Fin Rotating Header Image

Lily

Por Matías Iván Bravo *

 

Según lo confirmó en su diagnóstico mi último psiquiatra, la muerte de Agustín había desatado mis brotes psicóticos.

Cuando cumplí doce años, mi mamá me regaló un skate. En ese tiempo se había puesto de moda, y no había chico en el barrio que no se deslizara por la calle en una de esas tablas. Salí a probarlo con mi mejor amigo. Agustín me recordó una calle empinada, a unas cinco cuadras de mi casa. La Colina del Diablo, la habían empezado a llamar.

―Ahí vamos a bajar en un pedo ―dijo Agus, y sin dudarlo nos mandamos para la Colina.

Y entonces el diablo de la colina hizo lo suyo. En una de sus bajadas, Agus perdió el equilibrio y rodó por el asfalto. Cuando intentó levantarse, una camioneta le pasó por encima. Todavía oigo aquel crujir gomoso, como de ramas húmedas. Yo sólo atiné a gritar su nombre, sin parar.

El tipo de la camioneta siguió de largo, como si tal cosa. Arrodillado al borde del charco de sangre en que se sumergía la cabeza de Agustín, entre las lágrimas vi llegar a la ambulancia. Los médicos me apartaron enseguida, y cuando quisieron subirlo a la camilla, alcancé a ver ―aún hoy me despierto gritando― cómo un pedazo de cráneo se le desprendió y quedó pegado a la calle.

Cuando los padres me echaron la culpa, yo al principio me negué. Con los días, les fui dando la razón. Sí, porque yo hubiera podido detenerlo, y no lo hice.

En el colegio me miraban raro, como con pena. Yo ni abría la boca, igual que venía haciendo desde la primaria. Nunca hablaba, y ahora menos que nunca. El único con que me había llevado bien fue Agustín. Solamente con él conversaba yo ―había conversado, mejor dicho― en los recreos.

Lo más triste fue que todos se olvidaron de él demasiado rápido. En cuanto a mí, yo no podía sacármelo de la cabeza.

Un día, al pasar lista, la de Lengua empezó a nombrarlo, pero enseguida se dio cuenta y sólo pronunció las primeras sílabas del apellido. Y algún hijo de puta del fondo dijo, con sorna:

―¡Presente!

Y todos se cagaron de la risa. Ahí me di cuenta: por lo menos lo seguían recordando al pobre. Y yo dije, en voz muy baja:

―Está muerto. ―Me fui levantando de a poco―. Y ustedes, hijos de puta, no paran de reírse.

―Fue un chiste ―dijo el boludito del último banco―. Fue un chiste, nada más. ¿Qué sos? ¿La viuda?

Todos se reían al verme ir hacia él. Despacio. Muy despacio. El pibe se habrá dado cuenta de que la cosa iba en serio, porque intentó escaparse. Pero yo lo arrinconé entre el banco y la pared del fondo.

—Te parece gracioso joder con un tema así —le dije, y lo cacé del pescuezo. Y apreté y apreté, hasta que la profesora corrió hacia nosotros.

A mí me mandaron a Dirección, y al otro imbécil no le dijeron nada. Recuerdo estar ahí sentado, solo. Hasta que oí a alguien acercarse.

―Cómo estás.

Era Lucía, una que cursó conmigo desde el jardín.

―Cómo pensás que estoy.

Cuando ella estaba por responderme, la directora me ordenó que entrara en su despacho.

Llamaron a aquella, y le dijeron que me hiciera ver.

Y me hizo ver, sí. Me hizo ver por psicopedagogos, me hizo ver por psicólogos. Hasta por un psiquiatra me hizo ver. Por dos psiquiatras, a falta de uno.

 

Con el pasar de los meses, me fui enfocando en otras cosas. Las terapias funcionaban, al menos supuestamente; pero en realidad era Luci la que me encarrilaba bastante, con su temperamento a toda prueba. Seguí yendo al colegio, las notas mejoraron. Incluso me atreví, y la invité a salir. Y el milagro fue que ella aceptó con una sonrisita tímida.

Fuimos a una plaza de mi barrio. Recuerdo haberme arreglado mejor que nunca, y después de tanto tiempo salí con la esperanza de pasar una buena tarde. Pudo ser uno de los mejores días de mi vida: caminaba con Luci, íbamos de la mano y le pregunté si quería ir a tomar algo a casa. Ella dijo que sí.

