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Rebaño

por Gabriela Di Giácomo *

 

 

Es de madrugada, y yo no puedo dormirme. Y encima ayer pronosticaron que está por bajar el Zonda, ventarrón maldito: siento resecos los huesos, y la garganta como raspada por papel de lija.

Pero hay algo que me preocupa mucho más. En salto de cama me deslizo hacia el comedor, y en medio de la penumbra descorro apenas la cortina de la ventana que da al frente. Agazapada detrás del sofá, compruebo que la vecina nueva está barriendo la vereda. ¿Barrer a tan altas horas, cuando todos los vecinos ya nos hemos encerrado bajo dos vueltas de llave, y además con el viento que está por venirse? Como fuese, ella barre la vereda a tan altas horas, siempre. Que yo sepa, barre todos los días. Todas las noches, por decirlo mejor. Y desde que llegó.

Mientras ―cómo evitarlo― yo la espío.

Se calza hasta las cejas un gorro de lana, y lleva un pulóver que le pasa de los muslos. Tampoco la he visto jamás sin los guantes de goma. Y tampoco la he visto de día.

Y ahora ella se detiene, da media vuelta y clava la vista en la ventana por donde la estoy vigilando. Dios bendito… ¿Me habrá descubierto?

Bajo la cabeza y resbalo por la cuerina del sofá, como un reloj de Dalí, hasta desparramarme en el parqué. ¿Tendrá la barrendera el poder de ver a través de las cortinas? Igual yo me alejo reptando, y así llego indemne a la soledad de mi dormitorio.

Sin sacarme el deshabillé me zambullo en la cama y me oculto bajo la sábana. Hago inspiraciones profundas, como me enseñó la terapista, pero mi corazón no entiende de razones, y las pulsaciones siguen a mil. Saberla ahí afuera, olfateando mi presencia, me saca de quicio.

No hay caso, ni con un lorazepam puedo dormirme. Y no puedo dormirme por culpa de ella, con esa actitud que me dispara mil preguntas. ¿Por qué cada anochecer sale a barrer la vereda? Las veredas, debo aclarar, porque su escoba de bruja recorre la cuadra de punta a punta. ¿Y por qué barre entonces lo que no le corresponde, y sin pedir nada a cambio? Verla aparecer y desaparecer entre las sombras me da escalofríos. Levanta hasta la última hoja de morera, y escarba con un palo la mugre que se mete entre las baldosas. Y lo hace como si en eso le fuera la vida. Encima es otoño. Las hojas caen, ella las barre. Las hojas caen, ella las barre. Las hojas caen, ella las barre. ¿De qué madera estará hecha para sobrellevar una tarea tan ingrata? Ingrata y tan poco productiva, si vamos al caso: cada una de nosotras barre la vereda y el cordón; pero en una hora razonable, Dios mío, en una hora decente.

Y a todos nos perturba su costumbre, no soy la única. Yo me burlo de ella. A sus espaldas, claro está. Mis vecinos también la critican a sus espaldas:

—¡Es un mamarracho!

―Están robando mucho, y a esta inconsciente parece no importarle.

―Un día la van a robar a ella.

―O van a violarla.

―¿A violarla, a semejante bagayo?

―A ver si un día aparece con un tiro en la cabeza y todo.

—¿Por qué se mete con mi vereda?

―Que se busque una vida.

―Que se compre un perro.

El caso es que nadie se atreve a decirle nada.

¿Quién sos? ¿Estás purgando una pena, o simplemente sos la loca que nos tocó en suerte?

 

Las cuatro y cuarto de la mañana, y yo sigo en medio de mi insomnio y con los ojos clavados en las manchas de humedad del techo, sin dejar de pensar en ella. Y encima esta sequedad del ánimo me anuncia que está por bajar el Zonda. Se siente en el aire. Me pregunto cómo esta tipa puede ser tan irresponsable como para salir a barrer con este pronóstico.

No me aguanto en la cama ni un minuto más. Me levanto, enfilo otra vez para mi observatorio del comedor.

Pero… ¿qué está pasando afuera?

Desde el sofá veo que la loca no está sola.

Ahora son dos las sombras que, escoba en mano, barren al mismo tiempo y con idénticos movimientos. Volando de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, el vaivén de las escobas es una danza impecable.

¿Y quién será la que está tan loca como la loca de enfrente? Afino la mirada, y descubro de quién se trata: ¡mi vecina, mi vecina de al lado! Mi vecina, sí. Mi vecina afuera, en piyama y con un chal que le cubre apenas los hombros. ¿Será consciente de lo que está haciendo, y sobre todo a la hora en que lo hace y con quién lo hace?

Lo dudo. Sus movimientos parecen más los de una máquina que los de una persona. ¿Para quién están actuando? ¿Para mí? ¿Sabrán que yo las estoy espiando desde mi escondite?

Lo que son las cosas. Si hay alguien que criticó a la barrendera, hasta con saña, fue ella: mi “respetable” vecina. Incluso llegó a decir que iba a denunciarla, que algo iba a encontrar para poder denunciarla. Y ahora barre a su lado como si tal cosa. Mis pupilas, aunque nubladas de cansancio, no se apartan de esos movimientos controlados y precisos. Incluso no le faltan los guantes de goma, que ahora se ajusta con un chasquido que, más que oírlo, lo adivino. Hasta en eso se le parece a la loca de enfrente.

Las primeras ráfagas sacuden las ramas de la morera y me rescatan del estado de trance. Envueltas en remolinos de tierra y hojas secas, ellas dos no se inmutan.

Me descubro con la respiración alterada, y la frente cargada de sudor. La furia del viento me atemoriza, pero mucho más me atemoriza pensar hasta qué punto ha trepado mi angustia. Trato de convencerme de que estoy ante un hecho normal. De que, literalmente, hay gente para todo. Pero no le encuentro lógica a lo que estoy espiando, por más inofensiva que resulte la imagen de dos vecinas barriendo. ¿Inofensiva imagen? Si fuera tan inofensiva, ¿por qué tengo miedo? Y falta mucho para que amanezca, para que el barrio entre en movimiento y lo cotidiano me dé alguna sensación de seguridad.

Necesito serenarme. Intento respirar con calma, volver al dormitorio. Pero no hay caso. No puedo despegarme de la cortina.

Me muerdo los labios: ahora en la vereda hay tres figuras.

Cuatro. Van de izquierda a derecha, y de derecha a izquierda.

Cinco, siete.

Diez. Vecinas, y también vecinos. Una muchedumbre envuelta por el Zonda. Y todos barriendo.

Casi sin que de mí dependa, mis dedos tamborilean en el apoyabrazos, siguen el ritmo de ese vaivén. Y al bajar la vista advierto que tengo las manos cubiertas por guantes de goma. Y de reojo veo una escoba contra la puerta, esperándome.

 

 

* Gabriela Di Giácomo nace en la ciudad de Mendoza en 1960, y completa sus estudios elementales y secundarios en el Colegio Nuestra Señora de la Misericordia. Posteriormente se gradúa de fonoaudióloga, y se especializa en la rehabilitación del lenguaje de personas con parálisis cerebral. Luego, obtiene su grado de Licenciada en Creatividad Educativa por la Universidad Nacional de Cuyo. Comienza a escribir en las Aulas del Tiempo Libre de esa misma universidad en 2018, y desde 2021 continúa su formación en el Taller de Corte y Corrección, bajo la coordinación de Marcelo di Marco.

Tres tipos de personas frente a la lengua

Por Manuel Ayes Callejas *

 

Todos experimentamos la lengua de manera diferente, aunque nos servimos de las mismas palabras y la misma gramática. Algunos la usan sin pensar. Otros la patrullan con rigor normativo, siempre listos para señalar errores. Y unos pocos comprenden que no es un código riguroso, sino un entramado en movimiento, moldeado por quienes la hablan y la configuran.

A partir de estas distinciones, a mi juicio existen tres categorías que resumen la relación de las personas con la lengua, para las cuales propongo los siguientes neologismos:

 

  1. Lingüilegos: no saben ni les importa

Para estas personas, la lengua es solo un medio: la usan con el único propósito de darse a entender. No distinguen entre una tilde y una respiración entrecortada, pero tampoco les inquieta. Hablarles de ortografía, sintaxis o semántica es perder el tiempo. Bostezan sin disimular, revisan sus uñas o se ensimisman en el teléfono. No porque estén ocupadas en una mejor actividad, sino porque simplemente no les importa.

