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Lo que me pasó con Tríptico del desamparo, la novela de Pablo Di Marco

Por Fernando Daniel Bravo *

 

El 9 de agosto de 2016 a las 19:00 me acerqué con mi primo al Museo del Libro y de la Lengua, situado delante de la Biblioteca Nacional. Mi maestro en el taller de escritura, Marcelo di Marco, presentaba sus últimos libros: La mayor astucia del demonio (cuentos) y Carmina Marina (poesía). Aunque llegamos a horario, tuvimos que quedarnos parados en un costado de la sala debido a la cantidad de público. En una tarima, sentados a una mesa, expusieron la editora de Zona Borde, el autor y un muchacho a quien yo no conocía, que arrancó diciendo: “Se supone que este sea un evento serio, pero para mí la presentación de un libro es un encuentro entre amigos”. En seguida supo generar empatía con el público y en un lenguaje entretenido, con pinceladas de humor, habló sobre la crisis actual de la literatura, del aburrimiento que sobreabunda en los textos contemporáneos, del negocio de los concursos, y sobre “tener en cuenta al lector”.

Mi primo me codeó y dijo por lo bajo:
—Qué interesante debe ser leer algo de este pibe. ¿Sabés quién es?
—Se llama Pablo Di Marco. Debe ser algo de Marcelo…, no sé.
Esa misma noche contacté a Pablo por Facebook, lo felicité por sus palabras en la presentación, y me respondió con agradecimientos.
Al comentarle esto a Javier, un amigo a quien yo envidio por tener el hábito de la lectura y una prodigiosa memoria, me respondió:
—Sí, lo conozco a Pablo Di Marco. Me interesa mucho leerlo, pero sus libros no se consiguen acá en Argentina. En especial quisiera Tríptico del Desamparo, una novela premiada en Colombia. ¿Sabés cómo conseguirla?

—¿Tiene una novela premiada?
—Tiene dos novelas premiadas.
Lo que daría yo, pensé, por ganar algún premio con mi novela Balcones: ya pasó inadvertida en los seis concursos españoles donde la presenté. Nada. Ni siquiera un e-mail con alguna palabra de aliento. Después de haber pasado por tres maestros y por tantos años de correcciones, esa novela se merece el premio de la edición: ver el papel y la tinta, y que se lea.

Al tiempo encontré un post de Pablo: “¿Precisás una segunda opinión antes de enviar tu material a una editorial o concurso? Contactame, te puedo ayudar”. Sería una cuarta opinión, me dije. Pero si no le daba una vuelta más de tuerca a esa historia, sin duda seguiría flotando así, indefinidamente, entre los tachos de basura de los concursos y mi casa.

Ahí empezamos a trabajar juntos. Aquel mes de correcciones con Pablo fue una experiencia fértil y agradable, que terminó un par de días antes de su partida para Europa.

Al tiempo apareció otro post suyo: “Tengo ejemplares de mis novelas recién llegados de España”.

—Vendí casi cincuenta libros en veinticuatro horas —me dijo con una sonrisa cuando nos juntamos en un café para darme Tríptico del desamparo y Las horas derramadas, las dos novelas premiadas que le había encargado.

—¿Por cuál empiezo? —le dije.

—¿A veces no te pasa que escribís algo y no te quedás satisfecho? ¿Y es como si quisieras volver a escribirlo? Algo así me pasa con estos dos libros.

—Y cuál es el más logrado, para vos.
—Este —dijo casi guiñándome un ojo, a la vez que señalaba Tríptico.
De entrada me impactó la portada: una Venecia fantasmal con una góndola sobreviviendo entre una tormenta negra y una inundación verdosa. Hojeé las trescientas diez páginas de papel grueso, color manteca, con letra clara, bien balanceados los espacios, los márgenes, las sangrías. Y sí, claro, es la buena calidad de los impresos en Madrid. Por algo yo había elegido los concursos españoles. Gocé tener entre mis manos el libro que tanto codiciaba Javier.

—Te vas a sorprender —agregó Pablo en el café—, porque hay una escena que también transcurre en la plaza Roma, frente al edificio de La Nación: igual que en Balcones. Serán coincidencias de los escritores… o de la literatura.

—Qué curioso —le dije—…  y hablando de coincidencias, ¿sos algo de Marcelo di Marco?

—Me hicieron tantas veces esa pregunta que la respuesta me sale de memoria. No somos familiares. Marcelo es, «apenas», mi amigo y maestro. Y las dos cosas con mayúsculas.

Volviendo a mi casa para leer, sentía que Pablo me había tratado como si yo fuera un escritor. Igual a él. Pero yo no tenía tres novelas publicadas, ni dos premios. Él estaba varios escalones arriba. En un lugar donde yo hubiera querido estar a su edad, es decir, hace ocho años. Por el 2010, recién ahí, me decidí a escribir sin saber que una novela llevaría tantos años de trabajo. Es cierto que empecé muy tarde. Me demoré demasiado en darme cuenta de que eso —escribir— era lo mío. Pese a todas mis idas y vueltas, lo inevitable ocurre: el tiempo no se detiene. Nunca. Excepto para algunos personajes. Eso sospeché de entrada, cuando leí la carta de Irene con la que empieza Tríptico. La escribe en Buenos Aires, para Tina, su hermana residente en Venecia. Le cuenta los preparativos para trasladarse a vivir allá: la venta del departamento, de los muebles, de la bóveda, de la casa del Delta. Es que Irene va a quedar ciega de una enfermedad progresiva y aceptó el ofrecimiento de Tina para cuidarla “como cuando eran niñas y jugaban solas en casa”. Los detalles de la carta están llenos de nostalgia: “…me persigue un vacío de melancolía. Qué palabra infrecuente en una mujer de mi inverosímil edad”. ¿Inverosímil edad? Y más adelante: “¿Cuántos años han pasado, hermana? ¿Cuántos siglos? Te quiere, eternamente. Irene”. Tiempo. El Tiempo. Ahí me detuve, en la página dos, y necesité tomar notas en mi libreta, algo que me acompañó la lectura de toda la novela.

Irene Vidi es sufrida, nostálgica, humana. Y tal vez por eso, pese a sus dudas y excentricidades, me resultó entrañable. Es una mujer mayor, refinada, que tradujo al español una colección de lujo de los clásicos italianos de Ediciones Leopardi. Y también es la autora de un libro muy peculiar que es la punta del iceberg de una historia subyacente, a mi criterio, la verdadera historia que encierra esta novela.

La amistad de décadas, su amor platónico, el respeto que une a Irene con Álvaro Azcurra, el dueño de Leopardi, tiene detalles que conmueven. Don Álvaro es un personaje noble, íntegro, a quien la vejez y la soledad vuelven tan indefenso como vulnerable. Esa será una oportunidad para un rufián que surge de los suburbios más tenebrosos de la ciudad: Rafael Leone, un joven ambicioso y atractivo, experto en aprovechar debilidades ajenas en beneficio propio. Al principio fue ella, Irene, quien conoció a Rafael y a pesar de la diferencia de edad y de todas las demás diferencias, lo amó. Lo amó como se ama a una creatura. Completamente y a pesar de sus oscuridades. Irene cruza la superficie del espejo de las apariencias, y ve más allá de la basura que Rafael cree ser. Mira en el tesoro que guarda: su talento, su existencia. Y muy a pesar de sí mismo, ella confía en el niño abandonado, olvidado incluso por su propio recuerdo.

—Para eso fui enviada —le dice—, para abrirte y tenderte los caminos que en ese tiempo te hacían falta. Para eso fui enviada.

Conmueve la piedad y la confianza de ella, sabiendo lo miserable que es él. El contraste de estos dos seres eleva, sube el tenor de la historia que en estos pasajes toca la fibra más noble. Y uno se pregunta ¿cuál es mi propia misión, para qué vine a esta vida?

—¿Qué hiciste con todo lo que te fue entregado? —reitera Irene una y otra vez.

A Rafael lo salva la sinceridad consigo mismo, que es tan cruda como impiadosa, solo semejante a su ambición y a su bajeza. El racconto que él hace de toda su vida en la escena de la Plaza Roma, ya con sesenta años, los reproches que se hace, me sumergieron en los míos propios. Y me dejaron mudo, tan demolido como a él. Es que yo también —quién no— conocí a alguna Lucía, ese personaje sin brillo pero con amor de verdad, a quien él no pudo amar y dejó en el pasado. Y que después se añora en la intemperie de la soledad, como si hubiera sido ella la oportunidad que pasó, y ya no volverá, de tener un hogar.

A partir del momento en que todos descubren que Rafael es un estafador, la historia cambia su rostro, como si se pusiera una de las tantas caretas venecianas como las que Irene atesora, y sobreviene en algo fantasmal. El viaje a Venecia, el tren, la inundación, el palazzo, sus laberintos tan parecidos a esos famosos dibujos de M.C.Escher, el personaje angelical de Adina. El recorte del diario. Y ahí, en el final, surge el iceberg completo, en un remate sospechado pero a la vez inesperado y genial. En ese momento, yo como escritor, fui Irene, y dialogué con Rafael. Y me resultó conmovedor ver que toda creación es eso: un acto de amor puro, un hijo, una pasión por el libre albedrío de todas las creaturas.

Cuando cerré el libro, pensé que sí, que debía desatar de mí a todos mis apegos, darles todas las oportunidades para que sean ellos mismos, cumplir mi misión, e irme.

Tomé la novela, su hermosa portada, y decidí llevársela a Javier. No, no se la voy a prestar: se la voy a regalar. Eso pensé. Y por eso quise con más fuerza que Balcones llegue a la tinta y al papel. Para regalárselo a todo el mundo.

 

 

 

* Fernando Daniel Bravo nació en Buenos Aires; es ingeniero industrial.  Su pasión por las letras logró limar las rejas de los números y ver la libertad recién en el 2010, ya con más de cuarenta años. Desde entonces participa en el TCyC, escribió algunos cuentos y una novela titulada Balcones. Sus amores en literatura son Ray Bradbury, Boris Vian, Mario Vargas Llosa; en cine, Alan Parker; en música, Pink Floyd, Serguei Rachmaninov; en teatro: Antón Chéjov, Alejandro Casona; en óleos, Vincent Van Gogh, Rembrandt; en arquitectura, César Pelli.

«El frigorífico» —¿Puede ser que un cuento tenga tres finales y funcione?

«Es raro ver una estructura así, con tres finales, y funcionando como un perfecto engranaje». Esas fueron las palabras de Marcelo di Marco cuando se terminó de corregir este cuento de Susana Vidal en el TCyC. De esto ya hace más de un año. Desde entonces, Susana publicó su primer libro de poemas: El vientre del poema. Y también como diría Marcelo cuando terminó de corregir este cuento, «subió de cinturón» como escritora. Yo creo que habrá subido por lo menos otro más desde entonces; pues no se puede esperar menos de una persona que convive a diario con la poesía, que ejerce como bibliotecaria, y que escucha y vive las más hermosas historias con todos los niños de la escuela en la que trabaja. En FIN hemos querido publicar este cuento que, además de ser muy bueno, nos hace preguntarnos sobre las posibilidades del cuento. ¿Es posible un cuento con tres finales? Sin ninguna pretensión, eso es lo que ha logrado Susana con «El frigorífico», un relato con tres finales —cada uno de los cuales provoca una sensación distinta—, pero con un solo resultado: dejarnos fríos.

 

El frigorífico

 

Por Susana Vidal*

―Animate a defenderte, pendeja.

