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Quién es quién en el TCyC – Mario Zegarra

Hoy responde: Mario Zegarra *

 

¿Cuáles son tus autores preferidos en literatura, cine y música?

Una pregunta complicada. En literatura, intentaré no expandirme demasiado, pues cuento con un largo prontuario de lector precoz, y es probable que las menciones se extiendan por muchas páginas. Pero siempre vuelvo, y releo con ojos de neófito a estos autores: Miguel de Cervantes, Edgar Allan Poe, Stephen King, Edgar Rice Burroughs, Joseph Conrad, Henry Miller, Charles Bukowski, Thomas Ligotti, William Faulkner, Gesualdo Bufalino, Charles Baudelaire, Ezra Pound, César Vallejo, Mario Vargas Llosa, Carlos López Degregori, Hermann Hesse, Arturo Pérez Reverte y Fiódor Dostoievski.

Respecto al cine, prefiero las historias intensas, con personajes extremos y un manejo absoluto del lenguaje cinematográfico. Acá menciono a Álex de la Iglesia, Quentin Tarantino, Guillermo del Toro, Walter Hill, Martin Scorsese, Robert Eggers, Alfred Hitchcock y John Ford.

En cuanto a la música, disfruto tanto de lo clásico como de lo contemporáneo. Desde el metal y el hard rock hasta el post-punk y el rock alternativo. Escucho bandas como Metallica, AC/DC, Motörhead, Led Zeppelin, Misfits, Sonic Youth, Portishead o Savages. Y de lo clásico me encantan Wagner, Mussorgsky, Mahler, Tchaikovsky y Beethoven. Últimamente, he escuchado mucha electrónica experimental, y me fascina cómo llevan la música más allá de lo convencional. Constanza Bizraelli fusiona la música electrónica y el arte sonoro en una integración profunda de elementos cosmogónicos y exploraciones sensoriales, y crea una atmósfera inmersiva que desafía la percepción.

 

¿Qué libro/s estás leyendo en este momento?

Nacido para el miedo, libro de entrevistas a Thomas Ligotti (Valdemar, 2024); Oda a las polillas (Pandemonium, 2024), nouvelle de Valeria Montes Pastor; Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja (Fiordo, 2022), novela de Rivka Galchen; y una novelita de Joseph Kessel: Belle de Jour (Argos Vergara, 1978).

 

¿Qué cinco títulos creés necesarios para la formación del escritor?

El libro que todo escritor debe leer para mejorar su escritura es Taller de corte y corrección, de Marcelo di Marco. Después, Mientras escribo, de Stephen King; el indispensable compendio de la Gotham´s Writers Workshop de New York: Escribir ficción; Suspense, de Patricia Highsmith; y El héroe de las mil caras, de Joseph Campbell, que no es necesariamente un manual de escritura, pero describe a la perfección el viaje del héroe y de los personajes aplicado a las historias de ficción.

En cuanto a las novelas necesarias para la formación del escritor menciono al Quijote; Drácula, de Bram Stoker; Conversación en La Catedral, de Mario Vargas Llosa; It, de Stephen King; y Santuario, de William Faulkner.

 

¿Cuál es el método de trabajo que considerás más efectivo para tu literatura?

Escribir todos los días, sin esperar a que llegue la inspiración, es una disciplina que me funciona muy bien. De ahí, reviso con detenimiento todo lo escrito. Lo leo y releo en voz alta para analizar detalladamente cada oración. Después paso a la reescritura, y vuelvo a leer y releer en voz alta.

 

¿En qué te está ayudando más tu participación en el Taller de Corte y Corrección?

En afinar mi capacidad crítica, lo que me permite detectar excesos y debilidades en mis textos. Ahora controlo mejor el ritmo, elijo con mayor precisión las palabras y corrijo con más eficacia.

 

La yapa: una o dos cosas que nadie debería perderse (una sinfonía, una comida, un pintor, un enlace de Internet, etc.)

Una ópera: Turandot de Giacomo Puccini. Una sinfonía: la Quinta de Gustav Mahler. Una artista plástica: Tilsa Tsuchiya. Un plato: un ceviche de conchas negras con una cerveza bien helada, de preferencia una Cuzqueña Doble Malta.

 

*  Mario Zegarra (Lima, 1982) estudió Literatura Hispánica en la Pontificia Universidad Católica del Perú, y un Máster en Creación Literaria en la Universidad Internacional de Valencia (España). Ha publicado el thriller Tan ignorado como aquí (Buenos Aires, 2019) y el hard-boiled Un maníaco homicida a la vez (Buenos Aires, 2021). Es miembro de La Abadía de Carfax, círculo de escritores de horror y fantasía fundado por Marcelo di Marco.

Zegarra es reconocido por su estilo narrativo envolvente, sombrío y resuelto, y su habilidad para retratar personajes complejos y realistas en situaciones extremas, que reflejan una personalidad propia: demencia, agudeza irónica y desesperanza.

 

 

El vendedor de almas

Por Sandra Rodríguez *

 

Pese a su juventud, Lorenzo no se sentía ni satisfecho ni feliz. Cabizbajo, solía afirmar que había nacido con un alma miserable.

Un día se sentó en un banco de la plaza de su aldea, quejándose, como siempre.

—¿Por qué te quejas tanto? —oyó que le preguntaron.

Al girarse, vio sentado junto a él a un hombre vestido con unas raras túnicas blancas. Lo miró con un poco de extrañeza, y luego le respondió:

—Es que mi alma es muy miserable. Entonces, yo me siento todo el tiempo miserable, y hago cosas de gente miserable.

—Pero tu alma no es la que toma las decisiones de tu vida, eres tú el que lo hace. Podrías tomar mejores decisiones. Por ejemplo: decidir ser feliz.

Pensativo, Lorenzo miró las palomas que habían bajado a comer las semillas que el hombre les arrojaba.

—¿Cómo podría ser feliz con el alma que me tocó? —Suspiró apesadumbrado—. Si yo tuviese el alma de un héroe o de un noble, muy diferente sería mi vida.

—¡Pues ve y cómprate otra, entonces!

Lorenzo miró al hombre, ilusionado por lo que le decía.

—¿Y dónde las venden?

—Ve por el camino al cerro. En la bifurcación junto a la fuente, verás a un mercader: él vende almas.

Lorenzo se levantó, agradeció al desconocido, y partió a toda prisa para buscar al mercader.

En la bifurcación, vio a un anciano de cabellos grises y larga barba, que alimentaba a su mula, y un poco más allá, una carreta con el típico toldo de los mercaderes. Lorenzo se acercó a la carreta, y el anciano le preguntó:

—¿Qué andas buscando, joven?

—Quiero comprar un alma, porque la que tengo no me gusta ni me hace feliz.

—Muy bien —dijo el anciano, y descorrió una lona que cubría un cajón de madera con compartimentos más pequeños, todo cubierto por un vidrio. En cada compartimento se podían ver las diferentes almas—. Puedes elegir la que quieras. Te costará una moneda de plata.

—¿Una moneda de plata? —preguntó Lorenzo. Si bien era mucho dinero, le parecía poco por un alma nueva.

—Exactamente. Además, deberás dejar la tuya, porque no puedes andar por la vida con dos almas.

Lorenzo asintió con la cabeza.

—Tienes diez días para probar las almas que quieras —le explicó el anciano—. Si no regresas, daré por sentado que te gustó tu alma nueva. Pero, si no te gustó, al décimo día te llevarás de nuevo la que traes ahora. Eso sí: cada vez que pruebes un alma diferente, cortaré un pedacito de la tuya.

Convencido de que era un buen negocio, Lorenzo aceptó el trato. Empezó a buscar con ojos ilusionados entre todas las almas que el mercader tenía en su carreta. Algunas eran más pequeñas, otras más grandes, algunas más brillantes y otras más apagadas.

—Yo quiero el alma de un guerrero —dijo al fin—. Quiero ser valiente, fuerte y decidido.

—Muy bien, esta será perfecta —le dijo el anciano, extendiéndole un alma que parecía latir con una luminosidad celeste.