A unas cuadras de llegar, distraído por mis pensamientos y con la sensación de sus dedos entrelazados en los míos, estuve a punto de cruzar la calle con el semáforo en rojo. Una bocina me sacó de mi trance, y a menos de un metro un auto nos pasó a toda velocidad. Me quedé congelado. La sangre, mis gritos, el cráneo pegado al pavimento, todo se me vino encima. Cuando me di cuenta, yo estaba sujetando a Luci: la usaba de escudo.

—¿Qué hacés, tarado? —dijo, y me encajó una cachetada.

No pude responderle, y dejé que se fuera.

Después de aquel episodio, Lucía no volvió a hablarme jamás.

Algo bueno sucedió un par de años más tarde, una noche en que me escabullí en una calleja: la noche en que conocí a mis nuevos compañeros, y por primera vez probé el cigarrillo.

Y sucedió: en medio del mareo, distinguí a Lily; así decidí llamarla, yo no la había visto nunca. Rubia y de unos ojos que se me antojaban verdes ―ella me observaba muy atentamente desde la otra punta del callejón―, su alta figura iba vestida de negro: la Trinity de Matrix. Levanté la mano intentando saludarla, pero desapareció al instante. Y, cuando digo que desapareció, estoy diciendo exactamente eso.

―A quién saludás, chabón ―me dijo uno.

―A nadie ―mentí: si les contaba de aquella mujer de sobretodo negro hasta los tobillos, me tratarían de loco o cosa parecida.

Y lo peor era que razón no les faltaba.

 

—Fue una alucinación —dijo mi psiquiatra―. Quizá representa tu culpa.

Y sí, puede ser. Yo sabía que estaba haciendo algo incorrecto, pero qué más da. Hoy en día, todo el mundo fuma.

Con el pasar de los años dejé la estafa de la terapia, y pude conseguir un laburo relativamente bueno. Pero se me dificultaba hacerme amigo de alguien. Los contactos de mi celular no eran más que conocidos del trabajo, y la soledad me deprimía.

Por suerte contaba con Lily.

Fui descubriendo que ella siempre aparecía cuando yo fumaba.

En mis momentos de depresión y soledad, la traía conmigo. Cada vez que aparecía, se acercaba más a mí. Me sonreía a veces, pero siempre sin decir una sola palabra.

Recuerdo especialmente una noche. Lily se había recostado contra mi espalda. Era preciosa, pero al fin y al cabo se trataba de una alucinación. ¿O no? Esa noche pasó por mi brazo sus dedos helados, y el escalofrío me puso la piel de gallina.

A partir de esa noche, empecé a fumar en el trabajo. Al gerente no le gustó nada. Por meses recibí quejas y advertencias. A mí me daba igual: me encantaba ver a Lily pasearse por las oficinas, invisible a los demás. Ella jugaba, ponía caras graciosas delante de mis compañeros, y ellos ni se inmutaban. Lily era mi debilidad. Al final me despidieron, y no puedo culpar a nadie más que a mí.

Al quedarme sin trabajo, decidí aislarme en mi departamento, una pocilga en un sexto piso. Con el poco dinero que me quedaba compré un par de cartones de cigarrillos.

La rutilante felicidad de Lily se iba incrementando a medida que las marquillas se amontonaban en el tacho de basura. Pero, cuando saqué el anteúltimo cigarrillo de la última caja, me las tuve que ver con ella.

Yo me encontraba sentado al borde de mi colchón. Parada frente a mí, Lily señaló el cigarrillo. Lloraba, no quería que yo lo prendiera. Sólo quedaba uno. Uno más, y Lily desaparecería.

—Si no lo fumo, también vas a desaparecer. —Prendí el cigarrillo y me acomodé en el colchón—. Por lo menos nos queda uno. ―Me miró, comprensiva. Y le hice señas de que se acercara más―. Vení, Lily. ―Palmeé el lugar libre en la cama, junto a mí―. Te necesito. Acostate conmigo.

Lily asintió con una sonrisa, y se recostó con delicadeza, junto a mí. Sus ojos me llamaban, el humo me cubría por dentro. Me acerqué aún más y decidí besarla. Su reacción fue empujarme, retroceder sorprendida.

Intenté disculparme, pero mis pulmones no me lo permitieron. Inútiles fueron los intentos por tomar un poco de aire. Entonces vi que lloraba otra vez. Me dio un abrazo helado, y me tranquilizó.

