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«El álbum y la joven madre» —25 noches de insomnio #2, el nuevo libro de Marcelo di Marco

Nota escrita por Luis Lezama Bárcenas 

Hoy traemos dos cuentos que son uno. Pertenecen al segundo tomo de 25 noches de insomnio, la colección de cuentos fantásticos, de horror psicológico y sobrenatural escrita por Marcelo di Marco y editada por Editorial Bärenhaus en diciembre de 2018.

Recuerdo cuando Marcelo nos leyó este cuento en el taller. Recién salía el primer tomo de 25 noches de insomnio —“el de la calavera” como le decimos, haciendo alusión a la portada—. Lo primero que me sorprendió fue que Marcelo ya estuviera escribiendo el tomo dos cuando todavía ni se había presentado el uno. Como si ese primer libro no fuera a ser lo suficientemente bueno —y vaya que lo fue— para darse un respiro de un año y dedicarse, como un boxeador, a vivir de la gloria de esos veinticinco K.O. mientras el cinturón se empolvase. No, Marcelo ya estaba en otra. Y así nos prometió que el próximo libro estaría en menos de un año. “¿Quieren leer uno de los cuentos?” preguntó, con una sonrisa que decía: el horror es inminente. Y salió con nada menos que con esto que van a leer. Entonces me pregunté cómo se podían escribir tantos y tan buenos cuentos en menos de doce meses. Se lo iba a preguntar a Marcelo, pero no lo hice; porque me convencí a mí mismo de que era una pregunta que no valía la pena, y que correspondía más a la aritmética que a la literatura. Lo que nadie debe perderse son este y los restantes veinticuatro cuentos de 25 noches de insomnio #2.

Leerán primero el cuento en su última versión –la versión mejorada–, y así después podrán compararla con la primera: el making-off del cuento, que se encuentra en la Marginalia del libro, es sencillamente una breve y brillante lección de escritura.

 

El álbum y la joven madre

Por Marcelo di Marco*

Trataba de avanzar con el cuento “Cordero asado”, de Roald Dahl, pero no podía concentrarme en leer los planes de aquella embarazada que acababa de partirle el cráneo a su cruel marido. Porque me llamaba la atención esta otra madre. La había visto subir en Papagayos, mientras uno de los choferes la ayudaba cargándole el bolso. La chica ocupaba con su bebé dormido un asiento doble, a dos filas adelante de la mía, y desde mi asiento, ubicado sobre una especie de pedestal, podía ver cómo se entretenía con su smartphone pasando foto tras foto.

Me dije que no estaba bien espiar a la gente, y menos en una situación tan personal. ¿Qué me importaba a mí la vida de una extraña? Aunque… al ver las fotos que ibapasando a cada desplazamiento del pulgar me guardé mis escrúpulos. Al principio pensé que eran de su bebé, obviamente, porque en todas había un único tema: un bebé de días, en blanco y negro. Y después me di cuenta de que en las fotos —no eran fotos, comprobé aguzando la vista, sino típicos daguerrotipos del siglo XIX— aparecían personas de toda edad. También me di cuenta de otra cosa, que me puso piel de gallina: los daguerrotipos representaban escenas mortuorias, de la época en que los destrozados deudos trataban de inmortalizar en actitudes cotidianas a sus queridos familiares. Yo ya había visto en Google imágenes semejantes, y estas me parecieron mucho más tenebrosas al contrastarcon el verdor del paisaje serrano, hecho de pura luz.

Con la cortina de la ventanilla protegiéndome del sol, al rato me quedé dormido.

 

Me despertó una voz de hombre: el chofer anunciaba una parada de cinco minutos. Al abrir del todo los ojos, reconocí la terminal de Río IV.

Vi que la joven madre se bajaba del micro. Me acerqué a la ventanilla y descorrí discretamente la cortina.

La chica ya dejaba la estación. Nadie había ido a recibirla. El bebé, en sus brazos y de cara a mí, seguía absolutamente quieto.

 

 

El álbum y la joven madre (Marginalia) 

 

Bien dice Julio Cortázar en su jugosa conferencia “Algunos aspectos del cuento”: “A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema deba de ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana”.

Este relato tan elíptico ni siquiera partió de una “anécdota perfectamente trivial y cotidiana”, sino de una situación, una escena absolutamente intrascendente. Volviendo con Nomi desde el pueblo de Nono, en Córdoba, nuestro micro paró en algún rincón de San Luis. Y subió una madre con su hijo dormido, en brazos. Ya ubicada en el asiento―yo la tenía adelante, a un par de butacas―, la madre empezó a recorrer en el celu, pulgar mediante, su álbum de fotos; de fotos normales, entiéndase. Y se ve que rondaba en mi cabeza el tenebroso asunto de aquellas fotografías post mortem que están tupiendo la web ―escalofriantes para la sensibilidad de hoy, tan distinta a la del romanticismo que les dio origen―, porque el tema coaguló enseguida en mi ánimo. En medio del viaje, saqué de la mochila mi MacBook y escribí de un tirón el cuento. Por supuesto, después vino todo el proceso de consulta y consecuente corrección: había tantos indicios acerca de un “olor intenso”, y hedía tanto la pertinente descripción, que los pocos lectores a quienes se los di a oler anticipaban el final.

