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Agujeros negros

Por Lucho Lázara *

 

 

Recién después de que el mozo apoyó el pocillo, el tipo pudo sentarse frente a ella. La tarde caía sobre la vereda del Cafecito.

—¿Por qué volvés, Susana? —dijo, al tiempo que tanteaba algo en el bolsillo de su saco.

Ni una palabra pudo escuchar. Por su espalda serpenteó un escalofrío. Ella lo traspasaba desde lo profundo de sus ojos. Esos ojos que, con los años, habían dejado de ser sólo para él, y lo habían desafiado, entregándose a otro hombre.

—Susana, ¿qué venís a buscar?

Ni una palabra.

Él bajó la mirada. Probó un sorbo de café. En su boca un ácido helado coaguló su lengua. Lo escupió.

¿Cuánto tiempo habría pasado desde que le sirvieron el ristretto?

¿Cuánto tiempo había pasado desde que los ojos de Susana le pertenecían? ¿Diez años ya? Fue un otoño en que se había aventurado a viajar a Taco Ralo, buscando las aguas termales que aliviaran la lumbalgia. Pero nunca llegó a las termas. En una casilla extraviada, sobre un colchón de humillación, esos ojos de sol habían ofrendado su piedad ante él. Un puñado de billetes, una promesa, y aquella niña, en la que descargaría los dolores que hasta hoy lo atormentan, fue suya.

Ahora, decide levantar la mirada, y para evitar los ojos de ella estira un poco más el cuello. Reconoce el interior del local. Un LG de 50 pulgadas da cátedra a unas pocas mesas y al ventanal. En directo, la pantalla enseña el frente del edificio donde, hasta anoche, ella vivía con él. El zócalo rojo sangre tiene escrito:

SUSANA TENÍA 24 AÑOS – LE HABRÍAN ARRANCADO LOS OJOS

A lo lejos, las sirenas ya doblan por Juncal. Todavía está a tiempo de huir. No puede: los ojos de Susana, restos fríos de antiguas estrellas, comprimen su voluntad.

Ya ni siquiera parece importarle cuando el oficial lo alza del brazo, le dice su nombre y que tiene derecho a un abogado.

Desde su mano ruedan hacia la vereda dos esferas gelatinosas.

El tipo sólo siente un vacío que aspira su alma hacia la oscuridad eterna en los ojos de ella.

 

 

 * Lucho Lázara (Ciudad de Buenos Aires, 1958). De pibe lo deslumbraron la literatura y la electricidad. Sin dejar la ficción y la poesía, las encrucijadas de la vida lo llevaron a ser ingeniero electricista, recibido en la UTN.

Entre 1999 y 2002 participó del Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco, y desde junio de 2020, del TCyC de Literatura Fantástica coordinado por Nomi Pendzik. Algunos de sus autores preferidos son: Roberto Arlt, Julio Cortázar, Horacio Quiroga, Alejandra Pizarnik, Abelardo Castillo, Edgar Allan Poe, Stephen King.

Actualmente trabaja en el desarrollo de perfiles profesionales, normas de competencia y diseños curriculares para la industria de la construcción, a la par que participa de una Comunidad de oración y servicio del Movimiento de la Palabra de Dios.

John Ford: un clásico que debe verse una y otra vez

Por Fabián Sancho *

 

A comienzos de junio de 2020, HBO MAX anunció que quitaría de su catálogo el clásico Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, 1939, Victor Fleming —y George Cukor y varios directores más sin acreditar—), “hasta que se le añada contexto histórico”. El pensamiento políticamente correcto, que también va a quitar las armas de los eternos Looney Tunes —lo que es quitarle el 85% de la gracia—, ha considerado que lo que estaba naturalizado en la época de la Guerra Civil estadounidense —contexto histórico de la original novela de Margaret Mitchell— actualmente no debe exhibirse hasta realizar una nueva edición con los comentarios pertinentes para que el público comprenda que hay cosas que no deberían haber sido. No se trata de una prohibición, sino de una suspensión hasta su lavado de cara. El pensamiento políticamente correcto trata de anular constantemente lo que puede resultar ofensivo a todo conjunto susceptible de ofenderse. Utilizo la palabra “conjunto” ya que este tipo de pensamiento no considera que el ser humano pueda ser un individuo, único y no gregario. También está el delirio mesiánico de “enseñar a todos a pensar correctamente”, obviamente desdeñando y desautorizando cualquier crítica posible.

El mundo del cine es un termómetro del resto de la sociedad. Un clásico como John Ford, director que entra en la categoría kantiana de “genio creativo” —teniendo en cuenta que el Genio genera reglas para el arte sin percatarse de ello—, es tomado por algunos sectores “biempensantes” como conservador, machista y patotero, entre otras cosas. El objetivo de esta nota es rebatir estos conceptos. Y para ello voy a basarme en una de mis películas favoritas, que es a la vez una de las más atacadas: Más corazón que odio (The searchers, 1956, John Ford).

El título con el que se estrenó en Argentina resulta más expresivo y poético que su original. La película —adorada por Scorsese— narra una historia de pioneros durante la legendaria etapa del salvaje oeste. Ethan (John Wayne) regresa a la casa de la familia de su hermana, en una intro que es una verdadera lección de cine: el personaje recortado contra el paisaje –que es en realidad una continuación de él mismo— se acerca a la finca, mientras el perro de la familia ladra y se lo espera con cariño y curiosidad. El protagonista, con un pasado que se supone turbio pero nunca se menciona, odia a los comanches y compara al “nuevo” miembro de la familia con un mestizo (Martin, interpretado por Jeffrey Hunter). Mientras sale de patrulla con el variopinto grupo de rangers, la finca es atacada, y la pequeña Debbie es secuestrada por los comanches. Es el punto de partida para la búsqueda de la cautiva —un paralelo entre la historia estadounidense y la argentina— que va a llevar el resto del metraje. Ethan y Martin emprenden la búsqueda con cierta característica de Quijote y Sancho: muchas veces las acciones del primero no son comprendidas por el segundo, mientras que otras es el segundo quien asiste al primero.

Esta obra maestra del cine tiene todos los ingredientes para agresiones gratuitas de cabezas “biempensantes”:

  1. Conservador: Ethan quiere conservar unida a la familia. La primera vez que sale utiliza su antigua capa. No quiere que el tiempo cambie, y si cambia para mal, desea volver atrás. Es un personaje con una humanidad en la que se refleja lo peor, pero también lo mejor.
  2. Machista: Ethan y Martin son los encargados de reencontrar a Debbie, la niña que con el transcurrir de los años se transforma en una joven (Natalie Wood). En un momento del viaje, Martin se casa, por un malentendido, con una mujer comanche. Este hecho está narrado de forma completamente visual, como la ilustración de una carta que se lee en off. Ya de vuelta a la narración convencional, Martin patea a la joven apache y la hace rodar por la pendiente hasta la orilla del río, con las carcajadas de Ethan de fondo.
  3. Patotero: los personajes son adeptos a juntarse, beber juntos, compartir momentos memorables. Se mueven en conjunto y su última incursión, tal como la primera —el círculo perfecto de una óptima narración— es en grupo.

Obviamente, el recorte del pensamiento políticamente correcto resulta errado en todo sentido.

La crítica contra el conservadurismo de Ford parte del desconocimiento de su obra. De la misma forma en que Ariel Dorfman podía decir su teoría basándose en lo que él creía que era el Llanero Solitario y no en cómo era el personaje en la radio o en los seriales, los críticos progres encuentran en la nostalgia de Ford un grado de conservadurismo insoportable. En primer lugar, conservar ciertas costumbres o creencias no es un rasgo negativo. En segundo lugar, la frase ”todo tiempo pasado fue mejor” adquiere una característica metafísica en todo el cine de Ford. Por ejemplo, sobre el final de Un tiro en la noche (The Man who shot Liberty Valance, 1962) un personaje dice: “Si la leyenda sobrepasa a la realidad, se publica la leyenda”. Simplemente eso: filosofía en su más puro estado. Lacónica filosofía irlandesa.

La crítica contra el machismo no toma en cuenta los personajes femeninos de Ford, que nunca son damiselas en peligro esperando su salvación: varias veces son más fuertes que sus contrapartes hombres. Los jab cruzados que el personaje de Maureen O’Hara arroja sobre el “hombre tranquilo” en la maravillosa El hombre quieto (The quiet man, 1952) es un sobrado ejemplo de las acciones de un personaje fuerte de condición femenina. Volviendo a Más corazón que odio, el personaje de Vera Miles puede castigar a Martin arrojándole agua fría mientras se baña; con ese pequeño gesto se dibuja a una joven de efervescente carácter que va a convertirse en una gran mujer. El caso de la patada a la comanche, bueno, hay algo que se llama sentido del humor, que algunas cabezas biempensantes han abandonado. Esos preclaros nunca van a comprender el chiste perfecto de una buena torta de crema aplastada en la cara.

Patoterismo: el querer unirse ante la calidez del fuego y embriagarse juntos, el moverse como grupo, el hacer frente a los peligros en conjunto no es patoterismo: es compañerismo. Y todo grupo está formado por individualidades, y estas muchas veces generan cortocircuitos en las relaciones humanas. Nuevamente Ford, pintando su micromundo, nos regala otra parte de su filosofía: lo que es en pequeño es en grande y es lo que ocurre con el mundo.

Más corazón que odio no es un filme racista. El personaje de Ethan/Wayne sí lo es, pero es constantemente corregido por eso durante el metraje, sus compañeros a cada momento lo mantienen a raya. Igualmente este personaje tiene un gran respeto por sus enemigos comanches. Eso se ve en la escena en que dispara a los ojos al cadáver de un comanche para que “no pueda entrar el paraíso”. Lo odia, sí, pero también lo respeta —y mucho— porque conoce sus creencias y trabaja con ellas para ganar otra batalla. El conocimiento implica respeto. Sobre el final cuando Scar se encuentra con Ethan, éste le dice: “Habla muy bien inglés; ¿alguien le enseñó?”; y el indio responde: “Y usted habla muy bien comanche; ¿alguien le enseñó?

No hay racismo en un filme así: son dos enemigos, cada uno con su meta, y los dos quieren llegar al final.

