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Quince razonamientos engañosos sobre el aborto y su despenalización

Chesterton escribió: “Llegará el día que será preciso desenvainar una espada por afirmar que el pasto es verde”. Uno no puede dejar de pensar eso cuando en Facebook es atacado por una horda de incitadores del aborto, activistas del lenguaje inclusivo y demás “avances” fundados en un supuesto progreso. Nuestro colaborador de hoy, Pablo Grossi, ha desenvainado sus argumentos contra el aborto en quince contundentes y pedagógicos enunciados. Profesor de Filosofía, agudo pensador y escritor del TCyC, le hemos brindado este espacio, estableciendo nuestra clara posición frente a esta amenaza. Los dejamos con él.

 

Por Pablo Grossi *

1.- «Es algo que siempre se hizo y se va a seguir haciendo. Hay que legalizarlo para que no mueran mujeres pobres en los abortos clandestinos». Falso: con ese criterio hay que legalizar las violaciones, los robos y todos los delitos que «siempre ocurrieron», para que el marco legal reduzca los daños colaterales. Lo que hay que hacer en realidad (si tanto nos preocupa que mueran mujeres en abortos clandestinos) es perseguir, denunciar y encarcelar a los responsables de las clínicas abortistas clandestinas. Decir «como siempre se hizo hay que legalizarlo» es renunciar a sancionar delitos. Otro ejemplo: muchos de las promotores del aborto legal claman con justicia que dejen de morir mujeres cada 30 horas en episodios violentos. ¿Cabe aquí también la idea de que «siempre ocurrió y siempre seguirá ocurriendo»? ¿O hay esperanzas de que deje de suceder? ¿Por qué entonces no podemos apostar a que desaparezcan las clínicas de abortos clandestinos?

 

2.- «Hasta las 12 semanas es sólo un manojo de células». Falso. Desde la concepción hay un nuevo ADN ¿Lo dice la Biblia? No. Lo dice la ciencia. La Academia Nacional de Medicina, por ejemplo. Y hete aquí la cuestión central: el inicio de la vida. Ni siquiera los mismos «abortistas legales» se ponen de acuerdo sobre el momento en que se inicia: en algunos países se puede abortar hasta el segundo mes, en otros hasta el tercero. Eso significaría que hasta el día 89, hora 23, minuto 59 es sólo un manojo de células, pero un minuto después ¡PUF! magia, ahora es un ser humano. Un actitud sincera de parte de los abortistas sería decir «no sabemos si es una persona o no, no sabemos cuándo pasa de ser manojo de células a ser una persona» (porque, digámoslo, en algún momento, la vida humana comienza). Y frente la posibilidad de que haya un ser humano… ¡no lo maten!. Supongamos que hay una competencia de caza de patos en un bosque. De repente, un cazador ve algo que se mueve entre los arbustos, pero no sabe bien qué es. ¿Le dispara o no le dispara? Existiendo, pues, el riesgo de que le dispare a otro cazador, es mejor no disparar hasta cerciorarse…

 

3.- «Cada uno hace lo que quiere con su cuerpo. Es una cuestión de derechos y decisiones personales. Hay que legalizarlo». Por lo dicho arriba, no se trata de su cuerpo, sino del de otro. Mutilen sus propios cuerpos si les pinta. Pero no decidan por un tercero.

4.- «Pero las víctimas de las violaciones…» El bebé concebido como producto de una violación es tan humano como vos o como yo. No tiene la culpa del aberrante ultraje que sufrió su madre. ¿Quieren luchar en serio por el bienestar de esas mujeres? Luchemos entonces para que el Estado les brinde asistencia y contención, y se garantice que los violadores no salgan de la cárcel (la gran mayoría son reincidentes). Y, sobre todo, los esfuerzos se tienen que volcar en la prevención de estos delitos aberrantes. Matando a la nueva persona que de hecho ya existe no se «desviola» a la mujer. Al contrario: se agranda aún más su tormento: el trauma post aborto no es joda. Siempre está la opción de dar a la criatura en adopción (siendo que hay tantas parejas que no pueden concebir…).

 

5.- «En los países donde se legalizó disminuyeron drásticamente las cifras de mortalidad materna». Falso. En el aborto «legal y en el hospital» también mueren mujeres (además de morir el hijo). Y las muertes por abortos clandestinos son ridículamente inferiores a las que suceden por cáncer de pulmón, accidentes de tránsito o hechos de inseguridad. ¿Cuántas vida se hubieran salvado, realmente, si todos los esfuerzos y recursos para legalizar el aborto se hubieran volcado, por ejemplo, en campañas de prevención y concientización sobre estas problemáticas?

 

6.- «Los que se oponen al aborto sólo piensan en la vida dentro del vientre. Pero no les importa la vida de los que ya nacieron». Recontra falso, injusto y prejuicioso. Dos de las organizaciones provida más grandes de Argentina, Conin y Frente Joven, hacen por la vida de los nacidos muchísimo más que cualquier abortista valiente del teclado. Busquen información, por ejemplo, sobre el programa «Defensores de mamás», o sobre los programas de nutrición de Conin.

 

7.- «Todos los que están en contra del aborto están a favor de la pena de muerte». Frente a esta ridiculez se deben decir dos cosas: primero, no todos los que están en contra del aborto están necesariamente a favor de la pena de muerte. No existe conexión causal entre una cosa y la otra. Segundo, no hay incoherencia entre una cosa y otra. La muerte como pena recae sobre alguien que es culpable de algún delito y que pasó por un proceso judicial (ojo, con esto no estoy avalando la pena muerte, solo busco desmentir la supuesta contradicción). En cambio, en el aborto, un ser totalmente indefenso e inocente es condenado a muerte, sin tener siquiera la posibilidad de un juicio.

 

8 .- «Si el feto fuera un ser humano, entonces masturbarse o rascarse también sería un crimen, porque en esos actos también mueren células». Sangran los ojos de leer semejante burrada, pero juro que hay gente que piensa eso (¡y lo dice de manera socarrona, creyéndose súper pilla!). Les prometo que no es tan difícil ver la diferencia entre células epiteliales o espermatozoides de un adulto, y un ser nuevo con un ADN propio y distinto al de la madre.

 

9.- «Se oponen al aborto porque son fundamentalistas religiosos». Falso: también hay gente atea que se opone. Todos los argumentos éticos para oponerse al aborto se apoyan en la evidencia de la ciencia. No en la Biblia, Dios o el Papa. (Curioso ver cómo se acepta o no la ciencia, en función de los prejuicios ideológicos.)

10.- «No se preocupen, nadie los va a obligar a abortar a ustedes…» A ver: nadie interpreta que a partir de la promulgación de una ley de despenalización todas las mujeres deberán abortar. Está clara la diferencia entre un supuesto derecho y una obligación. El problema está en que una sociedad que permite la muerte del indefenso se autodestruye. Es un suicidio colectivo. Y es complicidad con un genocidio silencioso (buscar «el grito silencioso» en Google).

 

11.- «Yo estoy en contra del aborto, pero a favor de la despenalización». Quienes dicen esto evidentemente no entendieron bien el motivo por el cual hay que oponerse al aborto. Cuestión básica y fundamental que los abortistas pasan por alto: el inicio de la vida humana, y la consecuente muerte de una persona inocente e indefensa en cada aborto.

 

12.- «No es un problema de moral, sino de salud reproductiva y de políticas públicas» Mucha tela para cortar acá: toda cuestión política supone una determinada postura acerca de lo que está bien y de lo que está mal. Esto aplica a toda acción y a toda persona, incluso a aquellos que aseguran que ya superaron las categorías de bien y mal: en todo obrar –tanto público como privado– se pueden inferir parámetros implícitos acerca de lo que está bien y de lo que está mal. Todos obran, conscientemente o no, en orden a determinados principios. Por otro lado, el uso desesperado de eufemismos para suavizar la cuestión pone de manifiesto que hay algo que se quiere tapar, edulcorar, diluir. El aludido concepto de «salud reproductiva», no solo es un eufemismo, sino una enorme contradicción: hablar de salud cuando el aborto mata, hablar de reproducción cuando el aborto la cercena. Otro eufemismo: «interrupción del embarazo»: se interrumpe una conversación, la proyección de una película o un partido de fútbol… Se interrumpen porque luego se pueden reanudar. Un vida eliminada, en cambio, no puede retomarse. La mujer, ciertamente, puede volver a quedar embarazada (es el momento oportuno para mencionar que el aborto, legal o ilegal, puede causar daños irreversibles en el útero), pero gestando un nuevo ser humano. El que se eliminó en el aborto se perdió para siempre.

 

13.- «El aborto ayuda a regular la población». Perturbadoramente verdadero. Es cierto: el aborto tira abajo las tasas de natalidad de los lugares donde se implementa. Pero es una burda mentira el neomalthusianismo que pretende hacernos creer que hay gente que sobra en el planeta. Es peligrosísimo (además de falso y refutado de manera demoledora), pues abre las compuertas de cualquier método para reducir población. Ciertamente, se ha estudiado a fondo por qué hay quienes pretenden hacernos creer que en el planeta no hay lugar para todos. Ojo…

 

14.- «Es bueno que la sociedad debata esto». Falso. Se debe debatir sobre un partido de fútbol, un método de cocción o una película. Se puede debatir una medida económica, una corriente pedagógica o el grado de apertura de un país hacia el mundo. Pero la vida no se debate. El derecho a vivir no se negocia. ¿Cuánta indignación y rechazo generaría en buena parte de la sociedad una ley que penara con la muerte a los violadores? Recordemos: uno de los argumentos por los cuales se pretende legalizar el aborto es para (supuestamente) aliviar el tormento de las mujeres que quedan embarazadas como producto de una violación. Ahora bien, si la ejecución de los autores de dichos delitos no es algo que se pueda discutir… ¿por qué habría de debatirse la posibilidad de matar el niño, que ninguna culpa o responsabilidad tiene sobre lo acontecido a su madre?

 

15.- «La oposición al aborto atrasa siglos». Muy divertido. La idea de que algo «atrasa» cobró fuerza en los siglos XVI a XVIII. Es simplista y mediocre decir: «lo antiguo es falso, lo nuevo es verdadero». No todo lo anterior es falso, no todo lo nuevo es verdadero.

 

Se puede apreciar que los partidarios del aborto tienen una montaña de argumentos. Nosotros tenemos sólo uno, pero que alcanza para tirar abajo cualquier intento de justificación: según demuestra la ciencia, la vida humana comienza en la concepción, y cualquier intento de eliminarla, por el motivo que fuere, constituye un homicidio.

 

 

* Pablo Grossi nació en Buenos Aires en 1986. Es maestro de nivel primario, catequista, y está terminando el profesorado y la licenciatura en Filosofía en la Pontifica Universidad Católica. Desde muy chico se apasiona por los relatos de aventuras. Participa del TC&C desde 2012, escribiendo (y corrigiendo) cuentos. Disfruta mucho de la música y la gastronomía, con una amplia variedad de gustos en ambos campos. Su principal interés académico pasa por la apologética de la fe católica, la relación entre la ciencia y la fe, y el pensamiento medieval.

 

16 obras audiovisuales para ver después de Star Wars: Los últimos Jedi (Segunda parte)

 Por Octavio Fernández *

 

Popurrí

 

  • Star Wars: Empire of Dreams (Kevin Burns, 2004)
  • Star Wars: The Legacy Revealed (Kevin Burns, 2007)

Los dos títulos son documentales que recomiendo encarecidamente, y que pueden encontrar en Netflix.

El primero —Empire of Dreams— nos invita a develar cómo fue el proceso de producción de la trilogía original. Así, asistimos a un delicioso viaje creativo: desde que fue concebida por Lucas, pasando por el trabajo de casting, los problemas de rodaje y presupuesto, el secretismo del giro argumental de El Imperio contraataca, la recepción de las películas por críticos y audiencia, y mucho más. Ningún fan debe perderse semejante documental, que lo hará amar mucho más estas películas.

El segundo —The Legacy Revealed— implica una mirada introspectiva. No trata, como el anterior, sobre los detalles de producción de los primeros títulos, sino que explora todas las influencias mitológicas de la saga completa ―tanto en las películas originales como en sus precuelas―: el monomito de Campbell, la mitología griega, las tradiciones Shaolin y samurái, las leyendas artúricas. En suma, un verdadero banquete para el cazador de símbolos.