Era igual que en una de mis pesadillas, pero sin esas vacías voces de ultratumba. Esas que me aterran desde muy chica. Sobre la mesa, boca arriba, yo gritaba sin voz. Me descubría lanzando mudos alaridos: movía la boca, sí, pero el sonido no salía. Presionando y presionando, unas garras me destrozaban la garganta. Me ahogaba con mi propia sangre, sentía su calor fluyendo de la nariz hacia mi nuca. Pero no le daría el gusto de suplicarle piedad.

A un costado de la mesa la vi muy cerca de mi brazo: una cuchilla. La cuchilla más cuchilla que había visto en mi vida. Una cuchilla enorme, con el filo destellando entre otras dispersas ahí, en esa mesa.

Me invitaba, me conminaba a empuñarla: Defendete, pelotuda, y sacale el hígado como a un pollo.

Hice un esfuerzo increíble para alcanzarla del mango, un mango de madera, con la roña incrustada en las vetas. Mango venerable y venerable hoja: contaban en su historial con decenas de miles de despostes vacunos y porcinos.

Las medias reses me alentaban, meneándose desde sus ganchos: Defendete, pelotuda, y sacale el hígado como a un pollo.

Por la falta de oxígeno, ya veía nublado, con cataratas. Mi cerebro sentía que se debilitaba en la lucha por sobrevivir. Entraba en un letargo mortal, y el fin era irremediable.

Y no se trataba de un sueño: estaba sucediéndome realmente.

Sin los pantalones, el tipo empujaba su cadera contra la mía: una bestia que me seguía estrujando el cuello, y mi cuello insistía en no rendirse.
Alcancé la cuchilla, la del mango de madera roñosa. Apenas pude. Apenas, pero mi mano se cerraba más y más en la mugre pringosa del cabo. La cuchilla me pesaba: un yunque tratando de ser levantado por las garritas de una paloma. El aliento del tipo, que jadeaba y jadeaba como un perro, me pegaba de lleno en la cara y se mezclaba con el hedor de la carniza y la sangre seca. En mi boca, la sangre de la nariz me tocaba la campanilla, y el sabor a hierro me despabilaba.

La cuchilla no parecía una cuchilla, sino una madre vengadora. Imaginar esa pavada me volvió audaz: entraría en acción, aún me quedaba un hálito de conciencia. Desde sus ganchos, las bamboleantes medias reses me arengaban: ¡Matalo, matalo, matalo!, oía que decía tanta carne ya muerta.

Y fue un solo movimiento, uno certero al hígado. Me acordé en esa milésima de segundo de cuando veía boxeo en la tele del bar de don Benito, y los parroquianos gritaban:

─¡Gancho al hígado, negro, gancho a los riñone’! ¡Vamos, Galínde’, la puta que te parió!

Acerté: aún penetrada, le hundí la hoja hasta el tope de la cuchilla. No sé si al traspasar el hígado le llegué también a los riñones, pero lo cierto es que el tipo largó una sangre negra y una meada larga y cálida. Abrió los ojos más todavía y me miró con sorprendida rabia: era evidente que no quería morirse vencido por una mujer.

Pero, ya en las últimas, le advertí como una sonrisa. ¡El hijo de puta sonreía! Como si se hubiese salido con la suya.

―Es meo, pelotudo ―le dije agarrándolo de la solapa―. De eso me llenaste.

Y la alegría de sus ojos se convirtió en rabia, y la rabia en un ruego de clemencia.

Nunca.

Jamás clemencia para semejante hijo de puta.

¿De dónde había yo sacado fuerzas para penetrarlo tan a fondo, como él acababa de penetrarme a mí? El tipo seguía con vida, en erección, y su sangre caía sobre mi vientre, se unía a la sangre de mi sexo, destrozado ahora en carne viva. Con gran esfuerzo aparté de mí a la bestia moribunda, y el alma me volvió al cuerpo.

Despatarrado en el piso del frigorífico, el monstruo ahora resultaba cómico: los ojos asustados ante la cercanía de la Huesuda, los pantalones bajos, el pito morcillón. Parecía un ser inofensivo. Todavía respiraba, jadeaba en los últimos estertores. Yo podía olerle la muerte, anticipar el regodeo de los gusanos. No creo que haya estado consciente en el instante en que, acuclillada junto a él, le cercené esa cosa mustia.

Antes de salir del frigorífico miré hacia las medias reses, y sin pensarlo les sonreí, y ellas me devolvieron la sonrisa: una cuchilla de mango de madera mugrienta nos unía; nos hermanaba.

Sé que no fue una pesadilla, pero arrimaba bastante: el escenario de tripas y sangre negra, la brutalidad y el sinsentido, la violencia.

Y ahí estaba el tipo, tirado. Vaya a saber si seguía con vida.

Me acerqué arrastrando los pies, y le arranqué de la boca el pucho que aún tenía apretado entre los labios.

Las boletas que me dio mi viejo estaban desparramadas por el piso.

―Ahora o nunca ─dije, y tiré el cigarro arriba de esos papeles de mierda. La combustión del papel y los químicos que usa el matarife completarían el trabajo―. Yo me voy de acá.

Pobre, mi viejo: sin saberlo, me había mandado a la boca del lobo. Y mientras me alejaba, calle abajo, yo veía crecer unas pequeñas llamas.

La última vez que me di vuelta, el frigorífico ardía. Las llamas alcanzaban el cablerío de la calle.

Camino a la carnicería de mi viejo, decidí que no contaría nada en casa y que trataría de reponerme sola: para qué entristecerlo al pobre, si sufre del corazón. Ya bastante con que mi vieja se le fue con otro hace unos años.

Pero también decidí otra cosa: antes de seguir a casa, pasaría por el bar de don Benito. Así, deshecha como estaba.

Ya llevaba como media hora de caminata bajo el sol. Y sin ninguna culpa.

 

 

La noticia ya había llegado al bar: advertí que todos hablaban del incendio. Decían que los bomberos habían tardado mucho, que se hubiera podido salvar al frigorífico, que el agua no alcanzó, que fue muy tarde para todo y que patatín y que patatero. Y que no era justo. En esto último ponían énfasis:

―¡No es justo!

―¡No es justo!

―¡No es justo!

―¡No es justo!

―¡No es justo!

―No es justo  ─decían y se persignaban─. En la flor de la vida.

¿Así que no es justo?, me preguntaba yo, mirándolos medio oculta desde el fondo del bar, sentada en una silla de paja. ¿Para qué mierda lo defienden?

El sorete ese era joven, es verdad. Pero no por eso dejaba de ser una mierda, un violador de mujeres, un enfermo. Estaba bien muerto y punto, qué flor de la edad ni ocho cuartos.

Porque, aunque ellos no lo sepan, la auténtica víctima soy yo; no aquel hijo de puta. Ya sé que no contaré nada, y que por eso no saben ni sabrán nunca lo que pasó; pero de todas maneras me da rabia que lo defiendan. Mucha rabia. Si hace un montón que estoy acá, y ni cinco de bola: ni un vaso de agua me ofreció don Benito. Tanto que dice quererme como a una hija, y ni me registra. Ya le voy a dar a don Benito andar llorando a esa lacra. Ya va a ver. Minga de bizcochuelo de coco le voy a hornear. Minga.

Y don Benito seguía hablando con un parroquiano que yo nunca había visto, ni bola me dieron. El incendio del matadero era más importante que yo, al parecer. Desde donde estaba sentada, entre las sombras, lo vi por la ventana y de espaldas a los parroquianos: mi viejo pasaba corriendo como un desquiciado, por la vereda de la carnicería. ¿Adónde estaría yendo? ¿A quién habría dejado en el negocio, cuidando?

Abrí la ventana, pero no oyó mis gritos. Quise levantarme, y el dolor que me desgarraba la entrepierna no me dejó. Además todo me costaba una bocha, me sentía cada vez más rara y más débil. Sé que había perdido mucha sangre, pero era demasiada la debilidad.

Mejor debería ir a casa a lavarme y curarme, tomar un analgésico o algo así. También debería inventar alguna coartada en caso de que me interroguen. Después de todo, iban a encontrar el cuerpo ―incluso a reconocerlo aunque estuviese carbonizado―, y la última que entró ahí fui yo. Si me vieron, mi viejo terminará de ponerle un moño a la acusación: dirá que él mismo me mandó a llevar esas putas boletas. ¿Y si lo acusan a él también, que no tiene la culpa? No, a mi papá que no lo joda nadie. A ver si esa bazofia le caga la vida, de carambola.

Si la Policía me preguntaba, ya sabía qué mentirles: que no encontré al tipo, que me entretuve viendo las medias reses y que me olvidé las boletas sobre una mesa plagada de cuchillas. ¿Y el incendio? Ma sí, agente: seguro que hubo algún cortocircuito o cosa parecida; el matadero tiene como cien años, con los cables cubiertos de tela ―yo los vi una vez.

Sí, eso mismo diría.

Yo no quiero decir que me violó ese hijo de puta. Por mi viejo más que nada no quiero decirlo. Él se sentirá culpable, porque fue quien me mandó a llevar esos papeles al matarife.

Las sirenas de los bomberos ya habían parado su barullo, lo que me alivió un montón. En el bar había un silencio fuera de lo común, y a mí me seguían ignorando; no comprendo la causa. Me fui quedando dormida sobre la mesa del bar.

Cuando me desperté ―no sé cuánto tiempo pasé durmiendo y soñando, debe de haber sido bastante―, el bar de don Benito estaba cerrado. Eso me enfureció: encima de que no me daban bola por estar todos con la cabeza en el bendito incendio, tenía que aguantarme que me olvidaran encerrándome acá. Bien encerrada y bien sola. Qué bronca, por Dios.

Me levanté de a poco, exhausta, como cargando con siglos de vida. Era extraño: aun con el episodio que viví, jamás había sentido una flojera semejante.

Se me dio por acercarme a las ventanas que dan a la carnicería de mi viejo. El bar está ubicado en una esquina, y desde acá se puede ver la entrada con la persiana violeta ―papá la pintó así porque es mi color preferido desde los cinco años.

Me costó un montón llegar hasta la condenada ventana, a pesar de que no estaba tan lejos. Una vez que logré llegar, un poco caminando y otro poco arrastrándome como un gusano que estrena patas, pude ver bien la carnicería. Raro: habían dejado en la vereda un montón de peluches y flores y velas y santos. Habían pegado en la persiana metálica un montón de papelitos y tarjetas.

Y entonces supe lo que todos sabían menos yo: al leer el cartel blanco con letras negras ─la letra de mi viejo─, que se destacaba entre los demás papeles pegados, entendí.

Ese cartel me lo dijo así de crudo, como una trompada en medio de la boca me lo dijo. Como golpea la verdad me lo dijo, así me lo vomitó el cartel:

 

CERRADO POR DUELO

 

Si no fuera porque ya estaba muerta, hubiera querido morirme.

 

 

Mi tiempo ya no se mide en términos humanos, naturales. ¿Qué habrán pasado? ¿Tres semanas? ¿Un mes y pico? Mis dedos están aprendiendo a no traspasar las teclas. Mi cuerpo está aprendiendo a ser visto, a flotar. Necesito más tiempo. Necesito ser vista. Debo prepararme.

Porque aquel tipo, el mismo violador hijo de puta, esta misma mañana ―si es que para mí puede seguir habiendo mañanas― apareció de la nada y se le acercó a mi papá en la vereda de la carnicería, mientras él ponía flores frescas en los floreros. ¿Qué lo llevaba a ese turro a hablar hasta por los codos, a exponerse a que lo descubrieran?

