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Desde el eco de Olga Orozco

Por Agustín Mazzini *

 

 

 

–Nada más que un indefenso corazón enamorado

–nada más que eso tuve

en la vibrante palma de mis manos

 

 

Con este diálogo de cita y de respuesta, mecánica que se mantendrá en lo formal a lo largo de toda la obra, comienza Orozquianas, de la poeta y editora Analía Pinto[1], quien decide traer a una de sus influencias más importantes para ubicarla en el centro de la escena. Aquí, las citas de Olga Orozco (Toay, La Pampa, 1920 – Buenos Aires, 1999) lejos están de funcionar como una mera inspiración, anticipación al poema o de contexto para el lector. Olga Orozco –una de las más destacables, innovadoras y potentes poetas de nuestro país– camina a lo largo del libro como un personaje más que intercambia con y en la voz de la hablante. Es una suerte de entelequia, fantasma que toma de la mano su lirismo y el de la hablante (esto es, el sujeto que construye Analía) para guiar al lector por los pasillos del decir, esos vericuetos por donde se desarrolla y anda el decir de la poesía.

Amén de esta relación maestra-discípula que se desprende no sólo del título sino también del juego mencionado y de las distintas aristas con notorias reminiscencias a la poesía de Orozco –hay múltiples similitudes en la construcción de la expresión; por ejemplo aquello tan precisamente “orozquiano” de hacer que el adjetivo preceda al sustantivo: “la oscura señal de lo prohibido, qué infernal diferencia me separa, nadie te librará/ de la fantástica prisión, remotos tesoros del perdón”–, la hablante sabe qué es lo que quiere: el yo poético, con llamativa precisión, transita por el delicado hilo que separa lo templado de lo solemne, lo sobrio de lo suntuoso, con un estilo depurado y conciso que, en su homenaje y en su tono, decide prescindir del característico versículo de la homenajeada. Quiero decir: Analía Pinto no se presenta como una copia de nadie. Por el contrario, su poesía se pone de pie para afirmar, negar, sufrir y buscar dentro de sí misma, pero retomando la bandera de una tradición que dista muchísimo de la chatura, la llaneza anecdótica y la impronta de diario íntimo que se suele encontrar muy a menudo en los poetas de su generación.

Orozquianas aborda –exitosamente– la conjunción de dos riesgos. Por un lado, homenajear a una voz ya riesgosa de por sí, la voz de Orozco, una autora que huye del facilismo a la hora de escribir y de ser interpretada, junto con el vivir verso a verso –y golpe a golpe– la frescura de un tópico unas veces maltratado o glorioso, desprestigiado unas veces y ensalzado hasta la exageración otras. El (¿des?)amor toma la forma de pequeñas oraciones que tocan cierta luz de abandono, vacío y soledad que se ve en la poesía de San Juan de la Cruz y de Sor Juana Inés de la Cruz (Orozco también retoma esto; la idea de rezo y de plegaria como canto hacia el amor, el paso del tiempo, la melancolía):

 

debo aferrarme

debo creer que aún es posible

que en un recóndito sueño

sucederás, metida dentro de este haz

de estas dentelladas ciegas que doy sin respiro

metida dentro de esta luz

tan metida que sólo se inquieta la superficie

cuando la ronda tu figura, mis ojos buscan los tuyos

cazadores

arma en mano

atentos a todo

al vuelo de la misma ave.

 

En cuanto a los aspectos formales y estéticos, se respira un ritmo que, de manera premeditada, busca la pausa y la meditación (por momentos oscura, no en el sentido hermético, sino en el ánimo del yo poético) que se contrapone a la acostumbrada verborragia que suele suscitar un tópico amoroso.

Al mismo tiempo, es un libro de conjunto que no deja librado al azar el concepto “libro”. No es una “antología” de poemas; hay un deseo de amalgamarse en sí mismo, de ser un solo nudo destinado a desatarse en la experiencia de un lector al que, tácitamente, se lo trata con mucha delicadeza. La hablante interpela desde el color más lírico de la revelación personal, con versos cortos que se suman a un detallado trabajo del manejo de la palabra entendida como música.

En resumen, Orozquianas ofrece no sólo un homenaje a la (casi perdida) figura de guía o de maestra, sino que también, desde su propia voz, desenvuelve un yo poético y un tono que a través de su licor de olvido corto y sereno, lanza sus cánticos y extrae de sus entrañas/ gemas para los orfebres del viento y un huracán de fuego furioso mientras, invadida/ hecha trizas por la sombra más esquiva/ columpiada en el éxtasis (…), juega con la señal oscura de lo prohibido y la lengua demorada en la poesía.

 

 

 

 

* Agustín Mazzini (Buenos Aires, 1993) poeta y estudiante de la Licenciatura en Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes (Buenos Aires) y de la Cátedra abierta de poesía latinoamericana en la Universidad Nacional de San Martín. Ha ganado el primer premio del “Concurso Nacional Homenaje a Jorge Luis Borges” de la Fundación ProArte de Córdoba, con su libro Los pantanos de la incertidumbre (sobre el artista y su oficio) en 2015, y el Premio Nacional de Poesía Joven “Bustriazo Ortiz” en 2017 con El cielo no termina de quemarse. Ha publicado poemas y entrevistas en revistas de Perú, Venezuela, Chile, México y Argentina. Fue redactor de la revista Por qué tiemblan, y antologado en Apología. Volumen 2. (Letras del sur, 2015), Buenos Aires respira poesía (INCAA, 2013) y la argentino-española Orillas, 2015. Participó en la versión 2013 del “Festival de Poesía Joven” de la Asociación de Poetas Argentinos.

 

 

[1] Analía Pinto (Argentina, 1974). Poeta, editora y correctora. Recientemente recibida de Especialista Universitaria en Edición. Ha publicado los libros de poesía: Peaches en Regalia (Ediciones Hespérides, 2008) y Pequeño manual de anatomía masculina (Peces de Ciudad, 2017). Participó en numerosas antologías de poesía y como editora ha sido responsable de las tres ediciones del libro Multimedial Cirugía. Bases clínicas y terapéuticas y ¿Por qué escribo? (selección de textos producidos en sus talleres), ambos dos de libre descarga en el repositorio institucional de la Universidad Nacional de La Plata, SEDICI, en donde se desempeña como referencista. Desde el 2010 brinda talleres literarios de forma particular y pública, desde el 2013, en la UNLP.

 

 

La otra versión de “El retrato oval”

Por Lucas López *

 

A veces Poe no escribía buenos cuentos. Y él lo sabía. Sobre “Eleonora” dijo: “Es un buen tema, arruinado por manejarlo con apuro”. Podría haber dicho lo mismo de su cuento “La Vida en la Muerte”, si no fuera porque lo corrigió hasta transformarlo en “El retrato oval”. Sí: “El retrato oval” tuvo una primera versión más larga y, digámoslo a la Poe, mal manejada. Gracias al archivo digital de la Edgar Allan Poe Society of Baltimore podemos ver cómo fue evolucionando el texto. Aquí me limitaré a mencionar brevemente cómo era la versión original y me voy a permitir suponer cuál era el criterio que usaba a la hora de corregir.

 

La poda

La corrección se trató en su mayor parte de una severa poda. La primera versión “El retrato oval” es del año 1842. Tenía ese otro título “La Vida en la Muerte”, un epígrafe, un largo párrafo introductorio, todo lo que conocemos que sí quedó en la versión final menos una oración intermedia, y la última frase. El epígrafe, en italiano, decía así: “Él está vivo y hablaría si no observase la regla del silencio.” Inscripción al pie del retrato de San Brunno.

El primer párrafo trata sobre estos detalles: a nuestro narrador lo habían asaltado y lastimado gravemente. Por las heridas levantó fiebre. Pero ni su sirviente ni él lograron encontrar medicamentos por la zona en la que estaban, en la región de los Montes Apeninos. Descartaron la idea de hacer una sangría: el protagonista y narrador ya había perdido mucha sangre y de cualquier modo el valet era inexperto en este tipo de prácticas. Se vio obligado a recurrir al opio, droga que fumaba ocasionalmente, pero a la que no estaba habituado a ingerir. Por lo que se sugiere que recurriría una dosis más alta de la apropiada.

Pedro, el sirviente, entra en una casona recientemente abandonada. Y el narrador nos cuenta que temían que de un momento a otro regresaran los dueños. Pero esperaban que al contar lo que les había pasado y al ver el estado en el que se encontraban, perdonarían su intromisión y les darían alojamiento.

A no ser por unos cambios en la puntuación y algunas palabras, casi todo el resto del cuento quedó como lo conocemos. Excepto, como dije, la frase final. Recordemos ese final: “Pero, cuando estaba mirándola, púsose pálido y tembló mientras gritaba: ‘¡Ciertamente, ésta es la Vida misma!’, y volviose de improviso para mirar a su amada… ¡Estaba muerta!”

En cambio, en “La Vida en la Muerte” leemos: “[…] y volviose completamente hacia su amada― quien estaba muerta. El pintor entonces agregó: ‘¿Pero es esto en verdad la Muerte?”

 

 

El criterio

Los principios críticos de Poe nos llegan en su mayoría de manera fragmentaria y dispersa entre muchas reseñas y notas, formulados y reformulados una y otra vez. Creemos que es ahí donde podemos encontrar el criterio que usó para corregir. Repasemos sus ideas sobre la extensión de una composición, la trama, el desenlace y la unidad de efecto.

En una reseña al libro Night and morning, de Lynton Bulwer (1841, un año antes de publicar el cuento que estamos analizando) define lo que entiende por trama: la trama de una narración es aquello en lo que ninguna parte, ningún átomo, puede quitarse o cambiarse de lugar sin arruinar el todo.

En un artículo publicado en el Southern Literary Message del año 1836 sostiene que el placer que nos da leer una novela es un placer compuesto: el resultado de múltiples efectos. En cambio, es deseable que el cuento produzca solo uno. A eso llama unidad o totalidad de efecto.

En 1845 (año en que publica la versión corregida del cuento) escribe esto en A Chapter of Suggestions: el desenlace es el efecto específico de la ficción y todas las partes de la trama deben fortalecer el efecto buscado. Ya cambia el tono tentativo del artículo de 1836 antes mencionado y llega a decir que el lápiz no debería tocar el papel antes de tener una idea general bien digerida del propósito que se busca.

En la reseña al libro de cuentos de Hawthorne Twice Told Tales, de 1842, dice que el efecto solo puede ser duradero si la lectura se realiza de una vez (de una sentada) en el transcurso de una o a lo sumo dos horas. Explica que todas las emociones elevadas son necesariamente transitorias. Por lo que la excesiva extensión de un cuento diluiría la emoción buscada.

Creemos que no es difícil demostrar que eran estos los principios que tenía en mente a la hora de corregir. Empecemos por el final.