 

Cowboy Bebop (Shin’ichirō Watanabe, 1998)

Cowboy Bebop tiene que ver con SW en lo superficial: es una obra de ciencia ficción con referencias al western. Pero la agrego a la lista porque simplemente es una obra maestra del anime, con personajes que van a amar tanto como a los de Star Wars. Y por supuesto, así como sucede en Firefly, este anime trata sobre cazarrecompensas del espacio.

También aprovecho para recomendarles la película Cowboy Bebop: Knockin’ on Heavens Door (Shin’ichirō Watanabe, 2001), que debe verse sí o sí junto con la serie. Se trata de una historia independiente ―casi― de la saga, que de alguna manera acompaña a la serie entera.

 

 

 

 

Almas en la hoguera (Twelve o’clock high, Henry King, 1949)

Esta película, ambientada en la Segunda Guerra Mundial, influenció a Rian Johson para rodar Los últimos Jedi. Nos narra la historia del brigadier general Frank Savage (Gregory Peck), quien debe suplantar al Coronel de una base aérea de bombardeo. El Coronel de esta base ha dejado su puesto porque se ve afectado por las bajas de sus muchachos. Y esto lleva a que la mayoría de sus aviadores acaben con la moral por el piso: todos quieren irse a otra base, en lugar de quedarse a combatir en esta, y todos presentan un recurso en la Justicia para lograr el pase. Recién aterrizado en medio de la situación, el general Savage trata de impedir que se vayan. Para eso manda con ley de acero ―hace honor a su apellido―, y a la vez intenta mantener a los aviadores en la base el tiempo suficiente para evitar su traslado legal.

Esta introvertida película, escasa en escenas de acción, prefiere enfocarse en la psicología de los pilotos. En qué significa perder a los camaradas, en la desilusión de la esperanza, en la presión y en las consecuencias que conlleva ser un líder.

 

Cine jidaigeki y samuráis

Así como el western y el spaghetti western fueron piezas importantes para la creación de Star Wars, también lo fue el cine jidaigeki.

El jidaigeki es un género de entretenimiento japonés, que traducido vendría a significar algo así como ‘‘drama de época’’. ¿Pero por qué estas películas cautivaron tanto a George Lucas, al punto de pedirles prestadas ideas para sus propias creaciones? El cine jidaigeki recrea el combativo período Edo en la historia de Japón, que se dio entre 1603 y 1868, y por eso en estas películas abundaban las historias sobre guerreros samuráis y ronins. Acción de época, en suma, apta para nutrir intemporales escenas de acción sucedidas en lejanas galaxias. De ahí que nuestros caballeros galácticos llevan intencionalmente el título de Jedi, palabra que se pronuncia casi igual a jidai, y por la misma razón estos guardianes de la paz viven y piensan de acuerdo con una filosofía en la que se conjugan el estilo del monje shaolin y el estilo del samurái. Arrojale a la mezcla una pizca artúrica, y voilà: ahí los tenés a los de los Caballeros de la Mesa Redonda devenidos Jedis.

Las películas que más influenciaron a Lucas, en particular, fueron las de Akira Kurosawa, un director japonés que pasaba su niñez viendo las mismas películas mudas y los mismos westerns que vería el niño George Lucas. Esta impronta occidental quedó fuertemente plasmada en la filmografía de Kurosawa, lo que haría inevitable que Lucas se enamorara de su cine. Una muestra de cómo el arte se retroalimenta.

 

 

La fortaleza oculta (Kakushi toride no san akunin, Akira Kurosawa, 1958)

Esta película comienza con las desventuras de dos campesinos, sobrevivientes de una batalla, que vagan sin rumbo por el desierto. Los encuentra un hombre que pronto decide mantenerlos con él, y así se ven envueltos en una trama sobre una princesa que perdió la guerra. Atravesando territorio hostil, la princesa intenta volver a su tierra natal, donde espera reconstruir su reinado antes de que sus enemigos terminen de destruirla a ella, lo cual significa acabar para siempre con su dinastía.

Esta película no es sobre samuráis per se (aunque los hay), pero no me van a decir que mi sinopsis no les trajo a la memoria la historia de cierta princesa de rodetes.

 

 

Tres samuráis fuera de la ley (Sanbiki no Samurai, Hideo Gosha, 1964)

Unos pobres campesinos muertos de hambre secuestran a la hija del magistrado de la aldea, perverso sibarita que jamás ha movido un dedo para remediar la situación de su paupérrima comunidad. El objetivo de los campesinos es mantener cautiva a la chica hasta la llegada del Lord, para así pedirle a este dirigente que haga justicia. Así, antes de que llegue el Lord, el magistrado les paga a unos guerreros para que liberen a su hija y acaben con los campesinos. Pero el crápula no contaba con que entre los samuráis hay tres forajidos dispuestos a ayudar a los aldeanos.

Una muy entretenida historia desbordante de drama, comedia y enfrentamientos con la katana. Según el director Rian Johnson, esta película le sirvió como inspiración para las escenas de espadas láser en Los últimos Jedi.

 

Los siete samuráis (Shichinin no samurái, Akira Kurosawa, 1954)

Volvemos a Kurosawa con una de sus películas más famosas, y bien de samuráis, como lo sugiere el título. Después de los estragos provocados por la guerra, una aldea de campesinos ―qué jodido que la tienen los campesinos en estas películas, por Dios― queda desprotegida y es constantemente saqueada por bandoleros. Cuando los campesinos se dan cuenta de que ya casi no tienen más raciones y de que la próxima vez los bandidos se van a llevar lo poquísimo que les queda, acuden al anciano más anciano del pueblo, en busca de consejos. El sabio les propone contratar a un grupo de samuráis que los libre del mal. Sacando cuentas, sólo podrán pagarles no con dinero sino con comida. Entonces los aldeanos consiguen reunir a un grupo de siete samuráis, cada uno bien diferenciado del otro.

De las tres películas de samuráis que vengo comentando, esta me parece la más hermosa y cautivante. La dirección de fotografía y el guion logran personajes formidables, tremendamente carismáticos, que establecen paralelismos con algunos de los de Star Wars. El más joven de los siete samuráis logra que el más sabio comparta con él su sabiduría, y así los dos prefiguran a Luke Skywalker y a Obi-Wan. Otra similitud: en sendas películas, el destino une a un grupo de personajes para enfrentarse a un enemigo en común. Los droides llegan a Luke, que lo conducen a Obi-Wan, quien lo lleva a Han Solo y a Chewbacca…, y así llegan a la Estrella de la Muerte, de donde finalmente rescatan a la princesa Leia.

Aunque este elemento del grupo combatiente es muy común en las historias de aventuras ―recuerden El Señor de los Anillos, o una película tan disímil como El espinazo del diablo―, una de sus primeras apariciones en el cine fue con Los siete samuráis. Comparaciones argumentales aparte, yo diría que Star Wars más bien toma prestado del film la estética y el arquetipo samuráis.

 

Una de Hitchcock, dos de Johnson

 Llegó el momento de darle más importancia a Rian Johnson, el director de Los últimos Jedi. Pero antes, y no porque sí, debemos hablar de un película del maestro Alfred Hitchcock:

 

Para atrapar al ladrón (To catch a thief, Alfred Hitchcock, 1955)

John Robie (Cary Grant) es un norteamericano residente en la Costa Azul, que después de purgar sus crímenes vive una vida espléndida con sus ganancias mal habidas; en su juventud, bajo el alias de El Gato, se dedicaba a uno de los oficios más antiguos del mundo: ladrón de guante blanco, y siempre eficaz y siempre impune. Hasta que pronto se entera de algo muy preocupante: en la Riviera se está produciendo una serie de robos que, misteriosamente, lleva su impronta. Aunque la Sûreté no tiene pruebas que lo impliquen explícitamente, lo tienen bajo la mira. Robie, queriendo que lo dejen tranquilo, se propone seguir de cerca a una serie de posibles objetivos del nuevo Gato, para así atraparlo y probar su inocencia. Durante su misión conocerá a Frances (Grace Kelly), una acaudala norteamericana, y probable futura víctima del nuevo Gato… Pero Frances, con quien rápidamente entabla una relación, podría ser tanto una aliada como un enemigo.

Como toda película del maestro Hitchcock, desborda de aventura, romance, suspenso y sorpresas. Según Johnson, esta película le sirvió como referencia para Los últimos Jedi. Tomó prestados de To Catch… elementos de ‘‘escala romántica y sensación de grandeza’’. ¿Por ‘‘escala romántica’’ se habrá referido a algún romance en la película ―que lo hay―? Yo creo que más bien habla Johnson de contemplar ―y hacer― el cine desde una mirada más romántica, más de película de aventuras.

 

Brick (Rian Johnson, 2005)

En sus tres películas anteriores a Los últimos Jedi, Rian Johnson buscó el mejor estilo, la mejor narrativa para cada historia. Pero su impronta de autor está presente en cada una, como sucede con todo director de voz propia. Y en Brick ese estilo de cine de autor se nota. Siendo que esta no fue una película de superproducción hollywoodense, Johnson se vio con más libertad para experimentar. Es por eso que muchos warsies y fans de Johnson ―como yo― nos alegramos al enterarnos de quién estaría detrás de la octava entrega. Y los productores de Lucasfilms y Disney quedaron tan contentos con su trabajo y disfrutaron tanto trabajar con él que ya firmaron un contrato: en el universo de SW, Johnson desarrollará su propia trilogía.

No les revelaré detalles del argumento de Brick. Sí sepan que se trata de un policial neo-noir, en el que los personajes son estudiantes de secundaria. El protagonista, como en casi todo policial, investiga una misteriosa muerte, y descubrirá que detrás de ella repta una organización juvenil de tráfico de drogas.

Los personajes irradian humor, conceptos disparatados, emoción, acción, suspenso, enigma. Y todo entrelazado con imperdibles referencias a J. R. Tolkien.

 

El asesino del futuro (Looper, Rian Johnson, 2012)

Era inevitable que Looper figurara en esta nota, siendo la película más famosa y aclamada de Johnson, y acaso la mejor hasta el momento.

Este filme fue el primer acercamiento de Rian Johnson a la ciencia ficción, y cuenta con una producción mucho mayor en comparación con sus anteriores películas.

La premisa de la historia es sumamente sencilla y efectiva. En el año 2074, el asesinato es un hecho fácticamente imposible, porque los gobiernos, mediante un sistema GPS de rastreo, son capaces de ubicar el momento exacto y el lugar del crimen, en el mismo instante en que se comete. De esta manera, los asesinos se abstienen: las autoridades podrían capturarlos en pocos minutos. Paralelamente, se inventa el viaje en el tiempo, prohibido por los gobiernos. Y ciertas organizaciones criminales se dedican a eliminar a quienes sus clientes dispongan, mediante un trámite muy sencillo: mandándolos al pasado, para que nadie pueda evitar sus muertes.

Hablemos ahora del año 2044, tiempo base de la película. Estados Unidos ha sufrido un colapso económico, y el crimen organizado crece junto con las problemáticas sociales, y ciertas personas comienzan a desarrollar habilidades telequinéticas. En este escenario se introducen los loopers: asesinos que se encargan de eliminar e incinerar los cadáveres de los objetivos que se mandan desde el futuro. De esta manera, en el futuro no existen registros de la muerte de equis persona, y la víctima teóricamente nunca existió: “flota” en el limbo de la paradoja temporal.

El personaje principal es Joe (Joseph Gordon-Levitt), un looper. El conflicto de la película arranca cuando a Joe se le ordena que ‘‘cierre su loop’’. Así debe convertirse en asesino de sí mismo. En otras palabras: si te envían a tu yo del futuro, tenés que eliminarlo sí o sí. Si lo hacés, te pagan lo suficiente como para que vivas sin trabajar por unos buenos años, y te liberan de tu contrato como looper. Si no lo hacés, te persiguen y se encargan tanto de vos como de tu yo del futuro.

El problema para Joe es que su futuro yo, el viejo Joe (Bruce Willis), logra fugarse antes de que él lo mate. De ahí en adelante, es una constante batalla entre el uno y el otro, a su vez que el Joe joven trata de lidiar con las consecuencias de haber dejado escapar al viejo Joe.