La última imagen, una de las más citadas en la historia del cine, nos muestra la recia figura de Ethan/Wayne recortado sobre el mismo paisaje por el que entró, perfectamente enmarcado por la abertura de una puerta, tomándose el brazo —como hacía el cowboy Harry Carey— con su otra mano. El que llegó solo se va solo. De la inmensidad ha aparecido, hacia la inmensidad regresa.

Citando a Orson Welles: “Cuando Ford trabaja bien, se siente que la película se ha movido y ha respirado un mundo real”. Y Ford siempre ha trabajado bien, desde sus filmes silentes hasta sus últimos.

El cine de Ford es sanguíneo y poderoso; cada visión y revisión genera nuevos descubrimientos. Esa sensación de inasibilidad es lo que hace la diferencia. Nunca podremos ver una película de Ford sin hacer otros descubrimientos: el guante negro de la mano del personaje de John Carradine que se ve solamente en una imagen de La diligencia (Stagecoach, 1939), la variedad de las miradas entre los personajes de Más corazón que odio, los anteojos del personaje de Wayne en La legión invencible (She wores a yellow ribbon, 1949). Todo personaje en toda obra fordiana tiene su propia espesura. Una espesura inacabable que se deja entrever en pequeños gestos.

Otro ingrediente indispensable es el humor, presente en la pelea entre Martin y Charlie —el yerno de Ford en la vida real: Ken Curtis, actor y cantante, una de las voces del grupo Sons of the Pioneers— en Más corazón que odio o, fuera del western, la pelea a piñas entre la Marina y la Fuerza Aérea de Alas de águila (The Wings of Eagles, 1957), y en prácticamente todos sus filmes. En el caso de Alas de águila, la pelea incluye un par de tortas aplastadas en la cara, un recurso siempre eficaz desde su utilización en las comedias hiperkinéticas de Mack Sennett (1880 – 1960).

La obra de John Ford vive y respira más allá de cualquier preconcepto: solamente está ahí para ser disfrutada y analizada. Igual que la búsqueda de Ethan y Martin —nombres con correlaciones épico religiosas—, la del espectador de Ford es interminable y apasionante.

El pensamiento políticamente correcto se ha llevado muchas cosas. Que no se lleve la eterna gracia de una torta de crema aplastada en la cara.

 

 

 * Fabián Sancho nació en el porteño barrio de Villa Luro. Cursó estudios en la carrera de Letras de la UBA y en la especialidad de Guión en el CERC (actual ENERC).

Fue columnista de cine en varios programas radiales (Mundo Rock, La tormenta, El corte, entre otros). Colaboró como corresponsal para las revistas Kinetoscopio, de Colombia, y Godard!, de Perú.

Junto a Silvia G. Romero dirige el Festival de Cine Inusual de Buenos Aires, dedicado a realizadores noveles e independientes. Se desempeña como coordinador del Centro de Documentación y Biblioteca del Museo del Cine Pablo C. Ducrós Hicken.

 

 

Quién es quién en el TCyC

Hoy responde…

Eliana Macías

 

 

¿Cuáles son tus autores preferidos en literatura, cine y música?

En literatura: Agatha Christie, T. H. White (Camelot, El libro de Merlín), Valerio Massimo Manfredi, Ben Kane, Christian Cameron, Santiago Posteguillo (estos cuatro, de novela histórica griega/romana), C. S. Forester (la saga de Hornblower), Maurice Druon (saga Los reyes malditos), Richard Adams (La colina de Watership), Alejandro Dumas (Los tres mosqueteros), Bram Stoker (Drácula).

Me atrevo a agregar una categoría: historieta/manga. En ella, destaco: Bakuman (Tsugumi Ohba, Takeshi Obata), Fullmetal Alchemist (Hiromu Arakawa), Astérix (R. Goscinny, A. Uderzo), The league of extraordinary gentlemen (Alan Moore, Kevin O’Neill).

En cine, más que autores, tengo películas preferidas: la saga de Star Wars (y todo lo habido y por haber de SW), El señor de los anillos, Indiana Jones, Piratas del Caribe (las tres primeras), la saga de Marvel de Avengers, Ready Player One (la recomiendo para los frikis y los amantes de los videojuegos). Soy pochoclera, lo admito y con orgullo.

Música: The Alan Parsons Project, Gregorian, Queen, Oasis, U2, Judith Mateo, Jean-Michel Jarre, Led Zeppelin, Red Hot Chili Peppers, Peter Gabriel, Dire Straits, bandas sonoras (películas, series, videojuegos) de John Williams, Hans Zimmer, Alan Silvestri, Ludwig Goransson, Mark Mothersbaugh.

 

¿Qué libro/s estás leyendo en este momento?

El último libro que terminé de leer es Hornblower en las Indias Occidentales (C. S. Forester), y estoy por empezar Guillermo Brown (biografía escrita por Guillermo A. Oyarzábal). Por cuestiones de estudio literario para mi novela, estoy analizando elementos steampunk en varias obras a la vez: El orgullo del dragón (Iria G. Parente, Selene M. Pascual), Homúnculo (James P. Blaylock), La máquina diferencial (William Gibson, Bruce Sterling), Luces del norte (Phillip Pullman).

 

¿Qué cinco títulos creés necesarios para la formación del escritor?

Para escritura y corrección de estilo, recomiendo Atreverse a escribir y Atreverse a corregir, de Marcelo di Marco y Nomi Pendzik; Taller de corte & corrección (Marcelo di Marco); La cocina de la escritura (Daniel Cassany); Para escribir bien en español: claves para una corrección de estilo (manual de M. M. García Negroni). Pienso que quien aspire a comunicar creaciones literarias debe leer cuanta obra termine en sus manos. En mi caso, como novelista que aspira a alcanzar el público juvenil, recomiendo la saga de Harry Potter (J. K. Rowling).

 

¿Qué publicaste ya en medios electrónicos y/o en papel?

En mayo de este 2020 debuté en Wattpad, una plataforma en línea de lectura y escritura (allí soy @Eli_MacNoel), con un relato breve: Sangre nóckut (protagonizado por personajes secundarios de la novela que estoy corrigiendo en el Taller de Corte y Corrección). Actualmente estoy preparando más relatos para seguir con las publicaciones en Wattpad.

 

¿En qué te está ayudando más tu participación en el Taller de Corte y Corrección?

En contar historias pensando en el lector, releer con mirada objetiva, cortar lo que sobra, diagnosticar fallas y debilidades, y en conocer y aprender a aplicar recursos literarios para mejorar mis creaciones. Lo que aprendo en el taller también lo aplico en el ámbito laboral. ¡Mil gracias, maestro Di Marco! Aquí tiene a una padawan muy agradecida.

 

¡Muchas gracias, Eliana!

 

 

 

 

 

 

¿Qué opinás de Tolkien?

Nota publicada por Luis Lezama Bárcenas 

Siempre recuerdo la presentación del segundo volumen de 25 noches de insomnio, de Marcelo di Marco. Primero, porque es mi volumen favorito de la trilogía; pero también porque pude, en parte a la generosidad y en parte a la confianza de Marcelo, leer cada cuento desde su primera versión, algo que siempre le voy a agradecer porque considero que aquellos cuentos son y serán importantes no sólo para mí, sino para los géneros del terror, lo fantástico y el humor negro en la literatura argentina. Pero hay otra razón por la que recuerdo esa presentación: las palabras con las que Marcelo abrió ese evento. Dijo que aquel día se había reencontrado con uno de sus alumnos al que, después de saludarlo, le preguntó:

—Y, ¿cómo andás?

—Bárbaro —respondió el alumno—: vos sabés que abrieron una librería nueva cerca de casa.

Aquella respuesta, remarcó Marcelo, corroboraba lo que él siempre ha creído: “La vida de un escritor pasa por la literatura, por los libros”. Siempre pienso que mucha gente —la mayoría de la gente— ante la misma pregunta, hubiera soltado un tibio “bien, ando bien”, pero no un escritor. Y menos uno formado por Marcelo di Marco.

Y esta digresión que me permito es para que no quede duda de que ante personas con tal pasión por la literatura y con una robusta formación como lectores, toda conversación —cualquiera que sea la plataforma, e incluso en estos tiempos en los que todo parece desembocar siempre en los mismos tres o cuatro temas— puede llevarlos de una simple pregunta a una breve pero gozosa tertulia literaria. Así como sucedió el otro día, en el grupo de Whatsapp del taller de los jueves a las veintiuna, cuando Agustín del Vecchio lanzó la pregunta que titula esta nota, y Marcelo di Marco, Octavio Fernández y Santiago Maqueda opinaron al respecto.

 

Tolkien

Agustín: Marce, ¿Qué opinas de Tolkien como escritor?

 

Marcelo: No lo leí todavía. Me dicen que algunas partes son MUY discursivas (embolantes).

 

Agustín: Sí, y además no tiene una buena construcción de personajes —hablo por El señor de los anillos.

Aunque solo leí el primer libro de la trilogía, así que quizá mejore en los otros dos.

 

Octavio: Lo que tienen en contra los libros es que, a diferencia del ingenioso Jackson que se valió del montaje paralelo para saltar entre personaje y personaje, a partir del libro dos (y también en el tres), la aventura de Frodo y Sam te la tenés que fumar todo de corrido en una mitad del libro, y la de Legolas, Gimli y los demás en otra mitad.

Quizás Tolkien sea un poco como Lovecraft (como mucho, su prosa es mejor que la de H.P.): no era el mejor de los narradores, pero su imaginario y su capacidad para crear todo un panteón casi mitológico le valió su fuerza dentro de la literatura.

 

Agustín: A mi parecer, las películas solucionaron las carencias que tiene el libro.

Ilustración hecha por Tolkien.

Octavio: Aragorn es un poco menos unidimensional en las películas, sí. (Y está mejor estructurada la narración.)

 

Agustín: Por supuesto. No solo Aragorn, creo que todos los personajes, en la película, son más humanos.

Es decir, en los libros los personajes son muy fríos, y al mismo tiempo son la bondad personificada. Es algo muy extraño.

 

Santiago: Los devoré a los 14-15 años. Junto con La Ilíada, Crimen y castigo y los cuentos de Quiroga fueron mi principal influencia literaria a esa edad.