Pensemos en el efecto que nos produce el desenlace de “El retrato oval”: es el horror, es lo siniestro, lo familiar que se vuelve desconocido. Poe nos mete en la piel del narrador: leemos la historia del retrato como si tuviéramos en nuestras manos el volumen que describe las pinturas. La intriga que nos había planteado unos párrafos antes cuando el narrador ve el retrato y le repugna se resuelve en el final. ¿Por qué le produce esa impresión tan fuerte? Porque estaba en presencia de lo ominoso, de un muerto vivo, hasta de un crimen.

Suponemos que una vez que Poe llegó a ese final y revisó el cuento, usó este criterio: si quitaba una parte del texto y este mejoraba, entonces esa parte no hacía al argumento y no contribuía al desenlace.

 

Análisis

Entonces desandemos la corrección del cuento. El título “El retrato oval” es mejor que “La Vida en la Muerte”. Pero, ¿por qué? ¿Qué diferencia hay entre uno y otro? El primero invita a seguir leyendo, atrapa al lector: ni bien empieza el cuento uno espera encontrarse con el retrato que es el corazón del relato, pero ese título no nos adelanta nada sobre el final del cuento. En cambio, “La Vida en la Muerte” anticipa de manera muy explícita el desenlace, y una vez terminada la lectura nos resultaría hasta redundante.

El epígrafe que estaba en la primera versión tiene una relación tan solo tangencial con el cuento: “Él está vivo y hablaría si no observase la regla del silencio”. Se refiere a una orden de curas que guardaban silencio con tal rigor que podría habérselos confundido con muertos. Hay una conexión con la historia, pero es muy débil. Era fácil ver que no formaba parte del argumento y por eso fue eliminado.

El primer párrafo que mencioné nos da detalles que no están en “El retrato oval”. Digamos que esos detalles responden a estos interrogantes: por qué era que habían entrado a la fuerza a una mansión, por qué estaba gravemente herido nuestro narrador. Pero, en verdad, estos datos tampoco hacen a la trama. La prueba está en que este es uno de los cuentos más populares de Poe y nunca nadie se planteó esas dudas. O si se las planteó, las respondió solo. Son datos secundarios que rellenamos cuando lo leemos.

Pero el uso del opio que se comenta de manera extensa en “La Vida en la Muerte” era verdaderamente un problema, o por lo menos un agregado que complejizaría lo que Poe llamaba la unidad de efecto. El cuento podría tener dos lecturas: efectivamente, toda la historia era cierta y a esa mujer la habían matado a medida que la retrataban, o todo había sido el resultado de una alucinación mezcla de fiebre y sobredosis de opio. Poe, con buen criterio, optó por darle un solo sentido a la historia y no dejar lugar a la segunda lectura.

También el cuento mejoró al quitarle ese extenso párrafo en dos sentidos: se ganó en brevedad, y la historia empieza en el medio de la acción. Recordemos lo que Poe sostenía sobre la duración del cuento: tiene que ser leído de una vez. “El retrato oval” se transformó en su cuento más breve: tardamos alrededor de quince minutos en leerlo.

El final es otro de los casos en los que el efecto se diluye. Poe trató de rizar el rizo; el cuento ya había terminado y le agregó esa pregunta “Pero ¿es esto en verdad la Muerte?” que nos saca del eje como lectores. El efecto de horror se diluye porque, en lugar de concentrarnos en el descubrimiento terrible de que el pintor había matado a su amada mientras la retrataba, nos hace pensar en qué tipo de persona era el pintor para decir semejante cosa: ¿sería que no le importaba la muerte de su amada? Esa distracción abolla un cuento que, de otra manera, sería perfecto.

 

 

Poe, el mayor artífice

Lo que este hallazgo confirma es que Poe practicaba los principios que enunciaba. Quizá escribía mal cuando no tenía tiempo, pero era coherente cuando corregía. Para los que principiamos en esto de escribir, nos reconforta pensar que hasta los más grandes se equivocan y corrigen.

Poe fue un caso raro: en el siglo del Romanticismo, opinaba que había que aplicarse rigurosamente a la escritura. No creía ni en musas, ni en la espontaneidad. Dejemos que él mismo cierre esta nota con una de sus Marginalias: “No hay error más grande que este: suponer que la verdadera originalidad es un simple asunto de impulso o inspiración. Originar es combinar con atención, con paciencia, con entendimiento.”

 

 

* Lucas López es un lector omnívoro. Nació el 28 de marzo de 1985. Fue su hermana, Cecilia, la que lo inició en la lectura de la poesía: el Romancero Gitano de Lorca y los 20 poemas de Neruda. Cuando su reducido presupuesto todavía no le permitía comprar libros, los pedía prestados: así conoció a Cortázar, a Tolkien y a Jean Valjean. Se recibió de profesor de inglés y se graduó de lector ambidiestro. No hace mucho tiempo, se dio cuenta de que quería pasar del otro lado de los libros y aprender a contar como Poe  y a cantar como Whitman. Dentro de un mes se cumplirá un año desde que va al taller de Marcelo di Marco y espera, algún día, graduarse de escritor de esa escudería.

 

 

Series que marcaron época (tercera parte) Hoy: X-FILES “The Truth Is Out There”

Por Adrián Granatto *

 

El 10 de septiembre de 1993, The X-Files sale al aire con un concepto revolucionario en lo que a materia de sci-fi se refiere. No es que hasta entonces no haya habido programas televisivos con extraterrestres, pero la seriedad que les impuso Chris Carter a los personajes —y el nuevo giro a la denominada invasión extraterrestre mediante un virus—, junto a las conspiraciones y argumentos que iban de lo dramático a lo paranormal, pasando por la comedia y el policial, lograron que el público acompañara a la serie durante nueve temporadas.

 

La trama principal era simple. Dos agentes del FBI en lo que, al principio, podrían ser veredas opuestas: Fox Mulder, un hombre obsesionado con los extraterrestres desde la abducción de su hermana cuando él era un niño —y que ahora trabaja en los olvidados Expedientes X recibiendo de vez en cuando la ayuda de un grupo experto en informática que se hacen llamar “Los Pistoleros Solitarios”—; y Dana Scully, la escéptica doctora forense que descarta de plano cualquier fenómeno paranormal, buscándoles a las causas una explicación válida y científica.

Este choque —tanto de criterios como religiosos, sumado a la tensión sexual de los personajes con el correr de las temporadas—, fue uno de los puntos fuertes, aunque no el único.

 

Carter tuvo que luchar con los directivos de la FOX por el reparto elegido, ya que los ejecutivos buscaban una protagonista rubia y de piernas y busto grandes, y también produjo dos series más ligadas con The X-Files: Millennium, que nos presentaba al agente del FBI Frank Black, capaz de meterse dentro de la piel de los asesinos en serie —al punto de ver el mundo desde la perspectiva de los psicópatas— que duró tres temporadas antes de su cancelación, y The Lone Gunmen, un spin-off que estuvo en el aire por solo doce capítulos.

Al segundo año se unió al grupo de guionistas Vince Gilligan, que después tomaría el cargo de productor de varios capítulos.

 

 

No olviden ese nombre: en el 2008, Gilligan traería a la pantalla chica una nueva y mejorada forma de hacer televisión. Vendría el tiempo de Breaking Bad. Pero eso es para más adelante.

Con el correr de las temporadas, los cambios en la serie fueron minando la cantidad de público, pero el interés se acrecentó con el estreno de la película en 1998. The X-Files: Fight the Future le dio un nuevo empuje y captó a nuevos aficionados. Y diez años después se estrenaría la segunda película, The X-Files: I Want to Believe —cuando la serie llevaba ya seis años sin aire—, cerrando hasta el día de hoy el universo creado por Carter.

 

 

 

* Adrián Granatto es un escritor amateur argentino. Nació el 21 de octubre de 1966. No publicó en ningún concurso importante y, sacando a su mamá, no lo conoce nadie. Escribió para varios blogs cooperativos, y fue director de la revista digital Piso Trece (2012-2013), ya desaparecida en el éter.
Comenzó a tomar clases de escritura en el Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco en septiembre de 2014… y todavía no se avivaron de echarlo.

 

«El Arenero», de Gustavo Ripoll —cuento ganador del Premio Juan Rulfo

Nota escrita por Luis Lezama Bárcenas 

En FIN estamos muy orgullosos de publicar hoy “El Arenero”, merecidísimo primer lugar en la rama de cuento del Premio Juan Rulfo. Queremos aclarar que este no se entrega más por diferencias entre la viuda de Juan Rulfo y los organizadores del premio. Sin embargo, desde que se entregó por primera vez en 1982 y hasta 2013 (año en que se dio por última vez), fue considerado uno de los premios más prestigiosos de la literatura hispanoamericana. Era otorgado por Radio Francia Internacional y coorganizado por el Instituto Cervantes de París, Casa de América Latina, Instituto de México en París, Colegio de España en París, Le Monde diplomatique, edición de España, Unión Latina y FondaChao, entre otros. Uno de los últimos ganadores, me place decir, fue Gustavo Daniel Ripoll, uno de los mejores escritores del TCyC. No sólo por su nítida prosa, de la que podrán dar fe ustedes mismos con este cuento, sino también por su humildad. Debo contar que recibí talleres sentado a la par de Ripoll, y me sorprendía con sus intervenciones cuando discutíamos algún cuento. Siempre tenía alguna cuestión técnica que agregar, algo que todos los presentes —a veces, hasta nuestro tremendo maestro Marcelo di Marco— desconocíamos. No supe, sino hasta hace muy poco —y creo que muchos de los escritores del TCyC desconocen esto también—, que Ripoll era ganador de un premio tan importante y prestigioso. Fue de pura casualidad que me enteré: lo supe porque estaba leyendo en Wikipedia la biografía de la escritora argentina Samanta Schweblin. Ahí me enteré de que ella había ganado el Juan Rulfo de cuento —de hecho, ella fue la última en recibirlo en 2013. Y dando clicks a los hipervínculos llegué hasta la página del Premio Juan Rulfo; y vi, entonces, entre los ganadores, el nombre de Gustavo, mi compañero.

Gustavo es un tipo humilde, humilde como sólo quien de verdad se merece la grandeza. Disfruten, pues, de este enorme cuento que nos permitió publicar hoy; y no se pierdan, si tienen la oportunidad, del autor: otra gran obra.

El Arenero

Por Gustavo Daniel Ripoll*

Ida y vuelta. La vida: ida y vuelta. Hay muchos que se preocupan, que tienen miedo de no volver, que sea un viaje de ida. Pavadas, la vida es ida y vuelta. Más extraño sería si yo dijera: fui, y no volví jamás. Pero yo no soy un tipo extraño, no soy «especial»; lo sé, me lo dijo la Colorada. Yo soy uno más, uno del montón. Menos que del montón. Cuando te hayas ido, me decía, no me voy a acordar ni de tu cara. Tu cara se parece a otras cientos de caras que pasaron por acá. Caras que van y que vienen, un rato, y después va y viene otra cara, y otra, y otra. Y después ya no hay más caras, es una máscara, una que va y viene, y no tiene rasgos, ni voz; a veces un murmullo sí, un hummm, otras ni eso. Y ya ve usted, tenía razón: soy uno más. Fui uno más de los que van y vienen, pero nunca llegan a ningún lado.