No ven en la lengua un sistema que merezca ser analizado, sino un simple instrumento: mientras comunique, es suficiente. Si el otro entiende, ¿qué más da si se omiten letras, si se atropellan las reglas, si las palabras quedan inconclusas? Escriben como les salga, hablan como les salga, y no tienen intención de corregir. Creen que preocuparse por la lengua es una excentricidad, un pasatiempo de gente que no halla nada mejor que hacer.

Pero su despreocupación acarrea un precio. No cuestionan la lengua ni la exploran ni la aprovechan. Son como quien nunca ha sembrado nada, pero espera encontrar frutas en el camino. No es que no logren aprender, es que no les parece necesario.

Y, sin proponérselo, son también los que más influyen en la transformación de la lengua. Con sus negligencias, con sus deformaciones, con sus atajos, terminan moldeándola. Su descuido, irónicamente, es uno de los motores del cambio lingüístico.

 

  1. Lingüílatras: los que se interesan con espíritu reaccionario y casi policial

Estas personas no solo usan la lengua: la vigilan y la defienden con ahínco. Y eso es bueno, siempre que no se convierta en una cruzada. Viven convencidas de que el léxico es un castillo que hay que proteger del ataque de los ignorantes y las «aberraciones» del habla popular. Creen que la corrección es un deber sagrado y que cualquier error es una deshonra.

Para ellas, Real Academia Española no es solo un referente, es la última instancia. Si dicta que una palabra no existe, no existe. Si la acepta, es legítima. No entienden que la academia no inventa el léxico, sino que lo documenta cuando ya está instalado en el habla. Se aferran a reglas como si fueran leyes inmutables, sin preguntarse de dónde vienen ni por qué se alteran o anulan.

Corrigen con ímpetu, como quien disfruta de un deporte. No les importa si la idea es buena, si el texto es valioso o si el mensaje se comprende. Si hay un error, todo lo demás deja de importar. Su placer no está en el lenguaje, sino en corregir. Y sí, corregir es necesario, porque la ortografía y la gramática aportan claridad y evitan ambigüedades, pero no todo lo que condenan es una equivocación. Su hermetismo les impide distinguir entre un descuido real y una transformación natural. Ven en cada cambio una amenaza, cuando la lengua no se protege con rigidez, sino que se preserva con criterio. No necesita custodios, requiere observadores. Con humildad y estudio podrían entender que la lengua no es un museo, sino un río que fluye con su propia lógica.

 

  1. Acróglotas: los que comprenden su esencia

Estas personas saben que la lengua no es una lista de normas inmutables. Es un organismo vivo, un sistema en constante evolución, un reflejo de la historia y la sociedad. La estudian en dos dimensiones. Por un lado, la analizan en su estado actual, desentrañando sus estructuras y dinámicas internas. Por otro, la examinan a lo largo del tiempo. Y, a su vez, la entienden en su dimensión pragmática.

Saben que las palabras no tienen un significado invariable, porque cambian según la intención, el entorno y quienes las aplican. Que el lenguaje no se reduce a normas, ya que depende del uso, la transformación y la necesidad que surgen en el diario vivir. Que el sentido de una palabra no siempre está en el diccionario, sino en el diálogo cotidiano y en la forma en que los significados se intercambian con naturalidad.

No temen la aparición de neologismos léxicos o semánticos. No ven la evolución como un error ni como una amenaza, sino como lo que es: la naturaleza misma de la lengua. La respetan y la defienden más que todo de extranjerismos innecesarios e imposturas ideológicas inclusivas. Saben que el idioma no cambia por imposiciones artificiales ni presiones políticas que pretenden moldearlo a conveniencia. No confunden la adaptación natural con la adulteración artificial, ni aceptan que se fuerce la gramática para ajustarla a discursos ideológicos. Entienden que muchas palabras que hoy son «correctas» fueron errores en su momento. Que lo vulgar de ayer puede ser lo culto de mañana. Que la lengua no se anquilosa, porque está compuesta por hablantes y no por leyes inquebrantables.

Todos hemos estado más cerca de un grupo que de otro. Algunos pasan de la indiferencia a la rigidez y, con el tiempo, llegan a una comprensión más profunda. Otros nunca cruzan esa frontera.

Pero lo cierto es que la lengua no necesita ni ignorantes satisfechos ni policías. Necesita exploradores. Necesita gente que la mire con curiosidad y no con dogmas. Gente que la ame sin fanatismos, que la disfrute sin rigidez, que la viva con la certeza de que nunca se deja de aprender. Gente que la entienda como lo que realmente es: un organismo vivo, inmenso e inagotable.

 

 

 

Manuel Ayes Callejas (4 de agosto de 1990) es profesor de Letras, abogado y escritor hondureño nacido en San José, Costa Rica. En 2014 ganó el Concurso Literario Nacional “Lira de Oro” Olimpia Varela y Varela. En 2017 publicó Infortunios, su primer libro de cuentos, como ganador en la Primera Convocatoria para publicaciones del Sistema Editorial Universitario, de la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán. En ese mismo año participó en el Taller de Creación Literaria impartido por el premio Cervantes Sergio Ramírez en Masatepe, Nicaragua. En 2021 ganó el primer lugar en el concurso de los Juegos Florales de Santa Rosa de Copán. En 2023, la revista Casapaís, de Uruguay, publicó su cuento “Desconocida para todos” en el libro La vida oculta. Ha sido publicado en varias antologías y revistas a nivel nacional e internacional, y también obtuvo menciones honoríficas en concursos en España (por ejemplo, en el Concurso “Letras como Espadas”). Desde hace varios años, forma parte del Taller de Corte y Corrección del escritor argentino Marcelo di Marco.

 

Créditos de las imágenes:
  1. Man looking into another man’s head, de Alberto Ruggieri
  2. El vigilante, de Gálvez Blanco
  3. Libertad, de Faye Hall

Amoroso amasijo de letras

por Susana Luisa Anahí Vidal *

 

Calas

 

En la infancia

sentenciaron en mi memoria:

“las calas son flores de cementerio”.

 

En mí se amontonó la tristeza:

eran flores,

y no entendía esas palabras

(todas necias)

eran flores que emulaban el nácar lunar

con una espada de sol en el medio.

 

Te visitaba en el jardín y te susurraba:

“Yo te quiero, Cala, vos no sos flor de cementerio”.

 

Y me llevaba tu suavidad a la almohada

para que condujeras mis sueños

y la invitaras a ella

a que me amamantara en la fragilidad de tu tallo

y la pequeñez de mi cuerpo.

 

 

Pan

 

Mi mamá prepara bollitos que levarán

y crecerán como las flores.

Los cubrirá con un materno repasador

y esperará con la sonrisa del cielo,

ella esperará.

 

Mi mamá echa la leña

al horno hijo del barro,

se acerca luego

y entre sus brazos carga una fuente

con los milagros blanditos.

Los deja a merced del calor

hasta que se doran como aquellos granos

que se convirtieron en lo que soy hoy.

 

Mi mamá cosecha su pan, lo pone a enfriar

y su boca se colma de sabor: pan ensopado

en dulce mate cocido, rebanada con manteca fresca

y una lluvia de cristales de caña.

 

Mi mamá se sienta y descansa las piernas

y yo la pienso mientras escribo un poema largo,

para ella.

 

Me hubiera gustado probar ese pan con manteca

me hubiera gustado tanto

que mi mamá leyera ella misma

este amoroso amasijo de letras.

 

 

 

Lirios

 

Ahí están ellos,

los lirios

tan impunes

tan al borde de ser,

de ser la lozanía que cubre las noches

con la bruma fatal de su perfume.

 

Lo vasto de los labios

se pierde entre los pétalos maduros,

entre lo azulado del tallo,

y muerde la flor de esta letanía

que corrompe tanto con su belleza sin rival.

Tronco fino,

delineado de tardes que apagan la vergüenza

y encienden la carne de la memoria.