Lorenzo se marchó contento con su alma nueva.

Al día siguiente volvió a lo del mercader, cabizbajo como de costumbre.

—Esta no me gustó —le dijo—. Me sentía valeroso y con ganas de librar batallas, pero por esta zona ya no hay guerras. Y qué sentido tiene un alma de guerrero, si no hay donde guerrear. Mejor quiero el alma de un enamorado.

—Muy bien, esta será perfecta —le dijo el anciano, extendiéndole un alma que parecía un algodón de azúcar color lila.

Y Lorenzo se marchó, nuevamente entusiasmado con su alma enamorada.

Al día siguiente regresó, porque la joven a quien amaba ni sabía de su existencia, y ella amaba a un noble de la ciudad, así que esa alma lo hacía sufrir.

Esta vez pidió el alma de un noble, quizás para poder ganar el corazón de la joven, y ser rico y dichoso.

Pero al día siguiente regresó y pidió el alma de un poeta. Y al siguiente, la de un sabio. Después, las de un alcalde, un bibliotecario, un mago, un médico.

Luego de tantas tentativas fracasadas, el décimo día Lorenzo llegó arrastrando los pies, la mandíbula tensa, las cejas fruncidas y la espalda encorvada.

—Este es tu último día —le dijo el anciano.

Lorenzo pensó que tendría que elegir muy bien: si esta vez no funcionaba, volvería a tener su alma miserable, y estaría peor que al principio. Y además, habría perdido una moneda de plata.

Observó todas las almas que se exhibían en los compartimentos de la carreta. Le llamó la atención una pequeña: de color blanco, esponjosa, casi etérea, como una nube. Seguramente es el alma de un niño, dedujo. Los niños son felices, sólo piensan en crecer, aprender cosas nuevas, jugar y divertirse. Esa es el alma que yo necesito.

—¿Esta vez estás seguro de tu elección? —le preguntó el mercader.

—Muy seguro.

Así, Lorenzo se marchó con su nueva alma.

Y esa sí le gustó. A partir de entonces siempre se sentía feliz, jugaba como un niño, veía la vida con otros ojos, le gustaba aprender cosas nuevas y disfrutaba cada momento. Nunca supo que esa alma era la suya: había quedado tan pequeñita por todos los pedacitos que el mercader le había ido cortando.

 

 

 * Sandra Rodríguez es argentina, nacida en La Rioja, y reside en Mar del Plata desde hace veinte años.

De naturaleza artística y creativa: actriz, bailarina, maquilladora y diseñadora gráfica. Asidua lectora, amante del género de terror y el fantástico. Escribe desde la adolescencia. En 2023 comenzó a participar en el Taller de Corte y Corrección con Marcelo di Marco y su equipo, y ya ha corregido varios textos y está en el proceso de revisión de una novela.

Una primera versión de este cuento fue leída por Rodolfo Barone en su canal de YouTube Los cuentos de Rodo, en el que también publicó “El gato de la señora Pepper”. El relato “Una pared tan suave como el piso” puede encontrarse en el canal de YouTube y Spotify Noches de pluma y tinta. Su relato «Atrapado» apareció en el suplemento Cultura del diario La Capital, de Mar del Plata, el 9 de febrero de 2025.

La ilustración fue realizada por la autora mediante la IA Copilot.

 

Los brillos de la savia profunda

por Jaime García *

 

Amazonia

 

Vibra la vida en ondas de añil

fulgura la floresta con alboradas prístinas.

Las aves fecundan la tibieza

del ensordecedor murmullo matinal

y estallan los brillos de la savia profunda,

tersa de mansos bramidos

húmeda de oscuras nubes

penetrante de sueños verdes.

«Matas»

Pero

la sombra acechante

de falanges incitadas al desborde

muta la escena

enhebra su impudicia

con obscena ambición

y los gritos ahogados en la furia

sucumben al trepidar

gigantes de pavor.

 

Ahogada por la inercia del humo

la vida se repliega.

 

 

Aguas y amores verdes

 

Flor que vivís con las aguas

que con tus brillos

me iluminás

con tus sombras

 

Pájaro que volás sobre esas aguas

que con tus colores

me encendés

con tus reflejos

 

Musguito que vivís en esas aguas

«Aguas verdes»

que con tus esencias

me coloreás

con tus verdes

 

Agua que encerrás esa vida

que con tu calor

la engendrás y me la entregás

con tu substancia

Amores que nacen en las aguas

que a sus murmullos

seducido sucumbo

a sus misterios

 

Vida y amores tan verdes

que nacen tan sutiles

mueren

seducen

renacen

 

 

 

Según el mapa, acá debería haber otra cosa

 

La noche envuelve un silencio ajeno

y yo

perdido en el mapa de tu cuerpo

busco un norte para mi sueño

pero sucumbo al recuerdo

y azorado

me desoriento

 

 

Madera entre mar y cielo

(archipiélago chilota)

 

Tanta madera puedo conseguir

para templar mi sosiego

Tanto mar puedo cruzar

para alentar mi eternidad

Tanto cielo puedo ver

para acercarme a tu memoria

 

Con unos pocos maderos

se construye una cruz

que encuentra al cielo

o se arma un Caleuche

para atravesar los mares

 

Quiero escribirte

mañana chilota

de algas y mariscos

recorriendo tu arquitectura

de madera y de silencios

«Madera en el archipiélago»

andando por tus islas

meciéndome en tus palafitos

 

Tanta madera puedo conseguir

para templar mi sosiego

Tanto mar puedo cruzar

para alentar mi eternidad

Tanto cielo puedo ver

para acercarme a tu memoria

 

En esas playas cercadas

por dulces acantilados

que aplacan la furia de ese

llamado Pacífico

mis horas evaden la tersura

de tu sombra inquieta

y la lisura de tus cabellos blancos

 

En esos santuarios de madera

me pierdo contemplando el cielo

 

La agonía irrumpe

en el desangre de las luctuosas factorías

 

 

 

 

* Nacido en la ciudad de Buenos Aires el 24 de marzo de 1954. De formación académica en Astronomía, Física y Matemática en las universidades de La Plata y CAECE (Argentina), así como en la Federal de Minas Gerais (Brasil), su título es Doctor en Matemática Aplicada, obtenido en 1981. Es fundador y actual director del Observatorio Astronómico del Instituto Copérnico, en Rama Caída (Mendoza), localidad donde reside desde 1994.

Su relación con la literatura, la música y las artes plásticas es de larga data: realizó cursos formales e informales de estas disciplinas en paralelo con sus estudios secundarios y universitarios. Si bien siempre escribió poesía y tomó fotografías, sus primeros libros publicados (en Brasil, España y Argentina) fueron técnicos, tanto ensayos como de divulgación científica. En ese ámbito, los más recientes son Estrellas y Matemática, y Conociendo el cielo austral, publicados por Editorial Kaicron en 2012 y 2014, respectivamente. En 2022, LP Editores le publicó Amalgama, un libro de fotografías y poemas en portugués y castellano, dado que a Jaime le gusta escribir en ambas lenguas. Desde entonces ha venido realizando muestras de poemas y fotografías en espacios de arte de la provincia de Mendoza. Actualmente está en imprenta un nuevo libro de astronomía para todo público, titulado Portal al Universo. Desde agosto de 2024 participa del Taller de Poesía, dictado por la poeta Analía Pinto, en el marco del Taller de Corte y Corrección.

 

  • «Matas», imagen tomada por Jaime García  en las afueras de Manaus (Amazonia, Brasil), con una cámara analógica Nikon F2 con película de diapositivas, en marzo de 1979 y recientemente digitalizada y tratada con filtros artísticos con Snapseed.
  • «Aguas verdes», ilustración de Irene Mancino.
  • «Madera en el archipiélago», imagen tomada por Jaime García en San Juan Dalcahue (Chiloé, Chile), en febrero de 2023, con cámara Canon EOS Rebel T5.

