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Grietas

Por Miguel Rodríguez *

 

Mi mundo existe en el interior de una Grieta.

 

Sé que, para los mortales, acostumbrados a mapas tan extensos, llenos de flora, fauna y gentes variopintas, es complicado percibir la belleza de nuestra existencia.

Una vida entre la luz del cielo y la oscuridad del abismo. Como si una espada divina hubiera apuñalado la tierra, abriendo a su paso una herida sin fondo que es incapaz de curarse.

Las paredes rocosas de la Grieta se hunden en las profundidades negras del abismo, en un lugar del que nada ni nadie vuelve, formando dos acantilados infinitos poblados de árboles que se alzan buscando la luz. Árboles cuyas ramas llenan el espacio intermedio, entrelazándose, buscando un abrazo que jamás llegará a darse.

Mi pueblo vive en esos árboles. En Alda, la ciudad colgante. Danzamos con gracia entre las ramas, usando los numerosos brazos que los Seres de Arriba nos han otorgado para balancearnos sobre el insondable vacío.

Nuestra vida, alimentándonos de los frutos que cultivábamos en los árboles, era sencilla.

Pero no pacífica.

La culpa la tenían los grisvar.

 

Así como nosotros nos balanceamos en los árboles, entre los dos acantilados, en equilibrio entre la Luz de Arriba y la Oscuridad de Abajo, ellos no hacen tal cosa. Los grisvar son seres rocosos, toscos y primitivos, cuya vida gira en torno a los muros de roca. Sus cuerpos carecen de nuestro don divino para deslizarnos por el aire; a cambio, tienen una habilidad innata para trabajar la piedra. Su vida, por tanto, consiste en cavar, y así la desarrollan.

Mientras los terasterios de Alda danzamos graciosamente en el vacío, desarrollando los dones de los dioses, los grisvar de Kruengard abren agujeros, dándole formas a la piedra y abriendo sus fortalezas en el interior de las grutas junto a las raíces de nuestros árboles.

 

Durante un tiempo, en la antigüedad, nuestros pueblos vivieron en armonía. Los grisvar de Kruengard trabajaban de la piedra, comían de la piedra, mientras nosotros, los terasterios de Alda vivíamos entre los árboles, cultivando y alimentándonos de los frutos de éstos, concedidos gracias a la luz.

Nuestros pueblos conocían su lugar. Sabían que un terasterio no debía adentrarse en las oscuras mazmorras de los grisvar, que su lugar estaba entre las ramas. Y sabían que un grisvar debía de permanecer en las profundidades; las ramas no podrían soportarlo.

Sin embargo, un día, algo cambió. Algunos dicen que los terasterios quisimos aumentar nuestro territorio, erosionando los bordes del acantilado para ensanchar nuestras fronteras. Lo más probable es que fueran los grisvar los que comenzaron con las hostilidades. Corrieron rumores de que querían cerrar la Grieta, terminando, por envidia, con el equilibrio del que gozábamos los terasterios entre la Luz y el Abismo.

No sé con seguridad cómo comenzó. Lo que sé es que, cuando los grisvar lanzaron una pedrada contra Alda, nuestra nación extendió los brazos y marchó. Marchó hacia la guerra.

 

Yo estaba allí.

Cuando todo comenzó, era un recluta joven, de brazos largos y sinuosos, que podían agitarse como la brisa de la mañana o como el afilado vendaval. Junto a mis compañeros, me calcé mi máscara de guerra y me dispuse a demostrarles a los grisvar que nuestro viento podía erosionar hasta las piedras más duras.

No fue una escaramuza. No fue una confrontación.

Fue la Guerra.

 

Nuestra agilidad nos permitía evadir fácilmente las peligrosas pedradas de los grisvar, aunque, al principio, nuestros portentosos brazos no resultaban de gran ayuda contra sus pétreos cuerpos. No pasó ni un ciclo de luz desde mi llegada hasta que tuve claro que un grisvar no tenía la misma consistencia que un fruto, o que el tronco de un árbol.

Los grisvar eran de piedra. Y eran despiadados.

 

Pronto perdí la cuenta de los compañeros abatidos por sus pedradas o aplastados por sus avalanchas. Dejé de mirar, impotente, mientras los grisvar los arrastraban contra su voluntad hacia las profundidades de sus grutas. No sé cuántos camaradas perdí a merced de los monstruos de piedra, pero fueron al menos tantos como grisvar cayeron por el abismo, o perecieron víctimas de nuestros letales brazos.

Pronto dejaron de importarme los muertos, y comenzaron a importarme los vivos. Comenzó a importarme aquel grisvar con la guardia baja más que el terasterio al que acababa de abatir bajo su mazo de piedra. Comenzó a importarme más sobrevivir a las emboscadas que capturar con vida a nuestros objetivos.

Las muertes de mis compañeros no hacían más que acentuar mi motivación. Después de perder mi ojo por una pedrada, recuerdo haber encabezado el ataque a un poblado minero grisvar, dejando detrás de nuestro escuadrón un sendero de grava aplastada. Perdí una parte de mí, pero descubrí que se me daba muy bien aquello de la guerra.

Ser capaz de combatir y de sobrevivir. Dos habilidades que me convirtieron en un héroe. En un veterano de guerra condecorado al que los nuevos reclutas miraban con admiración. Los cuerpos de los grisvar, de piel dura y escamosa, terminaban abriéndose frente a mis brazos bien afilados, y más de una vez me empapé con el negro líquido de sus entrañas.

 

Avanzamos por pasadizos y túneles, por las grutas grisvar, sinuosas y confusas. Y, paso a paso, combate a combate, mi escuadrón se acercó a Kruengard. El final estaba cerca. Lo podía notar en mi ojo destrozado, lo podía notar en mis brazos. Pronto nuestro ejército asaltaría la fortaleza de los grisvar de Kruengard. Pronto la amenaza terminaría.

Pero en aquel momento, todo volvió a cambiar.

Recuerdo haberla divisado en el fondo de la caverna cuando ocurrió: aquella inmensa fortaleza con aspecto de geoda, llena de edificios brillantes que surgían del suelo y de las paredes. Hermosos, sí, y también frágiles. No sería difícil hacerlos añicos.

Sin embargo, no pudimos.

Los negociadores de ambos bandos habían llegado a un acuerdo. Se había firmado la paz.

 

Paz. Paz es una palabra envenenada. Esa palabra convierte a guerreros letales como el viento afilado de los ciclos de invierno en una brisa de media tarde. La paz habla de tranquilidad, de victoria. Todos la celebran. Todos se alegran de que exista.

Pero nadie se pregunta por qué llega. Nadie se pregunta qué hubo antes para que hubiera paz. Por definición, antes de que haya paz, siempre hay guerra. Y, para aquella paz, también había habido una guerra. Una guerra en la que mis padres, mis amigos y mis conocidos habían muerto. Una guerra que estuvimos a punto de ganar. Nuestras tropas habían diezmado la población grisvar, habían cercado su capital. Kruengard estaba en la punta de nuestros dedos. Podríamos haberla rodeado con sólo alzar los brazos. Podríamos haber conseguido que las muertes de nuestros camaradas sirvieran para algo.

No pudo ser. La guerra había rebasado el cáliz de la gloria, convirtiendo el dulce néctar en la espesa sangre de nuestros pueblos. Y, empantanados en un cenagal de desgracia donde la línea entre los cuerpos putrefactos se hacía indistinguible, los dirigentes firmaron la paz.

 

Y todos celebraban, arrojando las máscaras de guerra.

Todos menos yo. Yo no podía. Había perdido demasiado como para abandonar la batalla antes de terminar. Intenté explicarme; sin embargo, me echaron a un lado igual que a un perro que ya ha vivido lo suficiente y sólo está buscando las sobras de la mesa del señor.

 

Paz. Todos querían la paz. ¿Cómo no iban a quererla? La sangre veterana, espesa y pútrida había sido sustituida por una nueva generación, una generación demasiado asustada para tomar lo que por derecho nos pertenecía, a mí y a mis compañeros, que reposaban en alguna fosa común donde ni siquiera podría reconocer sus máscaras.

