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Pequeño homenaje

Hoy se celebra en Argentina el Día del Padre; hace poco, conmemoramos el Día del Escritor. Por eso también en FIN recordamos ambos acontecimientos, en la figura del gran amigo escritor Pablo Martínez (1969 – 2009)**, con este homenaje de su hija.

 

 

Por Miranda Martínez *

 

Todos conocemos a Borges, Galeano, Verne, Dumas, Doyle o Pablo Neruda; lo que voy a compartir es un acto de admiración, pero no a ellos, no es para los famosos sino que es una ofrenda para los desconocidos.

Esta sencilla distinción es para el escritor oculto, ese que no se sabe de su existencia pero que está disfrazado de un tipo común camuflado en la sociedad.

Parece un hombre cualquiera, con esposa e hija, rodeado de amigos de toda la vida y un trabajo estable. Es alto –al menos así lo recuerdo– , de tez clara y pelo oscuro, ojos verdes –diría– y una hermosa sonrisa. Tiene una marca distintiva: una mancha peculiar color café con leche en la mano izquierda. Todas las noches me leía. Lástima que no logro retener su voz.

Había un lugar donde se quitaba el antifaz y solo se veía su verdadera profesión; como dijo su maestro, “era un escritor de raza, nervio y garra creadora”.

Quizás para la mayor parte del mundo este hombre pasó inadvertido, tal vez pocos tuvieron la posibilidad de conocerlo; y sin embargo, en esa pequeña multitud, su vestigio es indeleble.

Dos frases que este misterioso escritor deja entre ver en un mensaje a su mentor son las que caracterizan a todo literato: “…el proceso en sí es un placer, al margen del resultado” y “desde ya que quiero encontrar mi voz, pero una voz que le dé placer a alguien más”.

La pluma es el arma más peligrosa, y son pocos los héroes que la portan. Algunos de ellos son reconocidos. Pero para mí, sólo hay uno…

Con el mayor de los respetos, nuevamente tomo una frase del maestro Di Marco: “Y que nuestro principal homenaje sea leerlo y disfrutar con sus historias, pues así es como mejor se le rinde tributo a un escritor”.

 

 

* Miranda Martínez nació el 9 de noviembre de 2001, en Misiones, Argentina. Hija de Pablo Martínez y Paula Barrios, desde muy pequeña se introdujo, de la mano de su padre, en el fantástico mundo de la literatura.

A partir de 2014 comenzó a escribir cuentos, y en 2017 se consagró campeona, en prosa, del Certamen Nacional “Cuentos con Cuentas” llevado a cabo por O.M.A (Olimpiada Matemática Argentina).

 

 

* * Para conocer más acerca de Pablo Martínez, los invitamos a leerlo en http://foro.elaleph.com/viewtopic.php?t=40991&start=0&postdays=0&postorder=asc&highlight= y en http://fin.elaleph.com/los-fabuladores/cucu

 

 

 

Sztajnszrajber, el metafísico reprimido.

Por Pablo Grossi*

Darío Sztajnszrajber habló en el Congreso, en el marco de las audiencias sobre el proyecto de ley para legalizar el aborto. Quienes llevamos un tiempo leyendo y escuchando a este personaje estamos habituados a sus alocuciones marketineras y contradictorias. A lo largo de todo un programa, estas contradicciones quedan un tanto diluidas; pero los siete minutos que tienen los oradores del Congreso lograron algutinarlas y, por tanto, exponerlas de manera más patente. Es una pena, en verdad, porque a veces me sorprendo encontrando cosas interesantes en los numerosos capítulos de su libraco, o en sus programas. No fue el caso. Un detenido análisis de este discurso y una reflexión más profunda en torno a él justifican lo que digo. Allá vamos:

“Cuando estudié filosofía en la facultad, di con un libro de un pensador norteamericano, cercano a la tradición liberal, llamado John Rawls, un libro denominado «Justicia como imparcialidad», y el subtítulo decía «Política, no metafísica». Siempre me resultó intrigante la segunda parte del título. ¿Qué significa la expresión «Política, no metafísica»? ¿Y qué significa en relación a la justicia de una sociedad? Significa que para ciertas cuestiones que atañen a la vida social en común, y sobre todo a las inequidades y desigualdades del orden social, no sirve discutir posiciones metafísicas, ya que nunca nos vamos a poner de acuerdo”.

En la historia de la filosofía vamos a encontrar montones de acuerdos. Incluso los podemos encontrar entre pensadores y líneas que presentan posturas aparentemente antagónicas. Por ejemplo, un Descartes, que tanto va a criticar y renegar de la escolástica en un montón de asuntos, va a seguir en continuidad con ella, a veces consiente, otras veces no —como en el caso del concepto de causalidad—. Siguiendo con la búsqueda de ejemplos, pienso en el empirismo y en el racionalismo, tan antagónicos ellos, que van a desembocar en Kant. Un Schopenhauer ateo, nihilista y angustiado frente a la existencia va a descubrir, a su manera, que el hombre tiene sed de absoluto. Lo mismo, lo mismo que más de diez siglos atrás habían dicho San Agustín o Boecio. Cada uno por caminos distintos, y sacando conclusiones totalmente contrarias. Pero coincidiendo en el hecho de que hay algo que impulsa al ser humano a buscar algo, y que existe en el interior de la persona un anhelo de satisfacción plena que nos mueve a hacer todo lo que hacemos. Por otro lado, el neoplatonismo, pagano y panteísta del siglo II d. C. será una gran influencia de la metafísica de Santo Tomás en el siglo XIII. Y así podemos estar un largo rato. Perdón, pero yo no me pongo de acuerdo con los que dicen que no nos podemos poner de acuerdo. Ojo: tampoco pretendo caer en el facilismo eclético de asegurar que “todo es conciliable con todo”. No. Lejos de mí semejante disparate. Ni un extremo (“no es posible ponerse de acuerdo en cuestiones metafísicas”), ni el otro (“todo es conciliable con todo”). El equilibrio está en la búsqueda de una sabiduría perenne, que rescate lo valioso de cada uno.
“¿Qué es una posición metafísica? Metafísica es una palabra que viene del griego, y que quiere decir: aquello que está más allá de la física. O sea, de la naturaleza”.

Definir a la metafísica solamente como aquello que está más allá de la física es quedarse en una anécdota del siglo primero (Andrónico de Rodas compiló los apuntes de las clases de Aristóteles acerca de la “proton philosophia” y los ubicó “más allá de los libros de la física”). Esta disciplina va mucho más allá de ese aspecto etimológico. La metafísica estudia la totalidad de lo que es. Estudia el todo. Metafísica es la filosofía propiamente dicha. En ese todo está incluido el ser humano. Eso significa que la metafísica sirve de base a la antropología filosófica. A su vez, de la antropología filosófica se desprende la ética. Y de la ética nace la política. Hagamos el camino inverso: toda teoría política parte de una determinada noción del bien y del mal, es decir, de una ética. Incluso la teoría política de aquellos que niegan la existencia del bien y del mal va a considerar a algunas acciones como aceptables, y a otras como repudiables. Pero esta noción del bien y del mal va a surgir de una determinada idea sobre el ser humano. Porque el único capaz de obrar bien u obrar mal es el hombre. Y, por fin, el hombre se descubre inserto en la totalidad de lo que es. El hombre es parte de la totalidad. Recapitulamos: de la metafísica se desprende una antropología filosófica; de la antropología filosófica se desprende la ética; y la ética es la que va a dar marco conceptual a la política. Es falso, por tanto, pretender una política desligada de la metafísica. Ahora bien, a la hora de legislar, a la hora de dictar leyes y de hacerlas cumplir, siempre —querámoslo o no, reconozcámoslo o no, de manera implícita o explícita—, siempre vamos a estar partiendo de un supuesto sobre qué es la totalidad de lo real. Sobre qué es el ser humano. Sobre qué es el bien y el mal. Ciertamente, no son los políticos los encargados de dirimir en torno a estas cuestiones (de lo contrario, serían filósofos, y no políticos). Pero los políticos van a apoyarse en lo que dicen los filósofos: toda concepción política supone una concepción metafísica. Incluso la concepción política de aquellos que niegan la metafísica. Pues negar la metafísica es, de alguna manera, dar una respuesta a la pregunta por el todo. Negar la metafísica implica plantear una postura sobre el ser humano. Y, por tanto, sobre el bien y el mal.
Pensemos en la vida cotidiana. Incluso aquellos que niegan la existencia del bien y el mal, parten de una idea sobre el bien y el mal, y esto se pone de manifiesto en la conducta diaria: hay cosas que hacemos todos los días y hay cosas que rechazamos; hay cosas con las que estamos de acuerdo y cosas con la que no; hay cosas que buscamos y hay cosas que combatimos. Y en este obrar se esconde una determinada postura acerca de lo que está bien o está mal.
Es cierto que el debate metafísico no lo van a dar los diputados ni los senadores. Pero la idea de que la metafísica no tiene nada que ver con el debate es insostenible. Y es triste que el que la manifieste sea un filósofo. Porque si esta idea fuera cierta, ¿qué hace un filósofo hablando sobre el tema? Si es coherente con su postulado, debería hacerse a un lado y dejar que sólo hablen los políticos…

“La metafísica es una concepción de las cosas que excede toda posibilidad de comprobación última y que, por ello, termina siempre autojustificándose a sí misma”.

Ya advertimos sobre la falsedad de decir que nunca podría haber acuerdo entre posturas metafísicas. Otro ejemplo que me viene a la mente: los manuales clásicos de historia de la filosofía antigua nos plantean en dos esquinas antagónicas al pensamiento de Parménides y al pensamiento de Heráclito. Ahora bien, estos dos pilares de la metafísica occidental, aparentemente irreconciliables, van a ser el fundamento del pensamiento de Aristóteles: aquello que aparecía contrapuesto termina siendo la base de la teoría hilemórfica.
Como ya dijimos, negar la posibilidad de la metafísica es una forma de metafísica. Quien cierra las puertas a la posibilidad de acceder a la estructura de la realidad está diciendo mucho, muchísimo, sobre la totalidad de lo que existe. O sobre las posibilidades del ser humano de acceder con certeza y verdad a esa totalidad.
La metafísica sí puede tener comprobación. Si no, sería teología en lugar de metafísica. En la vida diaria, por ejemplo, se nos presenta una y otra vez el principio de causalidad: cuando pongo los fideos en el agua hirviendo, estos se cocinan; cuando un colectivo frena de golpe, los pasajeros se van para adelante, etc. El principio de causalidad nos dice que “todo efecto tiene una causa”. Otro ejemplo: los conceptos de acto y potencia, medulares de la metafísica realista. Todo lo que es, en tanto que es, es algo en acto. El agua fría es agua fría en acto. El niño es niño en acto. Pero, el agua fría es agua caliente en potencia. El niño es adulto en potencia.
Esto no nos exime del hecho de que cada metafísica parta de ciertos supuestos. Pero en el peor de los casos, si se desconfía de estos, habría que decir que el asunto es discutible. Por más que los siete minutos te apuren, no resulta admisible —ni honesto— decir con tanta liviandad que no se puede justificar a la metafísica. Pues esa misma afirmación es, en cierto sentido, una afirmación de índole metafísica. Y no se puede comprobar sino autojustificándose: el mismo procedimiento que el autor impugna.

“Por eso nunca podría haber acuerdo entre posturas metafísicas. Por ejemplo, jamás un creyente y un ateo se pondrían de acuerdo en temas como la existencia de Dios, o la existencia del alma o el origen del universo. Pero, para peor, tampoco podría haber acuerdo sobre los criterios que posibilitarían un acuerdo. ¿Qué quiero decir? La discusión entre un ateo y un creyente no se dirime sacándole una fotografía a Dios, o llevando a un médico para que revise la espalda de los ángeles.

Por definición, el creyente y el ateo van a discrepar en temas como la existencia de Dios. No obstante, pueden llegar a un montón de acuerdos en otras cuestiones. No hay que ver a las oposiciones como rivalidades insuperables. De hecho, un ateo puede tranquilamente ser ateo y aceptar la existencia del alma. O aceptar preceptos morales básicos, compartidos con el creyente.
El debate acerca de la existencia de Dios no se puede resolver sacando una fotografía a Dios, ciertamente. Pero para el debate sobre el aborto aporta mucho una ecografía.

“Es clarísimo el ejemplo del juicio de Galileo, cuando el cardenal Belarmino lo interroga y le saca el telescopio con el que Galileo pretendía probar sus teorías, y mirándolo a los ojos y con el telescopio en la mano le dice: «¿Usted me va a decir que hay más verdad en este pedazo de lata que en la Palabra de Dios?»”.

El caso de Galileo es un clásico caballito de batalla para atacar a la Iglesia de distintas maneras: ya sea para condenar al nunca suficientemente maléfico tribunal inquisitorio, como para hablar sobre la supuesta contradicción entre la religión y las ciencias. No me detendré en ello acá, pues es largo y otros ya han zanjado ambas cuestiones muchísimo mejor de lo que yo podría haberlo hecho (Recomiendo para este asunto y tantos otros el siguiente sitio: http://www.quenotelacuenten.org/2014/08/02/el-caso-galileo/). Lo que sí nos interesa para este caso es que la teoría de Galileo pudo ser aceptada años más tarde de su incidente con el cardenal Bellarmino, y se encontró la manera de llegar a un acuerdo entre lo que decían las Sagradas Escrituras y lo que decía la ciencia. Lo que nos deja esto como enseñanza es que puede haber acuerdo, y que de hecho lo hubo, y que hasta el día de hoy lo hay, y lo seguirá habiendo, necesariamente.
“Claro”, nos diría un biempensante moderno, “cuando la religión se ve acorralada, no le queda más remedio que ceder y aceptar”. En realidad no es ese el asunto. Porque la Iglesia que aceptó la teoría heliocéntrica tenía tanto o más poder que la que condenó a Galileo. En realidad, la filosofía es la que obra como mediadora en este caso —como en tantos otros—, para armonizar lo que se dice de un lado y del otro. Lo hace de dos maneras: en primer lugar, a través de la delimitación epistemológica. ¿Qué significa esto? Que cada grupo de saberes tiene sus propios objetos de estudio. Así pues, a la ciencia le corresponde hablar del mundo físico, y a la teología de aquello que Dios reveló, y que resulta indispensable para la salvación del hombre. Y va hablar del mundo material, en cuanto es creado por Dios. Y en cuanto constituye el escenario desde el cual el hombre se salvará. Pero si la Tierra gira o es el Sol el que lo hace, no cambia en nada a lo esencial de la doctrina cristiana. Y ahí está el segundo papel de la filosofía en la colaboración para superar estos conflictos entre la fe y la razón: ¿qué es lo esencial? Si bien constituye un tema teológico decir qué es lo esencial de la teología, es una actitud filosófica la que nos permite dirimir la cuestión.
Volviendo al caso del heliocentrismo, se empezó a aceptar la teoría gracias a la evidencia científica: la demostración que no supo dar Galileo en su momento la dieron otros un par de años más tarde. Cuando hay evidencias, solo la terquedad y la falta de honestidad intelectual pueden conducir a un rechazo de la verdad. Así pues, es la ciencia la que demuestra hoy que hay vida humana desde la concepción. Resulta muy contradictorio desgarrarse las vestiduras frente al cardenal Belarmino por no aceptar los avances de Galileo hace quinientos años, y luego rechazar las evidencias que hoy nos dan la genética y la embriología acerca del inicio de la vida.