Escuchar música: un acto olvidado

por Manuel Ayes Callejas *

 

Al cierre de un conversatorio sobre literatura en el paraninfo Ramón Oquelí de la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán, el tema giró hacia la música. Terminé contándoles a los estudiantes cómo se entendía y se sentía el lenguaje universal en mi época —según mi experiencia y la de mi círculo, claro—, aunque la diferencia de edad con los presentes no alcanzara las décadas.

—Cuando yo era adolescente —les dije—, regresaba del cole, me encerraba en mi cuarto, conectaba mi grabadora RCA, reproducía Thick As a Brick de Jethro Tull, me acostaba en la cama, cerraba los ojos y escuchaba todo el álbum.

Un estudiante levantó la mano:

—¿Y qué hacía?

—¿Cómo así que qué hacía?

—Sí, ¿qué hacía mientras escuchaba música?

—Eso: escuchaba la música.

Me plantó un letal ceño fruncido, con una expresión embobada. Realmente se notó que no me entendió.

‘El grito’ de Munch, con cascos, de Sean Mackaoui

Horas más tarde, mientras manejaba de regreso, reflexioné sobre ese momento: hoy la música no es más que una excusa para escapar de la insoportable monotonía del silencio. Hemos olvidado cómo estar callados. Le tememos, porque en ese vacío emergen los pensamientos, resurgen memorias que, dependiendo del día, pueden ser un refugio o una condena. El silencio nos obliga a enfrentarnos con ese yo del que todos, de una forma u otra, parecen estar siempre huyendo.

Ahora la música está en todas partes: acompaña sus tareas, los libros que leen, el almuerzo y hasta los momentos antes de dormir, cuando el cuarto ya está a oscuras. Incluso hay quienes usan audífonos mientras manejan, como si no les bastara con el ruido del mundo exterior. En ocasiones se pierde hasta el respeto por el entorno. Es difícil comprender por qué algunos optan por imponer su música en medio de la Naturaleza en lugar de guardar silencio y dejarse envolver por sus sonidos. Pero, paradójicamente, la música nunca está en el centro. Es un ruido de fondo que llena el vacío. Un sonido que, más que escucharse, se consume.

La música es mucho más que un escape. Es un arte que, como la literatura, exige concentración para aprovecharla al máximo. Cada timbre, cada ritmo, cada armonía, cada frase melódica y cada textura cuentan. Esas obras conceptuales —como Dark Side of the Moon, de Pink Floyd, si hablamos de rock, o el Concierto para piano N.º 1, de Tchaicovski, si hablamos de música exacta— no son solo discos: son relatos, universos enteros que te llevan de principio a fin por una narrativa sonora. No estoy diciendo que no se pueda disfrutar de las canciones de forma individual, pero el verdadero goce está en recorrer el álbum completo, entender cómo cada pieza encaja en el todo.

Hoy dejamos que la música sea solo eso: fondo. Perdemos su profundidad. Nos resignamos a escucharla a medias mientras llenamos nuestras vidas con el ruido y las tareas cotidianas, como si el silencio fuera un lujo inalcanzable o, mejor dicho, una ausencia que no sabemos cómo llenar. Por supuesto, todos usamos la música de fondo a veces. Es inevitable y, hasta cierto punto, normal. Pero la diferencia hoy es que esa práctica se ha vuelto la regla, no la excepción. Vivimos inmersos en un ruido constante que no nos da tregua. Y, sin embargo, dedicarle unos minutos a la música por la música —sin más compañía que nuestros oídos atentos— puede ser una experiencia transformadora.

Ruido-señal, de Florencia Kettner

Pero aquí está el verdadero problema: no solo hemos olvidado su profundidad, sino que, en nuestra búsqueda constante de evasión, hemos llegado a trivializarla. La usamos como anestésico, incluso cuando resulta completamente inapropiada. No sé cómo alguien puede hacer una tarea de ciencias con reguetón de fondo, con esas letras que destilan vulgaridad y se articulan con un lambdacismo que revuelve el estómago.

El silencio, en cambio, se erige como su antítesis. Nos permite la creación, la introspección, la claridad mental. Según el informe de Microsoft Canadá de 2015, titulado Attention Spans, la capacidad de concentración humana se ha reducido de doce segundos en el año 2000 a apenas ocho segundos hoy. Todo por esa hiperconexión ruidosa en la que vivimos. Basta con imaginarse cómo se habrá reducido en estos diez años, con la aparición de TikTok.

Y es importante aclarar que el silencio no es solo un espacio para pensar, sino una necesidad. No podemos vivir escuchando música de forma constante, porque hasta la experiencia más sublime pierde su valor cuando se convierte en rutina. Debe haber momentos en los que decidamos no permitirnos la música, no como un acto de privación, sino como una forma de equilibrar nuestras vidas y reconectar con lo que somos sin estímulos externos. Es en esos espacios donde el silencio no se siente como una ausencia, sino como una presencia que nos invita a respirar, a reflexionar y a simplemente ser.

Volviendo a la música, hay que aprovechar la posibilidad de detenernos, de escucharla con atención, no solo para oírla, sino para entenderla. Escuchar para sentir. Escuchar como un acto consciente, casi subversivo, en un mundo que sólo grita. Porque respetar el arte, como merece la buena música, es también respetarnos a nosotros mismos. Dedicarnos esos minutos de exclusividad y silencio que, lejos de ser un lujo, deberían ser nuestra prioridad. Tal vez entonces podríamos recordar lo que significa vivir, y no solo existir entre el ruido.

Si tuviera la oportunidad de volver en el tiempo a esa aula, añadiría una reflexión que no compartí en ese momento. Les diría que escuchar música no es solo algo que se hace, sino algo que nos construye. Que en ese acto de cerrar los ojos y sumergirse en un álbum entero, no solo se entiende la música, sino también a uno mismo. Se crece y se disfruta más. Es posible que no todos lo hubieran entendido, pero al menos habría plantado una idea: que la música no es un simple acompañante de fondo, sino un arte que, si se escucha de verdad, puede cambiar quiénes somos.

Tegucigalpa, a 24 de enero del 2025

 

 

 

Manuel Ayes Callejas (4 de agosto de 1990) es un escritor hondureño nacido en San José, Costa Rica. En 2014 ganó el Concurso Literario Nacional “Lira de Oro” Olimpia Varela y Varela. En 2017 publicó Infortunios, su primer libro de cuentos, como ganador en la Primera Convocatoria para publicaciones del Sistema Editorial Universitario, de la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán. En ese mismo año participó en el Taller de Creación Literaria impartido por el premio Cervantes Sergio Ramírez en Masatepe, Nicaragua. Ha sido publicado en varias antologías a nivel nacional e internacional, y también obtuvo  menciones honoríficas en concursos en España (por ejemplo, en el Concurso “Letras como Espadas”). En 2021 ganó el primer lugar en el concurso de los Juegos Florales de Santa Rosa de Copán.

Guía básica de recursos expresivos (II)

Para celebrar este año de publicación continuada y, como regalo navideño, preparamos para todos nuestros queridos lectores la segunda entrega de la Guía de recursos literarios. En ella encontrarán una miríada de recursos, claramente clasificados, explicados y ejemplificados con textos, en verso y en prosa, de autores hispanoamericanos.

 

 

Para leer y/o descargar la guía, no tienen más que hacer clic en el siguiente enlace:

FIGURAS RETÓRICAS TCyC

 

El equipo de Fin les desea una muy feliz Navidad

y un 2025 rebosante de lecturas y escrituras.

 

¡Felices vacaciones! Nos vemos en febrero.

Confesiones

Por Gandy Carlos Cruz Campos *

 

 

Una mosca tantea el antebrazo de Ana, acabo de descubrirla. Negra y grande, de alas transparentes y ojos rojos saltones, me da la espalda, se frota las patas, y con la trompa le explora la piel. Ana está distraída viendo Confesiones en la tele, y no se ha dado cuenta. Yo sí. Pero no sé cómo decírselo: sigue molesta conmigo y no me habla.