¿Paz? ¡Ja!

No eran más que niños creyendo que con un par de piedras llenas de nombres se honraría la memoria de los caídos. Críos que ignoraban cada día de angustia, de incertidumbre, cada minuto y cada segundo que los valientes agotaron hasta su último aliento con la determinación de defender a su pueblo, de acabar con el enemigo, de traernos justicia, y de que jamás se repitiera aquello. Tantos sacrificios que ahora se ocultaban con vergüenza, como si la guerra hubiera sido un cruel infortunio de los sucesos, y nosotros, los soldados, meros corderos llevados ante un dios enceguecido que exigía nuestra sangre.

 

Y entonces lo entendí. En realidad, yo seguía en guerra. Seguía luchando, aunque esta vez los grisvar ya no eran mi enemigo. Esta vez, mi enemigo era la Paz. La Paz, que había convertido los territorios conquistados a los grisvar en rutas de comercio, y a los supervivientes en vejestorios anacrónicos o madres que soportaban en silencio la pérdida de sus hijos o sus familias. Porque cuando hay paz, la gente no habla de la guerra. Porque quien no la ha sufrido sólo te dice que deberías agradecer por estar vivo.

Pero a veces eso no es suficiente…

Tenía que luchar contra ella, contra el silencio que se nos imponía. Tenía que acabar lo que habíamos empezado contra los grisvar. Y, si quería que Alda me apoyase de nuevo, tenía que encender las cenizas que quedaban. Hacer que Alda ardiera en cólera una vez más. Sólo una vez más.

 

Sin embargo, mi plan no resultó según lo esperado.

Junto al comercio, los grisvar y los terasterios intercambiaban información, y no tardaron en descubrir que el presunto ataque terrorista grisvar no había sido más que una maniobra interna. Pese a todo, lo que me importaba era que estaba ocurriendo de nuevo. Aunque contra mí, los terasterios volvían a levantarse por sus compañeros caídos. Por su sacrificio. Volvían a compartir mi sufrimiento, mi dolor, mi pérdida, mi incertidumbre. ¿Habría otros como yo? Esperaba que esa pregunta les impidiera dormir tranquilos, que les acecharan por las noches los fantasmas cuyas metas quedaron inconclusas en esta vida.

 

Cuando la guardia vino por mí, no fue difícil librarme de ellos. Pero tanto depredador como presa habíamos cambiado. Una determinación renovada, un objetivo firme y lúcido, un viento refrescante que le aclara a uno las ideas. Combatiendo a los nuevos terasterios, combatía aquel sopor que cubría los árboles de Alda igual que la tela de una araña espiritual.

Yo ya no era un «héroe de guerra», sino un «violento veterano con problemas mentales». Aunque tal vez estuvieran relacionados. Claro que tenía problemas. Mi problema eran ellos, los que ignoraban a los caídos y su necesidad de venganza. Yo jamás podría ignorarlos: ni a los caídos ni al vacío resquebrajado donde antes latía mi ojo. Todo aquello me pedía mantener vivo el dolor, la sangre fluyendo, las ascuas de la guerra.

Y yo le estaba dando cumplimiento.

Fueron ciclos salvajes aquellos. Deslizarse sigilosamente entre las ramas, al borde del abismo, preguntándote si serían suficientemente fuertes para mantener tu peso. Emboscando a terasterios más jóvenes. Aquellos días me traían recuerdos. Buenos recuerdos.

Pero acabaron.

 

Aquella tarde llovía, desde la Luz. Un escuadrón del ejército había logrado acorralarme. Me hacía gracia; era un escuadrón muy similar al mío. El líder, en cabeza y enfrentándome, tenía también una máscara de guerra muy similar a la mía, aunque aún impoluta.

Con los brazos extendidos, tendieron una red a mi alrededor, preparados para darme batalla si me resistía. Antes de ejecutarme, el líder avanzó, e intentó convencerme para que me entregara.

Y entonces dijo aquella palabra. No fue héroe. No fue veterano de guerra. Fue otra palabra muy distinta. Una palabra que abrió una grieta en mi mente. Una palabra que hizo que me quedase congelado en el sitio, y que subiera lentamente los brazos hacia mi propia cabeza. Palpé la máscara, que jamás me había quitado, y palpé mi rostro detrás. Y, a ambos lados, palpé…

Cuernos.

Recorrí con los dedos su perfil curvo y lleno de surcos. Eran reales. Eran sólidos. Eran míos.

Y supe que él tenía razón. Porque no me había llamado héroe, ni veterano. Me había dicho otra cosa.

Me había dicho: «Zarzai, eres un demonio«.

 

 

* Miguel Rodríguez (Zamora, 1993). Desde pequeño, sus dos pasiones fueron los animales de todo tipo y color, y la lectura, sobre todo de temática fantástica.

Graduado en Veterinaria por la Universidad de León (2019), trabaja actualmente en saneamiento ganadero, pero no ha perdido el gusto por la fantasía. Desde junio de 2020 participa en el TCyC de literatura fantástica coordinado por Nomi Pendzik.

 

 

 

La habitación de arriba

Por Dayana Abreu Yanes *

 

—¿Cómo desea el solomillo? —me pregunta el camarero.

Está de pie, la vista sumida en la pequeña libreta de notas y el bolígrafo listo. Emma enfrente, con una socarronería exasperante, pendiente de todos mis gestos. Acechando. Impaciente, golpea la carta con las uñas, mientras recorre con la vista todo el restaurante. Lo hace por molestarme; así es con todo: su principal fuente de placer es mi infelicidad ¿Qué tanto tiene que mirar, si este lugar lo ha escogido ella?

—Tenemos que hablar —le había dicho esta mañana mientras desayunábamos. Esperaba que me miraba, que notara la afección de mi voz y que al menos sintiera curiosidad. Pero nada.

—Muy bien. Vamos a ese restaurante que parece una estación de tren americana —me había contestado, sin darme tiempo a agregar: “He estado posponiendo esta conversación, pero ya no puedo más”.

Intento disimular mi incomodidad, a la vez que me exijo una respuesta rápida. ¿Cómo quiero el solomillo? Es una pregunta simple la verdad. Lo que no es simple, es mi relación con Emma. Emma lo sabe todo: lo que estoy pensando, lo que voy a hacer. Seguro sabe que quiero dejarla. No sé cómo lo ha descubierto: nuestra relación es tan mala como siempre, no especialmente mala ahora que conocí a Laura. Laura es capaz de calentar el café con esa sonrisa, pero la quiero sobre todo porque es muy diferente a Emma. Y no puedo dedicar toda mi energía a Laura con estas dos Emmas: una escrudiñando mi forma de actuar, mirándome por encima del hombro, y la otra taladrando en mi cabeza, haciéndome dudar aun cuando escapo a su control.

Pero ella espera, Emma espera. Bien que pudiera terminar mi tortura y decirme: “Sé que te nadas babeando por la tal Laura esa, lo sé todo. Sé que quieres dejarme. Al final era de esperar. Yo y mi vida eran lo máximo a lo que podías aspirar y no sabes estar a la altura.”

La Emma de la habitación de arriba vive con ese tipo con cara de buena gente, tan buena gente, que termina siendo bobalicón. Emma, la de la habitación de arriba, se mira las manos por decimoctava vez. En esta ocasión comprueba que las uñas no han crecido nada, y el churre que se ha acumulado debajo de la uña del dedo índice, se quedará ahí un buen rato, ya que carece de ganas para estirarse hasta la mesita de noche y coger el cortaúñas. Termina de observarlas con un bostezo como las decimoséptimas veces anteriores.

El tipo con cara de buena gente, por su parte, la mira enfadado, pero sobre todo porque esa mujer hace lo que él quiere hacer, o mejor dicho lo que no quiere. Él mira hacia la puerta: el timbre ha sonado con un toque débil y desganado, pero, aun así, ha sonado y está seguro de que ella lo ha escuchado. Pero en lugar de levantarse y abrir la puerta, se queda tranquila observando sus uñas por decimoctava vez.