Entiendo que toda la fantasía contemporánea se deriva de Tolkien. Escribe en los años 40 con toda una mitología propia que obliga a ser más discursivo… O sea: hoy decís “elfo”, y tu lector promedio sabe qué pensar. Tolkien no podía asumir algo así.

Sus personajes son en general blancos o negros en cuanto a moralidad, etc. No tenés el claroscuro de Game of Thrones o, por qué no, de los existencialistas del siglo XIX.

 

Agustín: Claro, es más: sin esa homogeneidad moral, la historia ni funciona. Lo que yo critico no es eso, sino la falta de personalidad de los personajes. Como autor, Tolkien tiene infinidad de virtudes. Es admirable cómo podía tener presentes todos los detalles de su mitología a la hora de escribir.

 

Afiche de la tercera película de El Señor de los anillos.

 

Octavio: Claro, es así, y está perfecto: la lucha del bien contra el mal nunca dejará de ser vigente. Lo que tienen sus versiones cinematográficas no es que sean personajes grises, si no que se sienten más «palpables». Si recuerdo bien, en la película, Aragorn se cuestiona si debe o no reclamar su lugar como rey antes de mandarse con la comunidad; en el libro creo que eso no pasa. Se cuestiona más su deber, no tanto su valor moral.

 

Agustín: Exactamente.

 

Octavio: No digo que sean malos libros, por otro lado (como dije, tengo ganas de releerlos). Pero en comparación con su «versión» cinematográfica, tienen sus pro y sus contras.

 

Marce: Va a haber que leerlo, pues.

 

Me gustaría, para finalizar, destacar, además del profundo conocimiento de Octavio Fernández sobre Tolkien, la forma en la que Agustín Del Vecchio fue preguntando y desarrollando su propia pregunta, y el aporte íntimo de Santiago Maqueda, la sencillez con la que Marcelo dijo no haber leído a Tolkien. Creo que muchos escritores, sobre todo con la trayectoria de Marcelo, no se permitirían a sí mismos aceptar con tanta prontitud no haber leído a alguien, y menos frente a sus alumnos. Como si eso fuera poco, su comentario final es una demostración de que un buen maestro es aquel que sabe cuándo tomarles la palabra a sus alumnos. Y Marcelo es uno de los mejores.

 

En la cordillera

Por Mabel Sierra Karst *

 

Recostado en una camilla que los soldados se turnan para cargar a través de crestas y quebradas, sus ojos apenas se detienen en la inmensidad. Hay días en que las enfermedades le dan tregua, y puede montar su caballo. Pero al amanecer vomitó una viscosidad roja y dudosa, como la niebla que se deshacía en la nueva claridad, y su cuerpo no pudo enfrentar por sí mismo la jornada de viaje. Débil, cansado, se ahoga. De nuevo con las manos inflamadas y doloridas, hoy tampoco podrá escribir. Habrá que dejarse llevar.

Contempla el azul luminoso del cielo cordillerano y piensa que Belgrano no se equivocó al elegir los colores de la bandera. Nada en este mundo es más cristalino, más verdadero que ese cielo. El paisaje andino se balancea ante sus ojos, al paso de los pies inciertos de los soldados, y él se encierra en cavilaciones. No le preocupan las próximas batallas, no es eso. Presiente inminentes victorias. “Lo que no me deja dormir no es la oposición que puedan hacerme los enemigos, sino el atravesar estos inmensos montes”, le había escrito a su amigo Tomás Guido.

El ejército debe llegar al país del otro lado de la cordillera, y la travesía se despliega sobre sendas de silencio. Las únicas voces que se escuchan son las que buscan orientación o indican una tarea. En las noches, hombres y animales se igualan en el sufrimiento que causa el frío y en la espera angustiosa por un amanecer tibio, que les quite el dolor de los huesos. Luego, en el día áspero y radiante, se inclinan bajo el sol imposible del mediodía. Los soldados apunados no llegarán. Su destino será quedarse en las alturas, innombrados. Las pasturas del suelo endurecido no alcanzan, y los caballos caen. Las mulas resisten un poco más, pero también sucumben. Han perdido tantos animales que ya no los cuentan, aunque su ausencia se arrastra junto al grupo que avanza.

Sabe que no es el héroe de esta historia. Sus hombres se juegan la vida por la causa, y cada uno ha dejado atrás familia y terruño para realizar la expedición. Están los granaderos que le son fieles hace ya algunos años; los chilenos exiliados después de la derrota en Rancagua, que vuelven para recuperar las tierras de manos de los realistas; los voluntarios de Mendoza, de San Juan y del pueblo de San Luis, que se ha quedado casi sin hombres. Y están los soldados negros, esclavos liberados para unirse al ejército de los Andes. Había librado una batalla más entre tantas otras, para convencer a las autoridades nacionales, que no querían otorgarles la emancipación. ¿Pero cómo podrían dar la vida por la libertad quienes no fueran libres?

La marcha es lenta. Deben abrir caminos y picadas. Por momentos, transitan en fila por senderos angostos al borde de precipicios que se pierden de vista en ríos salvajes. En esa soledad de las cimas agrestes, sin un alma que pueda socorrerlos con víveres, ni ofrecerles hospitalidad, la dureza de la travesía se palpa en cada ráfaga de viento que golpea los rostros curtidos por la intemperie. Ha traído a esos hombres valientes a este derrotero de muerte, pero no se permitirá el arrepentimiento. ¿Cuántos obstáculos pueden ser enfrentados, cuántas obstinaciones deben ser vencidas, cuando se tiene una certeza? No lo comprendieron. Le retacearon dinero y armamentos, no le enviaron soldados, y él tuvo que fabricar todo y abastecerse con la ayuda de la gente: damas que donaron joyas, dueños de haciendas que colaboraron, pero sobre todo, los más pobres escucharon su llamado y entregaron lo poco que tenían, para que se pudiera realizar el cruce. No, no habrá arrepentimiento.

Un soldado le acerca un chifle con agua fresca. Bebe despacio. Da las instrucciones para hacer una parada corta. Comerán charquicán, los animales beberán agua y luego continuarán sin tregua hasta que la noche los detenga.

El campamento nocturno se arma cerca de un arroyo. Se reúnen alrededor del fuego en el que se asa la carne de buey. Mientras come, recuerda la petición del Director Supremo para que combatiera a Artigas… ¿Cómo podría? Los abismos existen también fuera de la cordillera. Suspira y pide que lo lleven a su tienda. Espera que esta noche el asma lo deje dormir, aunque en realidad, él no duerme mucho. Los soldados compartirán sus mantas con los animales y alentarán la vigilia con brasas encendidas.

La marcha de tres semanas llega a su fin, y las diferentes columnas se reunirán en el destino elegido. Amaneció dolorido, pero debe comandar a los soldados. Monta con dificultad y parte al frente del ejército. Bajan por la última ladera y a lo lejos observa a los hombres que lo esperan. Van a librar una gran batalla en Chacabuco y vencerán. Luego vendrán otras victorias y algunas derrotas, pero seguirán adelante, hasta el día en que lleguen al Perú, donde los encontrará Simón Bolívar. La historia de América cambiará para siempre, y el relato de esta saga algún día será parte de libros, películas, canciones.

Hoy, sin embargo, lo importante es llegar al campamento, hablar a los soldados y preparar su espíritu para la lucha. Imagina la victoria, que se pagará con el precio de la sangre, el único posible. Dirige una vez más sus ojos al cielo límpido.

Hace una seña a sus hombres, espolea a su caballo y avanza.

 

 

  * Mabel Sierra Karst nació y vivió en su infancia y adolescencia en Villa Ballester, provincia de Buenos Aires. A lo largo de su vida también residió en Córdoba, en Brasil y actualmente en San Luis, en la zona serrana.

Es profesora de Inglés y Portugués, y licenciada en Enseñanza de las Lenguas Extranjeras. Desde que se jubiló como docente, se dedica a la fotografía y a la escritura. Le apasiona leer y estudiar temas históricos. Algunos de sus autores preferidos son: Osvaldo Bayer, Eduardo Galeano, Ernest Hemingway, Katherine Mansfield, Horacio Quiroga, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Jorge Amado, Clarice Lispector. Desde hace poco asiste al Taller de Corte y Corrección, de Marcelo di Marco.

 

El rincón que nos distancia

 Por Jairo Brenes* 

Ilustraciones por Augusto Ramírez  **

 

El rincón que nos distancia

 

La luz de la vela dibuja ausencias.

En la pared de mi habitación caminan sombras.

 

El olor en la cama desgasta la memoria.

En el sabor de la nicotina escucho tu voz

hablar de irrealidades.

 

¿Cuántas despedidas nos unen?

¿Vives a gusto en las tinieblas?

¡Son tantos los regresos que nos dividen!

 

El recuerdo de tus manos no sabe abrazar:
acaricia el olvido y estrangula la noche.

Sujeto fuerte la almohada y reemplazo tu cuerpo.

Respiro…

¡Vete de mis madrugadas!

 

 

 

 

Primeros amigos

 

Al lejano recuerdo del sur.

 

¿De quiénes son esas voces?

¿Por qué saben mi nombre?

 

Mamá, déjame ir a jugar debajo del árbol.

Ahí conocí a un amigo:

sabe volar y a veces desaparece.

 

 

¿Papá, a dónde se fue la abuela?

Cuando todos duermen,

mis amigos la traen de visita a casa:

sonríe, nos observa.

 

Hermana, vamos al río:

hay diminutas niñas.

Pueden brillar y son bonitas sus alas.En el camino de regreso,

hombrecitos de sombrero y zapatillas

me piden ir hacia donde viven.

¡Acompáñame!

Se van cuando ustedes me buscan.

Y me gusta más su mundo que el nuestro.

 

 

Un día de visita en casa

 

Por la tarde tomamos café

para hablar de cuán lejos y cerca está Dios.

 

Mi madre duerme.

La noche anuncia que nadie vendrá por ella.

Mi desvelo vigila sus sueños.

 

Percibo aroma de niñas

en épocas lejanas.

 

¿Hasta dónde crecen los momentos?

Nuevas vidas nos rodean

¡deben ser gigantes el corazón

y la memoria!

 

Sembré romero en los recuerdos.

 

El tiempo brinda por nosotros.

Ahora todo duerme y es tranquilo.

 

 

 

Vana esperanza

 

Robo del cielo su moneda de plata

para comprar la sombra de tus silencios

y hacer un quinto menguante.