Si quieren comparar una versión con otra, acá les dejo entonces la primera, la apestosa, la que me salió de un saque entre los traqueteos del micro. Las diferencias conla inodora son muy notables, y ojalá que el experimento de contrastar las dos les sirva a los escritores noveles. Y también a quienes ya están tan avanzados ―tan consagrados― que dejan las cosas como les salieron en primera instancia.

 

El álbum y la joven madre (primera versión)

 

¿Desde cuándo ese olor intenso iba y venía por el interior del micro? No podía precisarlo, y tampoco podía acostumbrarme a él. No se trataba precisamente de un hedor, pero se le acercaba. De todas maneras, soy consciente de que tengo un olfato muy agudo, y es muy posible que yo fuese el único pasajero que lo advertía.

Trataba de seguir con la relectura de “Cordero asado”, uno de los deliciosos cuentos de Roald Dahl, pero me era imposible concentrarme en los planes de la embarazada que acababa de ejecutar a su cruel esposo. Tal vez el olor ya flotaba en el lugar —el pasaje de abajo del micro— desde que nos habíamos subido con mi mujer en el parador de la Chevallier, en Nono, unas tres horas antes. Y no se trataba de algún gas o cosa parecida: el olor era muy distinto al que podría provenir del baño, que teníamos ahí nomás aunque ocupásemos el asiento doble del fondo. Más me recordaba remotamente, aunque no era tan intenso, a las emanaciones que debimos soportar con Nomi un par de días antes, mientras bordeábamos a pie el camino que llevaba al Museo Rocsen, una de las atracciones de aquel pueblo serrano: arañando con sus raíces el asfalto de la ruta, el bosque impenetrable de los costados exhalaba como un monstruo enfermo los olores característicos de la muerte. Estoy seguro: de poder adentrarnos entre la fronda, pronto nos encontraríamos, de tramo en tramo, con cadáveres de cuises o de zorros. Ese era el olor, repito, aunque bastante sutil.

Y estaba por preguntarle a Nomi si ella también lo advertía, cuando me llamó la atención la joven madre que había visto subir al micro, con su bebé en brazos, en Papagayos, mientras uno de los choferes la ayudaba con el bolso. La chica ocupaba un asiento doble, a dos filas adelante de la nuestra —la reconocí por el pañuelo a lunares morados con que se cubría el pelo rubio—, y desde mi asiento, ubicado sobre una especie de pedestal, pude ver cómo se entretenía con su smartphone pasando fotos con el dedo. Entre los cabezales de los asientos se asomaba la blanquísima peladita del bebé dormido, que ella sostenía con el brazo libre.

Me dije que no estaba bien espiar a la gente, y menos en una situación tan íntima. ¿Qué me importaban a mí las fotos de una desconocida? Aunque… al ver las fotos que la madre iba pasando a cada desplazamiento del pulgar me guardé mis escrúpulos. Al principio pensé que las fotos eran de su bebé, obviamente, porque en todas había un único tema: un bebé de meses. Pero después me di cuenta de que en las fotos —no eran fotos, comprobé aguzando la vista, sino típicos daguerrotipos del siglo xix— no aparecía el mismo bebé. Y también me di cuenta de otra cosa, que me puso piel de gallina: los daguerrotipos representaban imagenes mortuorias, de cuando los destrozados padres trataban de soportar lo insoportable inmortalizando en actitudes cotidianas, con la tecnología de aquellos lejanos tiempos, a sus queridos angelitos. Yo ya había visto, en la pantalla de mi Mac, más de una de esas demenciales puestas en escena. Pero, en el presente contexto, aquellas imágenes tenebrosas me parecieron mucho más tenebrosas: una joven madre debía celebrar la vida, no la muerte.

Y el olor serrano persistía. Nadie más que yo parecía notarlo.

Nomi dormía con la cortina de la ventanilla protegiéndola del sol. ¿Para qué molestarla? Al rato, yo también me quedé dormido.

Me despertó una voz de hombre: uno de nuestros choferes anunciaba que haríamos una parada de cinco minutos.

Al abrir del todo los ojos, reconocí la terminal de Río IV.

Vi que la joven madre se bajaba del micro. Me acerqué a la ventanilla, por encima de Nomi, y descorrí discretamente la cortina.

La chica ya dejaba la estación. Nadie había ido a recibirla. El bebé, en sus brazos y de cara a mí, seguía muy quieto.

 

 

*Marcelo di Marco (Buenos Aires, 1957) es uno de los autores más representativos de su generación. Ha publicado seis libros de poesía, cinco de ensayo, y estos cuatro títulos de narrativa de horror psicológico y sobrenatural: El fantasma del Reich (relatos, 1995), Victoria entre las sombras (novela, 2011), La mayor astucia del demonio (relatos, 2016), y 25 noches de insomnio (relatos, 2017). En 2005 fundó La Abadía de Carfax, círculo de escritores de horror y fantasía. Amante del cine, la ópera, los gatos, los viajes y la literatura intensa, vive con su esposa, Nomi Pendzik, en una caserón de Palermo Viejo.

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