Él pasa por su lado arrastrando los pies y con los hombros caídos. Él pasa por su lado, sabiendo que con cada paso pierde un poco más el control de esta relación, si eso es posible ––y lo peor, ya nunca lo volverá a recuperar––. La puerta parece más lejos que nunca. Piensa que tal vez ella la aleja apropósito, para prolongar la ida y, conjuntamente, su angustia.

Ella vuelve a mirarse las uñas por decimonovena vez con el mismo aire de desdén, mientras desliza suavemente el pie derecho sobre las losas grises, lo suficiente para entrometerse en el recorrido de él hacia la puerta.

¡Cataplam!

Ruge el cuerpo del hombre contra el suelo, pero él no dice nada. Se incorpora a medias desde el piso de la casa, se revisa las manos, los brazos y los codos: está bien. Comprueba con horror que ella ha cambiado el suelo y colocado un impecable suelo marrón. También las paredes han cambiado, ahora son una imitación de una terminal de tren americana del siglo pasado. Están adornadas con fotos de famosos en las propias instalaciones. En medio de su camino ha colocado un par de bancos de madera, de unos dos metros de largo y compuestos de tablillas separadas. Entre los bancos, las mesas de los comensales, perfectamente listas y equipadas. Ahora todo es del mismo color, sólo cambian los tonos. Pero lo peor, sin lugar a duda, es la puerta, una puerta de cristal. El horrible cristal que deja todas las vergüenzas al descubierto, que permite a las personas mirar dentro de tu casa, de tu vida.

Él se levanta lo más ágil que puede, se sacude las rodillas, aunque no hay polvo. Un lejano impulso conduce la ira hasta sus mejillas, pero pronto la racionalidad se encarga de sugerirle casi en un susurro que, si olvidaba un problema, era casi lo mismo que solucionarlo. Problema olvidado, problema resuelto, concluye.

Con un nuevo e inesperado brío da tres pasos y llega hasta la puerta. No mira a Emma mientras se aleja, pues una mirada recriminatoria, hubiera supuesto darle más poder del que ya tenía, y eso era algo muy peligroso. Se estira la ropa ante la puerta de cristal, mientras ignora la cara de apremio y pánico con que lo mira el otro tipo. Una cara que refleja perfectamente lo que siente él, como un espejo.

Mirando sin mirar, abre la puerta y entonces finge que lo ve por primera vez. Pone su cara de: “¿Qué desea usted?”

—¿Cómo quiero el solomillo? ¡Rápido, responde! —se pregunta a sí mismo.

—Medio hecho —responde ella desde atrás en medio de su vigésimo bostezo.

—Medio hecho —respondo al fin.

El camarero sonríe condescendiente. Llevaba medio día de pie, y más de dos minutos para anotar mi estúpido pedido.

 

 

 

 * Dayana Abreu Yanes (Cuba, 1987) es licenciada en Contabilidad y Finanzas. Algunos de sus autores preferidos son Horacio Quiroga, Patricia Esteban Erlés y Mario Benedetti. Escribe para estar en paz con sus personajes. Al terminar una historia, siente más tranquilidad que al irse a dormir sabiendo que cerró bien la casa y no dejó la cocina encendida. Actualmente vive en Barcelona y trabaja como administrativa en una empresa de reformas.

Ha publicado recientemente su primera novela, La casa de los vivos y los muertos (https://www.lanzanos.com/tandaia/proyectos/la-casa-de-los-vivos-y-los-muertos/), que corrigió con Nomi Pendzik en el Taller de Corte y Corrección, y sobre la cual hay un programa en el canal TCyC:  https://www.youtube.com/watch?v=wpn0m6lqLZs&t=11s

 

Ilustración: Henn Kim (https://www.hennkim.com/)

 

 

 

Saludos imprecisos: un problema de identidad

Por Julián San Miguel *

 

El milenario hábito de circunscribir la identidad de un ser humano a un nombre de pila debe de ser una de las pocas tradiciones que, seguramente por sus efectos prácticos, nunca se han puesto en tela de juicio.

A la hora de reunirnos con amigos, o de atender un llamado de trabajo, o de discutir con un familiar ―todos intercambios delimitados―, el asunto no genera discordias. En estos casos, incluso, alcanza con cualquier apodo o epíteto de ocasión. Ahora bien: la vida del ser humano es un camino de incalculables bifurcaciones. O una bifurcación incalculable de caminos, a la vez, bifurcables e imposibles de calcular. Como más guste el aderezo.

Daremos un ejemplo.

Un Gabriel que camina por la vereda, ¿debe darse vuelta si un alguien, que camina a unos cuantos metros a su espalda, grita “¡Gabriel!”? Naturalmente, podríamos asegurar que Gabriel se dará vuelta a mirar. Pero no tendrá la certeza de ser el destinatario de aquel llamado: hay muchos Gabrieles en las veredas. Decenas de miles ―¡o más!

Y la cosa puede ponerse peor: ¿qué ocurre si alguien grita “¡Gabi!”? En ese caso entrarán en juego también las decenas de miles ―o más― de Gabrielas que andan por la calle.

Podríamos pensar que el apellido viene a solucionar el problema. Alguien grita “¡Gabriel Gómez!”. Vamos, que debe de haber miles ―y más― de Gabrieles Gómez. Es verdad: podría apellidarse Mastroberardino. Sin embargo, este no es el caso ―y, de todos modos, seguro que debe de haber unos cuantos Mastroberardinos caminando veredas del mundo―. Nuestro caso es Gabriel Gómez. Y Gabriel pareciera tener un problema. Un problema de identidad: sujeto a una designación que no es exclusivamente suya, no estará seguro de cuándo sí ―y cuándo no― darse por aludido.

Otorguémosle alguna característica física a nuestro Gabriel, a ver si la situación mejora. Gabriel es calvo. Podrían entonces llamarlo “¡Gabriel Gómez, pela!”. ¿Hace falta que les diga que debe de haber muchos Gabrieles Gómez pelados? Por otra parte, gritarle “pela” a un calvo, en medio de la calle, requiere de una buena cuota de audacia: en vez de recoger un saludo de vuelta, podría recibirse una puteada, cuando no un trompazo. Pero no nos compliquemos más de lo necesario, y supongamos que el saludador es un atrevido y que Gabriel es un pelado contento. Y, aun así, para decirlo de otro modo, siendo que él es Gabriel, él es Gómez y es un jubiloso calvo, la nomenclatura no alcanza para definir su identidad. Entonces ¿para qué nos sirve la palabra?

Aquí el sagaz lector podría proponer el agregado de la no verbalidad. Si la palabra no sirve, que el gesto reemplace a la palabra. Lamento refutarlo: si de algo no hay duda es de que, ante la ausencia de verbalidad, el panorama se oscurece más todavía. Por eso puede Gabriel caminar relativamente tranquilo: no hay manera de que lo llame con un gesto alguien que está a sus espaldas. Así, exento del clásico episodio que a todos alguna vez nos ha exterminado el honor, no será víctima de una de las pesadillas que devienen de los bretes con la identidad. Y el clásico episodio al que aludimos acontece tanto en espacios públicos como en las reuniones sociales.

Me explico.

Es sabido que, cuando captamos un saludo gestual ―sonrisa, guiño, cejas levantadas, mano al aire, etcétera―, respondemos automáticamente. Y lo hacemos, inclusive, a sabiendas del riesgo que corremos de no haber sido nosotros los destinatarios del saludo. Un misterioso dispositivo emocional nos obliga a devolver el gesto. Y la situación deshonrosa se desarrolla del siguiente modo: un alguien saluda a un otro alguien, y nosotros, creyendo que el saludo se dirige hacia nuestra persona ―porque justo, justito, fuimos a quedar en medio del canal de la comunicación―, levantamos una de nuestras manos para devolver la cortesía. Al percatarnos del error, representamos alguna acción inverosímil, como atrapar una mosca en el aire o elongar los tríceps con el saco abotonado. Y siempre, pero siempre, algún oculto plateísta se regodea con nuestra involuntaria interpretación de comedia de enredos. Por supuesto que, lejos de salir airosos, quedamos ―y nos sentimos, con total razón― como unos redomados boludos. Y para colmo ni nos enteramos de quién fue el malnacido que se ha deleitado con nuestro gratuito espectáculo. Eso sí: intuimos su presencia, ya que en alguna ocasión todos hemos gozado, como furtivo público, del equívoco ajeno.

