. Los moretones se volvieron una compañía constante, las vivas pruebas de sus fracasos. Cuando oía el resonar de los huesos contra el piso, la Mamá lo retaba, y le decía que era un humano y no un pájaro. Y que él, a sus siete años, debía dejar de fantasear con ser Superman.

—Es por tu bien —le decía Mamá—. No quiero que te sigas dañando así.

Él aceptaba a regañadientes y seguía jugando con sus otros poderes, o a ser Clark Kent redactando una nota: Danilo ya había aprendido a escribir antes que ningún compañero.

Alrededor de la segunda semana, una noche a Danilo los sobresaltaron unos sollozos. Dejó a un lado el cómic con que estaba fantaseando, y afinando el oído advirtió que venían de la pieza de Mamá.

De dónde si no, se dijo, aunque él tenía esperanzas de que el llanto proviniera de alguna ventana vecina.

Con paso de las noches, descubrió que a la pobre la llamaban por celular. Casi siempre, después de algunos murmullos irascibles, venían los sollozos.

Así que preparó un plan para defenderla: en la mañana, cuando Mamá aún estuviese durmiendo, investigaría en su celular. Él, siendo Superman, tenía el deber de velar por la seguridad de todos los ciudadanos de Metrópolis, y más si se trataba de Mamá Kent.

Esa misma noche, no bien oscureció, Danilo puso una alarma a las ocho de la mañana en su reloj de Superman. Al acostarse, una emoción se le agolpó en el pecho: ¡por fin una misión que cumplir, y más para ayudar a Mamá!

No bien sonó el despertador, él saltó de la cama y lo apagó: no fuera que ella también se despertara. Un largo bostezo lo hizo lagrimear, y se frotó los ojos. Después fue a la puerta de su pieza, la abrió con extremo cuidado, y se mandó de puntillas a la pieza de Mamá. Encontró la puerta entornada, así que la empujó un poco, y se deslizó como un gato.

El débil sol del amanecer no lograba traspasar las cortinas: la oscuridad era absoluta. La madre roncaba. Danilo se quedó inmóvil, preguntándose en dónde habría dejado ella el Motorola, cuando, desde el velador, una luz centelleó: Mamá acababa de recibir una notificación.

Conteniendo el aliento, Danilo se encaminó a la mesa de luz. En la penumbra ―ya se le habían acostumbrado los ojos―, él debía valerse de su memoria, y rogaba por que no se le interpusiera una zapatilla, o algo así. Pero pudo llegar, y se puso a tantear el velador. En eso botó algo que, al caer, rebotar y rodar le sonó como una lata de esas que Mamá compraba cuando se encontraba triste. El agrio olor se lo confirmó: cerveza. Echó un rápido vistazo a Mamá: seguía durmiendo. Después volvió a tantear. Palpó la superficie vidriosa de… ¿la mesa de luz? ¡No, era el display del Motorola, por los bordes protegidos con la carcasa de plástico! Lo agarró como quien obtiene un trofeo, y se lo llevó a su pieza con el mismo sigilo con que había entrado.

Una vez en el cuarto, prendió el celular, y fue al historial de llamadas. Grande fue su enojo al descubrir que el llanto lo causaba el mismísimo Lex Luthor: llamaba día y noche, con una insistencia terrible. Así que Lex Luthor no ha desaparecido, pensó Danilo, los dientes apretados y la cara tensa. Sigue actuando, pero esta vez bajo las sombras, como una vil rata. Pero eso tiene que acabar en este mismo instante, y de una vez por todas.

Pensó en cómo actuar. Quizá yendo hasta la casa de Lex Luthor y enfrentarlo. Pero no, no sabía ni siquiera manejarse bien en las calles, tampoco subirse a la micro o al metro. ¿Y además con qué plata?

Él tendría que venir al departamento, pensó. ¿Pero cómo?

Miró el celular. Y, al igual que en las historietas, sintió que una ampolleta se le encendía: le escribiría un mensaje por WhatsApp, con tanta furia y con tantos disparates ―aprendidos por cortesía de la abuela— que no se resistiría a venir. Lo incitaría, además, agregándole la dirección del departamento, y diciéndole que no le importaba ningún arma creada por él, que de todas formas le golpearía hasta dejarlo inconsciente.

No le resultó difícil redactar aquel mensaje cargado de odio.

Así que sólo tuvo que esperar su llegada.

 

 

 

II

 

Esther se despertó a eso de las diez de la mañana. Aun con somnolencia, estiró la mano al velador, en busca del celular. Al no encontrarlo, descorrió la cortina, y la luz que sobrevino le animó a levantarse. Pensó en lo bueno que era vivir en un departamento para ella sola con su hijo, pese a que algunas veces le daban ganas de llorar por las llamadas de ese desgraciado. Al menos, él se mantenía alejado de ella. De ella y de su Danilo.