En esta película, Rian Johnson demuestra que sabe manejar los elementos de la ciencia ficción. Y uno de estos elementos se encontrará en Star Wars: los poderes telequinéticos.

Pero, como en todas sus obras, el foco de la producción ancla en los personajes, en su desarrollo, en establecer la psiquis de cada uno. La actuación de Gordon-Levitt es otro punto destacable; no sólo el maquillaje está tan bien hecho que lo hace parecerse mucho a Bruce Willis, sino que además Gordon-Levitt se dedicó a estudiar a Willis y a pasar tanto tiempo con él que logra captar todos sus gestos, miradas y tonos de voz.

De todas las películas que vengo analizando, Looper es la más imperdible.

 

Ya recorrimos gran parte de la galaxia y, si seguimos explorando, encontraremos más obras que influenciaron a Lucas, más pelìculas que sirvieron a Johnson como referencias para filmar Los últimos Jedi, y una extensa lista de títulos —no sólo audiovisuales, sino también de la literatura, de los cómics y de los videojuegos— que interesará a cualquier warsie. Pero con estas obras que les presenté, espero que tengan material suficiente para disfrutar. En todo caso, les servirán como puntos de partida que los iniciará en la búsqueda otros títulos.
¿Y quién sabe? Quizás me vuelvan a tener como guía galáctico en el futuro.
Pero de momento: Godspeed, rebels. Y que la Fuerza los acompañe.

 

 

 

* Octavio Fernández nació el 11 de septiembre de 1995, en Corrientes Capital, Argentina. En 2005 se mudó con su familia a Ciudad del Este, Paraguay.

A finales de 2011, a los dieciséis años, se inició con la lectura, y descubrió que quería ser escritor. En 2013 volvió a Corrientes, y en 2015 se mudó finalmente a la Ciudad de Buenos Aires, donde comenzó a estudiar cine en el Cievyc; en marzo de ese mismo año, pasó a formar parte del Taller de Corte y Corrección.

16 obras audiovisuales para ver después de Star Wars: Los últimos Jedi (Primera parte)

Por Octavio Fernández *

 
 

Finalmente se estrenó Star Wars: Los últimos Jedi, una de las películas más esperadas de 2017. Ahora que muchos de nosotros ya la vimos, nos quedamos con hambre de más. ¿Y qué mejor forma de saciarnos que viendo otras obras audiovisuales relacionadas con el universo de George Lucas? Es por eso que hoy les propongo dieciséis títulos que no deben dejar de ver. Les aseguro a los warsies algo que seguramente no ignoran: en estas películas, series y documentales van a encontrar todo lo que les gusta de la legendaria saga galáctica.

Antes de seguir, dejo un aviso de spoilers para los que no vieron la trilogía original ni El despertar de la Fuerza (2015). Al decir “trilogía”, hablo de los episodios que serían clasificados como IV, V y VI ―respectivamente La guerra de las galaxias (1977), El Imperio contraataca (1980) y El retorno del Jedi (1983), las primeras películas que se estrenaron hace cuatro décadas―. Pero no me sorprendería que, aun sin que hayan visto esas películas, sepan cuáles son sus más importantes revelaciones. Yo crecí viendo las precuelas, y ya antes de haber visto las originales sabía todo lo que debe saberse sobre ellas: la cultura popular manda. En suma, gracias a esa fábrica de spoilers que es internet, hoy todo el mundo ha visto estas pelis sin haberlas visto ―nadie ignora, por ejemplo, quién es el auténtico padre de Luke―. Pero tampoco quiero arruinarle la experiencia al lego, así que están advertidos. Por otra parte, no deben preocuparse por los spoilers de Los últimos Jedi, ya que esta nota viene escribiéndose desde antes que se estrenara la película. Además, lo prometo: todo lo que mencione sobre esta nueva entrega no serán más que especulaciones basadas en lo que sabemos por los contenidos promocionales y por El despertar de la Fuerza.

Ya tranquilizados, prepárense para entrar al hiperespacio, que el viaje es vertiginoso. Afortunadamente, la galaxia es enorme, y eso nos da tiempo de sobra para disfrutar del recorrido.

Allá vamos.

 

Pistoleros, forajidos

 Hace mucho tiempo, en el salvaje y viejo oeste…

 

Quien crea que SW y el western no tienen nada en común se equivoca. En realidad, SW tiene mucho en común con varios géneros y tipos de películas, seriales, cómics y libros. Las fuentes de inspiración que llevaron a Lucas a idear esta saga son incontables. Star Wars atrae y gusta a mucha gente precisamente por eso, por ser un gran collage de géneros, servido en el formato de una obra de ciencia ficción y fantasía.

Entre los elementos que incorpora SW, los del western tienen una fuerte presencia. Por eso conviene echarles un ojo a estas películas:

 

Más corazón que odio (The Searchers), John Ford, 1956

Una de las obras más inspiradoras en la historia del cine. Sin ella no hubieran existido otras grandes películas ―Érase una vez en el oeste (Sergio Leone, 1968) y Lawrence de Arabia (David Lean, 1962), por ejemplo―, y además influyó en las creaciones de los visionarios Steven Spielberg y ―por supuesto― George Lucas.

La historia la protagoniza Ethan Edwards (John Wayne), un soldado que, tras volver a su casa después de la guerra, lo pierde todo: pronto una banda de comanches masacrará a su familia y secuestrará a su sobrina Debbie (Natalie Wood).

Además de mítico, el tema del rescate de la princesa de las garras del dragón es eterno, y desde esta perspectiva los puntos de comparación con Star Wars son muy notables: los paisajes áridos de Tatooine, el planeta natal de Luke (Mark Hamill), nos recuerdan a los de Más corazón…; las tragedias familiares que sufren Ethan y Luke a manos de los antagonistas son similares, y a los dos los desvela la misma misión: el curtido vaquero deberá rescatar a Debbie, y el joven Jedi a Leia (Carrie Fisher).

 

El bueno, el malo y el feo (Il buono, il brutto, il cattivo), Sergio Leone, 1966

Acaso el más importante spaghetti western de la historia. Con la Guerra Civil estadounidense como escenario, nos cuenta la búsqueda de tres cazarrecompensas que van detrás de un cofre desbordante de oro.

Diez años después, Star Wars estaría cruzada de cazarrecompensas y bandidos. En una obra de fantasía en la que el foco principal es la lucha del bien contra el mal, tenemos héroes grises como Han Solo (Harrison Ford), personaje que combina al mítico Blondie (Clint Eastwood) y al roñoso Tuco (Eli Wallach): audaz, fuerte y preciso con un arma como el primero, resulta también un sabandija querible y que siempre se sale con la suya, como el segundo. Además, Han es un vaquero intergaláctico: no hace falta más que ver cómo va vestido y cómo porta su bláster.

Más allá de estas comparaciones, se puede decir que Star Wars es un spaghetti western del espacio.

 

 

 

Django, Sergio Corbucci, 1966

Antes que nada, relean las negritas de más arriba, y así sabrán que no me referiré en esta nota al gran filme de Quentin Tarantino. La historia de la de Corbucci es sencilla: Django (Franco Nero) es un pistolero, ex soldado de la Unión durante la Guerra Civil, que carga consigo un ataúd ―que no está vacío―. Con ataúd y todo, el antihéroe recala en un pueblo donde se viene desatando una guerra entre una banda de criminales mejicanos y un grupo de veteranos de la Confederación. Pero Django no llega por accidente a este pueblo: tiene cuentas que saldar con los responsables de la muerte de un ser querido.

Aunque no creo que los guionistas de la nueva trilogía hayan tomado elementos de esta película ―al menos conscientemente―, hay muchas similitudes interesantes entre Django y lo que más o menos sabemos de Luke antes de haber visto Los últimos Jedi:

 

  1. Los dos participaron en una guerra en la que ganó su bando: la Unión en Django, y los Rebeldes en SW.

 

  1. Django carga con la muerte de su amada, así como Luke carga con la responsabilidad de la muerte de sus aprendices. En otras palabras, los dos tienen cicatrices del pasado que los llevan por caminos oscuros: el de Django, el camino de la venganza, y el de Luke, el del autoexilio.

 

  1. Sus antiguos enemigos de guerra aún sobreviven: los ex soldados de la Confederación, en Django, y los restos del Imperio bajo el nombre de la Primera Orden, en El despertar de la Fuerza. En las dos películas, estos antagonistas se muestran como fanáticos religiosos y extremistas, que todavía luchan por sus antiguas supersticiones.

 

  1. Luke y Django se ven implicados en una nueva guerra: los ex soldados de la Confederación y los bandidos mejicanos por un lado, y la Resistencia y la Primera Orden por el otro. La gran diferencia está en que Django se implica por su cuenta y riesgo, mientras que Luke prefiere ocultarse y desentenderse de estas bélicas cuestiones.

Ya les acabo de dar razones suficientes para ver Django, pero antes quiero agregar que esta peli tiene uno de los mejores planos finales que vi en mi vida. No se la pierdan.

 

 

Tres series y un poco de metanfetamina

No sólo de películas vive el espectador. De vez en cuando nuestro paladar necesita alguna serie para saborear durante un maratón de domingo a la tarde. Por eso les propongo el siguiente menú. Estas delicias no fueron precursoras de SW ―no pueden serlo, obviamente, por una cuestión cronológica―, pero sí tienen gusto a SW, y cada una a su manera.

 

Firefly, Joss Whedon, 2002

Si tanto hablar de vaqueros y guerras civiles les dejó manija, pero ya necesitan un poco más de ciencia ficción, entonces Firefly es la serie que están buscando. Creada por Joss Whedon, esta historia en catorce episodios cuenta las aventuras de la tripulación de Serenity, una nave espacial de clase Firefly (Luciérnaga).

Whedon creó la serie con el explícito deseo de combinar a Han Solo y la Guerra Civil Estadounidense en un escenario galáctico donde no habría ni buenos ni malos, ni razas alienígenas ni caballeros Jedi. Así fue como nació Malcolm Reynolds (Nathan Fillion), el capitán de la nave Serenity.

Durante la Guerra de la Unificación, Malcolm fue general de los Casacas Marrones en la batalla del valle de Serenity, y le tocó enfrentarse a la Alianza, conformada por China y Estados Unidos. Pero los Casacas Marrones pierden la guerra, y junto con eso también se pierde la fe cristiana de Malcolm y su deseo de actuar por el bien. Ese es el punto de partida que establece la serie, para traernos al presente: el héroe deviene antihéroe, y la tripulación de Serenity se gana la vida como cazarrecompensas. Y encima haciendo trabajos sucios que los llevan a Malcolm y a sus chicos a enfrentarse con cuestiones morales, y así aparecen viejos y nuevos enemigos, y además esas cuestiones los hacen enfrentarse entre ellos mismos.

La serie es excelente por su sentido del humor, su gran manejo del drama y del suspenso, y por su interesante visión del mundo. Pero los que más brillan ―vaya en las cursivas un guiño a quienes ya hayan disfrutado esta serie― son los personajes: desde el genial Malcolm Reynolds hasta el carismático piloto Washburn, y desde el misterioso reverendo Brook hasta River Tam, una adolescente buscada por la Alianza, y que al parecer posee poderes psíquicos. Pero hay más personajes, y ustedes los llegarán a querer tanto que se van a quedar con ganas de más.

Lastimosamente, la serie fue cancelada al finalizar su primera temporada, pero al menos cerraron la historia con una película (Serenity, Joss Whedon, 2005).

 

The Expanse, Mark Fergus y Hawk Ostby, 2015 – todavía en emisión

Si lo que están buscando es ciencia ficción pura y dura, entonces lo que necesitan es meterse con esta serie. Basada en la saga literaria homónima escrita por James S. A. Corey ―seudónimo en común de los coautores Daniel Abraham y Ty Franck―, esta serie la viene rompiendo desde 2015, con dos temporadas hasta el momento. No voy a entrar en muchos detalles narrativos, pero sí les diré que varios personajes provenientes de distintos planetas se verán envueltos en una intriga política y en conspiraciones entre organizaciones secretas y el gobierno de la Tierra, el de Marte y el del Cinturón de Asteroides. En el correr de sus aventuras, descubren que una fuerza externa amenaza la frágil relación entre Marte y la Tierra, e indirectamente ocasiona el quiebre que llevará a los dos planetas a una guerra sin cuartel.