Al final tantas películas que vimos con mi viejo, me dieron la razón: los asesinos siempre vuelven a la escena del crimen.

Después de presentarse como “la otra víctima, el sobreviviente de la tragedia” le dijo:

―Yo traté de sacarla del frigorífico, señor. Pero esos escombros, esos malditos escombros, ¿sabe?, se me vinieron encima. Imagínese, señor, que hasta perdí la camisa y los pantalones: me tuve que sacar todo porque eran puro fuego. Ay, señor, no sabe por lo que tuve que pasar.

El tipo era un actor, un simulador nato. Decía una mentira tras otra, y mi pobre viejo lo miraba con pena. Con los ojos llenos de lágrimas lo miraba. Y el tipo seguía y seguía en sus mentiras.

―Además, un fierro me perforó el hígado. Y hasta los genitales perdí. ¿Se da cuenta, señor? En el intento de rescatarla, perdí mi hombría. Yo me salvé porque Dios es grande. Fue un milagro, y lamento mucho lo de su hija. Ojalá la hubiera visto antes, señor. Sepa que me siento muy mal, de corazón se lo digo. Porque yo también soy padre.

Me quedé flotando en un aire de furia y desgarro. Mi papá, el ser más noble que yo conocía, me lloraba. Y un monstruo le daba consuelo.

 

 

 

Mi viejo ya no puede hacer nada por mí. Aunque ahora cuento con algo seguro: nadie podrá asesinarme otra vez; nadie, ni siquiera alguien que se vuelve una pesadilla para sí mismo. ¿Cómo será soñarse ahorcado y apuñalado por las manos de un fantasma?

Y encima ese fantasma se parece mucho a la joven hija del carnicero. La misma que con sus fuerzas nuevas pone al tipo sobre una mesa cubierta de cuchillas, en esta pesadilla que ya no es una pesadilla.

 

 

 

Susana Vidal. Bibliotecaria anarquista, poeta, metalera, y punky, con una inclinación apasionada por la ópera, además de muy caradura. Nacida en la ciudad de La Plata, en julio de 1971, se le ocurrió salir del lugar más hermoso del universo a espiar un instante; y ya que estaba se quedó afuera. En este recorrido de comodato, deja dos hijos gorriones y un libro guardado por ahí que prefiere olvidar. La UNLP la convirtió en Bibliotecaria Documentalista en el año 2008. Le han publicado poemas en España y México como parte de antologías. Publicó en la antología Poesía bajo la autopista III, junto a otros treinta poetas, dirigida por Gito Minore, en el año 2015. En el corriente año publicó un poemario titulado El vientre del poema con la Editorial Tahiel; participó en una antología colectiva y autogestionada, llamada Poesía bajo la autopista IV; y es cocoordinadora de un taller de poesía junto a la poeta Eleonora Diez, en el barrio de San Telmo.

En la furia de un resplandor

Por Javier Rodríguez *

 

Una danza

 

A veces pienso que la soledad

es un largo y oscuro pasillo:

puertas cerradas, lamparitas

meciéndose hacia la nada.

Y una melodía o luz salvaje

donde bailan nuestras sombras.

El viejito del 5to B,

por ejemplo,

toca nocturnos de Chopin

todas las tardes. Se sumerge

en el más profundo temblor.

―fervor de las teclas―.

Yo, lentamente,

me deslizo por el pasillo

hacia el ascensor.

Me detengo frente a su puerta

donde se asoman chispazos

de melancolía aérea.

A veces finjo

que me olvidé de alguna cosa

para seguir escuchando.

 

Esta tarde

el maestro no vibró más.

Me pregunto

si se habrá suicidado

contra alguna ráfaga musical.

 

A veces pienso que la soledad

es un largo y oscuro pasillo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Jardín Volcánico

 

Una mujer que llora

desde las raíces del dolor

florece: se derrama en rímel.

Acaso en claroscuros ―savia negra―

desplegándose por su cara.

A través de su oscura lava,

ella construye efigies:

un hombre con los ojos cerrados,

una selva de cuchillos, barcos sin puerto.

Tal vez alguien cortándose las venas,

fluyendo a la deriva.

Una mujer

maquillada con el furor de los abismos,

no le alcanzan las pupilas

para llorar más rosas negras.

 

Desde las raíces del dolor,

ella

ya no destila lágrimas,

sino

ojos infinitos:

noches y noches de líquida soledad.

 

 

 

Cauce del latido rojo

Desde arriba ―cualquier cielo―,

sangre: destilación

de un río morado

goteando en avenidas, carteles

herrumbrosos.

Sangre y más sangre

discurriendo calles abajo.

Sangre

entre profundos baldíos y

ramificándose en la alta noche.

Sangre

manando de su brillo la locura

desde toda ventana. Sangre

derramándose por escaleras

de auxilio. Sangre en los techos,

besando los tejados. Sangre impasible,

danzando aérea, desesperada.

Sangre líquida, sangre coagulada

de luz,

que ilumina y hace arder el asfalto

por donde va y viene más sangre.

Toda la sangre, sombras de sangre

flameando en torrentes,

en tinieblas de viscosos abismos.

Viñas de sangre, espíritus

que gotean su mar más rojo

mientras alguien se ahoga.

Sangre, sangre temblorosa

en la cima de las rosas idas.

Sangre que ya rebasa, que ya inunda

el corazón de un agrietado navío.

Sangre ―agua del dolor―

de un mundo abriéndose.

Sangre:

lluvia de mí hacia tus manos.

 

 

* Javier Rodriguez nació en Merlo, provincia de Buenos Aires, en 1975. Publicó el libro de poemas La rosa líquida (Huesos de jibia, 2011).

En el cajón del después eterno guarda tres libros inéditos de poesía, que todavía sigue corrigiendo.

También escribe cuentos. Y ahora —encima— está viviendo y escribiendo una novela.

Es propietario del blog Thebarcoebrio.blogspot.com

 

 

Iletradas gentes de letras

Entrevista de Adriana Santa Cruz, del Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea, a Marcelo di Marco.

¿Qué opinás de lo que se suele llamar «coma de sentido», es decir,  esa que aparece en ubicaciones no recomendadas por la normativa de la lengua? El autor suele argumentar que esa coma “es necesaria» y, muchas veces, tiene razón.  El problema es que, en una novela, por ejemplo, puede haber cientos de comas «necesarias» (un ejemplo muy común es el de la coma que separa el verbo del circunstancial que queda pospuesto a dicho verbo). ¿Cuál dirías que es el límite? ¿Podrías hacernos alguna recomendación para revisar este tipo de puntuación?

La aplicación del sentido común marca la diferencia. El escritor siempre va a optar por lo adecuado antes que por lo correcto, y de ahí los problemas con que se topa el corrector, profesional que debe de tener muy aguzado dicho sentido común.  Mi recomendación general es evitar las comas en oraciones brevísimas (salvo las necesarias y obligatorias comas del vocativo, por ejemplo). Pero lo que más conviene es que el corrector se ponga en la piel del autor y tenga en cuenta la acción que se está describiendo. Me explico mejor con un caso. Si yo digo “Rápidamente agarró las llaves, y con ímpetu salió de la casa”, la norma dice que debo escribirlo así: “Rápidamente, agarró las llaves, y, con ímpetu, salió de la casa”. Pero, ante esa invasión ocular de comas obligatorias, el sentido común del corrector debe prevalecer, y proponer: “Rápidamente agarró las llaves, y con ímpetu salió de la casa”. Eso sí: noten que tal corrector ideal conserva la coma obligatoria que debe ir sí o sí después de “llaves”, pues marca la flexión natural entre las dos acciones, y de paso convirtiéndolas en una sola para transmitir mayor rapidez. Es el caso de la segunda oración de la pregunta: “El autor suele argumentar que esa coma ‘es necesaria’ y, muchas veces, tiene razón”, podría escribirse así: “El autor suele argumentar que esa coma  ‘es necesaria’, y muchas veces tiene razón”, que le confiere a la frase un ritmo más fluido. Insisto con lo del sentido común: conviene que la corrección sea rápida, pero no atolondrada. La coma de sentido debe respetarse sólo si ayuda al escritor a evitar una ambigüedad. Recuerden la coma de sentido de Güiraldes en las memorables palabras del final de Don Segundo Sombra: tal vez un correcto corrector le eliminaría esa milagrosa coma de “Me fui, como quien se desangra”. Pero sabemos que lamentablemente la gente que se desangra no se va; por lo general se queda muy quieta, desangrándose sin remedio hasta pasar al otro barrio. Hay todo un efecto sentimental en esa pausa propuesta por la coma. Un efecto soberbio que un corrector con poca sensibilidad artística echaría a perder.

Por naturaleza,  la literatura trasciende la normativa, pero,  actualmente, parecería que se ha vuelto más “transgresora” que nunca. ¿Pensás que los correctores deberíamos flexibilizarnos en algún aspecto en especial? ¿Creés que hay nuevas tendencias “de ruptura” a las que deberíamos adaptarnos? Si es así, ¿cuáles serían?

Buena pregunta. Ante la actual, dolorosa y paradójica invasión de iletradas gentes de letras que estamos padeciendo (valga la anfibología), el corrector debe plantarse frente al editor y decirle, con la mayor de las franquezas: “Sinceramente, no sé qué quiso decir este señor”. O bien: “Simplemente, no puedo trabajar si no es reuniéndome con el autor, a ver qué cazzo quiso decir”. Eso, cuando fallan esos dos infalibles instrumentos que son el contexto y el sentido común. Se ha visto últimamente alguna voz alzándose contra la pobrecita y humilde hache intermedia, que nunca le pegó a nadie. De triunfar la tendencia a eliminar la hache, los poetas ya no podrían hacer que el lector diferencie “álamos deshojados” de “álamos desojados” (esto es, álamos sin ojos). Como siempre digo en mis libros sobre escritura, el contexto manda. En mi perfil de autor de ficciones, en esta etapa de mi carrera tengo un estilo muy “conservador”, que mis lectores agradecen. El tono general del libro y mis actuales características de estilo tienen que ser tenidas en cuenta por el corrector cuando se tope con un cuento como este, por ejemplo, que les dejo como primicia e instrumento de reflexión. El relato, absolutamente inédito, se titula “Papilla”, y pertenece a un libro de cuentos que estoy escribiendo: Nunca la soledad fue tan oscura ©, en el que todos los cuentos (menos este, desde luego) están escritos respetando las normativas del caso, tanto desde lo correcto como de lo adecuado. Aquí va:

Papilla

Por Marcelo di Marco *

ahora que me dieron en brazos a la beba ya van a ver cómo soy capaz yo de cuidarla desde este sofá yo la loca de la familia yo la separada sin tener ni el secundario yo ganando un sueldo de mierda yo la que hace mil años tuvo un marido que se estaba cogiendo a la vecina durante dos años enteros delante de sus propias narices yo a la que el hermano vivía tocándole el culo cada vez que pasaba al lado el hijo de puta que él se casó bien y se recibió de arquitecto y vive en este departamentazo y tuvieron con la cheta de la mujer un hijo precioso que les dio esta primera nieta preciosa que tiene olor a bebita preciosa como todas las bebitas preciosas yo que no me pesa nada en estos brazos de laburanta que jamás llega a fin de mes mientras estos mierdas me están refregando en la cara su reputísima guita y yo se me ocurre levantarme despacio entre los parientes que ya están brindando en esta fecha inolvidable del Año Nuevo que será más inolvidable todavía gracias a yo que ahora me decido a levantarme del sofá con la beba en brazos yo que no le doy bola a la mujer de mi sobrino que se me cruza y me dice viste tía Elena qué linda gordita y yo que no pude tener ni un puto hijo por el aborto que me hicieron de pendeja yo no le contesto un carajo a la madre de la beba y yo saliendo ahora al balcón con la beba en brazos y en el aire ya la beba y doce pisos

*Marcelo di Marco (Buenos Aires, 1957) es un escritor, poeta, cuentista y ensayista argentino. En 1979 comenzó a coordinar grupos de escritura. Fue cofundador de la Escuela Literaria del Teatro IFT. En 1994 lanzó su primer libro de cuentos, El fantasma del Reich, con el que ganó el concurso de la Fundación Antorchas. Entre 1996 y 1997 coordinó talleres de literatura fantástica en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Asimismo, dirigió el taller literario de la Universidad de Belgrano durante varios años. En 1997 publicó el best-seller Taller de corte y corrección, ameno ensayo sobre técnicas de escritura literaria. En 1999 le siguió Hacer el verso, enfocado en la poesía. En 2002, en colaboración con la profesora Nomi Pendzik, Di Marco sintetizó su experiencia en la formación de escritores en dos libros destinados al trabajo en aulas: Atreverse a escribir y Atreverse a corregir.