“¿Cómo podríamos ponernos de acuerdo si ni siquiera hay acuerdo sobre lo que es un acuerdo?”.

Decía San Agustín: sé lo que es el tiempo, hasta que alguien me lo pregunta. De la misma manera, cuando hablamos de llegar a un acuerdo todos entendemos muy bien a que nos estamos refiriendo. La logomaquia recurrente es uno de los motivos por los cuales a veces odian a los filósofos. Y con razón. En la vida cotidiana, en el Derecho, en las relaciones interpersonales se efectúan permanentemente acuerdos, sin que haya que definir qué es un acuerdo. La palabras “que” también es utilizada siempre, hasta inconscientemente, y a nadie se le ocurre definir a ese “que” para poder usarlo. Ojo: van a surgir las discrepancias en los acuerdos. Incluso pueden fracasar: a nivel personal, a nivel país, a nivel internacional… Pero si fallan los acuerdos no es necesariamente por la ausencia de la definición de lo que es un acuerdo, sino por sus condiciones, por sus particularidades, por su cumplimiento o incumplimiento.

“Hasta incluso me atrevo a decir que hay posiciones cientificistas que también suponen u ocultan una metafísica”.

¡Epa! ¡Qué atrevido! Chocolate por la noticia, Darío: sin duda, hay posiciones cientificistas que también suponen u ocultan una metafísica. El mecanicismo, por ejemplo, que nació con Demócrito y Leucipo allá en la antigua Grecia es, de alguna, manera el germen primitivo del actual cientificismo y del actual mecanicismo. Una metafísica —aplicando la terminología aristotélica— que omite las causas formal y final, y que explica el todo a partir de la pura materia y de aquellas energías que la mueven. Es decir, que limita la metafísica a las causas eficiente y material. Eunuca, pero hay una metafísica.
También hay posiciones psicológicas que ocultan una metafísica. La Logoterapia, por ejemplo. Fue fundada por Viktor Frankl, un psiquiatra de origen judío que sobrevivió al campo de concentración. Su experiencia lo hizo desarrollar una teoría y praxis psicológica que plantea al paciente una búsqueda de sentido a la vida (logos significa “sentido”). Pero el concepto de sentido es un concepto de la metafísica, vinculado a la ya mencionada causa final.
También hay teorías políticas que suponen una metafísica. Así, el concepto de dialéctica, presente en la teoría marxista, es un término de la filosofía platónica, al cual Hegel le dará toda una resignificación, que será luego recogida por Marx. Marx, el mismo que hizo su tesis de licenciatura en Demócrito y Leucipo. Marx, quien caerá en una metafísica mecanicista. Marx, héroe de algunos posmodernos (de algunos, no de todos).
¿Ciencias, psicología y política suponen una metafísica? ¡Voilà! ¡Sí! Todo supone una metafísica. Porque la metafísica estudia el TODO.
Ahora bien, el problema no está en que una ciencia parta de una metafísica. Según dijimos, eso no es un problema, sino algo inevitable. El problema aparece cuando desde la metafísica se hacen afirmaciones que exceden su ámbito (quizás a esto se refiera Sztajnszrajber), o cuando, por el contrario, las ciencias se salen de su objeto de estudio y pretenden hacer metafísica. El inicio, al menos el inicio material, de la vida humana es un tema estrictamente científico. La presencia de ADN nuevo en el cigoto lo establecen las ciencias. No hay nada de cientificista ni de metafísico en esto.

“De hecho, la misma experiencia empírica (esto es, lo que vemos con nuestros ojos de modo inobjetable) supone confiar (la palabra «confianza» tiene en su raíz la palabra «fe») en la transparencia de los sentidos. ¿Por qué admito, en última instancia, que lo que veo es lo que veo y que mis ojos acceden a la realidad tal como es?”.

Un termómetro para saber si una filosofía vale la pena o no es la bajada que tiene a nuestra vida cotidiana, con todas las decisiones que nos exige tomar. La filosofía es verdadera filosofía cuando, al olvidarnos de que estamos filosofando, tratamos de vivir según esa filosofía. ¿A qué me refiero con esto? En la vida cotidiana todos creemos en los sentidos. Ahora mismo, para leer, estamos usando la vista. Confiamos irremediablemente en ellos: no nos queda otra. En el obrar espontáneo creemos en los sentidos. Y el confiar en los sentidos es lo que nos permite (entre otras cosas, claro está) llevar a cabo nuestra existencia. Y no me refiero a vivir bien, sino a vivir a secas. Sin la confianza en los sentidos no hay vida humana posible. Cuando yo voy a cruzar la calle y veo que el semáforo está en verde para los autos, les creo a los sentidos. Y el que no les cree termina mal. Cuando voy a comer algo y los sentidos me alertan que está en mal estado, les creo. Por algo se enciende una alerta, y eso no se come. Y si yo desconfío de los sentidos, procedo y lo como, tendré que asumir las consecuencias. Todos hemos pasado alguna vez por la experiencia de creer que nuestros sentidos nos engañaron. Pero, en realidad, no son los sentidos los que engañan: es la inteligencia la que falla al interpretar los datos de los sentidos. Y, si descubrimos que hay errores, es porque justamente existe un acierto. Podemos estar horas poniendo ejemplos sobre hasta qué punto el dinamismo vital es inviable sin confiar en los sentidos: cuando un sujeto, en la vía pública, le dice obscenidades a una señorita, la señorita reacciona en función de sus sentidos. Cuando una mamá ve a un hijo lastimado, cree en sus sentidos. Cuando una mujer encuentra a su amado con otra, cree. ¿Horas? ¡Días y días poniendo ejemplos! Dudar de los sentidos es una pose pseudointelectual que sirve muy bien para los discursos y los juegos retóricos, pero que no sirve para la vida. Y una filosofía que no sirve para la vida termina siendo un artilugio lingüístico, puro onanismo intelectual. Pero no es verdadera filosofía. La verdadera filosofía es aquella que nosotros podemos hacer carne y llevarla a nuestra vida: en un sentido amplio, profundo y trascendente, o en algo tan sencillo como cruzaron la calle o comer un pedazo de pan.
Ciertamente, la palabra “confiar” tiene en su raíz a la palabra fides (“fe”). Es una burda contradicción decir que, en sentido estricto, “se hace un acto de fe” en los sentidos. Pues lo que nos muestran los sentidos se nos hace evidente. La fe, en cambio, versa sobre lo no evidente. Por definición, no se puede hacer un acto de fe en los sentidos. Yo creo en aquellas cosas que mis sentidos no me muestran. Desde este punto de vista, todos hacen actos de fe, nadie puede quedar fuera de ellos. Incluso aquel que es irreligioso o ateo hace actos de fe permanentemente. Cree, por ejemplo, en la calidad de los alimentos que le venden. Pues la calidad va mucho más allá de lo que me muestran los sentidos: un pedazo de pan puede tener buen aspecto, aroma, incluso sabor, y estar envenenado. O cuando va al hospital, allí cree que el médico es médico. Y cuando va a la farmacia, cree que el remedio que le dieron es exactamente aquel que el médico le recetó. Por supuesto: cree que el tipo al cual llamó “papá” durante toda la vida es, efectivamente, su padre. Cree en lo que le dicen los diarios: cree que por año se practican quinientos mil abortos ilegales, cree que el aborto es un derecho; cree, en fin, en un montón de cosas que por su propia cuenta no puede comprobar (para ampliar el tema de la fe de los escépticos, ver: https://www.sitajoven.com/single-post/La-fe-de-los-escC3A9pticos). Muchas veces los que reniegan de la palabra “fe” son los que hacen la mayor cantidad de actos de fe.

“Esta falta de acuerdo se manifiesta en este debate con la polémica acerca del origen de la vida. ¿Cuando comienza la vida? ¿Cuándo se trata de una persona? ¿Cuánto abarca la vida? ¿Hay vidas más importantes que otras? Cada posición va construyendo una red de conceptos asociados que siempre terminan justificando lo que previamente quería demostrar”.

Aquí se hace de manera explícita a un error bastante grosero que ya habíamos señalado: creer que la defensa de la vida desde la concepción es una cuestión que dirime la metafísica. La confusión epistemológica entre el ámbito de la metafísica y el ámbito de las ciencias empíricas. El siguiente relato es ficticio: en una pequeña isla del Pacífico, en un laboratorio, un grupo de científicos decreta que el centro de la Tierra está en la Galaxia Alfa Centauri. ¿Existirá por esto una polémica acerca de dónde está el centro de la Tierra?
Así como es falso decir que no hay acuerdos en temas metafísicos, y que a estos temas pertenece el origen de la vida, también es falso aseverar que no hay acuerdo sobre el origen de la vida: tan falso como asegurar que hay polémica sobre dónde queda el centro de la Tierra. Las ciencias han demostrado, cada vez con más fuerza, que a partir de que hay un óvulo fecundado hay un nuevo ADN, aquello que se usa para probar la identidad de un individuo. Es magistral, por lo claro y lo conciso, el documento con el que Tabaré Vázquez vetó la ley de aborto del Uruguay en el año 2008. Tabaré, hombre de izquierda, está libre de sospechas de pertenecer al fundamentalismo religioso. Pero vetó la ley. Es que tiene un pequeño defecto: además de ser político, es médico. Sabe bien que ahí hay un ser humano. Y, por tanto, le consta tanto la parte legal como la parte científica.
Decir que aquí hay polémica equivale a decir que hay polémica en torno a la esfericidad de la Tierra, solo porque existe gente que lo niega. La polémica será interna al grupo, pero no a la esfericidad de la Tierra considerada en sí misma.
Los que defendemos la existencia de la vida desde la concepción nos apoyamos en evidencias científicas, no en axiomas o postulados de la metafísica. Es por lo que dice la ciencia que nosotros estamos de acuerdo, que no tenemos ninguna duda sobre el inicio de la vida. Los que dudan, y los que no tienen consenso —ni siquiera entre ellos— son los que se manifiestan a favor del aborto.
Por otro lado, las preguntas que formula Sztajnszrajber pertenecen a órdenes distintos: ¿cuándo comienza la vida? Se puede responder desde las ciencias. ¿Cuándo se trata de una persona? Se requiere de la colaboración de la biología y la ética (“bioética”, le dicen). ¿Cuánto abarca la vida? ¿Hay vidas más importantes que otras? Sí son temas estrictamente filosóficos.
Acá dice también algo muy interesante: se va construyendo una red de conceptos asociados, que siempre terminan justificando lo que previamente quería demostrar. Pues bien, los que nos oponemos el aborto, lo hacemos como consecuencia de algo previo: como se demostró, científicamente, que hay vida desde la concepción, entonces nos oponemos al aborto. Nuestra oposición no es un punto de partida, sino la consecuencia de algo previo. En cambio, los que están a favor de la despenalización parten del hecho de que, o bien, no es vida humana, o bien, ese asunto no interesa —como sostiene este personaje—. En el primer caso, se busca cualquier argumento para demostrar que eso no es vida, con tal de legalizar la práctica. Así, nos encontramos con que en algunos países se puede abortar hasta las ocho semanas, en otros hasta las doce, en el caso de la ley que se está tratando en el Congreso, hasta las catorce… no hay acuerdo (¿te suena?). También se quieren poner algunas zonas que marquen el inicio de la vida: algunos dicen que es la actividad cardíaca —que aparece en la semana seis—, otros dicen que es la actividad cerebral… Pero en todos estos casos se estaría justificando el matar a una persona adulta que tienen corazón artificial o un marcapasos, o que está en estado de coma —y, por lo tanto, no tiene actividad cerebral—. Ello nos muestra que en realidad, para todos los partidarios de la legalización, el aborto es el punto de partida, y se busca cualquier escusa para justificar la práctica.

“No estamos hablando de otra cosa que de la posverdad”.
En todo caso, es él quien está hablando de la posverdad… Sobre el tema de la verdad y la pretensión de eliminarla se dirá algo más adelante.

“Por eso creo que el debate sobre el origen de la vida es un debate que no vale la pena dar, que no vale la pena priorizar, frente a las urgencias que el día a día nos depara la urgencia social del aborto”.