 

Ahí están,

celosos de nada

circundando cada letra que escribirá su nombre en latín,

mientras estos dedos de espinas

se niegan a romperse al nombrarlos,

y los ilustran con dibujos en el agua.

 

La tibieza de noviembre engorda sus hilos

y en cada piar de pájaros

vuelan esas alas violetas, azules, lilas,

y se quedan

pregonando la impunidad de las flores,

lo eterno y efímero del aroma,

y se quedan

convencidos de que son aquellos pájaros

que olvidaron el ritual del vuelo.

 

Pero no,

nos engañan los lirios

no olvidaron su pasado de navegantes entre cielos,

simulan ante nuestros ojos,

nos siguen mordiendo con su belleza

desde un jardín, desde un florero.

 

 

* Susana Luisa Anahí Vidal nació el 15 de julio de 1971 en La Plata, provincia de Buenos Aires (Argentina). Es bibliotecaria documentalista, bibliotecaria escolar y poeta. Prosecretaria de Acción Social de SiTBA (Sindicato de Trabajadores de Bibliotecas en Argentina). Desde 2016 en adelante participó en variadas antologías de poesía en el país y en España, en editoriales como Clara Beter y Ser Seres. Publicó los poemarios Auxilio, ¿por qué escribí? (Dunken, 2007); El vientre del poema (Tahiel, 2017); Metele bencina (Biblioteca Chinaski, 2018); el cuento infantil Palabras largas (Ser Seres, 2024) y el libro de cuentos de terror La calle estaba fatal (Andando Palabras, 2024). Ha sido premiada en concursos de poesía organizados por la Obra Social FATSA (Sanidad) en la ciudad de La Plata. Participa actualmente en el Taller de Poesía del TCyC, coordinado por Analía Pinto.

 

 

Imágenes: «Cala lilly», de Robert Mapplethorpe; las otras dos imágenes forman parte del dominio público.

El Pal’jondo

Por Franco Schiavoni *

 

1

 

De chico siempre me bañé bajo la ducha, jamás en bañadera: en casa, no daba la economía para tener una. Ahora, de grande, tampoco tengo. Sigo tan pobre como de pibe, y sigo viviendo en la misma casa. Cuidar a la abuela en situación terminal, hasta su muerte, me convirtió en su adjudicatario, en su propietario. Hablo de la vieja casona, por supuesto, no de mi pobre abuela desahuciada.

Hace unos otoños, después de un día de tedio absoluto, me dispuse a disfrutar una ducha caliente. Más que nada, lo que pensaba disfrutar era el rudimentario caloventor que había comprado horas atrás en una tienda del usado. En aquel otoño tan crudo, la exagerada proporción de la claraboya en el techo del baño permitía que entrara viento frío, por eso no me daban ganas de desnudarme ahí adentro. Prendí el caloventor, y enseguida me llegó a la carne el aire tibio. Giré la llave del agua de la ducha, sobre todo la del agua caliente: estiré la mano y fui probándola. La preparé para pelar pollo como decía mi abuela, me escaldaba el lomo. El cerrado vapor hizo que tanteara de memoria la jabonera.

Recuerdo que a la mitad del baño me entró champú en los ojos, un desastre.

Y después, así enceguecido, pasé para el otro lado. No quiero decir que, por algún extraño sonambulismo me encontré en el pasillo, del otro lado de la puerta. No. Quiero decir que no volví a abrir los ojos jamás ―no tanto “jamás”; por un tiempo, mejor dicho, y pronto echaré luz sobre este misterioso asunto.

Lo último que recuerdo de cuando morí fue el agudo y efímero dolor que me generó aquel extraño fenómeno eléctrico, aquella suerte de electroshock que me achicharró de pies a cabeza.

 

 

2

 

No fue buena la idea del caloventor de segunda, la puerta del baño cerrada, el agua de la flor en ebullición largando vapor: morí electrocutado.

Lo extraño fue hallarme en aquel otro mundo, ese mundo desconocido. En primera instancia ―antes de entrar en la ducha, yo me estaba muriendo de hambre―, advertí la ausencia de toda necesidad fisiológica; algo muy loco. Con eso empecé a dudar. Mejor dicho, empecé a tomar consciencia de… ¡de haber muerto!

Abrí la puerta del baño, y una nube de vapor se liberó junto conmigo hacia la cocina. Rosina se había despabilado de su enésima siesta gatuna, y, desde la rústica cuna con maderas de pallet que yo le había fabricado, me miraba fijo. Nunca la vi con esa expresión de espanto, ni siquiera cuando se nos metió en el jardín el pitbull del vecino y la corrió hasta que ella saltó al tapial. Bien entendió que su amo ya era un ente del éter, algo no físico. Y así verifiqué una creencia mía: los gatos pueden adivinar que hay muertos rondando por la casa.

Pero mi sorpresa fue aún más grande cuando miré hacia la pileta de la cocina: descubrí a un hombre mayor acodado en la piedra de la mesada, con una postura encorvada, aunque familiar. Era el hijo de mil putas de mi abuelo, más precisamente, con la bombilla en la boca y amargueando en silencio, como él decía.

El único problema era que había muerto.

Había reventado hacía décadas, cuando yo recién dejaba la primaria. Todos en casa lo vimos hacerse pomada contra los baldosones del patio, cuando aquel bendito andamio resolvió obedecer a la ley de la gravedad.

Vestía el gastado saco de lana a rombos que usó hasta morirse.  Miraba a través de la ventana que daba al patio. Estaría contemplando la desnudez del final del otoño: las últimas hojas amarillentas de la parra retorcida, las ramas sombrías de la pelada acacia. Y quizá contemplaba aún más allá, quizás escrutaba el ruinoso galpón con lo que quedaba del revoque que él mismo, hacía añares, había revocado con sus propias manos y su propia cuchara de albañil.

Y yo, en medio de mi perplejidad, lo miraba atónito. Y con bronca lo miraba. Con mucha bronca. Porque no podía creer que me estaba reencontrando con él en la muerte: siempre ejerció contra mí la tiranía más cruel, igual que mi viejo; jamás me quisieron esos dos turros.

—Qué pelotudo resultaste —me dijo, sin despegar la cara de la ventana—. No pensé que iba a ser para tanto. Soltero, con un gato, y en esta maldita casa para siempre. Encima sos más fácil de morir que un pajarito. ¿Qué fue? ¿Un arco voltaico?

A lo búho, manteniendo su postura rígida, giró hacia mí su inquisitiva mirada.

Era la cara de siempre, pero virando al morado. La piel de famélico pegada a la calavera contrastaba con las cuencas de abismo que rodeaban aquellos ojos de un marrón diarreico. Llegué a notarle, a la distancia, algunas venas que le surcaban la frente. Ese cráneo iba casi desnudo, con unos pocos pelos finos y casposos lloviéndole desde la mitad de la coronilla.

—Qué hacés, abuelito.

—Qué hacés, boludito.

Nada más nos dijimos, y yo me volví a Rosina: ya se lamía una pata, señal de su regreso a esa displicencia propia de los gatos.

—Qué manera pelotuda de morir, pendejo. Aunque de vos no me sorprende, eh.

—Qué hacés, abuelito —le repetí maquinalmente, cada vez más desconcertado ante mi reciente ingreso al nuevo mundo.

Desde la galería que conecta a la cocina (por cierto, una parte de la casa que nunca se supo bien para qué estaba, cuestión de las viejas “arquitecturas” que se construían sin arquitecto, y cuestión de la cual yo me daba cuenta recién ahora), oí un leve chirrido metálico que enseguida se fue intensificando. Sentí una estampida en el sillón: con los pelos encrespados en el lomo, Rosina saltó al respaldar, alerta.

El chirrido cesó.

Y pasó lo que yo temía: por la galería se asomó la abuela en la silla de ruedas. La vi bastante avejentada, como la última vez en el geriátrico. Aunque siempre su piel lucía tersa y fresca, ahora se le había puesto morada de tan mortecina. Por suerte, supe después, en el otro mundo no se perciben los olores.

—¿Ya te diste cuenta? —me dijo el viejo chúcaro.

—Sí. No.

