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Principio de competencia

Por Lautaro Molendi *

 

En la esquina, escondido en la noche, me cubrí detrás de uno de los derruidos muros de lo que alguna vez fue la casa parroquial de la iglesia del barrio. Asomé la cabeza para ver la situación. Oí un tiro ―por el estruendo, un .357 Magnum―, y vi estallar el cráneo de… de una de esas cosas. Mantenía mi aguzado oído, el oído que supe educar en cuestiones armamentísticas antes del advenimiento del Caos. Mi vista era pobre en la penumbra, a causa de mi prodigiosa vejez, pero a mitad de cuadra pude distinguir a un chico.

Y el chico iba solo, únicamente acompañado por el revólver que acababa de disparar.

Cargaba con una mochila repleta, y era evidente que el peso disminuía su movilidad ¿Acaso llevaba comida? Pensé que podía conseguir algo interesante de él. Una presa fácil. Una presa estúpida, además: la detonación llamó mi atención, y también alertó a las cosas.

Una horda de cosas ―no me gustaba llamarlos “zombis”, aunque, en realidad, eso eran― salieron de sus escondrijos, y avanzaron hacia el muchacho. Al advertirlos, la futura presa bajó el martillo del revólver, un viejo Colt Python. Un destello de luz lunar se reflejó en el acero y llegó hasta mis ojos, a pesar de los anteojos negros que siempre los cubrían. Mientras los no-muertos se le acercaban al chico, los conté. Eran siete, una cifra controlable; controlable por mí: no podía responder por el pobre.

Deslicé la mano al hacha, que colgaba de mi cadera. Más me hubiese gustado portar un arma de fuego, pero al llevar las manos enguantadas su uso se me hacía imposible. Palpé la Spyderco Resilience que guardaba en el bolsillo: en caso de que la pelea se complicase ―ya pasado tiempo de la última comida, mis fuerzas no eran las mismas―, una buena navaja no estaría de más.

Las criaturas ya estaban a pocos metros de su inminente víctima. Respiré lo más profundo que pude, y el hedor a podredumbre se filtró por el pasamontañas. Oí nuevos disparos, y corrí en dirección al chico. Alcé los brazos para no tomarlo por sorpresa. No bien me notó dijo:

―Por favor, ayuda. ―Hizo el segundo disparo, y se cargó a otra de las cosas―. Me quedan sólo cuatro cartuchos. Por favor, ayudame.

Descubrí entonces su desesperación: nadie que tuviese la situación dominada le soltaría ese dato a un desconocido.

Tercer disparo, que también dio en el blanco. Restaban por matar cinco bestias, que rodeaban a la presa. El chico no podría solo. Ahora peligrosamente cerca de la acción, aferré el hacha. Agarré del hombro a la primera cosa que tenía a mano, y la hice girar hacia mí. Torpe, se dio vuelta, y cuando lo tuve frente a frente se me quedó mirando: los capilares de sus ojos destruidos, la esclerótica amarronada, y con una baba espesa cayendo por la comisura de los labios. Le deshice el cráneo antes de que su aletargado cerebro pudiese reaccionar. Cuarto disparo, pero esta vez el muchacho falló. De un hachazo le corté la pierna a otro muerto, por la rodilla, y con el mismo envión me di a machacarle las vértebras.

Alcancé a la presa, y ya sólo quedaban tres bestias asolándola. Dos, más precisamente, a causa del quinto tiro. Una única bala le quedaba en el tambor a aquel desdichado, sólo una. Las cosas se le vinieron encima, y él disparó al vientre de una, que por el poder de parada del .357 cayó a unos metros. Saqué la navaja y la hundí en la arrugada frente del caído. No volvería a levantarse.

―No me quedan balas, por favor sacalo. ¡Va a morderme, por favor!

Yo no quería que lo infectasen. Clavé mi hacha en las tripas de la criatura, y tiré hacia atrás, y la carne podrida cedió sin esfuerzo.

El chico movió su mano repetidas veces a la derecha, mientras con la otra intentaba evitar las fauces de la bestia, sus dentelladas.

―¡Ahora! ―gritó, y movió a la derecha su cabeza.

Entonces entendí a lo que se refería. Mi hachazo abrió el cuello de la bestia, que ahora colgaba casi cercenado. Con otro golpe terminó de caer. La sangre estanca siguió la trayectoria del corte, y cubrió la cara del chico: caía desde su frente y se le acumulaba en los labios. La escupió.

El cuerpo sin cabeza cayó al pavimento.

―No me entró en la boca ni en los ojos ―dijo, y se limpió la cara con la manga del buzo―. No estoy infectado, creeme.

Con una mano agarré el cañón del revólver, que todavía podría funcionar como arma contundente, y con la otra me saqué el pasamontañas, mi vista siempre clavada en el húmedo y palpitante cuello del chico. Creo que él entendió la mínima importancia de la infección que acababa de evitar cuando vio mi boca babeante, mi piel pálida.

Como me gusta hacer desde hace siglos, me embriagué en su miseria. Miré sus ojos vacíos y grises de esperanza, la típica expresión de alguien que acaba de ver los colmillos de un vampiro.

 

 

 

* Nacido en Buenos Aires en 2000, Lautaro Molendi no es el típico millenial: ama encerrarse a leer, ver cine, y sobre todo a inventar y a escribir historias de terror. Hace casi dos años que asiste al Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco.

 

 

 

 

 

 

La rebelión en la memoria

Por Santiago Maqueda*

 

Mi guitarra

Seis de mis anhelos profundos

vibran como puentes sobre el acantilado,

y los clavo como a un cristo

en veinte y tantos trastes de palo rosado.

En ellos, entre la alegría y la pena,

se posan mis manos como en tu melena negra.

 

Un gemido de madera

se hincha hueco en el vientre sonoro,

y es que se vuelve música

mi miseria.

 

 

 

 Cordillera 

Desierto cuyano.

Arrojada hacia su pecho profundo,

la lanza de la ruta.

Vamos en el auto,

y las cortaderas, florecidas en rosadas flechas,

se bordan en los alambrados.

 

Avanzamos. El filo de la ruta

recorta la sequía.

Cadáveres de perros bordean la banquina:

no pudieron tolerar la vejez en soledad,

buscaron en las ruedas la paz.

Una iglesia de campo muere en la llanura, vacía:

quizás en ella no vivan

ni las reliquias del ara.

Y el acero de la ruta ya brama

sobre el ruido del motor.

 

Pero confiamos en que el sacrificio

pronto vendrá a salvarnos de ese arpón:

las nubes lejanas de la Cordillera,

como negativos revelándose,

irán cobrando su forma perenne,

esa dentadura de filos relucientes

gritándole a Dios.

Sí: sus ríos

serán deshielo de alivio.

Sí. Pronto vendrá la Cordillera

a interponerse ante la ruta,

y será lanceada de infinito.

 

 

 

Formas del viento

Por la avenida del otoño,

la tormenta saquea los paraísos.

Pero una pareja se besa abrigada de frío.

 

A diez mil kilómetros es primavera,

y una niña baila en la pradera

arrancando los panaderos en fruto.

Al soplar sobre ellos,

se disgregan

en estrellas diurnas sobre el campo.

 

Y aquí en Buenos Aires ya es de noche.

Y yo acabo de oír

en el pecho,

como entre remolinos de arena,

mi última borrasca.

Olvido de muerte

Ayer, a la siesta,

los árboles se deshojaban calmos,

y un ventarrón de polvo sacudió

la persiana del patio.

Y me acordé de vos,

y otra vez quise pasar

a compartir unos mates:

me rehusaba a registrar tu partida,

y ya duele tanto la rebelión en la memoria.

 

Perdoname: fue apenas la costumbre,

ese error frágil por segundos.

Ahí nomás, por entre la rendija de la puerta

volvió el viento, el puñal

de esta realidad de sombra.

 

 

*Santiago Maqueda nació en la provincia de San Luis en 1986. Es abogado, profesor de Derecho y poeta. Desde hace dos años es miembro del Taller de Corte y Corrección. En buena medida, escribe porque ama la música, tanto popular como clásica. También para conocer y no olvidar las luces y sombras que lo rodean. Escribió el poemario inédito Silencio. Y truena un segundo silencio (2019).

Indemne y luminosa: otra batalla ganada

Por Jorgelina Etze *

 

No he viajado mucho. Pero tuve la suerte de haber visitado Notre Dame, y la Gracia de haber percibido el poder sagrado de ese lugar.

En mi único viaje a Europa visité varias basílicas y catedrales. Estuve en la Sagrada Familia, que es impactante. Estuve en San Marcos, que es sagrada y decadente al mismo tiempo. Estuve en San Pedro, que es monumental. Pero en ninguno de estos templos tuve la sensación que sí tuve en Notre Dame.

Notre Dame no es, no era, tan monumental como San Pedro ni tan extraña como La Sagrada Familia. No sé, no recuerdo, si es tan antigua como San Marcos, pero ─y esto desde mi total subjetividad─ es, era, la catedral más bella.

Y la belleza no solo se percibía en su estética, en sus obras de arte, en sus deslumbrantes rosetones (una de las cosas más hermosas que he visto en mi vida). La belleza de Notre Dame, en mi caso, está anclada en lo que sentí al entrar, y no solo en su magnífica arquitectura.
En Notre Dame yo sentí paz. Una paz que no percibí en ningún otro lugar. Porque es verdad que el templo estaba lleno de turistas, pero había silencio. Recogimiento. Era un lugar turístico, sí. Pero, sobre todo, yo percibí ─y es en el único lugar donde lo hice─, toda la potencia de un lugar Sagrado.