Esta serie es a la ciencia ficción lo que Game of Thrones es a la fantasía: personajes con distintos tonos de grises, totalmente humanos, tratando de hacer lo que creen que es lo mejor ―o, como mínimo, lo más conveniente―, con la esperanza de evitar una guerra o de no morir en ella. En otras palabras: es lo más realista, oscura y adulta que puede llegar a ser.

Como decíamos al principio, los fans de Star Wars a quienes les interese explorar una obra de ciencia ficción con bases científicas más reales, pueden buscar por acá. Eso sí: después de esta serie, los viajes en el espacio y los planetas habitables de la galaxia muy lejana van a empezar a parecer más fantasía que ciencia ficción.

 

Star Wars: The Expanse Dave Filoni, 2008 – 2015

Así es, la serie animada a computadora: The Clone Wars. Y no confundir con la microserie animada a mano Clone Wars (Genndy Tartakovsky, 2003), aunque esa también es buena y vale la pena verla.

Déjenme decirles que esta serie para ‘‘chicos’’ es totalmente genial, y que no perderán nada echándole un ojo. A simple vista puede no llamar la atención y hasta ahuyentar al espectador por ser una serie de animación, o por transcurrir durante el periodo de las infames precuelas. Pero les aseguro que nada de eso impide que esta serie contenga algunas de las más grandes historias que toman lugar en el universo de Star Wars.

La serie transcurre entre episodio II y III, como una especie de antología de historias que suceden durante las Guerras Clónicas. Algunas historias se narran en un solo episodio —que generalmente duran 22 minutos—, y otras ocupan un arco argumental de dos a cuatro episodios. Esto incentiva al espectador a que mire la serie en el orden que quiera, eligiendo los arcos argumentales que más les interese. Habiendo yo visto todos los capítulos, les puedo asegurar que hay varios que se pueden saltar, pero otros que son imperdibles. En internet hay una infinidad de listas de qué capítulos son los mejores, y en qué orden verlos. No las comparto yo acá, porque la serie cuenta con 121 capítulos, y no quiero extender la nota.

Ahora, en cuanto a los dos aparentes problemas —que sea para chicos y que sea parte de las precuelas—, tengo esto para decir: todo eso está solucionado.

Ni siquiera hay que preocuparse por lo primero, porque esta serie no le toma el pelo a su audiencia. Por algo estamos hablando de La guerra de las Galaxias, por algo la serie se titula The Clone Wars (Guerras Clónicas). En las guerras hay muertes. Y esta serie no tiene miedo en mostrarlo explícitamente: vemos personajes que mueren por explosiones, por disparos, siendo estrangulados con la Fuerza, o atravesados por una espada láser. Cuando tiene que ser graciosa, es graciosa. Cuando tiene que ser emotiva, es emotiva. Y cuando tiene que ser oscura, es sorprendentemente oscura.

En cuanto a lo segundo: rápidamente uno se olvida de los errores de las precuelas. ¿Y por qué? Porque acá los personajes sí son entrañables, sí están bien desarrollados. Tanto los personajes que ya conocemos como los que se introducen en la serie, desde los buenos a los malos, todos tiene sus momentos para lucir. También tenemos la oportunidad de conocer mejor a los clones y encariñarnos con ellos, a través de personajes como Wolffe, Rex, Cincos y Eco. Pero más que nada sorprende cómo reivindicaron al futuro Darth Vader: Anakin Skywalker. Tiene las características que debería haber tenido el Anakin de las películas. Es diferente, sí, pero no se siente fuera de lugar, fuera de personaje. Además, su conflicto interno con el Lado Oscuro es mucho más creíble y está tan bien plasmado, que uno no duda en ningún momento de que ese es el futuro lord Sith que llegará a gobernar la galaxia.

¿Qué más puedo decir de esta serie? Que tiene de todo: piratas espaciales, intriga política, espionaje, grandes peleas de espada, un clan de brujas, zombis, cazarrecompensas, traición, e incluso viajes de exploración personal a través de la Fuerza.

Ah, y hasta un capítulo dedicado a Akira Kurosawa, el cual es una obvia referencia al filme Los siete samuráis, del que ya hablaremos en la segunda parte de esta nota.

 

Material bonus: Breaking Bad, Vince Gilligan, 2008 – 2013

Tengo dos cosas para aclarar.

La primera: la inclusión de este bonus hace que el título de la nota debiera ser 17 obras audiovisuales… Pero el caso es que no la cuento, porque no estoy recomendando ver la serie. Bah: sí la recomiendo. Siempre la recomiendo. Aunque en esta ocasión, no exactamente.

La segunda: ya sé lo que están pensando. ¿Qué tiene que ver Breaking Bad con Star Wars? La respuesta es: tres episodios en particular. No por su contenido o su historia, sino por su director: Rian Johnson, el responsable detrás de Star Wars: Los últimos Jedi. Si bien es difícil pensar en un capítulo de BrBa que no sea inmemorable, estos tres capítulos son realmente inmemorables: me refiero a “Mosca, de la tercera temporada, y a “51yOzymandias, de la quinta temporada. “Ozymandias, de los tres, es para mí el mejor.

A los que ya se vieron todo Breaking Bad, les recomiendo que vuelvan a echar un vistazo a estos tres capítulos, si es que disfrutaron de la cinematografía de Johnson.

Y básicamente por eso es que esta recomendación sólo llega a bonus.

 

(continuará)

 

* Octavio Fernández nació el 11 de septiembre de 1995, en Corrientes Capital, Argentina. En 2005 se mudó con su familia a Ciudad del Este, Paraguay.

A finales de 2011, a los dieciséis años, se inició con la lectura, y descubrió que quería ser escritor. En 2013 volvió a Corrientes, y en 2015 se mudó finalmente a la Ciudad de Buenos Aires, donde comenzó a estudiar cine en el Cievyc; en marzo de ese mismo año, pasó a formar parte del Taller de Corte y Corrección.

 

 

«El coso», o cómo responder a un desafío

Hace un tiempo, Marcelo di Marco lanzó en el grupo de Facebook del Taller de corte y corrección (https://www.facebook.com/groups/125237140918420/) una consigna de escritura. Y lo que van a leer a continuación son los tres mejores relatos surgidos a partir de ella. El desafío era:

Inspirarse en la imagen para escribir un relato de no más de 200 palabras, y que contenga la expresión “ni se te ocurra”.

 

 

El coso

Por Juan Manuel Martín *

 

 

El corazón les golpeaba el pecho. Entraron a los tumbos y dejaron las mochilas. Juan sostenía el “coso” que habían encontrado en medio de la penumbra del bosque. Lo encontraron ahí, en medio de las plantas pero separado del resto de la naturaleza, fuera de contexto, conteniendo vaya a saber qué cosa. No era una piedra, no era un fruto, no sabían qué era aquello.
—Vamos a abrirlo —dijo Juan, con esa mirada que ella conocía.
—Ni se te ocurra —le espetó Diana. En sus ojos había terror.
Juan no aguantaba. Dio vueltas alrededor de la mesa intentando convencer a Diana, mientras de tanto en tanto miraba eso que descansaba allí, tan ajeno como en el suelo del bosque. No hubo caso, y el sueño les ganó en el sofá.
Las voces empezaron como un murmullo casi imperceptible, casi sonidos del oído apretado contra el almohadón del sofá. Casi un sueño alfa. Casi.
Después vinieron las caras calcinadas desde siempre en ese abismo llameante. Y las manos como garras estirándose, clamando hacia la salida del precipicio ardiente que los tragaba eternamente sin terminar de consumirlos.
Medio dormido, Juan caminó a la cocina, y tomando un cuchillo, abrió el Infierno.

 

* Juan Manuel Martín nació en Zona Oeste del GBA; vocación de arquitecto de formación técnica. Creyente e irónico desde muy chico, le interesa prácticamente todo lo que lo ayude a entender el porqué de lo que sucede y hacia dónde vamos, aunque también tiene pasatiempos aparentemente irrelevantes. Autodidacta en muchas cosas (lo cual no quiere decir que las haga bien), lector de cuanto artículo se le cruza en la búsqueda de comprender la realidad desde la confidencia de las bambalinas. Nada es como parece a simple vista y, como en los cuentos, siempre hay algo oculto buscando ser descubierto. Tiene gustos sencillos: el tiempo y la libertad son lujos tan escasos como baratos que constituyen su ideal de éxito.

 

 

La manito sabrosa

Por Juan Bautista Petrini *

 

—Atendeme pibito: que ni se te ocurra.

Saqué rápido las manos, bajando la cabeza. Papito se volvió hacia la mesada agarrando los tentáculos del Mielurki sobre el mármol. Papito sabía lo que hacía: cuando lo encontramos en el jardín le había pegado un mazazo. Y también estaba eso enfrente mío, eso que encontramos al lado del Mielurki tentacular. Papá lo había dejado con mucho cuidado. No sé por qué, si ni se movía. Me quedé mirando su interior, esa gelatina con semillitas verdes, qué raro, una fruta dura pero con gelatina adentro… No me resistí más y fui acercando la mano. Papito seguía dándome la espalda, agarrando de cualquier parte al atontado monstruito.

Toco lentamente la cáscara dura y tibia de la frutita. Después la gelatina: estaba fresca, y con el calor que hacía no se me ocurrió nada mejor: meto la mano. Con una fuerza tremenda la cáscara me la encierra y arranco a gritar.

Papá se da vuelta, empieza a gritarme mientras el monstruo va desintegrando mi mano y avanza por el antebrazo. Ahí nomás papá agarra el machete.

La madera de la mesa todavía sigue marcada por el corte, como la tabla de los asados.

 

 * Juan Bautista Petrini nació en el año 2000 en Buenos Aires. Está finalizando sus estudios del Bachillerato; escribe poemas y cuentos. Fue influenciado en su adolescencia por la escritura de Isaac Asimov, Roberto Arlt, E. Allan Poe, Miguel de Unamuno, por la poesía de G. Adolfo Bécquer y de Antonio Machado; y en su infancia, por Sandokán, de Emilio Salgari, los policiales negros para adolescentes, los policiales clásicos, la Odisea y muchos mitos griegos.

 

 

 

Vudú

 

Por Alejandro Baravalle *

—No es indispensable que sean muñecos —le dijo a Ana—. Basta con hechizar un objeto cualquiera, y asociarlo al objetivo.
Él miraba por el balcón. A sus espaldas, ella curioseaba los objetos de “trabajo”.
—Incluso se pueden usar para el bien, por eso asocié una de estas cosas conmigo mismo. ¿Adivinás cuál? —volteó para mirarla, y lo sacudió un miedo helado—: No, pará, ni se te ocurra…
Ana apoyó sobre la mesa aquella fruta exótica, ahora abierta de par en par. Para irse, debió atravesar un reguero de tripas y órganos. Igual, la contentaba haberse sacado otro gil de encima.

 

 

 * A Alejandro Baravalle lo engendraron en Lanús, un domingo de 1981. Desde su niñez ha venerado los libros, con una negligente predilección por el terror fantástico que incluye también al cine. Ha publicado en revistas online, entre ellas la mítica Axxón. Un cuento suyo forma parte de Sangre Fría, antología editada por Pelos de Punta en marzo de 2016. En noviembre de ese mismo año, la editorial Letras Cascabeleras lanzó en España un libro con tres de sus cuentos: Utopía (y otros encierros oscuros). Es miembro de La Abadía de Carfax.

 

 

Endiosemos a Dios

Por Pablo Grossi *

 

La era poscristiana tiene todavía muchos ecos de la civilización que le dio origen. Siguen flotando aún en nuestro mundo secularizado y neopagano resabios de la cristiandad: se celebra algo llamado “Navidad”, pero como una cáscara vacía. Un mero nombre sin el contenido Verdadero. ¡Qué lamentable es elegir el sinsentido! ¡Qué suicidio no tener por meta a la Meta más alta de todos! Alejémonos bien lejos de esa autopista al vacío. Y choquemos las copas hasta la embriaguez porque la Segunda Persona de la Santísima Trinidad asumió la materialidad de la carne. Brindemos porque Dios Padre es nuestra Meta, porque el Niño que hoy nació es nuestro camino, y porque el Espíritu nos conduce.