Es lógico que diga eso: para él no vale la pena, pues su postura tiene todas las de perder. Resulta tragicómico que se pueda cuestionar los sentidos, pero no se pueda preguntar cuándo comienza la vida. Y es sumamente irresponsable y cruel legislar a favor del aborto cuando se ignora adrede la respuesta. Sztajnszrajber, paladín de la rebeldía con y sin causa, del librepensamiento, nos está pidiendo que dejemos de lado un debate. Llamativo.
Asimismo, es absurdo dejar de lado la cuestión científica. ¿Cuántas son las leyes que parten de las evidencias y los aportes de las ciencias para poder legislar rectamente? Muchas. Muchísimas. ¿Podría haber Ley de Celiaquía sin los aportes de las ciencias? ¿O Ley de Glaciares? ¿O las leyes especiales de asistencia a la salud de los niños o los ancianos, o las madres? Es ridículo sacar los aportes de las ciencias de los debates legislativos. Es retroceder a la prehistoria —mucho antes de la tan temida “Edad Media”—.
Decir cuándo comienza la vida no es una cuestión menor: si justamente se quiere evitar muertes, lo que se busca es preservar la vida. Por lo tanto, resulta fundamental saber cuándo comienza esto. Porque, si no se sabe, se abre la posibilidad de que —tal vez— aquello que se esté eliminando en cada aborto… ¡sea un ser humano! Supongamos que hay una competencia de caza de patos en un bosque. De repente, un cazador ve algo que se mueve entre los arbustos, pero no sabe bien qué es. ¿Le dispara o no le dispara? Existiendo el lógico riesgo de que le dispare a otro cazador, lo mejor es no disparar hasta cerciorarse…
Luego, Sztajnszrajber afirma que el debate no es la prioridad. No. Que la prioridad es la acción. Hay que obrar. Ya. No importa lo que se hace: después vemos si estaba bien o no. Ese obrar ciego (“aborto legal YA”), a tontas y a locas, trae consecuencias nefastas. Y sobre todo en temas tan delicados —por las dudas, volvamos a decirlo: en realidad, no hay debate ni dudas acá, pues ya está demostrado que la vida comienza en la concepción—.
Las muertes de mujeres en abortos clandestinos, productos de pésimas decisiones personales —muchas veces alimentadas por situaciones desesperantes—, son la trágica consecuencia de una sociedad que les hizo creer a ellas que el crimen contra su hijo por nacer era una posibilidad. Discursos como el de Sztajnszrajber y el de los demás abortistas hacen que el aborto sea una opción más, dentro del abanico de posibilidades. Si está tan en contra de que mueran mujeres, deberían hacer causa común con la oposición al aborto, y trabajar en equipo para que no se practiquen abortos clandestinos. ¡Cuántas vidas, de niños por nacer y de mujeres, se salvarían se trabajáramos en equipo por salvar las dos vidas! Pero claro, según Sztajnszrajber, estos son temas metafísicos, en los que no podemos —¡ni debemos!— llegar a un acuerdo. Ni si quiera hay que debatirlos, nos dice.
Pues bien: si este “filósofo” decidió renunciar al mundo de las ideas para quedarse en la pura praxis, desligada de la teoría, vamos entonces a los hechos: en el año 2016, treintaiún mujeres murieron en abortos clandestinos. Es necesario decirlo: una sola muerte es más que lamentable. Pero, al lado de otros causales de muertes en las mujeres, la cifra es casi inexistente. ¿Cuántas vidas salvaríamos si todo el tiempo, todos los esfuerzos y todos los recursos que invertimos en este absurdo debate los enfocáramos en temas mucho más urgentes y prioritarios? Los accidentes de tránsito, el cáncer de pulmón, las cardiopatías derivadas de la mala alimentación y el pésimo ritmo de vida, por nombrar algunos, se llevan miles y miles de vidas todos los años.
Por otro lado, no se pueden fijar prioridades sin recurrir a la metafísica. No se puede saber “qué es lo más urgente” sin una mirada clara y profunda del todo, en la que se establezca el grado de “lo más” y “lo menos” urgente. ¿Qué es, en última instancia, lo que nos urge? Es esperable que, si renunciamos a la metafísica, sólo quede el puro capricho ideológico para marcar la agenda sobre “lo prioritario”.

“Creo que es mejor no discutir metafísica para dirimir cuestiones públicas. Dejemos las cuestiones metafísicas, que están buenísimas, para nuestra formación existencial, para la elección de vida que hacemos de nuestra forma de vida privada, para definir con quiénes queremos forjar amistades. Pero para construir un orden social y convivir con la diferencia del otro, hagamos política…”.

Es triste que semejante ninguneo a la metafísica venga por parte de un autoproclamado filósofo: está boicoteando su propia tarea. La pretensión de extirpar a la metafísica de los debates públicos resulta imposible, por la sencilla razón de que somos seres humanos. El hombre está permanentemente abierto a ser interpelado por la totalidad de lo real. Esa totalidad lo bombardea desde múltiples aristas, y con los ensayos de respuestas se va conformando la recámara interior desde la que se ve el mundo y desde donde se consideran los temas particulares. Entre ellos, los debates públicos.
Guarda, al menos, algo de coherencia con su elogio al libro de Rawls: han sido los liberales quienes han fogoneado hasta el cansancio la separación tajante de la esfera privada y de la esfera pública.
Acá hay un claro snobismo: la pretensión de dejar a la metafísica relegada a un hobby que poco y nada tiene que ver con las decisiones trascendentes, no solo de la vida privada, sino también de la pública. Por otro lado, habíamos dicho ya que la no metafísica es una forma de metafísica. Sztajnszrajber, el metafísico reprimido, nos reclama a nosotros una suerte de esquizofrenia moral, pero que él mismo no cumple: nos pide que asumamos la no metafísica para el debate público, porque así podremos convivir con el otro. Es decir, nos impone, caprichosamente, su visión del todo para el debate político. Pero… ¿en qué nos basaríamos para hacer eso? En la pretensión de la convivencia pacífica, dice. ¿Y cómo lo justificaríamos? O bien, argumentando por qué la negación de la metafísica es preferible a su aceptación, o bien imponiéndola. Si argumentamos, estamos de vuelta haciendo metafísica. Si la imponemos, chau, convivencia pacífica. ¿Cómo lo resolvemos? Asumiendo sin disimulos a la metafísica como tal. Y debatiéndola sin temor. Justamente, el debate metafísico, serio y bien encauzado, nos puede llevar a acuerdos con lo diferente, tal y como ha ocurrido en el pasado. No se va a dar en el Congreso, ni se va a dar en siete minutos. Pero la negación del debate sólo se puede lograr por la imposición de la fuerza, y en contra de la actitud natural del ser humano, que es la de hacer metafísica —somos animales metafísicos al decir de Schopenhauer—. No obstante, retomando algo esencial que ya se dijo, acá la cuestión no es tanto metafísica, cuanto científica. No es mucho lo que hay que debatir cuando la evidencia científica es clara. Más aún cuando la situación es, según él dice, urgente.
Otro detalle, quizás menor para el debate, pero que no quiero dejar pasar por alto: Sztajnszrajber nos dice que debemos dejar la metafísica para elegir con quiénes queremos forjar amistades: o sea, que si una persona parte de una metafísica distinta a la mía, yo no puedo ser su amigo. ¡Fundamentalista y aburrido! Propone ser amigo solamente de aquellos con los que se está de acuerdo. Y yo que lo quería invitar a él a tomar unas cervezas en casa…

“Saquemos a la verdad de la cuestión pública, pongámosla entre paréntesis. En nombre de la verdad se han cometido los más grandes exterminios de la historia”.

También se han cometido grandes crímenes en nombre de una supuesta justicia o de un supuesto bien. ¿También debemos eliminar al bien y a la justica? Uno puede tener mil causas nobles y tender hacia ellas a través de medios inapropiados. Ciertamente, el fin no justifica los medios. La verdad, así como la metafísica, es una cuestión inherente al modo de conocer y al modo de obrar humanos. En última instancia, ambas resultan inherentes a su modo tan particular de ser. Aunque Sztajnszrajber reniegue de la palabra “verdad”, todo su obrar, privado y público, se rige por un corpus de proposiciones que él considera verdaderas. Le sucede a él, nos sucede a todos: obramos en función de cómo percibimos la realidad. Estamos en la verdad cuando llegamos a captar la realidad tal cual es. Que “veamos mal” es otro asunto. Lo cierto es que todos nos movemos en base a aquello que se nos presenta como verdadero. Si analizamos sus discursos, sus clases, sus libros y videos, podremos inferir qué es lo que este personaje ve como verdadero.

“No pueden convivir nunca la democracia y los absolutos. No pueden convivir nunca la democracia y la verdad”

Pueden convivir, pero jerarquizando. La democracia no es un Dios, no es absoluta, no puede estar nunca por encima de la vida: si la mitad más uno está de acuerdo con matar a la otra mitad menos uno, ahí hay un problema con la diosa democracia. Si la democracia está por encima de todo y no tiene ningún límite, termina siendo una tiranía de la mayoría. Hitler, por poner un ejemplo, llegó al poder por el voto popular. La democracia no puede convivir con los absolutos, cuando la democracia es la que se torna absoluta. El bien, la verdad, la vida, la justicia… no pueden ser pisoteados por lo que la mayoría prefiere al día de hoy. Dos más dos seguirá siendo cuatro, aunque todos estén en desacuerdo. Las cuestiones que atañen a la ética y o las ciencias, por ejemplo, no surgen del plebiscito.
Cuando una persona quiere construir una habitación, no somete los planos a un plebiscito. Simplemente llama a un arquitecto. O, cuando se necesita sanar una enfermedad, tampoco se busca la opinión de la mitad más uno acerca de la cura. Y así podríamos seguir enumerando ejemplos: casos en los que no se requiere la voz de la mayoría, sino una sola voz autorizada. De la misma manera, el comienzo de la vida no se rige por el consenso de la mayoría. El recorrido de la sangre dentro del cuerpo, la composición química del universo, el proceso de digestión de los alimentos… Ninguno es inventado por el hombre: son descubiertos. Y la ciencia ya descubrió el momento en que se inicia la vida humana.

“Es que si hay una verdad, y alguien cree poseerla, entonces al otro se lo ningunea, se le quita entidad y automáticamente se lo convierte en un enemigo, en un ignorante o en un asesino”.

Ok. Si me considera enemigo, creo que no lo voy a poder invitar a tomar birra. Clichés como el propuesto, de tan repetidos, aburren. Si esto fuera cierto, la raza humana se hubiera extinguido hace rato. Todos los que defienden una idea creen estar defendiendo algo que consideran verdadero: los que defienden el aborto, creen que es verdad que “el aborto debe ser ley”, que “interrumpir un embarazo es un derecho”, y así tantas verdades más que ellos tienen. A veces, —mejor dicho: sobre todo— los que reniegan de la palabra verdad, como Sztajnszrajber, tienen un universo de verdades en base a las cuales obran. De allí que tuvieron que inventar el artilugio retórico de la posverdad, para poder justificar sus verdades, sin usar la palabra verdad.
¿Cuántos casos conocemos en los que, pese a estar paradas las personas en veredas distintas, pueden convivir e incluso debatir de manera respetuosa? Los contraejemplos que seguramente también conocemos no invalidan la posibilidad, e incluso la realidad, del respeto en medio del disenso.
“Se lo ningunea, se le quita entidad” ¿No es acaso esto mismo lo que Sztajnszrajber hace con los niños por nacer? ¿No se los cosifica? ¿O se los ignora por completo? ¿No se pone su vida por debajo de un hipotético derecho? Si me ningunean a mí, tengo recursos de sobra para defenderme. Pero el niño por nacer está totalmente desprotegido.
Por último: ¿cómo se hace para “sacar de en medio a la verdad”? ¿Ignorando por completo los aportes de la ciencia? ¿Con qué criterio posverdadero nos manejaremos? ¿Por qué con ese criterio… y no con otro? ¿Cómo justificamos el criterio de su posverdad, sin recurrir indirectamente a la verdad? Es válido preguntarse estas cosas. Válido, y necesario.

“El aborto es una cuestión política, hablemos entonces de política”.

Todo su discurso, hasta ahora, fue una apología de la no metafísica y de la no verdad. ¿Y la política? Ya se ha hablado suficiente, más arriba, acerca de la imposibilidad de sacar a la ética, a la antropología y a la metafísica de cualquier debate social.

“Nuestra sociedad tiene que hacerse cargo de las desigualdades sociales que condenan a muchísimas mujeres en situación de desventaja social a la práctica de abortos en condiciones infrahumanas”.

¿Cómo fijamos las prioridades, si ya descartamos de plano la posibilidad de establecer un parámetro objetivo acerca de la totalidad de lo real? Si dijimos que no puede haber acuerdo, ¿cuál es la escala que mide las urgencias? ¿Quién dice qué es lo suprahumano, lo humano, lo infrahumano? ¿Cómo asegurar todo esto, si ya descartamos a la metafísica, a los sentidos, a la ciencia y a la verdad? He aquí una de las mayores incongruencias del discurso de Sztajnszrajber: quien clama por el fin de la verdad, ya no me puede clamar más nada. Pues, luego del velatorio y del entierro de la verdad, cualquier clamor que se haga la estará trayendo de nuevo a la vida. Quieren matar a la verdad, pues mátenla. Pero luego déjenla en la tumba: háganse cargo de su crimen.

“Cada mujer que se desangra por falta de acceso exige que el estado intervenga. Política, no metafísica”.

Hay una falacia que resonó fuerte en estos días, y acá la tenemos de manera solapada. Se llama “falsa disyuntiva”. Una incorrecta aplicación del principio del tercero excluido: “¿Aborto legal o aborto clandestino? Si estás en contra del aborto legal, entonces estás a favor del aborto clandestino”. Falsa disyuntiva. Existe una tercera posibilidad. Pero los partidarios del aborto la descartan de plano. No conciben un mundo donde se respete la vida en el vientre. Al parecer, no les interesa.
La mujer no se desangra por falta de acceso. Se desangra por haber tomado una terrible decisión —a no ser que algún criminal (un padre hipócrita y desalmado que quiere “lavar” la imagen social de su hija adolescente, un novio violento que no quiere hacerse cargo de la nueva vida ya engendrada) la haya obligado a abortar—. Sin aborto, no hay muertes. Los que equiparan un aborto con una visita al dentista, por más que pidan el aborto legal, están siendo totalmente funcionales al aborto clandestino. Nosotros, en cambio, estamos en contra del aborto, sea legal o ilegal. Tercera posición.

“La sociedad tiene que hacerse cargo de acompañar el proceso de emancipación del cuerpo de la mujer, históricamente sojuzgado y naturalizada su expropiación”.

Acá por ejemplo, se le cayó al piso toda su prédica acerca de la no metafísica y de la no verdad. Se podría decir mucho sobre estos postulados. Seremos breves: ¿matar al propio hijo es un acto liberador? ¿Cuán retorcida y perversa tiene que ser una concepción sobre la totalidad de lo real para hacer un acto de fe ciega en un postulado tan nefasto?

“La naturalización del cuerpo de la mujer como receptáculo reproductor la ha condenado a la desapropiación de su propia autonomía. Una mujer que no decide sobre su propio cuerpo es una ciudadana de segunda. Política, no metafísica”.

Hay dos posturas extremistas respecto a la relación entre maternidad y mujer: en un extremo, se concibe que la mujer “solo sirve para parir”; en el otro, que “no hay relación natural entre la mujer y la maternidad”. En última instancia, se rechaza la naturaleza. El hecho de que la mujer, desde su nacimiento, tenga ovarios, óvulos, útero y progesterona no es una construcción cultural. La libertad humana supone su naturaleza. Y, justamente, es su naturaleza la que le marca la cancha a la libertad. Yo no puedo, en nombre de mi autonomía, agitar bien fuerte los brazos y levantar vuelo cual pichón en primavera ¿Quién es el ente fascista que me lo impide? Es mi naturaleza. De la misma manera, que la mujer tenga la capacidad de acoger vida en su seno es parte de la naturaleza. Y gracias a ello se perpetúa la raza humana. Eso no implica que toda mujer esté destinada a ser madre. Pero hay algo natural, en lo físico – hormonal y en lo psicológico, que la lleva hacia eso.
Ahora bien, al hablar de maternidad, se torna necesario distinguir entre maternidad biológica y maternidad efectiva. En la mayoría de los casos, ambos roles coinciden en la misma mujer. Pero en las adopciones, por ejemplo, quien da a luz a una criatura no es quien luego ejercerá la maternidad sobre esa persona. De allí que se haga la distinción entre “mamá biológica” y “mamá del corazón”. Así pues, este segundo tipo de maternidad es el que no puede ser impuesto. Pero la maternidad biológica no puede rechazarse una vez consumada la concepción, a no ser que se mate al niño concebido: desde el momento en que se está embarazada, se es madre. Y lo que se lleva en el vientre es un hijo.