Cuando los aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas, se me encogió el corazón al ver a las personas saltando por las ventanas de las torres. Pero cuando ayer, Lunes Santo, vi caer la cruz en las fauces de ese fuego, sentí que todo lo trascendente, todo lo poderoso, todo lo sobrenatural que tiene mi Fe, se ponía en juego.

En esa imagen y en otra que vi después, en la que se veía a Notre Dame como una enorme pileta de fuego, tuve la sensación de que el Infierno se estaba mostrando dentro de la Iglesia. Y no lo digo en términos metafóricos.

En ese momento los medios decían que no podían garantizar que Notre Dame se salvara. Decían, sí, que estaba –casi– perdida. Y yo pensaba en la belleza consumida por el fuego. En la cultura, claro. Pero también, y sobre todo, en la otra belleza. Esa que había sentido en mi corazón y que no puedo transmitir en palabras.

Y entonces vi a los fieles reunirse y rezar. Los vi pedir por Notre Dame. Y se me ocurrió que, tal vez, no solo yo había sentido esa belleza. Y claro que no la sentí solo yo, es soberbio de mi parte pensarlo.

Y entonces, al ratito, dijeron que podían salvar la estructura. Y lograron preservar al Santísimo.

Se había ganado una batalla: no tuve dudas. 

Y la oración de los fieles había hecho su trabajo.

Yo soy una persona creyente. Soy católica. Pero no suelo escribir en Facebook al respecto. Facebook es un lugar frívolo, un lugar para hablar pavadas, hacer humor, compartir cosas más bien intrascendentes. Sobre todo porque, cuando se expone lo trascendente, suele generar reacciones exageradas. El fanatismo, el odio y el maniqueísmo han hallado en Facebook un terreno fértil para crecer y reproducirse. Y yo no quiero exponer mi religión a ese escarnio. Y, como soy cobarde, tampoco quiero exponerme yo.

Pero hoy, al ver la imagen de la Cruz intacta elevándose sobre los escombros, sentí que no podía callarme. Que si en Semana Santa ocurrió lo que ocurrió, y la Cruz siguió en pie, mi obligación era decir algo.

No soy tan inteligente ni tan importante como para decir algo trascendente. Tampoco tengo una formación teológica que me permita hacer un análisis de lo que pasó.
Soy, simplemente, una piba que perdió a su mamá hace dos meses, justo hoy, y que únicamente puede seguir adelante gracias a la esperanza de la Resurrección que Cristo nos regaló en la Pascua que celebraremos este Domingo.

Sólo soy una católica que está conmovida, no sabe muy bien por qué. Que vio una Cruz derrumbarse al fuego y salir indemne y luminosa entre las cenizas.

No hay mayor mensaje que ese. Ni mayor esperanza.

 

 

 

 * Jorgelina Etze  nació en Lomas de Zamora en 1974. Forma parte de La Abadía de Carfax, círculo de escritores de horror y fantasía coordinado por Marcelo di Marco.

Algunos de sus cuentos han sido publicados en los sitios Breves no tan Breves, Químicamente impuro, Ficciones argentinas, en las revistas Axxón y Seguros, y en el diario Perfil.

Obtuvo el Segundo Premio en el Concurso literario Organizado por AAPAS en 2009 con el cuento “El Pago”, y el Primer Premio en el mismo concurso del año 2016 con “Café solo”. Fue finalista por el voto del público en el 7º certamen de Narrativa Breve organizado por Canal Literatura con el relato “Mensajes”; también resultó finalista en el concurso de Editorial Ruinas Circulares 2009 con el cuento “Epílogo y prólogo de una noche de insomnio”, y en el organizado por Editorial Nuevo Ser 2010 con “Epidemia”.  Su cuento “Paria” obtuvo la Primera Mención de Honor en el 9º Certamen Internacional de Narrativa “Leopoldo Lugones” organizado por la Biblioteca Popular y Centro Cultural El Talar, auspiciado por la Secretaría de Cultura de la Nación. En 2015, Cosas de chicos fue finalista del III Concurso de Novela de Ediciones Altazor, en Perú.

En 2013 publicó su primer libro de cuentos, No hay una sola forma de morir (Buenos Aires, Paso Borgo), y en 2016 Editorial Altazor publicó en Perú su novela Cosas de chicos.

Ha participado de las antologías Cuentos con todo (Buenos Aires, La letra Eme, 2013) y Cuentos de la Abadía de Carfax IV (Buenos Aires, Paso Borgo, 2015), y del homenaje narrativo a Soda Stéreo, Gracias totales (Lima, Altazor, 2017).

 

 

 

 

 

Sobre el sentido de la libertad: algunas reflexiones en torno al último primer día de clases.

Por Damián Martín *

 

Eran las tres de la mañana, aunque yo aún no lo sabía. No lo sabía porque estaba durmiendo. Era la madrugada del lunes que marcaría el inicio de un nuevo ciclo lectivo. Yo dormía. Profundamente. Fue entonces cuando me sobresalté. Comencé a percibir los sonidos de algo así como un levantamiento armado o de una corrida policial. O eso intuí. Pero no. Cuando por fin logré salir de la cama, pude ver que se trataba de una cosa muy diferente: eran los festejos del último primer día de clases (UPDC).

Hace ya algunos años que los estudiantes argentinos próximos a egresar de la escuela secundaria celebran el UPDC. Dicho festejo tuvo su origen, según mis propios cálculos, aproximadamente en 2013. En un primer momento consistió en una réplica espontánea –surgida en el contexto de las redes sociales– del último día de clases. En un comienzo, se limitaba al ámbito escolar. Luego pasó a ser una actividad extramuros. Hasta que dos o tres años después mutó en una gran concentración estudiantil intercolegial, generalmente en algún espacio público de la zona. Hoy, el UPDC ha evolucionado: se ha convertido en una procesión nocturna en la que desaforados adolescentes hacen gala de su deshinibición.

Cuando desperté por el ruido de las cornetas y los bombos, mi primera reacción fue obviamente el asombro. ¿Qué los movía a deambular por la calle a las tres de la mañana?

Como era de esperar, no volví a dormirme. Eran ya las cuatro de la mañana y debía levantarme en dos horas. Pero no podía conciliar el sueño. Así que me dispuse a pasar el tiempo reflexionando sobre aquello que impulsaba a esos adolescentes. Y pronto concluí en que el motor no era otro que la idea de libertad.

¿Por qué la sociedad contemporánea parece estar obsesionada con la libertad?

Desde chicos se nos dice que la libertad es el valor supremo, que es la llave que nos abrirá las puertas a todo lo demás. “No se puede gozar de ningún derecho si antes no se es libre”, nos dice el maestro, y así la libertad viene a ser una condición y no una meta. Pero esta idea también nos la inculcan los medios de comunicación, los políticos y las marcas. Al parecer, hoy todo el mundo ha devenido en predicador de la libertad. Lo cual, inevitablemente, me hace desconfiar. ¿Qué intenciones diabólicas esconderán detrás de esto?

En primer lugar, creo que la clave del asunto tal vez pueda encontrarse en la naturaleza misma de la acepción del concepto “libertad”. El secreto, precisamente, está en que en la actualidad no existe una definición en cuanto a lo que en esencia consiste la libertad. Y es que esta modernidad reciclada en la que vivimos no acepta las definiciones. Definir es el gran pecado postmoderno.[1] Porque la acción de definir obliga a encasillar, a discriminar, es decir a distinguir, seleccionar y separar las cosas. Y al afirmar que algo es verdadero entonces nada más puede serlo. ¿Cuál es el problema en todo esto? Que la posmodernidad no admite la idea de verdad.

¿Y que es la libertad, entonces? Libertad es para el mundo actual un estado, una condición en la cual el individuo se desenvuelve sin definición alguna. Sin parámetro alguno. Sin límites ni restricciones. Porque recordémoslo: limitar es definir. La metáfora es la del pez en el agua. El individuo contemporáneo puede, al igual que el pez, moverse en cualquier dirección, hacia cualquier parte. Hacia todos lados, y hacia ninguno en particular. Pero, ¿qué valor puede tener una libertad vacía, carente de sentido, que conduce hacia la nada?

Resulta interesante que sea precisamente la adolescencia la etapa de la vida sobre la cual el capitalismo del siglo XXI pone todo su interés. Como etapa de la vida, la adolescencia se caracteriza por ser un momento de iniciación, de pasaje. El adolescente se encuentra dividido, en una etapa intermedia entre la niñez y la adultez, pues no es ni lo uno ni lo otro. ¿Es casual entonces que se idealice la etapa de la vida cuyo signo es la indefinición?

La adolescencia como etapa idealizada de la vida y la libertad como estado de permanente indefinición son dos de los valores que rigen nuestro mundo. Pero, ¿es posible vivir, y pretender vivir bien –como decía Aristóteles–, girando en torno a estos dos valores? (Cuán injusta resulta la coronación de la juventud como modelo de vida, ya que como tal no es alcanzable, pues el hombre está sujeto a la temporalidad).

Remitámonos al momento fundacional, al primer acto humano en el cual se haya puesto en juego la libertad del hombre. Pensemos en el relato de Adán y Eva. Dios pone en el paraíso un árbol y les prohibe comer de su fruto. De aquella prohibición nació la libertad humana, porque por medio de ella le fue posible al hombre decidir por vez primera.