—Tu abuela está igualita a cuando cagó la fruta. En edad, quiero decir. Fijate que hasta tiene el mismo vestido floreado que usó por doce años, ese que apestaba a vieja jedionda. Decí que ya no podemos oler, no se nos facilita el sentido del olfato acá. ―Meneó la cabeza y me miró torcido―. Ahora fijate bien, boludo. —El viejo señaló con el mentón a la abuela, se llevó el mate a la boca y le pegó una chupada—. No habla la marmota. Sigue presa de la demencia avanzada que la dejó prácticamente muda, como decía el tordo que la vio. Sigue colifata, ¿entendés? Quedó igual. Así que sabelo: el calvario te persigue hasta acá también. —Miró al aire, como quien trata de pescar un concepto—. Hasta este otro plano te sigue dando cana, qué me decís. Y te cuento algo: guay de los que deciden boletearse, porque siguen cargando con los tormentos, pero el doble. Menos mal que no me pegué un corchazo, como a veces pensé.

La abuela desapareció de golpe, y con ella la silla de ruedas.

—¿Por qué desapareció? —pregunté aterrorizado, como si la ducha fatal y mi condición de fantasma no fuesen ya lo suficientemente espeluznantes.

El viejo miró de reojo el rincón en que acababa de desaparecer la “jedionda”.

—Qué sé yo —dijo con una expresión hosca y pasándose las uñas marrones por la garganta, como quien rasguea una guitarra—. Supongo que quería verte y escucharte, nada más. Hablarte, seguro que no. Si quedó muda, pobrecita, ja. A nosotros, los espíritus, nos llega una especie de aviso cuando palma algún cercano, algún familiar, algún amigo. Hasta cuando palma la mina de uno te llega. Así podemos aparecernos, ¡púfate!, en donde se produjo el deceso.

―Como pasó recién.

―Como pasó recién.

Por la poca claridad que entraba en la cocina y las paredes que iban siendo tragadas entre las crecientes sombras, ya se estaba haciendo tarde. Y entonces advertí un súbito resplandor intermitente, y oí esos zap-zap típicos de los chisporroteos, y noté que una luz verde se ramificaba en zigzags atravesando el espacio. Siguiendo con la vista la ramificación, comprendí que las raíces más intensas de esa extraña luz salían por todos los enchufes de la cocina.

La gata saltó del respaldo y se mandó a mudar por una ventana entreabierta que siempre le dejo a propósito: salió como si le quemaran las patas.

Seguro, pensé, presiente todo. Ve todo.

—Qué son esas luces —le pregunté a mi abuelo, como si él fuera la voz de la experiencia en todo lo concerniente al más allá.

—¿Qué luces? —dijo, y examinó el cielorraso. Miré una por una las cuatro paredes desconchadas que me rodeaban, repasando enchufe por enchufe, y me di cuenta de que algo me llamaba hacia esa verdosa luz chisporroteante, hacia su deleitoso zumbido—. No, pibe, ya sé. Yo no veo nada. Pero entiendo que, por la condición en la que moriste (la causa, digamos), ahora empiezan a tentarte para que caigas en la trampa.

—Qué trampa —dije, alarmado por lo que decía el viejo, y al mismo tiempo seducido por el extraño relampagueo que manaba de los enchufes. Me dije que meter los dedos ahí equivaldría a gozar del más orgásmico de los orgasmos.

—Vos moriste electrocutado, pelotudo. ¿Te acordás? Pasó recién. Bueno, ahora las fuerzas malas te buscan para que cedas. Es como si te dijesen Metés los dedos en algún enchufe, y pasás derechito al otro lado.

—Pero si yo ya estoy del otro lado, viejo charlatán, ya estoy muerto. ¿Qué es el otro lado para estas fuerzas malas que decís vos?

—El Pal’jondo, pendejo. Qué va a ser.

―¿El Pal´jondo?

―El Pal’jondo vendría a ser el más allá del más allá.

―El Pal´jondo. ―Me quedé pensando, sentí que las yemas de los dedos me cosquilleaban en los labios―. ¿Se puede pasar al Pal´jondo?

―Se puede, pero no te lo recomiendo.

―Es que mis ganas son más fuertes, algo me llama. Qué digo que me llama. Me obliga.

―Vos no sabés lo que decís. El Pal´jondo es una gayola de la que no se sale ni por una del Chantecler. A mí me lo advirtió tu finado tío, ni bien me morí. Yo por todos lados veía, y veo, andamios de albañil, baldes con pastones de cal y de arena y de cemento, paredes con ladrillos sin revoque. Me quieren tentar a que me suba de nuevo al andamio a laburar. A laburarles, mejor dicho. Y si les doy bola me caigo, y me hago puré.

—Es que por una vez en la vida quiero hacer lo que se me canta —me salió en un silabeo, pero el viejo ni se percató, siguió con su rollo:

—Así me caí en vida, te acordás. De arriba de un andamio me caí. Así cagué la banana. Pero, si me “muero” otra vez, ahí nomás vienen y te pasan para el Pal´jondo. ¡Je, je, je! ―Me miró con cara de Freddy Krueger, lo único que le faltaba era el sombrero y el guante de navajas en la mano en lugar del mate―. Siempre hay un más abajo, nene, siempre podés estar peor. Por lo menos acá, en este “paraíso”, qué sé yo, vos viste: el paladar gustativo te lo conservan. Yo me estoy tomando estos amargos, ¿ves? Y están buenos. Y lo mejor es que nunca se termina el mate. —Le pegó otra chupada a la bombilla, y con un ligero movimiento de cabeza y un frunce de labios señaló la hornalla—. Te diste cuenta que pava no tengo.

Murmuré algo inentendible, la mezcolanza de palabras que me brotaban torpemente: palabras de bronca y de dolor, envejecidas en mi yo más profundo. Hasta que me salieron claritas:

—Dejame de joder, abuelo de mierda. Ya en vida la pasé como el orto, por culpa tuya y de mi viejo. Que viene a ser tu hijo. Ahora estoy muerto, y lo único que me motiva en este preciso momento es tocar esa luz, sentirla, y ver qué me produce. No me voy a volver a morir.

Me salió la rebeldía de lo más hondo. Rebeldía que nunca tuve en vida para plantarme ante esos dos opresores que eran mi abuelo y mi viejo. Rebeldía que tal vez me hubiera salvado de empequeñecerme hasta la desaparición social. Rebeldía a la que me inducía aquella relampagueante luz de jade, tan inevitable como seductora: yo debía meter los dedos en el chisporroteo del enchufe.

Aquel banquete luciferino me esperaba como una ambrosía reservada por los dioses. Ambrosía, sí, esa palabra que había leído en algún libro sobre mitología griega y que ahora se me cruzaba por la mente.

Me lancé al enchufe como se lanza un buitre a la carroña.

¿Y qué creen que pasó?

 

 

 

 

 

 

 

 

3

 

Desperté desparramado en la ducha. Reviví. En verdad, me revivieron esas fuerzas del Pal’jondo que me dijo el viejo.

Dolorido por la descarga letal, me incorporé como pude. En una de esas me caí en el agua de la lluvia ya helada, y advertí que me recorrían los brazos unos centelleos tenues de esa luz verde y cada vez más mortecina.

Miré con horror a mi alrededor. En mi confusión pensaba que podía haber despertado en ese tercer plano diabólico, pero no sucedió tal cosa: sólo me observaban los indiferentes azulejos húmedos de mi baño. Todo el vapor se disipaba, y cuando descorrí la cortina de la ducha vi que aquel caloventor del diablo que compré en el usado se había derretido.

―Esto es el Pal’jondo, por cierto —dije, cuando me vi reflejada en el espejo del botiquín la cara de electrocutado—. La vida misma. Volver a la vida.

Recordé las deudas con el banco y el salario de hambre que cobraba y la soledad interminable sin una mujer, y hasta pensé en el alimento caro que comía mi gata cuando a mí apenas me alcanzaba para fideos secos y yerba. Caí en que hasta mi propia gata me sometía y me reducía a una constante genuflexión.

Y fue que una risa tronó dentro de mi mente, una carcajada que retumbó en un eco inconfundible:

¡¡¡Boludooo!!!