Muchas veces, sin embargo, ocurre que los espectadores sufrimos tanto o más que el protagonista. Eso se llama alipori: vergüenza ajena. Por alguna razón, nos sentimos responsables del ridículo innominado, y llegamos a desviar la mirada para que el ocasional imbécil no repare en nuestro descubrimiento. Además, nos incomodaría que nos identificaran. Como podrá verse, la cuestión se vuelve mucho más preocupante: afecta a terceros, quienes ahora no sólo se inquietan por sus esporádicas pifias, sino también por el equívoco de otros, que a su vez ―engrasando el centrípeto dispositivo de la turbación― más tarde se inquietarán por el equívoco de otros tantos además del de sí mismos. En el sinfín de la contrariedad, todo se torna más angustiante si visualizamos con detenimiento la subescena interpretada por el arrepentido mirón. Pobres, aquellos que se ven obligados a desviar la mirada frente a tan patético cuadro. Y encima, de vez en vez, deben dar explicaciones a algún tarado curioso que, de metido no más, se detiene a preguntar:

―¿Qué le ocurre?

―¿Cómo dice?

―Tiene la mirada desorbitada y le tiemblan las manos, ¿le cayó mal la comida?

―No. Sólo acabo de ser testigo de una situación patética.

―¿Dónde?

―¡Baje la mirada! No sea cosa de que el idiota se dé cuenta.

―¿Se dé cuenta de qué? ¿Cuál idiota?

―Uno que anda devolviendo saludos ajenos.

―¿Ese que nos está mirando?

―¡Dios mío, qué incomodidad! ¡Nos ha descubierto!

Claro que abandonar los saludos gestuales significaría un descomunal desafío. Entre otras cosas, porque se habilitaría así todo tipo de críticas y valoraciones acerca del lenguaje no verbal, caja de Pandora de los más imputables sentimientos humanos. Pero de todas maneras, las bifurcaciones del camino ―ya lo hemos dicho― siempre serán incalculables. ¿Cómo saber las consecuencias de tal empresa? No hay modo. Se tratará entonces de ser audaces. Y qué mejor incentivo para huir de la confusa gestualidad, que lanzarse a la aventura de encontrar una forma precisa que a todo el mundo otorgue su legítimo derecho a ser inconfundiblemente reconocido. Quizá podamos ahorrarnos mayores disgustos, concentrándonos en el paseo de Gabriel por la vereda.

Imaginemos ahora que Gabriel, vestido con un jean y una remera estampada, llega a la esquina. Alguien le grita: “¡Che, Gabriel Gómez, pelado, el del jean y la remera estampada, que está a punto de cruzar la calle!”. Ahora, si bien todo es posible y nada es indudable, sabemos que Gabriel experimentará la certeza absolutísima de haber sido señalado mediante una designación inconfundible. ¿El asunto de la identidad de Gabriel ha sido resuelto? Muchos han quedado satisfechos con el resultado ―que, si bien es un tanto barroco, resultó bastante efectivo―. Para quienes todavía temen por la improbable confusión, podemos prestarle a Gabriel unos rollers, extirparle un brazo, colocarle un barbijo violeta con el dibujo de una escolopendra, y pasarle contra la nuca una yema de huevo podrido. Pero, para Gabriel…, ¿el problema de la identidad ha sido resuelto? Ya volveremos sobre este aspecto.

 

Aquello que frustra el ansia del reconocimiento nos afecta a todos. Por eso es tan importante detenernos en minucias como estas. Se tratará, entonces, de encontrar una respuesta a este dilema social, antes de que la proliferación de perplejidades nos obligue a abandonar el espacio compartido, hasta el punto de guardarnos permanentemente en la soledad de nuestros hogares.

Esta conclusión puede parecer absurda, inverosímil y propia del anhelo de un misántropo ―¡nada más lejano de mi sentir!―. Pero si revisamos la historia de la Humanidad, veremos que, cada vez que el mundo se ha ido al demonio, ha sido por cuestiones minúsculas a las cuales no hemos prestado adecuada atención. La vida del ser humano es una suma de mínimas peripecias, incomodidades y desaciertos, que engendran en el inconsciente colectivo un disparador para el aislamiento social, el ostracismo, el odio y las malas decisiones. No deberíamos tomarnos a la ligera ningún aspecto, por pequeño que sea, que pueda conducir a sentimientos de ese tipo. Y la necesidad de ser identificados, de no pasar inadvertidos, de establecernos como seres irrepetibles, claramente ha empujado a todo tipo de actos perversos por parte de ciudadanos, gobiernos y corporaciones.

En cuanto a Gabriel, ¿ha sido resuelto o no su problema de identidad? Créaseme: yo al pelado lo conozco, y si bien no daré detalles sobre su extenso prontuario, pueden estar seguros de que, si en el medio de un paseo por la vereda, alguien lo sorprende con algún detallado alarido, estilo “Gabriel. Che, Gómez. Hey, cara de gusano. Nuca fermentada. ¡Manco, cabeza de rodilla! No cruces, y bajate de los patines”, lejos de darse vuelta, se largará a patinar con todo, espantado, procurando que su perseguidor no lo alcance nunca.

Y si notamos en la intención de aquel “Gabriel. Che, Gómez. Hey…”, razones justas para asistir al perseguidor, ¿por qué ―lejos de hacernos cargo― desviamos la mirada y seguimos nuestro camino? En fin: estos, como tantos otros conflictos ―que también definen nuestra identidad y originan variopintos quehaceres característicos de la malicia humana―, serán motivos para otra divagación. Lo mismo que la solución al problema de que Gabriel, aun sintiéndose identificado frente a la certera descripción de su persona, inexplicablemente, no se dé por aludido.

 

 

 * Julián San Miguel (Buenos aires, 1978) se formó en Actuación durante diecisiete años; sus maestros fueron Lizardo Laphitz, Agustín Alezzo, Luis Agustoni y Nora Moseinco. Desde 2014 coordina sus propios talleres. También dictó clases de Prácticas del Lenguaje durante siete años en de escuelas secundarias. Aunque se recibió de Profesor de Enseñanza Superior en Lengua y Literatura, su verdadero aprendizaje comenzó en 2017, cuando asistió a su primera clase de Taller de Corte y Corrección del maestro Marcelo di Marco.
Ha publicado en FIN su texto “Addictus” http://fin.elaleph.com/articulos/addictus.  Se encuentra concluyendo su primera novela ―de próxima publicación.

 

 

¡Hasta el año que viene!

Queridos amigos: los integrantes de Fin, elaleph.com y el Taller de Corte y Corrección nos despedimos de este raro 2020 con la «Adoración de los pastores», de Giorgione, una reflexión de Chesterton, y deseándoles a todos ustedes los más impactantes escritos y los mejores lectores para el año que comienza.

«Las divisiones del tiempo han sido dispuestas de manera que podamos sufrir un sobresalto o sorpresa cada vez que algo se reanuda. La finalidad de celebrar la llegada de un Año Nuevo no es que sea un año nuevo. Es tener nueva alma y nueva nariz, pies nuevos, nueva espina dorsal, ojos nuevos, oídos nuevos. Es mirar por un instante una tierra imposible. Es que nos resulte de todo punto asombroso que el pasto sea verde en lugar de tener un razonable color púrpura. Es que nos parezca casi incomprensible que haya árboles verticales que broten de una tierra redonda en lugar de tierras redondas que broten de árboles verticales. El fin de las frías y duras definiciones del tiempo es prácticamente el mismo que el de las duras y frías definiciones de la teología: despertar a los hombres. Si un hombre cualquiera no fuese capaz de adoptar resoluciones de año nuevo, no sería capaz de adoptar resolución alguna. Si un hombre cualquiera no fuese capaz de empezar todo de nuevo, sería incapaz de hacer nada eficaz. Si un hombre no partiera de la extraña premisa de no haber existido jamás antes, resulta indudable que jamás llegaría a existir después. Si un hombre no fuera capaz de volver a nacer, jamás entraría en el Reino de los Cielos».