“Nuestra sociedad tiene que hacerse cargo de garantizar que cada cual pueda desarrollar en su vida privada la concepción metafísica que desee. Lo único que debe resguardar la ley es que nadie ponga su propia concepción cómo razón de Estado. Cualquier cosmovisión metafísica puede ser para quien la profese muy beneficiosa en la formación del sentido de las personas. Pero se vuelve autoritaria cuando se pretende norma universal”.

Vamos una vez más: todos tienen una determinada idea acerca de la totalidad. Sztajnszrajber también la tiene. ¿Por qué él sí puede hacer de la suya razón de Estado? ¿Por qué cualquiera que no sea la suya es autoritaria, pero la suya no? Darío, dejales la política a los políticos, como vos clamás, y dale un piso más consistente a tu pensiero debole.

Si se promulgase esta ley, la interrupción voluntaria del embarazo, nadie te va a obligar a vos que abortes. No sigas vos obligando a muchísimos mujeres a no decidir por sí mismas. Política, no metafísica. El aborto es una cuestión política, hagámonos cargo”.

NADIE interpreta que a partir de la promulgación de una ley de despenalización todas las mujeres deberán abortar. Está clara la diferencia entre un supuesto derecho y una obligación. El problema está en que una sociedad que permite la muerte del indefenso se autodestruye. Es un suicidio colectivo. Y es complicidad, por inacción, con un genocidio silencioso.
Por lo dicho arriba, el niño por nacer no es el cuerpo de la mujer, sino otro ser humano. Cada uno decide lo que hace con su propio cuerpo. Pero no con el cuerpo de un tercero. Cuando una madre decide abortar, está tomando una decisión respecto de la vida de su hijo. Pero hay otro engaño en esta afirmación: nadie puede exigirle cualquier cosa a un médico: ¿se le puede pedir que nos ampute una oreja? ¿O que nos implante un dedo en la frente? ¿Por qué no, si —en última instancia— se trata de nuestro propio cuerpo? ¿Acaso no tenemos derecho a elegir? El derecho a elegir por sí mismo no nos otorga ni la potestad de decidir por la vida de los demás, ni la facultad de exigirle algo fuera de lugar a un médico. El médico tiene la noble misión de resguardar la salud de las personas. El niño por nacer no es una patología.

Consideración final:

Inconsistente. Es comprensible que siete minutos resulten escasos para poder explayarse. Pero una cosa son los discursos acotados, y otra cosa son los discursos endebles. Perlitas como “no podemos confiar en los sentidos” —ni en la metafísica, ni en las ciencias, ni en la verdad: ¡crean sólo en lo que yo digo, muchachos!— o “la metafísica sirve para forjar amistades” entran en el anecdotario. Pero la confusión de esferas epistemológicas, la pretensión absurda y reiterada de eliminar a la metafísica —con el agravante de que Sztajnszrajber es licenciado en Filosofía, y no politólogo—, o la imposición de postulados a priori —basados en el puro capricho— nos dejan mucho sabor a poco a los que esperábamos más de este personaje.

Acompaña este texto con http://fin.elaleph.com/articulos/15-razonamientos-enganosos-sobre-el-aborto-y-su-despenalizacion, del mismo autor. 

 

* Pablo Grossi nació en Buenos Aires en 1986. Es maestro de nivel primario, catequista, y está terminando el profesorado y la licenciatura en Filosofía en la Pontifica Universidad Católica. Desde muy chico se apasiona por los relatos de aventuras. Participa del TC&C desde 2012, escribiendo (y corrigiendo) cuentos. Disfruta mucho de la música y la gastronomía, con una amplia variedad de gustos en ambos campos. Su principal interés académico pasa por la apologética de la fe católica, la relación entre la ciencia y la fe, y el pensamiento medieval.

Abra la tapa y se encontrará con el animal más agresivo del mundo: el horror en «25 noches de insomnio», de Marcelo di Marco

Por Mario Zegarra *

 

Cuando leí por primera vez 25 noches de insomnio (Buenos Aires, Bärenhaus, 2017), recordé un fragmento del final de “El pozo y el péndulo”, uno de los más espeluznantes cuentos de Edgar Allan Poe:

Y, sin embargo, durante un horrible instante, mi espíritu se negó a comprender el sentido de lo que veía. Pero, al fin, ese sentido se abrió paso, avanzó poco a poco hasta mi alma, hasta arder y consumirse en mi estremecida razón. ¡Oh, poder expresarlo! ¡Oh espanto! ¡Todo… todo menos eso! Con un alarido, salté hacia atrás y hundí mi cara en las manos, sollozando amargamente.

Y es esa incertidumbre, ese “todo menos eso”, esa palpitante sensación que nos avasalla ―como un Trail Master apuntalándonos la garganta― en la lectura de cada una de las narraciones de 25 noches de insomnio. Marcelo di Marco ha eternizado ese horrible instante: estructurándolo en una amalgama de espantos, y diseccionando lo más oscuro del alma humana. Tanto es así que nos invita a sumergirnos en las profundidades de una decadente realidad, nos deja embadurnarnos en esa putrefacción, en ese negro agujero que es la obsesión y el miedo.

Narrar el horror requiere hacer hincapié en expresarse con sutileza, construir el texto a partir de insinuaciones imprecisas, pero ligadas entre sí, creando una ficción que represente lo irreal de forma verosímil. Marcelo di Marco sabe de esto. Sabe de temores y de pesadillas. Sabe de visceralidades y del pánico que contagia conciencias. Sabe de extrañamientos, y bajo el dominio de su narrativa puede ocasionar que un colifa le introduzca una púa por la oreja y le haga vomitar el contenido por la otra. Así que, incauto y querido lector, cuídese las espaldas. Pues nos encontramos frente a un escritor que deja la piel y algo más en cada uno de sus relatos: posee talento y domina las herramientas para hacernos delirar. Entre otras delicatessen, usted puede hallar: no-muertos evolucionados acechantes. Antropófagos adictos a la tecnología. Brujas cultoras de lo políticamente correcto. Un prodigioso niño. Vampiros, asesinos, fantasmas, desquiciados, confundidos, demonios, hippies new-age, tentáculos, culpables, fachos, y una eterna buscadora de quince minutos de fama. En definitiva, la locura, el sarcasmo y la incorrección habitan 25 noches de insomnio.

Nos podemos imaginar el proceso de escritura de Marcelo di Marco, el instante preciso cuando sonrió mientras escribía cada cuento del conjunto. En “El rayo de la muerte de la luna de miel”, se lee:

Mañana pruebo con el gato de los vecinos, se dijo, a ver qué pasa. Y si todo sale bien, después pruebo con los vecinos. Y con mamá y papá voy a probar.

O en el caso de “El cerebro de Kennedy”:

Y se puso a soñar con las catástrofes que podrían provocarse cuando lograra hacerse con el negro cerebro de Barack Obama.

¿Cómo asesta cuchilladas con tanta desenvoltura? La prosa de Marcelo di Marco es punzante, directa y concisa, no derrocha palabras, y tampoco consiente que ninguna sea inofensiva. Muy por el contrario, cada oración nos lleva a rastras hacia el borde del abismo. Y recién en la caída, descubrimos ―ya muy cerca de reventar nuestro cráneo contra el suelo― que no habrá misericordia. Ahí tenemos nuestros dos ejemplos citados en las líneas anteriores: un prodigioso niño y un tal doctor Gilles de la Tourette.

Los personajes de 25 noches… no se construyen desde la grandeza: se desenvuelven desde lo común, no gozan de cualidades extraordinarias ni de reconocimiento. La mediocridad de sus vidas define sus actos. Como se lee en “Al acecho”:

A veces no sé por qué hago las cosas que hago. Será porque espiar me calienta. A ellos los espiaba desde mi ventana, o desde la terraza.

Y al repasar lo antes dicho, vemos lo que los emparienta con cualquiera de nosotros: personajes arañando la locura ―si es que ya no cohabitan con ella: léase el excepcional cuento “Papilla”, que FIN ha publicado en http://fin.elaleph.com/articulos/iletradas-gentes-de-letras―, la pulsión de muerte, el descarriado deseo por el fracaso. Seducidos por la profundidad del abismo, el abismo por el que nos viene arrastrando Di Marco desde la primera línea hasta la última. Y mientras más nos hundimos en esas profundidades, más desprotegidos nos encontramos, y vislumbramos la verdad: nosotros somos ellos. Nosotros somos esos personajes. Nosotros somos esos monstruos. Y el monstruo es el otro, el ser humano: asesinamos, mentimos, acosamos, celamos, sacrificamos, deseamos sumergirnos y convivir en el horror.

Pero el texto raramente se presenta desnudo ―parafraseando a Gérard Genette en Umbrales, ese extenso y documentado ensayo sobre el paratexto y la paratextualidad―: en 25 noches… Di Marco nos ofrece la sección “Marginalia”, donde relata jugosas anécdotas del cómo y por qué de cada uno de los relatos. Estas notas y comentarios al margen ―el paratexto, donde también se incluye el paratexto icónico (gráficos, ilustraciones, figuras), pues 25 noches… presenta terroríficas ilustraciones incrustadas dentro de los cuentos― se muestran más como confidencias entre el autor y sus lectores. Un puente donde se abre el diálogo y se descubre el anecdotario del escritor.

Y en 25 noches de insomnio se enaltece lo simbólico para transfigurar su condición eminente: el lector, con un alarido, saltará hacia atrás y hundirá la cara en las manos, sollozando amargamente.

 

 

* Mario Zegarra (Lima, 1982). Estudió Literatura Hispánica en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Tiene tres bicicletas y un amor que lo sacude como una puñalada. Ahora escribe para los muertos y los vivientes.

 

 

 

 

“Adán Buenosayres es la novela de un poeta”. Entrevista a Jorge Portela

Por Germán Masserdotti *

 

 El jurista y filósofo argentino Jorge Guillermo Portela sabe que la literatura es una sobresaliente excusa para educar a los universitarios en el amor a la verdad, el bien y la belleza. Para bien de su alma y de la de sus alumnos, uno de los autores a los que frecuenta es a Leopoldo Marechal, ese gran argentino que regaló al mundo la novela Adán Buenosayres, concebida alrededor de 1930 y publicada en 1948.

Marechal nació en 1900 y falleció en 1970[1]. “Todos los veranos –refiere María de los Ángeles, una de sus hijas–, Leopoldo viajaba a Maipú, en la provincia de Buenos Aires, a la casa de sus tíos Martina y Francisco Mujica, quienes eran puesteros en el campo. Les contaba a sus amigos de Maipú que su maestro [en la Capital Federal] le decía que escribía muy bien y que iba a ser poeta. Los niños del lugar decían esto a sus padres y los papás les comentaban a sus hijos: ‘¡Habla así porque es de Buenos Aires!’. Niños y padres le pusieron el apodo ‘Buenos Aires’. Años después, descendientes maipuenses de aquellos niños contaron esta divertida historia”.

Además de Adán Buenosayres, Marechal es el autor de ensayos como Descenso y ascenso del alma por la belleza, de poemarios como Laberinto de amor, Sonetos a Sophía, de novelas como El banquete de Severo Arcángelo, Megafón, o la guerra y de piezas teatrales como Antígona Vélez y Las tres caras de Venus, entre otras obras.

 

Portela escribió “Leopoldo Marechal y la formación poética” (revista Universitas, 1982), y en 2017 pronunció una conferencia titulada “Leopoldo Marechal, escritor tradicional” en la Fundación Centro Cultural Universitario en Buenos Aires. Luego de la conferencia, aceptó una entrevista sobre Marechal y el sentido de su obra.

¿Por dónde conviene comenzar la lectura de la obra de Leopoldo Marechal? ¿Por la prosa, la poesía, el ensayo? ¿Por varias a la vez?

Si bien podría aplicarse aquí la regla matemática (“el orden de los factores no altera el producto”), esta es una pregunta difícil, máxime cuando en ningún momento, por más que Marechal esté escribiendo prosa, abandona su condición primera de poeta. De hecho, Adán Buenosayres es la novela de un poeta. Por ende, comenzaría por la lectura de esta primera gran obra del escritor.

 

Podría decirse que, tanto en la vida como en la obra de Marechal, hubo “épocas”. ¿Habría constantes temáticas en su trayectoria? ¿Hubo cambios en la comprensión de esos temas? ¿Qué podría haber influido para explicar las mutaciones?

Hubo cambios, efectivamente. Ellos se explican como consecuencia del sobredimensionamiento de posturas políticas, unido a aspectos de su vida personal que influyeron decididamente sobre su literatura. Me refiero a su unión con Elbia Rosbaco, a partir de la cual se genera lo peor de la literatura marechaliana.

Entonces, podemos hablar de una primera etapa, motivada por una influencia católica muy marcada, que se plasma sobre todo en su poética y en su participación en el Convivio de los Cursos de Cultura Católica, y la segunda, que tiene como eje central la aparición de la política y la relación con Rosbaco. En un escritor de su categoría, esto fue particularmente lamentable y resulta notorio y notable la caída o la eliminación de los grandes temas (Dios, la belleza, el orden de lo creado) en su producción literaria.

 

Los años juveniles de Marechal se relacionan estrechamente con los Cursos de Cultura Católica. ¿Qué significado tuvieron en su vida?

Los Cursos de Cultura Católica marcan a Marechal muy profundamente. Eso lo podemos advertir en su producción poética llevada a cabo hasta la década del 60, aproximadamente. Esa es la época en la que escribe su gran novela Adán Buenosayres (quizás la más importante de la literatura argentina) y en la que delinea uno de sus ensayos más importantes (Descenso y Ascenso del alma por la belleza). Este último no podría haber sido escrito sin la influencia de los Cursos. Pensemos que su primera edición es de 1939, publicada por Sol y Luna y dedicada a Mallea. Pero su primera redacción es de 1933.

En los años 40, Marechal se hizo peronista. ¿Cuáles fueron los motivos? ¿Qué encontró en el movimiento? Con el tiempo, los antiperonistas le “pasaron factura” por su opción política.

