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El arenero

Por Carlos González *

 

Apenas vi a Gusti con una riñonera en bandolera, supuse que algo tramaba. Y me imaginé que esa duda se iba a resolver en el recreo. La riñonera era una Montagne de campamento que yo una vez le había visto al padre. No me costó mucho imaginarme a Gusti afanándosela.

Gusti siempre se venía con algo nuevo. Así que, cuando sonó el timbre, entre empujones y gritos, nos rajamos al patio. Además, nunca nos quedábamos en el aula. ¿A qué tonto le gusta encerrarse bajo el cuidado de la señorita Karina, que encima de gorda es estúpida, y encima para aburrirse con juegos de mesa? Es mucho mejor salir a jugar a las escondidas o agarrarse a las trompadas.

Entre la calesita, el tobogán, y un par de gomas de camión que hacían de túnel, Eze, Gusti y yo nos repartíamos puños y patadas como en Los vengadores. Sin darnos cuenta, a Gusti lo perdimos de vista.

—¡Chicos, vengan para acá! —nos gritó a los dos desde el arenero.

Dejamos de pelear, y quise ir, pero Eze me agarró del brazo.

—El último que llega le da un beso a Kris —dijo, y salió a velocidad de superhéroe, a nivel Flash. Kris era la perra del portero, que siempre echaba una porquería de baba como si estuviera rabiosa.

Eze llegó antes que yo. Cuando estaba por gastarme, Gusti nos dijo, acomodándose el deshilachado cinturón de la riñonera, que medio se le resbalaba del hombro:

—Tengo algo que contarles, algo muy serio.

—¡Ya sé, ya sé! —Eze sacó del bolsillo del guardapolvo los anteojos, se los puso, y señaló a la más linda de todo el colegio, que saltaba la cuerda en la otra punta del patio―. A vos te gusta Flori.

—No, nada que ver —dijo Gusti, tratando de no ponerse más colorado de lo que se puso al oír hablar de Flori—. Sé cómo llegar a la casa del Diablo.

―¿Qué diablo? ―pregunté, y lo primero que se me ocurrió pensar fue en la cancha de Independiente. Y lo dije.

―Qué fútbol ni fútbol, Charly. No te hagás. Hablo de la casa del Diablo ―y, al decir esto, Gusti hizo la señal de los cuernos―. Pero necesito que ustedes me ayuden a cavar hasta ella. ―Se descolgó la riñonera y sacó una palita de plástico con el mango roto y una cuchara que brilló de plata bajo el sol, y que seguro Gusti la había tomado “prestada” del cubertero de la madre―. Es lo único que pude traer.

―Y para qué.

―Es que tenemos que cavar lo más hondo posible, no entienden. ―Miró alrededor, y después nos miró a nosotros―. ¿Se animan?

—Pará, pará —dije―. Cómo que el diablo.

―Sí, boludo. El diablo-diablo.

― ¿El del infierno? ―Era evidente que Eze pensaba lo mismo que yo: Gusti les había afanado a los viejos media damajuana, que, dicho de paso, eran gente de chupar―. ¿Sanatás?

—Bobo, no tengas miedo de decir su nombre. Se dice Satanás. Y hoy vamos a verle la cara al hijo de puta ese. ¿Se animan, sí o no?

—No sé —dijo Eze, y se llevó la mano al pecho tocando, quizás, el rosario que siempre trataba de mantener oculto―. Mi mamá me dijo que con eso no se jode.

—¿Está acá tu mamá, Eze? ―Eze bajó la vista hacia el arenero, y negó con la cabeza―. La respuesta es no ―siguió diciendo Gusti―, así que dejá de mariconear que vos vas a hacer de campana.

Pensé que se había vuelto loco. ¿Eze, una campana?

―Una campana. ―Gusti me miró con toda la paciencia del mundo―. Un centinela. Él se va a encargar de ver que no venga nadie. Y vos, Charly —dijo lanzándome la palita—, me vas ayudar a cavar. Empecemos.

Al ver a Gusti agazapado, se me ocurrió pensar en Alicia cuando entra en la madriguera del conejo. Él se puso a remover la arena, y a mí me bajó de la cabeza a los pies un aire frío. Y un escarabajeo en las tripas me hizo caer de rodillas.

Lo noté a Eze muy asustado ―tanto como yo―, pero los dos nos moríamos por averiguar qué andaba acechando allá abajo.

Removimos toda la arena, y debajo apareció una capa de tierra bastante húmeda ―casi un barro―, lo que nos facilitó cavar. Así fuimos encontrando tapitas de gaseosa, papeles de revistas, colitas para atar el pelo. Para nuestra sorpresa, descubrimos también varios gusanos tipo lombrices.

Entonces vi algo rojizo que destacaba entre el barro. ¿Un hueso con sangre, un cuerno?

—Chicos… —dije señalándolo.

—¡No lo toquen! —gritó Gusti—. Si lo tocan, se mueren.

—¿Qué es? —pregunté.

—¿Eso? —dijo Gusti, y acercó la mano—. Eso es parte de la casa del Diablo.

—¡Pará! —gritamos al unísono Eze y yo.

—Tranquilos, era un chiste. —Gusti removió el hueso o lo que fuese, y enseguida lo alzó delante de nuestras narices: un estúpido pedazo de ladrillo—. No pasa nada si lo toco, ¿ven? Estamos más cerca. Vamos, Charly, más rápido. Que va a sonar el timbre.

Lo que más nos preocupaba era que apareciese el portero del colegio: de la primera patada en el culo nos iríamos directo al cielo en lugar de al infierno. En cuanto a las maestras, hacía rato que no nos daban ni pelota: el recreo largo era su momento favorito para chismorrear.

Cavamos hasta que emergió de la tierra un listón blanquecino, y lo imaginé como un colmillo penetrando la corteza terrestre.

