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Demorados

Por Emilse Mancebo *

 

Como todas las mañanas, Rogelio se masturba, le arranca unas hojas al rollo de cocina y se seca. Cierra la Playboy, la deja tirada en la cama.

Mira el reloj: ya tendría que haber salido a trabajar. Lo bueno de no tener patrón es que maneja sus horarios como le viene en gana. Se pone el pantalón cargo, una camisa a cuadros a la que le faltan algunos botones, y se calza las alpargatas. Se queda un rato mateando a la sombra del ceibo, hasta que junta ganas y se dispone a salir.

Va al baño, levanta la tabla del inodoro, y larga una meada interminable que imagina como cerveza. Se mira al espejo y sonríe. No está tan mal para su casi medio siglo: todavía tiene pelo, y las patas de gallo lo hacen interesante. Se pone a contar las piezas que le faltan: entre dientes y muelas, nada menos que ocho. Si tuviera plata para arreglarse el comedor, no se le haría tan difícil conseguir minitas.

La canasta de mimbre ya está enganchada en el manubrio de la bicicleta. Rogelio saca las tortas fritas que dejó en el horno de barro la noche anterior, y las vuelca adentro de la canasta. Se emboca el sombrero Panamá ―legítimo―, y se sube a la bicicleta. Y arranca a pedalear hacia la ciudad.

A medida que se acerca a la ruta, nota que el tránsito está detenido. Oye bocinazos, puteadas, y cuando llega al acceso se da cuenta de que está todo colapsado. Parece que hubo un accidente. Pero, a juzgar por la cantidad de autos atascados, se nota que la Policía Vial no es capaz de controlar la situación.

Se tira para la banquina entonces. Tendría que haber salido más temprano: el mejor horario para vender tortas fritas es a la mañana. Ahora el sol raja la tierra, y, como no abran el paso rápido, Rogelio va a tener que adentrarse en el campo y buscar un refugio a la sombra. Apoya la bicicleta contra un poste de luz, y prende un Marlboro.

Y se entretiene mirando a la gente adentro de los autos. La mayoría habla por teléfono, pero algunos ya se bajaron y tratan de averiguar qué está pasando cerca del peaje. Rogelio para la oreja y escucha diferentes versiones:

―Atropellaron a una persona.

―Una vaca cruzó la ruta, y chocaron un auto y un camión.

―Iban corriendo picadas, y volcó un auto.

No importa qué pasó realmente: la cuestión es cómo salir de ese embotellamiento lo antes posible. Entonces, una pelirroja alta y hermosa como una modelo ―un monumento, un ángel― se acerca por la banquina. El calor que brota del asfalto, convertido en espejismo, la envuelve en una especie de aureola, como los santos de las estampitas.

Él da una pitada profunda y apaga el cigarrillo en el pasto. Y se apura a abrir la cámara del celular: la mina está más buena que muchas de la Playboy. Le saca una foto, guarda el teléfono en el bolsillo de la camisa y se frota las manos como quien se prepara para lo bueno que está por venir: qué festín se va a dar a la mañana siguiente.

Rogelio la tiene tan cerca que puede oler la melena agitada por la brisa. Cuanto mejor la ve, más hermosa le parece: el cabello ondulado, los anteojos de sol propios de una diva, los labios carnosos, el escote insinuante.

―Buen día ―dice ella.

Con cada paso que da, las tetas se bambolean: no debe de haberse puesto corpiño. Qué manera de hacerse los ratones. El vestido de leopardo y los stilettos rojos. Las pantorrillas torneadas, la redondez de la cadera y la cintura de avispa.

Ella sigue caminando hacia donde está él, y Rogelio se ilusiona con que va hacia él realmente. Sus ardorosos pensamientos le laten en el pantalón. Se encorva lo suficiente como para disimular el bulto que crece en la bragueta, y prende otro cigarrillo.

―Buen día ―repite ella sacándose los anteojos, y a él no le caben dudas: se está dirigiendo a él, sin joda. Los ojos son de un color verde eléctrico, como los chalecos de la Policía Vial, y Rogelio queda hechizado ante esa mirada vibrante―. ¿A cuánto me deja las tortas fritas? ―Él no atina a responder, y se queda mirándola con la boca abierta―. ¿Señor?

―Sí, disculpe.

―Las tortas fritas. Qué salen.

Rogelio lanza una bocanada de humo, con cuidado de no abrir la boca más de la cuenta. Si ella nota que al comedor le faltan la mitad de los muebles, él perderá su mejor oportunidad.

―¿Cuántas quiere? Puedo hacerle precio por docena.

―Soy una tonta. ―Ella estira los brazos y le muestra las manos vacías―. Me dejé la cartera en el coche.

―No se preocupe. ―Él sonríe con la boca cerrada, y se ladea el sombrero en un intento de hacerse el interesante―. Agarre las que quiera, y después arreglamos. Total, muy lejos no se va a ir: mire, doña, cómo están los coches. Una cosa de locos.