Para que exista la posibilidad de tomar una decisión, es necesario que se presenten por lo menos dos opciones. Antes del árbol y de la prohibición divina, no existía ninguna opción. Sin árbol y sin fruto no se puede elegir entre comer y no comer. Pero, ¿en dónde habita la libertad? ¿En la posibilidad infinita de decidir entre diversas opciones o, por el contrario, en el acto mismo de decidir?

Lo primero es la libertad como potencia. Al igual que la semilla que aún no es árbol, pero puede llegar a serlo. Sin embargo, si la semilla no se convierte en árbol, pierde su razón de ser. Lo mismo ocurre con la libertad.

Sólo somos libres cuando decidimos, y al hacerlo nos convertirnos en soberanos de nuestras vidas. Para ello es necesario ser concientes y aceptar hasta las últimas consecuencias la responsabilidad que esas decisiones conllevan. Quien pretenda permanecer potencialmente libre por siempre, solo conseguirá dilatar la indefinición, pues ignora que únicamente quien “se la juega” es en verdad libre.

 

Concluyo mi reflexión, y mi mente vuelve a posarse sobre los adolescentes que me desvelaron. Acaso no imaginan lo que el mundo post-escuela les ofrece.

Aún los veo corriendo, saltando, celebrando su libertad sin preocupaciones. ¿Sabrán hacia donde van? Tal vez nosotros tampoco.

 

[1] De manera implícita, puede deducirse esta tesis a partir del libro El género en disputa, obra capital de la teórica feminista Judith Butler.

 

* Damián Martín (1988) es profesor de Historia por el Instituto Superior del Profesorado Dr. Joaquín V. González. Actualmente estudia la carrera de Edición en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Es alumno regular del Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco.

 

 

 

Cómo convertirnos en mejores espectadores de adaptaciones

Por Florencia di Marco *

¿A quién no le ha pasado alguna vez? Vas al cine a disfrutar de una película inspirada en una novela. Y personalmente la estás disfrutando. Pero entonces caés en la cuenta de que se te ocurrió ir con ese amigo. Sí, ese cuyo mayor deleite durante dos horas consistirá en denunciar en voz alta cada ínfima diferencia entre el film y el libro. Es una lástima: ese amigo se estará perdiendo la magia de lo audiovisual. Y todo por culpa de la tan difundida farsa de que una película nunca es mejor que la novela en que se inspira.

Algunas consideraciones sobre la trasposición entre un lenguaje artístico y otro ayudarán a derribar dicha patraña. Además, a todo lector y cinéfilo que se precie le conviene revisar estos puntos.

En primer lugar, he dicho “trasposición entre un lenguaje artístico y otro”. Eso implica que sí, el cine es un arte. Y una brillante película puede considerarse una obra de arte. Hoy parecería que no hace falta aclararlo. Pero lo menciono por las dudas: vivimos en un mundo que constantemente menosprecia el verdadero arte, mientras endiosa en los museos a la primera pila de basura con la que tropieza. Para comprobar el estatus artístico del cine, bastará, por ejemplo, con disfrutar de alguno de los videos de ZEPFilms en los que Nicolás Amelio Ortiz explica cómo determinadas películas de determinados directores se han convertido en obras maestras de la iluminación, el montaje, el guion. Mi favorito es este.

Una vez aclarado que el cine es un arte, aparece una cuestión fundamental en el tema de las adaptaciones: el criterio de fidelidad / infidelidad para juzgarlas. Se reduce a creer, como aquel amigo de mi introducción, que si la película no es exactamente igual al libro, necesariamente es pésima. Muchas veces este no es un criterio válido, sino un cómodo cliché para quien juzga sin conocimiento del lenguaje fílmico. En otras palabras: nunca comprenderemos si una traducción del Quijote al inglés es buena o no, si no conocemos al menos algo del castellano del Siglo de Oro y algo de inglés. Lo mismo pasa con las adaptaciones: para entender la trasposición de un lenguaje artístico a otro, necesitamos entender bien los códigos que maneja cada uno de ellos. Cuanto mejor se los conozca, más profundo y fructífero será nuestro análisis.

Otro punto a considerar es la libertad del artista. El director crea una obra autónoma. Merece que sea considerada como tal, con sus propias virtudes y desaciertos. Adaptar un libro a otro lenguaje necesariamente implica reescribirlo desde los códigos propios de ese lenguaje. Lo importante es que la tarea se encare desde una delicada combinación entre humildad y grandeza. Humildad para saber que —sobre todo si se está adaptando un excelente libro— se camina sobre hombros de gigantes. Grandeza para animarse a recorrer un camino nuevo. Sólo así el cineasta logrará darnos en su obra aquello que como espectadores sí podemos pedirle a una adaptación.

¿Y qué es eso que podemos —e incluso debemos— pedirle a una adaptación? Que comprenda y conserve, en el fondo, y más allá de los cambios —necesarios siempre, y a veces geniales— el espíritu propio de la obra original. Sobre esto fallan muchas versiones modernas de los clásicos. Por ejemplo, Troya (Wolfang Petersen, 2004) barre con desprecio las intervenciones de los dioses, vitales en la Ilíada de Homero. A mi entender, cuando una adaptación no le atina al corazón de la obra original, es porque el autor ha decidido imponerles a los maltratados personajes su propia visión del mundo. O incluso su “propio” criterio políticamente correcto. (Apuesto a que muchos amantes del animé y el manga quisieran tirarles este párrafo por la cabeza a ciertos muchachos de Netflix…) 

Otros directores y guionistas, en cambio, dan en la tecla. La maravillosa Matilda de Danny DeVito (1996) saca a relucir el humor, la intensidad, los personajes bien construidos y la profundidad de la novela homónima de Roald Dahl. La película Una serie de eventos desafortunados, con Jim Carrey (Brad Silberling, 2004), combina en poco más de una hora y media los tres primeros libros de la saga de Lemony Snicket (Un mal principio, La habitación de los reptiles y El ventanal). Pero consigue reflejar de manera brillante todos los matices del villano y la lucha solitaria de los niños protagonistas, en un mundo en el que los adultos son o malvados o estúpidos. En estos últimos dos ejemplos se nota bien que hay muchos cambios argumentales, pero el espíritu permanece. 

¿Qué sucede con la adaptación de libros a otros lenguajes artísticos, aparte del cine? Hagamos un breve paseo por las adaptaciones musicales. No debemos olvidar que antes del cine —y mucho antes de Netflix—, estaba la ópera. Y en la ópera, la onda solía ser tomar grandes obras de teatro, o novelas best-sellers, y transformarlas en un libreto y una partitura. Tal vez, al tratarse de obras no contemporáneas, nos resulta más sencillo aceptar los cambios entre la obra original y el libreto. Pero hay óperas que resultan buenos ejemplos para reflexionar sobre cómo la genialidad y la autonomía del compositor y el libretista lograron llevar a algunos personajes mucho más allá de las obras en las que nacieron. Apuesto a que ni un uno por ciento de los que escuchamos hablar de Fígaro hemos leído las obra de Pierre-Agustín de Beaumarchais en la que se basaron tanto Rossini (El barbero de Sevilla) como Mozart (Las bodas de Fígaro). Sin embargo, Fígaro para nosotros ya es la creación de Rossini y su libretista. Fígaro para nosotros es directamente una melodía, que hemos oído hasta interpretada por Tom y Jerry.


La bohème es otro ejemplo: varios años tardaron los libretistas Giacosa e Illica en seleccionar, de entre los múltiples personajes de Escenas de la vida bohemia (Henri Murger), a Rodolfo como personaje principal. Y en la novela él tenía muchas amantes. Pero la ópera necesitó elegir a una sola mujer, Mimi, para convertir las andanzas de aquel pobre poeta en una historia de amor completamente inmortal. Por cierto, el director Robert Dornhelm se animó a dar un paso más en el camino de la adaptación, y filmó La Bohème (2004), película de la ópera. Allí se destacan las actuaciones de esa icónica pareja escénica que supieron formar la soprano Anna Netrebko y el tenor Rolando Villazón. Pero, además, el cineasta nos regala una obra nueva, en la que el color, la luz y los movimientos de cámara están al servicio del drama.

Apenas arranca la novela La dama de las camelias (Alejandro Dumas hijo), ya sabemos que Margarita murió. Pero el genio de Verdi transforma esa muerte en el emocionante final de su obra La traviata. ¿Como se las ingenió para que eso resultara conmovedor incluso para un público que ya había leído la novela y conocía perfectamente el desenlace? Creando un juego de esperanza y desilusión a través de la música.
En todos estos casos se ve cómo el paso a otro lenguaje, con otras posibilidades expresivas, llevó a algunos personajes a su más acabada realización. ¿Por qué no pensar ciertas películas desde ese mismo lugar? No he leído las novelas de Mario Puzzo, pero se me ocurre que seguramente Michael Corleone necesitaba encontrarse con Al Pacino. Y Vito, con Brando.

Les dejo dos ideas fundamentales para concluir:

1.- El maravilloso mundo de las adaptaciones nos ofrece inmensas posibilidades, tanto a los artistas como a su público. Es necesario apreciar y valorar y disfrutar de esa libertad.