Esa es una pregunta muy personal, que sólo podría contestar Marechal. Históricamente, muchos hombres del nacionalismo argentino y del pensamiento católico, tradicional, vieron en el peronismo una opción válida. Creo que eso fue lo que le ocurrió a Marechal. Perón, en su primera presidencia, tuvo la habilidad política de rodearse de hombres de distintas extracciones. Su propuesta de “justicia social” y de protección de lo nacional, unida a un conservadurismo de base, resultaba atrayente para el intelectual católico. Quizás esos ideales hayan jugado para la opción de Marechal por el peronismo.

 

Pareciera que el afán de justicia está presente a lo largo de toda la vida de Marechal. ¿Podría explicarse así su apoyo posterior al socialismo?

No. Creo que eso no es así. En primer lugar, él mira con agrado un giro a la izquierda, pero siempre desde el peronismo. Es arriesgado decir que apoyó al socialismo, y si lo hizo fue siempre a partir del justicialismo. Por otra parte podría pensarse que para un peronista, en aquel entonces, no había demasiadas opciones. La política “pendular” fue siempre uno de los pivotes preferidos de Perón. Y sus seguidores siguieron ese vaivén.

 

¿Qué sería la Patria para Marechal? ¿Diría lo mismo sobre ella si viviera hoy?

Quizá la respuesta la encontremos en uno de sus libros de poemas más logrados: el Heptamerón. En la “Patriótica” hay muy bellas descripciones de lo que es la patria para un alma noble como la de Marechal, traducidas en hermosas metáforas (la patria como una hija, pero en consecuencia, como un miedo inevitable; la patria como un dolor que aún no tiene bautismo), hasta que finalmente el poeta se niega a seguir hablando de la patria. Al principio del poema se evoca a Chassaing: “melancólica imagen de la patria”…

 

Hoy, ¿qué le diría la obra de Leopoldo Marechal a nuestra Patria? ¿Qué lecciones podríamos rescatar para “el buen vivir”?

Podría responderte con un bello verso del “Canto segundo” del Heptamerón, de 1960: “La patria es un dolor que aún no sabe su nombre”.

 

 

* Germán Masserdotti nació en Buenos Aires en 1975. No es sabio, por cierto; filósofo, apenas. Los papeles dicen, además, que es profesor y licenciado en filosofía. Cuando goza de intervalos lúcidos, escribe trabajos con pretensión de científicos y notas periodísticas. En FIN le publicaron “Amores burgueses y súplicas de redención” (http://fin.elaleph.com/scriptorium/amores-burgueses-y-suplicas-de-redencion), “Obsesión homicida por el poder sin reglas” (http://fin.elaleph.com/acta-diurna/obsesion-homicida-por-el-poder-sin-reglas) y “In memoriam Zoltán Kodály” (http://fin.elaleph.com/general/in-memoriam-zoltan-kodaly). Como no lo conocen del todo, además le publican en otros sitios: “Hiroshima y Nagasaki en la voz de seis sobrevivientes” (http://eterdigital.com.ar/hiroshima-y-nagasaki-en-la-voz-de-seis-sobrevivientes/), “El sufrimiento del periodista” (http://www.eter.com.ar/Novedad/14841/El-sufrimiento-del-periodista), “Quién ha visto el viento que narra Carson Mccullers” (http://www.eter.com.ar/Novedad/16931/Quien-ha-visto-el-viento-que-narra-Carson-McCullers). A veces, más bien pocas, se zafa y escribe cosas como “Comunismo no es lo mismo que cristianismo” (http://www.laprensa.com.ar/458094-Comunismo-no-es-lo-mismo-que-cristianismo.note.aspx) o “Memorias de un ateo militante” (http://www.laprensa.com.ar/446943-Memorias-de-un-ateo-militante.note.aspx) . En fin, hace lo que puede con su vida y, a decir, verdad, le sale bastante mejor de lo que pensaba.

 

[1] Cf. Marechal, María de los Ángeles, Bio-cronología, en http://www.vorticelibros.com.ar/autor.php?id=36 [Fecha de consulta: 20 de febrero de 2018].

 

Tres poemas

Por Juan José Capria *

 

La mesa

 

La mesa se sienta en la cabecera.

Come lo que le sirven,

bebe lo que derraman

y manotea lo que sobra.

 

En la tabla del cosmos

quedan migas del pan estelar,

en la del océano

navegan platillos de manjares,

y en la del infierno

se ofrecen lenguas, dedos, ojos y senos.

 

La madera guarda el registro

de mi pulso,

y cuando caigo ahí dormido

sueño en mis páginas.

 

A ella se sientan

el silencio, la sombra, la soledad, el susto y el secreto,

y cada cual trabaja en lo suyo.

 

En la última noche

la mesa invita:

servida está la conciencia.

Y en cada plato se refleja nuestra cara,

que comeremos eternamente.

 

 

La oscuridad

 

Cierro los ojos

y se abre la oscuridad,

donde los muebles se desmembran

y cada parte anda por ahí.

 

Donde las cosas se relajan

y abandonan sus responsabilidades,

y siguen con sus cosas.

 

En mi oscuridad

resplandece el silencio,

oscuridad de tornasolados recuerdos,

donde los pensamientos se iluminan

y se incendian los secretos.

 

Anoche tu sombra era inconfundible

y nos fundimos sin tenernos miedo.

 

Tu oscuridad

era la verdadera piel del tiempo.

 

Una tarde

 

Una tarde textualmente duplicada,

imposible de situarla en el tiempo.

 

Una tarde en la misma esquina,

dando vueltas y vueltas al mismo café.

 

Una tarde que no puedo poner en ningún lado

porque me asaltan sus plazas,

los rostros,

la librería,

un techo y las palomas,

el cielo entre cables y ventanas,

una diligencia,

aquella juventud más idealizada que vivida.

 

Una tarde igual

a un vaso y al algua,

al cigarrillo,

a las veredas donde fue mi sombra,

al Buenos Aires de uno.

 

Tarde labrada en el olvido,

rayo de sol petrificado

en los rincones y en los ángulos

de los frentes.

 

Nada concuerda con mis recuerdos,

y sin embargo allí todo encajaba.

 

Una tarde,

yo escribiendo.

 

 

* Juan José Capria nació en Haedo, provincia de Buenos Aires, el 12 de diciembre de 1973. Aficionado a la lectura desde chico. Es profesor en Lengua y Literatura, y ahora vive en la ciudad de Tres Isletas, Chaco. Poeta y escritor, ha publicado en distintas antologías (Junín-País, UNNE, entre otras). Está casado y tiene dos hijos, trabaja en el nivel secundario y terciario dando clases de Lengua y Literatura, Comunicación y Redacción. Su relato «Fantasma por cuento» fue incluido en el manual Leer y escribir en 6º (Buenos Aires, Tinta fresca, 2016).

 

 

Quince razonamientos engañosos sobre el aborto y su despenalización

Chesterton escribió: “Llegará el día que será preciso desenvainar una espada por afirmar que el pasto es verde”. Uno no puede dejar de pensar eso cuando en Facebook es atacado por una horda de incitadores del aborto, activistas del lenguaje inclusivo y demás “avances” fundados en un supuesto progreso. Nuestro colaborador de hoy, Pablo Grossi, ha desenvainado sus argumentos contra el aborto en quince contundentes y pedagógicos enunciados. Profesor de Filosofía, agudo pensador y escritor del TCyC, le hemos brindado este espacio, estableciendo nuestra clara posición frente a esta amenaza. Los dejamos con él.

 

Por Pablo Grossi *

1.- «Es algo que siempre se hizo y se va a seguir haciendo. Hay que legalizarlo para que no mueran mujeres pobres en los abortos clandestinos». Falso: con ese criterio hay que legalizar las violaciones, los robos y todos los delitos que «siempre ocurrieron», para que el marco legal reduzca los daños colaterales. Lo que hay que hacer en realidad (si tanto nos preocupa que mueran mujeres en abortos clandestinos) es perseguir, denunciar y encarcelar a los responsables de las clínicas abortistas clandestinas. Decir «como siempre se hizo hay que legalizarlo» es renunciar a sancionar delitos. Otro ejemplo: muchos de las promotores del aborto legal claman con justicia que dejen de morir mujeres cada 30 horas en episodios violentos. ¿Cabe aquí también la idea de que «siempre ocurrió y siempre seguirá ocurriendo»? ¿O hay esperanzas de que deje de suceder? ¿Por qué entonces no podemos apostar a que desaparezcan las clínicas de abortos clandestinos?

 

2.- «Hasta las 12 semanas es sólo un manojo de células». Falso. Desde la concepción hay un nuevo ADN ¿Lo dice la Biblia? No. Lo dice la ciencia. La Academia Nacional de Medicina, por ejemplo. Y hete aquí la cuestión central: el inicio de la vida. Ni siquiera los mismos «abortistas legales» se ponen de acuerdo sobre el momento en que se inicia: en algunos países se puede abortar hasta el segundo mes, en otros hasta el tercero. Eso significaría que hasta el día 89, hora 23, minuto 59 es sólo un manojo de células, pero un minuto después ¡PUF! magia, ahora es un ser humano. Un actitud sincera de parte de los abortistas sería decir «no sabemos si es una persona o no, no sabemos cuándo pasa de ser manojo de células a ser una persona» (porque, digámoslo, en algún momento, la vida humana comienza). Y frente la posibilidad de que haya un ser humano… ¡no lo maten!. Supongamos que hay una competencia de caza de patos en un bosque. De repente, un cazador ve algo que se mueve entre los arbustos, pero no sabe bien qué es. ¿Le dispara o no le dispara? Existiendo, pues, el riesgo de que le dispare a otro cazador, es mejor no disparar hasta cerciorarse…

 

3.- «Cada uno hace lo que quiere con su cuerpo. Es una cuestión de derechos y decisiones personales. Hay que legalizarlo». Por lo dicho arriba, no se trata de su cuerpo, sino del de otro. Mutilen sus propios cuerpos si les pinta. Pero no decidan por un tercero.

4.- «Pero las víctimas de las violaciones…» El bebé concebido como producto de una violación es tan humano como vos o como yo. No tiene la culpa del aberrante ultraje que sufrió su madre. ¿Quieren luchar en serio por el bienestar de esas mujeres? Luchemos entonces para que el Estado les brinde asistencia y contención, y se garantice que los violadores no salgan de la cárcel (la gran mayoría son reincidentes). Y, sobre todo, los esfuerzos se tienen que volcar en la prevención de estos delitos aberrantes. Matando a la nueva persona que de hecho ya existe no se «desviola» a la mujer. Al contrario: se agranda aún más su tormento: el trauma post aborto no es joda. Siempre está la opción de dar a la criatura en adopción (siendo que hay tantas parejas que no pueden concebir…).

 

5.- «En los países donde se legalizó disminuyeron drásticamente las cifras de mortalidad materna». Falso. En el aborto «legal y en el hospital» también mueren mujeres (además de morir el hijo). Y las muertes por abortos clandestinos son ridículamente inferiores a las que suceden por cáncer de pulmón, accidentes de tránsito o hechos de inseguridad. ¿Cuántas vida se hubieran salvado, realmente, si todos los esfuerzos y recursos para legalizar el aborto se hubieran volcado, por ejemplo, en campañas de prevención y concientización sobre estas problemáticas?

 

6.- «Los que se oponen al aborto sólo piensan en la vida dentro del vientre. Pero no les importa la vida de los que ya nacieron». Recontra falso, injusto y prejuicioso. Dos de las organizaciones provida más grandes de Argentina, Conin y Frente Joven, hacen por la vida de los nacidos muchísimo más que cualquier abortista valiente del teclado. Busquen información, por ejemplo, sobre el programa «Defensores de mamás», o sobre los programas de nutrición de Conin.

 

7.- «Todos los que están en contra del aborto están a favor de la pena de muerte». Frente a esta ridiculez se deben decir dos cosas: primero, no todos los que están en contra del aborto están necesariamente a favor de la pena de muerte. No existe conexión causal entre una cosa y la otra. Segundo, no hay incoherencia entre una cosa y otra. La muerte como pena recae sobre alguien que es culpable de algún delito y que pasó por un proceso judicial (ojo, con esto no estoy avalando la pena muerte, solo busco desmentir la supuesta contradicción). En cambio, en el aborto, un ser totalmente indefenso e inocente es condenado a muerte, sin tener siquiera la posibilidad de un juicio.

 

8 .- «Si el feto fuera un ser humano, entonces masturbarse o rascarse también sería un crimen, porque en esos actos también mueren células». Sangran los ojos de leer semejante burrada, pero juro que hay gente que piensa eso (¡y lo dice de manera socarrona, creyéndose súper pilla!). Les prometo que no es tan difícil ver la diferencia entre células epiteliales o espermatozoides de un adulto, y un ser nuevo con un ADN propio y distinto al de la madre.

 

9.- «Se oponen al aborto porque son fundamentalistas religiosos». Falso: también hay gente atea que se opone. Todos los argumentos éticos para oponerse al aborto se apoyan en la evidencia de la ciencia. No en la Biblia, Dios o el Papa. (Curioso ver cómo se acepta o no la ciencia, en función de los prejuicios ideológicos.)

10.- «No se preocupen, nadie los va a obligar a abortar a ustedes…» A ver: nadie interpreta que a partir de la promulgación de una ley de despenalización todas las mujeres deberán abortar. Está clara la diferencia entre un supuesto derecho y una obligación. El problema está en que una sociedad que permite la muerte del indefenso se autodestruye. Es un suicidio colectivo. Y es complicidad con un genocidio silencioso (buscar «el grito silencioso» en Google).

 

11.- «Yo estoy en contra del aborto, pero a favor de la despenalización». Quienes dicen esto evidentemente no entendieron bien el motivo por el cual hay que oponerse al aborto. Cuestión básica y fundamental que los abortistas pasan por alto: el inicio de la vida humana, y la consecuente muerte de una persona inocente e indefensa en cada aborto.

 

12.- «No es un problema de moral, sino de salud reproductiva y de políticas públicas» Mucha tela para cortar acá: toda cuestión política supone una determinada postura acerca de lo que está bien y de lo que está mal. Esto aplica a toda acción y a toda persona, incluso a aquellos que aseguran que ya superaron las categorías de bien y mal: en todo obrar –tanto público como privado– se pueden inferir parámetros implícitos acerca de lo que está bien y de lo que está mal. Todos obran, conscientemente o no, en orden a determinados principios. Por otro lado, el uso desesperado de eufemismos para suavizar la cuestión pone de manifiesto que hay algo que se quiere tapar, edulcorar, diluir. El aludido concepto de «salud reproductiva», no solo es un eufemismo, sino una enorme contradicción: hablar de salud cuando el aborto mata, hablar de reproducción cuando el aborto la cercena. Otro eufemismo: «interrupción del embarazo»: se interrumpe una conversación, la proyección de una película o un partido de fútbol… Se interrumpen porque luego se pueden reanudar. Un vida eliminada, en cambio, no puede retomarse. La mujer, ciertamente, puede volver a quedar embarazada (es el momento oportuno para mencionar que el aborto, legal o ilegal, puede causar daños irreversibles en el útero), pero gestando un nuevo ser humano. El que se eliminó en el aborto se perdió para siempre.

