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La habitación de arriba

Por Dayana Abreu Yanes *

 

—¿Cómo desea el solomillo? —me pregunta el camarero.

Está de pie, la vista sumida en la pequeña libreta de notas y el bolígrafo listo. Emma enfrente, con una socarronería exasperante, pendiente de todos mis gestos. Acechando. Impaciente, golpea la carta con las uñas, mientras recorre con la vista todo el restaurante. Lo hace por molestarme; así es con todo: su principal fuente de placer es mi infelicidad ¿Qué tanto tiene que mirar, si este lugar lo ha escogido ella?

—Tenemos que hablar —le había dicho esta mañana mientras desayunábamos. Esperaba que me miraba, que notara la afección de mi voz y que al menos sintiera curiosidad. Pero nada.

—Muy bien. Vamos a ese restaurante que parece una estación de tren americana —me había contestado, sin darme tiempo a agregar: “He estado posponiendo esta conversación, pero ya no puedo más”.

Intento disimular mi incomodidad, a la vez que me exijo una respuesta rápida. ¿Cómo quiero el solomillo? Es una pregunta simple la verdad. Lo que no es simple, es mi relación con Emma. Emma lo sabe todo: lo que estoy pensando, lo que voy a hacer. Seguro sabe que quiero dejarla. No sé cómo lo ha descubierto: nuestra relación es tan mala como siempre, no especialmente mala ahora que conocí a Laura. Laura es capaz de calentar el café con esa sonrisa, pero la quiero sobre todo porque es muy diferente a Emma. Y no puedo dedicar toda mi energía a Laura con estas dos Emmas: una escrudiñando mi forma de actuar, mirándome por encima del hombro, y la otra taladrando en mi cabeza, haciéndome dudar aun cuando escapo a su control.

Pero ella espera, Emma espera. Bien que pudiera terminar mi tortura y decirme: “Sé que te nadas babeando por la tal Laura esa, lo sé todo. Sé que quieres dejarme. Al final era de esperar. Yo y mi vida eran lo máximo a lo que podías aspirar y no sabes estar a la altura.”

La Emma de la habitación de arriba vive con ese tipo con cara de buena gente, tan buena gente, que termina siendo bobalicón. Emma, la de la habitación de arriba, se mira las manos por decimoctava vez. En esta ocasión comprueba que las uñas no han crecido nada, y el churre que se ha acumulado debajo de la uña del dedo índice, se quedará ahí un buen rato, ya que carece de ganas para estirarse hasta la mesita de noche y coger el cortaúñas. Termina de observarlas con un bostezo como las decimoséptimas veces anteriores.

El tipo con cara de buena gente, por su parte, la mira enfadado, pero sobre todo porque esa mujer hace lo que él quiere hacer, o mejor dicho lo que no quiere. Él mira hacia la puerta: el timbre ha sonado con un toque débil y desganado, pero, aun así, ha sonado y está seguro de que ella lo ha escuchado. Pero en lugar de levantarse y abrir la puerta, se queda tranquila observando sus uñas por decimoctava vez.

Él pasa por su lado arrastrando los pies y con los hombros caídos. Él pasa por su lado, sabiendo que con cada paso pierde un poco más el control de esta relación, si eso es posible ––y lo peor, ya nunca lo volverá a recuperar––. La puerta parece más lejos que nunca. Piensa que tal vez ella la aleja apropósito, para prolongar la ida y, conjuntamente, su angustia.

Ella vuelve a mirarse las uñas por decimonovena vez con el mismo aire de desdén, mientras desliza suavemente el pie derecho sobre las losas grises, lo suficiente para entrometerse en el recorrido de él hacia la puerta.

¡Cataplam!