 

Guardo el océano en una botella

para aumentar la sed de tus alucinaciones.

Construyo un reloj con las arenas del desierto.

Y me siento sobre la espera.

 

 

En el anaquel de la memoria

 

Historias sin páginas,

libros sin lectores.

Las estrellas ya no tienen cielo.

 

¿Hacia dónde volaron las moscas del cadáver de Don Quijote?

Las flores nacen con el sol y no presumen su belleza,

¿cómo saber amarlas en esta confusa juventud?

No quedan ni cuatro espinas para defendernos del mundo.

¿Quién pide la Guerra, quién la Paz?

¿Dónde las pasiones Romeojulietas?

 

¡Soy sobreviviente!

Aún cabalgas con triste figura y suspiras Dulcineas.

¿Y en qué se parece un cuervo a un escritorio?

Camino por baldosas amarillas hacia la Ciudad Esmeralda.

Todavía el niño rubio quiere el dibujo del cordero.

Y escucho al negrito preguntar por qué mueren las rosas.

 

 

 

*Jairo Brenes nació en San Vito de Coto Brus, Costa Rica.  En el año 2012 se traslada a la capital costarricense, San José. Comenzando un acercamiento formal con la literatura, inició su participación en el taller Miércoles de Poesía de la Casa Cultural Amón, de la Universidad Tecnológica de Costa Rica (TEC). En 2017 trabajó brevemente en el taller literario Luna Roja. En el mismo año publica su libro de relatos Delirium (Guayaba ediciones), bajo el seudónimo B. J. Jairo. En 2018 participa como antólogo en la Iniciativa del programa cultural SaludArte, publicando en el libro Miércoles de Poesía (BBB producciones) sus primeros poemas. En los últimos años ha frecuentado diversos talleres y conferencias en relación a la creación de dramaturgia y guion, mostrando un alto interés en otras disciplinas como el teatro y el cine. Actualmente trabaja en la revisión de su próximo trabajo literario.

 

 

**Augusto Ramírez nació en San Salvador, El Salvador. Ilustrador y artista visual. Estudió en el Centro Nacional de Artes de San Salvador, graduándose en Artes Visuales; cursó estudios de dibujo, ilustración, foto y periodismo. En el 2001 migró a Costa Rica para desempeñarse como diseñador e ilustrador en distintos medios impresos. Actualmente labora para la revista Perfil como editor gráfico. Ha recibo reconocimientos tanto en ilustración como diseño editorial por la Society of News Design (SND).

 

 

 

Ernest Hemingway: el fuego interno y la forja

Por Pablo Profili *

 

Tanta vida transitada, tantos textos.

Ciento veintiún años ya.

Ciento veintiún años de su nacimiento.

Ernest Hemingway.

Escribió, entre otras, Adiós a las armas (1929), Por quién doblan las campanas (1940), El viejo y el mar (1952) y París era una fiesta (póstumo, en 1964). Premio Pulitzer en 1953, en 1954 recibe el Premio Nobel de Literatura.

Vivió y recorrió intensamente medio siglo XX, y lo retrató en palabras. Amado, odiado, criticado, elogiado, no pasó indiferente.

¿Qué buscaba, qué lo empujaba?

Tal vez no haya que buscar mucho ni adelantarse en el tiempo.

Tal vez, simplemente, para Ernest Miller Hemingway —su nombre completo— todo haya comenzado ese 21 de julio de 1899, al nacer en Oak Park, un suburbio de Chicago. Ese “lugar de anchos jardines y mentes estrechas”, como lo calificaría más tarde, y que lo marcaría desde el principio.

Fue el primer varón y tercer hijo de un matrimonio, Hemingway, respetado en la zona, pero no muy unido ni al parecer muy feliz.

Su padre, el médico Clarence Edmond Hemingway, le enseñó desde los cuatro años a cazar, a acampar y a pescar en los bosques de Michigan, en una casa de campo de su propiedad, a orillas del lago Wallon. Ahí, Hemingway aprende a ubicarse hacia el norte observando en qué lado de los árboles crece musgo, y cómo su padre encuentra en el monte los rastros de un gato montés. Incluso, los nombres en latín de todas las aves de la zona. Y a veces, hasta acompaña al padre en sus recorridas médicas a un campamento de indios chipewa, que más adelante retrataría en algunos cuentos de Nick Adams.

Así nace la pasión de Hemingway por la naturaleza y la vida al aire libre en lugares remotos o aislados.

Sin embargo, esto no significó que se llevaran bien con su padre; al contrario: mantenían un vínculo más bien tirante. Tan así es, que en 1923, al mandarle Hemingway ejemplares de su libro Tres cuentos y diez poemas, el padre le responde: “Un caballero habla de venéreas sólo con su médico”. Hemingway, por su parte, lo calificó de “cobarde”, cuando su padre se suicidó en 1928, por problemas con la diabetes, una angina de pecho, y unas malas inversiones inmobiliarias en la Florida.

Tampoco fue buena la relación con su madre, Grace Ernestina Hall, maestra de música, concertista local y ex cantante de ópera. Feminista declarada y de carácter, llevaba las riendas de la pareja y de la familia. Pese a todo, de ella hereda Hemingway esa vitalidad y energía, como lo señala su biógrafo Michel S. Reynolds. Lo cual no quita que, de adulto, él llegara a declarar que la odiaba. Ya sea por haberlo vestido de bebé con ropa de nena –una costumbre habitual en la época–, o por haberlo echado de casa, tras volver él de la Primera Guerra: estaba cansada de verlo en la casa, tomando vino y sin buscar lo que ella consideraba un trabajo decente.

Sin embargo, su madre le va a inculcar a Hemingway el amor por las artes. Aunque eso haya significado insistirle para practicar violoncelo. Tanto, que lo sacó por un año de la escuela para que estudiara música y contrapunto[i], según rememora Hemingway en un reportaje que le hizo el periodista y escritor George Plimpton. “Creía que yo tenía facultades”, le dice a Plimpton, “pero yo carecía de todo talento”. Y remata: “Ese violonchelo… yo lo tocaba peor que nadie en el mundo.” De todos modos, con el tiempo, Hemingway admitiría que la técnica del contrapunto le fue útil para escribir Por quién doblan las campanas.

Recién luego de la muerte del padre, Hemingway recompondrá las relaciones con su madre y la ayudará económicamente.

Afortunadamente a todo eso, el Oak Park High School, al que asistió entre 1913 y 1917, pareció ser la válvula de escape, la vía para canalizar lo que no podía en su casa. Se destacó en los deportes: fue capitán del equipo escolar de watepolo, jugó al fútbol americano y practicó boxeo. Incluso organizaba peleas con sus compañeros.

Pero sobre todo, y aunque ya viniera educado artísticamente por su madre, pudo desarrollarse y sobresalió en las clases de inglés y por sus aficiones literarias. Lo que, a su vez, llevó a Hemingway a tomar una decisión trascendente, que lo guiará en una nueva dirección. El penúltimo año decide asistir al curso de Inglés de la profesora Fannie Biggs, quien organizaba la clase como una redacción de diario. Estricta pero entusiasta, mantendrá una relación estrecha con Hemingway, y lo recomendará a Arthur Bobbit, profesor de Historia y supervisor del Trapeze, el diario escolar.

Hemingway no está muy convencido de la idea, pero Bobbit, enterado de sus habilidades, agudeza e ingenio, insiste y lo convence de reorganizar el periódico. Así, el 2 de marzo de 1917, Ernest Hemingway debuta periodísticamente con una editorial sobre la importancia del realismo literario.

Y ya lanzado, no se detendrá: ha descubierto una pasión, algo que lo mueve. Escribe dos o tres colaboraciones por número, alternando con cuentos que escribe para el Tabula, otro diario escolar. Se obsesiona con una literatura norteamericana despojada de la influencia victoriana. Descubre al escritor satírico y periodista deportivo Ring Lardner, lo imita y firma como Ring Lardner Jr. en algunas de las notas. Y sigue empeñándose, esforzándose al máximo, aunque se trate de diarios escolares. Cada mañana dedica una hora a recortar de los diarios de Chicago, artículos de prensa, los que le parecen mejores o más destacados. Luego, dedica otra hora a estudiar las técnicas, cómo fueron escritos.

La suerte estaba echada; el destino de Hemingway, también. Por más que diga que quiere enrolarse, pelear la Primera Guerra en Europa. Desiste luego, ya está seguro: quiere ser periodista, y si puede, escritor. En julio de 1917 manifiesta su intención de trabajar en el que él consideraba el mejor diario de los Estados Unidos, el Kansas City Star.

En octubre de 1917, Hemingway ingresa en el Kansas City Star.

Ya nada será igual.

Empieza a prueba, como aprendiz, por quince dólares diarios. Lo más importante: conoce las normas de estilo[ii], ciento diez reglas de escritura periodística en una hoja clavada a un gigantesco tablero que cuelga en las paredes de la sala de redacción. Como a todos, el director del diario, William R. Nelson, le hace aprenderlas, y Hemingway las aprende. Por ejemplo: emplear frases cortas. Hacer los párrafos del comienzo breves. Las frases deben ser sencillas y claras. No usar dos palabras cuando una sea suficiente. Usar verbos para dar acción.

Otro jefe, Lionel C. Moise, lo instruye en descubrir los secretos implícitos de las cosas banales, a sugerir el mundo interior a través de las descripciones objetivas. Sobre todo, “arrodillarse ante el altar de los párrafos cortos”.

Así, y destinado a la sección Sucesos, cubre juzgados, hospitales, y la policía. Mayormente, infracciones y peleas domésticas. Pero no importa. Un redactor, Wellington, recuerda la entrega de Hemingway, su dedicación total y su avidez por juntar datos y encontrar la noticia en la calle. Y por su técnica: no llegaba a los veinte años y ya era un maestro en exponer con simplicidad los hechos simples.

Tanto esfuerzo resulta: cubre un incendio en un edificio de departamentos, y lo hace tan bien que pasa de la sección Sucesos a primera plana, como reportero estrella.

De toda esta época, recordará más tarde Ernest Hemingway lo de las reglas. “Las mejores reglas que jamás he aprendido en el oficio de escribir”, recuerda; “jamás las he olvidado”. Y también que cualquier persona con talento y “que al escribir se siente verdaderamente cerca de la cosa que está tratando de decir, no puede dejar de escribir bien si cumple con estas reglas”.