¿Qué será de la Colorada? Antes, cuando me echaba y no podía dormir porque el guacho del Polaco estaba limpiando las mangueras —lo hace a propósito, es una de las formas en que le gusta torturarnos—, me entretenía pensando qué sería de la Colorada. El último día, cuando le dije que me embarcaba, que no sabía si iba a volver, puso una cara como de decepción. Fue un momento, pero me di cuenta. Yo le conocía la cara como si se la hubiera dibujado. Ve, tenía razón, ella era especial. Las únicas caras que se pueden recordar son las especiales: cada movimiento, cada surco, cada sonrisa, cada decepción. A lo mejor se pensó que yo algún día llegaría lejos. Capaz que se hizo la película, alguna noche en vela de las que no trabajaba. Que yo tenía un montón de guita, y que la iba a buscar al puterío, y que me la llevaba a un departamento lujoso, y quién sabe si no me casaba con ella también, de puro enamorado. A lo mejor ella pensaba eso, digo yo. Pero no me dijo nada. En lugar de eso, se sacó la tanga y me la revoleó en la cara: «Para que te acuerdes de mí», dijo. Y a veces, cuando me echaba entre turno y turno —uno se acostumbra a las horas del arenero, es él quien marca los compases, quien vive en nosotros, es como un nene al que hay que ponerle las mangueras, sacarle las mangueras, cambiarle los pañales—, a veces, cuando me echaba entre un turno y otro, dormía con la tanga de la colorada pegada a la cara. Como si fuera un pañuelo, tapándome la nariz, como si pudiera, por un rato, olvidarme del aliento barroso del arenero.

Acá no hay privacidad. El catre lo usa el que no está de turno, así que nunca está vacío. Alguna vez tuvo sábanas, pero la mayoría nos acostamos vestidos. Parecerá extraño, pero es una forma de defenderse del arenero, de seguir siendo uno; al menos en la piel que no se curte con el gasoil y con el barro. Mi piel, y no una más de los que se acostaron —de los que van y vienen, porque todos van y vienen, ¿sabés?— en este catre.

 

El día que me presenté, me explicaron todas las reglas del trabajo, todas las que están escritas, porque las del Polaco, por ejemplo, no me las dijeron. Trabajás cuatro horas, dormís cuatro horas. Dormís o paveás, o hacés lo que quieras, vivís. Lo que se puede vivir en el arenero. Eso lo hacés unos quince días, en tandas de tres, lo que tarda el arenero en trepar el río hasta donde se puede chupar, casi un día que se la pasa chupando, y después la vuelta y la descarga. Así vas y venís cuatro veces, y después, tenés unos tres días francos, que luego aprendés que son menos; eso no te lo dicen, porque muchas veces el río está bajo y no se puede atracar, o se atrasa porque hay que dejar paso a otro barco, y resulta que en una curva del río te comés cuatro, a veces cinco horas de espera, mientras el otro maniobra. Pero nadie se queja, llegar a puerto es un día de fiesta. Para todos, menos para mí. Para mí no hay nada en el puerto. Ni siquiera la Colorada.

El Polaco tiene una mina, dicen, porque él nunca habla de nada. El Rata siempre tiene alguna colegiala que le dé bola, y Paquete se la pasa en los puteríos. Dice que las putas no le cobran, por el tamaño. Dice que las tiene locas a todas. Pero de una forma u otra, siempre vuelve sin un mango, y termina mangueándome la yerba a mí o al Rata. Con el Polaco no se mete, aunque son compañeros de guardia. Él y el Paquete hacen un turno; el Rata y yo, el otro. El Polaco le dice «Paquetito», le toca el culo. Si a algunos de nosotros se nos ocurriera hacer lo mismo, nos destrozaría; pero cuando se lo hace él, no dice ni mu. Me contó el Rata que una vez se agarraron a trompadas. El Paquete se le fue al humo, y el Polaco lo surtió mal. Le dejó la cara arruinada, y para peor, cuando lo tenía grogui en el piso, se la dio. Dice el Rata que el otro casi ni se movía cuando el Polaco le daba, que estaba como inconsciente. Y después de esa, nunca más. Se hablan lo necesario, pero andan siempre con cara de perro. Yo creo que, cualquier día de estos, el Paquete se la devuelve; al fin de cuentas, todo es ida y vuelta en la vida. Y va a ser jodido, porque el guacho anda armado de veras, da miedo. A mí, si me preguntan: yo no vi nada.

 

El primer franco me moría de ganas de ir a verla. La vida acá arriba es distinta. Hay más tiempo para pensar, o eso es lo que uno se cree al principio. Hasta que se acostumbra. Después entrás en una especie de sueño en vela, dormir entrecortado ayuda, y pasa el tiempo sin que uno se dé cuenta. ¿Cuántos días? ¿Cuántos meses me la pasé sentado en el borde del arenero, con los pies metidos en el agua y mirando la nada? Esperando encontrar la tanga de la Colorada enganchada en una ramita, flotando entre la basura o sobre algún camalote, confundida con alguna bolsa de plástico. El río es lindo para los que vienen de visita. Pero, si estás acá, llega un momento en que te tapa. Todo es río, y no tenés ni idea de si estás en tal o cual lugar, son todos iguales. Arriba del arenero, no te das cuenta de si es de día o de noche, si es primavera u otoño, si sos viejo o si sos joven. Acá es siempre lo mismo. El tiempo no corre en el agua: el tiempo es agua; y si vas a favor o en contra de la corriente, te juega sucio: hace cosas raras. Pero de eso te das cuenta después, cuando ya sos del río, cuando pasó más agua por debajo de tus pies que suelo, cuando te mareás en tierra, cuando no sabés, o no te acordás cómo volver. Al principio es todo distinto, es algo nuevo. Se extraña la gente, el barullo. El arenero va rumiando su sueño de gasoil día y noche, y parece que te vas a volver loco. Entonces no ves la hora de tocar puerto, tierra, vida. Y me moría por verla, pero el primer franco todavía no había cobrado, no me habían hecho los papeles, y entonces me tiraron unos pesos adelantados, que eran pocos, y yo no quería mostrar miseria. Por algo me había ido, no para volver con chauchas.

Me aguanté. Esperé como un desesperado, ida y vuelta: río arriba y río abajo. El segundo franco también me moría por verla, pero no fui. Había juntado unos buenos mangos, y si esperaba unos francos más, me iba a alcanzar para alquilar un departamentito, para llevármela, para hacerla vivir como se debe. ¿No era eso lo que ella soñaba? Lo que me había mostrado en aquella cara, decepcionada, furiosa casi. Era su sueño, y quién se lo iba a hacer realidad sino yo. ¿Alguno de los borrachos que la iban a ver? No tienen más que para visitarla una vez por quincena, y a veces ni para pagarse los tragos. En eso me podía estar tranquilo. El único que me la podía llevar era yo. Yo era especial, aunque ella no lo quisiera creer. Yo iba a ser especial. Aquellos días dormía con la tanga agarrada bien fuerte bajo la almohada. La cama olía a la Colorada y no a gasoil, y ni el barro de las mangueras podía ensuciarme. Yo soñaba que me esperaba en el puerto, que cuando llegaba el arenero ella me estaba esperando con el vestidito ese floreado que le vi una vez, que corría a mi encuentro y me abrazaba. A veces, hasta venía con un pibe en brazos. Uno como yo, pero chiquito. Y entonces me entraba un ardor en los ojos, y me tapaba la cara con las sábanas para que no me vieran. ¿Cuántas lágrimas tendrá guardada esta almohada? Seguro que no son todas mías.

Mientras tanto, iba entendiendo cómo eran las reglas del arenero. No los turnos y las mangueras, eso lo aprendés en un par de días. Lo difícil: sobrevivir en el arenero. Esa sensación del perpetuo cansancio que las cuatro horas de sueño no te alcanzan a sacar, y que se hace todavía peor cuando subís a cubierta y lo único que podés hacer es mirar el río, siempre marrón, y la costa, siempre verde, y discutir si aquel era el arenero de Manzotti, o si el que se había varado había tenido mala suerte, o si era un imbécil que no podía compararse con alguno de nosotros. Para cuando pasan unos meses arriba del arenero, te sabés la vida y obra de todos los demás, y ellos conocen la tuya. Y entonces, sólo se puede hablar de lo que hay, de lo que se vive, de lo que se respira. Y eso es siempre el río.

 

Un día me decidí. Había juntado como para alquilarme una casita chiquita, o un departamentito; a lo mejor a ella le gustaba más vivir en un departamento. Hay gente que sufre mucho la humedad. Aunque mi recuerdo de los pies de la Colorada es que están siempre calientes, como manos que te aferran, como enredaderas que te atraen, que no te dejan escapar. La Colorada sabía cómo exprimir a un hombre, cómo hacerle sentir que la única forma de sobrevivirla era entregándole todo lo que uno tiene.

Ese día el río estaba de mi parte. Algún tiempo después me pregunté si sabría lo que iba a pasar. Ahora estoy seguro. Llegamos con la alta, y ni bien amarramos yo ya estaba abajo, listo para irme hasta la Constitución, a ver si me compraba unos pantalones nuevos, una camisa. Al final terminé comprándome un trajecito que me ofrecieron en tres cuotas. Volví al barco para cambiarme, me bañé y para eso de las seis salí al ruedo. El pelo todavía mojado, el traje con olor a recién comprado. Me sentía un tigre caminando por la Cazón, si hasta me daban ganas de rugir cuando pasaban las viejas. Un par de minas me miraron de reojo en la sombra de un bar, pero yo sólo tenía una mujer en la cabeza: alta, de crenchas coloradas que se sacudían con su cuerpo, blanca como la nieve, siempre de rojo. La Colorada era el dragón de la noche, y yo… yo estaba dispuesto a que me comiera vivo.

Ahora me pregunto si el que me haya dejado el bufoso en el arenero fue un error de mi inocencia o una oportunidad del destino, que me hizo volver para dame tiempo a pensar. De una forma u otra, cuando uno tiene la muerte en los ojos, ya no hay quien se la saque. Se mata primero en la cabeza, y después el cuerpo se arrastra, se somete a la voluntad de lo que ya pasó. Cuando uno mató a una persona en la cabeza, ya está muerta; se aprieta el gatillo para cumplir una mera formalidad, para que el rugir del arma lo convenza a uno, lo amaine.

Cuando entré al Tigre Dorado, la vieja Vargas me puso el alto. Me dijo que estaban completos por la noche, que me fuera. Que así vestido le espantaba a los clientes, que la Colorada no trabajaba más ahí. Que me fuera, que me volviera, que esa noche no. Mirá qué pintón que estás, andate a la Cazón, haceme caso. Buscate una buena piba. Vos no tenés nada que hacer acá.

