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La última frontera

Por Francisco Huarte Petite *

 

Tenía doscientos metros hasta el bosque, tres horas hasta la cascada y dos horas más hasta la ruta. Después haría dedo, subiría a algún auto y llegaría a cualquier parte, adonde fuese con tal de huir. Todavía sentía algo del efecto de la última dosis de pastilla penitenciaria, pero sus reflejos ya respondían.

Había iniciado su escape ante la mirada vacía del resto de los reclusos, y mientras corría como nunca recordó algo de su infancia, algo del campo en el que había vivido hasta la adolescencia: meriendas, aromas, atardeceres y juegos que la distancia del tiempo le había hecho perder en su memoria. Y todo aquello confundido con el bosque, la cascada y la ruta, acuciantes símbolos de su libertad.

El guardia despertó, y enseguida lo divisó a lo lejos: otro evadido. Con una mueca de disgusto, bostezó y se desperezó. Se levantó de la silla, que rechinaba su vejez polvorienta. Montó el Winchester, apuntó y disparó. El tiro no dio en el blanco ―la rapada cabeza del prófugo―, y entonces volvió a disparar.

Vio que el otro corría en un astuto zigzag hasta llegar ileso a la entrada del bosque. Frente a eso, el guardia se rio por lo bajo. Volvió a la silla, tomó una nueva dosis de pastilla penitenciaria, acomodó su respaldo contra la pared, se cubrió con una piel de ciervo y, sin soltar el rifle, se recostó de nuevo. El resto de los reclusos, que se había tomado un descanso para ver la escena, retomó sus tareas en el sembradío. Adormilado, el guardia se dijo que era divertido tenerlos así, sometidos mentalmente. Cero posibilidad de escape.

 

Adentrado en la espesura, el recluso fugitivo aún corría ansioso, sin regular el aire ni la fuerza. Tenía la ventaja de haber comido hacía poco. Varias ramas espinosas le rasgaron las rodillas y los pies, pero la urgencia mitigaba cualquier dolor.

Tres horas más tarde, cuando ya lo vencían la fatiga, el hambre y el sueño, oyó la cascada contra las piedras del río. Advirtió que un par de arbustos a sus pies habían sido dispuestos por alguien, que no estaban ahí por casualidad. Quizá fuera una vieja trampa de algún cazador, o bien ocultaban un pozo lo bastante profundo como para tirarse allí a descansar como una bestia escondida.

En efecto, se trataba de un pozo, y el fugitivo calculó que su cuerpo cabría en él. Se acurrucó adentro y, aliviado por el rumor de la cascada, cerró los ojos y…

…y pronto volvió al campo de su niñez: tirado en el pasto, con el pelo largo de entonces, jugaba con sus hermanas a encontrar formas en las nubes, y así su imaginación iba desplegando un perro o un lobo con alas de murciélago, una giganta con su bebé, dos libros en llamas, una nena con una interminable peluca de rulos, una boca que vomitaba gaviotas y un ciervo con manos en lugar de cuernos. Una de las niñas gritó que la comida ya debería estar lista, y desafió a todos a una carrera hasta la casa. Él llegó antes que nadie. Al entrar en la cocina, olió el inconfundible aroma de la carne al horno. Descorrió el mosquitero, alegre, y abrió la puerta.

Encontró a su madre amordazada y de rodillas. Sentado a la mesa, el guardia le apuntaba con su Winchester, y ahora le apuntaba a él:

―Mirá que sos imbécil en venir acá, cómo se nota que sos nuevo. Pero ya estudié tu expediente. Como verás, nos fue de gran ayuda.

Él recordó.

Durante su primer día en la granja de condenados, le habían prometido un trato privilegiado si respondía “preguntas optativas de rutina” sobre su vida.

―Dale ―siguió el otro―, levantá las manos y dejemos en paz a tu madre, que tiene que darle de comer a tus hermanas. La carne huele deliciosa.

Guardia y recluso salieron despacio, y mientras lo arreaba con la boca del Winchester, el guardia le dijo:

―Ahora tengo tu confirmación subconsciente de las coordenadas de este campito tierno. Muchas gracias por eso. ―Le encajó un tremendo culatazo en el hombro, y él cayó de rodillas―. Y ahora, por el bien de los tuyos, más te vale despertar en donde sea que estés, y volver a la granja ya mismo.

Cruzaron los alambres perimetrales del campo, la última frontera del sueño, y un abrupto y negro abismo los separó.

 

Al despertar, él se descubrió dentro del pozo del bosque, con un punzante dolor en el hombro.

Desde abajo miró el cielo, más allá de los robles y del sol arañando la espesura. Olió con nostálgico placer el aroma de las hojas.

Ya de regreso en la granja, el guardia le separó las mandíbulas, le suministró una nueva dosis de pastilla penitenciaria, y con gesto displicente le ordenó que volviera al trabajo.

 

 

 

  * Francisco Huarte Petite (Ciudad de Buenos Aires, 1992) es escritor. Desde 2012 ha publicado cuentos y poemas en diversas antologías, tales como Argentina en Versos y Prosa (Raíz Alternativa, 2012), Universos de palabras (SBS, 2016), Libro de Jóvenes Escritores (Hago cosas Spain, 2017), Letras y Deportes  (Clásica y Moderna, 2016), Letras y Cine (Azul Francia, 2018), Poetas y Narradores Contemporáneos 2019 (De los cuatro vientos, 2019), Antología de cuentos premiados 2011/2018 (Apaib, 2019) y Nueva Literatura Argentina 2020 (De los cuatro vientos, 2020). En 2021, publicó por Dinastía su primer libro de poesía, Delirios registrados.

Trabaja en el Ministerio Público de la Defensa, y actualmente cursa la carrera de Letras en la Universidad del Salvador.

Asistió al TCyC durante 2016, y volvió en 2021 para seguir puliendo sus textos. En dos programas del canal Taller de Corte y Corrección (https://www.youtube.com/watch?v=TX7N8ir78CM&t=10s y https://youtu.be/fLdSxgK0uas), Marcelo di Marco trabaja con cuentos suyos.

 

Ilustración: Iván Paskowski (disponible en https://www.artstation.com/artwork/A95dby)

 

 

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