Fin Rotating Header Image

Parásitos

 Por Carlos González *

 

Martín amaba ir a ver a la flaca, pero para eso debía bajar en la estación Dorrego. Odiaba salir por la boca del subte y tener que pasar por aquel penumbroso parque, y sobre todo odiaba tener que cruzarse con los cirujas que rancheaban ahí. De sólo pensarlo se le revolvían las tripas. El aire nauseabundo, efecto de la mezcla rancia de vino en caja, faso, olor a pata, y quizás alguna pierna con gangrena, equivalía a ser golpeado en la nariz por el gancho izquierdo de Tito Roque. Aunque sin toda la popularidad que llevaría ser golpeado por el gran Tito.

Quizá si ascendía en la oficina, se podría tomar un taxi, o mejor aún, podría ahorrar para comprarse un auto. Qué maravilloso sería ir directo a lo de la flaca sin tener que pasar por esa plaza de mierda.

Pero no. Las cosas en la oficina no andaban muy bien que digamos, así que lejos estaba de poder ascender, y mucho más lejos de poder ahorrar. Ahorraba sólo cuando lograba saltar sin testigos el molinete del subte, y por eso el bondi quedaba descartado: bien se sabe que allí todos pagan el viaje.

Y para colmo no existía noche en que esos parásitos ―como los llamaba él―, no se hicieran presentes en la plaza. Sí, quizá podía caminar un poco más, y dar toda una vuelta como para esquivarlos. Pero aquello era aún más peligroso: por lo menos en la plaza había una que otra luz.

Por eso Martín prefería arriesgarse y caminar apresurado por aquella plaza, conteniendo la respiración lo máximo posible, y preparándose para aguantar la que viniera. Porque se la veía venir.

Varias veces los crotos le disparaban palabras que, aunque no eran amenazantes, le generaban cierto temor. Por lo general eran preguntas. Las mismas preguntas que Martín ya conocía de memoria:

―Ameo, tenés hora.

―Ameo, tenés un faso.

―Ameo, tenés fuego.

―¿No tené’ una moneda para el vino, papu?

Y a veces sucedía que uno de los parásitos, un lechón de gorrita blanca, apenas veía a Martín se le acercaba cortándole el paso y le preguntaba:

―Ameo, no querés aprovechar un par de medias.

Amigo las pelotas, se decía Martín, y le respondía que no, con una sonrisa forzada y pasos acelerados.

Por suerte, cruzar por ahí no le tomaba más de unos pocos minutos: el departamento de la flaca se encontraba frente a la plaza misma.

—Estos tipos me están midiendo —le dijo Martín a la flaca, una noche—. En cualquier momento… No sé.

—¿Qué es lo que no sabés, Tincho? —le respondió la flaca mientras cocinaba fumándose un pucho.

—Que, si no me atacan ellos primero, voy a tener que ser yo quien dé el primer golpe. Con estos basta mirarlos a los ojos para que te inviten a pelear.

―Todo se arregla con el diálogo, Martín.

―¿Diálogo? Esta gente no piensa, amor: están mas cerca de los monos que de nosotros.

—No digas nabadas, Martín. —La flaca apagó la hornalla y lo miró a los ojos—. Te estás persiguiendo, no te dicen nada raro. Si hubieran querido robarte o darte una paliza, ya lo hubiesen hecho. Prometeme que no vas a hacer ninguna locura.

—Sí, flaquita: quedate tranqui, que no va a pasar nada. Te lo prometo.

­—Bueno, me quedo tranquila. Te quiero mucho, ¿sabés?

Pero lo que la flaca no entendía era que, en la noche, la más bondadosa de las palabras provenientes de alguien con visera puede convertirse en la más peligrosa. Un simple hola puede ser la invitación a perder un celular, o la billetera. O, por qué no, la vida. Por eso Martín decidió que lo mejor sería estar preparado. No podía arriesgarse así. No podía quedar a merced de cualquiera, y menos a aquellos parásitos malolientes.