G. K. Chesterton. «Uno de enero» (1904), Lectura y locura (Lunacy and Letters, 1958). Sevilla: Espuela de Plata, 2008; 264 pp.; trad. de Victoria León.

 

 

 

 

Sobre el lenguaje inclusivo

 Por Agustín Del Vecchio *

 

Aquí trato de transcribir un monólogo íntimo, un discurso a medias que repito una y otra vez a oyentes imaginarios, con la esperanza de lograr —de una vez por todas— esclarecer mi opinión acerca del lenguaje inclusivo. Una idea que forma parte de un discurso aún más grande, oculto en los programas de chimentos, las aulas universitarias y, si se tiene mala suerte, también en las cenas familiares.

No me malentiendan: no digo que el lenguaje sea algo estático y que debería permanecer inalterable siempre. Lo que digo es que sus cambios se dan, y deben darse, naturalmente. Cualquier modificación artificial —no importa si es con motivos nobles o intereses egoístas— será nefasta para el pensamiento. Porque las palabras no sólo son herramientas que nos posibilitan comunicarnos: también son los átomos que conforman lo que llamamos mundo interior. Ustedes saben a lo que me refiero: el eterno enemigo de las señoras gordas y los perros ladrando a las tres de la mañana. Un espacio nuestro y sólo nuestro, donde evaluamos las decisiones, y donde nuestras personalidades se ensamblan. Un espacio que el arte intenta exponer en galerías o cuadrados de papel, quizá inútilmente.

Lo que trato de decirles, y escúchenme bien, es que dejar el lenguaje en manos del oficialismo, o deformarlo según la ideología de moda, no es un acto rebelde: los rebeldes nunca fueron apoyados por el establishment. Porque el rebelde nace de la disidencia, y, si el lenguaje no es libre, la disidencia será tan real como un sueño.

Y no me vengan con la excusa de la libertad de expresión. Los usuarios del lenguaje inclusivo son libres de utilizarlo, sí, pero los demás no tienen la obligación de entenderlos, y mucho menos tienen la obligación de contestarles del mismo modo. Aclaro esto último porque nos lo presentan como un deber moral incuestionable, pero los sistemas morales son cuestionables, y ninguno puede imponerse.

El lenguaje, amigos míos, es libre por naturaleza. Y debe permanecer así.

 

 

  * Agustín Nicolás Del Vecchio nació el 1 de marzo de 2002. Desde muy chico se interesó por toda actividad intelectual que se le cruzara por delante, hasta hoy sigue teniendo esa obsesión. Para él, la lectura no es solo una pasión: es una necesidad, necesidad que crece a lo largo de los años. Comenzó a escribir en 2017, gracias a la recomendación de un amigo, y desde entonces trabaja muy duro para perfeccionar su estilo. Una tarea en la que es fundamental la influencia del Taller de Corte y Corrección. En la actualidad, se encuentra cursando la Licenciatura en Ciencias Físicas, mientras sigue formándose en literatura.

Agujeros negros

Por Lucho Lázara *

 

 

Recién después de que el mozo apoyó el pocillo, el tipo pudo sentarse frente a ella. La tarde caía sobre la vereda del Cafecito.

—¿Por qué volvés, Susana? —dijo, al tiempo que tanteaba algo en el bolsillo de su saco.

Ni una palabra pudo escuchar. Por su espalda serpenteó un escalofrío. Ella lo traspasaba desde lo profundo de sus ojos. Esos ojos que, con los años, habían dejado de ser sólo para él, y lo habían desafiado, entregándose a otro hombre.

—Susana, ¿qué venís a buscar?

Ni una palabra.

Él bajó la mirada. Probó un sorbo de café. En su boca un ácido helado coaguló su lengua. Lo escupió.

¿Cuánto tiempo habría pasado desde que le sirvieron el ristretto?

¿Cuánto tiempo había pasado desde que los ojos de Susana le pertenecían? ¿Diez años ya? Fue un otoño en que se había aventurado a viajar a Taco Ralo, buscando las aguas termales que aliviaran la lumbalgia. Pero nunca llegó a las termas. En una casilla extraviada, sobre un colchón de humillación, esos ojos de sol habían ofrendado su piedad ante él. Un puñado de billetes, una promesa, y aquella niña, en la que descargaría los dolores que hasta hoy lo atormentan, fue suya.

Ahora, decide levantar la mirada, y para evitar los ojos de ella estira un poco más el cuello. Reconoce el interior del local. Un LG de 50 pulgadas da cátedra a unas pocas mesas y al ventanal. En directo, la pantalla enseña el frente del edificio donde, hasta anoche, ella vivía con él. El zócalo rojo sangre tiene escrito:

SUSANA TENÍA 24 AÑOS – LE HABRÍAN ARRANCADO LOS OJOS

A lo lejos, las sirenas ya doblan por Juncal. Todavía está a tiempo de huir. No puede: los ojos de Susana, restos fríos de antiguas estrellas, comprimen su voluntad.

Ya ni siquiera parece importarle cuando el oficial lo alza del brazo, le dice su nombre y que tiene derecho a un abogado.

Desde su mano ruedan hacia la vereda dos esferas gelatinosas.

El tipo sólo siente un vacío que aspira su alma hacia la oscuridad eterna en los ojos de ella.

 

 

 * Lucho Lázara (Ciudad de Buenos Aires, 1958). De pibe lo deslumbraron la literatura y la electricidad. Sin dejar la ficción y la poesía, las encrucijadas de la vida lo llevaron a ser ingeniero electricista, recibido en la UTN.

Entre 1999 y 2002 participó del Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco, y desde junio de 2020, del TCyC de Literatura Fantástica coordinado por Nomi Pendzik. Algunos de sus autores preferidos son: Roberto Arlt, Julio Cortázar, Horacio Quiroga, Alejandra Pizarnik, Abelardo Castillo, Edgar Allan Poe, Stephen King.

Actualmente trabaja en el desarrollo de perfiles profesionales, normas de competencia y diseños curriculares para la industria de la construcción, a la par que participa de una Comunidad de oración y servicio del Movimiento de la Palabra de Dios.

John Ford: un clásico que debe verse una y otra vez

Por Fabián Sancho *

 

A comienzos de junio de 2020, HBO MAX anunció que quitaría de su catálogo el clásico Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, 1939, Victor Fleming —y George Cukor y varios directores más sin acreditar—), “hasta que se le añada contexto histórico”. El pensamiento políticamente correcto, que también va a quitar las armas de los eternos Looney Tunes —lo que es quitarle el 85% de la gracia—, ha considerado que lo que estaba naturalizado en la época de la Guerra Civil estadounidense —contexto histórico de la original novela de Margaret Mitchell— actualmente no debe exhibirse hasta realizar una nueva edición con los comentarios pertinentes para que el público comprenda que hay cosas que no deberían haber sido. No se trata de una prohibición, sino de una suspensión hasta su lavado de cara. El pensamiento políticamente correcto trata de anular constantemente lo que puede resultar ofensivo a todo conjunto susceptible de ofenderse. Utilizo la palabra “conjunto” ya que este tipo de pensamiento no considera que el ser humano pueda ser un individuo, único y no gregario. También está el delirio mesiánico de “enseñar a todos a pensar correctamente”, obviamente desdeñando y desautorizando cualquier crítica posible.

El mundo del cine es un termómetro del resto de la sociedad. Un clásico como John Ford, director que entra en la categoría kantiana de “genio creativo” —teniendo en cuenta que el Genio genera reglas para el arte sin percatarse de ello—, es tomado por algunos sectores “biempensantes” como conservador, machista y patotero, entre otras cosas. El objetivo de esta nota es rebatir estos conceptos. Y para ello voy a basarme en una de mis películas favoritas, que es a la vez una de las más atacadas: Más corazón que odio (The searchers, 1956, John Ford).