Ruge el cuerpo del hombre contra el suelo, pero él no dice nada. Se incorpora a medias desde el piso de la casa, se revisa las manos, los brazos y los codos: está bien. Comprueba con horror que ella ha cambiado el suelo y colocado un impecable suelo marrón. También las paredes han cambiado, ahora son una imitación de una terminal de tren americana del siglo pasado. Están adornadas con fotos de famosos en las propias instalaciones. En medio de su camino ha colocado un par de bancos de madera, de unos dos metros de largo y compuestos de tablillas separadas. Entre los bancos, las mesas de los comensales, perfectamente listas y equipadas. Ahora todo es del mismo color, sólo cambian los tonos. Pero lo peor, sin lugar a duda, es la puerta, una puerta de cristal. El horrible cristal que deja todas las vergüenzas al descubierto, que permite a las personas mirar dentro de tu casa, de tu vida.

Él se levanta lo más ágil que puede, se sacude las rodillas, aunque no hay polvo. Un lejano impulso conduce la ira hasta sus mejillas, pero pronto la racionalidad se encarga de sugerirle casi en un susurro que, si olvidaba un problema, era casi lo mismo que solucionarlo. Problema olvidado, problema resuelto, concluye.

Con un nuevo e inesperado brío da tres pasos y llega hasta la puerta. No mira a Emma mientras se aleja, pues una mirada recriminatoria, hubiera supuesto darle más poder del que ya tenía, y eso era algo muy peligroso. Se estira la ropa ante la puerta de cristal, mientras ignora la cara de apremio y pánico con que lo mira el otro tipo. Una cara que refleja perfectamente lo que siente él, como un espejo.

Mirando sin mirar, abre la puerta y entonces finge que lo ve por primera vez. Pone su cara de: “¿Qué desea usted?”

—¿Cómo quiero el solomillo? ¡Rápido, responde! —se pregunta a sí mismo.

—Medio hecho —responde ella desde atrás en medio de su vigésimo bostezo.

—Medio hecho —respondo al fin.

El camarero sonríe condescendiente. Llevaba medio día de pie, y más de dos minutos para anotar mi estúpido pedido.

 

 

 

 * Dayana Abreu Yanes (Cuba, 1987) es licenciada en Contabilidad y Finanzas. Algunos de sus autores preferidos son Horacio Quiroga, Patricia Esteban Erlés y Mario Benedetti. Escribe para estar en paz con sus personajes. Al terminar una historia, siente más tranquilidad que al irse a dormir sabiendo que cerró bien la casa y no dejó la cocina encendida. Actualmente vive en Barcelona y trabaja como administrativa en una empresa de reformas.

Ha publicado recientemente su primera novela, La casa de los vivos y los muertos (https://www.lanzanos.com/tandaia/proyectos/la-casa-de-los-vivos-y-los-muertos/), que corrigió con Nomi Pendzik en el Taller de Corte y Corrección, y sobre la cual hay un programa en el canal TCyC:  https://www.youtube.com/watch?v=wpn0m6lqLZs&t=11s

 

Ilustración: Henn Kim (https://www.hennkim.com/)

 

 

 

2 Comments

  1. MaximilianoMangold dice:

    Me gustó mucho el cuento, otra mirada sobre las relaciones personales, esta vez dónde el hombre es el acomplejado, con dudas. No diría una víctima, por él se lo busca.
    Estudio Cine en la Universidad Nacional de Córdoba y me gustaría adaptarlo para un trabajo práctico que hay que hacer un cortometraje.
    Tengo una duda con ese cuento. Después del párrafo donde está el dibujo del cerebro🧠, viene una parte que parece le faltan palabras.
    «El tipo con cara de buena gente, por su parte, la mira enfadado, pero sobre todo porque esa mujer hace lo que él quiere hacer, o mejor dicho lo que no quiere. Él m: el timbre ha sonado…».
    En esa parte que dice: «Él m:».

    1. MaximilianoMangold dice:

      Ya está corregido, para los otros lectores que lean el comentario anterior. No se puede borrar ni modificar, el sistema no me lo permite. Saludos de nuevo a la escritora y a Nomi.

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