 

13.- «El aborto ayuda a regular la población». Perturbadoramente verdadero. Es cierto: el aborto tira abajo las tasas de natalidad de los lugares donde se implementa. Pero es una burda mentira el neomalthusianismo que pretende hacernos creer que hay gente que sobra en el planeta. Es peligrosísimo (además de falso y refutado de manera demoledora), pues abre las compuertas de cualquier método para reducir población. Ciertamente, se ha estudiado a fondo por qué hay quienes pretenden hacernos creer que en el planeta no hay lugar para todos. Ojo…

 

14.- «Es bueno que la sociedad debata esto». Falso. Se debe debatir sobre un partido de fútbol, un método de cocción o una película. Se puede debatir una medida económica, una corriente pedagógica o el grado de apertura de un país hacia el mundo. Pero la vida no se debate. El derecho a vivir no se negocia. ¿Cuánta indignación y rechazo generaría en buena parte de la sociedad una ley que penara con la muerte a los violadores? Recordemos: uno de los argumentos por los cuales se pretende legalizar el aborto es para (supuestamente) aliviar el tormento de las mujeres que quedan embarazadas como producto de una violación. Ahora bien, si la ejecución de los autores de dichos delitos no es algo que se pueda discutir… ¿por qué habría de debatirse la posibilidad de matar el niño, que ninguna culpa o responsabilidad tiene sobre lo acontecido a su madre?

 

15.- «La oposición al aborto atrasa siglos». Muy divertido. La idea de que algo «atrasa» cobró fuerza en los siglos XVI a XVIII. Es simplista y mediocre decir: «lo antiguo es falso, lo nuevo es verdadero». No todo lo anterior es falso, no todo lo nuevo es verdadero.

 

Se puede apreciar que los partidarios del aborto tienen una montaña de argumentos. Nosotros tenemos sólo uno, pero que alcanza para tirar abajo cualquier intento de justificación: según demuestra la ciencia, la vida humana comienza en la concepción, y cualquier intento de eliminarla, por el motivo que fuere, constituye un homicidio.

 

 

* Pablo Grossi nació en Buenos Aires en 1986. Es maestro de nivel primario, catequista, y está terminando el profesorado y la licenciatura en Filosofía en la Pontifica Universidad Católica. Desde muy chico se apasiona por los relatos de aventuras. Participa del TC&C desde 2012, escribiendo (y corrigiendo) cuentos. Disfruta mucho de la música y la gastronomía, con una amplia variedad de gustos en ambos campos. Su principal interés académico pasa por la apologética de la fe católica, la relación entre la ciencia y la fe, y el pensamiento medieval.

 

16 obras audiovisuales para ver después de Star Wars: Los últimos Jedi (Segunda parte)

 Por Octavio Fernández *

 

Popurrí

 

  • Star Wars: Empire of Dreams (Kevin Burns, 2004)
  • Star Wars: The Legacy Revealed (Kevin Burns, 2007)

Los dos títulos son documentales que recomiendo encarecidamente, y que pueden encontrar en Netflix.

El primero —Empire of Dreams— nos invita a develar cómo fue el proceso de producción de la trilogía original. Así, asistimos a un delicioso viaje creativo: desde que fue concebida por Lucas, pasando por el trabajo de casting, los problemas de rodaje y presupuesto, el secretismo del giro argumental de El Imperio contraataca, la recepción de las películas por críticos y audiencia, y mucho más. Ningún fan debe perderse semejante documental, que lo hará amar mucho más estas películas.

El segundo —The Legacy Revealed— implica una mirada introspectiva. No trata, como el anterior, sobre los detalles de producción de los primeros títulos, sino que explora todas las influencias mitológicas de la saga completa ―tanto en las películas originales como en sus precuelas―: el monomito de Campbell, la mitología griega, las tradiciones Shaolin y samurái, las leyendas artúricas. En suma, un verdadero banquete para el cazador de símbolos.

 

Cowboy Bebop (Shin’ichirō Watanabe, 1998)

Cowboy Bebop tiene que ver con SW en lo superficial: es una obra de ciencia ficción con referencias al western. Pero la agrego a la lista porque simplemente es una obra maestra del anime, con personajes que van a amar tanto como a los de Star Wars. Y por supuesto, así como sucede en Firefly, este anime trata sobre cazarrecompensas del espacio.

También aprovecho para recomendarles la película Cowboy Bebop: Knockin’ on Heavens Door (Shin’ichirō Watanabe, 2001), que debe verse sí o sí junto con la serie. Se trata de una historia independiente ―casi― de la saga, que de alguna manera acompaña a la serie entera.

 

 

 

 

Almas en la hoguera (Twelve o’clock high, Henry King, 1949)

Esta película, ambientada en la Segunda Guerra Mundial, influenció a Rian Johson para rodar Los últimos Jedi. Nos narra la historia del brigadier general Frank Savage (Gregory Peck), quien debe suplantar al Coronel de una base aérea de bombardeo. El Coronel de esta base ha dejado su puesto porque se ve afectado por las bajas de sus muchachos. Y esto lleva a que la mayoría de sus aviadores acaben con la moral por el piso: todos quieren irse a otra base, en lugar de quedarse a combatir en esta, y todos presentan un recurso en la Justicia para lograr el pase. Recién aterrizado en medio de la situación, el general Savage trata de impedir que se vayan. Para eso manda con ley de acero ―hace honor a su apellido―, y a la vez intenta mantener a los aviadores en la base el tiempo suficiente para evitar su traslado legal.

Esta introvertida película, escasa en escenas de acción, prefiere enfocarse en la psicología de los pilotos. En qué significa perder a los camaradas, en la desilusión de la esperanza, en la presión y en las consecuencias que conlleva ser un líder.

 

Cine jidaigeki y samuráis

Así como el western y el spaghetti western fueron piezas importantes para la creación de Star Wars, también lo fue el cine jidaigeki.

El jidaigeki es un género de entretenimiento japonés, que traducido vendría a significar algo así como ‘‘drama de época’’. ¿Pero por qué estas películas cautivaron tanto a George Lucas, al punto de pedirles prestadas ideas para sus propias creaciones? El cine jidaigeki recrea el combativo período Edo en la historia de Japón, que se dio entre 1603 y 1868, y por eso en estas películas abundaban las historias sobre guerreros samuráis y ronins. Acción de época, en suma, apta para nutrir intemporales escenas de acción sucedidas en lejanas galaxias. De ahí que nuestros caballeros galácticos llevan intencionalmente el título de Jedi, palabra que se pronuncia casi igual a jidai, y por la misma razón estos guardianes de la paz viven y piensan de acuerdo con una filosofía en la que se conjugan el estilo del monje shaolin y el estilo del samurái. Arrojale a la mezcla una pizca artúrica, y voilà: ahí los tenés a los de los Caballeros de la Mesa Redonda devenidos Jedis.

Las películas que más influenciaron a Lucas, en particular, fueron las de Akira Kurosawa, un director japonés que pasaba su niñez viendo las mismas películas mudas y los mismos westerns que vería el niño George Lucas. Esta impronta occidental quedó fuertemente plasmada en la filmografía de Kurosawa, lo que haría inevitable que Lucas se enamorara de su cine. Una muestra de cómo el arte se retroalimenta.

 

 

La fortaleza oculta (Kakushi toride no san akunin, Akira Kurosawa, 1958)

Esta película comienza con las desventuras de dos campesinos, sobrevivientes de una batalla, que vagan sin rumbo por el desierto. Los encuentra un hombre que pronto decide mantenerlos con él, y así se ven envueltos en una trama sobre una princesa que perdió la guerra. Atravesando territorio hostil, la princesa intenta volver a su tierra natal, donde espera reconstruir su reinado antes de que sus enemigos terminen de destruirla a ella, lo cual significa acabar para siempre con su dinastía.

Esta película no es sobre samuráis per se (aunque los hay), pero no me van a decir que mi sinopsis no les trajo a la memoria la historia de cierta princesa de rodetes.

 

 

Tres samuráis fuera de la ley (Sanbiki no Samurai, Hideo Gosha, 1964)

Unos pobres campesinos muertos de hambre secuestran a la hija del magistrado de la aldea, perverso sibarita que jamás ha movido un dedo para remediar la situación de su paupérrima comunidad. El objetivo de los campesinos es mantener cautiva a la chica hasta la llegada del Lord, para así pedirle a este dirigente que haga justicia. Así, antes de que llegue el Lord, el magistrado les paga a unos guerreros para que liberen a su hija y acaben con los campesinos. Pero el crápula no contaba con que entre los samuráis hay tres forajidos dispuestos a ayudar a los aldeanos.

Una muy entretenida historia desbordante de drama, comedia y enfrentamientos con la katana. Según el director Rian Johnson, esta película le sirvió como inspiración para las escenas de espadas láser en Los últimos Jedi.

 

Los siete samuráis (Shichinin no samurái, Akira Kurosawa, 1954)

Volvemos a Kurosawa con una de sus películas más famosas, y bien de samuráis, como lo sugiere el título. Después de los estragos provocados por la guerra, una aldea de campesinos ―qué jodido que la tienen los campesinos en estas películas, por Dios― queda desprotegida y es constantemente saqueada por bandoleros. Cuando los campesinos se dan cuenta de que ya casi no tienen más raciones y de que la próxima vez los bandidos se van a llevar lo poquísimo que les queda, acuden al anciano más anciano del pueblo, en busca de consejos. El sabio les propone contratar a un grupo de samuráis que los libre del mal. Sacando cuentas, sólo podrán pagarles no con dinero sino con comida. Entonces los aldeanos consiguen reunir a un grupo de siete samuráis, cada uno bien diferenciado del otro.

De las tres películas de samuráis que vengo comentando, esta me parece la más hermosa y cautivante. La dirección de fotografía y el guion logran personajes formidables, tremendamente carismáticos, que establecen paralelismos con algunos de los de Star Wars. El más joven de los siete samuráis logra que el más sabio comparta con él su sabiduría, y así los dos prefiguran a Luke Skywalker y a Obi-Wan. Otra similitud: en sendas películas, el destino une a un grupo de personajes para enfrentarse a un enemigo en común. Los droides llegan a Luke, que lo conducen a Obi-Wan, quien lo lleva a Han Solo y a Chewbacca…, y así llegan a la Estrella de la Muerte, de donde finalmente rescatan a la princesa Leia.

Aunque este elemento del grupo combatiente es muy común en las historias de aventuras ―recuerden El Señor de los Anillos, o una película tan disímil como El espinazo del diablo―, una de sus primeras apariciones en el cine fue con Los siete samuráis. Comparaciones argumentales aparte, yo diría que Star Wars más bien toma prestado del film la estética y el arquetipo samuráis.

 

Una de Hitchcock, dos de Johnson

 Llegó el momento de darle más importancia a Rian Johnson, el director de Los últimos Jedi. Pero antes, y no porque sí, debemos hablar de un película del maestro Alfred Hitchcock:

 

Para atrapar al ladrón (To catch a thief, Alfred Hitchcock, 1955)

John Robie (Cary Grant) es un norteamericano residente en la Costa Azul, que después de purgar sus crímenes vive una vida espléndida con sus ganancias mal habidas; en su juventud, bajo el alias de El Gato, se dedicaba a uno de los oficios más antiguos del mundo: ladrón de guante blanco, y siempre eficaz y siempre impune. Hasta que pronto se entera de algo muy preocupante: en la Riviera se está produciendo una serie de robos que, misteriosamente, lleva su impronta. Aunque la Sûreté no tiene pruebas que lo impliquen explícitamente, lo tienen bajo la mira. Robie, queriendo que lo dejen tranquilo, se propone seguir de cerca a una serie de posibles objetivos del nuevo Gato, para así atraparlo y probar su inocencia. Durante su misión conocerá a Frances (Grace Kelly), una acaudala norteamericana, y probable futura víctima del nuevo Gato… Pero Frances, con quien rápidamente entabla una relación, podría ser tanto una aliada como un enemigo.

Como toda película del maestro Hitchcock, desborda de aventura, romance, suspenso y sorpresas. Según Johnson, esta película le sirvió como referencia para Los últimos Jedi. Tomó prestados de To Catch… elementos de ‘‘escala romántica y sensación de grandeza’’. ¿Por ‘‘escala romántica’’ se habrá referido a algún romance en la película ―que lo hay―? Yo creo que más bien habla Johnson de contemplar ―y hacer― el cine desde una mirada más romántica, más de película de aventuras.

 

Brick (Rian Johnson, 2005)

En sus tres películas anteriores a Los últimos Jedi, Rian Johnson buscó el mejor estilo, la mejor narrativa para cada historia. Pero su impronta de autor está presente en cada una, como sucede con todo director de voz propia. Y en Brick ese estilo de cine de autor se nota. Siendo que esta no fue una película de superproducción hollywoodense, Johnson se vio con más libertad para experimentar. Es por eso que muchos warsies y fans de Johnson ―como yo― nos alegramos al enterarnos de quién estaría detrás de la octava entrega. Y los productores de Lucasfilms y Disney quedaron tan contentos con su trabajo y disfrutaron tanto trabajar con él que ya firmaron un contrato: en el universo de SW, Johnson desarrollará su propia trilogía.

No les revelaré detalles del argumento de Brick. Sí sepan que se trata de un policial neo-noir, en el que los personajes son estudiantes de secundaria. El protagonista, como en casi todo policial, investiga una misteriosa muerte, y descubrirá que detrás de ella repta una organización juvenil de tráfico de drogas.

Los personajes irradian humor, conceptos disparatados, emoción, acción, suspenso, enigma. Y todo entrelazado con imperdibles referencias a J. R. Tolkien.

 

El asesino del futuro (Looper, Rian Johnson, 2012)

Era inevitable que Looper figurara en esta nota, siendo la película más famosa y aclamada de Johnson, y acaso la mejor hasta el momento.

Este filme fue el primer acercamiento de Rian Johnson a la ciencia ficción, y cuenta con una producción mucho mayor en comparación con sus anteriores películas.