Parece que no elijo bien las cosas, o la gente no me quiere. El Polaco, el primer día que subí al arenero me dijo: ¿Y vos que hacés acá? Sos muy blandito, pibe. El arenero te va a comer los huesos. Rajá, que todavía podés. Tal vez tenía razón, pero nunca fui muy bueno escuchando consejos.

Discutí con la vieja hasta que se abrieron algunas puertas. En eso apareció un cana en calzoncillos, con la camisa azul desabrochada y con la reglamentaria en la mano, pero la vieja lo tranquilizó, y el grandote bigotudo se volvió a meter en la habitación, protestando como perro demasiado grande cuando lo chumba un chiquito. Yo no oía nada. La vieja me hablaba y me hablaba, pero yo miraba por encima de ella, a la puerta de la Colorada. Yo había venido por la Colorada, y nadie me lo iba a impedir. No está, me dijo. La luz de la pieza estaba apagada, pero eso no quería decir que no estuviera. A lo mejor, al que estaba con ella le gustaba así, o a lo mejor no estaba con nadie, a lo mejor dormía. A lo mejor, desde que yo me había ido, no había querido estar con nadie más. Se había pasado los días casi sin comer, esperando mi regreso; el regreso de una esperanza, de un futuro. A lo mejor, hasta se había enfermado de no comer, y la vieja, sabiendo que la Colorada se moría, no quería darme la mala. O a lo mejor me tenía bronca, porque la había visto palidecer sin que yo diera señales de vida. Hablaba y hablaba, pero no podía entender lo que me decía.

En un momento no aguanté más. La puse a un costado de un manotazo que la dejó tambaleando, y me fui para la habitación. Ya sabía lo que me iba a encontrar, pero no me encontré nada. Me imaginaba a la Colorada en la cama, pálida, medio muerta, rodeada de un grupo de compañeras que en vano querían hacerle comer o tomar algo. Y entonces yo llegaba, y ella me veía, y con la última sonrisa de su mano en mi mano, moría.

No alcancé a llegar. Vi que algo se movía a mis espaldas y me volteé pensando que era el cana que se me venía encima. La Colorada, vestida como una dama de sociedad, venía del brazo de un compadrito que sabía pasearse por la zona de Canal haciéndose el duro. Venía riéndose, y cuando me vio, no bajó la mirada. Venía riéndose, y era de mí de quien se reía. Me dijo: Qué hacés pibe, hoy estoy ocupada; y siguió de largo a la pieza, mientras el otario me empujaba a un lado para hacerle paso.

Después ya no me acuerdo de mucho. El arenero se me reía en la cara, y yo iba como un toro a su encuentro. Levanté la cajita de chapa que tenía escondida debajo de la cama, donde guardaba el bufoso, la plata, y la tanga de la Colorada, de la engañera, de la esperanza muerta que se me hacía piedra en el pecho.

Y me fui. El Rata me seguía desesperado. Me hablaba, trataba de que me enfriara, pero ya era tarde: ya la había matado. Lo único que faltaba era ir a ver si tenía el coraje de apretar el gatillo.

Tengo recuerdos vagos de alguna esquina de Cazón, y de algún grupo de pibes que se apretujaban a la pared mientras pasaba con el arma en la mano. De alguna forma, me las ingenié para cruzar la esquina de la comisaría sin que me vieran. Se ve que había tenido mi elección antes; ahora en cambio, lo que quedaba era llegar a mi destino.

Cuando volví a entrar al Tigre Dorado, la vieja había desaparecido. No me acuerdo de quiénes estaban, pero escuché que alguno gritó. Abrí la puerta de un empujón; la habitación estaba a oscuras. En el recuadro que iluminaba la puerta, vi a la Colorada dormida y al otario, que se había sentado en la cama, pálido como una hoja, observando cómo su vida latía entre mi dedo y el gatillo.

Entonces me llegó la realidad. Como si se hubiera corrido el telón de la furia, me vi a mí mismo en la puerta, empuñando el arma, y los ojos de la Colorada, marrones como el río, como la arena que chupan las mangueras, como el gasoil que mancha las paredes del arenero. Y todos ellos, juro que eran todos, lloraban en silencio.

 

Se mata primero en la cabeza, y después el cuerpo se arrastra, se somete a la voluntad de lo que ya pasó. Esa noche murió ella, y morí yo. Nos morimos juntos, en nuestro departamentito recién alquilado, con el mocoso y con los sueños. El Polaco sostiene que ese día me hice hombre. Tal vez para ser hombre haya que haberse muerto. Tal vez murió el de tierra, y quedó el de río. Sé que le grité puta como mil veces. La puteé y reputeé; y lloré mientras la puteaba con todo lo que me quedaba adentro, mientras la veía llorar también a ella, temblando. Después le di el bufoso al cana y me volví al arenero. El Rata me compró un helado cuando llegamos a la estación, y nos sentamos a comerlo en uno de los banquitos que están en la orilla. No me acuerdo de qué gusto era.

 

 

Gustavo Daniel Ripoll. Nació en 1968, en la Ciudad de Buenos Aires y actualmente reside en San Fernando, provincia de Buenos Aires. En 2011 se recibió de Corrector Especializado en textos literarios y dos años más tarde de Redactor Literario. Sus escritores favoritos son Borges, Saramago, Onetti, Conti, Rulfo, Wilde, Shakespeare y Poe, cuya inspiración le ha dado un estilo propio.

Su narrativa ha sido volcada en su primer libro: Historias de río (2012, Cuenta Conmigo Ediciones), destacándose “El arenero”, que obtuvo el premio Juan Rulfo en 2010. También ha publicado en revistas como Ser en la cultura, Golwen, Lea y Rue Saint Ambroise (Francia). Su vida transcurre hoy entre su trabajo de Programador de Sistemas y su vocación por la escritura.

 

https://www.clarin.com/rn/literatura/Premio_Internacional_de_cuento_Juan_Rulfo-Gustavo_Daniel_Ripoll_0_ryMO0ZFawQl.html

 

Diez libros para iniciarse como un buen lector

Por Luis Fernando Lezama *

 

Hace unas semanas, en la comunidad de Facebook del Taller de Corte y Corrección, Lucas López escribió pidiéndonos ayuda para recomendarle un libro a su cuñado. Hasta ahí, todo normal. Sin embargo, Lucas señalaba que su cuñado no leía literatura; por lo que él, responsable, no quería darle cualquier libro. Así que Lucas nos pidió que sugiriéramos libros que fueran una puerta segura para que su cuñado entrase en el mundo de la ficción.

¿Cuántas veces no nos pasa? Alguien que nos reconoce como buenos lectores nos pide que le recomendemos un libro. Yo debo admitir que odio cuando me hacen esa pregunta. No porque no quiera recomendarles alguno, sino porque siento que puedo ser el culpable de que alguien no vuelva a leer nunca más. Temo que no le guste lo que le recomiende y no vuelva a leer por mi culpa. Temo que yo sea quien impida el futuro tal vez maravilloso de esa persona. Puede ser un poco exagerado de mi parte pensar así, pero sólo quien está tan enamorado como yo de la literatura entendería mi preocupación. Yo les debo todo lo que soy —cómo pienso, cómo me relaciono con otras personas, con qué ánimo me levanto— a los libros. Les debo hasta el hecho de poder escribir en este bello espacio que es el periódico Fin, ¡imagínense! Sin los libros que he leído, les aseguro que no estarían leyendo esta nota. Y para mí, eso sería más que una tragedia, aunque pudiera estar en cualquier otro lugar del mundo. Si a mí alguien me hubiera recomendado un mal libro para comenzar y yo no hubiera descubierto esta magia portátil —como la llama Stephen King—, quién sabe dónde estaría, o si estaría siquiera. Tal vez sería un zombie más que va en el colectivo refrescando una y otra vez su página de Facebook. En cambio, yo cuando voy en el colectivo tengo la suerte de ir —a la vez que me acerco a mi destino— descendiendo por un calabozo junto al peor de mis enemigos, Fortunato, para vengarme de él de la forma más espantosa que se me pudo ocurrir (“El barril de amontillado”); o puedo ir maravillándome con los inventos que un gitano que ha recorrido el mundo trae a mi pequeña aldea, que está junto un río de aguas diáfanas que se precipitan por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos (Cien años de soledad).

Hace unos días, una amiga doctora me compartía un discurso pronunciado por Federico García Lorca en la inauguración de la biblioteca de su pueblo natal. En el discurso, el poeta granadino decía lo siguiente:

“Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan, sino que pediría medio pan y un libro”.

¿Por qué don Federico García Lorca, uno de los poetas más grandes de nuestra lengua, decía eso? Parecería una locura pedir medio pan y un libro siendo un mendigo. Pero decía el autor de Bodas de sangre que “Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano, porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio del Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social”.

Además, García Lorca relata que el magnífico Dostoievski, cuando estuvo preso en Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita, al momento de pedir socorro mediante una carta a su lejana familia, sólo decía: “¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!”

Tenía frío —dice García Lorca— y no pedía fuego; tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón.

No nos queda mucho más que agregar: García Lorca y Dostoievski expresan mejor que cualquiera lo que pensamos y sentimos por los libros en Fin.

Sólo nos queda agradecer a Lucas López por haber lanzado esa pregunta en el grupo, pues gracias a ella Marcelo di Marco nos propuso a todos los que quisiéramos que mandáramos una lista de diez libros que toda persona debe leer para iniciarse como un buen lector. A partir de ella, hemos elaborado una sola lista con los diez más repetidos en las más de quince listas que nos llegaron. Fue una bonita forma de intercambiar lecturas entre todos. Debo reconocer que aún me queda una lectura de los diez libros finales. ¡Pero qué tonteras escribo! La verdad, sería insano pensar que sólo me queda una: me deben quedar miles, afortunadamente.

Algo que me encanta de la lista final es que en ella conviven escritores de culto como Jorge Luis Borges y bestsellers como Stephen King. Esto se debe a que no le pedimos a nadie que se limitara a enviar sólo narrativa, o mucho menos quisimos que sólo se enviase ficción literaria y se dejara a un lado la ficción de género. No, de ninguna manera: en el Taller y en Fin sabemos que cuando se trata de ficción, lo bueno siempre es bueno.

Como extra, hemos incluido la primera lista que se envió: la de nuestro maestro y amigo Marcelo di Marco.

A leer, entonces, para que nuestras almas no mueran, para subir a la cumbre del espíritu y del corazón.

 

Lista final:

El viejo y el mar, de Ernest Hemingway.

El Principito, Antoine de Saint-Exupéry.

Narraciones extraordinarias, de Edgar Allan Poe.

Relatos de lo inesperado, de Roald Dahl.

Ficciones, de Jorge Luis Borges.