Se compró una navaja cara, una Spyderco Endura ―según consejo de un armero―, y empezó a llevarla con el clip asomado por el bolsillo del pantalón.

Semanas después, como en la oficina estaban cortos de laburo, los hicieron rajar antes. Martín aprovechó, y se mandó para lo de la flaca.

Mientras iba sentado en el vagón del subte mirando historias de Instagram, poco antes de llegar a Dorrego percibió una sombra delante de él, y al levantar la vista lo vio.

—¿Todo piola, ameo? —dijo un gordito oscuro de gorra blanca y camiseta de Atlanta que le estrechaba la mano sin que él se hubiera dado cuenta.

Martín tardó un segundo en reconocerlo.

El lechón parásito. Aquel gordo roñoso.

El parásito se alejó con su bolso al hombro, y se desplazó como babosa hasta la mitad del vagón. Martín sacó de la mochila un frasquito de alcohol en gel y se echó en las manos, una vez y otra. Y no, no era por miedo a contagiarse alguna gripe.

—Muy buenas tardes, con todo respeto. Quisiera usté ayudá. Ando vendiendo medias, medias largas, medias soquetes, medias para la dama y el caballero. Lo hago pa’ no tener que salí de caño, sabe.

Antes de que aquel delincuente pudiera dejar un par de medias en su regazo, Martín se levantó y se mandó para el otro vagón. No vaya a ser que el gordito también fuera punga ―¡seguro, seguro que era punga!―, y en algún movimiento imperceptible le robara la billetera o el celular.

A los dos minutos, Martín salió por Dorrego y se encontró con una sorpresa: por primera vez, los parásitos de la plaza no estaban.

Qué diferente el parque sin la lacra aquella. Olía bien. Más limpio, más iluminado. Un parque distinto. Un parque seguro, donde cualquiera podía caminar tranquilo, hasta con el celular a la vista.

Martín se tomó su tiempo y se puso a observar.

Todo muy vacío, se dijo.

Vio debajo de un banco un par de palomas arrullando, al lado de un árbol un perro durmiendo, y por la senda de bicicletas una pareja que se alejaba, quizás, hasta Lacroze. Pero lo que más le llamó la atención fueron los hombres de traje que venían caminando hacia él.

Ver a los hombres de traje le recordó la comodidad de la oficina, la fiabilidad de sus compañeros, la bondad de la gente como uno. Por eso cuando pasaron por al lado, Martín no dudó y los saludó:

—Buenas tardes, caballeros.

—Quedate quieto, pelotudo.

—¿Qué…? —llegó a decir Martín antes de que el puño de uno de los hombres le partiera la nariz. Atinó a llevar la mano a la navaja, pero un rodillazo en el estómago lo derrumbó. Tirado ahí, intentó defenderse del tsunami de patadas, y en algún momento oyó la voz amenazante de uno de los hombres de traje:

—Ah, encima te querías hacer el piola con esto, hijo de puta.

Un puntazo le penetró el muslo, y otro la panza. Lo último que vio fue un borcego negro abalanzándosele.

Cuando Martín despertó, lo único claro que tenía era el dolor que le corría por todo el cuerpo, sobre todo en la pierna, en la nariz y en el abdomen. Miró a su costado, y se extrañó al ver la cara de un gordito oscuro que llevaba una gorra blanca. ¿Sigo en el suelo recibiendo golpes, se dijo, o me ha tocado ir al infierno?

—Alto viaje pegaste, ameo.

—Eh, ¿dónde estoy?

—Gracias al gauchito, en el hospital, ameo —respondió el gordito—. Menos mal que con los pibes llegamos justo, y los sacamos a las piñas a esos giles. Nos debés unas birras, eh.

Martín no dijo nada, y levantó lentamente el brazo intentando tocarse la nariz. Para su suerte, la flaca apareció minutos después, y el gordito parásito se fue.