La premisa de la historia es sumamente sencilla y efectiva. En el año 2074, el asesinato es un hecho fácticamente imposible, porque los gobiernos, mediante un sistema GPS de rastreo, son capaces de ubicar el momento exacto y el lugar del crimen, en el mismo instante en que se comete. De esta manera, los asesinos se abstienen: las autoridades podrían capturarlos en pocos minutos. Paralelamente, se inventa el viaje en el tiempo, prohibido por los gobiernos. Y ciertas organizaciones criminales se dedican a eliminar a quienes sus clientes dispongan, mediante un trámite muy sencillo: mandándolos al pasado, para que nadie pueda evitar sus muertes.

Hablemos ahora del año 2044, tiempo base de la película. Estados Unidos ha sufrido un colapso económico, y el crimen organizado crece junto con las problemáticas sociales, y ciertas personas comienzan a desarrollar habilidades telequinéticas. En este escenario se introducen los loopers: asesinos que se encargan de eliminar e incinerar los cadáveres de los objetivos que se mandan desde el futuro. De esta manera, en el futuro no existen registros de la muerte de equis persona, y la víctima teóricamente nunca existió: “flota” en el limbo de la paradoja temporal.

El personaje principal es Joe (Joseph Gordon-Levitt), un looper. El conflicto de la película arranca cuando a Joe se le ordena que ‘‘cierre su loop’’. Así debe convertirse en asesino de sí mismo. En otras palabras: si te envían a tu yo del futuro, tenés que eliminarlo sí o sí. Si lo hacés, te pagan lo suficiente como para que vivas sin trabajar por unos buenos años, y te liberan de tu contrato como looper. Si no lo hacés, te persiguen y se encargan tanto de vos como de tu yo del futuro.

El problema para Joe es que su futuro yo, el viejo Joe (Bruce Willis), logra fugarse antes de que él lo mate. De ahí en adelante, es una constante batalla entre el uno y el otro, a su vez que el Joe joven trata de lidiar con las consecuencias de haber dejado escapar al viejo Joe.

En esta película, Rian Johnson demuestra que sabe manejar los elementos de la ciencia ficción. Y uno de estos elementos se encontrará en Star Wars: los poderes telequinéticos.

Pero, como en todas sus obras, el foco de la producción ancla en los personajes, en su desarrollo, en establecer la psiquis de cada uno. La actuación de Gordon-Levitt es otro punto destacable; no sólo el maquillaje está tan bien hecho que lo hace parecerse mucho a Bruce Willis, sino que además Gordon-Levitt se dedicó a estudiar a Willis y a pasar tanto tiempo con él que logra captar todos sus gestos, miradas y tonos de voz.

De todas las películas que vengo analizando, Looper es la más imperdible.

 

Ya recorrimos gran parte de la galaxia y, si seguimos explorando, encontraremos más obras que influenciaron a Lucas, más pelìculas que sirvieron a Johnson como referencias para filmar Los últimos Jedi, y una extensa lista de títulos —no sólo audiovisuales, sino también de la literatura, de los cómics y de los videojuegos— que interesará a cualquier warsie. Pero con estas obras que les presenté, espero que tengan material suficiente para disfrutar. En todo caso, les servirán como puntos de partida que los iniciará en la búsqueda otros títulos.
¿Y quién sabe? Quizás me vuelvan a tener como guía galáctico en el futuro.
Pero de momento: Godspeed, rebels. Y que la Fuerza los acompañe.

 

 

 

* Octavio Fernández nació el 11 de septiembre de 1995, en Corrientes Capital, Argentina. En 2005 se mudó con su familia a Ciudad del Este, Paraguay.

A finales de 2011, a los dieciséis años, se inició con la lectura, y descubrió que quería ser escritor. En 2013 volvió a Corrientes, y en 2015 se mudó finalmente a la Ciudad de Buenos Aires, donde comenzó a estudiar cine en el Cievyc; en marzo de ese mismo año, pasó a formar parte del Taller de Corte y Corrección.

16 obras audiovisuales para ver después de Star Wars: Los últimos Jedi (Primera parte)

Por Octavio Fernández *

 
 

Finalmente se estrenó Star Wars: Los últimos Jedi, una de las películas más esperadas de 2017. Ahora que muchos de nosotros ya la vimos, nos quedamos con hambre de más. ¿Y qué mejor forma de saciarnos que viendo otras obras audiovisuales relacionadas con el universo de George Lucas? Es por eso que hoy les propongo dieciséis títulos que no deben dejar de ver. Les aseguro a los warsies algo que seguramente no ignoran: en estas películas, series y documentales van a encontrar todo lo que les gusta de la legendaria saga galáctica.

Antes de seguir, dejo un aviso de spoilers para los que no vieron la trilogía original ni El despertar de la Fuerza (2015). Al decir “trilogía”, hablo de los episodios que serían clasificados como IV, V y VI ―respectivamente La guerra de las galaxias (1977), El Imperio contraataca (1980) y El retorno del Jedi (1983), las primeras películas que se estrenaron hace cuatro décadas―. Pero no me sorprendería que, aun sin que hayan visto esas películas, sepan cuáles son sus más importantes revelaciones. Yo crecí viendo las precuelas, y ya antes de haber visto las originales sabía todo lo que debe saberse sobre ellas: la cultura popular manda. En suma, gracias a esa fábrica de spoilers que es internet, hoy todo el mundo ha visto estas pelis sin haberlas visto ―nadie ignora, por ejemplo, quién es el auténtico padre de Luke―. Pero tampoco quiero arruinarle la experiencia al lego, así que están advertidos. Por otra parte, no deben preocuparse por los spoilers de Los últimos Jedi, ya que esta nota viene escribiéndose desde antes que se estrenara la película. Además, lo prometo: todo lo que mencione sobre esta nueva entrega no serán más que especulaciones basadas en lo que sabemos por los contenidos promocionales y por El despertar de la Fuerza.

Ya tranquilizados, prepárense para entrar al hiperespacio, que el viaje es vertiginoso. Afortunadamente, la galaxia es enorme, y eso nos da tiempo de sobra para disfrutar del recorrido.

Allá vamos.

 

Pistoleros, forajidos

 Hace mucho tiempo, en el salvaje y viejo oeste…

 

Quien crea que SW y el western no tienen nada en común se equivoca. En realidad, SW tiene mucho en común con varios géneros y tipos de películas, seriales, cómics y libros. Las fuentes de inspiración que llevaron a Lucas a idear esta saga son incontables. Star Wars atrae y gusta a mucha gente precisamente por eso, por ser un gran collage de géneros, servido en el formato de una obra de ciencia ficción y fantasía.

Entre los elementos que incorpora SW, los del western tienen una fuerte presencia. Por eso conviene echarles un ojo a estas películas:

 

Más corazón que odio (The Searchers), John Ford, 1956

Una de las obras más inspiradoras en la historia del cine. Sin ella no hubieran existido otras grandes películas ―Érase una vez en el oeste (Sergio Leone, 1968) y Lawrence de Arabia (David Lean, 1962), por ejemplo―, y además influyó en las creaciones de los visionarios Steven Spielberg y ―por supuesto― George Lucas.

La historia la protagoniza Ethan Edwards (John Wayne), un soldado que, tras volver a su casa después de la guerra, lo pierde todo: pronto una banda de comanches masacrará a su familia y secuestrará a su sobrina Debbie (Natalie Wood).

Además de mítico, el tema del rescate de la princesa de las garras del dragón es eterno, y desde esta perspectiva los puntos de comparación con Star Wars son muy notables: los paisajes áridos de Tatooine, el planeta natal de Luke (Mark Hamill), nos recuerdan a los de Más corazón…; las tragedias familiares que sufren Ethan y Luke a manos de los antagonistas son similares, y a los dos los desvela la misma misión: el curtido vaquero deberá rescatar a Debbie, y el joven Jedi a Leia (Carrie Fisher).

 

El bueno, el malo y el feo (Il buono, il brutto, il cattivo), Sergio Leone, 1966

Acaso el más importante spaghetti western de la historia. Con la Guerra Civil estadounidense como escenario, nos cuenta la búsqueda de tres cazarrecompensas que van detrás de un cofre desbordante de oro.

Diez años después, Star Wars estaría cruzada de cazarrecompensas y bandidos. En una obra de fantasía en la que el foco principal es la lucha del bien contra el mal, tenemos héroes grises como Han Solo (Harrison Ford), personaje que combina al mítico Blondie (Clint Eastwood) y al roñoso Tuco (Eli Wallach): audaz, fuerte y preciso con un arma como el primero, resulta también un sabandija querible y que siempre se sale con la suya, como el segundo. Además, Han es un vaquero intergaláctico: no hace falta más que ver cómo va vestido y cómo porta su bláster.

Más allá de estas comparaciones, se puede decir que Star Wars es un spaghetti western del espacio.

 

 

 

Django, Sergio Corbucci, 1966

Antes que nada, relean las negritas de más arriba, y así sabrán que no me referiré en esta nota al gran filme de Quentin Tarantino. La historia de la de Corbucci es sencilla: Django (Franco Nero) es un pistolero, ex soldado de la Unión durante la Guerra Civil, que carga consigo un ataúd ―que no está vacío―. Con ataúd y todo, el antihéroe recala en un pueblo donde se viene desatando una guerra entre una banda de criminales mejicanos y un grupo de veteranos de la Confederación. Pero Django no llega por accidente a este pueblo: tiene cuentas que saldar con los responsables de la muerte de un ser querido.

Aunque no creo que los guionistas de la nueva trilogía hayan tomado elementos de esta película ―al menos conscientemente―, hay muchas similitudes interesantes entre Django y lo que más o menos sabemos de Luke antes de haber visto Los últimos Jedi:

 

  1. Los dos participaron en una guerra en la que ganó su bando: la Unión en Django, y los Rebeldes en SW.

 

  1. Django carga con la muerte de su amada, así como Luke carga con la responsabilidad de la muerte de sus aprendices. En otras palabras, los dos tienen cicatrices del pasado que los llevan por caminos oscuros: el de Django, el camino de la venganza, y el de Luke, el del autoexilio.

 

  1. Sus antiguos enemigos de guerra aún sobreviven: los ex soldados de la Confederación, en Django, y los restos del Imperio bajo el nombre de la Primera Orden, en El despertar de la Fuerza. En las dos películas, estos antagonistas se muestran como fanáticos religiosos y extremistas, que todavía luchan por sus antiguas supersticiones.

 

  1. Luke y Django se ven implicados en una nueva guerra: los ex soldados de la Confederación y los bandidos mejicanos por un lado, y la Resistencia y la Primera Orden por el otro. La gran diferencia está en que Django se implica por su cuenta y riesgo, mientras que Luke prefiere ocultarse y desentenderse de estas bélicas cuestiones.

Ya les acabo de dar razones suficientes para ver Django, pero antes quiero agregar que esta peli tiene uno de los mejores planos finales que vi en mi vida. No se la pierdan.

 

 

Tres series y un poco de metanfetamina

No sólo de películas vive el espectador. De vez en cuando nuestro paladar necesita alguna serie para saborear durante un maratón de domingo a la tarde. Por eso les propongo el siguiente menú. Estas delicias no fueron precursoras de SW ―no pueden serlo, obviamente, por una cuestión cronológica―, pero sí tienen gusto a SW, y cada una a su manera.

 

Firefly, Joss Whedon, 2002

Si tanto hablar de vaqueros y guerras civiles les dejó manija, pero ya necesitan un poco más de ciencia ficción, entonces Firefly es la serie que están buscando. Creada por Joss Whedon, esta historia en catorce episodios cuenta las aventuras de la tripulación de Serenity, una nave espacial de clase Firefly (Luciérnaga).

Whedon creó la serie con el explícito deseo de combinar a Han Solo y la Guerra Civil Estadounidense en un escenario galáctico donde no habría ni buenos ni malos, ni razas alienígenas ni caballeros Jedi. Así fue como nació Malcolm Reynolds (Nathan Fillion), el capitán de la nave Serenity.

Durante la Guerra de la Unificación, Malcolm fue general de los Casacas Marrones en la batalla del valle de Serenity, y le tocó enfrentarse a la Alianza, conformada por China y Estados Unidos. Pero los Casacas Marrones pierden la guerra, y junto con eso también se pierde la fe cristiana de Malcolm y su deseo de actuar por el bien. Ese es el punto de partida que establece la serie, para traernos al presente: el héroe deviene antihéroe, y la tripulación de Serenity se gana la vida como cazarrecompensas. Y encima haciendo trabajos sucios que los llevan a Malcolm y a sus chicos a enfrentarse con cuestiones morales, y así aparecen viejos y nuevos enemigos, y además esas cuestiones los hacen enfrentarse entre ellos mismos.

La serie es excelente por su sentido del humor, su gran manejo del drama y del suspenso, y por su interesante visión del mundo. Pero los que más brillan ―vaya en las cursivas un guiño a quienes ya hayan disfrutado esta serie― son los personajes: desde el genial Malcolm Reynolds hasta el carismático piloto Washburn, y desde el misterioso reverendo Brook hasta River Tam, una adolescente buscada por la Alianza, y que al parecer posee poderes psíquicos. Pero hay más personajes, y ustedes los llegarán a querer tanto que se van a quedar con ganas de más.

Lastimosamente, la serie fue cancelada al finalizar su primera temporada, pero al menos cerraron la historia con una película (Serenity, Joss Whedon, 2005).

 

The Expanse, Mark Fergus y Hawk Ostby, 2015 – todavía en emisión

Si lo que están buscando es ciencia ficción pura y dura, entonces lo que necesitan es meterse con esta serie. Basada en la saga literaria homónima escrita por James S. A. Corey ―seudónimo en común de los coautores Daniel Abraham y Ty Franck―, esta serie la viene rompiendo desde 2015, con dos temporadas hasta el momento. No voy a entrar en muchos detalles narrativos, pero sí les diré que varios personajes provenientes de distintos planetas se verán envueltos en una intriga política y en conspiraciones entre organizaciones secretas y el gobierno de la Tierra, el de Marte y el del Cinturón de Asteroides. En el correr de sus aventuras, descubren que una fuerza externa amenaza la frágil relación entre Marte y la Tierra, e indirectamente ocasiona el quiebre que llevará a los dos planetas a una guerra sin cuartel.

Esta serie es a la ciencia ficción lo que Game of Thrones es a la fantasía: personajes con distintos tonos de grises, totalmente humanos, tratando de hacer lo que creen que es lo mejor ―o, como mínimo, lo más conveniente―, con la esperanza de evitar una guerra o de no morir en ella. En otras palabras: es lo más realista, oscura y adulta que puede llegar a ser.

