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Cucú

por Pablo Martínez (1969 – 2009)

foto  El 6 de agosto, Pablo Martínez hubiese cumplido cuarenta y cinco años. Perteneció al TCyC, comunidad a la que amaba,  y siempre es evocado cariñosamente por los compañeros que disfrutaron su amistad y su literatura.

 En palabras de Marcelo di Marco, «…era un tipazo. Tan excelente narrador como persona, enamorado para siempre de las palabras y de las historias bien escritas, figuraba entre los mejores escritores de nuestra escudería».
  La mejor manera de recordarlo es releyendo sus extraordinarios cuentos. (Hay más relatos suyos en http://foro.elaleph.com/viewtopic.php?t=40991.)
He aquí, entonces, el homenaje de FIN.

 

Cucú.
Nunca supe por qué le decíamos así: flaco y jorobado y con el pelo blanquísimo, más recordaba a una garza. Acaso fuese por su agonizante chalecito con tejado a dos aguas y ventana de hojas rotas en el vértice de la fachada. Acaso, también, por la puntualidad con que salía a la calle cada mediodía.
El portón de la tapia que rodeaba su casucha fue el reloj de mi infancia: ese quejido herrumbroso, al abrirse, me recordaba la hora de salir a jugar con mis amigos. Aún hoy, el más ligero chirrido me lleva a aquella época en que yo no postergaba ninguna felicidad.
Hasta su recuerdo me es esquivo: siempre lo evoco yéndose, huraño. De overol y borceguíes, cargando un bidón y tirando de un changuito destartalado, pateaba por las vías hacia el campo del Ejército. Los del Regimiento le daban querosén para la estufa y comida, me explicó un día mi padre.
Cuando lo veíamos volver, el bidón chorreando y el changuito repleto de porquerías, interrumpíamos nuestros juegos para torearlo, imitando bien fuerte el canto del cuclillo:
—¡Cucú! ¡Cucú!
Él largaba un gruñido, tiraba la carga al suelo y corría hacia nosotros con brazos de espantajo. Pero a los pocos metros se quedaba sin aire, roja la cara marchita. Un tomate seco. Igual le temíamos: nuestro candor —nuestro cruel candor, quién sabe— atribuía esas arrugas a una naturaleza maligna. Ahora sé que hay ciertas grietas en la cara de un hombre que únicamente el abandono puede abrir. Lo sé porque mi cara muestra esos mismos abismos que tanto temí en la suya. Lo sé porque yo también me he quedado solo.
Aunque Cucú vivía de revolver en la basura, jamás lo creí un ciruja: bajo su mugre, uno percibía otra cosa. Cuando cumplí los doce años, mi papá me reveló eso que solamente los mayores sabían: Cucú había sido cura, más precisamente el capellán del Regimiento. Hasta que una trombosis le desbarató el habla. Del Regimiento lo pasaron a la Curia, y de ahí no tardó en volverse al hogar de su infancia, vacío desde la muerte de los padres. Parece que, con el habla, Cucú también había perdido la fe.
—De ahí tanta desgracia —sentenciaba mi padre.
Pero mamá sostenía otra cosa. Según ella, el infortunio le venía de antes. Y le venía de una mujer.
Bajo esa luz, la enfermedad aparecía como castigo; el encierro, como expiación. Tiene sentido: sólo las hembras causan tanto estropicio a su paso. Y eso mi vieja lo sabía mejor que nadie.
La madriguera de Cucú se venía abajo frente a mi casa, en donde hoy está la placita del barrio. La rodeaba un muro erizado de palos, caños y tablones. Aquella empalizada hecha con sobras del progreso no alcanzaba para protegerlo de mi curiosidad: arrodillado detrás de la ventana de mi cuarto y oculto tras el cortinado, me la pasaba vigilando sus movimientos. Así le descubrí una costumbre que de seguro nadie más conocía —mi casa era la única de altos en la cuadra—: muy de cuando en cuando, Cucú oficiaba en su terreno una especie de rito de limpieza. Balde en mano, descalzo y en cueros, asperjaba con un cucharón la multitud de cachivaches que atestaba el lugar: un redentor de la basura. Vaciado el balde, se ponía a dar vueltas por sus dominios, los brazos cruzados detrás de la espalda y la vista clavada en el suelo. Gesticulaba furioso, como si discutiese. Se metía en la casa, y no volvía a vérselo hasta el día siguiente.
A pesar de mis recaudos, más de una vez me sorprendió en pleno acecho, girando seco y preciso para asestarme una mirada furibunda. Sé que me espiás, me acusaban esos jueces oscuros, sus ojos. Yo hubiese querido sostenerle la mirada, decirle que sí, que te espío como se me antoja, Cucú. Pero, muerto de miedo, agachaba la cabeza y bajaba la persiana en un suspiro.
Conforme fui creciendo, me desentendí de él. Su persona y sus costumbres —incluso la de la purificación de su basural— pronto se me volvieron invisibles. No le prestaría atención sino hasta muchos años después de aquellas tardes de mi niñez.