Gusti no dudó: lanzó las manos a la cosa esa.

—¿Qué… qué es? —dijo Eze acercando la cara y sosteniendo el rosario, ya a la vista, con las dos manos—. ¿Otra piedra?

—Se parece a esas cosas que le cuelgan a mi mamá en su collar de coral —dije, asombrado—, aunque mucho más grande.

—No se dan cuenta —dijo Gusti limpiándolo con los dedos—. Es un diente, un colmillo grandísi… ¡Ay!

—¿Qué te pasó?

—Me pinché el dedo con el puto diente.

Y sonó el timbre del fin del recreo.

—¡Vamos, chicos! —dijo la seño Karina desde la puerta del aula—. Entren y siéntense rápido, que hay que seguir con la tarea.

Nos sacudimos el guardapolvo, y salimos del arenero. Gusti se guardó en la riñonera el diente, la pala y la cuchara. Y yo me dije que ese recreo había sido el más divertido de toda mi vida.

Me senté con Eze en el mismo banco, y adelante lo teníamos a Gusti, quien apenas se sentó se dio vuelta hacia nosotros. Le noté unas ronchas en la cara. Ronchas que antes no tenía. De algún mosquito, a lo mejor.

—Me voy a llevar el diente, así se lo muestro a mi hermano. —Se miró extrañado el pulgar, esa gota gorda de sangre en la yema. Se lo chupó y se relamió—. Y mañana se lo lleva el que quiera de ustedes.

—Yo no quiero —dijo Eze, frunciendo el ceño y negando con la cabeza—. No me gusta.

—Yo sí me lo llevar… —Y no pude terminar la frase, porque ver lo que vi en los brazos de Gusti me paralizó: le brotaban ronchas, una tras otra—. Mírate las manos, Gusti.

—¡Qué! —gritó Gusti mirándose los brazos—. ¡Ay, me arde! ¡Me arde!

La señorita se acercó corriendo, y al verlo ahogó un grito, y tragó aire, y me pareció que por poco vomita: Gusti se deformaba en miles de granos a punto de estallar. Le iban cubriendo el cuello y la cara, y se me ocurrió que eso le estaba pasando en todo el cuerpo.

—No te rasques, Gusti, por favor. —La señorita giró la cabeza hacia la puerta de salida—. ¡Llamen a un médico! —gritó desesperada, y después nos miró a todos nosotros—. ¡¡¡Salgan, salgan todos afuera!!!

Todos los chicos salieron corriendo y a los empujones. Salvo Eze y yo, porque el terror nos clavaba al piso. Gusti cayó, gritando de dolor, y entre convulsiones lanzó patadas al aire. Y mantenía en alto la mano del dedo herido:

—¡Ay, me duele, duele mucho!

Y vi que el dedo le sobresalía desproporcionado en esa mano que crecía más y más, arrasada de granos asquerosos. ¿Cuánto podría resistir aquella piel? Nada, porque la mano de Gusti explotó en pus y sangre, y nos enlodó a la señorita, a Eze y a mí.

Gusti quedó tirado boca arriba en el suelo, entre quejidos. Con notable esfuerzo se llevó lentamente el muñón ensangrentado y la mano “sana”, a la altura de la sien. Ahí mismo, creo yo, en un intento de frenar el ardor, se frotó la cara con los restos de la mano, y se rascó con las pocas uñas que le quedaban. Los granos explotaban largando un pus humeante que le quemaba y le derretía la frente, las mejillas. Los párpados caían dejando en vista ojos desorbitados, y los pómulos junto con las mejillas iban cayendo más allá del mentón, dejando a la vista algunos dientes. Aun así, Gusti siguió rascándose los brazos, hasta que se desdoblaron y cayeron derretidos. El vapor de aquella asquerosa combinación inundó nuestras narices, y Eze cayó desmayado, al igual que la señorita. Gusti, o la casi líquida masa informe en que se había convertido, se ahogaba lanzando un último quejido gutural. Ya no hubo más vida para él. Verlo así me recordó la vez que puse la muñeca Barbie de mi hermana en la parrilla.

Oí la sirena de la ambulancia. Los médicos entraron buscando un cuerpo. Les señalé a Gusti, pero se llevaron primero a Eze y a la señorita.

Antes de que me llevaran a mí, miré aquel amasijo, en busca del colmillo del arenero. Pero sólo alcancé a distinguir la cuchara de plata, que brilló cubierta de sangre.

 

Después de una semana de duelo, y de otra para poner las cosas en orden ―si es que fuera posible algún orden―, retomamos las clases.

Recuerdo el día en que volvimos a vernos con Eze. Sonó el timbre del recreo, y nos pusimos a jugar sin hablar. Jugamos ahí, en aquel rincón con juegos de mesa, y gracias a Dios bajo el cuidado de la nueva señorita. ¿Qué tonto preferiría ir al arenero, cavar un pozo, y tocarle un diente al mismísimo diablo?

 

 

 

* Carlos González (Gral. San Martín, 1989) es estudiante de Psicología de la UBA, y actualmente trabaja como boletero en el subte de la ciudad de Buenos Aires. Su interés por la lectura nació gracias a los cuentos y novelas que tuvo que leer “obligado” durante el primer año de secundaria. Su pasión por la escritura despertó, también en la adolescencia, justo después de terminar de leer El hobbit. Desde ahí, la necesidad de escribir nunca lo abandonó. Algunos de sus autores preferidos son: Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft, Guy de Maupassant, Stephen King, Nick Hornby y Jöel Dicker. Desde julio del 2020 asiste al TCyC, que coordina Marcelo di Marco.

 

* * Ilustración 1: Rocío Santander (https://www.instagram.com/roxyd_raw/)

 

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