Hoy quiero hacer plegaria mis deseos de paz, amor y felicidad para todos ustedes. Pero no como lo hace el mundo secularizado, que también habla mucho de amor y paz. Ojo: paz, amor y felicidad son realidades bien pero bien cristianas.

En primer lugar, le pido al Niño Dios que sus vidas se llenen de tranquilidad en el orden, como definía San Agustín a la paz. Una tranquilidad sin orden puede ser modorra, desinterés, conformismo. Un orden sin tranquilidad puede ser rigidez, puede ser rigorismo o puede ser imprudencia. “Paz a los hombres de buena voluntad”, cantan los ángeles. “Yo les doy mi paz, pero no como la da el mundo”, dice el Señor. Recibamos su paz y obremos en consecuencia, viviendo la tranquilidad en el orden.

También le pido a Cristo que su amor difusivo llegue a nosotros y nos desborde, para así alcanzar a quienes nos rodean. Que todas nuestras acciones estén movidas por el amor a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos. No nos olvidemos que el amor a Dios sin el amor al prójimo es fariseísmo puro, y que el amor al prójimo sin el amor a Dios es estéril, pues no echa raíces en la eternidad, no fructifica, se desvanece en el humo de la contingencia temporal. Señor, que seamos siempre en el mundo un reflejo del amor de tu amor. Que todo lo que hagamos sea para glorificar tu nombre y para acercar a ti las almas de quienes nos rodean.

Por último, ruego que Dios nos permita ir anticipando en esta vida la Felicidad Celestial. Que la virtud teologal de la esperanza acreciente en nosotros el gozo de sabernos creados, redimidos y santificados por la Santísima Trinidad. Que sepamos, en medio de los dolores de la vida presente, tener los ojos puestos siempre en el Cielo.

Señor, Dios nuestro, que te endiosemos. O, mejor dicho, que nunca dejemos de darte el lugar que te corresponde. Que nunca nos avergoncemos de proclamar tu primacía sobre todas las cosas. Que sepamos responder con generosidad a la enorme cantidad de gracias con las que nos honraste gratuitamente desde el principio de los tiempos. También te damos gracias porque las mortificaciones que sufrimos este año nos recuerdan que la Felicidad en esta tierra es parcial. Gracias, Señor, porque en esos momentos estuviste siempre con nosotros, sosteniéndonos.

 

 

 * Pablo Grossi nació en Buenos Aires en 1986. Es maestro de nivel primario, catequista, y está terminando el profesorado y la licenciatura en Filosofía en la Pontifica Universidad Católica. Desde muy chico se apasiona por los relatos de aventuras. Participa del TC&C desde 2012, escribiendo (y corrigiendo) cuentos. Disfruta mucho de la música y la gastronomía, con una amplia variedad de gustos en ambos campos. Su principal interés académico pasa por la apologética de la fe católica, la relación entre la ciencia y la fe, y el pensamiento medieval.

 

 

Lo que me pasó con Tríptico del desamparo, la novela de Pablo Di Marco

Por Fernando Daniel Bravo *

 

El 9 de agosto de 2016 a las 19:00 me acerqué con mi primo al Museo del Libro y de la Lengua, situado delante de la Biblioteca Nacional. Mi maestro en el taller de escritura, Marcelo di Marco, presentaba sus últimos libros: La mayor astucia del demonio (cuentos) y Carmina Marina (poesía). Aunque llegamos a horario, tuvimos que quedarnos parados en un costado de la sala debido a la cantidad de público. En una tarima, sentados a una mesa, expusieron la editora de Zona Borde, el autor y un muchacho a quien yo no conocía, que arrancó diciendo: “Se supone que este sea un evento serio, pero para mí la presentación de un libro es un encuentro entre amigos”. En seguida supo generar empatía con el público y en un lenguaje entretenido, con pinceladas de humor, habló sobre la crisis actual de la literatura, del aburrimiento que sobreabunda en los textos contemporáneos, del negocio de los concursos, y sobre “tener en cuenta al lector”.

Mi primo me codeó y dijo por lo bajo:
—Qué interesante debe ser leer algo de este pibe. ¿Sabés quién es?
—Se llama Pablo Di Marco. Debe ser algo de Marcelo…, no sé.
Esa misma noche contacté a Pablo por Facebook, lo felicité por sus palabras en la presentación, y me respondió con agradecimientos.
Al comentarle esto a Javier, un amigo a quien yo envidio por tener el hábito de la lectura y una prodigiosa memoria, me respondió:
—Sí, lo conozco a Pablo Di Marco. Me interesa mucho leerlo, pero sus libros no se consiguen acá en Argentina. En especial quisiera Tríptico del Desamparo, una novela premiada en Colombia. ¿Sabés cómo conseguirla?

—¿Tiene una novela premiada?
—Tiene dos novelas premiadas.
Lo que daría yo, pensé, por ganar algún premio con mi novela Balcones: ya pasó inadvertida en los seis concursos españoles donde la presenté. Nada. Ni siquiera un e-mail con alguna palabra de aliento. Después de haber pasado por tres maestros y por tantos años de correcciones, esa novela se merece el premio de la edición: ver el papel y la tinta, y que se lea.

Al tiempo encontré un post de Pablo: “¿Precisás una segunda opinión antes de enviar tu material a una editorial o concurso? Contactame, te puedo ayudar”. Sería una cuarta opinión, me dije. Pero si no le daba una vuelta más de tuerca a esa historia, sin duda seguiría flotando así, indefinidamente, entre los tachos de basura de los concursos y mi casa.

Ahí empezamos a trabajar juntos. Aquel mes de correcciones con Pablo fue una experiencia fértil y agradable, que terminó un par de días antes de su partida para Europa.

Al tiempo apareció otro post suyo: “Tengo ejemplares de mis novelas recién llegados de España”.

—Vendí casi cincuenta libros en veinticuatro horas —me dijo con una sonrisa cuando nos juntamos en un café para darme Tríptico del desamparo y Las horas derramadas, las dos novelas premiadas que le había encargado.

—¿Por cuál empiezo? —le dije.

—¿A veces no te pasa que escribís algo y no te quedás satisfecho? ¿Y es como si quisieras volver a escribirlo? Algo así me pasa con estos dos libros.

—Y cuál es el más logrado, para vos.
—Este —dijo casi guiñándome un ojo, a la vez que señalaba Tríptico.
De entrada me impactó la portada: una Venecia fantasmal con una góndola sobreviviendo entre una tormenta negra y una inundación verdosa. Hojeé las trescientas diez páginas de papel grueso, color manteca, con letra clara, bien balanceados los espacios, los márgenes, las sangrías. Y sí, claro, es la buena calidad de los impresos en Madrid. Por algo yo había elegido los concursos españoles. Gocé tener entre mis manos el libro que tanto codiciaba Javier.

—Te vas a sorprender —agregó Pablo en el café—, porque hay una escena que también transcurre en la plaza Roma, frente al edificio de La Nación: igual que en Balcones. Serán coincidencias de los escritores… o de la literatura.

—Qué curioso —le dije—…  y hablando de coincidencias, ¿sos algo de Marcelo di Marco?

—Me hicieron tantas veces esa pregunta que la respuesta me sale de memoria. No somos familiares. Marcelo es, «apenas», mi amigo y maestro. Y las dos cosas con mayúsculas.

Volviendo a mi casa para leer, sentía que Pablo me había tratado como si yo fuera un escritor. Igual a él. Pero yo no tenía tres novelas publicadas, ni dos premios. Él estaba varios escalones arriba. En un lugar donde yo hubiera querido estar a su edad, es decir, hace ocho años. Por el 2010, recién ahí, me decidí a escribir sin saber que una novela llevaría tantos años de trabajo. Es cierto que empecé muy tarde. Me demoré demasiado en darme cuenta de que eso —escribir— era lo mío. Pese a todas mis idas y vueltas, lo inevitable ocurre: el tiempo no se detiene. Nunca. Excepto para algunos personajes. Eso sospeché de entrada, cuando leí la carta de Irene con la que empieza Tríptico. La escribe en Buenos Aires, para Tina, su hermana residente en Venecia. Le cuenta los preparativos para trasladarse a vivir allá: la venta del departamento, de los muebles, de la bóveda, de la casa del Delta. Es que Irene va a quedar ciega de una enfermedad progresiva y aceptó el ofrecimiento de Tina para cuidarla “como cuando eran niñas y jugaban solas en casa”. Los detalles de la carta están llenos de nostalgia: “…me persigue un vacío de melancolía. Qué palabra infrecuente en una mujer de mi inverosímil edad”. ¿Inverosímil edad? Y más adelante: “¿Cuántos años han pasado, hermana? ¿Cuántos siglos? Te quiere, eternamente. Irene”. Tiempo. El Tiempo. Ahí me detuve, en la página dos, y necesité tomar notas en mi libreta, algo que me acompañó la lectura de toda la novela.

Irene Vidi es sufrida, nostálgica, humana. Y tal vez por eso, pese a sus dudas y excentricidades, me resultó entrañable. Es una mujer mayor, refinada, que tradujo al español una colección de lujo de los clásicos italianos de Ediciones Leopardi. Y también es la autora de un libro muy peculiar que es la punta del iceberg de una historia subyacente, a mi criterio, la verdadera historia que encierra esta novela.

La amistad de décadas, su amor platónico, el respeto que une a Irene con Álvaro Azcurra, el dueño de Leopardi, tiene detalles que conmueven. Don Álvaro es un personaje noble, íntegro, a quien la vejez y la soledad vuelven tan indefenso como vulnerable. Esa será una oportunidad para un rufián que surge de los suburbios más tenebrosos de la ciudad: Rafael Leone, un joven ambicioso y atractivo, experto en aprovechar debilidades ajenas en beneficio propio. Al principio fue ella, Irene, quien conoció a Rafael y a pesar de la diferencia de edad y de todas las demás diferencias, lo amó. Lo amó como se ama a una creatura. Completamente y a pesar de sus oscuridades. Irene cruza la superficie del espejo de las apariencias, y ve más allá de la basura que Rafael cree ser. Mira en el tesoro que guarda: su talento, su existencia. Y muy a pesar de sí mismo, ella confía en el niño abandonado, olvidado incluso por su propio recuerdo.

—Para eso fui enviada —le dice—, para abrirte y tenderte los caminos que en ese tiempo te hacían falta. Para eso fui enviada.

Conmueve la piedad y la confianza de ella, sabiendo lo miserable que es él. El contraste de estos dos seres eleva, sube el tenor de la historia que en estos pasajes toca la fibra más noble. Y uno se pregunta ¿cuál es mi propia misión, para qué vine a esta vida?

—¿Qué hiciste con todo lo que te fue entregado? —reitera Irene una y otra vez.

A Rafael lo salva la sinceridad consigo mismo, que es tan cruda como impiadosa, solo semejante a su ambición y a su bajeza. El racconto que él hace de toda su vida en la escena de la Plaza Roma, ya con sesenta años, los reproches que se hace, me sumergieron en los míos propios. Y me dejaron mudo, tan demolido como a él. Es que yo también —quién no— conocí a alguna Lucía, ese personaje sin brillo pero con amor de verdad, a quien él no pudo amar y dejó en el pasado. Y que después se añora en la intemperie de la soledad, como si hubiera sido ella la oportunidad que pasó, y ya no volverá, de tener un hogar.

A partir del momento en que todos descubren que Rafael es un estafador, la historia cambia su rostro, como si se pusiera una de las tantas caretas venecianas como las que Irene atesora, y sobreviene en algo fantasmal. El viaje a Venecia, el tren, la inundación, el palazzo, sus laberintos tan parecidos a esos famosos dibujos de M.C.Escher, el personaje angelical de Adina. El recorte del diario. Y ahí, en el final, surge el iceberg completo, en un remate sospechado pero a la vez inesperado y genial. En ese momento, yo como escritor, fui Irene, y dialogué con Rafael. Y me resultó conmovedor ver que toda creación es eso: un acto de amor puro, un hijo, una pasión por el libre albedrío de todas las creaturas.

Cuando cerré el libro, pensé que sí, que debía desatar de mí a todos mis apegos, darles todas las oportunidades para que sean ellos mismos, cumplir mi misión, e irme.

Tomé la novela, su hermosa portada, y decidí llevársela a Javier. No, no se la voy a prestar: se la voy a regalar. Eso pensé. Y por eso quise con más fuerza que Balcones llegue a la tinta y al papel. Para regalárselo a todo el mundo.