No me habla desde hace dos días, desde nuestra última peleíta, que fue la peor. Y ya le rogué que me perdonase. Pero todo lo que ruego, todo lo que prometo no basta. La vence el orgullo: le hablo, y no me responde; la abrazo, y se queda quieta; la beso, y los labios fríos me paralizan.

Instintivamente, abro la mano y avanzo hacia la mosca. Lento, contengo la respiración: trataré de aplastarla sin que Ana se dé cuenta.

Ella mira hipnotizada la tele y no voltea, no parpadea siquiera. Le encanta ver Confesiones, le encanta ver parejas revelándose secretos que se han guardado mutuamente. La incertidumbre de si seguirán juntas después de sus confesiones la mantiene en vilo. He visto el programa junto a ella, y debo decir que es interesante. Y por supuesto que me he preguntado qué contaríamos nosotros dos si estuviéramos ahí. ¿Qué me confesaría Ana? ¿Qué le confesaría yo? ¿Diríamos que últimamente estamos discutiendo más que de costumbre?

Por culpa de esa situación, Ana no come, no habla, no duerme. Se queda quieta, como ahora, siempre en la sala, en este sofá frente al televisor. Ya ni siquiera viene al cuarto. Las dos últimas noches, me he levantado a apagarle la tele, la cargo a la cama, le hago el amor y, al día siguiente, vuelvo a cargarla hasta aquí. Y otra vez le prendo la tele.

Estoy listo para golpear, pero la mosca se pone alerta, se da cuenta de que voy hacia ella y se queda inmóvil. Se gira hacia mí dando saltitos en el mismo lugar. Ya no mueve la trompa ni se frota las patas. Ahora me observa: tengo la mano abierta, lista para atacar. Me mira desafiante, pero yo golpeo rápido y la aplasto. Golpeo, y Ana ni se inmuta. Sigue viendo la tele y no voltea, no parpadea siquiera. Está quieta, en silencio. Planea algo, lo sé. Va a dejarme, quiere dejarme. Estoy seguro. Es el secreto que guarda, es la confesión que quiere hacerme. Más que a mí, quiere confesar en el programa.

Por eso me pidió que fuéramos, claro. Por eso no habla, no come y no duerme. Y por eso empezó nuestra última discusión. Ella dijo que debíamos ir a Confesiones, y yo dije que no debíamos ir a Confesiones. Entonces dijo que si yo no iba a Confesiones era porque tenía miedo, porque le ocultaba algo. Y yo volví a decirle que no le ocultaba nada. Ella insistió y seguía insistiendo, y dijo que veía la mentira en mi rostro y se puso histérica. No soporta que la contradigan, y en eso nos parecemos mucho. Aunque… ¿a quién le gusta que lo contradigan? Eso sí: a ella no le gusta que la contradigan en lo más mínimo; se pone hiriente, se pone furiosa. Y esa vez no fue distinto: tuve que abrazarla con todas mis fuerzas, tuve que taparle la boca para que no siga acusándome. Forcejeamos y forcejeamos, pero yo la abracé más fuerte todavía y le tapé la boca hasta que terminó de tranquilizarse.

Otra mosca tantea el antebrazo de Ana, y otras más las orejas y la nariz y la boca. Las ahuyento una a una. Las moscas revolotean en círculos y forman una nube negra. Después vuelven a Ana, y vuelven a posársele en las orejas y en la nariz y en la boca. Ella está distraída viendo Confesiones en la tele, y no se ha dado cuenta. Yo sí.

 

 

* Gandy Carlos Cruz Campos nació en julio de 1991, en Puno, Perú. Es ingeniero civil y actualmente se desempeña como coordinador de proyectos aeroportuarios en una empresa de consultoría en Ingeniería en Lima.

La literatura es una de sus grandes pasiones y cada día dedica tiempo a leer y escribir. Forma parte del Conciliábulo de Escritores de Lima, donde, mes a mes, comparte lecturas y comenta historias junto a otros entusiastas de la escritura.

Ha participado en talleres de escritura creativa con destacados autores, como Jorge Eslava (Perú) y Luis Lezama Bárcenas (Honduras). En la actualidad, continúa perfeccionando su oficio en el Taller de Corte y Corrección (Argentina), bajo la guía de Nomi Pendzik, Marina di Marco y Marcelo di Marco. Además, publica análisis de cuentos, reseñas y misceláneas en su blog Obra en Construcción.

El cuento “Confesiones” está inspirado en un hecho real: hace tres meses, en Perú, se conoció la historia de un hombre que convivió por más de diez días con el cadáver de su esposa.

 

Imagen generada por el autor mediante DALL·E 2024.

Cándido

Por Elena Fernández *

 

Tiempo atrás, cuando Cándido recién había cumplido los quince años, en la larga caminata solitaria a través del pedregal estéril y deshabitado que debía recorrer desde la escuela hasta su casa, iba mirando a todos lados. A su alrededor, el viento gris formaba remolinos que se erguían de la tierra, remolinos que las sombras convertían en monstruos ondulantes. El chico avanzaba atento, consciente de que durante su recorrido no vería a una sola alma, pero sí podría encontrarse con la Luz Mala.

Porque una de esas tardes, cuando el sol sólo alumbraba los picos nevados de las montañas, Cándido había visto un destello, una luz brillante que flotaba a baja altura: la Luz Mala. Horrorizado, se tiró al suelo y, escondido tras unos coirones, rogaba que aquella cosa no lo hubiera descubierto. De reojo vio cómo esa bola amarillenta se alejaba hacia la base del cerro. Recién entonces pudo levantarse y correr, aunque el miedo y el viento gris no lo abandonaron.

 

Pasaron cuatro meses desde aquel nefasto encuentro. Pero aquel viernes el maestro les había enseñado que la Luz Mala era sólo un mito. Les explicó que las luces que se veían cada tanto en el campo se llaman fosforescencias, y que eran culpa de algo que tenían los huesos de los animales.

Por eso Cándido esta vez volvía de la escuela tranquilo, entretenido con las lagartijas que al atardecer corrían buscando sus cuevas. Pasaban bandadas de cuervos volando bajo y lanzando fuertes graznidos, y él las seguía con la vista. Ya no se molestaba en otear el horizonte por miedo a la Luz Mala.

Pensaba sorprender a los padres con lo aprendido ese día. Ellos mil veces le habían hablado de la cosa maldita, y le aconsejaron que, si alguna vez se topaba con la Luz Mala, si no podía esconderse o escapar, tenía que clavarle un cuchillo al monstruo. Pero él les iba a contar la verdad y ellos se quedarían más aliviados.

A lo lejos, una columna de humo se levantaba ondulante y desaparecía entre las nubes. Cándido imaginó que las ráfagas del viento eran tan violentas que formaron un torbellino más grande y más negro. Pero, a medida que avanzaba, contra el crepúsculo, distinguió un resplandor rojo. No era un remolino: era un incendio.

Recorrió con la vista el desierto, y entendió que entre él y su casa no existía nada que pudiera arder de esa manera. Corrió, enloquecido, intuyendo que los padres se quemaban dentro del rancho.

El humo, el calor endemoniado y las chispas que sobrevolaban su cabeza lo obligaron a retroceder. Gritó:

―¡Mamá! ¡Papá!

Los llamó, y los llamó, sin respuesta.

Miró a su alrededor, desesperado por ayuda. Desolado, supo que, aun si alguien hubiera visto la columna de humo, jamás llegaría a tiempo.

De entre el crepitar de las llamas, ahora rodeadas de noche, le llegó, apenas audible, la voz del padre. Cándido luchó por acercarse, y tampoco pudo: el rancho se había transformado en una selva de llamas que lo espantaba.

Con una punzada en el pecho se sentó sobre el viejo arado. Lágrimas que no podía contener corrían por su cara y se mezclaban con los interminables rezos. Al ver esa gran mancha roja, nítida y humeante, en que se había convertido su hogar, creyó estar frente a las puertas del infierno. Y sin querer le nació de muy adentro un alarido.

