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Cuestión de derechos

Por Matías Iván Bravo *

 

Explicarles los métodos que me llevaron a ser un best seller incrementará el valor de mi obra, pero en consecuencia también aumentará mi condena. Aunque… ¿qué son veinte o treinta años tras las rejas, si redactando este borrador, revelando cómo me las ingenié para cumplir mi sueño, me convertiré en el escritor más reconocido de Argentina?

A veces, pensándolo bien, hubiera preferido haber faltado a la clase en que mi excoordinador nos leyó un fragmento de su nueva novela. A partir de aquella mañana, un sentimiento de odio nació dentro de mí; un odio que otros llamarían envidia.

En ese entonces me despertaba temprano, y durante el desayuno escribía un breve resumen de lo ocurrido el día anterior, una costumbre que paradójicamente me predisponía a la creación de mundos irreales. Después viajaba hasta Palermo, donde tomaba mis clases en el taller literario más prestigioso del país, pero yo afirmo que fue el mejor taller literario del mundo.

Recuerdo que pude terminar varios cuentos, y me hice muy amigo de mi coordinador. Gran aficionado al coleccionismo de cuchillos, además era muy exitoso en todo lo que se proponía.

Me hice tan amigo de él, que me invitaba a cenar en la casa. Conocí a toda su familia, y todavía tengo grabada en mi cabeza la tarde de Nochebuena que pasamos juntos.

—Venís muy bien con tus cuentos, Gero —dijo en un momento, y apoyó sobre la mesa su taza de té—. Si seguís así, pronto completarás tu ópera prima.

—Muchas gracias —dije, sinceramente agradecido—, trabajamos mucho para lograrlo.

—Sí, es verdad. ―Con displicencia, volvió a su taza―. Cuando llegaste a este taller, ni rebuznar sabías. Hoy te puedo llamar colega.

Ese comentario me confundió, no sabía si ofenderme o sentirme halagado.

—Hoy miro mis cuentos viejos —dije levantándome de la silla—, y me dan algo de vergüenza.

—Entonces trabajalos, para eso te entrené.

—Sí, los voy a corregir cuanto antes. —Miré mi reloj—. Qué lástima: si me quedo un rato más, no llego al tomar el colectivo.

—Está bien, no te preocupes. Esperame un segundo, que tengo una sorpresa para vos.

Cuando mi coordinador volvió, trajo con él una pequeña caja envuelta en papel de regalo. Pensé que sería el típico perfume que se regala por cortesía, o quizás unos pañuelos. Pero me quedé con la boca abierta al rasgar el papel del envoltorio. Era una Opinel nº8, con mi nombre grabado en el cabo de madera. Fue el mejor regalo que me hicieron desde que tengo memoria.

—Con esta vas a poder cortar mejor los textos —dijo, sonriente.

—Muchas gracias —dije observando las vetas de la navaja—, es preciosa. ¿Qué madera es? ¿Nogal?

―Olivo, burro.

Cuando intenté abrirla, no pude desplegar la hoja. No tenía idea de cómo hacerlo.

—Pará, animal. ―Mi coordinador me arrancó la navaja de las manos―. Tiene el seguro puesto. ―Giró el seguro de metal y me la devolvió―. Si no sacás el viroblock, pelotudo, no la abrís en tu puta vida.

Linda navaja. Filosa. Al día de hoy la tengo exhibida en el living, sobre un ejemplar de mi novela publicada: sin ella, nunca se me hubiera ocurrido aquella obra maestra. Cuando mi coordinador me la regaló, la belleza de la Opinel era tan hipnótica que no pude reaccionar ante semejante trato de mierda. Pero lo cierto es que, a partir de aquel momento, las cosas empezaron a cambiar.

Para mal.

Para peor.

 

Una mañana, en mitad de la clase, mi coordinador nos narró a mis compañeros y a mí el comienzo de su nueva novela: se trataba de dos hermanos que, en una madrugada repleta de pesadillas, descubrieron que podían cumplir sus deseos si los pedían en voz alta delante de un espejo que le habían comprado a un extravagante anticuario.

―Pero no eran conscientes del precio que deberían pagar ―nos dijo el maestro―, ni a quien se los pedían. ―Nos miró, cáustico―. ¿Qué harían ustedes si dispusiesen de esa especie de lámpara de Aladino? Buena consigna de taller.

Le insistimos para que leyera un capítulo más, y lo hizo. Los deseos de los hermanos vinieron acompañados con algunas desgracias menores, huesos rotos, caídas a la salida del colegio, y varios sustos al resbalarse en los azulejos mojados de la ducha. Pero lo peor llegó cuando los hermanos crecieron, cuando se buscaron la vida por caminos distintos. Entonces acordaron que uno de ellos se quedaría con el espejo. Unos años más tarde, el elegido se suicidó con una sobredosis de pentobarbital. El otro, arrasado por el alcohol y su pésimo desempeño como novelista ―nadie aceptaba ni siquiera leer sus manuscritos―, fue a la casa de su hermano y se arrodilló frente al espejo para su última petición.

Imposible describir con palabras la sensación que nos dejó el final de aquel capítulo.

Era excelente, tan excelente que deseé que la novela fuera mía. Día y noche pensé en esos párrafos, pensé en adaptarlos a mi estilo y crear una historia diferente. Pero nada de lo que escribí superaba la novela de mi coordinador. Me vi frustrado, bloqueado, y la voz de mi maestro narrando su borrador permanecía en mis oídos. A esas alturas ya no podía dormir.

Decidí que tendría que apropiarme de su idea, sea como fuese. Le pregunté si me la vendería.

—¿Vos estás en pedo? —dijo, riendo—. ¿En serio pensás que vendería una idea tan buena como esa? Decime que me estás jodiendo, dale.