Cuentos de amor de locura y de muerte, de Horacio Quiroga.

El umbral de la noche, de Stephen King.

El perfume, de Patrick Süskind.

Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.

El sabueso de los Baskerville, de sir Arthur Conan Doyle.

 

Lista de Marcelo di Marco:

Historias extraordinarias, de Edgar Allan Poe.

El hombre ilustrado, de Ray Bradbury.

Los mejores cuentos de Jack London, de Jack London.

Cuentos de amor de locura y de muerte, de Horacio Quiroga.

Relatos de lo inesperado, de Roald Dahl.

Matilda, de Roal Dahl.

Juventud, de Joseph Conrad.

El fantasma de la Ópera, de Gastón Leroux.

El umbral de la noche, de Stephen King.

El cuchillo, de Patricia Highsmith.

 

* Luis Fernando Lezama Bárcenas (1995, Tegucigalpa, Honduras). Publicó su primer poemario El Mar no deja olvidar en 2013, apoyado por el escritor hondureño Julio César Anariba (Q.D.E.P.) y el colegio de donde se graduó, Dowal School. Ha presentado su obra en instituciones de Educación Media y Superior, destacando la  UPNFM, prestigiosa universidad de Honduras, a la que fue invitado por Juan Medina Durón (Q.D.E.P.), reconocido literato hondureño y corresponsal de la Real Academia Española. En 2015 integró la I Antología Argonautas, de Editorial Argonautas (España), que fue difundida en formato físico y digital. Fue seleccionado para conformar la Antología Pluma, Tinta y Papel en el IV Concurso de Microrrelatos, editorial Diversidad Literaria (España). Obtuvo la medalla al mérito “Gabriel García Márquez” en el XI Concurso Internacional de Cuento 2016 “Ciudad de Pupiales”, organizado por la Fundación Gabriel García Márquez, con su relato “Bañar al bebé” (publicado en FIN http://fin.elaleph.com/articulos/banar-al-bebe-el-cuento-de-luis-lezama-que-gano-un-concurso-internacional.) Actualmente estudia Comunicación en la Universidad de Buenos Aires, y asiste a la prestigiosa escuela de escritores Taller de Corte y Corrección.

Quién es quién en el Taller de Corte y Corrección

 

Hoy responde…

José Antonio Parisi

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Cuáles son tus autores preferidos en literatura, cine y música?

 Los primeros libros que me deslumbraron allá por la escuela primaria fueron El Lazarillo de Tormes y varios de la querida colección Robin Hood. Por ejemplo, Buffalo Bill de W. F. Cody me maravilló, y Corazón, obra que apenó el mío de nueve años, en aquel momento. Si bien la pluma de D´Amicis es destacada, recuerdo el libro impregnado de una tristeza profunda difícil de asimilar para un niño.

Después llegaron Quiroga, Maupassant, Poe, Chéjov, Kafka, Jack London, O´Henry. Contemporáneos: Stephen King (¿el más grande?), Michel Houellebecq, Haruki Murakami, John Kennedy Toole (La conjura de los necios, una obra excepcional).

De los nuestros: Mujica Láinez (Misteriosa Buenos Aires me parece una obra excelsa), Borges, Cortazar, Arlt.

En música pertenezco a la primera hora de Los Beatles. Y el tango me gusta: es el folclore de Buenos Aires. Reconozco como ilustres los apellidos Discépolo, Manzi, Expósito, Contursi, Castillo, Blázquez. También Novarro y Castaña tienen temas sensibles.

En cine destaco a Martínez Suárez –conocido también como el hermano varón de Mirta Lergrand–. Su obra me impresionó de joven y resultó ser adelantada para la época. Por ejemplo, su película El Crack (1960), ya en aquel momento, trata acerca de las características sucias que envuelven al negocio del fútbol profesional.

Favio, un capítulo aparte: un maestro en todo lo que hizo.

En 1974 vi El Padrino y quedé maravillado hasta el día de hoy. Te lo agradezco mucho, Coppola.

Me gustan también Spielberg, Scorsese, Hitchcock, Tarantino, Fellini, Eastwood, De Sica, Chabrol.

 

 ¿Qué libro/s estás leyendo en este momento?

Tokio Blues, de Murakami. Jesús. Aproximación histórica, de José Antonio Pagola. Y estoy releyendo Misery, de King.

 

 ¿Qué cinco títulos creés necesarios para la formación del escritor?

 El primero que leí fue Atreverse a corregir, de Marcelo di Marco y Nomi Pendzik. Obviamente, Taller de Corte y Corrección, de di Marco. Desde ya, que me parece esencial la lectura de autores como los que cité más arriba.

 

 ¿Qué publicaste ya en medios electrónicos y/o en papel?

En Editorial Andrómeda, publiqué El Testigo Bueno (2011), libro de cuentos.

También aparecieron cuentos míos en antologías: «Dudosa naturaleza» (2008), publicado en Los cuentos finalistas del V Concurso Victoria Ocampo; «Estigma», en Todo el país en un libro (Ediciones Desde La Gente, 2014); «Crema» en Sucedió Bajo la Luna (Editorial Dunken, 2016).

 

 ¿En qué te está ayudando más tu participación en el Taller de Corte y Corrección?

 El TCyC es fundamental en mi definición como escritor. Hace años me acerqué y se cubrieron mis expectativas. Marcelo di Marco me ha ayudado mucho en mi camino en las letras. Ya estamos trabajando en los finales de mi primera novela, la que se titulará Miércoles Mondongo.

 

 

marcelo-e1424202390451  ¡Muchas gracias, José Antonio!

 

 

 

 

 

 

 

Recomendado de hoy: «Utopía (y otros encierros oscuros)», por Luis Fernando Lezama

bara3Recién terminé «Utopía (y otros encierros oscuros)», de Alejandro Baravalle. Y quería dar una reseña más académica, pero uno de mis compañeros de departamento –que terminó el libro antes porque yo estaba con otra lectura– dio la mejor reseña posible:
–¿Te terminaste el libro de tu amigo? –me preguntó.
–Sí –le dije–. Me encanta. Es lo que esperaba de él. Y a vos, ¿qué te pareció?
–Pues yo… –Hizo una pausa como para no titubear–. Yo tuve hasta pesadillas.

 

Para leer la entrevista que FIN le hizo a Alejandro Baravalle: http://fin.elaleph.com/articulos/uno-escribe-para-otros-entrevista-a-alejandro-baravalle

 

Nuestro saludo pascual

Vaya el deseo del Taller de Corte y Corrección, del Canal TCyC y de la revista FIN para todos los lectores, audiencia, amigos y fans, en esta Pascua 2017: que Cristo Resucitado, quien hace nuevas todas las cosas, promueva por el Santo Espíritu nuestra inspiración, y nos infunda fe, disciplina y perseverancia en la formación literaria y en la creación de nuestras obras. Te pedimos humildemente, Señor, que hagas fructificar el talento que nos diste. Amén.
¡Un gran abrazo para todos!

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Clic acá:
https://www.youtube.com/watch?v=GC9Vo24wPZU

La más terrible

Por Octavio Fernández *

 

Se encontraba de nuevo frente al espejo que siempre lo había aterrorizado de chico. Ahora, en la casa de sus viejos, ya difuntos, todos los recuerdos resonaban como ecos. Esta había sido la casa de su felicidad.

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Se sentía raro pensando en cuando él era feliz. Más le parecía que estuviese visualizando a otro, en lugar de recordarse a sí mismo de chico.

Porque eran dos personas diferentes.

Él antes, de pibe: los juguetes, las carreras por el patio, los juegos con mamá, las historias de lobos que acechan. Un nene contento.

Y él ahora, de adulto: un vago sin laburo, un enganchado a la cocaína y a las putas y a las borracheras y a las piñas a la salida del boliche.

Un tipo que ayer se gastó la guita que le quedaba. En la Bersa 380, ahora guardada en el bolsillo del sobretodo, la había gastado.

Lo derrotaba esa imagen suya de bazofia reflejada en el espejo.

En este espejo, ya el último mueble de la casa: el de las pesadillas. Este espejo antiguo. Este espejo que deformaba ―y deforma― la figura, como los de los tenebrosos parques de diversiones. De chico siempre había querido que lo tiraran, pero nunca tuvo el valor para decírselo a sus padres: oscuramente, temía que el espejo se vengase.

Este era el espejo en el que algo, una silueta, se movía por las noches. ¿Sería una ilusión generada por la oscuridad? ¿Demasiadas películas de terror? Acaso sólo era su propia imagen que se deformaba, o el viento que hacía temblar al espejo en la pared, oscilante en sus ganchos.

Sin embargo, en la quietud de las tardes era peor. Siempre que se lo cruzaba no podía evitar mirarlo. Y se quedaba ahí, hipnotizado y aterrado, como esperando que en algún momento su reflejo cometiese alguna acción autónoma. De ser así, hiciera lo que hiciese el otro, él sabía que sería algo atroz. Algo que lo haría enloquecer. Rogaba a Dios porque nunca pasara nada.

Ahora creía que morir frente a este espejo sería lo mejor, lo más lógico. Y esa muerte consolidaría el terror de la infancia con su presente decadencia.

Por eso sacó la pistola del bolsillo, ya lista, y se la llevó a la sien.

Se miró una vez más en el espejo. ¿Acaso sonreía? ¿Podría ser que la única felicidad que ahora encontraba era la de morir?

Pero él no sintió que sus labios se contrajeran.

Se dijo que debía de ser la deformidad del espejo lo que le hacía parecer que sonreía.

Qué importa, pensó, y apretó el gatillo.

El cuerpo del hombre se derrumbó, desarticulado. El reflejo dejó caer su pistola. Sonrió: se había tomado su tiempo, pero al fin logró mostrarle al otro su pesadilla más terrible.

 

 

 

Foto para FIN *  Octavio Fernández nació el 11 de septiembre de 1995, en Corrientes Capital, Argentina. En 2005 se mudó con su familia a Ciudad del Este, Paraguay.

A finales de 2011, a los dieciséis años, se inició con la lectura, y descubrió que quería ser escritor. En 2013 volvió a Corrientes, y en 2015 se mudó finalmente a la Ciudad de Buenos Aires, donde comenzó a estudiar cine en el Cievyc; en marzo de ese mismo año, pasó a formar parte del Taller de Corte y Corrección.

 

 

La versión de este cuento por Marcelo di Marco, en un TCYC PESADILLA: https://www.youtube.com/watch?v=-pEKwkI5z-c

«Uno escribe para otros»: ENTREVISTA A ALEJANDRO BARAVALLE

15965870_10211762207827698_1875153482692996811_n La intención: reunirnos para hablar de Utopía (y otros encierros oscuros), su primer libro de cuentos publicado. Pero la charla se convirtió en una clase sublime del pensamiento actual de la literatura.

Con ustedes: Alejandro Baravalle.

 

 

FIN: Sos profesor de literatura.