Entonces la vio: una esfera amarilla en la que se delineaba una silueta bestial escapó por los fondos del rancho. Cándido alcanzó a distinguirle unos horrendos colmillos.

No tuvo dudas de que aquello era la Luz Mala, que le había arrebatado el rancho y la vida de sus padres.

Convencido de que ese monstruo volvería por él, Cándido se paró de un salto, y con una rama removió los restos del incendio: buscaba los cuerpos de sus padres. No encontró nada. Cavó una fosa cerca del alambrado y enterró dos puñados de cenizas. Se dejó caer frente a la improvisada tumba, con el peso de la desgracia en los hombros, y miró los vestigios de lo que había sido su hogar. Recordó la voz del maestro diciéndoles que la Luz Mala no existía, y se enfureció. ¿Por qué el maestro les habría mentido? Se tapó con fuerza la cara, y algo en su interior le ordenó que escapase.

En el horizonte, el sol empezaba a enrojecer el cielo. Al lado de la tranquera, Cándido dejó atrás un despiadado desierto y el olor a cenizas. No sabía cómo seguiría viviendo.

Con una última mirada al sitio donde descansaban sus padres, temblando de rabia y miedo pero a viva voz, juró que nunca dejaría que la Luz Mala lo sorprendiera. Y si en algún momento se llegaban a encontrar, la iba a destruir con su cuchillo.

Y se lanzó a caminar por el desierto, repitiéndose “No tengo que aflojar, no, no tengo que rendirme”. Aunque esas palabras no le quitaban ni el temblor ni el miedo.

 

A medida que se acercaba a la ciudad, Cándido se sorprendió con los vehículos que avanzaban sobre un piso gris que no levantaba tierra. También vio un hervidero de gente caminando por todas partes: algunos iban en grupo, hablando o riéndose; otros andaban solos, serios y apurados. Lo que más le llamó la atención fueron las casas, algunas muy altas. Todo era tan distinto al desierto donde había vivido.

Abrumado y exhausto, se refugió bajo el alero de un edificio en construcción, donde se quedó dormido, mirando hacia la pared para que la Luz Mala no lo reconociera.

Un bocinazo lo despertó, y vio que el sol ya asomaba en el horizonte. Se paró, y conservando el asombro que le había causado la ciudad, deambuló entre la multitud.

Al mediodía, con calor y con hambre, se acercó a una mujer que salía de la casa arrastrando una escoba, y le preguntó dónde podía pedir trabajo. La mujer primero le propuso que barriera la vereda a cambio de un sánguche. Después le aconsejó que probara suerte en la Feria.

La Feria de Concentración quedaba a pocas cuadras. Cándido se presentó en uno de los puestos, donde lo tomaron como changarín. La jornada empezaba a las tres de la mañana, y el camino que debía atravesar eran unas pocas calles oscuras, por eso las cruzaba corriendo. En la Feria todo estaba tan iluminado que parecía de día, y ahí, sin miedo, descargaba los camiones con frutas y verduras que llegaban del campo. Al terminar la jornada, le daban cinco monedas que le alcanzaban para la comida. Cansado, volvía a su refugio bajo el alero, y ahí se dormía, sobre el cemento, ovillado y aferrado a sus cosas.

 

Una noche, Cándido sintió que lo zamarreaban. Entreabrió los ojos, y una luz muy potente lo encandiló. Distinguió una figura extraña recortada en medio del resplandor. Con el cuerpo tenso, volvió a cerrar los ojos y se pegó con más fuerza a la pared, como si quisiera fundirse dentro de los ladrillos: ¡la Luz Mala lo había encontrado! Y la sombría tragedia de lo vivido resurgió en su memoria con toda nitidez.

Al oír una voz, se atrevió a girar un poco la cabeza. La luz potente permanecía ahí. Temblando, quiso volver a esconderse, pero la voz insistía:

―Muchacho, vine a hablar con usted. Vamos, levántese.

Cándido seguía paralizado.

―Hace tiempo que lo veo acá tirado como un perro ―dijo la voz.

Al oír esas palabras, Cándido ajustó su visión: era el dueño de la empresa constructora del edificio donde dormía. Pensó que venía a echarlo, e intentó huir. El hombre lo sostuvo de un brazo, y sin soltarlo, le explicó que le ofrecía el trabajo de portero.

 

A Cándido no le importaba pasar diez horas por día en esa garita de dos por dos. Ahí se sentía protegido del calor, del frío, y también de la Luz Mala.

Con el primer sueldo pudo abandonar su refugio bajo el alero y alquilar una pieza en el fondo de una casa. Incluso disponía de un diminuto patio con un frondoso paraíso. Ese árbol protegía la pieza, y también evitaba que la Luz Mala lo viera desde las alturas. Construyó una cerca de tablas verticales, terminadas en punta, que pintó de blanco. Creía que, oculto tras esas tablas, podría engañar a la maldita.

 

Una noche de tormenta, una poderosa luz amarilla salió tronando de entre las nubes y quemó las hojas del paraíso.

Temblando en la oscuridad, con su cuchillo desenvainado, Cándido cerró la puerta con doble llave y la trabó con una silla. ¡Lo había encontrado la Luz Mala! Empapado en sudor, sin desprenderse del cuchillo, revisó todo. Buscó bajo el colchón, miró adentro de la olla, debajo de la mesa, y debajo de la plancha. No había ningún rastro, ninguna luz.

Al acostarse no pudo cerrar los ojos: intentaba ver en la oscuridad. Con los primeros rayos del sol, se levantó y volvió a revisar su pieza. No encontró nada, y por fin pudo tranquilizarse.

 

Unos días después de esa tormenta, por el sendero peatonal de la fábrica entró una chica rubia que él no conocía. Al llegar a la garita, ella se asomó por la ventana, y sonriéndole, dijo:

―Hoy empiezo a trabajar acá, y si Dios quiere nos vamos a ver todos los días ―le dio un beso en la mejilla, y con dulzura, le preguntó―: ¿Cómo te llamás?

Cándido apenas pudo disimular la turbación que le ablandó las piernas. Y le contestó con un murmullo, mirando el suelo.

Al irse la compañera, sin sacarle los ojos de encima, él apoyó la mano sobre la húmeda calidez que le había dejado el beso. Ese contacto suave y tierno lo hizo olvidar la Luz Mala y las pesadillas.

 

Cuando llegó a su casa, emocionado, recordó el beso de la compañera. Sentía algo nuevo, diferente: ya no era invisible. Fue al baño y, parado frente al espejo, se vio el pelo aplastado como un gorro de lana negra. Con los dedos lo removió hasta despegar el gorro del cráneo. Esa noche durmió tranquilo.

El domingo se despertó temprano. Se pasó el día en su jardín y ensayando diferentes saludos para su compañera rubia.

El lunes, lleno de vida, subió a la bicicleta con un entusiasmo especial. Iba con el sol prendido a la espalda y el amor incrustado en el pecho.

Mientras pedaleaba sintió una punzada en el vientre. Decidió no darle importancia a ese dolor. A pocas cuadras, las piernas se le entumecieron, no podía respirar y cayó desmayado sobre el asfalto.

 

Se despertó semidesnudo en una habitación blanca.

Entró un médico y le dijo que lo habían operado de apendicitis, que era una cirugía menor, y que había salido todo bien.

El doctor se fue, y Cándido se volvió para mirar al paciente que ocupaba la otra cama: un viejo que no dejaba de gemir.

Entonces, descubrió un manto luminoso que serpenteó sobre la pared, se desprendió, y con movimientos oscilantes se acercó a la cama del viejo. Esa cosa lo iba ciñendo, y el viejo pataleaba, se retorcía, aullaba desesperado, y sus violentas sacudidas hacían chirriar el elástico.

Cándido no tuvo dudas de que ese velo maldito que estaba ahogando al viejo era la Luz Mala.

El horror lo hizo esconderse bajo la sábana y apretar con fuerza los párpados. Pensó que la maldita lo había encontrado, ¡y él sin su cuchillo!