Serendipias en Palermo Viejo

 Por Luis Lezama Bárcenas*

 

 

Era de noche, y estábamos saliendo del Centro Cultural de la Cooperación junto con Octavio Fernández** y Carlos Bustos, compañeros del TCyC. Ahí, a sala llena, Fernanda García Curten acababa de entrevistar a Marcelo di Marco acerca de su más reciente libro de cuentos: La mayor astucia del demonio. Marcelo, feliz por lo bien que había estado el evento, nos invitó a comer pizzas en el dimarkenbúnker. Con “El Niño” Octavio y Carlos intentamos parar un primer taxi para que nos llevara, pero tuvimos la fortuna de que el taxista, muy descortésmente, no se detuviera y nos dejara a los tres en fila, y en vano, cada uno con un brazo al aire.

Minutos después, una nueva ola de autos, veloces y fulgurantes, volvió a fluir por Callao. Ahí venía nuestro taxi, el señalado por los dioses.

Después de subir, lo primero que hicimos fue quejamos con el chofer acerca del primer taxi, el que no nos había llevado el apunte. No debe haber nada más fácil que proferir insultos contra un taxista, miembro de un gremio odiado en casi todo el mundo.

Después de la disculpa del taxista, en nombre de su colega, nosotros dejamos de hablarle. Le dimos la dirección, Santa Fe y Jorge Luis Borges, y olvidamos su existencia en este mundo.

Como suele suceder cada vez que se escucha alguna entrevista de Marcelo, los tres estábamos impacientes por hablar de lecturas, cuentos por escribir, ideas que no terminan de cuajar y cosas semejantes. Enseguida ahondamos en las inseguridades frente al posible funcionamiento de un cuento que aún no hemos escrito o que, por lo menos en mi caso, no hemos querido escribir. También nos referimos a la manía de darles vueltas a las ideas una y otra vez, desconfiando de ellas. O, lo que es lo mismo, de nosotros.

Siempre en camino a lo de Marcelo, Octavio ya había contado los argumentos de dos o tres de sus cuentos. Yo había confesado tener un relato muy parecido a uno que Marcelo recién había leído en la entrevista, y Carlos nos avanzaba los cambios que le había hecho a un cuento leído en el taller. Yo retomé mis dudas, admitiendo que la historia en proceso de escritura no tenía título. Ya les había contado a mis acompañantes la imagen que lo disparó: un anciano con la boca llena de sangre y que pasó de largo como si nada, en la estación de trenes de Retiro. ¿Se había caído contra el asfalto, contra algún peldaño de las escaleras que acribillaban la estación? Yo no tenía idea de lo que podía ser, pero en ese momento creía que podría dispararme alguna historia de vampiros. Así se los conté a Octavio y a Carlos, quienes se quedaron pensando en la imagen y sus posibles bifurcaciones, sin hacerme ningún comentario apresurado. Entonces fue cuando nos agarró un semáforo, y el taxista nos interrumpió. Dijo, sin que nadie hasta ese momento le hubiera preguntado ni la hora:

—Ponele “Calle 13”, flaco.

Vi sus ojos en el retrovisor, fijos en mí. Al principio no entendí de lo que hablaba. Lo primero que se me ocurrió fue: Este nos está confirmando algo acerca de la dirección que le dimos.

—¿Qué? —dije, y al mismo tiempo miré a Octavio y a Carlos, en busca de respuesta.

—Ponele “Calle 13” —repitió el taxista, y el semáforo cambió a verde—. Al cuento tuyo, el del vampiro jovato, ponele así: “Calle 13”.

Yo estaba agradecido por la ayuda, pero no terminaba de entender. No sólo el título y su posible eficiencia, sino el momento que vivíamos.

—Gracias —atiné a decir.

No evalué su consejo. En realidad, no hice nada. Octavio y Carlos tampoco.

Él sí que siguió hablando. Afortunadamente. Porque lo que vino fue, más que un taller literario a bordo de un taxi, una lección de vida.

—En cuanto a tu historia… —le dijo ahora a Octavio, y entonces le hizo la correspondiente devolución, y le tiró resoluciones posibles. Citaba autores, películas, series―: Es como aquel cuento de Cortázar, “Axolotl” … ¿Leyeron “Las ruinas circulares”, de Borges? … En un episodio (dijo “un episodio”, y no “una parte”) de The Walking Dead hay algo parecido a tu argumento.

Y así fue hablando y hablando durante el resto del camino. Nosotros no nos atrevíamos ni a consultarnos con la mirada: cualquier gesto de de-dónde-sacaron-a-este-personaje podría llegar a ofenderlo, romper el hechizo de aquel viaje insólito.

Llegamos al destino. La calle no podía ser otra: Jorge Luis Borges, donde vive nuestro maestro, Marcelo di Marco. Octavio y Carlos se bajaron primero, y yo fui el que junto el dinero para pagarle. Cuando me dio el vuelto, repitió:

—No olvidés lo que te dije del título del cuento. Esa calle, la Calle 13, es la que está ahí justo al lado de Retiro. Es una porquería. Está plagada de crotos y vendedores de droga. Tu vampiro podría vivir la historia ahí, podría ser alguna especie de justiciero moderno que va o viene de esa calle, la 13.

Caminando hacia donde Marcelo, ninguno de los tres dejaba de hablar del momento. ¿Podría ser verdad? ¿Un taxista que recorre las calles soñando con estar sentado frente a un escritorio escribiendo historias? ¿Un taxista que, en sus ratos libres, lee a Cortázar, a Borges y a otros grandes autores de la literatura universal? Sí, habíamos sido afortunados al encontrarlo. No sólo nos había hecho geniales comentarios y sugerencias para nuestras historias, sino que también nos había hecho vivir una historia. Ignoro si Octavio al final escribió aquel cuento, si Carlos terminó el suyo. En cuanto a mí, debo admitir que no tengo escrito “Calle 13”, ni sé si lo escribiré algún día. Lo que sí sé es que, en ese mágico viaje, los tres recibimos algo.

Minutos después, caminando sobre la Calle Borges, mientras nos acercábamos hacia la casa de Marcelo, yo mencioné por alguna razón a ese chileno genial que fue Roberto Bolaño. Octavio me preguntó si le sugería algún libro de él. Yo le dije que se leyera los Cuentos Completos o su excepcional Los detectives salvajes. Octavio quiso decir algo, pero una voz, que no era la de Carlos, se metió en la conversación:

Los detectives es buena, pero mejor leé 2666. Te va a encantar.

«Hay momentos para recitar poesías y hay momentos para boxear»

Roberto Bolaño

Era un tipo que caminaba unos pasos atrás de nosotros. Venía cargando una bolsa con verduras. Aceleró y se nos puso al lado, y siguió recomendándole libros de Bolaño a Octa. A las dos cuadras se despidió y dobló para meterse en un edificio. Veníamos de una entrevista a un escritor, nos subimos a un taxi donde recibimos un taller literario, y ahora un tipo, un perfecto desconocido, nos hacía recomendaciones de libros en la calle.

Y no. No nos detuvimos en un chino a comprar refrescos y vino y recibimos del cajero asiático un pequeño recital de haikus en lugar del vuelto que se suele dar en “calamelos”. Pero con la noticia del “escritor del subte”, Enrique Ferrari —un escritor argentino ganador de varios premios internacionales que, por las noches, trapea la estación Pasteur de la línea B del subte—, tengo la certeza de que si hubiésemos optado por irnos en subte en lugar de tomar un taxi, tal vez nos hubiéramos hallado con un tipo barriendo la estación que, después de escucharnos hablar de literatura, nos hubiera interrumpido, escoba en mano, para hacerle arreglos a los cuentos que discutíamos con mis compañeros. Y, por si eso fuera poco, seguro nos habría mandado a alguna librería a comprar cualquiera de sus policiales para que viéramos que sabía de lo que hablaba.

Tal vez, quién sabe, nos hubiera sucedido algo incluso más asombroso que lo que yo viví o puedo imaginar. En Buenos Aires nunca sabés. Con la cantidad de gente que veo leyendo en el subte, en los colectivos; con la cantidad de librerías que hay —455, según el último censo—; y con la cantidad de talleres literarios que existen —dicen que, en Buenos Aires, si tirás una piedra, seguro le pegás a dos talleres literarios como mínimo—, he llegado a creer que en esta ciudad todos o bien son escritores o quieren ser escritores. Como aquel buen taxista que recién nomás nos había dado cátedra acerca de Composición y Teoría Literaria, y sin cobrarnos más de lo que marcó el taxímetro:

—92.57 marcó —dijo, señalando con el índice el aparato en el borde superior derecho del auto, los números digitales en rojo—. Pero déjenlo en 90 pesos, chicos. Cuídense. Y escriban.

 

 

Luis F. Lezama Bárcenas (1995, Tegucigalpa, Honduras). Publicó su primer poemario El Mar no deja olvidar en 2013, apoyado por el escritor hondureño Julio César Anariba (Q.D.E.P.) y el colegio de donde se graduó, Dowal School. Ha presentado su obra en instituciones de Educación Media y Superior, destacando la  UPNFM, prestigiosa universidad de Honduras, a la que fue invitado por Juan Medina Durón (Q.D.E.P.), reconocido literato hondureño y corresponsal de la Real Academia Española. En 2015 integró la I Antología Argonautas, de Editorial Argonautas (España), que fue difundida en formato físico y digital. Fue seleccionado para conformar la Antología Pluma, Tinta y Papel en el IV Concurso de Microrrelatos, editorial Diversidad Literaria (España). Obtuvo la medalla al mérito “Gabriel García Márquez” en el XI Concurso Internacional de Cuento 2016 “Ciudad de Pupiales”, organizado por la Fundación Gabriel García Márquez, con su relato “Bañar al bebé” (publicado en FIN http://fin.elaleph.com/articulos/banar-al-bebe-el-cuento-de-luis-lezama-que-gano-un-concurso-internacional.) Actualmente estudia Comunicación en la Universidad de Buenos Aires, y asiste a la prestigiosa escuela de escritores Taller de Corte y Corrección.