 

 

 

* Fernando Daniel Bravo nació en Buenos Aires; es ingeniero industrial.  Su pasión por las letras logró limar las rejas de los números y ver la libertad recién en el 2010, ya con más de cuarenta años. Desde entonces participa en el TCyC, escribió algunos cuentos y una novela titulada Balcones. Sus amores en literatura son Ray Bradbury, Boris Vian, Mario Vargas Llosa; en cine, Alan Parker; en música, Pink Floyd, Serguei Rachmaninov; en teatro: Antón Chéjov, Alejandro Casona; en óleos, Vincent Van Gogh, Rembrandt; en arquitectura, César Pelli.

«El frigorífico» —¿Puede ser que un cuento tenga tres finales y funcione?

«Es raro ver una estructura así, con tres finales, y funcionando como un perfecto engranaje». Esas fueron las palabras de Marcelo di Marco cuando se terminó de corregir este cuento de Susana Vidal en el TCyC. De esto ya hace más de un año. Desde entonces, Susana publicó su primer libro de poemas: El vientre del poema. Y también como diría Marcelo cuando terminó de corregir este cuento, «subió de cinturón» como escritora. Yo creo que habrá subido por lo menos otro más desde entonces; pues no se puede esperar menos de una persona que convive a diario con la poesía, que ejerce como bibliotecaria, y que escucha y vive las más hermosas historias con todos los niños de la escuela en la que trabaja. En FIN hemos querido publicar este cuento que, además de ser muy bueno, nos hace preguntarnos sobre las posibilidades del cuento. ¿Es posible un cuento con tres finales? Sin ninguna pretensión, eso es lo que ha logrado Susana con «El frigorífico», un relato con tres finales —cada uno de los cuales provoca una sensación distinta—, pero con un solo resultado: dejarnos fríos.

 

El frigorífico

 

Por Susana Vidal*

―Animate a defenderte, pendeja.

Era igual que en una de mis pesadillas, pero sin esas vacías voces de ultratumba. Esas que me aterran desde muy chica. Sobre la mesa, boca arriba, yo gritaba sin voz. Me descubría lanzando mudos alaridos: movía la boca, sí, pero el sonido no salía. Presionando y presionando, unas garras me destrozaban la garganta. Me ahogaba con mi propia sangre, sentía su calor fluyendo de la nariz hacia mi nuca. Pero no le daría el gusto de suplicarle piedad.

A un costado de la mesa la vi muy cerca de mi brazo: una cuchilla. La cuchilla más cuchilla que había visto en mi vida. Una cuchilla enorme, con el filo destellando entre otras dispersas ahí, en esa mesa.

Me invitaba, me conminaba a empuñarla: Defendete, pelotuda, y sacale el hígado como a un pollo.

Hice un esfuerzo increíble para alcanzarla del mango, un mango de madera, con la roña incrustada en las vetas. Mango venerable y venerable hoja: contaban en su historial con decenas de miles de despostes vacunos y porcinos.

Las medias reses me alentaban, meneándose desde sus ganchos: Defendete, pelotuda, y sacale el hígado como a un pollo.

Por la falta de oxígeno, ya veía nublado, con cataratas. Mi cerebro sentía que se debilitaba en la lucha por sobrevivir. Entraba en un letargo mortal, y el fin era irremediable.

Y no se trataba de un sueño: estaba sucediéndome realmente.

Sin los pantalones, el tipo empujaba su cadera contra la mía: una bestia que me seguía estrujando el cuello, y mi cuello insistía en no rendirse.
Alcancé la cuchilla, la del mango de madera roñosa. Apenas pude. Apenas, pero mi mano se cerraba más y más en la mugre pringosa del cabo. La cuchilla me pesaba: un yunque tratando de ser levantado por las garritas de una paloma. El aliento del tipo, que jadeaba y jadeaba como un perro, me pegaba de lleno en la cara y se mezclaba con el hedor de la carniza y la sangre seca. En mi boca, la sangre de la nariz me tocaba la campanilla, y el sabor a hierro me despabilaba.

La cuchilla no parecía una cuchilla, sino una madre vengadora. Imaginar esa pavada me volvió audaz: entraría en acción, aún me quedaba un hálito de conciencia. Desde sus ganchos, las bamboleantes medias reses me arengaban: ¡Matalo, matalo, matalo!, oía que decía tanta carne ya muerta.

Y fue un solo movimiento, uno certero al hígado. Me acordé en esa milésima de segundo de cuando veía boxeo en la tele del bar de don Benito, y los parroquianos gritaban:

─¡Gancho al hígado, negro, gancho a los riñone’! ¡Vamos, Galínde’, la puta que te parió!

Acerté: aún penetrada, le hundí la hoja hasta el tope de la cuchilla. No sé si al traspasar el hígado le llegué también a los riñones, pero lo cierto es que el tipo largó una sangre negra y una meada larga y cálida. Abrió los ojos más todavía y me miró con sorprendida rabia: era evidente que no quería morirse vencido por una mujer.

Pero, ya en las últimas, le advertí como una sonrisa. ¡El hijo de puta sonreía! Como si se hubiese salido con la suya.

―Es meo, pelotudo ―le dije agarrándolo de la solapa―. De eso me llenaste.

Y la alegría de sus ojos se convirtió en rabia, y la rabia en un ruego de clemencia.

Nunca.

Jamás clemencia para semejante hijo de puta.

¿De dónde había yo sacado fuerzas para penetrarlo tan a fondo, como él acababa de penetrarme a mí? El tipo seguía con vida, en erección, y su sangre caía sobre mi vientre, se unía a la sangre de mi sexo, destrozado ahora en carne viva. Con gran esfuerzo aparté de mí a la bestia moribunda, y el alma me volvió al cuerpo.

Despatarrado en el piso del frigorífico, el monstruo ahora resultaba cómico: los ojos asustados ante la cercanía de la Huesuda, los pantalones bajos, el pito morcillón. Parecía un ser inofensivo. Todavía respiraba, jadeaba en los últimos estertores. Yo podía olerle la muerte, anticipar el regodeo de los gusanos. No creo que haya estado consciente en el instante en que, acuclillada junto a él, le cercené esa cosa mustia.

Antes de salir del frigorífico miré hacia las medias reses, y sin pensarlo les sonreí, y ellas me devolvieron la sonrisa: una cuchilla de mango de madera mugrienta nos unía; nos hermanaba.

Sé que no fue una pesadilla, pero arrimaba bastante: el escenario de tripas y sangre negra, la brutalidad y el sinsentido, la violencia.

Y ahí estaba el tipo, tirado. Vaya a saber si seguía con vida.

Me acerqué arrastrando los pies, y le arranqué de la boca el pucho que aún tenía apretado entre los labios.

Las boletas que me dio mi viejo estaban desparramadas por el piso.

―Ahora o nunca ─dije, y tiré el cigarro arriba de esos papeles de mierda. La combustión del papel y los químicos que usa el matarife completarían el trabajo―. Yo me voy de acá.

Pobre, mi viejo: sin saberlo, me había mandado a la boca del lobo. Y mientras me alejaba, calle abajo, yo veía crecer unas pequeñas llamas.

La última vez que me di vuelta, el frigorífico ardía. Las llamas alcanzaban el cablerío de la calle.

Camino a la carnicería de mi viejo, decidí que no contaría nada en casa y que trataría de reponerme sola: para qué entristecerlo al pobre, si sufre del corazón. Ya bastante con que mi vieja se le fue con otro hace unos años.

Pero también decidí otra cosa: antes de seguir a casa, pasaría por el bar de don Benito. Así, deshecha como estaba.

Ya llevaba como media hora de caminata bajo el sol. Y sin ninguna culpa.

 

 

La noticia ya había llegado al bar: advertí que todos hablaban del incendio. Decían que los bomberos habían tardado mucho, que se hubiera podido salvar al frigorífico, que el agua no alcanzó, que fue muy tarde para todo y que patatín y que patatero. Y que no era justo. En esto último ponían énfasis:

―¡No es justo!

―¡No es justo!

―¡No es justo!

―¡No es justo!

―¡No es justo!

―No es justo  ─decían y se persignaban─. En la flor de la vida.

¿Así que no es justo?, me preguntaba yo, mirándolos medio oculta desde el fondo del bar, sentada en una silla de paja. ¿Para qué mierda lo defienden?

El sorete ese era joven, es verdad. Pero no por eso dejaba de ser una mierda, un violador de mujeres, un enfermo. Estaba bien muerto y punto, qué flor de la edad ni ocho cuartos.

Porque, aunque ellos no lo sepan, la auténtica víctima soy yo; no aquel hijo de puta. Ya sé que no contaré nada, y que por eso no saben ni sabrán nunca lo que pasó; pero de todas maneras me da rabia que lo defiendan. Mucha rabia. Si hace un montón que estoy acá, y ni cinco de bola: ni un vaso de agua me ofreció don Benito. Tanto que dice quererme como a una hija, y ni me registra. Ya le voy a dar a don Benito andar llorando a esa lacra. Ya va a ver. Minga de bizcochuelo de coco le voy a hornear. Minga.

Y don Benito seguía hablando con un parroquiano que yo nunca había visto, ni bola me dieron. El incendio del matadero era más importante que yo, al parecer. Desde donde estaba sentada, entre las sombras, lo vi por la ventana y de espaldas a los parroquianos: mi viejo pasaba corriendo como un desquiciado, por la vereda de la carnicería. ¿Adónde estaría yendo? ¿A quién habría dejado en el negocio, cuidando?

Abrí la ventana, pero no oyó mis gritos. Quise levantarme, y el dolor que me desgarraba la entrepierna no me dejó. Además todo me costaba una bocha, me sentía cada vez más rara y más débil. Sé que había perdido mucha sangre, pero era demasiada la debilidad.

Mejor debería ir a casa a lavarme y curarme, tomar un analgésico o algo así. También debería inventar alguna coartada en caso de que me interroguen. Después de todo, iban a encontrar el cuerpo ―incluso a reconocerlo aunque estuviese carbonizado―, y la última que entró ahí fui yo. Si me vieron, mi viejo terminará de ponerle un moño a la acusación: dirá que él mismo me mandó a llevar esas putas boletas. ¿Y si lo acusan a él también, que no tiene la culpa? No, a mi papá que no lo joda nadie. A ver si esa bazofia le caga la vida, de carambola.

Si la Policía me preguntaba, ya sabía qué mentirles: que no encontré al tipo, que me entretuve viendo las medias reses y que me olvidé las boletas sobre una mesa plagada de cuchillas. ¿Y el incendio? Ma sí, agente: seguro que hubo algún cortocircuito o cosa parecida; el matadero tiene como cien años, con los cables cubiertos de tela ―yo los vi una vez.

Sí, eso mismo diría.

Yo no quiero decir que me violó ese hijo de puta. Por mi viejo más que nada no quiero decirlo. Él se sentirá culpable, porque fue quien me mandó a llevar esos papeles al matarife.

Las sirenas de los bomberos ya habían parado su barullo, lo que me alivió un montón. En el bar había un silencio fuera de lo común, y a mí me seguían ignorando; no comprendo la causa. Me fui quedando dormida sobre la mesa del bar.

Cuando me desperté ―no sé cuánto tiempo pasé durmiendo y soñando, debe de haber sido bastante―, el bar de don Benito estaba cerrado. Eso me enfureció: encima de que no me daban bola por estar todos con la cabeza en el bendito incendio, tenía que aguantarme que me olvidaran encerrándome acá. Bien encerrada y bien sola. Qué bronca, por Dios.

Me levanté de a poco, exhausta, como cargando con siglos de vida. Era extraño: aun con el episodio que viví, jamás había sentido una flojera semejante.

Se me dio por acercarme a las ventanas que dan a la carnicería de mi viejo. El bar está ubicado en una esquina, y desde acá se puede ver la entrada con la persiana violeta ―papá la pintó así porque es mi color preferido desde los cinco años.

Me costó un montón llegar hasta la condenada ventana, a pesar de que no estaba tan lejos. Una vez que logré llegar, un poco caminando y otro poco arrastrándome como un gusano que estrena patas, pude ver bien la carnicería. Raro: habían dejado en la vereda un montón de peluches y flores y velas y santos. Habían pegado en la persiana metálica un montón de papelitos y tarjetas.