Se fue a la cocina, sacó de la lata de la alacena los panes de ayer y los metió en el horno. Puso el agua a hervir, y llevó a la mesa las tazas, el queso, la mantequilla y todo lo necesario para desayunar. Después fue a la pieza de Danilo: lo encontró panza arriba en la cama, leyendo un cómic y vestido con su fiel traje de Superman.

—Vamos a comer—dijo ella, y volvió al comedor.

Él la seguía con un aire de tensa expectativa. A lo lejos resonó como un petardo, de esos que de niña lanzaba Mamá para Año Nuevo, según le había contado ella. Ninguno de los dos le tomó importancia.

Cuando se sentaron a la mesa de la cocina, Esther preguntó si le pasaba algo.

—Nada —dijo Danilo sacando un pan de la canasta—. Sólo tengo hambre.

—Ah. ¿Y has visto mi celular?

—Mamá, tú sabes que ni lo ocupo.

—Qué extraño. —Esther sorbió un poco de té, y enseguida miró a Danilo—. Anoche lo dejé en el velador. ―Lo miró de nuevo―. ¿Y por qué ese disfraz?

―Siempre lo uso.

―Pero nunca tan temprano te lo he visto.

Danilo sacó pecho:

—Porque tengo que derrotar a un villano.

—Tú siempre sales con cada tontera. —Tomó un pan de la canasta—. Leer tanto cómic te hace mal.

—Pero, Mamá, es mi única diversión: no ocupo ni el celu ni veo tele.

Esther abrió el pan y le untó mantequilla. Entonces sonó el timbre de la puerta. Danilo se sobresaltó.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Esther, parándose de la silla—. ¿Por qué tan alterado?

—Mamá, mejor ándate a la pieza, que la puerta la abro yo.

La madre hizo un gesto como quien no les da importancia a las palabras, y se encaminó a la puerta.

—Pero mam…

—Yo la abro —dijo ella. Y miró a Danilo, que se había levantado ya—. Cálmate.

Mientras Esther se acercaba, pensó en que el conserje no la había llamado. Acaso sería un vecino necesitado de ayuda.

¿O sería…?

No, aquel hijo de puta no podría ser el que estaba tocando el timbre: no sabía la dirección y, aun si la hubiera descubierto, el conserje le habría avisado a ella de su llegada, claro.

Al acercarse al pomo, oyó una respiración agitada, como de animal.

No tenía por costumbre espiar por la mirilla, pero esta vez tomó todas las precauciones. Y no tuvo tiempo ni de darse cuenta de su error: el patadón con que aquella bestia abrió hizo que la arista de la puerta le pegara en la frente. Y ahí, con la cara enrojecida de furia, el hijo de puta la apuntaba con un arma.

—Qué mierda fue ese mensaje —preguntó el monstruo, mientras Esther retrocedía, perpleja—. ¡Respóndeme!

Ella no entendía nada. ¿A qué mensaje se refería aquel maldito? Sólo atinó a cubrirse la cara con las manos. Oyó unas pisadas rápidas, un grito agudo, y luego una detonación. Y también oyó la caída de algo contra el suelo, y el ruido le recordó a Danilo saltando del sillón a la cerámica del piso.

Abrió los ojos, esperando encontrarse perforada por una bala, pero en lugar de eso vio, tirados a sus pies, la capa revuelta, el traje azul ensangrentado. Vio los brazos, temblorosos. Las botas sacudiéndose en convulsiones.

El hijo de mil putas de aquella bestia trató de disparar de nuevo, pero el arma se había quedado sin munición. Entonces, la tiró y huyó a toda carrera.

Esther vio esos ojitos que la miraban como los ojos asustados de quien no sabe dónde está.

—Mami… —La voz era apenas un murmullo.

Ella terminó de darse cuenta, de tomar consciencia real.

No pudo ni siquiera abrir la boca. Y se agachó para abrazarlo, aunque sabía que debía llamar a la ambulancia.

—Mami, ¿esa bala era de Kryptonita?

Y aquello fue lo último que Esther le oyó decir.

 

 

 * Octavio Hernández nació en 2001 en la ciudad de Antofagasta. Actualmente reside en Santiago, ya que ingresó a estudiar Cine y Televisión en la Universidad de Chile. Recién quiso escribir por el 2019: fue su año sabático. Sin embargo, ya desde niño se interesó por lo narrativo: gustaba de leer comics, de ir al cine los sábados y de las novelas obligatorias del colegio, aunque después aprendió a disfrutar de las lecturas por cuenta propia con los libros de Stephen King.

Desde 2020 asiste al Taller de Corte y Corrección, en donde ha aprendido y sigue aprendiendo las técnicas para contar mejor una historia.

 

Créditos de las ilustraciones:
** Alex Ross. En https://kobayashisdomain.blogspot.com/2013/07/alex-ross-superman.html?view=flipcard
*** Brad Walker. En https://comicbookfanlover.blogspot.com/2020/05/relatos-del-multiverso-oscuro-la-muerte.html