 **Octavio Fernández nació el 11 de septiembre de 1995, en Corrientes Capital, Argentina. En 2005 se mudó con su familia a Ciudad del Este, Paraguay. A finales de 2011, a los dieciséis años, se inició con la lectura, y descubrió que quería ser escritor. En 2013 volvió a Corrientes, y en 2015 se mudó finalmente a la Ciudad de Buenos Aires, donde comenzó a estudiar cine en el Cievyc; en marzo de ese mismo año, pasó a formar parte del Taller de Corte y Corrección. Puedes leer uno de sus cuentos publicados en FIN acá: http://fin.elaleph.com/articulos/la-mas-terrible

 

Desde el eco de Olga Orozco

Por Agustín Mazzini *

 

 

 

–Nada más que un indefenso corazón enamorado

–nada más que eso tuve

en la vibrante palma de mis manos

 

 

Con este diálogo de cita y de respuesta, mecánica que se mantendrá en lo formal a lo largo de toda la obra, comienza Orozquianas, de la poeta y editora Analía Pinto[1], quien decide traer a una de sus influencias más importantes para ubicarla en el centro de la escena. Aquí, las citas de Olga Orozco (Toay, La Pampa, 1920 – Buenos Aires, 1999) lejos están de funcionar como una mera inspiración, anticipación al poema o de contexto para el lector. Olga Orozco –una de las más destacables, innovadoras y potentes poetas de nuestro país– camina a lo largo del libro como un personaje más que intercambia con y en la voz de la hablante. Es una suerte de entelequia, fantasma que toma de la mano su lirismo y el de la hablante (esto es, el sujeto que construye Analía) para guiar al lector por los pasillos del decir, esos vericuetos por donde se desarrolla y anda el decir de la poesía.

Amén de esta relación maestra-discípula que se desprende no sólo del título sino también del juego mencionado y de las distintas aristas con notorias reminiscencias a la poesía de Orozco –hay múltiples similitudes en la construcción de la expresión; por ejemplo aquello tan precisamente “orozquiano” de hacer que el adjetivo preceda al sustantivo: “la oscura señal de lo prohibido, qué infernal diferencia me separa, nadie te librará/ de la fantástica prisión, remotos tesoros del perdón”–, la hablante sabe qué es lo que quiere: el yo poético, con llamativa precisión, transita por el delicado hilo que separa lo templado de lo solemne, lo sobrio de lo suntuoso, con un estilo depurado y conciso que, en su homenaje y en su tono, decide prescindir del característico versículo de la homenajeada. Quiero decir: Analía Pinto no se presenta como una copia de nadie. Por el contrario, su poesía se pone de pie para afirmar, negar, sufrir y buscar dentro de sí misma, pero retomando la bandera de una tradición que dista muchísimo de la chatura, la llaneza anecdótica y la impronta de diario íntimo que se suele encontrar muy a menudo en los poetas de su generación.

Orozquianas aborda –exitosamente– la conjunción de dos riesgos. Por un lado, homenajear a una voz ya riesgosa de por sí, la voz de Orozco, una autora que huye del facilismo a la hora de escribir y de ser interpretada, junto con el vivir verso a verso –y golpe a golpe– la frescura de un tópico unas veces maltratado o glorioso, desprestigiado unas veces y ensalzado hasta la exageración otras. El (¿des?)amor toma la forma de pequeñas oraciones que tocan cierta luz de abandono, vacío y soledad que se ve en la poesía de San Juan de la Cruz y de Sor Juana Inés de la Cruz (Orozco también retoma esto; la idea de rezo y de plegaria como canto hacia el amor, el paso del tiempo, la melancolía):

 

debo aferrarme

debo creer que aún es posible

que en un recóndito sueño

sucederás, metida dentro de este haz

de estas dentelladas ciegas que doy sin respiro

metida dentro de esta luz

tan metida que sólo se inquieta la superficie

cuando la ronda tu figura, mis ojos buscan los tuyos

cazadores

arma en mano

atentos a todo

al vuelo de la misma ave.

 

En cuanto a los aspectos formales y estéticos, se respira un ritmo que, de manera premeditada, busca la pausa y la meditación (por momentos oscura, no en el sentido hermético, sino en el ánimo del yo poético) que se contrapone a la acostumbrada verborragia que suele suscitar un tópico amoroso.

Al mismo tiempo, es un libro de conjunto que no deja librado al azar el concepto “libro”. No es una “antología” de poemas; hay un deseo de amalgamarse en sí mismo, de ser un solo nudo destinado a desatarse en la experiencia de un lector al que, tácitamente, se lo trata con mucha delicadeza. La hablante interpela desde el color más lírico de la revelación personal, con versos cortos que se suman a un detallado trabajo del manejo de la palabra entendida como música.

En resumen, Orozquianas ofrece no sólo un homenaje a la (casi perdida) figura de guía o de maestra, sino que también, desde su propia voz, desenvuelve un yo poético y un tono que a través de su licor de olvido corto y sereno, lanza sus cánticos y extrae de sus entrañas/ gemas para los orfebres del viento y un huracán de fuego furioso mientras, invadida/ hecha trizas por la sombra más esquiva/ columpiada en el éxtasis (…), juega con la señal oscura de lo prohibido y la lengua demorada en la poesía.

 

 

 

 

* Agustín Mazzini (Buenos Aires, 1993) poeta y estudiante de la Licenciatura en Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes (Buenos Aires) y de la Cátedra abierta de poesía latinoamericana en la Universidad Nacional de San Martín. Ha ganado el primer premio del “Concurso Nacional Homenaje a Jorge Luis Borges” de la Fundación ProArte de Córdoba, con su libro Los pantanos de la incertidumbre (sobre el artista y su oficio) en 2015, y el Premio Nacional de Poesía Joven “Bustriazo Ortiz” en 2017 con El cielo no termina de quemarse. Ha publicado poemas y entrevistas en revistas de Perú, Venezuela, Chile, México y Argentina. Fue redactor de la revista Por qué tiemblan, y antologado en Apología. Volumen 2. (Letras del sur, 2015), Buenos Aires respira poesía (INCAA, 2013) y la argentino-española Orillas, 2015. Participó en la versión 2013 del “Festival de Poesía Joven” de la Asociación de Poetas Argentinos.

 

 

[1] Analía Pinto (Argentina, 1974). Poeta, editora y correctora. Recientemente recibida de Especialista Universitaria en Edición. Ha publicado los libros de poesía: Peaches en Regalia (Ediciones Hespérides, 2008) y Pequeño manual de anatomía masculina (Peces de Ciudad, 2017). Participó en numerosas antologías de poesía y como editora ha sido responsable de las tres ediciones del libro Multimedial Cirugía. Bases clínicas y terapéuticas y ¿Por qué escribo? (selección de textos producidos en sus talleres), ambos dos de libre descarga en el repositorio institucional de la Universidad Nacional de La Plata, SEDICI, en donde se desempeña como referencista. Desde el 2010 brinda talleres literarios de forma particular y pública, desde el 2013, en la UNLP.

 

 

La otra versión de “El retrato oval”

Por Lucas López *

 

A veces Poe no escribía buenos cuentos. Y él lo sabía. Sobre “Eleonora” dijo: “Es un buen tema, arruinado por manejarlo con apuro”. Podría haber dicho lo mismo de su cuento “La Vida en la Muerte”, si no fuera porque lo corrigió hasta transformarlo en “El retrato oval”. Sí: “El retrato oval” tuvo una primera versión más larga y, digámoslo a la Poe, mal manejada. Gracias al archivo digital de la Edgar Allan Poe Society of Baltimore podemos ver cómo fue evolucionando el texto. Aquí me limitaré a mencionar brevemente cómo era la versión original y me voy a permitir suponer cuál era el criterio que usaba a la hora de corregir.

 

La poda

La corrección se trató en su mayor parte de una severa poda. La primera versión “El retrato oval” es del año 1842. Tenía ese otro título “La Vida en la Muerte”, un epígrafe, un largo párrafo introductorio, todo lo que conocemos que sí quedó en la versión final menos una oración intermedia, y la última frase. El epígrafe, en italiano, decía así: “Él está vivo y hablaría si no observase la regla del silencio.” Inscripción al pie del retrato de San Brunno.

El primer párrafo trata sobre estos detalles: a nuestro narrador lo habían asaltado y lastimado gravemente. Por las heridas levantó fiebre. Pero ni su sirviente ni él lograron encontrar medicamentos por la zona en la que estaban, en la región de los Montes Apeninos. Descartaron la idea de hacer una sangría: el protagonista y narrador ya había perdido mucha sangre y de cualquier modo el valet era inexperto en este tipo de prácticas. Se vio obligado a recurrir al opio, droga que fumaba ocasionalmente, pero a la que no estaba habituado a ingerir. Por lo que se sugiere que recurriría una dosis más alta de la apropiada.

Pedro, el sirviente, entra en una casona recientemente abandonada. Y el narrador nos cuenta que temían que de un momento a otro regresaran los dueños. Pero esperaban que al contar lo que les había pasado y al ver el estado en el que se encontraban, perdonarían su intromisión y les darían alojamiento.

A no ser por unos cambios en la puntuación y algunas palabras, casi todo el resto del cuento quedó como lo conocemos. Excepto, como dije, la frase final. Recordemos ese final: “Pero, cuando estaba mirándola, púsose pálido y tembló mientras gritaba: ‘¡Ciertamente, ésta es la Vida misma!’, y volviose de improviso para mirar a su amada… ¡Estaba muerta!”

En cambio, en “La Vida en la Muerte” leemos: “[…] y volviose completamente hacia su amada― quien estaba muerta. El pintor entonces agregó: ‘¿Pero es esto en verdad la Muerte?”

 

 

El criterio

Los principios críticos de Poe nos llegan en su mayoría de manera fragmentaria y dispersa entre muchas reseñas y notas, formulados y reformulados una y otra vez. Creemos que es ahí donde podemos encontrar el criterio que usó para corregir. Repasemos sus ideas sobre la extensión de una composición, la trama, el desenlace y la unidad de efecto.

En una reseña al libro Night and morning, de Lynton Bulwer (1841, un año antes de publicar el cuento que estamos analizando) define lo que entiende por trama: la trama de una narración es aquello en lo que ninguna parte, ningún átomo, puede quitarse o cambiarse de lugar sin arruinar el todo.

En un artículo publicado en el Southern Literary Message del año 1836 sostiene que el placer que nos da leer una novela es un placer compuesto: el resultado de múltiples efectos. En cambio, es deseable que el cuento produzca solo uno. A eso llama unidad o totalidad de efecto.

En 1845 (año en que publica la versión corregida del cuento) escribe esto en A Chapter of Suggestions: el desenlace es el efecto específico de la ficción y todas las partes de la trama deben fortalecer el efecto buscado. Ya cambia el tono tentativo del artículo de 1836 antes mencionado y llega a decir que el lápiz no debería tocar el papel antes de tener una idea general bien digerida del propósito que se busca.

En la reseña al libro de cuentos de Hawthorne Twice Told Tales, de 1842, dice que el efecto solo puede ser duradero si la lectura se realiza de una vez (de una sentada) en el transcurso de una o a lo sumo dos horas. Explica que todas las emociones elevadas son necesariamente transitorias. Por lo que la excesiva extensión de un cuento diluiría la emoción buscada.

Creemos que no es difícil demostrar que eran estos los principios que tenía en mente a la hora de corregir. Empecemos por el final.

Pensemos en el efecto que nos produce el desenlace de “El retrato oval”: es el horror, es lo siniestro, lo familiar que se vuelve desconocido. Poe nos mete en la piel del narrador: leemos la historia del retrato como si tuviéramos en nuestras manos el volumen que describe las pinturas. La intriga que nos había planteado unos párrafos antes cuando el narrador ve el retrato y le repugna se resuelve en el final. ¿Por qué le produce esa impresión tan fuerte? Porque estaba en presencia de lo ominoso, de un muerto vivo, hasta de un crimen.