Y entonces supe lo que todos sabían menos yo: al leer el cartel blanco con letras negras ─la letra de mi viejo─, que se destacaba entre los demás papeles pegados, entendí.

Ese cartel me lo dijo así de crudo, como una trompada en medio de la boca me lo dijo. Como golpea la verdad me lo dijo, así me lo vomitó el cartel:

 

CERRADO POR DUELO

 

Si no fuera porque ya estaba muerta, hubiera querido morirme.

 

 

Mi tiempo ya no se mide en términos humanos, naturales. ¿Qué habrán pasado? ¿Tres semanas? ¿Un mes y pico? Mis dedos están aprendiendo a no traspasar las teclas. Mi cuerpo está aprendiendo a ser visto, a flotar. Necesito más tiempo. Necesito ser vista. Debo prepararme.

Porque aquel tipo, el mismo violador hijo de puta, esta misma mañana ―si es que para mí puede seguir habiendo mañanas― apareció de la nada y se le acercó a mi papá en la vereda de la carnicería, mientras él ponía flores frescas en los floreros. ¿Qué lo llevaba a ese turro a hablar hasta por los codos, a exponerse a que lo descubrieran?

Al final tantas películas que vimos con mi viejo, me dieron la razón: los asesinos siempre vuelven a la escena del crimen.

Después de presentarse como “la otra víctima, el sobreviviente de la tragedia” le dijo:

―Yo traté de sacarla del frigorífico, señor. Pero esos escombros, esos malditos escombros, ¿sabe?, se me vinieron encima. Imagínese, señor, que hasta perdí la camisa y los pantalones: me tuve que sacar todo porque eran puro fuego. Ay, señor, no sabe por lo que tuve que pasar.

El tipo era un actor, un simulador nato. Decía una mentira tras otra, y mi pobre viejo lo miraba con pena. Con los ojos llenos de lágrimas lo miraba. Y el tipo seguía y seguía en sus mentiras.

―Además, un fierro me perforó el hígado. Y hasta los genitales perdí. ¿Se da cuenta, señor? En el intento de rescatarla, perdí mi hombría. Yo me salvé porque Dios es grande. Fue un milagro, y lamento mucho lo de su hija. Ojalá la hubiera visto antes, señor. Sepa que me siento muy mal, de corazón se lo digo. Porque yo también soy padre.

Me quedé flotando en un aire de furia y desgarro. Mi papá, el ser más noble que yo conocía, me lloraba. Y un monstruo le daba consuelo.

 

 

 

Mi viejo ya no puede hacer nada por mí. Aunque ahora cuento con algo seguro: nadie podrá asesinarme otra vez; nadie, ni siquiera alguien que se vuelve una pesadilla para sí mismo. ¿Cómo será soñarse ahorcado y apuñalado por las manos de un fantasma?

Y encima ese fantasma se parece mucho a la joven hija del carnicero. La misma que con sus fuerzas nuevas pone al tipo sobre una mesa cubierta de cuchillas, en esta pesadilla que ya no es una pesadilla.

 

 

 

Susana Vidal. Bibliotecaria anarquista, poeta, metalera, y punky, con una inclinación apasionada por la ópera, además de muy caradura. Nacida en la ciudad de La Plata, en julio de 1971, se le ocurrió salir del lugar más hermoso del universo a espiar un instante; y ya que estaba se quedó afuera. En este recorrido de comodato, deja dos hijos gorriones y un libro guardado por ahí que prefiere olvidar. La UNLP la convirtió en Bibliotecaria Documentalista en el año 2008. Le han publicado poemas en España y México como parte de antologías. Publicó en la antología Poesía bajo la autopista III, junto a otros treinta poetas, dirigida por Gito Minore, en el año 2015. En el corriente año publicó un poemario titulado El vientre del poema con la Editorial Tahiel; participó en una antología colectiva y autogestionada, llamada Poesía bajo la autopista IV; y es cocoordinadora de un taller de poesía junto a la poeta Eleonora Diez, en el barrio de San Telmo.

En la furia de un resplandor

Por Javier Rodríguez *

 

Una danza

 

A veces pienso que la soledad

es un largo y oscuro pasillo:

puertas cerradas, lamparitas

meciéndose hacia la nada.

Y una melodía o luz salvaje

donde bailan nuestras sombras.

El viejito del 5to B,

por ejemplo,

toca nocturnos de Chopin

todas las tardes. Se sumerge

en el más profundo temblor.

―fervor de las teclas―.

Yo, lentamente,

me deslizo por el pasillo

hacia el ascensor.

Me detengo frente a su puerta

donde se asoman chispazos

de melancolía aérea.

A veces finjo

que me olvidé de alguna cosa

para seguir escuchando.

 

Esta tarde

el maestro no vibró más.

Me pregunto

si se habrá suicidado

contra alguna ráfaga musical.

 

A veces pienso que la soledad

es un largo y oscuro pasillo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Jardín Volcánico

 

Una mujer que llora

desde las raíces del dolor

florece: se derrama en rímel.

Acaso en claroscuros ―savia negra―

desplegándose por su cara.

A través de su oscura lava,

ella construye efigies:

un hombre con los ojos cerrados,

una selva de cuchillos, barcos sin puerto.

Tal vez alguien cortándose las venas,

fluyendo a la deriva.

Una mujer

maquillada con el furor de los abismos,

no le alcanzan las pupilas

para llorar más rosas negras.

 

Desde las raíces del dolor,

ella

ya no destila lágrimas,

sino

ojos infinitos:

noches y noches de líquida soledad.

 

 

 

Cauce del latido rojo

Desde arriba ―cualquier cielo―,

sangre: destilación

de un río morado

goteando en avenidas, carteles

herrumbrosos.

Sangre y más sangre

discurriendo calles abajo.

Sangre

entre profundos baldíos y

ramificándose en la alta noche.

Sangre

manando de su brillo la locura

desde toda ventana. Sangre

derramándose por escaleras

de auxilio. Sangre en los techos,

besando los tejados. Sangre impasible,

danzando aérea, desesperada.

Sangre líquida, sangre coagulada

de luz,

que ilumina y hace arder el asfalto

por donde va y viene más sangre.

Toda la sangre, sombras de sangre

flameando en torrentes,

en tinieblas de viscosos abismos.

Viñas de sangre, espíritus

que gotean su mar más rojo

mientras alguien se ahoga.

Sangre, sangre temblorosa

en la cima de las rosas idas.

Sangre que ya rebasa, que ya inunda

el corazón de un agrietado navío.

Sangre ―agua del dolor―

de un mundo abriéndose.

Sangre:

lluvia de mí hacia tus manos.

 

 

* Javier Rodriguez nació en Merlo, provincia de Buenos Aires, en 1975. Publicó el libro de poemas La rosa líquida (Huesos de jibia, 2011).

En el cajón del después eterno guarda tres libros inéditos de poesía, que todavía sigue corrigiendo.

También escribe cuentos. Y ahora —encima— está viviendo y escribiendo una novela.

Es propietario del blog Thebarcoebrio.blogspot.com

 

 

Iletradas gentes de letras

Entrevista de Adriana Santa Cruz, del Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea, a Marcelo di Marco.

¿Qué opinás de lo que se suele llamar «coma de sentido», es decir,  esa que aparece en ubicaciones no recomendadas por la normativa de la lengua? El autor suele argumentar que esa coma “es necesaria» y, muchas veces, tiene razón.  El problema es que, en una novela, por ejemplo, puede haber cientos de comas «necesarias» (un ejemplo muy común es el de la coma que separa el verbo del circunstancial que queda pospuesto a dicho verbo). ¿Cuál dirías que es el límite? ¿Podrías hacernos alguna recomendación para revisar este tipo de puntuación?

La aplicación del sentido común marca la diferencia. El escritor siempre va a optar por lo adecuado antes que por lo correcto, y de ahí los problemas con que se topa el corrector, profesional que debe de tener muy aguzado dicho sentido común.  Mi recomendación general es evitar las comas en oraciones brevísimas (salvo las necesarias y obligatorias comas del vocativo, por ejemplo). Pero lo que más conviene es que el corrector se ponga en la piel del autor y tenga en cuenta la acción que se está describiendo. Me explico mejor con un caso. Si yo digo “Rápidamente agarró las llaves, y con ímpetu salió de la casa”, la norma dice que debo escribirlo así: “Rápidamente, agarró las llaves, y, con ímpetu, salió de la casa”. Pero, ante esa invasión ocular de comas obligatorias, el sentido común del corrector debe prevalecer, y proponer: “Rápidamente agarró las llaves, y con ímpetu salió de la casa”. Eso sí: noten que tal corrector ideal conserva la coma obligatoria que debe ir sí o sí después de “llaves”, pues marca la flexión natural entre las dos acciones, y de paso convirtiéndolas en una sola para transmitir mayor rapidez. Es el caso de la segunda oración de la pregunta: “El autor suele argumentar que esa coma ‘es necesaria’ y, muchas veces, tiene razón”, podría escribirse así: “El autor suele argumentar que esa coma  ‘es necesaria’, y muchas veces tiene razón”, que le confiere a la frase un ritmo más fluido. Insisto con lo del sentido común: conviene que la corrección sea rápida, pero no atolondrada. La coma de sentido debe respetarse sólo si ayuda al escritor a evitar una ambigüedad. Recuerden la coma de sentido de Güiraldes en las memorables palabras del final de Don Segundo Sombra: tal vez un correcto corrector le eliminaría esa milagrosa coma de “Me fui, como quien se desangra”. Pero sabemos que lamentablemente la gente que se desangra no se va; por lo general se queda muy quieta, desangrándose sin remedio hasta pasar al otro barrio. Hay todo un efecto sentimental en esa pausa propuesta por la coma. Un efecto soberbio que un corrector con poca sensibilidad artística echaría a perder.

Por naturaleza,  la literatura trasciende la normativa, pero,  actualmente, parecería que se ha vuelto más “transgresora” que nunca. ¿Pensás que los correctores deberíamos flexibilizarnos en algún aspecto en especial? ¿Creés que hay nuevas tendencias “de ruptura” a las que deberíamos adaptarnos? Si es así, ¿cuáles serían?

Buena pregunta. Ante la actual, dolorosa y paradójica invasión de iletradas gentes de letras que estamos padeciendo (valga la anfibología), el corrector debe plantarse frente al editor y decirle, con la mayor de las franquezas: “Sinceramente, no sé qué quiso decir este señor”. O bien: “Simplemente, no puedo trabajar si no es reuniéndome con el autor, a ver qué cazzo quiso decir”. Eso, cuando fallan esos dos infalibles instrumentos que son el contexto y el sentido común. Se ha visto últimamente alguna voz alzándose contra la pobrecita y humilde hache intermedia, que nunca le pegó a nadie. De triunfar la tendencia a eliminar la hache, los poetas ya no podrían hacer que el lector diferencie “álamos deshojados” de “álamos desojados” (esto es, álamos sin ojos). Como siempre digo en mis libros sobre escritura, el contexto manda. En mi perfil de autor de ficciones, en esta etapa de mi carrera tengo un estilo muy “conservador”, que mis lectores agradecen. El tono general del libro y mis actuales características de estilo tienen que ser tenidas en cuenta por el corrector cuando se tope con un cuento como este, por ejemplo, que les dejo como primicia e instrumento de reflexión. El relato, absolutamente inédito, se titula “Papilla”, y pertenece a un libro de cuentos que estoy escribiendo: Nunca la soledad fue tan oscura ©, en el que todos los cuentos (menos este, desde luego) están escritos respetando las normativas del caso, tanto desde lo correcto como de lo adecuado. Aquí va:

Papilla

Por Marcelo di Marco *

ahora que me dieron en brazos a la beba ya van a ver cómo soy capaz yo de cuidarla desde este sofá yo la loca de la familia yo la separada sin tener ni el secundario yo ganando un sueldo de mierda yo la que hace mil años tuvo un marido que se estaba cogiendo a la vecina durante dos años enteros delante de sus propias narices yo a la que el hermano vivía tocándole el culo cada vez que pasaba al lado el hijo de puta que él se casó bien y se recibió de arquitecto y vive en este departamentazo y tuvieron con la cheta de la mujer un hijo precioso que les dio esta primera nieta preciosa que tiene olor a bebita preciosa como todas las bebitas preciosas yo que no me pesa nada en estos brazos de laburanta que jamás llega a fin de mes mientras estos mierdas me están refregando en la cara su reputísima guita y yo se me ocurre levantarme despacio entre los parientes que ya están brindando en esta fecha inolvidable del Año Nuevo que será más inolvidable todavía gracias a yo que ahora me decido a levantarme del sofá con la beba en brazos yo que no le doy bola a la mujer de mi sobrino que se me cruza y me dice viste tía Elena qué linda gordita y yo que no pude tener ni un puto hijo por el aborto que me hicieron de pendeja yo no le contesto un carajo a la madre de la beba y yo saliendo ahora al balcón con la beba en brazos y en el aire ya la beba y doce pisos

*Marcelo di Marco (Buenos Aires, 1957) es un escritor, poeta, cuentista y ensayista argentino. En 1979 comenzó a coordinar grupos de escritura. Fue cofundador de la Escuela Literaria del Teatro IFT. En 1994 lanzó su primer libro de cuentos, El fantasma del Reich, con el que ganó el concurso de la Fundación Antorchas. Entre 1996 y 1997 coordinó talleres de literatura fantástica en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Asimismo, dirigió el taller literario de la Universidad de Belgrano durante varios años. En 1997 publicó el best-seller Taller de corte y corrección, ameno ensayo sobre técnicas de escritura literaria. En 1999 le siguió Hacer el verso, enfocado en la poesía. En 2002, en colaboración con la profesora Nomi Pendzik, Di Marco sintetizó su experiencia en la formación de escritores en dos libros destinados al trabajo en aulas: Atreverse a escribir y Atreverse a corregir.

