Podría impregnar esta página de una extensa lista de monstruos con los que me he deleitado en las lecturas. Monstruos de carne y hueso y hasta monstruosidades invisibles. Pero, de todos ellos, quiero hoy dedicarme a esa clase de artrópodos de pequeño esqueleto invertebrado, extendido en articulados apéndices. Porque, aunque nos encontramos fuera de su cadena alimenticia, despiertan en nosotros el instinto de huir, de ponernos a salvo de sus glándulas inoculadoras de veneno. Sabemos que también utilizan su ponzoña para defenderse; y, muchas veces, sus picaduras pueden causar la muerte.
Ellas nos llenan de espanto, sí, pero también nos atraen.
Confieso que más de una vez he permanecido admirando los movimientos delicados y perfectos de sus patas, de sus palpos. Me fascinaba su técnica de caza, cuando una de ellas se abocaba a capturar y envolver a su víctima. Inmóvil, yo trataba de estudiar su meticulosa y paciente labor, como si con sólo observar me fuera posible captar su esencia, descubrir dónde termina el instinto de supervivencia, dónde comienza el goce —si es que existe— por la muerte lenta de su presa.
No siempre se dejan ver, pero sabemos que están ahí, cerca, acechando.
¿Cómo advertir si alguna de ellas, con sus mudos y sigilosos movimientos, ha irrumpido en nuestra vida cotidiana y convive laboriosa en algún rincón, sin que lo imaginemos siquiera?
Del mismo modo taciturno que se desplazan por nuestra casa, se han ido introduciendo en la literatura. Así, hurgando en sus confines, encontramos que las historias de arañas se remontan al antiguo Egipto, hasta la diosa Neith, una hiladora que tejía destinos, más conocida como diosa de la guerra, de la que los faraones se autoproclamaron hijos. Neith era adorada también como patrona de la familia, del arte textil —se la representaba con un huso en la mano— y por su misión de velar los despojos mortuorios, tras fusionarse con Isis.
Ovidio —poeta romano, 43 a.C.-17 d.C.— narra en su obra Las metamorfosis la historia de la princesa Aracné. Dice que la muchacha tenía una gran habilidad para el tejido y el bordado. Un día decidió retar a Palas Atenea a una competencia en la que cada una debía tejer un tapiz. Atenea representó a los dioses del Olimpo y los castigos que infligían a los mortales que los desafiaban. Aracné respondió con una representación de los amores escandalosos de los dioses. Así se lee en el texto de Ovidio:
Ni Palas ni la Envidia podrían reprochar aquella obra. La rubia y varonil doncella se dolió del éxito y rasgó la bordada tela, en donde aparecían las faltas de los dioses; y como aún tenía en sus manos la lanzadera, llegada del monte Citoro, por tres o cuatro veces golpeó la frente de Aracné, hija de Idmón. La infeliz no soportó aquello y con decisión se ahorcó.
Compadeciéndose Palas, suavizó el cruel destino de la que estaba colgada y le dijo: “Vive, miserable, pero siempre suspendida, y esa misma ley de castigo te impongo, para que no te veas segura en el futuro, alcance a toda tu raza, hasta tus últimos nietos.”
Entonces Palas Atenea la roció con los jugos de Hécate y así cayeron sus cabellos, nariz y boca. Su cabeza se redujo y también su cuerpo. Se le adhirieron dedos a los costados y todo lo demás se convirtió en vientre. De ahí sacaba un hilo y, ya convertida en araña, se dedica a tejer sus telas.
Siguiendo con los ejemplos del verdadero pavor que pueden provocar las arañas, no puedo pasar por alto a las más famosas de la literatura.
No olvidemos a Peter Parker —personaje creado para una historieta de Amazin Fantasy por el guionista Stan Lee y el dibujante Steve Ditko—, estudiante de física y fotógrafo del Daily Bugle, que se convirtió el superhéroe Spider-Man tras ser picado por una araña genéticamente modificada.
Después de haber leído El señor de los anillos, del escritor británico J.R.R. Tolkien —Sudáfrica, (1892-1973)—, será muy difícil olvidar esta escena, cuando Frodo y Sam deben enfrentarse con Ella-Laraña:
Jamás una mosca había escapado de las redes de Ella-Laraña, y jamás ésta había estado tan furiosa y tan hambrienta. […] En cuanto el cuerpo fofo y las patas replegadas pasaron estrujándose por la abertura superior de la guarida, Ella-Laraña avanzó con una rapidez espantosa.
Pero ya en el primer libro de esta historia, El hobbit, Bilbo Bolsón —tío de Frodo— debió enfrentarse con un ejército de arañas gigantes.
Las arañas vieron la espada, aunque no creo que supieran lo que era, y todas se pusieron a correr persiguiendo al hobbit, por el suelo y por las ramas, agitando las piernas peludas, chasqueando las pinzas, los ojos desorbitados, rabiosas, echando espuma. Lo siguieron bosque adentro, hasta que Bilbo no se atrevió a moverse más.