Alejandro Baravalle: Soy profesor de literatura de secundaria. Ahora estoy en un impasse. Probablemente cambie de oficio.

Y como profesor, ¿cómo ves a los pibes con la literatura? ¿Se copan o no le dan pelota?

La respuesta es previsible: No.

Ah, bueno…

Algunos pocos, sí. Y uno se consuela con eso, con ese interés mínimo de algunos. Siempre está esa sensación de que uno predica para conversos; y de que su influencia es, en general, irrelevante. Es una manera muy pesimista de empezar, pero todo eso de La Sociedad de los Poetas Muertos y demás… Bueno, es como creerse que el amor es una comedia de Meg Ryan. No hay interés. Tampoco se suscita. Y tampoco interesa que haya interés.

Te lo pregunto porque uno, como escritor, está buscando al lector. Y si los pibes —la nueva generación— no se calientan por leer, estamos en el horno.

Si uno se pone a pensar en la posibilidad que tiene de ser leído, en cuanto a cifras… Digo: de ser leídos por personas que no son familia, amigos y demás, directamente no escribe.

Es cierto lo que decís vos: uno escribe para otros. Eso de que aunque uno estuviera en una isla desierta escribiría… Bueno, quizá sí escribiría. Pero escribiría para no volverme loco. No escribiría muy motivado que digamos, sabiendo que jamás nadie me leería.

Volviendo a lo anterior, es desalentador lo poco que se consume literatura, y también el tipo de literatura que consumen los que leen esporádicamente. Y ahora que lo pienso, el aula vendría a ser un mundo en miniatura: pasa exactamente lo mismo.

Uno suele tener poquísimos lectores, salvo que después, con el tiempo, vaya tomando renombre, gane algún premio o alguna cosa así. Pero, en general, los lectores que tienen los escritores argentinos son pocos si los comparamos con los espectadores que tiene un programa de televisión masivo. Y eso pasa en el aula: si son algunos, por lo menos uno puede…, no sé. Yo aprendí a conformarme con eso, porque te imaginarás que si yo tuviera la expectativa de dejar una “marca” en todos mis alumnos y que todos salgan lectores…

… el sueño de todo maestro…

… me hubiese suicidado hace tiempo.

Menos mal que todavía te tenemos entre nosotros.

Pero al mismo tiempo, cuando uno ve que surge un interés más allá de la clase, más allá del programa educativo, que venga el pibe y te diga —y me ha pasado también en clases con adultos—: “Me gustaría leer tal cosa, tal género. ¿Qué me recomendás?”

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A eso quería llegar. ¿Qué les lees?

Lo que me ha funcionado es Poe. Poe tiene esa cuestión universal. Lo he leído en escuelas comedor con pibes a los que hasta ya es algo redundante leerles algo de terror. Pero bueno: a veces el terror sobrenatural nos consuela del terror cotidiano. Y con Poe suelen engancharse. En términos relativos: de una nula respuesta, pasás a levantar un poco la vista mientras lees en voz alta y ves que alguno te está devolviendo la mirada.

El terror, tan desvalorizado: “Ay, esas cosas que escribís”. Y es algo que siempre llama la atención. Porque si les lees algo sobre la famosa “realidad social”, los pibes se te van a la mierda.

Son panfletos aburridos, redundantes. Porque todavía ahora se sigue haciendo literatura contando lo malos que eran los militares. “¡Qué descubrimiento! ¿Así que los militares eran malos? Mirá de lo que me vengo a enterar. Qué suerte que está este hombre que ganó este premio y me abrió los ojos”. Y esto dicho sin meterme con ninguno que haya ganado premios. Que les vaya bárbaro. No quiero para nada andar odiando los premios.

Aunque sigan premiando “realidades” y dejen el terror de lado.

Clive Baker, un escritor inglés, decía, refiriéndose al mercado norteamericano —que sabemos que es más abierto en ese sentido: de hecho, ellos tienen, sin ningún pudor, la división entre literatura artística y literatura popular—, que vos sabías que, si escribías fantástico o terror, nunca te iban a reconocer de la misma manera que si escribieras sobre cuestiones sociales. En realidad, cuando dicen “cuestiones sociales”, dicen escribir desde la izquierda. Eso es “cuestiones sociales”: ser de izquierda, y escribir sobre “niños que piden en el subte y que me conmueven, y qué terrible que es este mundo”. Un tango de Discépolo, pero en narrativa. En general se refieren a eso. O al costumbrismo en el peor de los sentidos. La Nona es una obra del grotesco, y como tal tiene mucho del costumbrismo y me encanta. Pero porque no critica directamente, con un “mensaje” burdo.

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Pero la vieja sería un simbolismo también.

Sí, pero no hay una relación directa. La diferencia entre la literatura y el panfleto, entre otras cosas, es ese eslabón que está en el medio y que no deja que la crítica sea directa. Lo que Borges llamaba “trasmutar en símbolos”. Eso debe hacerse con los miedos individuales o sociales.

 Es que la época también ayudaba. Había que decir las cosas muy entrelíneas. Lo que pasa es que sobre eso, cualquier cosa era tomada como “Ahh, acá quiso decir tal cosa o tal otra”. Y capaz el autor no había querido decir una mierda.

Eso se veía mucho en el rock. Cuando no podían decir las cosas muy directamente, se inspiraban para decirlo de otra manera.

La letra de Charly García en Canción de Alicia en el país.

Claro, una alegoría de la época. Igual yo creo que la literatura es polivalente, tiene varios significados. Creo, modestamente —y más que creerlo lo he escuchado decirlo a la mayoría de los novelistas—, que uno no tiene que  andar juzgando o dando lecciones morales. Eso estaba bien en El conde Lucanor. Y, de hecho, si uno sigue leyendo El conde Lucanor hoy, ya no es por las moralejas, sino porque lo puede entretener por las circunstancias que se relatan. Pero no es deber de uno andar bajando línea, como se suele decir.

Parece como si fuera necesario para escribir literatura.

Yo creo que, en muchos casos, sí. A veces parece que leyéramos versiones un poco más sofisticadas, más disimuladas, de aquellas novelas de la Unión Soviética donde siempre eran obreros tomando fábricas. Y si escribías un cuento fantástico eras un degenerado, un burgués, un “no comprometido”.

Leí por ahí, ahora no me acuerdo dónde, que ahora no se escribe para la perpetuidad como antes, que era una literatura que duraba para toda la vida. Ahora es algo ínfimo, que dura lo que nada y se olvida.

Es que no hay un ansia de trascendencia. Palabra que hoy, incluso, hasta suena mal.

Pero es que parece que divertirse con la literatura está mal visto. Por ejemplo, con el terror.

Yo no creo que esté mal divertirse.

Es como el cine: está el cine serio para pensar y recontra pensar, y está el cine pochoclero en que uno va a divertirse y nada más.

Uno siempre vuelve a la frase de Oscar Wilde: “No hay libros morales o inmorales, sino libros bien o mal escritos”.

Tiburón quizás fue la primera película pochoclera. Ahora, si alguien viene y me dice que Tiburón de Spielberg es lo mismo que Transformers… Me parece que perdió la brújula. Y después hay mucho de lo otro: bodrios europeos que son ensalzados como la maravilla. Es como con el arte moderno, que te ponen cualquier cosa y tenés que tomar un curso para entender que ese tacho de basura con un cuarto de pollo al spiedo habla de la decadencia del Occidente y blablablá. Pura sanata.

Mi posición no es ni de hacer una defensa del intelectualismo, de que la literatura tenga que ser algo hermético para que unos muchachos de la universidad se hagan felaciones mutuas, y que se escriba en los suplementos que ellos publican lo buenas que son las obras de ellos.

Es una chupada de culo, una atrás de la otra.

Claaaro. Eso me parece repulsivo. No la chupada de culo, sino que se alaben entre ellos.

Pero después tenemos lo otro, de hacer una literatura accesible en el peor de los sentidos, tratando de parecernos a una telenovela de Adrián Suar. Y que quede claro que no tengo nada contra las telenovelas de Adrián Suar. Pero creo que en los mejores casos se consiguen las dos cosas: una obra que sea entretenida pero también “profunda”, por usar esa palabra que suele usar la gente frívola.

También está la cuestión de “que me entretenga”. Pero lo que a uno lo entretiene también depende de la formación de cada cual. Porque hay gente que se entretiene mucho con la ópera, y por ahí a los que somos —porque me incluyo— bastante ignorantes en cuanto a música, nos puede costar un poco más. Podemos perder la concentración porque quizás no estamos del todo adecuados a ese lenguaje operístico.

william-shakespeare-194895-1-402Entonces, me parece que la cuestión va por ahí. Las obras de Shakespeare y del teatro Isabelino eran populares y se daban en tabernas: la gente tomaba cerveza, se ponía en pedo y se cagaba a trompadas mientras veía una obra de Shakespeare. Y ahora lo consideramos de alta cultura. Hay que pensar qué pasó en el medio. ¿El nivel intelectual de la época de Shakespeare era superior que el de ahora? No: ahora tenemos más información, más entretenimientos. Y, por ende, una menor capacidad de concentración. Pero Shakespeare fue y sigue siendo entretenido, más allá de que ahora está la cuestión del lenguaje, y uno tiene que pasar un poco esa barrera. Que es lo que pasa con las obras que tienen varios siglos, sobre todo para el que no está acostumbrado. Pero sacando eso: una obra de Shakespeare es… no sé… como una obra de Tarantino de hoy.

Lo loco es que, en ese tiempo, Shakespeare era un escritor del pueblo. Y la mayoría no sabía ni leer ni escribir.

Es que el tipo escribía en dos registros. Escribía muertes, sangre e intrigas para el populacho, y discursos intelectuales y profundos para la Corte, la nobleza.

A mí me encantaría poder escribir cuentos o novelas absolutamente entretenidos, pero a la vez pueda suscitar en el lector muchos pensamientos, reflexiones, emociones. Porque la profundidad, a fin de cuentas, se la pone el lector.

Capaz que vos no quisiste meterle ningún mensaje, y el lector encuentra cosas por todos lados.

Lo peor que puede hacer uno es plantearse ser profundo. Porque ahí es cuando termina siendo un bodrio, escribiendo cosas que el autor considera brillantes, pero aburren al resto. Con esto no quiero decir que no se pueda poner una reflexión en boca de un personaje. Yo trato de ser lo más modesto posible. Además, no tengo con qué ser inmodesto, así que no me queda otra. No gané el Nobel ni nada de eso, así que estoy obligado a ser modesto, como los pobres.

bara3Pero ganaste un tercer premio en España, con la editorial Letras Cascabeleras. Y que es tu primer libro publicado.

Soy como las vedettes, que triunfan en España. Y sí: es mi primer libro. Participé en alguna que otra antología: estuve en Pelos de Punta, voy a estar en Carfax. Me di el gusto de publicar en Axxon. Pero este es mi primer libro individual.

¿Y en Axxon qué hacés?