 

 

 

* Franco David Schiavoni nació el 24 de septiembre de 1991 en Chacabuco, provincia de Buenos Aires (Argentina). Cuentista y poeta. Es socio fundador de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), filial Chacabuco. Participó en la antología de poesía Alguien escribe el misterio, de la editorial Dunken (2019) y en Abriendo caminos, primera antología de SADE Chacabuco (2022), entre otras. Obtuvo el tercer premio en narrativa “Leopoldo Lugones”, organizado por la Biblioteca Pública “Leopoldo Marechal” (2021), el segundo premio en el 9° concurso de narrativa “El arte de escribir historias”, organizado por la Biblioteca Municipal de Ayacucho “Manuel Vilardaga” (2022), y el segundo premio de narrativa en la 41° Fiesta Nacional del Maíz, organizada por la Dirección de Cultura de Chacabuco.
Cuenta en su haber con una producción de relatos alejados de toda corrección política, que sueña con publicar pronto. Desde el 2019 es tallerista en el Taller de Corte y Corrección.

Nosferatu: la esencia del terror

Por Agustín Del Vecchio *

 

El cine de culto jamás se ha asegurado la unánime aceptación del público ni de la crítica. Numerosas son las películas que, luego de recibir una devolución sin entusiasmo, ambivalente o directamente nefasta, han resurgido con el correr de los años como grandes clásicos a los cuales su tiempo no ha podido apreciar. Blade Runner (Ridley Scott, 1982), El club de la lucha (Fight Club, David Fincher, 1999) y Cadena perpetua (The Shawshank Redemption, Frank Darabont, 1994) son sólo algunos ejemplos. Casos tan emblemáticos demuestran fehacientemente que el dicho “el cliente siempre tiene la razón” no aplica en absoluto a la industria cinematográfica, ni al arte en general. En muchos casos, los espectadores no están preparados para cierto tipo de obras. ¿Por qué? Porque el cine de culto se define justamente por su capacidad de innovación, y es precisamente esa novedad la que lo vuelve de difícil digestión para quienes prefieren lo familiar y lo predecible. Sólo con el tiempo, y tras múltiples revisiones, lo que en su momento fue una excepción se convierte en norma, permitiendo que estas películas sean finalmente reconocidas y valoradas como merecen.

No creo ser presuntuoso cuando afirmo que Nosferatu de Robert Eggers (2024) es, y será, una película de culto. Si bien ha sido un éxito de ventas, también ha recibido críticas ambivalentes, que hacen dudar de su calidad cinematográfica. En una conversación con Marcelo di Marco ―mi maestro y asesor, al que me remito ante cualquier incertidumbre artística―, hemos propuesto varias explicaciones a esta peculiar divalencia de la crítica. A continuación reproduzco un fragmento de la charla:

 

Marcelo di Marco: Recuerdo una época muy difícil. Era 1972, y Argentina estaba al borde del colapso sociopolítico. La guerrilla ya estaba cobrando víctimas. Yo tenía 15 años y había ido con una novia que me tenía encantado a una reunión donde todos los chicos eran bolches. En un momento, llegó una pareja que venía de ver El trono de sangre de Akira Kurosawa, una adaptación japonesa del Macbeth de Shakespeare. No me lo olvido más. Estaban entusiasmados con la película, les había parecido excelente, aunque, según ellos, carecía de compromiso social. Esas fueron sus palabras exactas.

Creo que hoy vivimos algo muy parecido. La gente ha sido idiotizada por décadas de cine que no aportó absolutamente nada. Pero, de repente, se encuentran con una película que realmente contiene cine y quedan impactados, como si no pudieran sostenerlo.

 

Agustín Del Vecchio: Concuerdo completamente con lo que decís, pero además agregaría dos razones por las cuales la película pudo no haber gustado tanto. La primera es que se trata de una cinta bastante atípica. Aunque narra una historia clásica, la manera en que la cuenta y el giro que toma al final la hacen diferente a todo lo que haya visto antes.

La segunda razón es que la película enfrenta al espectador con un aspecto de sí mismo que quizás no le guste demasiado. Al principio, esto puede resultar chocante. Y creo que justamente esa es la función del cine y la literatura de terror: incomodar. Esto último me remite a la frase del profesor Von Franz en la película: “Para luchar contra el mal, primero hay que reconocerlo”. Precisamente, creo que eso es lo que hace la película: nos recuerda el mal que llevamos dentro, y por eso incomoda tanto.

 

Marcelo di Marco: Exactamente. En una época en la que muchos se preguntan quién tiene autoridad para definir qué está bien y qué está mal, esa frase de Willem Dafoe resulta verdaderamente rupturista.

 

 

¿Pero qué puede haber de novedoso en la remake de una historia tan clásica y con un monstruo tan gastado? La respuesta, querido lector, es que mucho.

Una buena remake no consiste simplemente en replicar una película clásica con mayor presupuesto y efectos visuales. No: de lo que se trata es de construir una obra novedosa con elementos ya conocidos hasta el hartazgo. Ese es el propósito de una remake y, al mismo tiempo, su mayor reto. Un reto que, por otra parte, Eggers ha logrado en cada plano y cada giro argumental. Con inteligencia supo seleccionar aquellos elementos indispensables del género y subvertir aquellos otros que, de conservarlos, hubieran convertido la cinta en una mera imitación sin mérito propio.

De estos últimos, el más relevante es el papel de la protagonista, Ellen, en quien el rol pasivo de la víctima que huye del monstruo se ve transformado por el ingenio de Eggers en un personaje que encarna simultáneamente a la víctima, al victimario y al salvador.

Ellen es una víctima de sus instintos más bajos, personalizados en el apetito que es el conde Orlok. A su vez, es la victimaria que ha derramado, por culpa de su debilidad, el mal de su pasado sobre todos sus seres queridos. Por último, es la salvadora, que debe entregarse al monstruo para liberar al mundo de su malignidad.

Y es este sacrificio, en mi opinión, la propuesta más compleja de la película: Ellen sucumbe a sus deseos más oscuros, a ese mal que, como una droga, ella misma se impuso y al que ahora no puede resistirse, todo con el fin de salvar a sus seres queridos.

No podemos calificar su sacrificio como heroico, ni como egoísta. El sacrificio heroico implica, por definición, que el héroe rechace sus propios deseos en favor del bienestar de los demás. Por el contrario, los actos egoístas se basan en sacrificar a otros para satisfacer los propios deseos. Pero el sacrificio de Ellen no puede encuadrar en ninguno de los dos. En suma: ella cedió a la tentación para salvar a los que amaba.

Como en el cuento de Frank Stockton “La dama o el tigre”, este acto deja al espectador con una pregunta insoportable que nunca terminará de acecharlo.

Si el espectador cree en la benevolencia de la naturaleza humana, elegirá creer que Ellen se sometió a Orlok únicamente por el bien ajeno. En cambio, si el espectador cree en la incapacidad del espíritu humano para evitar sucumbir ante su naturaleza animal, elegirá creer que Ellen simplemente se rindió ante ella.

¿La dama o el tigre? Ese es el dilema que Eggers ha inoculado en las mentes de sus espectadores. ¿Habría sido un éxito para una película tan poco convencional el no haber despertado ninguna controversia? Yo creo que la filmografía de Eggers es en sí misma una controversia. Ese es el pecado de salirse de lo convencional: a algunos no les vas a caer bien. Sin embargo, hay que entender que el “me gustó” o “no me gustó” es inválido en lo que refiere a la crítica de arte. Todos tenemos nuestras preferencias personales, sin embargo, no debemos dejar que esas preferencias nublen nuestro juicio e impidan evaluar la calidad de una obra artística. Esa perspectiva maniqueísta no corresponde a ninguna obra, y menos a una llena de matices como es Nosferatu.

Acaso la respuesta a la famosa pregunta de Stockton de qué había detrás de la puerta siempre fue la dama y el tigre. Una tercera posición difícil de asimilar. Y que, justamente, encarna el complejo espíritu de la película. Ese espíritu que la hace ser amada por quienes logran percibir los matices, y odiada por aquellos que no han tenido la suerte de saber apreciarlos.