Finalmente, en abril de 1918, Hemingway renuncia a su puesto en el Kansas City Star.

Partirá hacia Italia, tras ser reclutado por la Cruz Roja, ahí, en Kansas City, y firmar un contrato para conducir ambulancias en Italia, durante la Primera Guerra.

Pero eso ya es otra crónica.

 

[i] El contrapunto (del latín punctus contra punctum, «nota contra nota») es una técnica de improvisación y composición musical que evalúa la relación existente entre dos o más voces independientes (polifonía), con la finalidad de obtener cierto equilibrio armónico.

[ii] Se les llamaba ” hojas de estilo” (“stylesheets”), y se las considera antecesoras de los manuales de estilo periodísticos. La del Kansas City Star se editó en 1914. También The New York Times y The Chicago Tribune editaron sus normas.

Se las considera las primeras reglas escritas de los medios en la historia del periodismo. Impulsaron el denominado “estilo Middle West”, de prosa sencilla, amena, y funcional con predominio de freses breves y adjetivación mínima, que intentaba diferenciarse de la prensa del Este. Un estilo periodístico con bastante de literario, y que resultó una inspiración y formación para autores como Hemingway.

 

 

 * Pablo Luis Profili (Buenos Aires, 1969) vivió su infancia y adolescencia en Río Gallegos. En la Universidad Nacional de Misiones cursó materias de la Licenciatura en Genética. Posteriormente, se muda a Buenos Aires, donde, en 1996, se recibe de Periodista en la Escuela Superior de Periodismo del Instituto Grafotécnico. Hoy en día reside en dicha ciudad.

Desde 1999 asiste, con alguna interrupción, al Taller de Corte y Corrección dictado por Marcelo di Marco.

Se declara fan de Homero, Conrad, Lovecraft, Poe, Bradbury, Hemingway, Quiroga, Graham Greene. También, del cine clásico de los años 30, 40 y 50, y de la nueva camada surgida en los 70 (Coppola, Scorcese, Spielberg, Lucas, De Palma). Y es un nostálgico incurable, además, de la música y la cultura pop de los 80.

Actualmente trabaja en una empresa de seguridad aeroportuaria en el Aeroparque Jorge Newbery.

 

 

Ema lo sabía

 Por Gustavo Bussot *

 

Yo tenía el celular en silencio, por eso no lo había oído sonar. Cuando vi la pantalla encontré cinco llamadas perdidas, y todas del trabajo. Marqué el numero, y atendió Eliseo, uno de los dueños de la funeraria. Me pidió que fuera cuanto antes.

Dejé el almuerzo por la mitad, pagué en la caja y salí corriendo. Llegué en menos de cinco minutos y bajé al sótano, donde se preparan los cadáveres.

Era una muerta joven, de unos veintipico. Atilio, el otro dueño, ya la había bañado y secado. Todavía tenía el pelo húmedo y estaba cubierta con un toallón.

–Parece que fue de repente –dijo Atilio secándose las manos, y la señaló con el pulgar–. Es una piba. La familia está destrozada. Hacé lo mejor que puedas para que se vea bien.

No iba a costarme mucho: era hermosa. Tenía la piel tan blanca que parecía transparente. Si uno fijaba bien la vista, podía distinguir las venas, y hasta algunos vasos todavía rosados. Qué placer contemplar esos ojos claros y sin vida entreabiertos. Y ni que decir de aquellos labios pálidos, tan carnosos que daban ganas de besarlos una y otra vez. Pero besarlos muy suavemente y con respeto, para no perturbar el profundo sueño de la muerte. Era, sin duda, la mujer más bella que había visto en mi vida. Y yo había visto y maquillado mujeres, eh. Pero ella era diferente; despreocupada de todo, inmortal en esa frialdad tan perfecta como conmovedora.

La miré unos minutos, y rodeé la camilla para estudiarla mejor. Ni un solo error había en sus rasgos. No me dijeron su nombre, pero tenía cara de Ema.

Para despejarle el rostro peiné hacia atrás su larga melena roja, que cayó como una cascada de sangre.

Abrí mi maletín y saqué todo el contenido. Lo único que dejé a un costado, sobre un estante, fue el bisturí con el que a veces raspo las uñas infestadas de hongos. También lo uso para extirpar las que necesiten ser reemplazadas por uñas artificiales.

La miré un instante más y empecé a trabajar. Pensé para sus párpados un verde esmeralda que contrastaría con el rojo pálido de sus cejas. Lo apliqué, y después le bajé un poco la intensidad. Puse corrector debajo de sus ojos, no porque ella lo necesitara, sino más bien por costumbre.

Mientras trabajaba le pregunté qué le había pasado, cómo había llegado aquí.

No quiso contarme.

Entonces decidí empezar a hablar yo, y me presenté.

―Me llamo Bruno Park ―le dije mientras le acomodaba la cabeza―. Parquazzi, en realidad. Park es mi nombre artístico. A lo mejor oíste hablar de mí. Soy maquillador profesional. Trabajé con los mejores diseñadores del mundo de la moda. Pero un día me cansé. No soportaba que mi trabajo durara sólo un desfile, y después a la basura. Entonces, un día que volvía de unas tomas, vi un anuncio en la vidriera de esta funeraria: pedían un maquillador. Hace cinco años que trabajo acá, y estoy feliz. Mi arte dura lo que tiene que durar: dura toda la muerte.

Seguí con sus mejillas, y acentué el rosado en los pómulos. Usé un tono de rosa menor para el resto de la cara y parte del cuello. Delineé sus ojos, con mucho cuidado. Pasé a sus pestañas, a las que les di un poco de volumen. Era sin duda mi mejor trabajo, el más perfecto. Pero por ella, no por mi habilidad.

Mientras le pintaba los labios le conté de mis comienzos, de mi crecimiento: tenía tema de sobra, porque muy pronto empecé a ser solicitado en los desfiles internacionales más importantes. Le hablé de todas las modelos famosas con las que trabajé. Y también, de alguna que otra –sin importancia para mí–, con la que tuve algún amorío.

―Ninguna ―le dije―, ninguna puede compararse con vos. Tenés una luz especial, un brillo único.

Todo eso le dije. Y también le dije que estaba enamorándome.

Pero no hacía falta: me di cuenta de que Ema lo sabía.

Afuera los dueños de la empresa esperaban ansiosos. Los oía ir y venir.

Se abrió la puerta, y se asomó Atilio, y desde el umbral me preguntó si me faltaba mucho.

―Dame media hora, y te aviso –le pedí mientras cerraba, lentamente, la puerta en su cara.

Se fue sin protestar demasiado.

Volví a la mesa de trabajo para contemplar a Ema, una vez más. Advertí entonces un detalle: me había olvidado de sus manos.

Las busqué debajo del toallón, y las miré detenidamente. Estaban perfectas. Sus dedos eran largos y delgados. Sólo había que pintarle las uñas. En la camilla, demasiado estrecha, con las manos suspensas a los costados resultaría muy difícil.

Desplegué un sudario en los mosaicos, y con mucho cuidado, para no arruinar nada de lo hecho, la bajé al piso.

La dispuse sobre la tela, boca arriba, pero siempre envuelta en el toallón. Sin destaparla descubrí su mano izquierda y le pinté las uñas de un rojo bermellón, muy cercano al naranja; los esmaltes de secado rápido fueron un buen invento.

Dejé al descubierto la mano terminada, y me cambié de lado para pintar la otra. Cada dedo que coloreaba se volvía más dócil y extrañamente suave. Por alguna razón, aquel fenómeno me indicaba que Ema estaba cómoda conmigo. Me parece que ella, también estaba enamorándose.

Terminé el trabajo, y quise contemplarla otra vez. Con mucho respeto descorrí el toallón.

Y quedó desnuda.

Sabía que no iba a molestarle. Era un sueño. El mejor de los sueños. Ese sueño del que nadie querría despertarse. Ema era la modelo que todo artista querría tener. No podía dejar de mirarla. No podía no amarla.

―Sos hermosa, Ema ―le murmuré al oído, y creo que sonrió cómplice. Sin duda éramos el uno para el otro. Más allá de las estúpidas circunstancias.

Estiré el brazo, y de la repisa cercana agarré el bisturí. Me acosté junto a ella, le cerré los ojos, y después cerré los míos. Practiqué el corte, sin queja alguna, y dejé que el rojo de la pasión fluyera de mis venas.

Tomé la mano recién pintada, y me fui con mi amada a darnos una vuelta por toda la eternidad.

 

 

 

 * Gustavo Bussot (Buenos Aires, 1963) estudió Ciencias de la Comunicación en la UBA. Trabajó como periodista, actor y productor de radio y televisión. Es creativo publicitario y escritor. Publicó por editorial Olivia dos libros infantiles: Las lunas de Simón (2018) y El mágico zoo de Simón año 2018. El mágico zoo de Simón (2019); ambos, ilustrados por Estefanía Malic.

 

 

 

 

 

 

 

 

Todos los matices del negro: entrevista a Mario Zegarra

Por Luis Lezama*

Mario Zegarra en Lima (2019)

Mario Zegarra (Lima, 1982) contesta la videollamada; es la segunda vez que le marco. Han pasado más de cuatro meses desde que se presentó Tan ignorado como aquí (Buenos Aires, Bärenhaus, 2019), su primera obra, un híbrido entre distintos géneros que van desde el policial hasta lo fantástico.