Unos minutos después oyó ruidos extraños. Cuando la habitación quedó en silencio, Cándido se atrevió a bajar un poco la sábana y vio a dos enfermeros empujando una camilla y llevándose el cuerpo del viejo.

A los tres días le dieron el alta.

Por recomendación del médico, al llegar a la casa se acostó. Pero en su cabeza seguía el espanto.

Durante la tercera noche, una puntada en el vientre lo arrastró a una horrenda pesadilla. Él quería gritar, levantarse, liberarse de ese velo siniestro que lo había seguido desde el hospital, pero estaba inmovilizado. Oyó que alguien arañaba la puerta, que querían atravesarla unas garras monstruosas.

Se despertó aterrado, dolorido, y persuadido de que eso que le reptaba y crecía en su interior era la Luz Mala. Se levantó y, ante la idea de tenerla cara a cara, el miedo se le esfumó. Agarró el cuchillo que guardaba bajo la almohada y fue al baño.

Sosteniéndose del lavamanos, torpemente, se hizo un corte a la altura del ombligo y metió la mano completa. Un dolor atroz lo traspasó. Pero siguió adelante, seguro de que la Luz Mala se agazapaba entre sus tripas. Tenía que sacarla y, sin piedad, clavarle el cuchillo. La debilidad le dobló las piernas, y cayó al suelo. El  dolor se volvió insoportable, y los intestinos sangrantes se escurrían por el tajo. Cándido levantó el brazo y clavó el cuchillo en el aire. Antes de morirse alcanzó a ver, un poco más allá, una refulgencia que, en sardónica sonrisa, volvía a mostrarle los horrendos colmillos.

 

 

* Elena Fernández nació en marzo de 1954 en Villa Mercedes, provincia de San Luis, pero actualmente vive en Mendoza. Desde muy joven se empeñó en crear su propia fábrica. Estudió Ingeniería Química y Dirección de Empresas, y le faltaron cuatro materias para recibirse de bromatóloga, especialidad en la que trabajó durante diez años. Hizo cursos de Seguridad Industrial y Manejo de Personal. Hoy tiene su empresa, y sigue trabajando.

Uno de sus tres hijos empezó a trabajar en la fábrica, y se hizo cargo de la parte operativa. Y ella, con más tiempo libre, decidió que era momento de dedicarse a lo que le gustaba: inventar historias. Historias que surgen desde lo más oscuro de su corazón. Y también desde la felicidad, porque eso le permite vivir otras vidas.

En 2023, se inscribió en el Taller de Corte y Corrección. “Cándido” es uno de los textos trabajados en el Taller, y fue seleccionado por Luis Moretti para ser leído en su pódcast y canal Noches de pluma y tinta.

Salvaje

Por Francis García Reyes *

 

(Ejercicio de prosa narrativa, devenido fragmento de una futura novela)

 

 

Por entre los nubarrones negros, el cielo se desangraba.

Yo pensé en el apocalipsis que describía la Biblia de mi abuela. Pensé que a mis trece años sería una mierda que llegara el fin del mundo.

—¿Se vieron ayer la del Depredador? —preguntó Kawasaki mientras me golpeaba con el tetrabrik el hombro—. Toma.

Agarré el cartón y me eché un trago al coleto. El golpe del vino me hizo arrugar la cara, aunque no resultaba tan amargo como la primera vez.

Le eché un vistazo a la bici, que seguía derrumbada sobre el monte.

—¿Esa cuál e’? —preguntó Chui.

—La de Chuacherneger en la selva —dije yo—. Y hay un monstruo que va cazándolo a él y a los panas. Y…

—Nooo, pa’ selva eta —dijo César, señalando el monte que dominaba parte de nuestra vista. Echamos a reír, acaso porque el vino ya empezaba a hacer efecto.

Por encima de nuestra risa borracha, de los alaridos de aquel río que no paraba de bramar, se podía oír el tronido de los peñones arrastrados por el agua. Allá arriba en el cerro debía de haber llovido.

Me vino a la cabeza que aquel barrio, aunque estaba en pleno Vargas ―que era casi casi como quien dice Caracas―, ciertamente era igual a la selva de Depredador.

—¿Y a ti qué te parece…? —me preguntó Kawasaki.

—¿Eh? ¿La del Depredador? ¡Muy buena!

—Nooo, vale. ¿Ya estás rascao’, chamo? —dijo Chui, dándome un empujón amistoso.

—Ahora ‘tamos hablando de la catira vecina tuya, pue, mamagüevo —César me quitó el tetrabrik y se dio un buen trago. A él no parecía afectarle tanto el vino.

—Creo que tiene tremenda selva en esa cuca.

A César se le salió el vino por la nariz, y peleó para sobreponerse de la tos y de la risa.

—Bueno —dijo Kawasaki—, yo con gusto le como esa selva.

—No, esa selva te va a comer a ti —dije yo.

Y reímos.

 

Ya la oscuridad dominaba el cielo cuando agarré la bicicleta para volver.

—¿Te vas ya? —preguntó Kawasaki.

—Sí, me piro.

—Chévere, pue’. Nos vemos.

Me despedí de todos, y pedaleé hacia casa. Pedaleé tan fuerte como pude. Pedaleé hasta que el sudor me quemó los ojos.

Mi abuelo debía de estar por llegar, y yo tenía que devolver su bicicleta al porche antes de que él llegara. El jumo del vino se había vuelto mariposas cosquilleándome el cerebro, y el corazón ya me latía en la boca.

Dale, dale, dale, dale…, me decía a mí mismo, mientras me ponía de pie para añadirle fuerza a las pedaleadas. Igual, ya para mis trece, una bicicleta normal de adulto era pequeña, así que resultaba incómodo manejarla sentado.

 

No se veían luces en mi casa. No tenía reloj, pero suponía que aún no era la hora en que solía regresar mi abuelo. Aun así, los escalofríos penetraron mis manos y pies.

Entré y fui al porche: la camioneta estaba ahí.

Gotas gordas de sudor me corrían por la cara.

Dejé la bicicleta en su sitio.

Subí las escaleras, y quise escabullirme directo a mi habitación sin hacer el menor ruido. Pero la voz lenta y pesada de mi abuelo me llamó:

—Ángel. Ángel, ven aquí arriba.

Miré hacia el cielo raso y respiré hondo, y el frío del aire me hirió la nariz.

¿No hubiera sido más inteligente irme a la habitación y encerrarme hasta que llegara mi abuela? Quizá fue culpa del vino. En algún lugar de mi adultez me reiría de las malas decisiones que las drogas y el alcohol me harían tomar a lo largo de la vida.

Pero en ese momento pensé que lo mejor era no retrasarlo, que para luego sería peor, que después tendría que andar todo el tiempo con terror por la casa, preguntándome si me iba a cruzar con mi abuelo. Ahora por lo menos flotaba en mi cabeza la esperanza brumosa de que el vino lo aplacara todo.

Subí los escalones. No los subí despacio. No me pareció que lo hiciera despacio.

Únicamente la luz del televisor iluminaba el piso. Y mi abuelo se encontraba echado en su silla, las manos detrás de la cabeza, la vista en la pantalla.

¿Estaba especialmente enfadado?

Yo intenté prepararme mentalmente para lo que me iba a venir. Pensé alguna excusa que darle por haberme llevado su bicicleta. Sin embargo, no hubo preguntas previas. O, por lo menos, hoy que escribo esto, no las recuerdo.

Sólo recuerdo la salvaje embestida, los puñetazos cayéndome en la cara, o más bien los centellazos, y el dolor. Sí, los centellazos como explosiones de fuegos artificiales. El dolor en mi ojo y en mis dientes. Mi abuelo apretándome contra la pared sin dejarme escapar.

Recuerdo a mi abuela yendo a verme a la habitación.

—Padre santo —dijo, al verme la cara—. Bendito Dios. ¿Qué pasó, Ángel?

Creo que después llamó a mi tío para que la acompañara a llevarme al Hospitalito. O quizá mi tío ya estaba allí en la casa, y mi abuela no lo tuvo que llamar. Eso no lo tengo claro.