Como decíamos al principio, los fans de Star Wars a quienes les interese explorar una obra de ciencia ficción con bases científicas más reales, pueden buscar por acá. Eso sí: después de esta serie, los viajes en el espacio y los planetas habitables de la galaxia muy lejana van a empezar a parecer más fantasía que ciencia ficción.

 

Star Wars: The Expanse Dave Filoni, 2008 – 2015

Así es, la serie animada a computadora: The Clone Wars. Y no confundir con la microserie animada a mano Clone Wars (Genndy Tartakovsky, 2003), aunque esa también es buena y vale la pena verla.

Déjenme decirles que esta serie para ‘‘chicos’’ es totalmente genial, y que no perderán nada echándole un ojo. A simple vista puede no llamar la atención y hasta ahuyentar al espectador por ser una serie de animación, o por transcurrir durante el periodo de las infames precuelas. Pero les aseguro que nada de eso impide que esta serie contenga algunas de las más grandes historias que toman lugar en el universo de Star Wars.

La serie transcurre entre episodio II y III, como una especie de antología de historias que suceden durante las Guerras Clónicas. Algunas historias se narran en un solo episodio —que generalmente duran 22 minutos—, y otras ocupan un arco argumental de dos a cuatro episodios. Esto incentiva al espectador a que mire la serie en el orden que quiera, eligiendo los arcos argumentales que más les interese. Habiendo yo visto todos los capítulos, les puedo asegurar que hay varios que se pueden saltar, pero otros que son imperdibles. En internet hay una infinidad de listas de qué capítulos son los mejores, y en qué orden verlos. No las comparto yo acá, porque la serie cuenta con 121 capítulos, y no quiero extender la nota.

Ahora, en cuanto a los dos aparentes problemas —que sea para chicos y que sea parte de las precuelas—, tengo esto para decir: todo eso está solucionado.

Ni siquiera hay que preocuparse por lo primero, porque esta serie no le toma el pelo a su audiencia. Por algo estamos hablando de La guerra de las Galaxias, por algo la serie se titula The Clone Wars (Guerras Clónicas). En las guerras hay muertes. Y esta serie no tiene miedo en mostrarlo explícitamente: vemos personajes que mueren por explosiones, por disparos, siendo estrangulados con la Fuerza, o atravesados por una espada láser. Cuando tiene que ser graciosa, es graciosa. Cuando tiene que ser emotiva, es emotiva. Y cuando tiene que ser oscura, es sorprendentemente oscura.

En cuanto a lo segundo: rápidamente uno se olvida de los errores de las precuelas. ¿Y por qué? Porque acá los personajes sí son entrañables, sí están bien desarrollados. Tanto los personajes que ya conocemos como los que se introducen en la serie, desde los buenos a los malos, todos tiene sus momentos para lucir. También tenemos la oportunidad de conocer mejor a los clones y encariñarnos con ellos, a través de personajes como Wolffe, Rex, Cincos y Eco. Pero más que nada sorprende cómo reivindicaron al futuro Darth Vader: Anakin Skywalker. Tiene las características que debería haber tenido el Anakin de las películas. Es diferente, sí, pero no se siente fuera de lugar, fuera de personaje. Además, su conflicto interno con el Lado Oscuro es mucho más creíble y está tan bien plasmado, que uno no duda en ningún momento de que ese es el futuro lord Sith que llegará a gobernar la galaxia.

¿Qué más puedo decir de esta serie? Que tiene de todo: piratas espaciales, intriga política, espionaje, grandes peleas de espada, un clan de brujas, zombis, cazarrecompensas, traición, e incluso viajes de exploración personal a través de la Fuerza.

Ah, y hasta un capítulo dedicado a Akira Kurosawa, el cual es una obvia referencia al filme Los siete samuráis, del que ya hablaremos en la segunda parte de esta nota.

 

Material bonus: Breaking Bad, Vince Gilligan, 2008 – 2013

Tengo dos cosas para aclarar.

La primera: la inclusión de este bonus hace que el título de la nota debiera ser 17 obras audiovisuales… Pero el caso es que no la cuento, porque no estoy recomendando ver la serie. Bah: sí la recomiendo. Siempre la recomiendo. Aunque en esta ocasión, no exactamente.

La segunda: ya sé lo que están pensando. ¿Qué tiene que ver Breaking Bad con Star Wars? La respuesta es: tres episodios en particular. No por su contenido o su historia, sino por su director: Rian Johnson, el responsable detrás de Star Wars: Los últimos Jedi. Si bien es difícil pensar en un capítulo de BrBa que no sea inmemorable, estos tres capítulos son realmente inmemorables: me refiero a “Mosca, de la tercera temporada, y a “51yOzymandias, de la quinta temporada. “Ozymandias, de los tres, es para mí el mejor.

A los que ya se vieron todo Breaking Bad, les recomiendo que vuelvan a echar un vistazo a estos tres capítulos, si es que disfrutaron de la cinematografía de Johnson.

Y básicamente por eso es que esta recomendación sólo llega a bonus.

 

(continuará)

 

* Octavio Fernández nació el 11 de septiembre de 1995, en Corrientes Capital, Argentina. En 2005 se mudó con su familia a Ciudad del Este, Paraguay.

A finales de 2011, a los dieciséis años, se inició con la lectura, y descubrió que quería ser escritor. En 2013 volvió a Corrientes, y en 2015 se mudó finalmente a la Ciudad de Buenos Aires, donde comenzó a estudiar cine en el Cievyc; en marzo de ese mismo año, pasó a formar parte del Taller de Corte y Corrección.

 

 

«El coso», o cómo responder a un desafío

Hace un tiempo, Marcelo di Marco lanzó en el grupo de Facebook del Taller de corte y corrección (https://www.facebook.com/groups/125237140918420/) una consigna de escritura. Y lo que van a leer a continuación son los tres mejores relatos surgidos a partir de ella. El desafío era:

Inspirarse en la imagen para escribir un relato de no más de 200 palabras, y que contenga la expresión “ni se te ocurra”.

 

 

El coso

Por Juan Manuel Martín *

 

 

El corazón les golpeaba el pecho. Entraron a los tumbos y dejaron las mochilas. Juan sostenía el “coso” que habían encontrado en medio de la penumbra del bosque. Lo encontraron ahí, en medio de las plantas pero separado del resto de la naturaleza, fuera de contexto, conteniendo vaya a saber qué cosa. No era una piedra, no era un fruto, no sabían qué era aquello.
—Vamos a abrirlo —dijo Juan, con esa mirada que ella conocía.
—Ni se te ocurra —le espetó Diana. En sus ojos había terror.
Juan no aguantaba. Dio vueltas alrededor de la mesa intentando convencer a Diana, mientras de tanto en tanto miraba eso que descansaba allí, tan ajeno como en el suelo del bosque. No hubo caso, y el sueño les ganó en el sofá.
Las voces empezaron como un murmullo casi imperceptible, casi sonidos del oído apretado contra el almohadón del sofá. Casi un sueño alfa. Casi.
Después vinieron las caras calcinadas desde siempre en ese abismo llameante. Y las manos como garras estirándose, clamando hacia la salida del precipicio ardiente que los tragaba eternamente sin terminar de consumirlos.
Medio dormido, Juan caminó a la cocina, y tomando un cuchillo, abrió el Infierno.

 

* Juan Manuel Martín nació en Zona Oeste del GBA; vocación de arquitecto de formación técnica. Creyente e irónico desde muy chico, le interesa prácticamente todo lo que lo ayude a entender el porqué de lo que sucede y hacia dónde vamos, aunque también tiene pasatiempos aparentemente irrelevantes. Autodidacta en muchas cosas (lo cual no quiere decir que las haga bien), lector de cuanto artículo se le cruza en la búsqueda de comprender la realidad desde la confidencia de las bambalinas. Nada es como parece a simple vista y, como en los cuentos, siempre hay algo oculto buscando ser descubierto. Tiene gustos sencillos: el tiempo y la libertad son lujos tan escasos como baratos que constituyen su ideal de éxito.

 

 

La manito sabrosa

Por Juan Bautista Petrini *

 

—Atendeme pibito: que ni se te ocurra.

Saqué rápido las manos, bajando la cabeza. Papito se volvió hacia la mesada agarrando los tentáculos del Mielurki sobre el mármol. Papito sabía lo que hacía: cuando lo encontramos en el jardín le había pegado un mazazo. Y también estaba eso enfrente mío, eso que encontramos al lado del Mielurki tentacular. Papá lo había dejado con mucho cuidado. No sé por qué, si ni se movía. Me quedé mirando su interior, esa gelatina con semillitas verdes, qué raro, una fruta dura pero con gelatina adentro… No me resistí más y fui acercando la mano. Papito seguía dándome la espalda, agarrando de cualquier parte al atontado monstruito.

Toco lentamente la cáscara dura y tibia de la frutita. Después la gelatina: estaba fresca, y con el calor que hacía no se me ocurrió nada mejor: meto la mano. Con una fuerza tremenda la cáscara me la encierra y arranco a gritar.

Papá se da vuelta, empieza a gritarme mientras el monstruo va desintegrando mi mano y avanza por el antebrazo. Ahí nomás papá agarra el machete.

La madera de la mesa todavía sigue marcada por el corte, como la tabla de los asados.

 

 * Juan Bautista Petrini nació en el año 2000 en Buenos Aires. Está finalizando sus estudios del Bachillerato; escribe poemas y cuentos. Fue influenciado en su adolescencia por la escritura de Isaac Asimov, Roberto Arlt, E. Allan Poe, Miguel de Unamuno, por la poesía de G. Adolfo Bécquer y de Antonio Machado; y en su infancia, por Sandokán, de Emilio Salgari, los policiales negros para adolescentes, los policiales clásicos, la Odisea y muchos mitos griegos.

 

 

 

Vudú

 

Por Alejandro Baravalle *

—No es indispensable que sean muñecos —le dijo a Ana—. Basta con hechizar un objeto cualquiera, y asociarlo al objetivo.
Él miraba por el balcón. A sus espaldas, ella curioseaba los objetos de “trabajo”.
—Incluso se pueden usar para el bien, por eso asocié una de estas cosas conmigo mismo. ¿Adivinás cuál? —volteó para mirarla, y lo sacudió un miedo helado—: No, pará, ni se te ocurra…
Ana apoyó sobre la mesa aquella fruta exótica, ahora abierta de par en par. Para irse, debió atravesar un reguero de tripas y órganos. Igual, la contentaba haberse sacado otro gil de encima.

 

 

 * A Alejandro Baravalle lo engendraron en Lanús, un domingo de 1981. Desde su niñez ha venerado los libros, con una negligente predilección por el terror fantástico que incluye también al cine. Ha publicado en revistas online, entre ellas la mítica Axxón. Un cuento suyo forma parte de Sangre Fría, antología editada por Pelos de Punta en marzo de 2016. En noviembre de ese mismo año, la editorial Letras Cascabeleras lanzó en España un libro con tres de sus cuentos: Utopía (y otros encierros oscuros). Es miembro de La Abadía de Carfax.

 

 

Endiosemos a Dios

Por Pablo Grossi *

 

La era poscristiana tiene todavía muchos ecos de la civilización que le dio origen. Siguen flotando aún en nuestro mundo secularizado y neopagano resabios de la cristiandad: se celebra algo llamado “Navidad”, pero como una cáscara vacía. Un mero nombre sin el contenido Verdadero. ¡Qué lamentable es elegir el sinsentido! ¡Qué suicidio no tener por meta a la Meta más alta de todos! Alejémonos bien lejos de esa autopista al vacío. Y choquemos las copas hasta la embriaguez porque la Segunda Persona de la Santísima Trinidad asumió la materialidad de la carne. Brindemos porque Dios Padre es nuestra Meta, porque el Niño que hoy nació es nuestro camino, y porque el Espíritu nos conduce.

Hoy quiero hacer plegaria mis deseos de paz, amor y felicidad para todos ustedes. Pero no como lo hace el mundo secularizado, que también habla mucho de amor y paz. Ojo: paz, amor y felicidad son realidades bien pero bien cristianas.

En primer lugar, le pido al Niño Dios que sus vidas se llenen de tranquilidad en el orden, como definía San Agustín a la paz. Una tranquilidad sin orden puede ser modorra, desinterés, conformismo. Un orden sin tranquilidad puede ser rigidez, puede ser rigorismo o puede ser imprudencia. “Paz a los hombres de buena voluntad”, cantan los ángeles. “Yo les doy mi paz, pero no como la da el mundo”, dice el Señor. Recibamos su paz y obremos en consecuencia, viviendo la tranquilidad en el orden.

También le pido a Cristo que su amor difusivo llegue a nosotros y nos desborde, para así alcanzar a quienes nos rodean. Que todas nuestras acciones estén movidas por el amor a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos. No nos olvidemos que el amor a Dios sin el amor al prójimo es fariseísmo puro, y que el amor al prójimo sin el amor a Dios es estéril, pues no echa raíces en la eternidad, no fructifica, se desvanece en el humo de la contingencia temporal. Señor, que seamos siempre en el mundo un reflejo del amor de tu amor. Que todo lo que hagamos sea para glorificar tu nombre y para acercar a ti las almas de quienes nos rodean.

Por último, ruego que Dios nos permita ir anticipando en esta vida la Felicidad Celestial. Que la virtud teologal de la esperanza acreciente en nosotros el gozo de sabernos creados, redimidos y santificados por la Santísima Trinidad. Que sepamos, en medio de los dolores de la vida presente, tener los ojos puestos siempre en el Cielo.

Señor, Dios nuestro, que te endiosemos. O, mejor dicho, que nunca dejemos de darte el lugar que te corresponde. Que nunca nos avergoncemos de proclamar tu primacía sobre todas las cosas. Que sepamos responder con generosidad a la enorme cantidad de gracias con las que nos honraste gratuitamente desde el principio de los tiempos. También te damos gracias porque las mortificaciones que sufrimos este año nos recuerdan que la Felicidad en esta tierra es parcial. Gracias, Señor, porque en esos momentos estuviste siempre con nosotros, sosteniéndonos.

 

 

 * Pablo Grossi nació en Buenos Aires en 1986. Es maestro de nivel primario, catequista, y está terminando el profesorado y la licenciatura en Filosofía en la Pontifica Universidad Católica. Desde muy chico se apasiona por los relatos de aventuras. Participa del TC&C desde 2012, escribiendo (y corrigiendo) cuentos. Disfruta mucho de la música y la gastronomía, con una amplia variedad de gustos en ambos campos. Su principal interés académico pasa por la apologética de la fe católica, la relación entre la ciencia y la fe, y el pensamiento medieval.