Evalúo cuentos. Selecciono. No soy yo solo, somos varios. Mi opinión vale un voto. Y después se va viendo.

El libro, Utopía (y otros encierros oscuros), está dividido en tres cuentos.

Tres cuentos. Uno relativamente extenso («Utopía»), y dos breves («El visitante» y «Memoria oscura»).

 Al principio, creí que era una nouvelle dividida en tres capítulos.

Siempre es un poco espinoso lo de nouvelle, novela, cuento. Lo que pasa es que no tenía muchos cuentos que yo considerara que se podían mandar. Y los que terminé mandando estaban corregidos por Marcelo di Marco, así que tenía esa confianza de que no había error posible en cuanto a correcciones.

¿Son cuentos nuevos o ya tenían sus años?

«Utopía» debe tener cuatro, cinco años. Obviamente, hablo de las primeras versiones. Después lo cambié un montón. Pero el borrador de ese cuento es de hace cuatro o cinco años. Y los otros dos son más recientes. Ya venía al Taller de Corte y Corrección. Igual me pasa que ahora los veo publicados y pienso que alguna que otra cosita les cambiaría.

Como hace Abelardo Castillo, que continuamente retoca los cuentos.

Como esa famosa frase que dice Borges que decía Alfonso Reyes, de que uno termina los libros para librarse de ellos, para no estar corrigiendo toda la vida. Imaginate que si Borges se libraba de los libros, yo tengo que prenderles fuego. Pero uno comete la imprudencia de publicar, y acá estamos.

Pero bueno, está el orgullo de ser publicado.

Sí. Es lindo porque… qué sé yo… Uno quiere ver su libro publicado. Hay bastante de vanidad. Es más: yo antes no quería escribir porque me parecía un acto insolente. Porque hay tanta gente que escribe bien, hay tantos libros en el mundo, y venir a meter un libro mío acá, a molestar a algún lector que termina eligiendo un libro mío… Pobre tipo, capaz se podría haberse llevado algo mejor. Y uno después descubre que no puede evitar escribir. Y me empecé a quedar más tranquilo cuando fui más modesto con mis pretensiones y dije: “Yo quiero escribir algo, y que por lo menos nadie bostece mientras lo lee”.

¿Cuándo se te dio por empezar a escribir?

Desde siempre. Obviamente, escribía con la inocencia con la que escribe un chico. Incluso hacía mis propias historietas, las dibujaba y todo. Y en algún momento tuve una máquina de escribir. Creo que mi viejo se la llevó del trabajo porque estaban cambiando esas máquinas viejas por las nuevas, las eléctricas. Yo con el dedito chico no tenía fuerza para apretar, no sé cómo hacía la gente en esa época.

Yo, hasta el día de hoy, escribo con dos dedos…

No, yo también. Pero a veces trataba de hacer el experimento de escribir con todos, y no podía. Eran duras esas máquinas. En fin, lo cierto es que siempre me gustó leer y escribir. Aunque pueda sonar pedante, no me acuerdo de una época en que no supiera leer, aunque obviamente la hubo. Tampoco recuerdo haber leído balbuceando. Tengo la imagen  —sin duda, falseada por mi memoria— de haber leído bien desde el principio. Así como para las matemáticas siempre fui un desastre.

Hablando de historietas, yo fui tres años al Fernando Fader, un colegio de dibujantes, hasta que me di cuenta de que lo mío era la parte de guión.

Podés hacer guiones historietas. A Alan Moore mal no le fue…

No, a Neil Gaiman tampoco. ¿Escribís sólo terror o también otros géneros?

Siempre me gustó el terror, aunque ocasionalmente podía escribir otra cosa.

¿Y leías especialmente terror también o eras más amplio?

socorro-3Cuando era chico-chico empecé leyendo terror, y fantástico en general. Un libro que me marcó fue Socorro, de Elsa Bornemann…

Socorro, quinto año

No, Granatto: eso era un programa de televisión.

¿En serio?

Por favor.

La culpa la tiene la Nomi, que nos trajo cerveza. Ya me patina el cerebro.

Socorro es el de la tapa con el monstruo de Frankenstein. Si releo esos cuentos hoy, encuentro un lenguaje bastante infantil, y algunos clichés. Pero con ese libro aprendí la estructura clásica: introducción, nudo y el final. Y el final siempre era impactante, con cierta sorpresa.

Es que Bornemann escribe para chicos, pero no los toma por tarados.

Había cosas muy siniestras en esos cuentos, cosas terribles. Y a mí me encantaba.

Yo no sé si R.L. Stine, de Escalofríos, no le robó…

De R.L. Stine también leí algunas cosas, ya más de púber. Pero fue antes, con Socorro, que empecé a percibir que había, por así decirlo, algo de “relojería” en la literatura. Aunque mis propios cuentos eran horribles: pretenciosos, ampulosos.

Es que uno, cuando arranca…

No tiene la menor idea del oficio. No digo que ahora yo sepa mucho, pero al menos sé un poco más que en aquel momento. Y viste que uno empieza y suele estar influido por una visión romántica del arte. El culto a La Inspiración y demás.

Que no hace falta corregir, y esos mitos.

Exacto. Y después te das cuenta de que sí, que hay días de inspiración, como los puede tener el plomero que te pica dos veces la pared y te encuentra la fuga (RISAS). Pero generalmente hay que picar bastante. Hay en esa concepción juvenil (la de la inspiración pura) mucho de pose y de ingenuidad. Pero  con mis primeras lecturas yo adquirí esa consciencia de la estructura. En ese sentido, no cambié desde esos años.

La estructura la tenías. Te faltaba el lenguaje.

Sí, tenía la estructura, y después empecé a “rellenarla” un poco mejor, a emplear algún recurso más sofisticado.

¿Y qué te llevó a ir a un taller literario?

Yo descreía de los talleres hasta que conocí el de Marcelo di Marco (aunque dicho así parezca una publicidad de “Llame ya”). Y me di cuenta de la importancia de que te lea una persona experta. No tu tía o tu mamá, que te van a decir “Qué lindo lo que hiciste”, sino una persona que sepa y sea capaz de decirte la verdad cruda. Porque es muy difícil mantener la objetividad leyéndose a uno mismo. Con la práctica te vas dando cuenta de muchas de las macanas que hacés, pero generalmente algún muertito en el placard te queda, y el experto tiene que pasar un plumero y hacer limpieza. A mí me hubiese gustado conocer antes el taller.

A mí me pasa lo mismo. En mis cuentos, sacando la parte del lenguaje, a veces no había “historia” tampoco. En el taller te dicen: esto no se entiende, no hay historia, no hay cuento. Yo eso lo aprendí acá.

Sí, advertí que a mucha gente le pasaba eso. A mí me podía pasar de todo, pero eso no: escribía espantosamente, con un lenguaje pretencioso, de chico hasta con faltas de ortografía. Pero eran cuentos. Quizás los peores del mundo, pero cuentos al fin. Eso, lo básico, lo aprendí con aquellos libros de terror que leí de chico. Después empecé a leer de todo. Incluso clásicos, aunque algunos me resultaran un bodrio. Porque, si bien el criterio varía según personas o incluso países, hay clásicos de museo y otros que siguen vigentes.

Aparte, dependen de cómo estén escritos. A mí a veces me aburren el léxico, las formas…

A veces se hace cuesta arriba, sí. Pero queda mal decirlo porque se supone que todos leímos todo.

A mí, por ejemplo, Borges no me gusta.

En eso no puedo coincidir.jorge-luis-borges

Pero sí me gusta, pongamos, Cortázar. Quizá sea que a Borges me lo impusieron en séptimo grado.

Yo no lo daría jamás en séptimo grado…

Y no leí nunca más, me pudrió.

A mí Borges me puede sacar las ganas de escribir. Pienso: “Si este tipo escribió, ¿yo que hago?” Después uno se da cuenta… Quiero decir: cualquier pibe que patea una pelota quiere ser Maradona o Messi. Y lo más probable es que no lo sea, porque esa genialidad es como ganarse el Loto: puede pasar, pero mejor no vivir la vida confiando en que te pase. Uno termina siendo quien puede.

Acá a Borges lo hemos corregido. El tipo es falible.

Falible era, desde ya. De hecho, modestamente, a veces me pasa, leyéndolo, que pienso que un párrafo es muy pesado o una puntación no me gusta. Pero no creo que su genio pase simplemente por ahí. Pasa por que Borges cambió la forma de escribir en español, y su forma personal de ver el mundo nos contaminó a todos. El mundo es cada vez más borgiano. No me acuerdo si fue Cesar Aira quien dijo que Borges fue casi demasiado para la literatura argentina. Porque es un milagro que haya nacido acá. Como que te digan “Kafka es argentino”. Es lo mismo. Borges tiene esa importancia. Vos, como cualquiera, tenés todo el derecho a que no te guste. Pero los más importantes del siglo XX son Borges, Kafka, Joyce y Proust. Después, a cada cuál le gustan o no. Proust tiene partes aburridísimas; habrá gente a la que Kafka le parezca denso; y Joyce suele resultar inextricable, para usar una palabra borgiana.

 Y, actualmente, ¿qué escritores argentinos lees?

Leo lo que puedo. Podría nombrar gente muy buena del taller, pero no quiero volverme sospechoso de esa actitud de cofradía que mencionábamos antes, ni nombrar a unos y olvidarme de otros. Más allá de eso, me cuesta nombrar autores contemporáneos, y me falta leer a la mayoría.

Es que hay pocas figuras. Está Sacheri, por ejemplo.

No lo leí, la verdad, salvo por algún cuento suelto.

Siempre se vuelve a Abelardo Castillo.

Sí, pero él ya es de otra generación.

Claro, por eso digo. Después está Mariana Enríquez. O Samanta Schweblin, que tiene un libro de cuentos muy bueno.

Aypk9C9GLeí cosas sueltas de las dos. Tengo ganas de leer más de Schweblin: leí un muy buen cuento de ella, un cuento kafkiano ambientado en una estación de tren. Lo que pasa es que hay tantos que uno quiere conocer: de antes, de hoy, de afuera, de acá…

Parece, de todos modos, no haber tantos referentes hoy.

Sí, pero con eso hay una cuestión: uno dice “Hoy no hay referentes”. Está bien, te acepto que la época de Borges, Cortázar, Bioy, parece difícil de repetir. Pero también ocurre que a esa época nosotros la vemos desde nuestra época, en que esos tipos ya son semidioses o ídolos o cómo quieras llamarlos. Pero a Borges en su momento le daban con un caño, y muchos a Cortázar también.

No eran queridos.

No estaban canonizados. No del todo, al menos.

Eso vino después.

Ese es el tema: ahora miramos atrás, y pensamos “Qué increíble tener vivos a esos escritores”, pero eran figuras discutidas por sus contemporáneos. De hecho, a Borges lo empiezan a canonizar afuera, cuando gana el premio Formentor, o cuando Focault lo nombra en Las palabras y las cosas. Y yo creo que la progresía vernácula lo reconoció y lo sigue reconociendo, porque no le queda otra.