El título con el que se estrenó en Argentina resulta más expresivo y poético que su original. La película —adorada por Scorsese— narra una historia de pioneros durante la legendaria etapa del salvaje oeste. Ethan (John Wayne) regresa a la casa de la familia de su hermana, en una intro que es una verdadera lección de cine: el personaje recortado contra el paisaje –que es en realidad una continuación de él mismo— se acerca a la finca, mientras el perro de la familia ladra y se lo espera con cariño y curiosidad. El protagonista, con un pasado que se supone turbio pero nunca se menciona, odia a los comanches y compara al “nuevo” miembro de la familia con un mestizo (Martin, interpretado por Jeffrey Hunter). Mientras sale de patrulla con el variopinto grupo de rangers, la finca es atacada, y la pequeña Debbie es secuestrada por los comanches. Es el punto de partida para la búsqueda de la cautiva —un paralelo entre la historia estadounidense y la argentina— que va a llevar el resto del metraje. Ethan y Martin emprenden la búsqueda con cierta característica de Quijote y Sancho: muchas veces las acciones del primero no son comprendidas por el segundo, mientras que otras es el segundo quien asiste al primero.

Esta obra maestra del cine tiene todos los ingredientes para agresiones gratuitas de cabezas “biempensantes”:

  1. Conservador: Ethan quiere conservar unida a la familia. La primera vez que sale utiliza su antigua capa. No quiere que el tiempo cambie, y si cambia para mal, desea volver atrás. Es un personaje con una humanidad en la que se refleja lo peor, pero también lo mejor.
  2. Machista: Ethan y Martin son los encargados de reencontrar a Debbie, la niña que con el transcurrir de los años se transforma en una joven (Natalie Wood). En un momento del viaje, Martin se casa, por un malentendido, con una mujer comanche. Este hecho está narrado de forma completamente visual, como la ilustración de una carta que se lee en off. Ya de vuelta a la narración convencional, Martin patea a la joven apache y la hace rodar por la pendiente hasta la orilla del río, con las carcajadas de Ethan de fondo.
  3. Patotero: los personajes son adeptos a juntarse, beber juntos, compartir momentos memorables. Se mueven en conjunto y su última incursión, tal como la primera —el círculo perfecto de una óptima narración— es en grupo.

Obviamente, el recorte del pensamiento políticamente correcto resulta errado en todo sentido.

La crítica contra el conservadurismo de Ford parte del desconocimiento de su obra. De la misma forma en que Ariel Dorfman podía decir su teoría basándose en lo que él creía que era el Llanero Solitario y no en cómo era el personaje en la radio o en los seriales, los críticos progres encuentran en la nostalgia de Ford un grado de conservadurismo insoportable. En primer lugar, conservar ciertas costumbres o creencias no es un rasgo negativo. En segundo lugar, la frase ”todo tiempo pasado fue mejor” adquiere una característica metafísica en todo el cine de Ford. Por ejemplo, sobre el final de Un tiro en la noche (The Man who shot Liberty Valance, 1962) un personaje dice: “Si la leyenda sobrepasa a la realidad, se publica la leyenda”. Simplemente eso: filosofía en su más puro estado. Lacónica filosofía irlandesa.

La crítica contra el machismo no toma en cuenta los personajes femeninos de Ford, que nunca son damiselas en peligro esperando su salvación: varias veces son más fuertes que sus contrapartes hombres. Los jab cruzados que el personaje de Maureen O’Hara arroja sobre el “hombre tranquilo” en la maravillosa El hombre quieto (The quiet man, 1952) es un sobrado ejemplo de las acciones de un personaje fuerte de condición femenina. Volviendo a Más corazón que odio, el personaje de Vera Miles puede castigar a Martin arrojándole agua fría mientras se baña; con ese pequeño gesto se dibuja a una joven de efervescente carácter que va a convertirse en una gran mujer. El caso de la patada a la comanche, bueno, hay algo que se llama sentido del humor, que algunas cabezas biempensantes han abandonado. Esos preclaros nunca van a comprender el chiste perfecto de una buena torta de crema aplastada en la cara.

Patoterismo: el querer unirse ante la calidez del fuego y embriagarse juntos, el moverse como grupo, el hacer frente a los peligros en conjunto no es patoterismo: es compañerismo. Y todo grupo está formado por individualidades, y estas muchas veces generan cortocircuitos en las relaciones humanas. Nuevamente Ford, pintando su micromundo, nos regala otra parte de su filosofía: lo que es en pequeño es en grande y es lo que ocurre con el mundo.

Más corazón que odio no es un filme racista. El personaje de Ethan/Wayne sí lo es, pero es constantemente corregido por eso durante el metraje, sus compañeros a cada momento lo mantienen a raya. Igualmente este personaje tiene un gran respeto por sus enemigos comanches. Eso se ve en la escena en que dispara a los ojos al cadáver de un comanche para que “no pueda entrar el paraíso”. Lo odia, sí, pero también lo respeta —y mucho— porque conoce sus creencias y trabaja con ellas para ganar otra batalla. El conocimiento implica respeto. Sobre el final cuando Scar se encuentra con Ethan, éste le dice: “Habla muy bien inglés; ¿alguien le enseñó?”; y el indio responde: “Y usted habla muy bien comanche; ¿alguien le enseñó?

No hay racismo en un filme así: son dos enemigos, cada uno con su meta, y los dos quieren llegar al final.

La última imagen, una de las más citadas en la historia del cine, nos muestra la recia figura de Ethan/Wayne recortado sobre el mismo paisaje por el que entró, perfectamente enmarcado por la abertura de una puerta, tomándose el brazo —como hacía el cowboy Harry Carey— con su otra mano. El que llegó solo se va solo. De la inmensidad ha aparecido, hacia la inmensidad regresa.

Citando a Orson Welles: “Cuando Ford trabaja bien, se siente que la película se ha movido y ha respirado un mundo real”. Y Ford siempre ha trabajado bien, desde sus filmes silentes hasta sus últimos.

El cine de Ford es sanguíneo y poderoso; cada visión y revisión genera nuevos descubrimientos. Esa sensación de inasibilidad es lo que hace la diferencia. Nunca podremos ver una película de Ford sin hacer otros descubrimientos: el guante negro de la mano del personaje de John Carradine que se ve solamente en una imagen de La diligencia (Stagecoach, 1939), la variedad de las miradas entre los personajes de Más corazón que odio, los anteojos del personaje de Wayne en La legión invencible (She wores a yellow ribbon, 1949). Todo personaje en toda obra fordiana tiene su propia espesura. Una espesura inacabable que se deja entrever en pequeños gestos.

Otro ingrediente indispensable es el humor, presente en la pelea entre Martin y Charlie —el yerno de Ford en la vida real: Ken Curtis, actor y cantante, una de las voces del grupo Sons of the Pioneers— en Más corazón que odio o, fuera del western, la pelea a piñas entre la Marina y la Fuerza Aérea de Alas de águila (The Wings of Eagles, 1957), y en prácticamente todos sus filmes. En el caso de Alas de águila, la pelea incluye un par de tortas aplastadas en la cara, un recurso siempre eficaz desde su utilización en las comedias hiperkinéticas de Mack Sennett (1880 – 1960).

La obra de John Ford vive y respira más allá de cualquier preconcepto: solamente está ahí para ser disfrutada y analizada. Igual que la búsqueda de Ethan y Martin —nombres con correlaciones épico religiosas—, la del espectador de Ford es interminable y apasionante.

El pensamiento políticamente correcto se ha llevado muchas cosas. Que no se lleve la eterna gracia de una torta de crema aplastada en la cara.

 

 

 * Fabián Sancho nació en el porteño barrio de Villa Luro. Cursó estudios en la carrera de Letras de la UBA y en la especialidad de Guión en el CERC (actual ENERC).