Suponemos que una vez que Poe llegó a ese final y revisó el cuento, usó este criterio: si quitaba una parte del texto y este mejoraba, entonces esa parte no hacía al argumento y no contribuía al desenlace.

 

Análisis

Entonces desandemos la corrección del cuento. El título “El retrato oval” es mejor que “La Vida en la Muerte”. Pero, ¿por qué? ¿Qué diferencia hay entre uno y otro? El primero invita a seguir leyendo, atrapa al lector: ni bien empieza el cuento uno espera encontrarse con el retrato que es el corazón del relato, pero ese título no nos adelanta nada sobre el final del cuento. En cambio, “La Vida en la Muerte” anticipa de manera muy explícita el desenlace, y una vez terminada la lectura nos resultaría hasta redundante.

El epígrafe que estaba en la primera versión tiene una relación tan solo tangencial con el cuento: “Él está vivo y hablaría si no observase la regla del silencio”. Se refiere a una orden de curas que guardaban silencio con tal rigor que podría habérselos confundido con muertos. Hay una conexión con la historia, pero es muy débil. Era fácil ver que no formaba parte del argumento y por eso fue eliminado.

El primer párrafo que mencioné nos da detalles que no están en “El retrato oval”. Digamos que esos detalles responden a estos interrogantes: por qué era que habían entrado a la fuerza a una mansión, por qué estaba gravemente herido nuestro narrador. Pero, en verdad, estos datos tampoco hacen a la trama. La prueba está en que este es uno de los cuentos más populares de Poe y nunca nadie se planteó esas dudas. O si se las planteó, las respondió solo. Son datos secundarios que rellenamos cuando lo leemos.

Pero el uso del opio que se comenta de manera extensa en “La Vida en la Muerte” era verdaderamente un problema, o por lo menos un agregado que complejizaría lo que Poe llamaba la unidad de efecto. El cuento podría tener dos lecturas: efectivamente, toda la historia era cierta y a esa mujer la habían matado a medida que la retrataban, o todo había sido el resultado de una alucinación mezcla de fiebre y sobredosis de opio. Poe, con buen criterio, optó por darle un solo sentido a la historia y no dejar lugar a la segunda lectura.

También el cuento mejoró al quitarle ese extenso párrafo en dos sentidos: se ganó en brevedad, y la historia empieza en el medio de la acción. Recordemos lo que Poe sostenía sobre la duración del cuento: tiene que ser leído de una vez. “El retrato oval” se transformó en su cuento más breve: tardamos alrededor de quince minutos en leerlo.

El final es otro de los casos en los que el efecto se diluye. Poe trató de rizar el rizo; el cuento ya había terminado y le agregó esa pregunta “Pero ¿es esto en verdad la Muerte?” que nos saca del eje como lectores. El efecto de horror se diluye porque, en lugar de concentrarnos en el descubrimiento terrible de que el pintor había matado a su amada mientras la retrataba, nos hace pensar en qué tipo de persona era el pintor para decir semejante cosa: ¿sería que no le importaba la muerte de su amada? Esa distracción abolla un cuento que, de otra manera, sería perfecto.

 

 

Poe, el mayor artífice

Lo que este hallazgo confirma es que Poe practicaba los principios que enunciaba. Quizá escribía mal cuando no tenía tiempo, pero era coherente cuando corregía. Para los que principiamos en esto de escribir, nos reconforta pensar que hasta los más grandes se equivocan y corrigen.

Poe fue un caso raro: en el siglo del Romanticismo, opinaba que había que aplicarse rigurosamente a la escritura. No creía ni en musas, ni en la espontaneidad. Dejemos que él mismo cierre esta nota con una de sus Marginalias: “No hay error más grande que este: suponer que la verdadera originalidad es un simple asunto de impulso o inspiración. Originar es combinar con atención, con paciencia, con entendimiento.”

 

 

* Lucas López es un lector omnívoro. Nació el 28 de marzo de 1985. Fue su hermana, Cecilia, la que lo inició en la lectura de la poesía: el Romancero Gitano de Lorca y los 20 poemas de Neruda. Cuando su reducido presupuesto todavía no le permitía comprar libros, los pedía prestados: así conoció a Cortázar, a Tolkien y a Jean Valjean. Se recibió de profesor de inglés y se graduó de lector ambidiestro. No hace mucho tiempo, se dio cuenta de que quería pasar del otro lado de los libros y aprender a contar como Poe  y a cantar como Whitman. Dentro de un mes se cumplirá un año desde que va al taller de Marcelo di Marco y espera, algún día, graduarse de escritor de esa escudería.

 

 

Series que marcaron época (tercera parte) Hoy: X-FILES “The Truth Is Out There”

Por Adrián Granatto *

 

El 10 de septiembre de 1993, The X-Files sale al aire con un concepto revolucionario en lo que a materia de sci-fi se refiere. No es que hasta entonces no haya habido programas televisivos con extraterrestres, pero la seriedad que les impuso Chris Carter a los personajes —y el nuevo giro a la denominada invasión extraterrestre mediante un virus—, junto a las conspiraciones y argumentos que iban de lo dramático a lo paranormal, pasando por la comedia y el policial, lograron que el público acompañara a la serie durante nueve temporadas.

 

La trama principal era simple. Dos agentes del FBI en lo que, al principio, podrían ser veredas opuestas: Fox Mulder, un hombre obsesionado con los extraterrestres desde la abducción de su hermana cuando él era un niño —y que ahora trabaja en los olvidados Expedientes X recibiendo de vez en cuando la ayuda de un grupo experto en informática que se hacen llamar “Los Pistoleros Solitarios”—; y Dana Scully, la escéptica doctora forense que descarta de plano cualquier fenómeno paranormal, buscándoles a las causas una explicación válida y científica.

Este choque —tanto de criterios como religiosos, sumado a la tensión sexual de los personajes con el correr de las temporadas—, fue uno de los puntos fuertes, aunque no el único.

 

Carter tuvo que luchar con los directivos de la FOX por el reparto elegido, ya que los ejecutivos buscaban una protagonista rubia y de piernas y busto grandes, y también produjo dos series más ligadas con The X-Files: Millennium, que nos presentaba al agente del FBI Frank Black, capaz de meterse dentro de la piel de los asesinos en serie —al punto de ver el mundo desde la perspectiva de los psicópatas— que duró tres temporadas antes de su cancelación, y The Lone Gunmen, un spin-off que estuvo en el aire por solo doce capítulos.

Al segundo año se unió al grupo de guionistas Vince Gilligan, que después tomaría el cargo de productor de varios capítulos.

 

 

No olviden ese nombre: en el 2008, Gilligan traería a la pantalla chica una nueva y mejorada forma de hacer televisión. Vendría el tiempo de Breaking Bad. Pero eso es para más adelante.

Con el correr de las temporadas, los cambios en la serie fueron minando la cantidad de público, pero el interés se acrecentó con el estreno de la película en 1998. The X-Files: Fight the Future le dio un nuevo empuje y captó a nuevos aficionados. Y diez años después se estrenaría la segunda película, The X-Files: I Want to Believe —cuando la serie llevaba ya seis años sin aire—, cerrando hasta el día de hoy el universo creado por Carter.

 

 

 

* Adrián Granatto es un escritor amateur argentino. Nació el 21 de octubre de 1966. No publicó en ningún concurso importante y, sacando a su mamá, no lo conoce nadie. Escribió para varios blogs cooperativos, y fue director de la revista digital Piso Trece (2012-2013), ya desaparecida en el éter.
Comenzó a tomar clases de escritura en el Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco en septiembre de 2014… y todavía no se avivaron de echarlo.

 

«El Arenero», de Gustavo Ripoll —cuento ganador del Premio Juan Rulfo

Nota escrita por Luis Lezama Bárcenas 

En FIN estamos muy orgullosos de publicar hoy “El Arenero”, merecidísimo primer lugar en la rama de cuento del Premio Juan Rulfo. Queremos aclarar que este no se entrega más por diferencias entre la viuda de Juan Rulfo y los organizadores del premio. Sin embargo, desde que se entregó por primera vez en 1982 y hasta 2013 (año en que se dio por última vez), fue considerado uno de los premios más prestigiosos de la literatura hispanoamericana. Era otorgado por Radio Francia Internacional y coorganizado por el Instituto Cervantes de París, Casa de América Latina, Instituto de México en París, Colegio de España en París, Le Monde diplomatique, edición de España, Unión Latina y FondaChao, entre otros. Uno de los últimos ganadores, me place decir, fue Gustavo Daniel Ripoll, uno de los mejores escritores del TCyC. No sólo por su nítida prosa, de la que podrán dar fe ustedes mismos con este cuento, sino también por su humildad. Debo contar que recibí talleres sentado a la par de Ripoll, y me sorprendía con sus intervenciones cuando discutíamos algún cuento. Siempre tenía alguna cuestión técnica que agregar, algo que todos los presentes —a veces, hasta nuestro tremendo maestro Marcelo di Marco— desconocíamos. No supe, sino hasta hace muy poco —y creo que muchos de los escritores del TCyC desconocen esto también—, que Ripoll era ganador de un premio tan importante y prestigioso. Fue de pura casualidad que me enteré: lo supe porque estaba leyendo en Wikipedia la biografía de la escritora argentina Samanta Schweblin. Ahí me enteré de que ella había ganado el Juan Rulfo de cuento —de hecho, ella fue la última en recibirlo en 2013. Y dando clicks a los hipervínculos llegué hasta la página del Premio Juan Rulfo; y vi, entonces, entre los ganadores, el nombre de Gustavo, mi compañero.

Gustavo es un tipo humilde, humilde como sólo quien de verdad se merece la grandeza. Disfruten, pues, de este enorme cuento que nos permitió publicar hoy; y no se pierdan, si tienen la oportunidad, del autor: otra gran obra.

El Arenero

Por Gustavo Daniel Ripoll*

Ida y vuelta. La vida: ida y vuelta. Hay muchos que se preocupan, que tienen miedo de no volver, que sea un viaje de ida. Pavadas, la vida es ida y vuelta. Más extraño sería si yo dijera: fui, y no volví jamás. Pero yo no soy un tipo extraño, no soy «especial»; lo sé, me lo dijo la Colorada. Yo soy uno más, uno del montón. Menos que del montón. Cuando te hayas ido, me decía, no me voy a acordar ni de tu cara. Tu cara se parece a otras cientos de caras que pasaron por acá. Caras que van y que vienen, un rato, y después va y viene otra cara, y otra, y otra. Y después ya no hay más caras, es una máscara, una que va y viene, y no tiene rasgos, ni voz; a veces un murmullo sí, un hummm, otras ni eso. Y ya ve usted, tenía razón: soy uno más. Fui uno más de los que van y vienen, pero nunca llegan a ningún lado.