 

Ficha técnica – Nosferatu (2024)

  • Título original: Nosferatu
  • Año: 2024
  • País: Estados Unidos
  • Dirección: Robert Eggers
  • Guion: Robert Eggers
  • Reparto principal: Lily-Rose Depp, Bill Skarsgård, Nicholas Hoult, Willem Dafoe, Aaron Taylor-Johnson, Emma Corrin
  • Género: Terror, Fantasía, Gótico
  • Duración: 118 minutos
  • Producción: Chris Columbus, Eleanor Columbus, Jeff Robinov, John Graham, Robert Eggers
  • Fotografía: Jarin Blaschke
  • Música: Robin Carolan, Sebastian Gainsborough
  • Distribuidora: Focus Features
  • Basada en: Nosferatu, eine Symphonie des Grauens (F. W. Murnau, 1922)

 

* Agustín Nicolás Del Vecchio nació el 1° de marzo de 2002. Desde muy chico se interesó por toda actividad intelectual que se le cruzara por delante, y hasta hoy sigue teniendo esa obsesión. Para él, la lectura no es solo una pasión: es una necesidad, necesidad que crece a lo largo de los años. Comenzó a escribir en 2017, gracias a la recomendación de un amigo, y desde entonces trabaja muy duro para perfeccionar su estilo. Una tarea en la que es fundamental la influencia del Taller de Corte y Corrección. En la actualidad, se encuentra cursando la Licenciatura en Psicología en la Universidad Abierta Interamericana, mientras sigue formándose en literatura.

 

 

Quién es quién en el TCyC – Mario Zegarra

Hoy responde: Mario Zegarra *

 

¿Cuáles son tus autores preferidos en literatura, cine y música?

Una pregunta complicada. En literatura, intentaré no expandirme demasiado, pues cuento con un largo prontuario de lector precoz, y es probable que las menciones se extiendan por muchas páginas. Pero siempre vuelvo, y releo con ojos de neófito a estos autores: Miguel de Cervantes, Edgar Allan Poe, Stephen King, Edgar Rice Burroughs, Joseph Conrad, Henry Miller, Charles Bukowski, Thomas Ligotti, William Faulkner, Gesualdo Bufalino, Charles Baudelaire, Ezra Pound, César Vallejo, Mario Vargas Llosa, Carlos López Degregori, Hermann Hesse, Arturo Pérez Reverte y Fiódor Dostoievski.

Respecto al cine, prefiero las historias intensas, con personajes extremos y un manejo absoluto del lenguaje cinematográfico. Acá menciono a Álex de la Iglesia, Quentin Tarantino, Guillermo del Toro, Walter Hill, Martin Scorsese, Robert Eggers, Alfred Hitchcock y John Ford.

En cuanto a la música, disfruto tanto de lo clásico como de lo contemporáneo. Desde el metal y el hard rock hasta el post-punk y el rock alternativo. Escucho bandas como Metallica, AC/DC, Motörhead, Led Zeppelin, Misfits, Sonic Youth, Portishead o Savages. Y de lo clásico me encantan Wagner, Mussorgsky, Mahler, Tchaikovsky y Beethoven. Últimamente, he escuchado mucha electrónica experimental, y me fascina cómo llevan la música más allá de lo convencional. Constanza Bizraelli fusiona la música electrónica y el arte sonoro en una integración profunda de elementos cosmogónicos y exploraciones sensoriales, y crea una atmósfera inmersiva que desafía la percepción.

 

¿Qué libro/s estás leyendo en este momento?

Nacido para el miedo, libro de entrevistas a Thomas Ligotti (Valdemar, 2024); Oda a las polillas (Pandemonium, 2024), nouvelle de Valeria Montes Pastor; Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja (Fiordo, 2022), novela de Rivka Galchen; y una novelita de Joseph Kessel: Belle de Jour (Argos Vergara, 1978).

 

¿Qué cinco títulos creés necesarios para la formación del escritor?

El libro que todo escritor debe leer para mejorar su escritura es Taller de corte y corrección, de Marcelo di Marco. Después, Mientras escribo, de Stephen King; el indispensable compendio de la Gotham´s Writers Workshop de New York: Escribir ficción; Suspense, de Patricia Highsmith; y El héroe de las mil caras, de Joseph Campbell, que no es necesariamente un manual de escritura, pero describe a la perfección el viaje del héroe y de los personajes aplicado a las historias de ficción.

En cuanto a las novelas necesarias para la formación del escritor menciono al Quijote; Drácula, de Bram Stoker; Conversación en La Catedral, de Mario Vargas Llosa; It, de Stephen King; y Santuario, de William Faulkner.

 

¿Cuál es el método de trabajo que considerás más efectivo para tu literatura?

Escribir todos los días, sin esperar a que llegue la inspiración, es una disciplina que me funciona muy bien. De ahí, reviso con detenimiento todo lo escrito. Lo leo y releo en voz alta para analizar detalladamente cada oración. Después paso a la reescritura, y vuelvo a leer y releer en voz alta.

 

¿En qué te está ayudando más tu participación en el Taller de Corte y Corrección?

En afinar mi capacidad crítica, lo que me permite detectar excesos y debilidades en mis textos. Ahora controlo mejor el ritmo, elijo con mayor precisión las palabras y corrijo con más eficacia.

 

La yapa: una o dos cosas que nadie debería perderse (una sinfonía, una comida, un pintor, un enlace de Internet, etc.)

Una ópera: Turandot de Giacomo Puccini. Una sinfonía: la Quinta de Gustav Mahler. Una artista plástica: Tilsa Tsuchiya. Un plato: un ceviche de conchas negras con una cerveza bien helada, de preferencia una Cuzqueña Doble Malta.

 

*  Mario Zegarra (Lima, 1982) estudió Literatura Hispánica en la Pontificia Universidad Católica del Perú, y un Máster en Creación Literaria en la Universidad Internacional de Valencia (España). Ha publicado el thriller Tan ignorado como aquí (Buenos Aires, 2019) y el hard-boiled Un maníaco homicida a la vez (Buenos Aires, 2021). Es miembro de La Abadía de Carfax, círculo de escritores de horror y fantasía fundado por Marcelo di Marco.

Zegarra es reconocido por su estilo narrativo envolvente, sombrío y resuelto, y su habilidad para retratar personajes complejos y realistas en situaciones extremas, que reflejan una personalidad propia: demencia, agudeza irónica y desesperanza.

 

 

El vendedor de almas

Por Sandra Rodríguez *

 

Pese a su juventud, Lorenzo no se sentía ni satisfecho ni feliz. Cabizbajo, solía afirmar que había nacido con un alma miserable.

Un día se sentó en un banco de la plaza de su aldea, quejándose, como siempre.

—¿Por qué te quejas tanto? —oyó que le preguntaron.

Al girarse, vio sentado junto a él a un hombre vestido con unas raras túnicas blancas. Lo miró con un poco de extrañeza, y luego le respondió:

—Es que mi alma es muy miserable. Entonces, yo me siento todo el tiempo miserable, y hago cosas de gente miserable.

—Pero tu alma no es la que toma las decisiones de tu vida, eres tú el que lo hace. Podrías tomar mejores decisiones. Por ejemplo: decidir ser feliz.

Pensativo, Lorenzo miró las palomas que habían bajado a comer las semillas que el hombre les arrojaba.

—¿Cómo podría ser feliz con el alma que me tocó? —Suspiró apesadumbrado—. Si yo tuviese el alma de un héroe o de un noble, muy diferente sería mi vida.

—¡Pues ve y cómprate otra, entonces!

Lorenzo miró al hombre, ilusionado por lo que le decía.

—¿Y dónde las venden?

—Ve por el camino al cerro. En la bifurcación junto a la fuente, verás a un mercader: él vende almas.

Lorenzo se levantó, agradeció al desconocido, y partió a toda prisa para buscar al mercader.

En la bifurcación, vio a un anciano de cabellos grises y larga barba, que alimentaba a su mula, y un poco más allá, una carreta con el típico toldo de los mercaderes. Lorenzo se acercó a la carreta, y el anciano le preguntó:

—¿Qué andas buscando, joven?

—Quiero comprar un alma, porque la que tengo no me gusta ni me hace feliz.

—Muy bien —dijo el anciano, y descorrió una lona que cubría un cajón de madera con compartimentos más pequeños, todo cubierto por un vidrio. En cada compartimento se podían ver las diferentes almas—. Puedes elegir la que quieras. Te costará una moneda de plata.

—¿Una moneda de plata? —preguntó Lorenzo. Si bien era mucho dinero, le parecía poco por un alma nueva.