Serendipias en Palermo Viejo

 Por Luis Lezama Bárcenas*

 

 

Era de noche, y estábamos saliendo del Centro Cultural de la Cooperación junto con Octavio Fernández** y Carlos Bustos, compañeros del TCyC. Ahí, a sala llena, Fernanda García Curten acababa de entrevistar a Marcelo di Marco acerca de su más reciente libro de cuentos: La mayor astucia del demonio. Marcelo, feliz por lo bien que había estado el evento, nos invitó a comer pizzas en el dimarkenbúnker. Con “El Niño” Octavio y Carlos intentamos parar un primer taxi para que nos llevara, pero tuvimos la fortuna de que el taxista, muy descortésmente, no se detuviera y nos dejara a los tres en fila, y en vano, cada uno con un brazo al aire.

Minutos después, una nueva ola de autos, veloces y fulgurantes, volvió a fluir por Callao. Ahí venía nuestro taxi, el señalado por los dioses.

Después de subir, lo primero que hicimos fue quejamos con el chofer acerca del primer taxi, el que no nos había llevado el apunte. No debe haber nada más fácil que proferir insultos contra un taxista, miembro de un gremio odiado en casi todo el mundo.

Después de la disculpa del taxista, en nombre de su colega, nosotros dejamos de hablarle. Le dimos la dirección, Santa Fe y Jorge Luis Borges, y olvidamos su existencia en este mundo.

Como suele suceder cada vez que se escucha alguna entrevista de Marcelo, los tres estábamos impacientes por hablar de lecturas, cuentos por escribir, ideas que no terminan de cuajar y cosas semejantes. Enseguida ahondamos en las inseguridades frente al posible funcionamiento de un cuento que aún no hemos escrito o que, por lo menos en mi caso, no hemos querido escribir. También nos referimos a la manía de darles vueltas a las ideas una y otra vez, desconfiando de ellas. O, lo que es lo mismo, de nosotros.

Siempre en camino a lo de Marcelo, Octavio ya había contado los argumentos de dos o tres de sus cuentos. Yo había confesado tener un relato muy parecido a uno que Marcelo recién había leído en la entrevista, y Carlos nos avanzaba los cambios que le había hecho a un cuento leído en el taller. Yo retomé mis dudas, admitiendo que la historia en proceso de escritura no tenía título. Ya les había contado a mis acompañantes la imagen que lo disparó: un anciano con la boca llena de sangre y que pasó de largo como si nada, en la estación de trenes de Retiro. ¿Se había caído contra el asfalto, contra algún peldaño de las escaleras que acribillaban la estación? Yo no tenía idea de lo que podía ser, pero en ese momento creía que podría dispararme alguna historia de vampiros. Así se los conté a Octavio y a Carlos, quienes se quedaron pensando en la imagen y sus posibles bifurcaciones, sin hacerme ningún comentario apresurado. Entonces fue cuando nos agarró un semáforo, y el taxista nos interrumpió. Dijo, sin que nadie hasta ese momento le hubiera preguntado ni la hora:

—Ponele “Calle 13”, flaco.

Vi sus ojos en el retrovisor, fijos en mí. Al principio no entendí de lo que hablaba. Lo primero que se me ocurrió fue: Este nos está confirmando algo acerca de la dirección que le dimos.

—¿Qué? —dije, y al mismo tiempo miré a Octavio y a Carlos, en busca de respuesta.

—Ponele “Calle 13” —repitió el taxista, y el semáforo cambió a verde—. Al cuento tuyo, el del vampiro jovato, ponele así: “Calle 13”.

Yo estaba agradecido por la ayuda, pero no terminaba de entender. No sólo el título y su posible eficiencia, sino el momento que vivíamos.

—Gracias —atiné a decir.

No evalué su consejo. En realidad, no hice nada. Octavio y Carlos tampoco.

Él sí que siguió hablando. Afortunadamente. Porque lo que vino fue, más que un taller literario a bordo de un taxi, una lección de vida.

—En cuanto a tu historia… —le dijo ahora a Octavio, y entonces le hizo la correspondiente devolución, y le tiró resoluciones posibles. Citaba autores, películas, series―: Es como aquel cuento de Cortázar, “Axolotl” … ¿Leyeron “Las ruinas circulares”, de Borges? … En un episodio (dijo “un episodio”, y no “una parte”) de The Walking Dead hay algo parecido a tu argumento.

Y así fue hablando y hablando durante el resto del camino. Nosotros no nos atrevíamos ni a consultarnos con la mirada: cualquier gesto de de-dónde-sacaron-a-este-personaje podría llegar a ofenderlo, romper el hechizo de aquel viaje insólito.

Llegamos al destino. La calle no podía ser otra: Jorge Luis Borges, donde vive nuestro maestro, Marcelo di Marco. Octavio y Carlos se bajaron primero, y yo fui el que junto el dinero para pagarle. Cuando me dio el vuelto, repitió:

—No olvidés lo que te dije del título del cuento. Esa calle, la Calle 13, es la que está ahí justo al lado de Retiro. Es una porquería. Está plagada de crotos y vendedores de droga. Tu vampiro podría vivir la historia ahí, podría ser alguna especie de justiciero moderno que va o viene de esa calle, la 13.

Caminando hacia donde Marcelo, ninguno de los tres dejaba de hablar del momento. ¿Podría ser verdad? ¿Un taxista que recorre las calles soñando con estar sentado frente a un escritorio escribiendo historias? ¿Un taxista que, en sus ratos libres, lee a Cortázar, a Borges y a otros grandes autores de la literatura universal? Sí, habíamos sido afortunados al encontrarlo. No sólo nos había hecho geniales comentarios y sugerencias para nuestras historias, sino que también nos había hecho vivir una historia. Ignoro si Octavio al final escribió aquel cuento, si Carlos terminó el suyo. En cuanto a mí, debo admitir que no tengo escrito “Calle 13”, ni sé si lo escribiré algún día. Lo que sí sé es que, en ese mágico viaje, los tres recibimos algo.

Minutos después, caminando sobre la Calle Borges, mientras nos acercábamos hacia la casa de Marcelo, yo mencioné por alguna razón a ese chileno genial que fue Roberto Bolaño. Octavio me preguntó si le sugería algún libro de él. Yo le dije que se leyera los Cuentos Completos o su excepcional Los detectives salvajes. Octavio quiso decir algo, pero una voz, que no era la de Carlos, se metió en la conversación:

Los detectives es buena, pero mejor leé 2666. Te va a encantar.

«Hay momentos para recitar poesías y hay momentos para boxear»

Roberto Bolaño

Era un tipo que caminaba unos pasos atrás de nosotros. Venía cargando una bolsa con verduras. Aceleró y se nos puso al lado, y siguió recomendándole libros de Bolaño a Octa. A las dos cuadras se despidió y dobló para meterse en un edificio. Veníamos de una entrevista a un escritor, nos subimos a un taxi donde recibimos un taller literario, y ahora un tipo, un perfecto desconocido, nos hacía recomendaciones de libros en la calle.

Y no. No nos detuvimos en un chino a comprar refrescos y vino y recibimos del cajero asiático un pequeño recital de haikus en lugar del vuelto que se suele dar en “calamelos”. Pero con la noticia del “escritor del subte”, Enrique Ferrari —un escritor argentino ganador de varios premios internacionales que, por las noches, trapea la estación Pasteur de la línea B del subte—, tengo la certeza de que si hubiésemos optado por irnos en subte en lugar de tomar un taxi, tal vez nos hubiéramos hallado con un tipo barriendo la estación que, después de escucharnos hablar de literatura, nos hubiera interrumpido, escoba en mano, para hacerle arreglos a los cuentos que discutíamos con mis compañeros. Y, por si eso fuera poco, seguro nos habría mandado a alguna librería a comprar cualquiera de sus policiales para que viéramos que sabía de lo que hablaba.

Tal vez, quién sabe, nos hubiera sucedido algo incluso más asombroso que lo que yo viví o puedo imaginar. En Buenos Aires nunca sabés. Con la cantidad de gente que veo leyendo en el subte, en los colectivos; con la cantidad de librerías que hay —455, según el último censo—; y con la cantidad de talleres literarios que existen —dicen que, en Buenos Aires, si tirás una piedra, seguro le pegás a dos talleres literarios como mínimo—, he llegado a creer que en esta ciudad todos o bien son escritores o quieren ser escritores. Como aquel buen taxista que recién nomás nos había dado cátedra acerca de Composición y Teoría Literaria, y sin cobrarnos más de lo que marcó el taxímetro:

—92.57 marcó —dijo, señalando con el índice el aparato en el borde superior derecho del auto, los números digitales en rojo—. Pero déjenlo en 90 pesos, chicos. Cuídense. Y escriban.

 

 

Luis F. Lezama Bárcenas (1995, Tegucigalpa, Honduras). Publicó su primer poemario El Mar no deja olvidar en 2013, apoyado por el escritor hondureño Julio César Anariba (Q.D.E.P.) y el colegio de donde se graduó, Dowal School. Ha presentado su obra en instituciones de Educación Media y Superior, destacando la  UPNFM, prestigiosa universidad de Honduras, a la que fue invitado por Juan Medina Durón (Q.D.E.P.), reconocido literato hondureño y corresponsal de la Real Academia Española. En 2015 integró la I Antología Argonautas, de Editorial Argonautas (España), que fue difundida en formato físico y digital. Fue seleccionado para conformar la Antología Pluma, Tinta y Papel en el IV Concurso de Microrrelatos, editorial Diversidad Literaria (España). Obtuvo la medalla al mérito “Gabriel García Márquez” en el XI Concurso Internacional de Cuento 2016 “Ciudad de Pupiales”, organizado por la Fundación Gabriel García Márquez, con su relato “Bañar al bebé” (publicado en FIN http://fin.elaleph.com/articulos/banar-al-bebe-el-cuento-de-luis-lezama-que-gano-un-concurso-internacional.) Actualmente estudia Comunicación en la Universidad de Buenos Aires, y asiste a la prestigiosa escuela de escritores Taller de Corte y Corrección.

 **Octavio Fernández nació el 11 de septiembre de 1995, en Corrientes Capital, Argentina. En 2005 se mudó con su familia a Ciudad del Este, Paraguay. A finales de 2011, a los dieciséis años, se inició con la lectura, y descubrió que quería ser escritor. En 2013 volvió a Corrientes, y en 2015 se mudó finalmente a la Ciudad de Buenos Aires, donde comenzó a estudiar cine en el Cievyc; en marzo de ese mismo año, pasó a formar parte del Taller de Corte y Corrección. Puedes leer uno de sus cuentos publicados en FIN acá: http://fin.elaleph.com/articulos/la-mas-terrible