A la mañana siguiente desperté en mi cama, el cuerpo adolorido y con algo pegado al ojo, que no me dejaba ver.

Nadie me dijo para ir al colegio.

 

 

Nació en República Dominicana en 1989, pero ha vivido más tiempo en Venezuela, España y Alemania.

Viajero, marcialista, filólogo de formación, aficionado al cine, a la historia y a las caminatas por la naturaleza. Pero, por sobre todas las cosas, un apasionado de los pequeños y grandes misterios de este mundo. Y de esa pasión se deriva con toda seguridad su amor por la más feliz de las artes: la literatura, la gaya ciencia; el alegre saber en su máxima expresión, porque en ella se conjugan y se dan mutuo sentido los hechos humanos.

Ejerce diversos oficios, pero el que le resulta más grato es el de coordinador de novela en el Taller de Corte y Corrección, de su maestro Marcelo di Marco.

Actualmente se encuentra corrigiendo dos novelas, y va esbozando la escritura de una nouvelle. Tiene también un canal de YouTube y pódcast de contenidos literarios y culturales.

 

Este texto nació en el curso sobre Autoficción que dio Ana Luz Arrieta durante septiembre de 2024 en el Taller de Corte y Corrección.

Quién es quién en el TCyC – Martín Guagnini

Hoy responde: Martín (Marto) Guagnini *

 

¿Cuáles son tus autores preferidos en literatura, cine y música?

En cuanto a literatura, me crie en una casa en donde había una gran colección de libros de autores clásicos. Y yo me agarraba uno cualquiera cuando estaba aburrido. Así leí a Poe, a Stevenson, a Conan Doyle y a tantos otros, sin saber que fueron quienes plantaron las bases del cuento moderno. Más de grande, me fanaticé con Dolina y con Stephen King. Ahora estoy volcándome un poco hacia la fantasía, con Brandon Sanderson y Terry Pratchett. También admiro a Eduardo Sacheri, Roald Dahl, Fernando Sorrentino, Horacio Quiroga, Joe R. Landsdale, Adolfo Bioy Casares, y tantos otros.

Mi pasión por el cine empezó por la ciencia ficción y la acción. Cuando era adolescente, en los noventa, me volví loco con Jurassic Park, y después con Matrix, y como cualquier persona de bien de mi edad, defiendo con uñas y dientes Volver al futuro y las tres primeras de Indiana Jones. Spielberg es uno de mis directores favoritos, Hitchcock fue un maestro y Scorsese se mantiene muy vigente. De a poco, ahora estoy viendo más cine clásico, y descubriendo directores fundacionales.

Para la música, soy hijo del rock. Los Beatles son intocables. Más acorde a mi edad, escucho Green Day y Babasónicos. Y puedo soportar casi cualquier género menos reguetón, trap y cumbia. Siempre fui muy adepto a la música de películas, y cuando escucho música clásica logra atraparme, aunque no tenga idea de compositores ni géneros.

 

¿Qué libro/s estás leyendo en este momento?

Palabras radiantes, de Brandon Sanderson. Lo que me fascina de este autor es que escribe de una forma totalmente opuesta a la mía: tiene todo planeado al dedillo antes de empezar. Y eso hace que sus finales te sorprendan; pero si lo releés, todas las pistas están ahí.

Este es el segundo libro de El archivo de las tormentas, que a su vez es parte del Cosmere, que es un universo creado por este autor, y en donde transcurren todos los libros que escribe. Una locura.

 

¿Qué cinco títulos creés necesarios para la formación del escritor?

Más allá de leer literatura clásica —todo lo posible—, en lo específico para quien quiere dedicarse a escribir yo recomiendo: Taller de corte y corrección, de Marcelo di Marco; Mientras escribo, de Stephen King; 70 trucos para sacarle brillo a tu novela, de Gabriella Campbell; Como no escribir una novela, de Sandra Newman y Howard Mittlemark, y Suspense: como escribir una novela negra, de Patricia Highsmith.

 

¿Cuál es el método de trabajo que considerás más efectivo para tu literatura?

Lo único que necesito para empezar es saber hacia dónde voy, cuál es el final. Con el tiempo he aprendido que nunca llego a ese final: a medida que recorro el camino voy descubriendo alternativas mejores. Sobre todo, cuando escribo novela. Pero lo necesito para empezar. De acuerdo con eso veo si me va a convenir contarlo en primera persona o en tercera, y también cómo van a ser los personajes principales.

Apenas termino de escribir el texto completo, lo releo y corrijo cosas que ya había estado viendo que debían cambiarse. Lo dejo en el freezer unos meses, lo descongelo y empiezo a corregir en detalle. Después hago alguna pasada más para terminar de pulirlo, y recién ahí lo llevo al taller.

Una vez finalizada la corrección en el TCyC, le doy una última leída, y entonces ya lo considero terminado.

 

¿En qué te está ayudando más tu participación en el Taller de Corte y Corrección?

Me da una gimnasia visual y auditiva el corregir textos constantemente, hay palabras y frases y estructuras que resaltan con mucha facilidad.

El trabajo con textos ajenos también me dispara ideas para mis propios cuentos.

 

La yapa: una o dos cosas que nadie debería perderse (una sinfonía, una comida, un pintor, un enlace de Internet, etc.)

Creo que lo que nadie debería perderse en realidad es viajar y conocer otras culturas. Eso te hace ver que lo que vivís cada día en tu barrio, en tu ciudad, en tu país, no es lo normal. Es una realidad de tantas. Viajar te da ideas de situaciones, personajes, escenografías; y también te enseña a improvisar y comunicarte.

 

* Nació en Buenos Aires en 1980, y sigue viviendo en esa misma ciudad.

Estudió Diseño de Imagen y Sonido, y tiene algunos viejos cortometrajes dando vueltas por ahí.

Lo de escribir en serio empezó en el Taller de Corte y Corrección en 2014, y se volvió una pasión, a tal punto que ya forma parte del equipo pedagógico del taller.

Su novela policial Master fue autopublicada en Amazon en 2020. En noviembre de 2024, la revista Orsai (Buenos Aires, Año 14, Número 27) publicó su relato “Ungüento chino”, ilustrado por Matías Tolsá, que puede leerse aquí o bien escucharse, aquí. El cuento fue seleccionado como uno de los cinco mejores del género de terror en el concurso convocado por la revista en 2022. Otros textos suyos pueden escucharse en este pódcast. Su cuento «Despojo» fue leído por Marcelo di Marco para el canal Taller de Corte y Corrección.

Tiene otras novelas esperando editorial. Le encanta escribir escenas de acción. Nunca deja de corregir.

Cada tanto publica cuentos en su blog.

Tiene un canal de YouTube, donde sube semanalmente breves reseñas sin spoilers de películas y series. También las comparte en las redes sociales con el mismo nick: @Guagner.

Dama negra

Por Luis Moretti *

 

 

El reloj de pared del living está por dar las 19:30. Es una fría noche de otoño. En el comedor todo está listo para la cena.

Ustedes saben que en los geriátricos se come temprano: hay muchos medicamentos que dar, muchos controles de rutina que realizar, y muchos viejos que acostar.

Perdón, no me presenté. Mi nombre es Luca Venice, tengo ochenta y dos años, y hace tres que vivo en este depósito de máquinas en desuso.

El hogar lleva por nombre La Familia. Y nuestra “familia” se compone de veintiséis desahuciados: diez mujeres y dieciséis hombres.

Cronológicamente vengo después de Pedro, que tiene ochenta y tres, y bastante más de Martita, que tiene noventa y dos. Aunque Martita, a juzgar por su energía y vitalidad, parece menor que nosotros.

Me veo en la obligación de prevenirlos sobre el hecho de que en estas libretas mías no leerán nada deslumbrante ni revelador, sólo la historia de un anciano que tiene ganas de dejar algún recuerdo perdurable. Si en estas páginas logro transmitirles lo que significa vivir en un moridero como este, me daré por satisfecho.