¿Qué será de la Colorada? Antes, cuando me echaba y no podía dormir porque el guacho del Polaco estaba limpiando las mangueras —lo hace a propósito, es una de las formas en que le gusta torturarnos—, me entretenía pensando qué sería de la Colorada. El último día, cuando le dije que me embarcaba, que no sabía si iba a volver, puso una cara como de decepción. Fue un momento, pero me di cuenta. Yo le conocía la cara como si se la hubiera dibujado. Ve, tenía razón, ella era especial. Las únicas caras que se pueden recordar son las especiales: cada movimiento, cada surco, cada sonrisa, cada decepción. A lo mejor se pensó que yo algún día llegaría lejos. Capaz que se hizo la película, alguna noche en vela de las que no trabajaba. Que yo tenía un montón de guita, y que la iba a buscar al puterío, y que me la llevaba a un departamento lujoso, y quién sabe si no me casaba con ella también, de puro enamorado. A lo mejor ella pensaba eso, digo yo. Pero no me dijo nada. En lugar de eso, se sacó la tanga y me la revoleó en la cara: «Para que te acuerdes de mí», dijo. Y a veces, cuando me echaba entre turno y turno —uno se acostumbra a las horas del arenero, es él quien marca los compases, quien vive en nosotros, es como un nene al que hay que ponerle las mangueras, sacarle las mangueras, cambiarle los pañales—, a veces, cuando me echaba entre un turno y otro, dormía con la tanga de la colorada pegada a la cara. Como si fuera un pañuelo, tapándome la nariz, como si pudiera, por un rato, olvidarme del aliento barroso del arenero.

Acá no hay privacidad. El catre lo usa el que no está de turno, así que nunca está vacío. Alguna vez tuvo sábanas, pero la mayoría nos acostamos vestidos. Parecerá extraño, pero es una forma de defenderse del arenero, de seguir siendo uno; al menos en la piel que no se curte con el gasoil y con el barro. Mi piel, y no una más de los que se acostaron —de los que van y vienen, porque todos van y vienen, ¿sabés?— en este catre.

 

El día que me presenté, me explicaron todas las reglas del trabajo, todas las que están escritas, porque las del Polaco, por ejemplo, no me las dijeron. Trabajás cuatro horas, dormís cuatro horas. Dormís o paveás, o hacés lo que quieras, vivís. Lo que se puede vivir en el arenero. Eso lo hacés unos quince días, en tandas de tres, lo que tarda el arenero en trepar el río hasta donde se puede chupar, casi un día que se la pasa chupando, y después la vuelta y la descarga. Así vas y venís cuatro veces, y después, tenés unos tres días francos, que luego aprendés que son menos; eso no te lo dicen, porque muchas veces el río está bajo y no se puede atracar, o se atrasa porque hay que dejar paso a otro barco, y resulta que en una curva del río te comés cuatro, a veces cinco horas de espera, mientras el otro maniobra. Pero nadie se queja, llegar a puerto es un día de fiesta. Para todos, menos para mí. Para mí no hay nada en el puerto. Ni siquiera la Colorada.

El Polaco tiene una mina, dicen, porque él nunca habla de nada. El Rata siempre tiene alguna colegiala que le dé bola, y Paquete se la pasa en los puteríos. Dice que las putas no le cobran, por el tamaño. Dice que las tiene locas a todas. Pero de una forma u otra, siempre vuelve sin un mango, y termina mangueándome la yerba a mí o al Rata. Con el Polaco no se mete, aunque son compañeros de guardia. Él y el Paquete hacen un turno; el Rata y yo, el otro. El Polaco le dice «Paquetito», le toca el culo. Si a algunos de nosotros se nos ocurriera hacer lo mismo, nos destrozaría; pero cuando se lo hace él, no dice ni mu. Me contó el Rata que una vez se agarraron a trompadas. El Paquete se le fue al humo, y el Polaco lo surtió mal. Le dejó la cara arruinada, y para peor, cuando lo tenía grogui en el piso, se la dio. Dice el Rata que el otro casi ni se movía cuando el Polaco le daba, que estaba como inconsciente. Y después de esa, nunca más. Se hablan lo necesario, pero andan siempre con cara de perro. Yo creo que, cualquier día de estos, el Paquete se la devuelve; al fin de cuentas, todo es ida y vuelta en la vida. Y va a ser jodido, porque el guacho anda armado de veras, da miedo. A mí, si me preguntan: yo no vi nada.

 

El primer franco me moría de ganas de ir a verla. La vida acá arriba es distinta. Hay más tiempo para pensar, o eso es lo que uno se cree al principio. Hasta que se acostumbra. Después entrás en una especie de sueño en vela, dormir entrecortado ayuda, y pasa el tiempo sin que uno se dé cuenta. ¿Cuántos días? ¿Cuántos meses me la pasé sentado en el borde del arenero, con los pies metidos en el agua y mirando la nada? Esperando encontrar la tanga de la Colorada enganchada en una ramita, flotando entre la basura o sobre algún camalote, confundida con alguna bolsa de plástico. El río es lindo para los que vienen de visita. Pero, si estás acá, llega un momento en que te tapa. Todo es río, y no tenés ni idea de si estás en tal o cual lugar, son todos iguales. Arriba del arenero, no te das cuenta de si es de día o de noche, si es primavera u otoño, si sos viejo o si sos joven. Acá es siempre lo mismo. El tiempo no corre en el agua: el tiempo es agua; y si vas a favor o en contra de la corriente, te juega sucio: hace cosas raras. Pero de eso te das cuenta después, cuando ya sos del río, cuando pasó más agua por debajo de tus pies que suelo, cuando te mareás en tierra, cuando no sabés, o no te acordás cómo volver. Al principio es todo distinto, es algo nuevo. Se extraña la gente, el barullo. El arenero va rumiando su sueño de gasoil día y noche, y parece que te vas a volver loco. Entonces no ves la hora de tocar puerto, tierra, vida. Y me moría por verla, pero el primer franco todavía no había cobrado, no me habían hecho los papeles, y entonces me tiraron unos pesos adelantados, que eran pocos, y yo no quería mostrar miseria. Por algo me había ido, no para volver con chauchas.

Me aguanté. Esperé como un desesperado, ida y vuelta: río arriba y río abajo. El segundo franco también me moría por verla, pero no fui. Había juntado unos buenos mangos, y si esperaba unos francos más, me iba a alcanzar para alquilar un departamentito, para llevármela, para hacerla vivir como se debe. ¿No era eso lo que ella soñaba? Lo que me había mostrado en aquella cara, decepcionada, furiosa casi. Era su sueño, y quién se lo iba a hacer realidad sino yo. ¿Alguno de los borrachos que la iban a ver? No tienen más que para visitarla una vez por quincena, y a veces ni para pagarse los tragos. En eso me podía estar tranquilo. El único que me la podía llevar era yo. Yo era especial, aunque ella no lo quisiera creer. Yo iba a ser especial. Aquellos días dormía con la tanga agarrada bien fuerte bajo la almohada. La cama olía a la Colorada y no a gasoil, y ni el barro de las mangueras podía ensuciarme. Yo soñaba que me esperaba en el puerto, que cuando llegaba el arenero ella me estaba esperando con el vestidito ese floreado que le vi una vez, que corría a mi encuentro y me abrazaba. A veces, hasta venía con un pibe en brazos. Uno como yo, pero chiquito. Y entonces me entraba un ardor en los ojos, y me tapaba la cara con las sábanas para que no me vieran. ¿Cuántas lágrimas tendrá guardada esta almohada? Seguro que no son todas mías.

Mientras tanto, iba entendiendo cómo eran las reglas del arenero. No los turnos y las mangueras, eso lo aprendés en un par de días. Lo difícil: sobrevivir en el arenero. Esa sensación del perpetuo cansancio que las cuatro horas de sueño no te alcanzan a sacar, y que se hace todavía peor cuando subís a cubierta y lo único que podés hacer es mirar el río, siempre marrón, y la costa, siempre verde, y discutir si aquel era el arenero de Manzotti, o si el que se había varado había tenido mala suerte, o si era un imbécil que no podía compararse con alguno de nosotros. Para cuando pasan unos meses arriba del arenero, te sabés la vida y obra de todos los demás, y ellos conocen la tuya. Y entonces, sólo se puede hablar de lo que hay, de lo que se vive, de lo que se respira. Y eso es siempre el río.

 

Un día me decidí. Había juntado como para alquilarme una casita chiquita, o un departamentito; a lo mejor a ella le gustaba más vivir en un departamento. Hay gente que sufre mucho la humedad. Aunque mi recuerdo de los pies de la Colorada es que están siempre calientes, como manos que te aferran, como enredaderas que te atraen, que no te dejan escapar. La Colorada sabía cómo exprimir a un hombre, cómo hacerle sentir que la única forma de sobrevivirla era entregándole todo lo que uno tiene.

Ese día el río estaba de mi parte. Algún tiempo después me pregunté si sabría lo que iba a pasar. Ahora estoy seguro. Llegamos con la alta, y ni bien amarramos yo ya estaba abajo, listo para irme hasta la Constitución, a ver si me compraba unos pantalones nuevos, una camisa. Al final terminé comprándome un trajecito que me ofrecieron en tres cuotas. Volví al barco para cambiarme, me bañé y para eso de las seis salí al ruedo. El pelo todavía mojado, el traje con olor a recién comprado. Me sentía un tigre caminando por la Cazón, si hasta me daban ganas de rugir cuando pasaban las viejas. Un par de minas me miraron de reojo en la sombra de un bar, pero yo sólo tenía una mujer en la cabeza: alta, de crenchas coloradas que se sacudían con su cuerpo, blanca como la nieve, siempre de rojo. La Colorada era el dragón de la noche, y yo… yo estaba dispuesto a que me comiera vivo.

Ahora me pregunto si el que me haya dejado el bufoso en el arenero fue un error de mi inocencia o una oportunidad del destino, que me hizo volver para dame tiempo a pensar. De una forma u otra, cuando uno tiene la muerte en los ojos, ya no hay quien se la saque. Se mata primero en la cabeza, y después el cuerpo se arrastra, se somete a la voluntad de lo que ya pasó. Cuando uno mató a una persona en la cabeza, ya está muerta; se aprieta el gatillo para cumplir una mera formalidad, para que el rugir del arma lo convenza a uno, lo amaine.

Cuando entré al Tigre Dorado, la vieja Vargas me puso el alto. Me dijo que estaban completos por la noche, que me fuera. Que así vestido le espantaba a los clientes, que la Colorada no trabajaba más ahí. Que me fuera, que me volviera, que esa noche no. Mirá qué pintón que estás, andate a la Cazón, haceme caso. Buscate una buena piba. Vos no tenés nada que hacer acá.

Parece que no elijo bien las cosas, o la gente no me quiere. El Polaco, el primer día que subí al arenero me dijo: ¿Y vos que hacés acá? Sos muy blandito, pibe. El arenero te va a comer los huesos. Rajá, que todavía podés. Tal vez tenía razón, pero nunca fui muy bueno escuchando consejos.

Discutí con la vieja hasta que se abrieron algunas puertas. En eso apareció un cana en calzoncillos, con la camisa azul desabrochada y con la reglamentaria en la mano, pero la vieja lo tranquilizó, y el grandote bigotudo se volvió a meter en la habitación, protestando como perro demasiado grande cuando lo chumba un chiquito. Yo no oía nada. La vieja me hablaba y me hablaba, pero yo miraba por encima de ella, a la puerta de la Colorada. Yo había venido por la Colorada, y nadie me lo iba a impedir. No está, me dijo. La luz de la pieza estaba apagada, pero eso no quería decir que no estuviera. A lo mejor, al que estaba con ella le gustaba así, o a lo mejor no estaba con nadie, a lo mejor dormía. A lo mejor, desde que yo me había ido, no había querido estar con nadie más. Se había pasado los días casi sin comer, esperando mi regreso; el regreso de una esperanza, de un futuro. A lo mejor, hasta se había enfermado de no comer, y la vieja, sabiendo que la Colorada se moría, no quería darme la mala. O a lo mejor me tenía bronca, porque la había visto palidecer sin que yo diera señales de vida. Hablaba y hablaba, pero no podía entender lo que me decía.

