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Día del Padre (o La infinita potencia del cielo)

Por Analía Pinto *

 

Cada vez que se acerca esta fecha, tiemblo. Antes no revestía mayor importancia. Era una más de las fechas que, con cierta pomposidad intelectual, uno podía definir como “comerciales”: una excelente excusa para vender ropa y accesorios masculinos, o un lindo pretexto para comer un asado. Antes. Pero ahora —y ahora es durante los últimos catorce años— esta fecha se tornó uno de los momentos más tristes del año, sobre todo cuando me asomo a Facebook.

Recuerdo que una vez, en el transcurso de estos catorce años, precisamente un contacto de Facebook, puso algo así como que ya no volvería a escuchar la voz de su padre, la voz de su padre nombrándola y me quebré. Me partí al medio al caer en la cuenta de que me pasaba y me seguiría pasando inexorablemente lo mismo. Más todavía me partí al recordar que nadie, en todo el universo observable y sin observar, podía imprimirle tal alegría a su “¡hola!” al notar mi voz del otro lado teléfono. Nadie. Nunca. Jamás. Y peor aún: yo nunca volvería a escuchar esa alegría ni tampoco su voz, hiciera lo que hiciera, llamara a quien llamara, le reclamara a quien reclamara. Nadie respondería ya. Nunca.

Hay que comprender que fui hija única, que mi madre murió siendo yo todavía muy pequeña y que él, mi padre santo, fue quien me crió. Como pudo, como le salió, como podía hacerlo un hombre solo en los años ochenta. Tal vez no tuve lo que tenía cualquier nena de mi edad en su casa, pero tuve un padre que no vaciló un segundo en conseguir el molde de torta de Sarah Kay para mi cumpleaños número once, y llenar de globos y guirnaldas la gomería, además de cocinar para un batallón de amiguitos. Tal vez la figura materna quedó algo extraviada en mi vida, y no supe mucho de coquetería femenina hasta no ser una grandulona importante, pero tuve un padre mecánico, gomero, albañil, carpintero, jardinero, pizzero y el mejor asador por lejos. Tal vez no tuve fiesta de quince porque era “para caretas”, pero tuve un padre que me compró el equipo musical que yo tanto quería, el que venía con los recién estrenados CD. El mismo padre que, entre otras tantas cosas, me llevó a ver a todas mis bandas favoritas posponiendo su descanso y su propio esparcimiento. Tal vez tardé mucho en irme de mi casa y me peleé con él inútilmente, tal vez no lo disfruté tanto como habría podido, tal vez entendí todo demasiado tarde, pero tuve un padre que fue y es, siempre, un faro, un norte, una estrella que nunca se apaga.

 

 

No es la intención de esta nota regar todo de lágrimas, porque ese mismo mundo virtual que constituye Facebook, de un tiempo a esta parte, me ha permitido también otra visión sobre el asunto. No me pregunten cómo, pero yo doy por sentado que mi padre santo, por la infinita potencia del cielo, puede ver los posteos en los que lo menciono. Si, por ejemplo, me cruzo con la foto de una Torino espectacular la pongo en mi muro con la leyenda “¡si la viera mi padre santo!” y sé que él la está viendo. Si veo algún otro auto como los que él tuvo por la calle, le saco foto y de inmediato la subo al Face con alguna leyenda alusiva. Si, tan luego, me acuerdo de alguna de sus frases célebres, como la inmortal “¡Hasta Mar del Plata no paramos!”, aunque tan sólo estuviéramos yendo, con suerte, a Chascomús, lo mismo. Y entonces ahora sucede que, aunque las lágrimas persisten, su recuerdo es más luminoso y, más mágico aún, pues personas que nunca lo conocieron ni supieron nada de él se conmueven y me dicen que es como si lo hubieran conocido y que, a través de mis palabras, han llegado a apreciarlo y quererlo como aquellos que sí lo conocieron.

Entonces, cuando se acerca esta fecha, sí, tiemblo, es cierto; pero ahora también sonrío un poco y dejo que me envuelva la infinita potencia del cielo desde la que él, yo sé, siempre me está cuidando.

 

* Poeta y editora. Nació en Avellaneda en 1974 y vivió en el conurbano hasta el 2010, momento en que se mudó a la ciudad de las diagonales. Estudió Letras en la Universidad Nacional de La Plata, pero abandonó porque entendió que la literatura siempre estaba —y sigue estando— fuera de esas aulas. Desde 2008 trabaja en el repositorio institucional de la UNLP, el Servicio de Difusión de la Creación Intelectual (SEDICI), catalogando recursos digitales. Ha editado y corregido numerosos libros de ficción, no ficción y académicos. Entre 2010 y 2019 dictó talleres literarios en diversos ámbitos. Organizó ciclos de lectura de poesía, cubrió obras de teatro para la agencia de noticias ANSud y participó del staff de reseñistas del sitio web Sólo Tempestad. Dispone de varios blogs de temática literaria, como Nulla die sine linea, y colaboró en revistas y boletines literarios, además de editar uno, La Granda Milito, entre 2002 y 2006. Participó activamente en la elaboración del Diccionario de Autores Argentinos, proyecto patrocinado por Petrobrás, presentado en la Feria del Libro en 2007. Publicó los libros de poemas Peaches en Regalia (Ediciones Hespérides, 2008), Pequeño manual de anatomía masculina (Peces de Ciudad, 2017) y Orozquianas (EDULP, 2018) ­­—disponible en línea con descarga gratuita, así como su libro de reseñas Fauna abisal (2016)—. En la actualidad, forma parte del equipo pedagógico del Taller de Corte y Corrección, orientado por el escritor Marcelo di Marco, y es secretaria de redacción del periódico cultural Fin, de la misma comunidad.

3 Comments

  1. MaximilianoMangold dice:

    Excelente publicación. A mí no me pasa que llegada estas fechas comerciales me entristezco, pero sí me conmovió ese segundo párrafo cuando decís que ya nunca más se puede escuchar la voz que te saluda. Y lo peor es que con el tiempo y poco a poco uno va a olvidar esas pequeñas características de la voz, los las arrugas de la cara, la cantidad de fuerza que tenía su apretón de mano, cosas que como vos decís uno valora o entiende ya demasiado tarde. Me hiciste llorar mucho, pero siempre viene bien llorar por esto, ya que el fin y al cabo por lo menos se pudieron compartir muchas situaciones durante muchos años. Gracias por esta publicación y seguí «masomeno sasí», como decía Juan Carlos Altavista.

  2. Analía Pinto dice:

    Gracias por tu hermoso comentario y palabras, Max. Abrazos.

  3. Susana Lires dice:

    Nunca se van,. Quedan en nosotros. Siguen existiendo en cada cosa que nos legaron. En mi caso, entre todo lo bueno que me dejó mi padre ocupa un sitio de privilegio el amor por la literatura. Muy emotivo tu relato, Analía. Gracias.

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