Fue columnista de cine en varios programas radiales (Mundo Rock, La tormenta, El corte, entre otros). Colaboró como corresponsal para las revistas Kinetoscopio, de Colombia, y Godard!, de Perú.

Junto a Silvia G. Romero dirige el Festival de Cine Inusual de Buenos Aires, dedicado a realizadores noveles e independientes. Se desempeña como coordinador del Centro de Documentación y Biblioteca del Museo del Cine Pablo C. Ducrós Hicken.

 

 

Quién es quién en el TCyC

Hoy responde…

Eliana Macías

 

 

¿Cuáles son tus autores preferidos en literatura, cine y música?

En literatura: Agatha Christie, T. H. White (Camelot, El libro de Merlín), Valerio Massimo Manfredi, Ben Kane, Christian Cameron, Santiago Posteguillo (estos cuatro, de novela histórica griega/romana), C. S. Forester (la saga de Hornblower), Maurice Druon (saga Los reyes malditos), Richard Adams (La colina de Watership), Alejandro Dumas (Los tres mosqueteros), Bram Stoker (Drácula).

Me atrevo a agregar una categoría: historieta/manga. En ella, destaco: Bakuman (Tsugumi Ohba, Takeshi Obata), Fullmetal Alchemist (Hiromu Arakawa), Astérix (R. Goscinny, A. Uderzo), The league of extraordinary gentlemen (Alan Moore, Kevin O’Neill).

En cine, más que autores, tengo películas preferidas: la saga de Star Wars (y todo lo habido y por haber de SW), El señor de los anillos, Indiana Jones, Piratas del Caribe (las tres primeras), la saga de Marvel de Avengers, Ready Player One (la recomiendo para los frikis y los amantes de los videojuegos). Soy pochoclera, lo admito y con orgullo.

Música: The Alan Parsons Project, Gregorian, Queen, Oasis, U2, Judith Mateo, Jean-Michel Jarre, Led Zeppelin, Red Hot Chili Peppers, Peter Gabriel, Dire Straits, bandas sonoras (películas, series, videojuegos) de John Williams, Hans Zimmer, Alan Silvestri, Ludwig Goransson, Mark Mothersbaugh.

 

¿Qué libro/s estás leyendo en este momento?

El último libro que terminé de leer es Hornblower en las Indias Occidentales (C. S. Forester), y estoy por empezar Guillermo Brown (biografía escrita por Guillermo A. Oyarzábal). Por cuestiones de estudio literario para mi novela, estoy analizando elementos steampunk en varias obras a la vez: El orgullo del dragón (Iria G. Parente, Selene M. Pascual), Homúnculo (James P. Blaylock), La máquina diferencial (William Gibson, Bruce Sterling), Luces del norte (Phillip Pullman).

 

¿Qué cinco títulos creés necesarios para la formación del escritor?

Para escritura y corrección de estilo, recomiendo Atreverse a escribir y Atreverse a corregir, de Marcelo di Marco y Nomi Pendzik; Taller de corte & corrección (Marcelo di Marco); La cocina de la escritura (Daniel Cassany); Para escribir bien en español: claves para una corrección de estilo (manual de M. M. García Negroni). Pienso que quien aspire a comunicar creaciones literarias debe leer cuanta obra termine en sus manos. En mi caso, como novelista que aspira a alcanzar el público juvenil, recomiendo la saga de Harry Potter (J. K. Rowling).

 

¿Qué publicaste ya en medios electrónicos y/o en papel?

En mayo de este 2020 debuté en Wattpad, una plataforma en línea de lectura y escritura (allí soy @Eli_MacNoel), con un relato breve: Sangre nóckut (protagonizado por personajes secundarios de la novela que estoy corrigiendo en el Taller de Corte y Corrección). Actualmente estoy preparando más relatos para seguir con las publicaciones en Wattpad.

 

¿En qué te está ayudando más tu participación en el Taller de Corte y Corrección?

En contar historias pensando en el lector, releer con mirada objetiva, cortar lo que sobra, diagnosticar fallas y debilidades, y en conocer y aprender a aplicar recursos literarios para mejorar mis creaciones. Lo que aprendo en el taller también lo aplico en el ámbito laboral. ¡Mil gracias, maestro Di Marco! Aquí tiene a una padawan muy agradecida.

 

¡Muchas gracias, Eliana!

 

 

 

 

 

 

¿Qué opinás de Tolkien?

Nota publicada por Luis Lezama Bárcenas 

Siempre recuerdo la presentación del segundo volumen de 25 noches de insomnio, de Marcelo di Marco. Primero, porque es mi volumen favorito de la trilogía; pero también porque pude, en parte a la generosidad y en parte a la confianza de Marcelo, leer cada cuento desde su primera versión, algo que siempre le voy a agradecer porque considero que aquellos cuentos son y serán importantes no sólo para mí, sino para los géneros del terror, lo fantástico y el humor negro en la literatura argentina. Pero hay otra razón por la que recuerdo esa presentación: las palabras con las que Marcelo abrió ese evento. Dijo que aquel día se había reencontrado con uno de sus alumnos al que, después de saludarlo, le preguntó:

—Y, ¿cómo andás?

—Bárbaro —respondió el alumno—: vos sabés que abrieron una librería nueva cerca de casa.

Aquella respuesta, remarcó Marcelo, corroboraba lo que él siempre ha creído: “La vida de un escritor pasa por la literatura, por los libros”. Siempre pienso que mucha gente —la mayoría de la gente— ante la misma pregunta, hubiera soltado un tibio “bien, ando bien”, pero no un escritor. Y menos uno formado por Marcelo di Marco.

Y esta digresión que me permito es para que no quede duda de que ante personas con tal pasión por la literatura y con una robusta formación como lectores, toda conversación —cualquiera que sea la plataforma, e incluso en estos tiempos en los que todo parece desembocar siempre en los mismos tres o cuatro temas— puede llevarlos de una simple pregunta a una breve pero gozosa tertulia literaria. Así como sucedió el otro día, en el grupo de Whatsapp del taller de los jueves a las veintiuna, cuando Agustín del Vecchio lanzó la pregunta que titula esta nota, y Marcelo di Marco, Octavio Fernández y Santiago Maqueda opinaron al respecto.

 

Tolkien

Agustín: Marce, ¿Qué opinas de Tolkien como escritor?

 

Marcelo: No lo leí todavía. Me dicen que algunas partes son MUY discursivas (embolantes).

 

Agustín: Sí, y además no tiene una buena construcción de personajes —hablo por El señor de los anillos.

Aunque solo leí el primer libro de la trilogía, así que quizá mejore en los otros dos.

 

Octavio: Lo que tienen en contra los libros es que, a diferencia del ingenioso Jackson que se valió del montaje paralelo para saltar entre personaje y personaje, a partir del libro dos (y también en el tres), la aventura de Frodo y Sam te la tenés que fumar todo de corrido en una mitad del libro, y la de Legolas, Gimli y los demás en otra mitad.

Quizás Tolkien sea un poco como Lovecraft (como mucho, su prosa es mejor que la de H.P.): no era el mejor de los narradores, pero su imaginario y su capacidad para crear todo un panteón casi mitológico le valió su fuerza dentro de la literatura.

 

Agustín: A mi parecer, las películas solucionaron las carencias que tiene el libro.

Ilustración hecha por Tolkien.

Octavio: Aragorn es un poco menos unidimensional en las películas, sí. (Y está mejor estructurada la narración.)

 

Agustín: Por supuesto. No solo Aragorn, creo que todos los personajes, en la película, son más humanos.

Es decir, en los libros los personajes son muy fríos, y al mismo tiempo son la bondad personificada. Es algo muy extraño.

 

Santiago: Los devoré a los 14-15 años. Junto con La Ilíada, Crimen y castigo y los cuentos de Quiroga fueron mi principal influencia literaria a esa edad.

Entiendo que toda la fantasía contemporánea se deriva de Tolkien. Escribe en los años 40 con toda una mitología propia que obliga a ser más discursivo… O sea: hoy decís “elfo”, y tu lector promedio sabe qué pensar. Tolkien no podía asumir algo así.