—Exactamente. Además, deberás dejar la tuya, porque no puedes andar por la vida con dos almas.

Lorenzo asintió con la cabeza.

—Tienes diez días para probar las almas que quieras —le explicó el anciano—. Si no regresas, daré por sentado que te gustó tu alma nueva. Pero, si no te gustó, al décimo día te llevarás de nuevo la que traes ahora. Eso sí: cada vez que pruebes un alma diferente, cortaré un pedacito de la tuya.

Convencido de que era un buen negocio, Lorenzo aceptó el trato. Empezó a buscar con ojos ilusionados entre todas las almas que el mercader tenía en su carreta. Algunas eran más pequeñas, otras más grandes, algunas más brillantes y otras más apagadas.

—Yo quiero el alma de un guerrero —dijo al fin—. Quiero ser valiente, fuerte y decidido.

—Muy bien, esta será perfecta —le dijo el anciano, extendiéndole un alma que parecía latir con una luminosidad celeste.

Lorenzo se marchó contento con su alma nueva.

Al día siguiente volvió a lo del mercader, cabizbajo como de costumbre.

—Esta no me gustó —le dijo—. Me sentía valeroso y con ganas de librar batallas, pero por esta zona ya no hay guerras. Y qué sentido tiene un alma de guerrero, si no hay donde guerrear. Mejor quiero el alma de un enamorado.

—Muy bien, esta será perfecta —le dijo el anciano, extendiéndole un alma que parecía un algodón de azúcar color lila.

Y Lorenzo se marchó, nuevamente entusiasmado con su alma enamorada.

Al día siguiente regresó, porque la joven a quien amaba ni sabía de su existencia, y ella amaba a un noble de la ciudad, así que esa alma lo hacía sufrir.

Esta vez pidió el alma de un noble, quizás para poder ganar el corazón de la joven, y ser rico y dichoso.

Pero al día siguiente regresó y pidió el alma de un poeta. Y al siguiente, la de un sabio. Después, las de un alcalde, un bibliotecario, un mago, un médico.

Luego de tantas tentativas fracasadas, el décimo día Lorenzo llegó arrastrando los pies, la mandíbula tensa, las cejas fruncidas y la espalda encorvada.

—Este es tu último día —le dijo el anciano.

Lorenzo pensó que tendría que elegir muy bien: si esta vez no funcionaba, volvería a tener su alma miserable, y estaría peor que al principio. Y además, habría perdido una moneda de plata.

Observó todas las almas que se exhibían en los compartimentos de la carreta. Le llamó la atención una pequeña: de color blanco, esponjosa, casi etérea, como una nube. Seguramente es el alma de un niño, dedujo. Los niños son felices, sólo piensan en crecer, aprender cosas nuevas, jugar y divertirse. Esa es el alma que yo necesito.

—¿Esta vez estás seguro de tu elección? —le preguntó el mercader.

—Muy seguro.

Así, Lorenzo se marchó con su nueva alma.

Y esa sí le gustó. A partir de entonces siempre se sentía feliz, jugaba como un niño, veía la vida con otros ojos, le gustaba aprender cosas nuevas y disfrutaba cada momento. Nunca supo que esa alma era la suya: había quedado tan pequeñita por todos los pedacitos que el mercader le había ido cortando.

 

 

 * Sandra Rodríguez es argentina, nacida en La Rioja, y reside en Mar del Plata desde hace veinte años.

De naturaleza artística y creativa: actriz, bailarina, maquilladora y diseñadora gráfica. Asidua lectora, amante del género de terror y el fantástico. Escribe desde la adolescencia. En 2023 comenzó a participar en el Taller de Corte y Corrección con Marcelo di Marco y su equipo, y ya ha corregido varios textos y está en el proceso de revisión de una novela.

Una primera versión de este cuento fue leída por Rodolfo Barone en su canal de YouTube Los cuentos de Rodo, en el que también publicó “El gato de la señora Pepper”. El relato “Una pared tan suave como el piso” puede encontrarse en el canal de YouTube y Spotify Noches de pluma y tinta. Su relato «Atrapado» apareció en el suplemento Cultura del diario La Capital, de Mar del Plata, el 9 de febrero de 2025.

La ilustración fue realizada por la autora mediante la IA Copilot.

 

Los brillos de la savia profunda

por Jaime García *

 

Amazonia

 

Vibra la vida en ondas de añil

fulgura la floresta con alboradas prístinas.

Las aves fecundan la tibieza

del ensordecedor murmullo matinal

y estallan los brillos de la savia profunda,

tersa de mansos bramidos

húmeda de oscuras nubes

penetrante de sueños verdes.

«Matas»

Pero

la sombra acechante

de falanges incitadas al desborde

muta la escena

enhebra su impudicia

con obscena ambición

y los gritos ahogados en la furia

sucumben al trepidar

gigantes de pavor.

 

Ahogada por la inercia del humo

la vida se repliega.

 

 

Aguas y amores verdes

 

Flor que vivís con las aguas

que con tus brillos

me iluminás

con tus sombras

 

Pájaro que volás sobre esas aguas

que con tus colores

me encendés

con tus reflejos

 

Musguito que vivís en esas aguas

«Aguas verdes»

que con tus esencias

me coloreás

con tus verdes

 

Agua que encerrás esa vida

que con tu calor

la engendrás y me la entregás

con tu substancia

Amores que nacen en las aguas

que a sus murmullos

seducido sucumbo

a sus misterios

 

Vida y amores tan verdes

que nacen tan sutiles

mueren

seducen

renacen

 

 

 

Según el mapa, acá debería haber otra cosa

 

La noche envuelve un silencio ajeno

y yo

perdido en el mapa de tu cuerpo

busco un norte para mi sueño

pero sucumbo al recuerdo

y azorado

me desoriento

 

 

Madera entre mar y cielo

(archipiélago chilota)

 

Tanta madera puedo conseguir

para templar mi sosiego

Tanto mar puedo cruzar

para alentar mi eternidad

Tanto cielo puedo ver

para acercarme a tu memoria

 

Con unos pocos maderos

se construye una cruz

que encuentra al cielo

o se arma un Caleuche

para atravesar los mares

 

Quiero escribirte

mañana chilota

de algas y mariscos

recorriendo tu arquitectura

de madera y de silencios

«Madera en el archipiélago»

andando por tus islas

meciéndome en tus palafitos

 

Tanta madera puedo conseguir

para templar mi sosiego

Tanto mar puedo cruzar

para alentar mi eternidad

Tanto cielo puedo ver

para acercarme a tu memoria

 

En esas playas cercadas

por dulces acantilados

que aplacan la furia de ese

llamado Pacífico

mis horas evaden la tersura

de tu sombra inquieta

y la lisura de tus cabellos blancos

 

En esos santuarios de madera

me pierdo contemplando el cielo

 

La agonía irrumpe

en el desangre de las luctuosas factorías

 

 

 

 

* Nacido en la ciudad de Buenos Aires el 24 de marzo de 1954. De formación académica en Astronomía, Física y Matemática en las universidades de La Plata y CAECE (Argentina), así como en la Federal de Minas Gerais (Brasil), su título es Doctor en Matemática Aplicada, obtenido en 1981. Es fundador y actual director del Observatorio Astronómico del Instituto Copérnico, en Rama Caída (Mendoza), localidad donde reside desde 1994.

Su relación con la literatura, la música y las artes plásticas es de larga data: realizó cursos formales e informales de estas disciplinas en paralelo con sus estudios secundarios y universitarios. Si bien siempre escribió poesía y tomó fotografías, sus primeros libros publicados (en Brasil, España y Argentina) fueron técnicos, tanto ensayos como de divulgación científica. En ese ámbito, los más recientes son Estrellas y Matemática, y Conociendo el cielo austral, publicados por Editorial Kaicron en 2012 y 2014, respectivamente. En 2022, LP Editores le publicó Amalgama, un libro de fotografías y poemas en portugués y castellano, dado que a Jaime le gusta escribir en ambas lenguas. Desde entonces ha venido realizando muestras de poemas y fotografías en espacios de arte de la provincia de Mendoza. Actualmente está en imprenta un nuevo libro de astronomía para todo público, titulado Portal al Universo. Desde agosto de 2024 participa del Taller de Poesía, dictado por la poeta Analía Pinto, en el marco del Taller de Corte y Corrección.