—Sí, sí —dije, disimulando—. Necesitaba ver cómo reaccionabas ante el pedido. Como decís vos, tu novela parte de una idea maravillosa.

En una de las tantas madrugadas de insomnio, prendí el televisor y me puse a zapear hasta que una publicidad me llamó la atención.

—¡Con la nueva fórmula del Ratibum —recitaba el anunciante—, las ratasss… harán bummm!

Enseguida me acordé de un crítico literario que subió a un blog una nota sobre mi maestro, en la que aseguraba que él no era más que una rata ladrona de cuarta. Mis compañeros de taller exigieron que presentara las pruebas, pero el crítico nunca respondió.

Fue entonces que terminó de cristalizarse en mí una idea siniestra: debía asesinar a mi coordinador. Sí, lo sé, seguramente pensarán que yo había enloquecido, pero nada que ver. Si hubiera plagiado su obra, vaya y pase. Pero yo nunca plagiaría a nadie, y mucho menos a alguien tan querido y que me enseñó tantas cosas.

Mi estrategia fue muy distinta. Lo invité a pasar la tarde en casa, y le dije que trajera el manuscrito de su novela: necesitaba saber qué sucedía después de aquella escena que tanto nos gustó, a mí y a mis compañeros.

Él accedió. No bien llegó a mi casa, me mostró un pendrive que colgaba de su llavero. Estoy seguro de que nunca le enviaría la novela a nadie por internet, y mucho menos a mí, que le pedí que me la vendiera. Eran las cinco de la tarde. Entonces le ofrecí un café.

—Te lo acepto —dijo, y apoyó el llavero en la mesita de la sala—. Se te ve muy bien, Gerónimo.

—Gracias, maestro querido —respondí, tratando de no temblar de la excitación—. Ya te lo traigo.

Fui a la cocina, y del cajón de la mesada saqué el Ratibum. No pude evitar recordar algo que leí en un blog de toxicología y temas afines: el veneno para ratas tarda en afectar el organismo humano; pero no me importó, pues podría disfrutar durante más tiempo de su charla.

Su última charla, me dije.

El agua hirvió, y metí en el café del maestro una dosis de Ratiboom.

—Che, Gero —dijo señalando la navaja apoyada sobre un estante de la biblioteca―. ¿Estás usando la Opinel que te regalé, o es un adorno?

—Me da lástima usarla —dije, y apoyé sobre la mesa la bandeja con los dos cafés, el sano y el envenenado—. Es muy linda.

—Qué puto que sos —dijo con una sonrisa, y levantó su taza.

Mi felicidad hizo que todo transcurriese en cámara lenta. Lo observé cuando terminó de dar el primer sorbo, y por su expresión le pregunté:

—¿El café está feo?

—Tiene un gusto particular, pero probé peores.

Dio un segundo sorbo, y entró a convulsionar como un zombi salvaje. La taza y el plato se estrellaron contra el piso, y el resto del “café” me salpicó las zapas ―horas más tarde yo las limpiaría de todo vestigio―. Quedé sorprendido, y recordé lo que dijo el anunciante: eso de que las ratas explotarían no era una licencia publicitaria.

A mi maestro le chorreaba de aquella boca de pedante una espuma verdosa que le surcaba las mejillas. Agitándose errático cayó del sillón ―hizo trizas la mesa ratona―, se llevó las manos al cuello y soltó un gorgoteo gutural: se ahogaba con la espuma. No pude soportar verlo así: después de todo, él me había convertido en un escritor.

Agarré la Opinel de la biblioteca, le saqué el seguro, como él me había enseñado, y le rasgué la garganta. Mi amigo no tardó en quedarse quieto, agonizando bajo una mezcla de espuma verde y sangre.

 

Pasaron cuatro años desde el asesinato. Nunca se supo nada de mi coordinador. Me investigaron, pero jamás llegaron a nada: no me costó esconder el cadáver de mi maestro. Edgar Allan Poe nos enseñó muy bien a hacerlo en “El tonel de amontillado”, y seguí los pasos a la perfección, con la diferencia de que usé mi sótano y no una cripta. En cuanto a la novela de mi coordinador, no la publiqué hasta más tarde: creí que la historia de su asesinato era mejor. Y de hecho fue el primer best seller que escribí.

Al correr de los años, y ya con una carrera bien firme, medité en lo sucedido, y llegué a la conclusión de que mi coordinador hubiera querido publicar su novela. Entonces la completé, y la publiqué bajo un seudónimo. Pensé que sería lo más justo, pero aquella novela me trajo algo que nunca esperaría, y mucho menos de mi maestro. A los meses de haberla publicado, me llegó a mi buzón una carta documento de la editorial Racoon Random House, acusándome de plagio.

Y ese fue el principio del fin, la punta de la madeja: acá me tienen, preso por el crimen que heredé de mi maestro. Al final, había emparedado al monstruo en el sótano.

 

 

 

  * Matías Iván Bravo (Buenos Aires, 2000). Cuando era chico escribía historias con el objetivo de entretenerse, pero no fue sino hasta 2018, cuando terminó de leer It, que su interés por la literatura se convirtió en algo más apasionado.

Desde 2019 asiste sin falta al Taller de Corte y Corrección. En el Taller aprendió la estructura del cuento, a ponerle la coma al vocativo y a exprimir las palabras naranja. Pero también aprendió cosas que van más allá, cosas que utiliza en el día a día para convertirse en una mejor persona. Gracias al Taller, el sueño de poder dejar su granito de arena en la literatura está cada vez más cerca.

Sus autores preferidos son Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft, Stephen King, y el maestro Marcelo di Marco.

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