2.- Si realmente queremos ser lectores, espectadores y oyentes cada día más capaces, debemos dejar de lado el falso criterio de fidelidad/infidelidad. Debemos tomarnos el trabajo de encontrar el alma de cada libro, para compararla con la adaptación. El mejor camino será animarnos a profundizar en nuestros conocimientos de los distintos lenguajes artísticos.

 

 

 *Florencia di Marco (Buenos Aires, 1990) es profesora en Letras por la UCA, y está preparando su tesis de licenciatura sobre Amadís de Gaula. Actualmente procura contagiar su amor por la literatura en colegios secundarios. Aprovechando que solía vivir en la sede del TCyC, disfrutó de cuatro años de taller. Su obra de teatro Tierra, flores y sangre mereció en 2008 una mención del Instituto Nacional Sanmartiniano. Y Alguna joyita fue representada en 2011 en la UCA, y en 2013 en el Espacio cultural Carlos Gardel, con gran éxito. Es autora del blog de poesía L’ anima ho milionaria. Su pasión por la música y su escritura de poemas desmbocaron en la composición de varias canciones, que viene puliendo gozosamente hace un año en Cítrica Estudio.

Manual para convertirse en un escritor independiente: entrevista a Graciela Amalfi

Graciela “Boticaria” Amalfi es autora de varios libros con historias atrapantes y hermosas ilustraciones, que les gustan tanto a los chicos como a los grandes. Y no sólo los escribe: también gestiona –y muy exitosamente– todos los detalles del proceso de la publicación, incluyendo la distribución y la difusión de su buena literatura. En esta entrevista realizada por Luis Lezama Bárcenas, nuestro Secretario de Redacción, Graciela nos cuenta sus secretos.

 

Qué decís si empezamos por el nombre que aparece en tus libros: Graciela “Boticaria” Amalfi. Yo sé que sos farmacéutica, pero me inclino a creer que no sólo es eso, que no puede ser tan simple como eso. ¿Cómo funciona para vos lo de “Boticaria”?

Diría que La Boticaria, con su sombrero, me transforma un poco en un personaje que me hace desinhibirme y deja atrás a la farmacéutica de todos los días, o mejor, de toda la vida.

En todas mis apariciones en público –ferias, presentaciones de mis libros, entrevistas, y demás– nunca olvido mi sombrero gardeliano.  Sin mi sombrero, paso a ser sólo Graciela Amalfi, con el sombrero soy además la Boticaria. Ese seudónimo le gusta a la gente, por eso lo sigo usando: mi página de la red social Facebook se llama: Boticaria Club de Cuentos. Mi blog: boticaria-graciela.blogspot.com. Graciela Amalfi y la Boticaria nacen juntas en el mundo literario.

 

Graciela, me gustó mucho esa dedicatoria que ponés en Las madrugadas de Agustín. Dice: “A esos inevitables amores de la escuela primaria”. ¿Nos podrías contar cómo surgió esa dedicatoria?

En realidad, con mi editor (Matías Reck, de Milena Caserola) habíamos escrito aquellos inolvidables amores…, por error tipeamos «inevitables». En ese momento le dije a Matías: me gusta más así.

Porque son verdaderamente inevitables los amores de la escuela primaria. Se podrán olvidar, pero no creo que evitar. ¿Quién no estuvo tremendamente enamorado en la escuela, como nos relata Agustín al escribir su diario personal?

Mis amores de la escuela primaria, claro que no los olvido: los recuerdo con una sonrisa. Son amores sanos, inocentes. De hecho, me identifico con la abuela de Agustín, que juega un papel importante en la vida del preadolescente (aunque yo tuve más de dos amores en esos siete años, ¡ja, ja!).

Me pareció que la dedicatoria ampliaba el público al que va dirigida la novela. Muchos adultos me dijeron que disfrutaron de su lectura porque los llevó a recordar lindos momentos de esa época.

¿Qué más nos podés contar de Las madrugadas de Agustín

Las madrugadas de Agustín es una obra que no deja de sorprenderme. En Argentina, los preadolescentes que la leyeron me buscan en las ferias (ellos o sus padres), porque quieren otra historia parecida. Se sienten muy identificados. Fue mi primera experiencia de escritura para esa edad: 9 a 13 años, y la verdad es que tuve y tengo una devolución gratificante por parte de los lectores.

Esta historia también la publica una editorial de Bogotá (Enlace editorial). Se elije como material de lectura para los alumnos de innumerables colegios de ese país: recibo muchos mails y comentarios de alumnos colombianos en mi blog.

Me pasó también en Argentina. Una maestra de una escuela pública de Haedo (Provincia de Buenos Aires) lo adoptó como libro para sus sesenta alumnos. Me contó que la Directora no podía creer al ver que los chicos, en lugar de estar jugando en el recreo, leían la historia de Agustín.

Agustín es un personaje ingenuo, inocente, impulsivo, de corazón grande. Como verás, es uno de mis personajes preferidos. Disfruté mucho el escribir esta historia.

En realidad, disfruto al meterme en un montón de lugares a los que ellos (los personajes) me van llevando. Y me dejo llevar…

¿Cuándo y cómo empezaste a escribir?

Desde que aprendí a escribir, escribía historias. A los 6, 7, 8 años me inventaba charlas entre las flores y los animales, y las escribía.

Como siempre me gustó la radio, un poco de más grande, me inventaba guiones de programas radiales.

Cuando estaba en la facultad escribía cuentos, bueno eso era lo que yo pensaba, que eran cuentos. Terminé mi carrera universitaria, siempre con esa cuenta pendiente de ir a algún taller literario. Pasaron muchos años hasta que me organicé para comenzar.

Al principio, participé con otros autores en muchas antologías de impresión autogestiva.

Pasé por varios coordinadores de talleres literarios (no más de seis meses en cada uno). De cada coordinador aprendí varias cosas, pero en 2014 llegué al TCyC coordinado por mi maestro Marcelo di Marco. Los seis meses se fueron sumando: del TCyC no me voy nunca, ¡ja, ja!

 

Uno de mis autores favoritos, Roald Dahl, era sumamente criticado por muchos escritores; pero, sobre todo, por los padres de sus lectores (los niños), a quienes no les gustaba nada la forma en que Dahl hablaba de los adultos en sus libros. ¿Pensás vos, que al escribir para niños, te estás —por decirlo así— poniendo del lado de los niños y en contra del mundo adulto?

Comparto con vos la admiración por Roald Dahl.

No, no creo ponerme en contra de los adultos. A propósito, mi objetivo en la escritura infanto-juvenil es que la familia se reúna a leer mis historias. Que los reúna y los una, que las compartan, las debatan y se lleven una enseñanza de cada uno de los cuentos. Por ejemplo, en cuentos como «Renzo, el perro mochilero» o «La sopa mágica de piedra», hay un valor en cada uno: respeto y solidaridad, respectivamente. En estos libros, elaboré actividades para que los niños puedan realizar en forma escrita u oral con los adultos (familia, maestras).

 

¿Escribís para otro público? ¿Qué diferencia ves entre escribir para niños y para adultos?

Mis primeros cuentos y novelas los escribí pensando en el público adulto. Pero, me sorprendí cuando en Colombia publicaron estos libros para trabajar con los estudiantes de 10 a 13 años.

También leí algunos de estos cuentos en sexto y séptimo grado de las escuelas de Argentina. Me refiero a Des palabras armando, Kumiko, Amaneceres y Baúl de cuentos de la abuela.

A nivel literario no hay diferencias: hay que conocer las herramientas que nos enseña en su taller el maestro Marcelo di Marco. Son las mismas para la escritura infantil que para la de adultos.

Los personajes te van llevando a recorrer sus mundos, entonces no importa a la hora de escribir para qué edad sea. El narrador puede tener siete años (Las aventuras de Cata y su abuela Lili), doce años (Las madrugadas de Agustín) o ser un adulto (Kumiko): escribo con las mismas técnicas y compromiso. Esa es mi experiencia, lo que me pasa a mí.

Sí, habrá diferencia al pensar en la edición del libro: tipografía, ilustraciones, tapa. Pero ese no es un tema solamente mío, sino que lo comparto con el editor. Cuido la estética de mis libros, tanto los que están dirigidos al lector infanto-juvenil como al lector adulto.

 

Veo que te la pasás mucho en ferias, ¿dónde disfrutás más, con tus lectores o escribiendo?

Las ferias no tendrían razón de ser sin las historias que escribo. Escribir es lo que me apasiona. No me imagino mi vida sin escribir, sin pensar en mis personajes.

A propósito de las ferias,  escribí el boceto de varios cuentos en algunas ferias. Si son al aire libre, me sirven para observar la naturaleza, y también el comportamiento de la gente que circula por ahí. Siempre estoy a la pesca de conversaciones, gestos, apariencia física del público: ellos pueden ser personajes de mis relatos.

Las ferias también hacen que me relacione con mis compañeros feriantes, algunos de los cuales me cuentan su historia de vida, y hay muchas que son apasionantes.

El intercambio con los lectores me llena el alma; soy receptiva a sus comentarios, y por qué negarlo, también alimenta mi ego.

Salgo a mostrar lo que hago porque siento que es un granito de arena para cultivar la lectura, es por ese motivo que me encanta cuando son niños o adolescentes los que eligen mis libros.

 

¿Cuál pensás vos, desde tu experiencia, que es la mejor forma de tratar con los niños? Me imagino que más de alguna vez has leído para ellos. ¿Qué sorpresa te has llevado?