 

A la semana, Martín salió del hospital acompañado de la flaca y de un par de muletas. Los médicos le habían dicho que iba a quedar rengo de la pierna derecha por un tiempo, culpa de la puñalada que le había comprometido el muslo.

Y encima, antes de que pudiera volver al trabajo, la empresa se declaró en quiebra.

Y así, durante tres largos meses, Martín salió en busca de laburo, con su frustración y su renguera, y sin conseguir nada. Al ver que la situación no mejoraba en absoluto, la flaca demostró lo que en realidad era:

—Ya no te quiero, Martín.

Por alguna extraña razón ―el porqué no lo sabía, tal vez tenía hambre de la flaca―, una noche se mandó para la plaza de Dorrego.

Ni bien se bajó del vagón, rengueó hasta las escaleras de la boca del subte. Desde ahí asomó la cabeza, y miró hacia el parque en busca de los muchachos.

Ahí estaban.

Martín se fue acercando poco a poco. El primero que lo reconoció y saludó fue el gordito, después los otros lo fueron saludando uno por uno. Martín les agradeció y les pagó un par de birras. Las únicas que pudo pagar, en plena mishiadura. La charla se estiró hasta no más de las nueve.

Caminando para tomarse el último subte, notó que algo le molestaba debajo del pie: la suela del zapato se le salía. Un cartel marcaba que la formación llegaría en unos interminables cinco minutos.

Martín no daba más. Necesitaba sentarse, pero los únicos bancos que había estaban ocupados.

Ma sí, se dijo, y se sentó en el suelo.

Perdió la mirada en los azulejos del andén de enfrente. Y recordó que la palabra para designarlos no era “azulejos”.

―Los azulejos se usan en el baño, pelotudo ―se dijo en voz alta.

La palabra justa era “mayólicas”, pero él no la tenía ni en la punta de la lengua.

Volvió a mirarse el zapato, y sacó dos banditas elásticas del bolsillo. Mientras intentaba ajustar  la suela, le sorprendió ver frente a sus ojos, una mano de uñas pintadas que soltaba un billete de los grandes. Martín no había llegado a reaccionar, que ya estaba oyendo una voz de hombre:

—No te gastes con estos, Mariela, son parásitos.

Martín se encolerizó: él no era ningún parásito. Iba a levantarse y a dejárselo bien en claro a aquel estúpido que caminaba junto a la mujer, esa tal Maribel o como carajo se llamara.

Pero justo le crujió el estómago, como si no hubiera comido en siglos. Aquello le hizo olvidar al imbécil del insulto. Cuánto hacía que no se llevaba a las tripas otra cosa que no fuera pan y mate.

Agarró el billete, lo dobló y se lo metió en el bolsillo. Se imaginó comprando empanadas, y se le hizo agua la boca.

A la mañana siguiente se fue directo a la estación. A la Dorrego.

En el andén, se sentó a lo piel roja, sacó una lata de Budweiser a la que le había agrandado el agujero, y la dejó en el suelo esperando que alguien le lanzara una moneda.

 

 

 

 

  * Carlos González (Gral. San Martín, 1989) es estudiante de Psicología de la UBA, y actualmente trabaja como boletero en el subte de la ciudad de Buenos Aires. Su interés por la lectura nació gracias a los cuentos y novelas que tuvo que leer “obligado” durante el primer año de secundaria. Su pasión por la escritura despertó, también en la adolescencia, justo después de terminar de leer El hobbit. Desde ahí, la necesidad de escribir nunca lo abandonó.
Desde julio del 2020 asiste al TCyC que coordina Marcelo Di Marco. Confiesa que el taller lo invita constantemente a pensar, a practicar una escucha activa y a conocer distintos autores. Gracias al taller, no sólo aprendió a mejorar sus textos literarios, sino  también sus textos universitarios.
Algunos de sus autores preferidos son: Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft, Guy de Maupassant, Stephen King, Nick Hornby y Jöel Dicker.
En Fin ya ha publicado un cuento: http://fin.elaleph.com/los-fabuladores/el-arenero

 

 

Deja un comentario