Acababa de separarme, y llevaba unos cuantos días encerrado en mi casa. El legado paterno había devenido residuo conyugal: una carcasa muda, casi sin muebles, desnuda de plantas y de fotos. Muerta.
Yo había retomado mi vieja costumbre de espiarlo a Cucú. Me aliviaba comprobar que, al menos en eso, las cosas seguían como entonces. Cucú salía con la puntualidad de siempre y volvía con las porquerías de siempre; nomás faltaban sus rituales.
Será cuestión de tiempo presenciar alguno, pensé.
Y bien, tiempo era lo que me sobraba.
Una tarde, Cucú demoraba más de la cuenta en volver. Ante mi ventana, las horas se arrastraban huecas, morosas. La calma del barrio se había visto apenas interrumpida por el paso de un cortejo fúnebre.
Al fin apareció por la esquina, mucho más tarde de lo acostumbrado. Aunque estoy seguro de que había salido con el chango, cargaba solamente el bidón. Sin embargo, lo noté agotadísimo. Como pudo empujó el portón y entró a la casa. Casi de inmediato se fue la tarde.
Negra, grave, intemporal, como una biblia antigua, la noche invitaba a la contemplación. Arrimé una silla, me acodé en el alféizar.
Tras la ventana de la casa de enfrente se encendió una luz. Conforme retrocedían las sombras, fui distinguiendo el quinqué sobre la mesa, los papeles.
Y a Cucú.
Con la frente apoyada en una mano y un mohín de penitente, escribía. Escribía como desangrándose, como si esa línea de sombra que le nacía del lápiz se le estuviese clavando en el corazón.
Ya me vencía el sueño cuando, de pronto, Cucú estampó el lápiz contra la mesa. Juntó cada uno de los papeles, los ordenó y los envolvió en bolsas, una dentro de otra. Después se levantó, asió la vacilante lámpara y salió de la estancia.
En todo aquello hubo algo de terminal, de marcial: aunque ni me imaginaba lo que estaba por venir, se me figuró el arriado de una bandera.
Enseguida lo vi salir. Luz en una mano, envoltorio en la otra, Cucú fue hasta el único claro que se abría entre ese caos de palos y muebles y tablones que dominaba su exiguo terreno. No sé de dónde sacó una pala. Febril, cavó un pozo y enterró el paquete. Volvió a la casa y salió al instante, ya sin el quinqué. Y con un balde y el cucharón en las manos.
El farol de sodio de la esquina me permitió vislumbrarlo: andaba a los tropezones, rociando el maderaje en el más absoluto silencio, en una versión muda y cetrina de su viejo rito diurno. Vacío el balde, lo tiró por ahí y, sin que mediasen los rodeos ni las discusiones imaginarias de antaño, se metió en la tapera.
Yo creí que ya había visto suficiente para un solo día. Crucé los brazos y me entregué al sueño.

Al rato, un fulgor molesto me hizo abrir los ojos. Por todas partes, la misma noche sin astros ni brisa; enfrente, un trémulo remedo del sol.
Parado detrás de su ventana, balanceando la lámpara con el brazo extendido hacia afuera, Cucú me observaba. La lumbre le confería un aire funesto a sus ojos, esos mares a los que afluían mil arrugas sudorosas. Entonces lo supe: Cucú me había estado esperando. Me había esperado no desde mi brevísima siesta, sino desde antes, desde mucho antes.
Aunque no había ninguna acusación en sus ojos, hice lo que siempre había querido hacer de chico: asentí.
Cuando dejó caer la lámpara, la llama se abrió a izquierda y a derecha: empujado por el querosén del Regimiento, el fuego sitió la casa en segundos.
Alcé nuevamente la vista: Cucú se había disuelto en sombras.
Bajé la persiana. Me acosté a esperar a que cesase el resplandor: cada vez más débil, persistía entre las hendijas. Mientras tanto, me di a pensar en esas hojas enterradas.
Quizá Cucú me había dejado un sermón, una exhortación a que abandonase la soledad, a que no siguiese sus pasos. O tal vez me ofrecía una justificación irrebatible de ese rito final cuya postergación yo había presenciado tantas veces.
“Mañana salgo con una pala y las busco”, recuerdo que pensé, en un arranque de valentía.

No importa lo que pasó después: ni lo mucho que tardaron los bomberos ni lo poco que se demoró en hacer del terreno una plaza. No hay nada más que contar sobre Cucú.
Y menos interesa —esto que escribo no trata sobre mí— si yo crucé la calle y escarbé en las cenizas de aquel pobre pájaro para recuperar su manuscrito.
Sólo a veces, en ciertas noches sin estrellas, pienso en Cucú. Pienso en qué clase de salvación me habrá dejado en su última liturgia.

Foto de Felipe Bernal Acha

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