Con los niños hay que ser muy genuinos. Mi experiencia me dice que hay que saber escucharlos en medio del relato, dejarlos participar. Cuando leés o narras a niños ya sabés que ellos te pueden interrumpir: es parte del juego. Es como leerle un cuento a tus hijos antes de dormir. No se nos ocurría decirles que escuchen sin interrumpir. Ellos son parte de la historia y quieren ayudarte a armarla. Y que se involucren me da la pauta de que están atentos.

Los niños son muy sinceros, si tienen que decir algo lo van a hacer en el momento que se les ocurra. La diferencia con el público adulto es que por ahí los adultos están en silencio mientras leés, pero no están prestando atención. En la carita de los chicos notás si están interesados por la historia o no, son muy demostrativos.

Sé que hay algo que les interesa mucho a nuestros lectores, que es la autopublicación y autopromoción que te has dado y –es justo decirlo–, te ha funcionado de maravilla. Contanos de eso.

Con respecto a la autopublicación es algo que se dio a partir de conocer a editoriales independientes en la FLIA (Feria del libro independiente y autogestiva).

En mi caso particular, conocí Milena Caserola (Matías Reck) y con él autopubliqué mi primer libro a fines de 2010. Sigo editando e imprimiendo con MC. Matías me manda a imprimir la cantidad de libros que yo quiero, y cuando los voy vendiendo le digo que me imprima 12, 24, 36 ejemplares más.

En 2010 me animé sólo a 50 ejemplares de Des palabras armando. Era mi primer libro (lo presentamos en «La Libre», en San Telmo): vinieron muchos familiares y amigos a la presentación, así que a la semana ya le estaba pidiendo 50 más.

Con los otros títulos me animé a imprimir más cantidad en la primera tirada: 100, 200, 300, 400…, y de La sopa mágica de piedra hice una tirada de 500 ejemplares.

Desde que arranqué llevo casi 4000 libros impresos (ocho títulos).

 

¿Y la distribución, la publicidad…?

Participo en ferias (como dijimos antes), en centros culturales, y por supuesto, en las redes sociales. En 2017 vendí 512 libros (sumando de uno en uno), y en 2018 llegué a 605 ejemplares.

En Colombia venden alrededor de 2000 ejemplares por semestre, pero eso es otro tema, ya que no es autogestión propiamente dicha. Pero la editorial Enlace me permitió hacer que mi obra se conozca en Colombia y también en otros países (Perú y Ecuador). En 2019 tienen proyectado llegar a México.

La verdad es que ando con mi literatura por todos lados. Como ven que me muevo, me invitan a participar en distintas ciudades y eventos, y no sé decir que no.

No todo es color de rosa, y a veces sucede que vengo de algunas ferias (después de estar 8 o 10 horas) y no vendí mucho, pero sigo. Al final del año, la cuenta es positiva. Y logro mi objetivo: llegar a muchas bibliotecas de cientos de familias.

 

El mundo editorial es injusto casi por definición, pero yo creo que con los escritores de narrativa infantil es doblemente injusto. ¿Coincidís? ¿Alguna experiencia que puedas contarnos?

Creo que el mundo editorial marcha al compás del resto del mundo. Es un negocio, y sólo van a publicar aquello que les resulte rentable, aunque no sea lo que más les guste. Como en la televisión: hay mucha porquería, pero se muestra lo que el público consume.

Con respecto a mi experiencia… hummm… no sé si tengo tanta, siempre hice la mía.

¿Qué es lo más difícil de la autopublicación?

Si algún escritor quiere autopublicarse, sólo necesita el dinero para hacerlo. Es tan simple como eso. Depende de lo que proyecte cada uno con su obra. Si quiere que la obra circule, tendrá que moverse, andar, difundir. Esa es mi experiencia. Por ahí, un escritor se autopublica y vende 1000 ejemplares de una. No lo sé, a mí me cuesta vender literatura en este país. Es como que los libros pasaron a ser un objeto de lujo. Pero hay que seguir adelante. Hay mucha gente que disfruta de la lectura.

 

¿Estás en algún nuevo proyecto de escritura?

Sí, tengo un proyecto inimaginable dos años atrás. Mejor dicho, dos meses atrás. Por medio de mi maestro de escritura, Marcelo di Marco, logré que la editorial Barenhaus me propusiera editar, publicar y difundir mi próxima obra. Marcelo me contactó con Barenhaus, hablamos, y a los pocos días firmamos el contrato.

Es una novela que se mete en lo sobrenatural, está dirigida al público juvenil, y también al adulto. Una novela que será parte de una saga. En mayo de este año estará en todas las librerías de Argentina.

Empecé a escribirla en noviembre de 2014 en el Taller de Corte y Corrección. Es bien «dimarquiana», ja, ja. Como te decía antes, si está supervisada por mi Maestro, la novela es una garantía de calidad. Estoy muy entusiasmada con la saga (idea de Marcelo), sé que a los lectores les va a gustar.

Ya les voy sugiriendo a los lectores que andan por acá que no se la pierdan.

Ese es mi gran proyecto para 2019, y espero seguir en 2020. 2021 y más.

Igualmente seguiré con la publicación de algunos cuentos infantiles en forma autogestiva, y con los títulos de siempre.

 

¿Dónde o cómo se pueden comprar tus libros?

Mis libros autopublicados se pueden adquirir enviándome un mail, o comunicándose por las redes:

Instagram: @gracielaamalfi

Facebook: Boticaria Club de Cuentos o Graciela Amalfi.

Pueden pasar por mi blog: www.boticaria-graciela.blogspot.com

Mail: gracielaamalfi@gmail.com

Pueden pasar por las ferias, a las que voy casi todos los fines de semana.

La novela que publicará Barenhaus estará disponible (a partir de mayo) en las cadenas Yenny y Cúspide de todo el país, y también en la editorial. Yo también voy a tener ejemplares para vender y entregarlos con una dedicatoria.

Gracias, Luis, por la entrevista.

Gracias a los lectores que andan por acá.

Gracias a vos, Graciela, por estas clarísimas respuestas.

 

«El álbum y la joven madre» —25 noches de insomnio #2, el nuevo libro de Marcelo di Marco

Nota escrita por Luis Lezama Bárcenas 

Hoy traemos dos cuentos que son uno. Pertenecen al segundo tomo de 25 noches de insomnio, la colección de cuentos fantásticos, de horror psicológico y sobrenatural escrita por Marcelo di Marco y editada por Editorial Bärenhaus en diciembre de 2018.

Recuerdo cuando Marcelo nos leyó este cuento en el taller. Recién salía el primer tomo de 25 noches de insomnio —“el de la calavera” como le decimos, haciendo alusión a la portada—. Lo primero que me sorprendió fue que Marcelo ya estuviera escribiendo el tomo dos cuando todavía ni se había presentado el uno. Como si ese primer libro no fuera a ser lo suficientemente bueno —y vaya que lo fue— para darse un respiro de un año y dedicarse, como un boxeador, a vivir de la gloria de esos veinticinco K.O. mientras el cinturón se empolvase. No, Marcelo ya estaba en otra. Y así nos prometió que el próximo libro estaría en menos de un año. “¿Quieren leer uno de los cuentos?” preguntó, con una sonrisa que decía: el horror es inminente. Y salió con nada menos que con esto que van a leer. Entonces me pregunté cómo se podían escribir tantos y tan buenos cuentos en menos de doce meses. Se lo iba a preguntar a Marcelo, pero no lo hice; porque me convencí a mí mismo de que era una pregunta que no valía la pena, y que correspondía más a la aritmética que a la literatura. Lo que nadie debe perderse son este y los restantes veinticuatro cuentos de 25 noches de insomnio #2.

Leerán primero el cuento en su última versión –la versión mejorada–, y así después podrán compararla con la primera: el making-off del cuento, que se encuentra en la Marginalia del libro, es sencillamente una breve y brillante lección de escritura.

 

El álbum y la joven madre

Por Marcelo di Marco*

Trataba de avanzar con el cuento “Cordero asado”, de Roald Dahl, pero no podía concentrarme en leer los planes de aquella embarazada que acababa de partirle el cráneo a su cruel marido. Porque me llamaba la atención esta otra madre. La había visto subir en Papagayos, mientras uno de los choferes la ayudaba cargándole el bolso. La chica ocupaba con su bebé dormido un asiento doble, a dos filas adelante de la mía, y desde mi asiento, ubicado sobre una especie de pedestal, podía ver cómo se entretenía con su smartphone pasando foto tras foto.

Me dije que no estaba bien espiar a la gente, y menos en una situación tan personal. ¿Qué me importaba a mí la vida de una extraña? Aunque… al ver las fotos que ibapasando a cada desplazamiento del pulgar me guardé mis escrúpulos. Al principio pensé que eran de su bebé, obviamente, porque en todas había un único tema: un bebé de días, en blanco y negro. Y después me di cuenta de que en las fotos —no eran fotos, comprobé aguzando la vista, sino típicos daguerrotipos del siglo XIX— aparecían personas de toda edad. También me di cuenta de otra cosa, que me puso piel de gallina: los daguerrotipos representaban escenas mortuorias, de la época en que los destrozados deudos trataban de inmortalizar en actitudes cotidianas a sus queridos familiares. Yo ya había visto en Google imágenes semejantes, y estas me parecieron mucho más tenebrosas al contrastarcon el verdor del paisaje serrano, hecho de pura luz.