Son las cuatro de la tarde en Lima, desde donde nos habla, y afuera todavía hay sol; pero en el estudio de Mario Zegarra todo es oscuro, y la luz es apenas la suficiente para verlo a él y ver que detrás suyo, como escoltándolo, hay muchos libros. Son gruesos y están en un estante que no parece cumplir ninguna función estética, que parece de almacén: su único propósito es contener la mayor cantidad de libros posible. No se lo pregunto, pero intuyo que escoger esos estantes quizá tenga algo que ver con haber sido librero y bibliotecario. Mario está vestido de negro. Tomo una nota para mí mismo: Mario Zegarra siempre está vestido de negro. Ignoro qué tipo de negro es ese que lleva, pero Mario debe saberlo. En Tan ignorado como aquí, Magistelo Zacarías, un personaje emblemático, nos habla desde la muerte para enseñarnos que “Existen infinidad de negros —dice—: el negro marfil, el negro azabache, el negro mate, el negro ébano, el negro bujía, el negro perileno, el negro viña, el negro humo, una infinidad de tonos negruzcos y un largo etcétera”. En el libro, como en esta entrevista, Mario Zegarra nos lleva por esos y otros matices del negro: con un humor negro nos conduce por una Lima negra, por un pasado negro, por un presente —todavía— negro, por negros asesinatos, negras torturas, por negros callejones y por negras almas. Todo parece negro hasta que, desde ahí, desde ese negro –casi– absoluto, como un fósforo que se enciende, como una sonrisa que aparece, habla Mario Zegarra.

Mario, lo más recomendable, y lo más natural, parece ser siempre empezar por el cuento o la poesía. Vos empezaste con una novela, ¿por qué esta inversión que no parece lo más habitual en el viaje del escritor?

En verdad empecé a escribir a los quince, y empecé a escribir poemas. Intenté escribir cuentos, pero me parecía muy difícil. Por más que leí a Edgar Allan Poe. Y, bueno, a Julio Ramón Ribeyro. Después de leer a Ribeyro dices: “Pucha, no lo voy a alcanzar nunca”. En cambio la novela, cuando leí a Vargas Llosa, eso me pareció más fácil, más factible. Algo a lo que podía aspirar. Y empecé a escribir novelas o esbozos de novelas en 2002. Esto no quiere decir que esta novela (Tan ignorado como aquí) la estoy escribiendo desde esa época. Tengo seis o siete proyectos que los he dejado ahí. Siento que no las voy a retomar, porque son –fueron– sólo de aprendizaje. Ninguna la terminé, casi todas están a la mitad o son apenas tres cuartas partes; las dejaba, agarraba otra, regresaba a la anterior y cosas así hasta que en 2006 empezó Santiago Matamoros a hablarme.

¿La estás escribiendo desde el 2006, entonces?

Yo dejé de escribir a fines del 2006. Dejé de escribir cuando se murió mi hermana, la menor, y pasaron nueve años en que dije “no voy a escribir nada”. Mi cabeza seguía trabajando, pero yo no agarraba un lapicero, no agarraba la computadora, no agarraba la máquina de escribir –porque también usaba una máquina de escribir–. Hasta que más o menos a fines de 2014 volví a escribir algo. El proceso de duelo había terminado, y las ganas de escribir regresaron.

Veo que el estudio donde estás es negro, bastante oscuro.

Está pintado de negro incluso. Sólo entra la luz cuando corro las cortinas.

¿Cómo fue tu infancia, Mario?

Siempre he sido callado. En el colegio tampoco me llamaba la atención llamar mucho la atención. Cuando estaba en la casa, con mis abuelos, sí hablaba mucho con ellos.

¿Te llevabas mucho con tu abuelo?

Mi abuela y mi abuelo se encargaron de criarnos hasta que tuve más o menos diez años. Mis papás trabajaban mucho. Mi viejo es economista, mi mamá fue secretaria.

¿Nunca te dio por ser economista?

No. Ahora, a mi papá le encanta leer. Creo que el vicio por la lectura me salió por él. O sea, siempre he visto en la casa libros, revistas… Justo me acuerdo, ahora que estabas hablando de ser niño, me acuerdo que cuando me comenzaba a interesar la literatura una vez le pedí a mi papá una colección, no sé si las conociste o habrás visto, una colección de Oveja Negra en lomos verdes y lomos rojos. Pasaban los comerciales en la tele. Yo leí que eran colecciones de aventuras. Ahí estaban La isla del tesoro, Tarzán de los monos, Los tres mosqueteros. Yo le pedí a mi viejo que me la comprara. Mi viejo, feliz, casi me compró la colección completa. Lamentablemente nunca salieron todos los tomos. Pero llegué a tener como quince o veinte; con los que más me agarré fue con el Tarzán de los monos de Edgar Rice Burroughs y con La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson. Los habré leído creo que entre unas cuatro o cinco veces cada uno. Después comencé a agarrar los otros libros, los de mi papá; había de todo ahí, menos poesía.

«El Tarzán de los Monos» de Edgar Rice Burroughs

¿Y en el colegio leías?

Lo malo del colegio es que no todo está al mismo nivel. Y te toman como si fueras de kindergarden o que fueras medio deficiente mental. Yo era bastante avispado en el colegio, te estoy hablando de secundaria. Hablaba con los profesores, sobre todo con los de literatura, y ellos me permitían escoger mis libros porque sabían que los iba a leer. A otros chicos no los dejaban. Otra cosa que me gustaba hacer era leer diccionarios. Unos que estaban por la casa, los que mi abuelo había comprado para mi mamá y mis tíos, la Enciclopedia Barsa o el Nuevo tesoro de la Juventud. Empecé a leer por gusto, no por obligación. Y cuando iba al colegio y hablaban de historia, yo había leído; hablaban de anatomía, yo había leído…

¿Con quién te llevabas mejor en tu casa?

Con mi abuelo materno es con el que más paro. Me sacaba para arriba y para abajo. Me acuerdo una vez que estábamos yendo a recoger algo de su trabajo —él trabajaba en una imprenta—, estábamos por el centro de Lima, que en ese tiempo era demasiado peligroso. Tenía yo cinco o seis años. Y recuerdo que él me dijo “Quédate parado acá” frente a un negocio donde él iba a ir a cobrar o recoger algo. Y él sale y yo veo que lleva un paquete debajo de su chompa. Seguro le habían pagado. Cuando sale, veo que lo estaban asaltando, y él se peleaba con dos tipos. Yo estaba parado al frente, la calle no era muy ancha. Y mi abuelo me hacía señas de: “Quédate ahí, quédate ahí”. Yo agarré una piedra, me acerqué, y le tiré a uno de los tipos. Al final llegaron unos policías y nos llevaron a todos presos. A mí también me llevaron preso. Preso con seis años. Me acuerdo que el policía me interrogó, “¿Qué fue lo que pasó?”, y yo le dije que mi abuelo había ido a recoger un paquete, que me había dicho que lo espere, y que esos dos señores —así le dije, señalándolos— lo empezaron a golpear, y que yo lo quise ayudar a mi abuelo, nada más.

Mario, contanos de tus trabajos, ¿fuiste algo antes de ser librero y escritor?

Fui profesor.

¿Cómo fue esa experiencia? 

Una cagada. Enseñé a chicos de primaria, me acuerdo. Lo que pasa es que no tengo la habilidad que tiene Marcelo (di Marco), que, por más que se exalta, tiene paciencia. Aunque él diga que no, es bastante paciente y asertivo con la gente. A mí me revienta que la gente sea estúpida o se haga la estúpida. No puedo, no puedo, no puedo. Estoy un rato tranquilo, pero después no vas a querer verme ni dibujado. Es muy difícil que me veas molesto, pero cuando me veas molesto, lo mejor que puedes hacer es correr.

¿Cuándo llegaste a la librería (La Casa Verde, librería emblemática de Lima, apadrinada por Mario Vargas Llosa)?

Cuando estaba en la universidad, por un anuncio de la bolsa de trabajo, empecé a trabajar en la librería. Postulé porque necesitaba dinero para el trago, para comprar libros, para los pasajes de actividades no curriculares. Tuve la suerte de que mi viejo me pagase la universidad, pero no me pagaba los vicios. Entré como reemplazo. Pasé medio año así. El trabajo básicamente era cuidar que no nos robaran nada y ordenar los estantes. Me acuerdo que los que trabajaban en ese momento en la librería me decían “Oye, pero estás ordenando muy rápido. No tienes que trabajar tanto, porque si no después nos van a mandar hacer otras cosas”. Yo decía: “Si lo hago más rápido, me queda más tiempo para leer”.

¿Sabés por qué cerró la librería?

(Se ríe) Sí sé, porque yo la cerré. Después de un año pasé a ser encargado de la librería. Y unos años después, me encargué —lamentablemente— del proceso de cierre. Cerramos porque la dueña se cansó. Era una persona con mucho dinero, la librería era su hobby. Ocurría que la persona encargada de administrar la librería era un desastre, ella no sabía hacerla rentable, y encima ocurrió un accidente: la librería se inundó. Y justo nos había llegado una importación de España, lo que nos iba a sostener todo el resto del año. Me enteré de la inundación al siguiente día, se había salido toda la mierda por el desagüe, agua sucia: maloliente y negra. La librería se encontraba en el primer piso de un edificio de dieciséis pisos, y el día de la lluvia marrón reparaban el sistema de desagüe. Hicieron mal un cálculo, y el agua que drenaban salió por el inodoro del baño del mezzanine de la librería. Llovió porquería sobre toda la librería, sobre las cajas de los libros nuevos, sobre las mesas de exhibición, sobre todo todito todo. Una completa desgracia. Un compañero quedó muy impactado por lo que pasó, y renunció. Me acuerdo que otro de los compañeros me reclamaba: “Oye, justo me había comprado zapatillas nuevas y ya no las puedo usar”. Renunció también y me quedé solo, haciendo todos los turnos yo. Entraba gente, pero no duraban. Pasaron unos meses y después cerramos.

Mario Zegarra fue librero de la icónica librería de Lima «La Casa verde» y bibliotecario en el Museo de Arte Contemporáneo de Lima.

¿Ya estabas escribiendo la novela en esta época de librero?

Se me ocurrió ahí, cuando estaba cerrando la librería. Un año antes de cerrar la librería recién se hizo un inventario, el primer y único inventario en diecisiete años desde la fundación de la librería, imagínate. Desde 1996 nunca tuvieron la precaución de revisar nada. Para el cierre, yo presenté un informe, y ahí saltó todo lo que se había desaparecido misteriosamente, todo lo que se habían robado. Y era mucho, demasiado. Ya una vez que yo hice el arqueo, y contrastando papeles, te vas dando cuenta, no, en qué época se te perdieron más libros. En promedio, en una librería, que se te pierdan entre diez o veinte libros en un mes es bastante. Y eso es por robo externo. Pero si tienes cien, ciento veintitantos, eso ya es trabajo interno. ¡Había un montón de trabajo interno! Por las fechas sabías más o menos quiénes habían sido, porque sabías quiénes estaban trabajando.