 

  • «Matas», imagen tomada por Jaime García  en las afueras de Manaus (Amazonia, Brasil), con una cámara analógica Nikon F2 con película de diapositivas, en marzo de 1979 y recientemente digitalizada y tratada con filtros artísticos con Snapseed.
  • «Aguas verdes», ilustración de Irene Mancino.
  • «Madera en el archipiélago», imagen tomada por Jaime García en San Juan Dalcahue (Chiloé, Chile), en febrero de 2023, con cámara Canon EOS Rebel T5.

Escuchar música: un acto olvidado

por Manuel Ayes Callejas *

 

Al cierre de un conversatorio sobre literatura en el paraninfo Ramón Oquelí de la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán, el tema giró hacia la música. Terminé contándoles a los estudiantes cómo se entendía y se sentía el lenguaje universal en mi época —según mi experiencia y la de mi círculo, claro—, aunque la diferencia de edad con los presentes no alcanzara las décadas.

—Cuando yo era adolescente —les dije—, regresaba del cole, me encerraba en mi cuarto, conectaba mi grabadora RCA, reproducía Thick As a Brick de Jethro Tull, me acostaba en la cama, cerraba los ojos y escuchaba todo el álbum.

Un estudiante levantó la mano:

—¿Y qué hacía?

—¿Cómo así que qué hacía?

—Sí, ¿qué hacía mientras escuchaba música?

—Eso: escuchaba la música.

Me plantó un letal ceño fruncido, con una expresión embobada. Realmente se notó que no me entendió.

‘El grito’ de Munch, con cascos, de Sean Mackaoui

Horas más tarde, mientras manejaba de regreso, reflexioné sobre ese momento: hoy la música no es más que una excusa para escapar de la insoportable monotonía del silencio. Hemos olvidado cómo estar callados. Le tememos, porque en ese vacío emergen los pensamientos, resurgen memorias que, dependiendo del día, pueden ser un refugio o una condena. El silencio nos obliga a enfrentarnos con ese yo del que todos, de una forma u otra, parecen estar siempre huyendo.

Ahora la música está en todas partes: acompaña sus tareas, los libros que leen, el almuerzo y hasta los momentos antes de dormir, cuando el cuarto ya está a oscuras. Incluso hay quienes usan audífonos mientras manejan, como si no les bastara con el ruido del mundo exterior. En ocasiones se pierde hasta el respeto por el entorno. Es difícil comprender por qué algunos optan por imponer su música en medio de la Naturaleza en lugar de guardar silencio y dejarse envolver por sus sonidos. Pero, paradójicamente, la música nunca está en el centro. Es un ruido de fondo que llena el vacío. Un sonido que, más que escucharse, se consume.

La música es mucho más que un escape. Es un arte que, como la literatura, exige concentración para aprovecharla al máximo. Cada timbre, cada ritmo, cada armonía, cada frase melódica y cada textura cuentan. Esas obras conceptuales —como Dark Side of the Moon, de Pink Floyd, si hablamos de rock, o el Concierto para piano N.º 1, de Tchaicovski, si hablamos de música exacta— no son solo discos: son relatos, universos enteros que te llevan de principio a fin por una narrativa sonora. No estoy diciendo que no se pueda disfrutar de las canciones de forma individual, pero el verdadero goce está en recorrer el álbum completo, entender cómo cada pieza encaja en el todo.

Hoy dejamos que la música sea solo eso: fondo. Perdemos su profundidad. Nos resignamos a escucharla a medias mientras llenamos nuestras vidas con el ruido y las tareas cotidianas, como si el silencio fuera un lujo inalcanzable o, mejor dicho, una ausencia que no sabemos cómo llenar. Por supuesto, todos usamos la música de fondo a veces. Es inevitable y, hasta cierto punto, normal. Pero la diferencia hoy es que esa práctica se ha vuelto la regla, no la excepción. Vivimos inmersos en un ruido constante que no nos da tregua. Y, sin embargo, dedicarle unos minutos a la música por la música —sin más compañía que nuestros oídos atentos— puede ser una experiencia transformadora.

Ruido-señal, de Florencia Kettner

Pero aquí está el verdadero problema: no solo hemos olvidado su profundidad, sino que, en nuestra búsqueda constante de evasión, hemos llegado a trivializarla. La usamos como anestésico, incluso cuando resulta completamente inapropiada. No sé cómo alguien puede hacer una tarea de ciencias con reguetón de fondo, con esas letras que destilan vulgaridad y se articulan con un lambdacismo que revuelve el estómago.

El silencio, en cambio, se erige como su antítesis. Nos permite la creación, la introspección, la claridad mental. Según el informe de Microsoft Canadá de 2015, titulado Attention Spans, la capacidad de concentración humana se ha reducido de doce segundos en el año 2000 a apenas ocho segundos hoy. Todo por esa hiperconexión ruidosa en la que vivimos. Basta con imaginarse cómo se habrá reducido en estos diez años, con la aparición de TikTok.

Y es importante aclarar que el silencio no es solo un espacio para pensar, sino una necesidad. No podemos vivir escuchando música de forma constante, porque hasta la experiencia más sublime pierde su valor cuando se convierte en rutina. Debe haber momentos en los que decidamos no permitirnos la música, no como un acto de privación, sino como una forma de equilibrar nuestras vidas y reconectar con lo que somos sin estímulos externos. Es en esos espacios donde el silencio no se siente como una ausencia, sino como una presencia que nos invita a respirar, a reflexionar y a simplemente ser.

Volviendo a la música, hay que aprovechar la posibilidad de detenernos, de escucharla con atención, no solo para oírla, sino para entenderla. Escuchar para sentir. Escuchar como un acto consciente, casi subversivo, en un mundo que sólo grita. Porque respetar el arte, como merece la buena música, es también respetarnos a nosotros mismos. Dedicarnos esos minutos de exclusividad y silencio que, lejos de ser un lujo, deberían ser nuestra prioridad. Tal vez entonces podríamos recordar lo que significa vivir, y no solo existir entre el ruido.

Si tuviera la oportunidad de volver en el tiempo a esa aula, añadiría una reflexión que no compartí en ese momento. Les diría que escuchar música no es solo algo que se hace, sino algo que nos construye. Que en ese acto de cerrar los ojos y sumergirse en un álbum entero, no solo se entiende la música, sino también a uno mismo. Se crece y se disfruta más. Es posible que no todos lo hubieran entendido, pero al menos habría plantado una idea: que la música no es un simple acompañante de fondo, sino un arte que, si se escucha de verdad, puede cambiar quiénes somos.

Tegucigalpa, a 24 de enero del 2025

 

 

 

Manuel Ayes Callejas (4 de agosto de 1990) es un escritor hondureño nacido en San José, Costa Rica. En 2014 ganó el Concurso Literario Nacional “Lira de Oro” Olimpia Varela y Varela. En 2017 publicó Infortunios, su primer libro de cuentos, como ganador en la Primera Convocatoria para publicaciones del Sistema Editorial Universitario, de la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán. En ese mismo año participó en el Taller de Creación Literaria impartido por el premio Cervantes Sergio Ramírez en Masatepe, Nicaragua. Ha sido publicado en varias antologías a nivel nacional e internacional, y también obtuvo  menciones honoríficas en concursos en España (por ejemplo, en el Concurso “Letras como Espadas”). En 2021 ganó el primer lugar en el concurso de los Juegos Florales de Santa Rosa de Copán.

Guía básica de recursos expresivos (II)

Para celebrar este año de publicación continuada y, como regalo navideño, preparamos para todos nuestros queridos lectores la segunda entrega de la Guía de recursos literarios. En ella encontrarán una miríada de recursos, claramente clasificados, explicados y ejemplificados con textos, en verso y en prosa, de autores hispanoamericanos.

 

 

Para leer y/o descargar la guía, no tienen más que hacer clic en el siguiente enlace:

FIGURAS RETÓRICAS TCyC

 

El equipo de Fin les desea una muy feliz Navidad

y un 2025 rebosante de lecturas y escrituras.

 

¡Felices vacaciones! Nos vemos en febrero.