Sus personajes son en general blancos o negros en cuanto a moralidad, etc. No tenés el claroscuro de Game of Thrones o, por qué no, de los existencialistas del siglo XIX.

 

Agustín: Claro, es más: sin esa homogeneidad moral, la historia ni funciona. Lo que yo critico no es eso, sino la falta de personalidad de los personajes. Como autor, Tolkien tiene infinidad de virtudes. Es admirable cómo podía tener presentes todos los detalles de su mitología a la hora de escribir.

 

Afiche de la tercera película de El Señor de los anillos.

 

Octavio: Claro, es así, y está perfecto: la lucha del bien contra el mal nunca dejará de ser vigente. Lo que tienen sus versiones cinematográficas no es que sean personajes grises, si no que se sienten más «palpables». Si recuerdo bien, en la película, Aragorn se cuestiona si debe o no reclamar su lugar como rey antes de mandarse con la comunidad; en el libro creo que eso no pasa. Se cuestiona más su deber, no tanto su valor moral.

 

Agustín: Exactamente.

 

Octavio: No digo que sean malos libros, por otro lado (como dije, tengo ganas de releerlos). Pero en comparación con su «versión» cinematográfica, tienen sus pro y sus contras.

 

Marce: Va a haber que leerlo, pues.

 

Me gustaría, para finalizar, destacar, además del profundo conocimiento de Octavio Fernández sobre Tolkien, la forma en la que Agustín Del Vecchio fue preguntando y desarrollando su propia pregunta, y el aporte íntimo de Santiago Maqueda, la sencillez con la que Marcelo dijo no haber leído a Tolkien. Creo que muchos escritores, sobre todo con la trayectoria de Marcelo, no se permitirían a sí mismos aceptar con tanta prontitud no haber leído a alguien, y menos frente a sus alumnos. Como si eso fuera poco, su comentario final es una demostración de que un buen maestro es aquel que sabe cuándo tomarles la palabra a sus alumnos. Y Marcelo es uno de los mejores.

 

En la cordillera

Por Mabel Sierra Karst *

 

Recostado en una camilla que los soldados se turnan para cargar a través de crestas y quebradas, sus ojos apenas se detienen en la inmensidad. Hay días en que las enfermedades le dan tregua, y puede montar su caballo. Pero al amanecer vomitó una viscosidad roja y dudosa, como la niebla que se deshacía en la nueva claridad, y su cuerpo no pudo enfrentar por sí mismo la jornada de viaje. Débil, cansado, se ahoga. De nuevo con las manos inflamadas y doloridas, hoy tampoco podrá escribir. Habrá que dejarse llevar.

Contempla el azul luminoso del cielo cordillerano y piensa que Belgrano no se equivocó al elegir los colores de la bandera. Nada en este mundo es más cristalino, más verdadero que ese cielo. El paisaje andino se balancea ante sus ojos, al paso de los pies inciertos de los soldados, y él se encierra en cavilaciones. No le preocupan las próximas batallas, no es eso. Presiente inminentes victorias. “Lo que no me deja dormir no es la oposición que puedan hacerme los enemigos, sino el atravesar estos inmensos montes”, le había escrito a su amigo Tomás Guido.

El ejército debe llegar al país del otro lado de la cordillera, y la travesía se despliega sobre sendas de silencio. Las únicas voces que se escuchan son las que buscan orientación o indican una tarea. En las noches, hombres y animales se igualan en el sufrimiento que causa el frío y en la espera angustiosa por un amanecer tibio, que les quite el dolor de los huesos. Luego, en el día áspero y radiante, se inclinan bajo el sol imposible del mediodía. Los soldados apunados no llegarán. Su destino será quedarse en las alturas, innombrados. Las pasturas del suelo endurecido no alcanzan, y los caballos caen. Las mulas resisten un poco más, pero también sucumben. Han perdido tantos animales que ya no los cuentan, aunque su ausencia se arrastra junto al grupo que avanza.

Sabe que no es el héroe de esta historia. Sus hombres se juegan la vida por la causa, y cada uno ha dejado atrás familia y terruño para realizar la expedición. Están los granaderos que le son fieles hace ya algunos años; los chilenos exiliados después de la derrota en Rancagua, que vuelven para recuperar las tierras de manos de los realistas; los voluntarios de Mendoza, de San Juan y del pueblo de San Luis, que se ha quedado casi sin hombres. Y están los soldados negros, esclavos liberados para unirse al ejército de los Andes. Había librado una batalla más entre tantas otras, para convencer a las autoridades nacionales, que no querían otorgarles la emancipación. ¿Pero cómo podrían dar la vida por la libertad quienes no fueran libres?

La marcha es lenta. Deben abrir caminos y picadas. Por momentos, transitan en fila por senderos angostos al borde de precipicios que se pierden de vista en ríos salvajes. En esa soledad de las cimas agrestes, sin un alma que pueda socorrerlos con víveres, ni ofrecerles hospitalidad, la dureza de la travesía se palpa en cada ráfaga de viento que golpea los rostros curtidos por la intemperie. Ha traído a esos hombres valientes a este derrotero de muerte, pero no se permitirá el arrepentimiento. ¿Cuántos obstáculos pueden ser enfrentados, cuántas obstinaciones deben ser vencidas, cuando se tiene una certeza? No lo comprendieron. Le retacearon dinero y armamentos, no le enviaron soldados, y él tuvo que fabricar todo y abastecerse con la ayuda de la gente: damas que donaron joyas, dueños de haciendas que colaboraron, pero sobre todo, los más pobres escucharon su llamado y entregaron lo poco que tenían, para que se pudiera realizar el cruce. No, no habrá arrepentimiento.

Un soldado le acerca un chifle con agua fresca. Bebe despacio. Da las instrucciones para hacer una parada corta. Comerán charquicán, los animales beberán agua y luego continuarán sin tregua hasta que la noche los detenga.

El campamento nocturno se arma cerca de un arroyo. Se reúnen alrededor del fuego en el que se asa la carne de buey. Mientras come, recuerda la petición del Director Supremo para que combatiera a Artigas… ¿Cómo podría? Los abismos existen también fuera de la cordillera. Suspira y pide que lo lleven a su tienda. Espera que esta noche el asma lo deje dormir, aunque en realidad, él no duerme mucho. Los soldados compartirán sus mantas con los animales y alentarán la vigilia con brasas encendidas.

La marcha de tres semanas llega a su fin, y las diferentes columnas se reunirán en el destino elegido. Amaneció dolorido, pero debe comandar a los soldados. Monta con dificultad y parte al frente del ejército. Bajan por la última ladera y a lo lejos observa a los hombres que lo esperan. Van a librar una gran batalla en Chacabuco y vencerán. Luego vendrán otras victorias y algunas derrotas, pero seguirán adelante, hasta el día en que lleguen al Perú, donde los encontrará Simón Bolívar. La historia de América cambiará para siempre, y el relato de esta saga algún día será parte de libros, películas, canciones.

Hoy, sin embargo, lo importante es llegar al campamento, hablar a los soldados y preparar su espíritu para la lucha. Imagina la victoria, que se pagará con el precio de la sangre, el único posible. Dirige una vez más sus ojos al cielo límpido.

Hace una seña a sus hombres, espolea a su caballo y avanza.

 

 

  * Mabel Sierra Karst nació y vivió en su infancia y adolescencia en Villa Ballester, provincia de Buenos Aires. A lo largo de su vida también residió en Córdoba, en Brasil y actualmente en San Luis, en la zona serrana.

Es profesora de Inglés y Portugués, y licenciada en Enseñanza de las Lenguas Extranjeras. Desde que se jubiló como docente, se dedica a la fotografía y a la escritura. Le apasiona leer y estudiar temas históricos. Algunos de sus autores preferidos son: Osvaldo Bayer, Eduardo Galeano, Ernest Hemingway, Katherine Mansfield, Horacio Quiroga, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Jorge Amado, Clarice Lispector. Desde hace poco asiste al Taller de Corte y Corrección, de Marcelo di Marco.