¿Qué libro se robaron mucho?

El de Bolaño, Los detectives salvajes, arrasaron con ese. Era cuando lo publicaban en Anagrama, la edición roja.

¿Qué pasó después del cierre de la librería?

La dueña de la librería donó todos los libros que quedaron al Museo de Arte Contemporáneo de Lima. Y parte de la donación fui yo.

¿A vos también te donaron junto con los libros?

(Mario se ríe, toma aire.) Tú sabes cómo es un país latinoamericano, un país bananero. El esposo de la dueña de la librería prácticamente era el dueño del museo, si mal no recuerdo era director o algo por el estilo. Así que me donaron y parte de mi trabajo era organizar la biblioteca del Museo. Armé el sistema de la biblioteca, estuve dos años y me aburrí. También comencé a sentir que la dueña dudaba de mi trabajo. Me comenzaron a achacar todos los problemas que se habían suscitado en la librería durante los dieciocho años que estuvo operativa.

¿Te acusaron de ser como Magistelo Zacarías, quien era, en efecto, un ladrón de librerías?

La novela ha sido muy elogiada por Ricardo Sumalavia, escritor peruano de reconocida trayectoria.

El personaje de Magistelo tiene bastante de varias personas que trabajaron en la librería. Tú te das cuenta, yo sabía por qué siempre un tipo se iba al almacén, por qué hacía estas cosas, por qué llegaba tan tarde, por qué siempre llevaba una mochila. La mayoría de gente cuando va a trabajar a una librería, en teoría, no debe llevar mochila a menos que esté estudiando en la universidad. Este tipo que llevaba siempre mochila estudiaba por las mañanas —yo lo sabía, él me lo dijo—, se iba a su casa a almorzar y después se iba a trabajar a la librería. Si pasó por su casa, no tenía por qué llevar mochila. Era sospechoso. Y siempre se ofrecía a ir al almacén. Tú vas sacando. Vas viendo. Te vas dando cuenta.

Contame de la universidad. ¿Cómo fue estudiar Letras? ¿Sabías desde entonces que querías ser escritor?

Yo no postulé a Letras, postulé a Ciencias. Mi viejo decía que tenía que estudiar una carrera rentable, que si no me iba a perder… Bueno, tú conoces el discurso. Cuando me fui a matricular le pregunté a la chica que matriculaba “Oye, ¿tú sabes qué carrera es rentable?” así de frente se lo pregunté. La chica me dijo “No”. Yo le pregunté “¿Qué estudias?”, porque se notaba que era alumna. “Yo, Ingeniería informática” dijo. “¿Y esa carrera es rentable?” le pregunté. “Sí, seguro que sí” me dijo. “Ya, méteme ahí” le dije. (Mario se ríe.) Estuve tres ciclos en Ciencias, en Informática. Y no pude seguir porque no tenía tiempo para leer. Y eso era lo que me estresaba. Tú entrabas a la biblioteca de Ciencias y se escuchaban los ruiditos de las calculadoras, gente hablando; en cambio, en la biblioteca de Letras: silencio. Se escucha hasta el zumbido de un mosquito. Yo mejor me sentaba a leer en unas gradas de la facultad, afuera. Un día pasaron los chicos de Artes Plásticas y me vieron leyendo La Venus de las pieles; la portada era una mujer toda desnuda. “Oye, ¿qué estas leyendo”, me preguntaron. Y yo les comenté del amigo austriaco Leopold von Sacher-Masoch, que por el tipo inventaron el término “masoquismo” y toda la vaina. Después me invitaron a su taller. Me hice amigo de ellos; les prestaba mis libros, les recomendaba qué leer. Me juntaba más con ellos que con los de Ingeniería. Teníamos más intereses en común. Mi viejo, obviamente, veía a mis amigos llegar a la casa, todos manchados de pintura, todos greñudos, oliendo “extraño”. Le dije pues un día que quería cambiarme de carrera. Y mi viejo dice “Este huevón se quiere cambiar a pintura”. Le dije que no, que quería estudiar Literatura. Y él puso cara de uff, parecía que había ganado la copa del mundo, ya estaba más tranquilo. Y me dijo: “Anda cámbiate, el que se va a quedar con la carrera eres tú, el que va disfrutar de los méritos y de las frustraciones de la carrera eres tú. Si es lo que te gusta, hazlo”.

 ¿Y te cambiaste entonces a Letras?

Me cambié. Y justo en ese ínterin me tocaba llevar algunos cursos de Letras, porque toda carrera, aunque sea de Ciencias, llevas algunos cursos de Letras. Entonces llevé un curso que se llamaba “Literatura actual” de literatura actual peruana, y quien lo dictaba entonces era Ricardo Sumalavia. Y en su primera clase, recuerdo, él dijo: “A mí me gustaría, de acá a unos quince o veinte años, enseñar sus cuentos, sus novelas, sus poemas”. Y yo me quedé con eso: yo por aquella época escribía rabiosamente para fugarme del infierno de los números. Ricardo Sumalavia después tuvo la generosidad de presentar la novela conmigo, acá en Lima. La presentación está completa en Youtube (https://youtu.be/U1Ey0Umo16k?t=752).

Mario, en esta novela hay brujas, hay muertos que hablan, hay muchas cosas sobrenaturales, ¿creés en estas cosas?

Siempre he sido bastante abierto a todo. Y bastante curioso. Pero, como me dijo una vez mi abuelo: “Tú no debes de tenerle miedo a nada. A los únicos que les debes de tener miedo es a los vivos”. En mi familia hay ascendencia gitana; por ahí tenemos parientes que son curanderos, etcétera. Y desde niño he visto tipos curando con espadas y huevaditas por el estilo, ya esas cosas me parecen naturales a mí.

¿Qué te sirvió más para ser escritor, ser librero o estudiar Letras?

Yo creo que leer (se ríe). En la Facultad de Letras me enseñaron al revés, me enseñaron a criticar. Aunque en buena hora me cambié a Letras, porque todavía no estaba todo esto de las teorías feministas, la teoría queer y todas las demás comparaciones sociológicas que no sirven para analizar un libro. Todavía eran clases de literatura-literatura. No importaba lo que dijera el discurso, sino lo que dijera el texto. Y era bacán porque tú entrabas a una clase y estudiabas El Quijote, y ese libro te transforma. Miguel de Cervantes es un desgraciado hijo de puta, porque, quieras o no, leerlo te transforma.

 

Miguel de Cervantes

Hay una descripción muy precisa de Lima en la novela y, escuchando críticas de tu libro, pareciera que una novela de este tipo sucediendo en Lima es algo novedoso. ¿Qué importancia tiene Lima para vos?

Lima, como toda capital, es un caos. Y partir de ese caos pueden nacer cosas muy interesantes. Está la parte bonita que te enseñan todas las agencias de turismo: Miraflores, San Isidro, una parte de Barranco. Ahora hay partes de Lima más tétricas, más tenebrosas. Existe un cementerio, el Presbítero Matías Maestro, que es treinta veces más grande que La Recoleta de Buenos Aires. Y, además, se encuentra en una zona marginal. Lima es relevante porque las calles le prestan a la novela esa sordidez, ese lado oscuro, esa jerga callejera. Toda esa peste invade Tan ignorado como aquí.

Vos terminaste y escribiste la mayor parte de esta novela en Buenos Aires, ¿qué opinas de esta ciudad que nos ha acogido a los dos?

Buenos Aires es otro mundo, más civilizado. Hay más librerías, más libros. Pero después de un par de semanas te das cuenta de que al final también posee sus desastres. desastres comunes a cualquier ciudad latinoamericana. Aun así, lo que creo es que hay más orden, empezando por el transporte público —aunque ellos se quejen.

¿Cómo conociste tan bien Lima?

Yendo a conciertos. Desde que estaba en la secundaria, esa época del 96-98, me gustaba mucho el rock y me escapaba de mi casa para ir a conciertos; conciertos que no eran necesariamente en zonas lindas como Barranco o Miraflores, sino por “los conos”. Iba a escuchar a Leuzemia, a Pateando tu kara, a 3 al hilo, a Manganzoides. Barrios como Villa María del Triunfo, o Los Olivos o Independencia. Tenía entre catorce a dieciséis años, me tocaba irme en bus. Me iba con lo justo para ir y regresar. A veces llevaba también para la entrada, pero casi siempre me colaba. Ahí vas conociendo gente, vas conociendo amigos, vas conociendo a las criaturas de la noche. También me gustaba mucho un equipo de fútbol, el mismo de mi abuelo: Universitario de Deportes. Y bueno, el club queda en un distrito populoso cerca del centro de Lima: Breña. Entre los once y doce años, todos los sábados iba al club. Ahí conocí a varios barristas. Eran malandrines, imagino que la mayoría de los que conocí deben de haber muerto. Recuerdo un tipo que se llamaba, o le decían, “Misterio”. Lo conocí porque un día me vio merodeando afuera de la cancha y me pidió ayuda con una de las banderolas de la tribuna. Yo entrenaba con las divisiones menores, supongo que por eso me acogieron; conociendo la mentalidad de esos tipos, seguro pensaban que en algún momento iba a llegar a jugar en el primer equipo. Y así, yendo más seguido, me fueron presentando a la gente brava. La gente seria. La de peso. He visto caras que no se me van a borrar de la retina.

¿Todo esto te sirvió para tu literatura?

Sí. Recuerdo un negro que era idéntico a Pequeño Óscar. Con la cicatriz y todo, igualito. Ya después yo le agregué todas sus demás características para la novela. Los chicos me contaban que habían estado en la correccional, en la cárcel; he visto las armas, los verduguillos que llevaban todos esos barristas. También me decían por dónde ir, por dónde no ir, qué hacer, qué carro tomar. Eso sirve.

¿Qué más de tu vida como limeño te sirvió para la literatura?

Otra persona que me sacaba a la mala era mi abuela. Mi abuela decía “Vamos a pasear” y nos llevaba con mi hermana. ¿Cuál era su paseo? Íbamos a un paradero de un bus y lo tomábamos hasta el último paradero. Dos veces, ida y vuelta. Imagínate que la ruta de un bus son más o menos dos, tres horas. Todo el día paseando, sentados, mirando. Y mi abuela nos preguntaba dónde nos teníamos que bajar, con qué carro hacer conexión. Hasta que ya después nos mandaba solos a mí y a mi hermana. En esa época recién se había acabado el terrorismo de Sendero Luminoso y el MRTA (ríe); yo no entiendo a mi abuela, te podían raptar, te podías morir, pero así es cómo uno aprende, ¿no?