Juan José Hernández —argentino, nacido en Tucumán, 1932-2007—, por ejemplo, en su cuento “Anita» (en el libro Así es mamá, Seix Barral, 1996), nos muestra una araña pollito que se convierte en compañera de dos adolescentes:
Al poco tiempo descubrimos que el hombre del turbante era un impostor. La cariñosa Anita resultó una araña malhumorada que se negaba a saludar y permanecía encogida en el fondo de la caja.
El conocido escritor mexicano Juan José Arreola — (1918-2001) transforma, en sólo dos páginas, la vida del personaje cuando aparece la protagonista de “La migala»(en Confabulario, Buenos Aires, FCE, 1966):
Ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña…
Erckman-Chatrian —nombre conjunto adoptado por los novelistas franceses Emile Erckmann (1822-1899) y Alexandre Chatrian (1826-1890)— nos acompaña a la gruta donde se encuentra el monstruo que da título al cuento «La araña cangrejo».
Me subí al peñasco que domina la caverna; miré a derecha e izquierda… ¡Nadie! Llamé… ¡Ninguna respuesta! El ruido de mi voz, repetida por los ecos, me daba miedo… La noche caía lentamente… Una indefinible angustia me oprimía… De pronto recordé la historia de la joven desaparecida; empecé a descender corriendo, mas cuando llegué ante la caverna, me detuvo un terror inexpresable: al mirar hacia la negra sombra de la fuente, acababa de descubrir dos puntos rojos inmóviles… (En la antología Antes y después de Drácula. Buenos Aires, Rodolfo Alonso Editor, 1972.)
J. K. Rowling —nacida en el Reino Unido en 1965— también introduce el horror que causan las arañas en Harry Potter y la Cámara Secreta. Se trata de una araña gigante, mascota de Hagrid: Aragog. Tom Riddle —Lord Voldemort en el pasado— le dice a Harry que dicha araña es el monstruo de la Cámara Secreta —un dato falso-. Hagrid manda a los chicos a seguir a las arañas para descubrir lo que pasa en el castillo, ellos se internan en el bosque y se encuentran con Aragog y toda su familia, que tratan de devorarlos. Ron, Harry y el perro de Hagrid logran escapar por poco. La peor pesadilla para Ron, que siente una fobia descomunal hacia a las arañas. Hay una descripción espeluznante cuando el mismo Harry Potter ve salir algo que lo hace proferir un grito:
Un cuerpo grande, peludo, casi al ras de suelo, y una maraña de patas negras, resplandores de varios ojos y unas pinzas afiladas como navajas…
En El hombre menguante, Richard Matheson —escritor y guionista estadounidense, nacido en 1926— despliega un espanto tan enorme como lo es su araña, en comparación con el insignificante tamaño de Scott:
Durante un segundo, se sintió invadido por una sensación de inmensa alegría. ¡Quizá se hubiese matado de alguna manera!
Su excitación desapareció casi inmediatamente. No podía creer que estuviera muerta. Aquella araña era inmortal. Era algo más que una araña. Era el conjunto de todos los horrores desconocidos del mundo fusionados en un terror indescriptible. Era el conjunto de todas las ansiedades, inseguridades y temores de su vida en la forma de un cuerpo repugnante y negro como la noche.
Hasta el maestro del terror, Stephen King—nacido en Portland, Maine, Estados Unidos, en 1947—, casi en el final de una de sus mejores novelas, It, dedica un episodio a una araña. Y lo dice de esta manera:
La Araña contraatacó con las patas. Bill sintió que una de ellas le desgarraba la camisa por el costado, abriéndole la piel. El aguijón bombeaba inútilmente contra el suelo.
Y, como remate, me he reservado el cuento «La araña» de Hans Heinz Ewers —escritor alemán, (1871-1943)—, que figura en el libro Historias temibles (Cara Oculta, 1991). En este relato, un estudiante de Medicina decide instalarse en la habitación de un hotel donde se han ahorcado tres personas en tres viernes consecutivos, quizá debido a una vecina a la que ve desde su ventana:
«Nuestro juego ha cambiado desde la sesión de ayer. Ella hace un gesto cualquiera y yo me resisto tanto tiempo como puedo hasta que me rindo y lo repito. Mi rendición, el abandono absoluto a su voluntad, constituye un placer extraordinario.»
Las «arañas literarias», con su encanto propio, nos enredan en su tela de seda, nos cautivan y —aunque sepan que han logrado adentrarnos en la desesperación, matarnos de miedo— no nos sueltan.
Estos autores —y seguramente muchos más— han dedicado al menos un cuento o un capítulo de una novela, a veces el más intenso, a estas criaturas. Verdaderos ejemplos del pavor que consiguen provocar.