Es lo que, en un ámbito muy distinto, pasa con Messi.

Salvo que a Borges no le podían decir “Acá no ganaste nada”.

Pero está ese orgullo de “Acá tenemos un escritor universal”, aunque no lo haya leído nadie. Creo que la mayoría de los que se pusieron orgullosos no lo leyeron jamás.

6b37f5664643de9463155f8f8931c7d3c412e970Claro, termina siendo una cuestión deportiva. Alan Pauls dice en El factor Borges, un ensayo buenísimo, que todo escritor termina reducido a dos o tres símbolos: la boca fruncida y los lentes de Sábato; el aire adolescente y la erre afrancesada de Cortázar; el Borges viejo, ciego y con el bastón. Uno recuerda dos o tres íconos, en el sentido estricto de la palabra, el de los íconos de Windows. El común de la gente termina recordando a los escritores al estilo de los que llevan al Che Guevara en una remera y no tiene la menor idea de quién fue. Son rostros reconocibles, pero a los que, como dijiste vos, no se los lee o se los lee muy poco. Y no me parecería mal si no fuera por mucha gente tilinga que dice haberlos leído, o que se enorgullece de eso que desconoce… Bueno, quizás todos hacemos un poco eso. Como cuando festejamos que Fulano ganó la medalla olímpica de judo, pero no vimos ni veremos una competencia de judo en la vida. Sí, quizás todos llevamos un tilingo adentro. Y la fama de un escritor es precisamente eso: la fama del escritor, no de la obra.

Ahora, incluso Stephen King es más su nombre que otra cosa. En su momento fue diferente.

King vendió una barbaridad. Fue muy leído.

Pero actualmente, y lo digo como fanático de King, creo que cayó demasiado.

Tenía prejuicios sobre King, pero después lo empecé a leer porque Marcelo lo elogiaba siempre. Hacía mucho, yo había empezado La hora del vampiro.

El mismo King dice que es una copia de Drácula.

Yo diría que una extrapolación. Pero sí, copia la estructura. Yo había empezado a leer esa novela, aunque claro: era muy chico, leía más cuentos que novelas, y después de doscientas páginas con mucho sobre el pueblo y esto que lo otro pero sin vampiros por ningún lado, me aburrí. Yo quería que apareciesen los monstruos y se pudriese todo. Pero mucho después, como te dije, lo volví a agarrar. Me compré El resplandor. Me gustó, aunque tiene algunas páginas de más (el viaje de Halloran y todo eso se lo podría haber ahorrado). Después me animé con It, que hacía mucho la quería leer, pero…

…es un socotroco, aunque una obra cumbre de él.

Sí, le pegás con ese libro a alguien y le rompés la cabeza. Al final lo compré, y me lo devoré.

Es la mejor obra que tiene.

Es extraordinario. Y también leí Cementerio de animales, y para mí ahí demuestra que es un escritor con todas las letras. No porque no lo demuestre en otras obras, pero en esta prueba que no es “solamente” —entre comillas, porque no es poco— un narrador que te atrapa, te entretiene y te inquieta: acá va más profundo. Si me preguntás por la novela de King que más me atrapó y emocionó, quizás yo también me quede con It. Pero, de las que leí, la más profunda es Cementerio de animales.

cementerio-de-animales-stephen-king-digital-D_NQ_NP_615601-MLA20357029998_072015-FÉl, en su momento, no la quiso publicar porque le parecía demasiado terrible, y se relacionaba con experiencias personales y con sus propios miedos respecto a su hijo.

Sí, la publica para cumplir con un compromiso editorial. Y eso demuestra los prejuicios de los editores sobre lo que compra o no el público. Es cierto que King ya vendía con el nombre, pero hablamos de una novela con una escena en la que el padre se pregunta cómo acomodar el cadáver del hijo para que entre bien en el auto. Más allá de que sea un libro “accesible” en cuanto a la prosa, la temática no me parece muy “comercial”. O quizá los editores no saben tanto como ellos y nosotros creemos.

Durante la película, cuando atropellan al nene, mucha gente se levantó del cine.

¿Sí? Hace poco volví a ver algunas partes en Youtube. Es un poco barato todo… Viste que uno vuelve a ver esas películas que vio fascinado de chico, y que son en general de los ochenta o primeros noventa, y dice “Yo me copaba con esto, y es una truchada”.

Pasa con El Exorcista, que en su momento era la gran cosa y ahora…

the-exorcist-posterEl Exorcista sigue siendo perfecta: una obra maestra.

Pero hoy los pibes se ríen, no le encuentran sentido.

Pero yo creo que se ríen, en parte, porque es una risa nerviosa, y en parte porque son ignorantes. Hay que saber tener miedo.

Pasa que antes había películas realmente de terror, y ahora ese terror se convirtió en comedia. Le meten la risa, y no sé por qué no hacen una verdadera película de terror.

Es que hay miedo al terror, pero en el sentido de que hay miedo a lo que el terror implica. Me explico: el género de terror es conservador. ¿En qué sentido? Por ejemplo, muchas organizaciones religiosas se quejaron de El exorcista como si fuese blasfema, cuando en realidad es la película más católica que se pueda imaginar. Si existe el diablo, existe Dios. Y, a final, Dios gana. Es una película muy conservadora. Y que conste que para mí esa palabra no tiene connotaciones negativas, sino lo contrario. Es maravilloso, en muchos sentidos, ser conservador.

Y fue la única película que provocó esa polémica. No pasó ni con La profecía, ni con El bebé de Rosemary.

Y eso que las dos terminan con un triunfo demoníaco, aunque la saga de La profecía termine diferente, pero ahora hablamos sólo de la primera.

En El exorcista me parece que fue porque había curas implicados en la trama.

Y además —si bien las otras también tuvieron gran éxito—, El exorcista fue un fenómeno extraordinario. Creo que las nerviosas risas adolescentes tienen que ver (y acá le robaré bastante a Angel Faretta) con que el género fantástico nos conecta con lo sagrado. Y, como dice Mircea Eliade, la nuestra es la primera civilización completamente desacralizada. Pensamos que este es el único mundo que hay: el mundo tangible, material. El género fantástico es tan despreciado, y sigue siendo tan subversivo como lo era en el siglo XIX, porque nos viene a decir que hay otro mundo dentro del mundo: que no todo puede ser abarcado por la razón capitalista. Contradice aquella frase de Hegel: “Todo lo real es racional, y todo lo racional es real”. Que vendría a ser la burguesía diciendo: “Ya gané. Más allá de mi visión del mundo como costo y beneficio, el universo en forma de planilla de Excel, no hay nada. Y todos vivimos con una calculadora en el pecho”. Lo fantástico viene a negar eso, y por eso no ha podido ser asimilado por la academia. Contrariamente al policial, que es un género racionalista  —especialmente el policial clásico o de enigma (Holmes, Dupin); pero también el policial negro, que  critica a la sociedad desde otro lugar, pero no se aleja del realismo—. Esto, sumado al aval de escritores “serios”, hace que, a regañadientes o no, el policial sea aceptado en las aulas. Pero el fantástico, digamos, “puro” —Borges o Kafka son otra cosa, un género en sí mismos—, sigue siendo provocador.

Sobre este punto podríamos aclarar las cosas, porque hay gente que cree que El señor de los anillos es fantástico.

Según Todorov, en su ya clásico estudio sobre el tema, la obra de Tolkien pertenecería al género maravilloso. Son mundos con sus propias reglas, donde lo sobrenatural es normal. El fantástico, en cambio, narra la irrupción de un elemento sobrenatural en un mundo que sigue las leyes del nuestro; dicho de otro modo: un único elemento sobrenatural invade un contexto realista. Y ahí pasa lo que decía Freud: lo reprimido vuelve, pero en una forma perversa.

Claro. Vuelve peor.

Vuelve en forma de monstruo. No es casualidad que la literatura fantástica aparezca con la Ilustración, en el XIX. Yo tengo en casa una colección de cuentos fantásticos chinos. Cuentos milenarios. Pero, en realidad, eso no era fantástico para los chinos de esa época, porque ellos ya tenían una concepción sobrenatural del mundo. Los fantasmas y ese tipo de cosas formaban parte del verosímil de la época, como las brujas de Macbeth en tiempos de Shakespeare.

El verosímil de los chinos era increíble.

Sí, pero somos nosotros quienes, ahora, percibimos todo eso como fantástico. Para ellos, eso era tan normal como para nosotros esta visión materialista del mundo.

Cambiamos de tema: ¿hace cuánto venís al taller?

Unos tres años, quizá un poco más. Con alguna intermitencia.

Ah, más o menos como yo. Antes dijiste que escribías mal: ¿cuándo empezaste a pulir tu escritura?

Creo que, un poco antes de entrar al taller, ya había mejorado bastante. Pero con el taller aprendí mucho más.

¿Y ya empezaste a concursar?

No, de entrada no. De hecho, hasta ahora habré participado apenas en tres o cuatro concursos. A Marcelo, el primer cuento que traje le gustó: no hubo tanto que corregir, aunque él lo enriqueció mucho. El segundo fue «Utopía». Hubo varias correcciones de estilo, y algunos apuntes respecto a la verosimilitud. Todavía tenía –y sigo teniendo– muchas cosas que mejorar. Pero acá aprendí y aprendo muchísimo.

Tus cuentos son bastante largos. Te tomás tu tiempo para narrar.

Sí, tengo algunos cortos también. Antes escribía más breve, pero se ve que no tengo capacidad de síntesis.

A mí me pasa lo mismo.

Es que depende de lo que uno quiera contar. Cuando me sale un cuento corto, es porque la historia se me ocurrió así, y cierra bien en pocas palabras. Pero si se me ocurre una historia que no cierra tan rápido…, bueno, deberá ser más larga. Creo que los cuentos breves deben partir de una idea muy buena, y desembocar en un final muy contundente.

El que la pega con eso es Cristian Acevedo. Tiene esa mano para cerrarlos a la perfección.

Lo hace muy bien, sí. Y es que sin un cierre así, como una trompada, es difícil escribir un buen cuento corto. Pero un cuento más largo puede sostenerse sin la necesidad de “pegar” de esa manera. Yo escribo un cuento breve si se me ocurre un final que me entusiasma mucho. Y eso me pasa sólo de tanto en tanto.

¿Cómo te “vienen” los cuentos? ¿Primero te aparece el final?

No puedo escribir sin un final, aunque después lo termine cambiando. Y eso que lo intenté, pero pocas veces me salió. A mí me gusta pensar que sé más o menos de dónde voy a partir, que no sé muy bien qué va en el medio, y que tengo un final provisorio: un final que acaso no es del todo contundente, pero me va a servir de guía para encontrar uno mejor. O, mejor dicho, para descubrir el final verdadero.