En un momento no aguanté más. La puse a un costado de un manotazo que la dejó tambaleando, y me fui para la habitación. Ya sabía lo que me iba a encontrar, pero no me encontré nada. Me imaginaba a la Colorada en la cama, pálida, medio muerta, rodeada de un grupo de compañeras que en vano querían hacerle comer o tomar algo. Y entonces yo llegaba, y ella me veía, y con la última sonrisa de su mano en mi mano, moría.

No alcancé a llegar. Vi que algo se movía a mis espaldas y me volteé pensando que era el cana que se me venía encima. La Colorada, vestida como una dama de sociedad, venía del brazo de un compadrito que sabía pasearse por la zona de Canal haciéndose el duro. Venía riéndose, y cuando me vio, no bajó la mirada. Venía riéndose, y era de mí de quien se reía. Me dijo: Qué hacés pibe, hoy estoy ocupada; y siguió de largo a la pieza, mientras el otario me empujaba a un lado para hacerle paso.

Después ya no me acuerdo de mucho. El arenero se me reía en la cara, y yo iba como un toro a su encuentro. Levanté la cajita de chapa que tenía escondida debajo de la cama, donde guardaba el bufoso, la plata, y la tanga de la Colorada, de la engañera, de la esperanza muerta que se me hacía piedra en el pecho.

Y me fui. El Rata me seguía desesperado. Me hablaba, trataba de que me enfriara, pero ya era tarde: ya la había matado. Lo único que faltaba era ir a ver si tenía el coraje de apretar el gatillo.

Tengo recuerdos vagos de alguna esquina de Cazón, y de algún grupo de pibes que se apretujaban a la pared mientras pasaba con el arma en la mano. De alguna forma, me las ingenié para cruzar la esquina de la comisaría sin que me vieran. Se ve que había tenido mi elección antes; ahora en cambio, lo que quedaba era llegar a mi destino.

Cuando volví a entrar al Tigre Dorado, la vieja había desaparecido. No me acuerdo de quiénes estaban, pero escuché que alguno gritó. Abrí la puerta de un empujón; la habitación estaba a oscuras. En el recuadro que iluminaba la puerta, vi a la Colorada dormida y al otario, que se había sentado en la cama, pálido como una hoja, observando cómo su vida latía entre mi dedo y el gatillo.

Entonces me llegó la realidad. Como si se hubiera corrido el telón de la furia, me vi a mí mismo en la puerta, empuñando el arma, y los ojos de la Colorada, marrones como el río, como la arena que chupan las mangueras, como el gasoil que mancha las paredes del arenero. Y todos ellos, juro que eran todos, lloraban en silencio.

 

Se mata primero en la cabeza, y después el cuerpo se arrastra, se somete a la voluntad de lo que ya pasó. Esa noche murió ella, y morí yo. Nos morimos juntos, en nuestro departamentito recién alquilado, con el mocoso y con los sueños. El Polaco sostiene que ese día me hice hombre. Tal vez para ser hombre haya que haberse muerto. Tal vez murió el de tierra, y quedó el de río. Sé que le grité puta como mil veces. La puteé y reputeé; y lloré mientras la puteaba con todo lo que me quedaba adentro, mientras la veía llorar también a ella, temblando. Después le di el bufoso al cana y me volví al arenero. El Rata me compró un helado cuando llegamos a la estación, y nos sentamos a comerlo en uno de los banquitos que están en la orilla. No me acuerdo de qué gusto era.

 

 

Gustavo Daniel Ripoll. Nació en 1968, en la Ciudad de Buenos Aires y actualmente reside en San Fernando, provincia de Buenos Aires. En 2011 se recibió de Corrector Especializado en textos literarios y dos años más tarde de Redactor Literario. Sus escritores favoritos son Borges, Saramago, Onetti, Conti, Rulfo, Wilde, Shakespeare y Poe, cuya inspiración le ha dado un estilo propio.

Su narrativa ha sido volcada en su primer libro: Historias de río (2012, Cuenta Conmigo Ediciones), destacándose “El arenero”, que obtuvo el premio Juan Rulfo en 2010. También ha publicado en revistas como Ser en la cultura, Golwen, Lea y Rue Saint Ambroise (Francia). Su vida transcurre hoy entre su trabajo de Programador de Sistemas y su vocación por la escritura.

 

https://www.clarin.com/rn/literatura/Premio_Internacional_de_cuento_Juan_Rulfo-Gustavo_Daniel_Ripoll_0_ryMO0ZFawQl.html

 

Diez libros para iniciarse como un buen lector

Por Luis Fernando Lezama *

 

Hace unas semanas, en la comunidad de Facebook del Taller de Corte y Corrección, Lucas López escribió pidiéndonos ayuda para recomendarle un libro a su cuñado. Hasta ahí, todo normal. Sin embargo, Lucas señalaba que su cuñado no leía literatura; por lo que él, responsable, no quería darle cualquier libro. Así que Lucas nos pidió que sugiriéramos libros que fueran una puerta segura para que su cuñado entrase en el mundo de la ficción.

¿Cuántas veces no nos pasa? Alguien que nos reconoce como buenos lectores nos pide que le recomendemos un libro. Yo debo admitir que odio cuando me hacen esa pregunta. No porque no quiera recomendarles alguno, sino porque siento que puedo ser el culpable de que alguien no vuelva a leer nunca más. Temo que no le guste lo que le recomiende y no vuelva a leer por mi culpa. Temo que yo sea quien impida el futuro tal vez maravilloso de esa persona. Puede ser un poco exagerado de mi parte pensar así, pero sólo quien está tan enamorado como yo de la literatura entendería mi preocupación. Yo les debo todo lo que soy —cómo pienso, cómo me relaciono con otras personas, con qué ánimo me levanto— a los libros. Les debo hasta el hecho de poder escribir en este bello espacio que es el periódico Fin, ¡imagínense! Sin los libros que he leído, les aseguro que no estarían leyendo esta nota. Y para mí, eso sería más que una tragedia, aunque pudiera estar en cualquier otro lugar del mundo. Si a mí alguien me hubiera recomendado un mal libro para comenzar y yo no hubiera descubierto esta magia portátil —como la llama Stephen King—, quién sabe dónde estaría, o si estaría siquiera. Tal vez sería un zombie más que va en el colectivo refrescando una y otra vez su página de Facebook. En cambio, yo cuando voy en el colectivo tengo la suerte de ir —a la vez que me acerco a mi destino— descendiendo por un calabozo junto al peor de mis enemigos, Fortunato, para vengarme de él de la forma más espantosa que se me pudo ocurrir (“El barril de amontillado”); o puedo ir maravillándome con los inventos que un gitano que ha recorrido el mundo trae a mi pequeña aldea, que está junto un río de aguas diáfanas que se precipitan por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos (Cien años de soledad).

Hace unos días, una amiga doctora me compartía un discurso pronunciado por Federico García Lorca en la inauguración de la biblioteca de su pueblo natal. En el discurso, el poeta granadino decía lo siguiente:

“Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan, sino que pediría medio pan y un libro”.

¿Por qué don Federico García Lorca, uno de los poetas más grandes de nuestra lengua, decía eso? Parecería una locura pedir medio pan y un libro siendo un mendigo. Pero decía el autor de Bodas de sangre que “Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano, porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio del Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social”.

Además, García Lorca relata que el magnífico Dostoievski, cuando estuvo preso en Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita, al momento de pedir socorro mediante una carta a su lejana familia, sólo decía: “¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!”

Tenía frío —dice García Lorca— y no pedía fuego; tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón.

No nos queda mucho más que agregar: García Lorca y Dostoievski expresan mejor que cualquiera lo que pensamos y sentimos por los libros en Fin.

Sólo nos queda agradecer a Lucas López por haber lanzado esa pregunta en el grupo, pues gracias a ella Marcelo di Marco nos propuso a todos los que quisiéramos que mandáramos una lista de diez libros que toda persona debe leer para iniciarse como un buen lector. A partir de ella, hemos elaborado una sola lista con los diez más repetidos en las más de quince listas que nos llegaron. Fue una bonita forma de intercambiar lecturas entre todos. Debo reconocer que aún me queda una lectura de los diez libros finales. ¡Pero qué tonteras escribo! La verdad, sería insano pensar que sólo me queda una: me deben quedar miles, afortunadamente.

Algo que me encanta de la lista final es que en ella conviven escritores de culto como Jorge Luis Borges y bestsellers como Stephen King. Esto se debe a que no le pedimos a nadie que se limitara a enviar sólo narrativa, o mucho menos quisimos que sólo se enviase ficción literaria y se dejara a un lado la ficción de género. No, de ninguna manera: en el Taller y en Fin sabemos que cuando se trata de ficción, lo bueno siempre es bueno.

Como extra, hemos incluido la primera lista que se envió: la de nuestro maestro y amigo Marcelo di Marco.

A leer, entonces, para que nuestras almas no mueran, para subir a la cumbre del espíritu y del corazón.

 

Lista final:

El viejo y el mar, de Ernest Hemingway.

El Principito, Antoine de Saint-Exupéry.

Narraciones extraordinarias, de Edgar Allan Poe.

Relatos de lo inesperado, de Roald Dahl.

Ficciones, de Jorge Luis Borges.

Cuentos de amor de locura y de muerte, de Horacio Quiroga.

El umbral de la noche, de Stephen King.

El perfume, de Patrick Süskind.

Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.

El sabueso de los Baskerville, de sir Arthur Conan Doyle.

 

Lista de Marcelo di Marco:

Historias extraordinarias, de Edgar Allan Poe.

El hombre ilustrado, de Ray Bradbury.

Los mejores cuentos de Jack London, de Jack London.

Cuentos de amor de locura y de muerte, de Horacio Quiroga.

Relatos de lo inesperado, de Roald Dahl.

Matilda, de Roal Dahl.

Juventud, de Joseph Conrad.

El fantasma de la Ópera, de Gastón Leroux.

El umbral de la noche, de Stephen King.

El cuchillo, de Patricia Highsmith.

 

* Luis Fernando Lezama Bárcenas (1995, Tegucigalpa, Honduras). Publicó su primer poemario El Mar no deja olvidar en 2013, apoyado por el escritor hondureño Julio César Anariba (Q.D.E.P.) y el colegio de donde se graduó, Dowal School. Ha presentado su obra en instituciones de Educación Media y Superior, destacando la  UPNFM, prestigiosa universidad de Honduras, a la que fue invitado por Juan Medina Durón (Q.D.E.P.), reconocido literato hondureño y corresponsal de la Real Academia Española. En 2015 integró la I Antología Argonautas, de Editorial Argonautas (España), que fue difundida en formato físico y digital. Fue seleccionado para conformar la Antología Pluma, Tinta y Papel en el IV Concurso de Microrrelatos, editorial Diversidad Literaria (España). Obtuvo la medalla al mérito “Gabriel García Márquez” en el XI Concurso Internacional de Cuento 2016 “Ciudad de Pupiales”, organizado por la Fundación Gabriel García Márquez, con su relato “Bañar al bebé” (publicado en FIN http://fin.elaleph.com/articulos/banar-al-bebe-el-cuento-de-luis-lezama-que-gano-un-concurso-internacional.) Actualmente estudia Comunicación en la Universidad de Buenos Aires, y asiste a la prestigiosa escuela de escritores Taller de Corte y Corrección.