Y se queda mirando el camino, por encima del hombro de la pelirroja. Ella se da vuelta, y enseguida vuelve sus ojos hacia él:

―Tiene razón. Tenemos para un rato largo.

―Ahora no se me haga la nena vergonzosa y cómase una. ―Él señala las tortas fritas, pero en su mente excitada piensa que la mujer podría malinterpretar el comentario.

Entonces ella mira hacia los pastizales que bordean la ruta, hacia un sauce llorón que a Rogelio le parece un buen lugar para guarecerse, y dice:

―¿Habrá un lugar fresco para esperar hasta que esto se descongestione?

Él se pasa la mano por la frente transpirada. ¿Se habrá insolado y ahora tiene alucinaciones? O se habrá quedado dormido. Pero ese calor adentro del pantalón es tan real como las tetas de esa mujer que ahora se inclina sobre la canasta. El escote cede a la gravedad y revela hasta el último detalle de esa carne que se sacude por debajo de la seda.

Ella agarra una torta frita, da un mordisco, y se relame. Le agarra las manos a Rogelio y se las huele:

―¿Usted las amasa? ―Y muerde otro pedazo―. Vamos a la sombra.

El tránsito sigue atascado. Él le pide a un automovilista que le cuide la bicicleta:

―La señora necesita ir al baño ―miente, y el tipo se lo queda mirando―. La voy a acompañar.

Baja el terraplén, y como en una película agarra a la mujer de la cintura y la ayuda a saltar: ya han quedado fuera de la vista de la hilera de autos. Y ella se mete entre las cortaderas, se escabulle entre los penachos, y por momentos Rogelio la pierde de vista. Hasta que llegan al sauce llorón. Ella se apoya contra el tronco y arquea la espalda. Él se acerca y ella vuelve a agarrarle las manos, y se las apoya sobre las tetas:

―Muéstreme cómo amasa.

Él se deja llevar y le mete una mano por adentro del vestido. La besa en la boca y en el cuello, y con la otra mano le baja la bombacha.

―¿Voy demasiado rápido?

―No, no pare. Necesito un hombre que me haga sentir viva.

Rogelio no puede controlarse, y termina antes de lo que hubiera querido. Y a ella se le caen las lágrimas.

―Perdón ―dice él, y le lame las mejillas―. Si quiere, volvemos a empezar. Y la acaricia, la besa, saca de la galera todas sus habilidades para estimularla. Pero, por más que se esfuerza, ella no responde:

―No siento nada ―dice sollozando―. No siento nada.

Sale corriendo, trastabilla y cae. Rogelio corre detrás.

―¡Espere, señora!

Ella se levanta, y sigue corriendo hacia la ruta. Lleva los stilettos en la mano, y se aleja. Con cada paso se hace más y más pequeña, se pierde entre los penachos y reaparece en el terraplén. Rogelio se apura y la alcanza. Ella queda parada en medio de la ruta, frente a un auto destrozado. La luz de los patrulleros le pinta la cara de azul. Él intenta acercarse, pero un policía lo frena:

―No se puede pasar, señor.

―Estoy con la señora.

―Qué señora.

Rogelio mira por detrás del oficial. Tendido sobre el asfalto hay un cuerpo, cubierto de la cintura para arriba. Sobresalen el vestido de leopardo y los stilettos rojos. Perplejo, se da media vuelta y va a donde dejó la bici. Y busca en su celular la prueba de que esa mujer es la misma que estuvo con él hasta hace un rato. Todavía huele su perfume.

Saca el teléfono y mira la foto. La banquina, la caravana. Y un cuerpo, como hecho de luz, que flota entre las cortaderas.

 

 

 

* Emilse Mancebo nació en Buenos Aires en 1965. Hija única, se crio en un casa grande mayormente habitada por fantasmas y por adultos supersticiosos. El alunizaje, el asesinato de Sharon Tate, y el accidente aéreo en el que perdieron la vida Norma Fontenla, José Neglia y el cuerpo de baile del Teatro Colón marcaron su infancia. Bela Lugosi, Boris Karloff y Bette Davis la influenciaron en sus juegos, y más adelante en sus historias.

Su vida de adulta se divide entre el trabajo como empleada bancaria, y el arte. Estudió canto lírico y participó de varios coros, bajo la dirección de Charlotte Stuijt, Guillermo Dorá, Pablo Dzodan. Tomó cursos de clown con Lila Monti y Darío Levin.

A los 7 años escribió su primer poema, a su maestra de segundo grado. Y, aunque siempre tuvo la necesidad de expresarse a través de la palabra, recién en 2005 se decidió a incursionar en el mundo de los talleres literarios. Su primer maestro fue Pablo Pérez y desde hace varios años es alumna de Marcelo di Marco y trabaja en su primer libro de cuentos.

One Comment

  1. Micaela Berrutti dice:

    Me atrapó de principio a fin.

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