Con la cortina de la ventanilla protegiéndome del sol, al rato me quedé dormido.

 

Me despertó una voz de hombre: el chofer anunciaba una parada de cinco minutos. Al abrir del todo los ojos, reconocí la terminal de Río IV.

Vi que la joven madre se bajaba del micro. Me acerqué a la ventanilla y descorrí discretamente la cortina.

La chica ya dejaba la estación. Nadie había ido a recibirla. El bebé, en sus brazos y de cara a mí, seguía absolutamente quieto.

 

 

El álbum y la joven madre (Marginalia) 

 

Bien dice Julio Cortázar en su jugosa conferencia “Algunos aspectos del cuento”: “A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema deba de ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana”.

Este relato tan elíptico ni siquiera partió de una “anécdota perfectamente trivial y cotidiana”, sino de una situación, una escena absolutamente intrascendente. Volviendo con Nomi desde el pueblo de Nono, en Córdoba, nuestro micro paró en algún rincón de San Luis. Y subió una madre con su hijo dormido, en brazos. Ya ubicada en el asiento―yo la tenía adelante, a un par de butacas―, la madre empezó a recorrer en el celu, pulgar mediante, su álbum de fotos; de fotos normales, entiéndase. Y se ve que rondaba en mi cabeza el tenebroso asunto de aquellas fotografías post mortem que están tupiendo la web ―escalofriantes para la sensibilidad de hoy, tan distinta a la del romanticismo que les dio origen―, porque el tema coaguló enseguida en mi ánimo. En medio del viaje, saqué de la mochila mi MacBook y escribí de un tirón el cuento. Por supuesto, después vino todo el proceso de consulta y consecuente corrección: había tantos indicios acerca de un “olor intenso”, y hedía tanto la pertinente descripción, que los pocos lectores a quienes se los di a oler anticipaban el final.

Si quieren comparar una versión con otra, acá les dejo entonces la primera, la apestosa, la que me salió de un saque entre los traqueteos del micro. Las diferencias conla inodora son muy notables, y ojalá que el experimento de contrastar las dos les sirva a los escritores noveles. Y también a quienes ya están tan avanzados ―tan consagrados― que dejan las cosas como les salieron en primera instancia.

 

El álbum y la joven madre (primera versión)

 

¿Desde cuándo ese olor intenso iba y venía por el interior del micro? No podía precisarlo, y tampoco podía acostumbrarme a él. No se trataba precisamente de un hedor, pero se le acercaba. De todas maneras, soy consciente de que tengo un olfato muy agudo, y es muy posible que yo fuese el único pasajero que lo advertía.

Trataba de seguir con la relectura de “Cordero asado”, uno de los deliciosos cuentos de Roald Dahl, pero me era imposible concentrarme en los planes de la embarazada que acababa de ejecutar a su cruel esposo. Tal vez el olor ya flotaba en el lugar —el pasaje de abajo del micro— desde que nos habíamos subido con mi mujer en el parador de la Chevallier, en Nono, unas tres horas antes. Y no se trataba de algún gas o cosa parecida: el olor era muy distinto al que podría provenir del baño, que teníamos ahí nomás aunque ocupásemos el asiento doble del fondo. Más me recordaba remotamente, aunque no era tan intenso, a las emanaciones que debimos soportar con Nomi un par de días antes, mientras bordeábamos a pie el camino que llevaba al Museo Rocsen, una de las atracciones de aquel pueblo serrano: arañando con sus raíces el asfalto de la ruta, el bosque impenetrable de los costados exhalaba como un monstruo enfermo los olores característicos de la muerte. Estoy seguro: de poder adentrarnos entre la fronda, pronto nos encontraríamos, de tramo en tramo, con cadáveres de cuises o de zorros. Ese era el olor, repito, aunque bastante sutil.

Y estaba por preguntarle a Nomi si ella también lo advertía, cuando me llamó la atención la joven madre que había visto subir al micro, con su bebé en brazos, en Papagayos, mientras uno de los choferes la ayudaba con el bolso. La chica ocupaba un asiento doble, a dos filas adelante de la nuestra —la reconocí por el pañuelo a lunares morados con que se cubría el pelo rubio—, y desde mi asiento, ubicado sobre una especie de pedestal, pude ver cómo se entretenía con su smartphone pasando fotos con el dedo. Entre los cabezales de los asientos se asomaba la blanquísima peladita del bebé dormido, que ella sostenía con el brazo libre.

Me dije que no estaba bien espiar a la gente, y menos en una situación tan íntima. ¿Qué me importaban a mí las fotos de una desconocida? Aunque… al ver las fotos que la madre iba pasando a cada desplazamiento del pulgar me guardé mis escrúpulos. Al principio pensé que las fotos eran de su bebé, obviamente, porque en todas había un único tema: un bebé de meses. Pero después me di cuenta de que en las fotos —no eran fotos, comprobé aguzando la vista, sino típicos daguerrotipos del siglo xix— no aparecía el mismo bebé. Y también me di cuenta de otra cosa, que me puso piel de gallina: los daguerrotipos representaban imagenes mortuorias, de cuando los destrozados padres trataban de soportar lo insoportable inmortalizando en actitudes cotidianas, con la tecnología de aquellos lejanos tiempos, a sus queridos angelitos. Yo ya había visto, en la pantalla de mi Mac, más de una de esas demenciales puestas en escena. Pero, en el presente contexto, aquellas imágenes tenebrosas me parecieron mucho más tenebrosas: una joven madre debía celebrar la vida, no la muerte.

Y el olor serrano persistía. Nadie más que yo parecía notarlo.

Nomi dormía con la cortina de la ventanilla protegiéndola del sol. ¿Para qué molestarla? Al rato, yo también me quedé dormido.

Me despertó una voz de hombre: uno de nuestros choferes anunciaba que haríamos una parada de cinco minutos.

Al abrir del todo los ojos, reconocí la terminal de Río IV.

Vi que la joven madre se bajaba del micro. Me acerqué a la ventanilla, por encima de Nomi, y descorrí discretamente la cortina.

La chica ya dejaba la estación. Nadie había ido a recibirla. El bebé, en sus brazos y de cara a mí, seguía muy quieto.

 

 

*Marcelo di Marco (Buenos Aires, 1957) es uno de los autores más representativos de su generación. Ha publicado seis libros de poesía, cinco de ensayo, y estos cuatro títulos de narrativa de horror psicológico y sobrenatural: El fantasma del Reich (relatos, 1995), Victoria entre las sombras (novela, 2011), La mayor astucia del demonio (relatos, 2016), y 25 noches de insomnio (relatos, 2017). En 2005 fundó La Abadía de Carfax, círculo de escritores de horror y fantasía. Amante del cine, la ópera, los gatos, los viajes y la literatura intensa, vive con su esposa, Nomi Pendzik, en una caserón de Palermo Viejo.

Las tres dificultades de la Navidad

Queridos amigos, lectores y seguidores de FIN y del Taller de Corte y Corrección: este año ha sido maravilloso para nuestra escudería y para nuestros proyectos editoriales. Muchas gracias por habernos acompañado.

Les deseamos un excelente 2019, y  les dejamos como regalo este texto que nos recuerda el verdadero sentido de la Navidad.

 

Por Pablo Grossi *

 

No es fácil vivir consciente y plenamente la noche de Navidad. Es una noche mágica, si es que entendemos cristianamente a la magia. Pero vivirla en todo su esplendor, vivirla en serio, demanda un esfuerzo de nuestra parte. Y ello es por tres motivos: en primer lugar, porque no es fácil asumir lo que hoy festejamos; en segundo lugar, porque vivimos en un mundo antinavideño; en tercer lugar, porque la Navidad exige renunciar a nosotros mismos.

Decimos que no es fácil asumir lo que hoy festejamos, porque el misterio de la Encarnación del Verbo es un desafío contra nuestra inteligencia. Decía el padre Leonardo Castellani: Cristo quiso nacer en la mayor pobreza, quiso hacernos ese obsequio a los pobres. La piedad cristiana se enternece sobre ese rasgo, y hace muy bien; pero ese rasgo no es lo esencial de ese misterio: no es el misterio. El misterio inconmensurable es que Dios haya nacido. Aunque haya nacido en el Palatino, en local de mármoles y cuna de seda, con la guardia pretoriana rindiendo honores y Augusto postrado ante Él, el misterio era el mismo. El Dios invisible e incorpóreo, que no cabe en el Universo, tomó cuerpo y alma de hombre, y apareció entre los hombres, lleno de gracia y de verdad; ése es el misterio de la Encarnación, la suma de todos los misterios de la Fe. Bueno es que los niños se enternezcan ante las pajas del pesebre, la mula y el buey…, y que los predicadores derramen lágrimas sobre la pobreza del Verbo Encarnado; pero los adultos han de hacerse capaces de la grandeza del misterio y han de espantarse no tanto de que Dios sea un niño pobre, sino simplemente de que sea un niño.