¿Qué fue lo más difícil de la novela?

El final, que quedara todo bien amarrado. Yo sabía cómo iba a comenzar y cómo iba a terminar la novela. Sabía que Matamoros empezaba mal y terminaba mal. ¿Cómo iba a terminar mal? No, eso no lo sabía, eso fue lo que me costó.

Vos corregiste esta novela en el Taller de Corte y Corrección, con Marcelo di Marco. ¿Qué influencia tuvo él?

Cuando llegué a Buenos Aires, la novela tenía otro título, que a ti tampoco te gustó. Marcelo se lo cambió. A Marcelo lo encontré porque buscaba algo puntual en Internet, y así me empezaron a salir todos estos necesarios videos de este señor con barba. Y me los vi todos. Hablé con Luz (la esposa de Mario), le hablé maravillas, y le dije “Oye, este señor sabe un montón de literatura, sabe muchísimo, demasiado”. Luz me dijo que le escribiera. Mejor dicho, Luz prácticamente me obligó a que le escribiera. Si no fuera por ella, no estaríamos hablando ahora ni hubiera llegado hasta donde estoy. Y como te decía, yo andaba buscando alguien que me orientara, pero no quería que me dieran gato por liebre. Le mandé un correo a Marcelo, pero me dijo que había dos años de lista de espera por Skype. Nuevamente le comenté a Luz, y ella me dijo que mejor por qué no me iba a Buenos Aires a trabajar con él. Y ahí, contando mis monedas, dije sí, puedo irme. Llegué y pensaba quedarme dos meses, pero tú sabes cómo es Marcelo. A cada rato me retaba, me hacía ver cosas nuevas en la novela, y es bien exigente. A mí me gustó su manera de trabajar, yo ya la conocía por los videos, pero en vivo y en directo es otra cosa. Te dice las cosas como son: si funcionan o no funcionan. En verdad borré un montón de partes que no servían. Ya con el segundo libro me sacó menos. Marcelo también te recomienda qué leer, qué escuchar, te sugiere las precisas para mejorar la novela. Es muy práctico y muy eficaz su entrenamiento.

¿Qué es lo más importante que has aprendido con la novela?

Me he conocido más. Y también ahora sé que puedo dar más; o sea, más de lo que yo pensaba que podía dar. Siento que puedo hacer cualquier cosa. Cuando llegué donde Marcelo, en 2017, tenía ocho capítulos de esta novela. Hoy día tengo esta novela publicada, una escrita y una más que estoy por terminar.

¿Qué planes tenés con tus otros proyectos?

La novela de Mario Zegarra se puede encontrar en todas las librerías de cadena en Buenos Aires.

La idea es vivir de escribir, que es realmente lo que me gusta hacer. Por suerte, se dio la oportunidad de publicar en Bärenhaus. Para mí la historia de Santiago Matamoros es una saga, así que tengo pensado terminar de escribirla y publicaré la segunda parte cuando se descomplique la complicada situación en la que nos encontramos. Ahora es bien difícil porque no se podrá hacer una presentación en toda la regla, y en la presentación es donde vendes la mayor cantidad de libros. Una presentación por Skype no es presentación. Igual voy a seguir escribiendo, voy a seguir avanzando.

A mí me gustó mucho ver que Magistelo Zacarías pudiera contarnos su historia a pesar de estar muerto. Si pudieras entrevistar o comunicarte con alguien así, de la misma manera en que Magistelo lo hace desde la muerte, ¿con quién sería?

Bueno, quizá la única persona con la que me interesaría conversar, y que no es famosa ni nada, ni escribe, sería con mi hermana menor. Lo que pasa es que mi hermana, aparte de fallecer joven, no podía hablar. Su enfermedad, una enfermedad congénita, se llama síndrome de Wolf-Hirschhorn (WHS). Le da a una persona entre un billón. Tienes paralizada la mitad del cuerpo. Por las tomografías sabes que la persona piensa y razona, y ella movía los ojos, era su manera de comunicarse. Pero después, bueno, nunca pude hablar con ella. Tú hablabas y ella movía los ojos. La clásica: una pestañada, era un sí; dos, un no. Pero no le entendíamos más que con los ojos. Movía los brazos y las piernas, pero a las justas se podía sentar. Cuando nació, el médico preguntó a mi mamá que por qué mejor no la abortaba. Pero mi mamá no quiso. El médico dijo “no creo que viva más de dos días”, y mi mamá la hizo vivir hasta los quince años. Yo lo que escribía se lo contaba. Le contaba todo. Lo que escribía yo se lo leía, y eso fue lo que me chocó, que se murió de un momento a otro.

¿Creés en otra vida?

Yo supongo que sí, que te mueres y reencarnas en otro huevón o en otra huevona. O que vuelves como hormiga u otra alimaña. Todo depende de cómo vayas evolucionando hacia la luz. Yo me imagino que debe ser una evolución para arriba, no para abajo. Al final, el mundo en el que estamos pues es prácticamente un infierno. Si no, lee mi libro, ahí está (ríe).

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Abra la tapa y se encontrará con el animal más agresivo del mundo: el horror en «25 noches de insomnio», de Marcelo di Marco

 

 

 

*Luis Lezama Bárcenas nació en Tegucigalpa (Honduras). Es autor del poemario El mar no deja olvidar. En 2016, con su cuento Bañar al bebé (https://bit.ly/3fBaHFr) ganó el primer premio y la medalla al mérito Gabriel García Márquez en el XI Concurso Internacional de Cuento ‘Ciudad de Pupiales’, organizado por la Fundación Gabriel García Márquez. Sus textos se han publicado en Honduras, España, Colombia, Cuba y Argentina. Actualmente estudia Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires y, desde 2017, es Secretario de Redacción del Diario Informativo Cultural FIN. Formó parte del X Encuentro de Jóvenes Escritores de Iberoamérica y el Caribe, calificado como uno de los eventos más trascendentes de los que tienen lugar en el contexto de la FIL de La Habana (Cuba) y donde, según intelectuales, se construye lo que dentro de unos años será la gran literatura del mundo iberoamericano. 

 

Carta abierta de una trabajadora de la Salud

Por Graciela Amalfi *

 

A mis compañeros del Hospital.

 

Queridos todos: nos toca transitar la pandemia más importante del siglo.

Nos toca ir todos los días a entregar lo mejor de nosotros –de nuestro conocimiento, de nuestro amor para con los demás.

Nos toca no saber qué será lo mejor.

Nos toca caminar la incertidumbre, las normas que van cambiando para que las cosas transcurran por el mejor camino.

Nos toca dejar a nuestras familias, y volver a casa tomando todos los recaudos indicados para que el “virus de la corona” no entre en nuestro hogar, y que no se contagien aquellos a los que más amamos.

Nos toca ver que hay mucha gente dando vueltas por la calle “como si nada”. Nos toca tener ganas de decir que esa gente no se merece que cada uno de nosotros estemos ahí en el hospital. Y sí, nos toca pensar en forma egoísta a veces: no somos inmaculados.

A unos les toca tener miedo. A otros, bronca. A muchos, miles de sentimientos encontrados.

Pero sé que todos nosotros estamos en la batalla desde el lugar en donde debemos estar. En esta guerra, cada uno de nosotros es importante: el que está combatiendo frente a los cañones, el que hace de ese espacio el lugar más limpio, el que entrega los insumos para que se usen en tiempo y forma, el que tiene que dirigir y decir para qué lado nos vamos hoy. Uno más Uno más Uno, así se va sumando el equipo que trabaja en el Hospital. Y esto aplica a los miles de compañeros de la Salud pública y privada de nuestra Argentina.

Sepan, sepamos algo: esta historia la escribimos entre los de adentro –nosotros­– y los de afuera –familias, amigos, vecinos.
Y dentro de unos años, nuestros hijos o nietos o sobrinos podrán contar orgullosos: “Mi mamá, mi papá, mi abuelo, mi abuela, mi tía, mi tío enfrentaron con garra la pandemia más importante del siglo”.

Por eso, queridos, sigamos para adelante: pronto esto quedará en nuestro recuerdo como una de las entregas más importantes que nos tocó vivir, o la más importante.

Aplaudo de pie a cada uno. No porque lo necesitemos para vanagloriarnos sino para que mutuamente nos demos fuerza.

Gracias a quienes se quedan en casa –cosa que se hace insoportable, lo sé–, pero es por poquito tiempo…

Pronto saldremos de esta.

 

 
 * Graciela Amalfi nació en Chivilcoy (Buenos Aires). Se graduó en la UBA como Farmacéutica especialista en Farmacia Hospitalaria, y trabaja en un hospital público de CABA desde 1991.

Participó en unas veinte antologías cooperativas; también trabaja en forma autogestiva. Escribe narrativa para todas las edades, y en los últimos años se dedicó especialmente a la literatura infanto-juvenil. Además, se formó en narración oral, guión cinematográfico y tiene un Diplomado en Promoción de Lectura. Desde 2013 asiste al Taller de Corte y Corrección.

Es Madrina de la Escuela rural Nº19 de Gorostiaga (Chivilcoy), y a partir de 2018 participa en el Proyecto del Centro Cultural Mariano Moreno y Ediciones Doradas “Un libro para mi grado”.

Sus libros de relatos Des palabras armando (2011) y Las aventuras de Cata y su abuela Lili (2015), y las novelas Kumiko, mujer sin tiempo (2011), Amaneceres (2012) y Las madrugadas de Agustín (2017) han sido publicados y elegidos como material de lectura en Colombia (www.eltrendorado.com). En 2018 salieron en Buenos Aires los libros de cuentos La sopa mágica de piedra, Renzo, el perro mochilero. En 2019 aparecieron El cofre perdido. Una aventura de Bruno Rizzo, primera parte de una saga (Buenos Aires, Bärenhaus, colección Biblioteca Elegida del TCyC), Grinsaurius, un dinosaurio en el parque (cuento) y Noelia, la tortuga voladora (cuento).

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