Nos están llamando a comer. Los dejo por unos minutos, y después retomo el relato.

 

Hemos terminado la cena. No estuvo mal: arroz con pollo, y, por supuesto, sin una pizca de sal o cualquier otro condimento prohibido. Las comidas me recuerdan a Emma, mi gran compañera. Extraño, entre tantas otras cosas, su mano para la cocina. Ya les hablaré de mi amor eterno, por el momento debo dejarlos otra vez: es hora de acostarnos.

Qué curioso: de niños son nuestros padres quienes nos mandan a la cama; de grandes, muy grandes, de nuevo debemos acatar la misma orden, pero ahora de una enfermera.

Los pálidos y fríos pasillos han quedado en silencio. Las luces se apagan, y una a una suenan las perillas como si fueran los cerrojos de una cárcel.

Siempre nos dejan prendida la luz de la habitación por media hora más, así aquellos que todavía vemos razonablemente bien, podemos leer antes de dormirnos. Mañana nos llaman a las ocho para desayunar y salir a caminar.

Cuando salgo y respiro el aire fresco, me brota un deseo desenfrenado: volver a disfrutar los placeres de la vida, cosas que de joven son de lo más común. Y pensar que a esa edad loca no le damos el valor que realmente tienen. Qué tarde aprendemos.

 

Es una hermosa mañana. Perdón que no me despedí ayer, pero apagaron todas las luces, y no pude seguir escribiendo acá.

Durante el desayuno nos enteramos de que Martita, de quien ayer, justamente, había elogiado su vitalidad, no pasó la noche. Vamos a extrañarla.

Sé que para ustedes suena frío que le dedique tan pocas palabras de despedida, pero… ¿saben qué? En tres años de durar en este museo arqueológico, me acostumbré tanto a convivir con la muerte que, cuando se muere alguien, pienso en una única cosa: el próximo seré yo.

―Chau, hasta pronto ―le digo al hijo de Martita, que vino a terminar unos trámites. Buena persona, como lo era su madre.

Sobre las “pérdidas afectivas”, como llaman acá las psicólogas a las muertes de la gente nuestra, déjenme decirles algo: más difícil que sufrirlas es encontrar a los reemplazantes.

Bueno, veo que me estoy poniendo melancólico. Mejor voy a caminar con el viejerío por el parque, y después sigo.

 

¡Pucha, que volví cansado! Hoy las chicas me dejaron empujar la silla de ruedas de Guillermina, bajo el sol. Guillermina es una mujer sabia, nos pasamos horas charlando juntos. Le tengo aprecio. Pero hay quienes la catalogan como una vieja de mierda, por su carácter fuerte. Y además es cierto que muchas veces se la ve triste. Se lo atribuyo a todo lo que ha sufrido. El hijo, según ella cuenta, los abandonó con el consentimiento del padre, en busca de un futuro mejor en otro país. Dos meses después, al marido lo partió al medio un infarto mientras tomaban el té.

En nuestra última conversación, Guillermina se enojó conmigo por lo mismo de siempre. Me recrimina:

―Vos, Luca, vivís justificando a aquel (“aquel” es Damián, mi hijo, que realmente me visita bastante poco), y no deberías andar defendiéndolo tanto.

―Damián tiene mucho laburo ―le dije, aunque sin la más mínima convicción―. Es una persona muy ocupada.

―¿Ves, pánfilo? ―Me hizo montoncito con los dedos, con una mirada de a otro perro con ese hueso―. Qué cándido que sos. Venir únicamente dos o tres veces al año a visitarte, viviendo en la misma ciudad, no tiene justificativo. ―Calló. Y ahí le vi en los ojos una mirada rara, que en aquel momento no entendí―. Deberías darle un escarmiento.

Puede que tenga razón, no sé.

Guillermina es también mi gran rival en el ajedrez. En muchos aspectos me recuerda a mi Emma. Todos los demás vejestorios juegan a las damas o al dominó, y nadie se nos acerca a espiar cómo van nuestras partidas. Adivino que, para muchos, Guillermina y yo somos los “raros”. Algo parecido nos pasaba con mi Emma.

Emma. No quiero ser reiterativo trayendo su nombre una y otra vez, pero no puedo evitarlo. Emma fue mi esposa, mi amiga, mi amante, mi todo. Estoy muy agradecido a Dios por el regalo de haber compartido cincuenta y tres años a su lado. Sólo hubiese preferido irme antes que ella, pero sé que eso es muy egoísta de mi parte.

¡Ay! Estas puntadas que me atraviesan el pecho hasta la espalda me dejan sin aliento. Y no hay nada que hacer para remediarlo: al óxido de los huesos no hay menjunje que lo lubrique. Voy a acostarme un rato, tengo palpitaciones que no me gustan. Culpa mía, claro está: primero me hice el macho empujando por demás la silla de Guillermina, y después me fumé a escondidas un cigarrillo.

Bueno, no doy más. La cama me espera.

 

¡Hola, amigos! Después de cinco días retomo esta nueva libreta. No, no me olvidé de ustedes. Seguro que se acuerdan de las puntadas en el pecho, ¿no? Los médicos me tuvieron unos días en cama, con suero y cables por todos lados.

―Ya se encuentra estable ―me dijeron―, pero hay que controlarlo.

Lo cierto es que zafé una vez más, y sigo peleándola.

Guillermina vino a buscarme para tomar un té y jugar una nueva partida. Y, mientras acomodábamos las piezas en cada escaque, me tiró una patadita ―otra― contra Damián:

―¿Tuviste noticias de aquel? El último whatsapp te lo debe de haber mandado hace dos meses.

No le respondo. Pero tiene razón.

 

El sol de la tarde penetraba las ventanas trazando figuras con las sombras en el hall del hogar. Después de terminar el té que aquella vieja le había convidado, Damián guardó las libretas del padre en la caja que le entregaron los de la administración, con las otras pertenencias. Frente a él, jugando con la dama negra entre los dedos largos y retorcidos, esa tal Guillermina lo miraba muy sonriente.

―Qué tiene de gracioso, señora.

―Me da pena pensar que voy a extrañarlo, ¿sabés? Aunque esto que estoy viendo en tus ojos me compensa. Es bueno saber que darle uno de mis tés a tu padre ha valido la pena.

—No entiendo. ―Damián la miró, suspicaz.

—No me extraña que no entiendas, si nunca entendiste nada. ¿Estaba rico?

Damián miró incrédulo la taza, y enseguida a la vieja.

—Veo que estás empezando a entender, querido.

―¿“Querido”? ¿Quién le ha dado conf…

―… hablando de dar, alguien tenía que darte a vos un buen escarmiento.

Él mismo se sorprendió cuando la taza se le escapó de las manos para estrellarse contra el piso.

―¿Qué está…? Qué… me está pasando.

Y entonces Guillermina dijo, torciendo los labios en una maligna curva, aunque quizás aquel desalmado ya no estaba en condiciones de oírla, y mucho menos de entenderle:

—Contame, querido: ¿te gustó mi té de almendras amargas?

 

 

*  Luis Moretti (Buenos Aires, Argentina, 1968), formado profesionalmente en el área de ventas es, además, actor y director de teatro. Hace tres años decidió dedicarse de lleno a cumplir con el sueño de ser escritor. Empezó su formación con Marcelo di Marco, autor al que admira desde hace más de veinticinco años y que hoy, además de su maestro, es su amigo.

En la actualidad está corrigiendo sus obras con diferentes integrantes del equipo pedagógico del Taller de Corte y Corrección. Trabaja una novela con Francis Garcia Reyes, y diferentes cuentos en otros grupos del TCyC con Marina di Marco, Nomi Pendzik, y Marcelo di Marco.

Su amor por la literatura lo incentivó a crear un canal de YouTube y de Spotify: Noches de Pluma y Tinta, dedicado a la lectura de cuentos de autores consagrados, y de escritores noveles que quieren dar a conocer sus textos.

 

Las imágenes que ilustran este cuento fueron realizadas por Sandra Rodríguez mediante Inteligencia Artificial.