Mientras todo se fundía en la oscuridad más pura, sentí un escalofrío: de la espalda se le extendieron unas alas de cuervo que enseguida se posaron en mi cuerpo inerte. Con los ojos bien abiertos, me sonreía con suficiencia. Era la sonrisa de una mujer muy poderosa, y acaso con ella insinuaba sus verdaderas intenciones. La oscuridad se extendió del todo, y mi corazón se detuvo.

En un abrir y cerrar de ojos volví a quedar solo en la habitación. Me tomó un par de minutos recuperarme de aquello, pero aun así extendí mi brazo a la mesita de luz buscando la caja de cigarrillos.

—¿Buscás esto? —dijo Lily, sentada en el alféizar de mi ventana.

De la caja sacó el último cigarrillo, y se lo puso entre los labios.

—Ese es el último —dije—, no puedo comprar más. Si querés quedarte, no lo hagas.

Ella soltó una risita y se levantó. Caminó a la cocina y volvió con una caja de fósforos. No creí que Lily fuera capaz. El hecho de que ella fumara, de que se terminara el último, desató en mí una angustia incontrolable.

—No voy a desaparecer, querido. —Su voz era muy dulce, me encantaba―. Y eso lo sabés muy bien.

Prendió un fosforo y lo llevó hacia el cigarrillo. Yo no pude aguantar más, no lo podía permitir. Con un grito de furia quise embestirla, pero seguí de largo hasta chocarme contra la pared.

—Es el cigarrillo, o yo —dijo a mis espaldas, ahora sentada en el colchón―. A quién deseás más.

—¡A los dos por igual! —respondí, y volví a embestirla, y logré sujetarlas de las heladas muñecas, y la miré directo a los ojos.

—Veo que estás en un dilema, querido —dijo con sorna—. Sería una lástima que me lo fumara yo solita.

Alcé el brazo para abatirla de un golpe, y cuando quise darme cuenta mi puño se hundía en el colchón.

Volví a observar la mesita de luz, y ahí estaba la caja de cigarrillos.

—Mirala más de cerca —susurró Lily a mis espaldas—. ¿Qué ves?

Me abrazó por detrás, forzándome a ver la caja.

En la marquilla se veía a una chica rubia igual a ella, pero con el pecho abierto y dejando ver unos pulmones de alquitrán. La rondaban un par de médicos con la apariencia de los científicos de las películas de psicópatas. Bajo la imagen, se encontraba la típica advertencia: fumar es perjudicial para la salud.

La angustia me cerraba la garganta, imposible responderle.

Cuando pude darme vuelta, Lily ya había desaparecido.

Me senté en el alféizar de la ventana, y prendí el ultimo cigarrillo. Observé hacia abajo, deseando terminar con todo.

La luz de la luna penetró mi cuarto, y el cigarrillo estaba a punto de terminarse, cuando oí unos pasos.

—Podemos estar juntos toda la eternidad, querido —dijo una voz ronca—. Sólo tenés que tirarte.

Al volverme, pude ver la auténtica forma de Lily. Lo primero que llamó mi atención fueron esos pies esqueléticos que arañaban la alfombra. Las piernas conservaban algo de carne podrida, y en el pecho desgarrado se encontraban esos pulmones negros de brea que, por su movimiento, seguían funcionando. En cuanto a la cara, en donde deberían hallarse sus hermosos ojos verdes sólo acechaba la penumbra de unas cuencas calavéricas, sanguinolentas y rodeadas de colgajos de piel descarnada.

—Se terminó, Lily. Este es mi último cigarrillo.

Me encaramé en el borde de la ventana y tiré la colilla a la gran ciudad. Lily corrió furiosa hacia mí, extendió sus alas y me empujó al vacío.

En plena caída recordé a Agustín, en cómo tuvieron que despegar su cráneo del asfalto.

 

 

 * Matías Iván Bravo (Buenos Aires, 2000). Cuando era chico escribía historias con el objetivo de entretenerse, pero no fue hasta 2018, cuando terminó de leer It, que su interés por la literatura se convirtió en algo más apasionado.

Desde 2019 asiste sin falta al Taller de Corte y Corrección. En el Taller aprendió la estructura del cuento, a ponerle la coma al vocativo y a exprimir las palabras naranja. Pero también aprendió cosas que van más allá, cosas que utiliza en el día a día para convertirse en una mejor persona. Gracias al Taller, el sueño de poder dejar su granito de arena en la literatura está cada vez más cerca.

Sus autores preferidos son Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft, Stephen King, y el maestro Marcelo Di Marco.

 

 

Deja un comentario