En segundo lugar, nuestros días son contrarios a la Navidad. La Encarnación fue la mayor intervención de Dios en la Historia. Tanto es así que, pese a siglos y siglos de embates al cristianismo, seguimos diviendo el tiempo en antes y en después de Cristo. Pero la cultura, las leyes, las modas, el lenguje, las normas –o sea, lo normal hoy– van decidida y sistemáticamente en contra de todo orden establecido por el Creador. La Navidad es suprema humildad, y hoy reina la soberbia. El non serviam original caló hasta el tuétano de una estructura social otrora católica. Vivir la Navidad exige postrarse ante el Niño Dios. Un acto tan sencillo, empero, implica darle la espalda al mundo y remar contra una corriente que quiere llevarse puesto todo. Reclama la valentía de decir “sí” a Dios, de decirle “Hágase en mí según tu Palabra”, según tu Verbo. La Navidad es valentía, y además, una alegría inmensa. Sin embargo, el mundo de hoy atenta contra la alegría: el mal se muestra enquistado en cada rincón. A nivel sociedad, nos han arrebatado casi todo lo que era cultura cristiana. Pero el origen, el fundamento de esa cultura es un hecho histórico sin el cual la cultura cristiana no tendría sentido. Es decir, la sociedad cristiana sin la Encarnación del Verbo no tendría sentido alguno. Dios hecho hombre es el motivo último de nuestra alegría y es, precisamente, lo único que no nos pueden arrebatar: pueden instalar modas funestas, pudrir las almas, cambiar los nombres, borrar los vestigios de nuestro origen cristiano. Pueden cerrar iglesias y matar cristianos. Pero lo que no pueden hacer es cambiar lo acontecido. Dios ya se encarnó, ya nació, ya habitó entre nosotros, ya murió para el perdón de los pecados y ya resucitó. En eso nos regocijamos todos los días, pero especialmente hoy.

En tercer lugar, vivir en serio la Natividad del Señor es vivir cristianamente. Es hacer presente ese hecho pasado en el interior de nuestro corazón, en la fibra más íntima de nuestro ser. Asumir que el Niño que ha nacido es el Mesías, el Señor, no es solo un acto de la inteligencia, sino que reclama una vida acorde. La Navidad es la plenitud del sí de María. Pero la plenitud no es la culminación. Porque hay un camino que va desde la Anunciación hasta el Portal de Belén. De allí, salta al Huerto de los Olivos. Y sigue en la tiniebla de cada estación del Vía Crucis. Y culmina, finalmente con el sepulcro vacío, en el Domingo de Gloria. Vivir la Navidad a fondo es renovar nuestro compromiso de una vida acorde a la revelación. Es difícil, porque nuestra naturaleza está herida por el pecado y nuestras pasiones están desordenadas. Menos mal que no nos toca a nosotros llevar a cabo la restauración de nosotros mismos. El grueso del trabajo lo hace este Niño. Nuestra tarea consiste en no entorpecer su acción en nuestra vida. En la actitud de los personajes del pesebre encontramos una receta para lograr esto: adorar y contemplar al Niño. Esa es la clave para dejarlo obrar en nosotros.

Recapitulando un poco: Navidad es una dificultad para la inteligencia por todo lo que implica el misterio de la Encarnación, es una dificultad por todo lo triste y lo gris del mundo de hoy, y es una dificultad porque exige una vida acorde, pero nuestra voluntad es débil. A la dificultad de la inteligencia, la suple la fe. A la dificultad por lo triste del mundo de hoy, la suple la esperanza. A la dificultad por nuestras pasiones desordenadas, la suple la caridad.

 Por eso, por la contemplación del misterio de la Encarnación, pedimos al Niño que la melodía de su voz acreciente en nuestros corazones la fe. Creemos, Niño, creemos en Ti. Creemos en tu naturaleza, divina y humana. Creemos en tu Madre, que nos manda a hacer todo lo que Tú nos dices. Creemos en tu pasión, tu muerte y tu resurrección. Creemos en tu Reino y en tu triunfo final. Creemos en tu Iglesia, en tu Padre y en el Santo Espíritu. Creemos. Pero te pedimos que aumentes nuestra fe.

Por la contemplación del Misterio de la Encarnación pedimos al Niño que su resplandor aumente en nostros la esperanza. Esperamos, oh Niño, que tu reinado social vuelva a levantarse. Que el mundo que hoy nos toca ver arda y se derrumbe. Y que sobre sus ruinas brote una nueva Cristiandad. Pero si ese espectáculo no está reservado para nuestros ojos, esperamos ver tu Gloria en la Otra Vida, donde reinarás eternamente junto al Padre y al Espíritu Santo. Esperamos, Niño Jesús, el reino que no tiene fin. Pero te pedimos que aumentes nuestra esperanza.

Por último, pequeño Niño de Belén, te pedimos que con una caricia de tu divina mano hagas crecer en nosotros el fuego de la caridad. Que nos esmeremos en ser cada vez mejores cristianos, por amor a ti. Que nos amemos cada vez más entre nosotros. Que la salvación de todas las almas nunca nos sea indiferente. Te amamos, Niño, y amamos al prójimo por amor a ti. Pero te pedimos que hagas crecer nuestro amor.

 

 * Pablo Grossi nació en Buenos Aires en 1986. Es maestro de nivel primario, catequista y profesor de filosofía. Se dedica a la docencia en escuela primaria, a la formación de docentes y está escribiendo su tesis de licenciatura. Desde muy chico se apasiona por los relatos de aventuras. Participa del TC&C desde 2012, escribiendo (y corrigiendo) cuentos. Disfruta mucho de la música y la gastronomía, con una amplia variedad de gustos en ambos campos. Su principal interés académico pasa por la apologética de la fe católica, la relación entre la ciencia y la fe, el pensamiento medieval y la educación.

Galería de espanto

Por Alejandro Baravalle*

Mi primera intención fue seleccionar, para esta nota, los que yo considero los mejores cuentos fantásticos. Pero no me animé. Disfruto del género desde chico, y creo que me hubiese dolido dejar muchos grandes relatos afuera.

Opté, entonces, por modificar mi criterio y así reducir el corpus. Me limitaré a recomendar cuentos sobrenaturales de terror, pero no necesariamente los mejores —aunque todos son buenísimos— sino los que han llegado a inquietarme más. Dicho de otro modo: no listaré necesariamente los más “literarios” o profundos, sino los más terroríficos.

Empecemos:

“El arte de echar las runas”, de M. R. James. Los asiduos al género conocerán la película basada en este relato. Me refiero a La noche del demonio (Night of the Demon, 1957)de Jack Tourneur, maestro del terror “atmosférico” y sutil, y director también de otras maravillas como La mujer Pantera(Cat People, 1942).

Si bien la adaptación de Tourneur sigue siendo excelente, salvo por algunos efectos especiales mal envejecidos, al cuento de James lo considero más aterrador. En pocas líneas, este maestro decimonónico del cuento de fantasmas nos somete a una tensión angustiante y creciente. “El arte de echar las runas”puede encontrarse —así lo encontré yo— en una también recomendable antología: Siete relatos góticos, del papel a la pantalla(España, Ediciones Jaguar, 2006, disponible en https://ddd.uab.cat/pub/llibres/2006/116808/sierelgot_a2006.pdf). Como sugiere su nombre, el volumen recopila algunos cuentos de terror que han sido adaptados al cine. Incluye comentarios que detallan y discuten las diferencias entre las versiones literarias y las cinematográficas.

http://elespejogotico.blogspot.com.ar/2009/03/el-maleficio-de-las-runas-mr-james.html

“La araña negra”, de Jeremías Gotthelf. Debido a su extensión, “La araña negra” podría considerarse una nouvelle. A esta escalofriante historia también la conocí por una antología (La araña negra y otros cuentos aracnofóbicos, editada por Terramar en 2005). Lo curioso es que el autor intentaba componer una alegoría que advirtiese a los cristianos sobre el peligro de la modernización de las costumbres. Lo extraordinario es que aquel esfuerzo devino en una narración estremecedora y vertiginosamente repulsiva. Las intenciones del autor, como bien decía Borges, importan muy poco en literatura.

Esta antología incluye otro cuento memorable, que me resisto a no mencionar en este listado, a modo de bonus track: “La araña”, de Ewers Hanns Heinz (todo indica que estos autores no se rompían la cabeza a la hora de poner títulos).

https://literaturaalemanaunlp.files.wordpress.com/2010/04/la-arana-negra.pdf

http://elespejogotico.blogspot.com.ar/2010/06/la-arana-hanns-heinz-ewers.html

(Hay un artículo de Claudia Cortalezzi que publicamos en FIN hace unos años, sobre las arañas en la literatura, que menciona el relato de Ewers: http://fin.elaleph.com/scriptorium/aranas-en-la-literatura.)

 

“La caída de la casa Usher”, de Edgar Allan Poe. Es Poe. Nada más que decir. http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/poe/la_caida_de_la_casa_usher.htm

 

“El blues de la sangre de cerdo”, de Clive Barker. Aunque por un margen muy escaso, este no es mi relato preferido del maestro Barker —ese puesto quizás se lo daría a “Jacqueline Ess: Últimas voluntades y testamento”—. Sí es el que más miedo me provocó. A los que desconocen el nombre de Barker, acaso los oriente saber que hablo del escritor de la novela en la que se basó Heillraiser, película que dirigió él mismo.

En manos de un escritor menos hábil, la premisa de “El blues de la sangre de cerdo” hubiese derrapado hacia el más absoluto de los ridículos. Pero, aunque se mueve en la cornisa de lo grotesco y lo absurdo, el autor nunca cae en el abismo de la comedia inintencionada.

Este cuento aparece en el primer tomo de Libros de Sangre, y es una joya. (Hay una nota de Matías Orta sobre Barker en FIN: http://www.elaleph.com/fin/2005/07/57-simplemente-sangre-la-literatu.html. )

“El hombre del traje negro”, de Stephen King. El tío Stephen, infaltable en este tipo de listas, nunca me pareció un cuentista excepcional. Aunque debo aceptar que, cuando la pega, la pega justo en el blanco. Este cuento es aterrador: una anécdota simple, pero escrita con la precisión, la eficacia y la capacidad hipnótica de un talentoso artesano del género. King vuelve a demostrar su brillante manejo del punto de vista infantil.

Cabe mencionar que con “El hombre del traje negro”el autor ganó el premio O’Henry, quizás el primer gran reconocimiento crítico de su carrera.

http://aax21.blogspot.com.ar/2010/04/el-hombre-del-traje-negro-por-stephen.html

“La aparición”, de Robert Aickman. Un cuento magistral narrado por un autor exquisito y sutil, en la línea de Henry James. Este relato da miedo. Créanme: da mucho miedo.

Está incluido en una antología titulada, precisamente, La aparición y otros cuentos, publicada por la editorial Edhasa en 2011. Por desgracia, no está en internet.

 

“El alquiler espectral”, de Henry James. También puede encontrarse como “El inquilino espectral/fantasma” (el original se titula The Ghostly Rental). James es un clásico, y su producción terrorífica abarca mucho más que la célebre Otra vuelta de tuerca. Este extenso relato quizá no pueda alardear de las sutilezas y matices de aquella obra, pero sí abunda en momentos inquietantes.

http://cursodearteyliteraturafantastica.blogspot.com.ar/2012/09/el-alquiler-espectral-henry-james.html

 

“El Wendigo”, de Algernon Blackwood. Un relato de esos que mantienen la tensión y juegan con “lo que no se ve”. Blackwood suele ser citado como una de las influencias de Lovecraft, aunque acaso se deba más a ciertas temáticas que al estilo. http://www.letrasperdidas.galeon.com/consagrados/c_blackwood03.htm

 

“El signo amarillo”, de Robert Chambers. Chambers también ha influido en Lovecraft con su colección de cuentos El Rey de amarillo. Sus relatos tratan acerca de un libro que destruye y enloquece a sus sucesivos poseedores. ¿Les suena?

Lovecraft aparte, este cuento de Chambers —que inicia la colección de El Rey...— es garantía de desasosiego.

http://elespejogotico.blogspot.com.ar/2009/09/el-signo-amarillo-rw-chambers.html

 

“En la noche de los tiempos”, de H. P. Lovecraft. No podía faltar el propio Lovecraft, claro. Este relato —más bien una nouvelle— es el que más me inquietó de los tantos que salieron de su pluma. https://horaahora.files.wordpress.com/…/h-p-lovecraft-en-la-noche-de-los-tiempos.pdf.

 

“La pata de mono”, de W. W. Jacobs. Un clásico que ya es parte de la cultura popular, a tal punto que ha sido parodiado en Los Simpsons.

“El caso Vicky”, de Marcelo di Marco. Aparte de panegíricos setentistas y eyaculaciones infértiles de vanguardistas póstumos, en nuestro país existe buena literatura. Existe, incluso, buena literatura de terror. Di Marco es uno de los maestros del género.

http://axxon.com.ar/rev/2013/01/el-caso-vicky-marcelo-di-marco/

 

“El río Estigia fluye corriente arriba”, de Dan Simmons. Este autor ha escrito sagas célebres de ciencia ficción y brillantes novelas “de miedo”. Tampoco desentona en el cuento breve. Este que les propongo hará que el helado río del título les fluya por dentro.

https://estoespurocuento.wordpress.com/2013/05/17/dan-simmons-el-rio-estigia-fluye-corriente-arriba-cuento/

 

“Euménides en el lavabo del cuarto piso”, de Orson Scott Card.Deliciosamente repugnante. http://www.cuentocuentos.net/cuento/1040/eumenides-en-el-lavabo-del-4o-piso.html

 

“La muñeca menor”, de Rosario Ferré. Breve, siniestro y efectivo. Antes de leerlo, recomiendo averiguar por Google qué demonios es una chágara —aunque, durante la lectura, lo adivinemos por contexto.

http://faculty.washington.edu/petersen/303/munecamenor.htm

 

 “La muñeca reina”, de Carlos Fuentes.

http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/fuentes/la_muneca_reina.htm

 

“La primera vez”, de David Kuehls. Mezcla terror, erotismo y ciencia ficción. El final es una trompada de Mike Tyson… con manopla.

https://laemboscadailustrada.wordpress.com/2009/10/27/la-primera-vez-por-david-kuehls/

 

“El ojo sin párpado”, de Philarète Chasles.Publicado en 1832. El autor se sirve del folklore de Escocia para construir un clima escalofriante.

http://elespejogotico.blogspot.com.ar/2009/12/el-ojo-sin-parpado-philarete-chasles.html

 

Decido parar acá. Sé que, apenas esta nota sea publicada, lamentaré no haber incluido tal o cual relato (ya estoy lamentándome por no haber listado ningún cuento de vampiros…). De todos modos, tengo la conciencia tranquila: me tomé mi tiempo para revisar mi biblioteca y mi frágil memoria, en busca de los cuentos más aterradores que leí.

Acuerde o no el lector con mi lista, lo indudable es que al escritor de terror hay que ayudarlo. Me refiero a que estos cuentos deben ser leídos en el más sugestivo de los ambientes. La única ventaja de leer en la computadora es que uno puede apagar todas las luces. Si llueve y estamos solos en casa, mejor. Si se oye un grito en la calle, mejor todavía. Y si, durante el clímax de una historia, sentimos el frío de una mano esquelética que nos acaban de apoyar sobre el hombro… Bueno, olvidemos esto último: mejor llegar vivo para el próximo cuento.

Según Oscar Wilde, lo más hiriente de las tragedias cotidianas es su falta de estilo, su absoluta vulgaridad estética. La selección de pesadillas que modestamente presento ha sido transcripta para nosotros por plumas calificadas. Sugiero su lectura al ciudadano harto de las cacofonías radiales, de los balbuceos televisivos, de los vómitos tipográficos de la prensa escrita, del incesante rumor imbécil al que llamamos “actualidad”.

Después de todo, nos merecemos un espanto más digno.

 

*A Alejandro Baravalle lo engendraron en Lanús, un domingo de 1981. Desde su niñez ha venerado los libros, con una negligente predilección por el terror fantástico que incluye también al cine. Ha publicado en revistas online, entre ellas la mítica Axxón. Un cuento suyo forma parte de Sangre Fría, antología editada por Pelos de Punta en marzo de 2016. En noviembre de ese mismo año, la editorial Letras Cascabeleras lanzó en España un libro con tres de sus cuentos: Utopía (y otros encierros oscuros). Es miembro de La Abadía de Carfax. Hace un tiempo, inspirado por su experiencia en el TCyC y la obra de Marcelo di Marco, comenzó su propio taller y lanzó su canal de Youtube: “El sur, taller literario”:

Canal: https://www.youtube.com/Elsurtallerliterarioyalgom%C3%A1s%20?sub_confirmation=1.
Facebook del taller (ideal para gente de zona sur): https://www.facebook.com/tallerliterariolanus/

 

Quién es quién en el TCyC

Hoy responde…

 

  Rochi S. Iaizzo

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Cuáles son tus autores preferidos en literatura, cine y música?
La verdad es que no sabría decir cuáles son mis autores preferidos en literatura, pero tuve la suerte de tener profesores en el colegio que me hicieron leer obras de grandes autores, como Mientras agonizo (William Faulkner), Madame Bovary (Gustave Flaubert), A puerta cerrada (Jean-Paul Sartre), El extranjero (Albert Camus), Una cuestión personal (Kensaburö Öe), Frankestein (Mary Shelley), Coplas a la muerte de su padre (Jorge Manrique), Matilda (Roal Dahl), entre otros.

También me interesan los libros de psicología, especialmente los de Rafael Santandreu. En música, siempre me gustaron mucho The Beatles.



¿Qué libro/s estás leyendo en este momento?

Terminé hace poco con La naranja mecánica, de Anthony Burgess. En estos momentos estoy leyendo El poder del Ahora, de Eckhart Tolle. Y tengo pendiente El Quijote de la Mancha, de Cervantes. Es uno de los libros que mis profesores siempre mencionaban pero no nos hicieron leer.

 

¿Qué cinco títulos creés necesarios para la formación del escritor?

Creo que depende del gusto y estilo de cada uno, pero si tuviera que elegir cinco, diría: Bestiario (Julio Cortázar), Animal Farm (George Orwell), Cuentos de la selva (Horacio Quiroga), Ficciones (Jorge Luis Borges), y Romeo y Julieta (William Shakespare).



¿Qué publicaste ya en medios electrónicos y/o en papel?

No publiqué nada todavía. Bah, sólo trabajos científicos, porque soy bióloga, pero espero poder publicar algo de literatura algún día.

 

 ¿En qué te está ayudando más tu participación en el Taller de Corte y Corrección?

Le estoy dando forma a mi novela y trabajando el estilo. Como si a un esqueleto le estuviéramos agregando órganos, carne, ropa y maquillaje. La idea es que dentro de poco empiece a cantar y a bailar: o sea, que tome vida propia y tenga, además, el poder de emocionar a quien lo lea.


  ¡Muchas gracias, Rochi!