Por Mariano Gamenara *
Germán se entretenía examinando el viejo confesionario. Lo veía macizo, a pesar de los inútiles ornamentos en la madera y de las delgadas columnas que custodiaban las dos puertas. El techo a dos aguas le terminaba de dar ese aspecto a cabaña ―le faltaba las tejas y la chimenea, nomás― tan común en los confesionarios de hace cincuenta años. Y dentro, seguramente, una cortina o rejilla le impediría relojearlo al cura.
Eso le quitaría algo esencial al asunto, pensó.
Le tocaron el hombro. Apartó la mirada del confesionario, y vio a una rubiecita que le sonreía. El brillo de las luces en el pelo enrulado y en los ojos marrones, sumados a la sonrisa blanca, le dieron la impresión de que la muchacha había salido de una propaganda de champú.
—¿Vino a confesarse con el vidente? —le preguntó la chica.
Germán salió de los absurdos pensamientos, y levantó las cejas.
―¿El cura decís? ¿Un vidente?
―Ajá.
—No soy de la zona. No sabía que fuera vidente el padre.
Y decía la verdad. No desconocía aquellas historias sobre religiosos, tipo el padre Pío, que podían ver el futuro y que sabían cosas que no tenían forma de saber. Pero jamás pensó que él mismo llegaría a encontrarse con uno.
—¡Ah, ya va a ver que sí! Ya va a ver que el padre Leandro es vidente. Pero vidente-vidente, eh.
—Cada tanto lo vienen a buscar de la Policía, a pedirle que los ayude con los crímenes. Y vienen muy seguido. Si no fuera vidente, ¿para qué vendrían?
Germán decidió no expresar dudas en voz alta: la notaba muy ilusionada a la chica; de seguro que cantaba en el coro, o ayudaba en Secretaría o Cáritas.
—¿Cómo es en las confesiones? —preguntó él—. Si es vidente, ¿hace falta decirle? ¿O ya sabe todo?
—Si a usted se le olvida algo —contestó la chica—, él se lo va a recordar. Dicen que nos ve con los ojos de Jesús.
Germán se encogió de hombros y sonrió de un sólo lado, exagerando un nerviosismo inexistente:
—Eso sería muy bueno, porque hace como veinte años que no me confieso.
Pero tal declaración no logró asustar a la chica:
—El padre lo va a guiar. Seguro que él ya lo sabe y todo.
Del confesionario salió una anciana de cara arrugadísima, ya lista para tumbarse en un féretro.
Germán se acomodó la ropa y, manteniendo la sonrisa, murmuró:
—Mi turno.
Exactamente como él había sospechado, el interior del confesionario estaba dividido por un panel sobre el que se deslizaba una rejilla de mimbre. La luz se colaba por los agujeros, y apenas podía distinguir al manosanta, que ahora se acomodaba frente a él, del otro lado.
Cuando Germán se arrodilló, el cura le dijo:
—Ave María Purísima.
—Sin pecado concebida —contestó Germán, dando un grandioso suspiro al final. Bajó la cabeza todo lo que pudo, y juntó bien las manos sobre la frente.
—Ayúdeme, padre. Hace veinte años que no me confieso.
—Está bien, hijo. Haz lo que puedas. Dime de qué pecados te acusas.
Germán reconoció entonces el pronunciado acento gallego del “vidente”.
Levantó un poco la vista y espió entre los dedos. No podía distinguir ninguna expresión en la cara del profeta sentado al otro lado de la rejilla. Se conformó con la silueta que se dibujaba entre los agujeros: el perfil de la nariz, la barba, la postura inmutable y recta; debía parecer todo un Cristo ante los ojos de las pajarracas de la parroquia.
Y Germán se dijo que, a partir de lo que le había dicho la rubiecita, su plan había dado un giro que lo volvía más interesante: ahora se iba a enterar de si ese tipo era un vidente en serio.
Las primeras faltas que “confesó” fueron inventos comunes y corrientes. Triviales, diría. Al cabo de un minuto, y con su discurso meticulosamente practicado, Germán pasó, de confesar pecados simples, a confesar una ira profunda. Y esa supuesta ira le daba pie para hablarle de un asesinato. Asesinato que procedió a describir con todo detalle.
Germán quería extraerle alguna reacción, lo que fuera: un suspiro, un sobresalto, un grito. Si no se lo sacaba con las descripciones, se lo sacaría al final: los curas deben dar el perdón, sin importar el pecado. Como si gritar una mala palabra y descuartizar a una hija fuesen lo mismo. Como si todo pudiera perdonarse, qué imbéciles.
Germán bombardeó al manosanta con una larga y detallada lista de pecados mucho peores. Terribles.
Pero el cura no reaccionó en absoluto hasta que acabó con la lista.
—¿Es todo? —dijo—. ¿No olvidas nada?
—Es todo lo que recuerdo.
—Es todo lo que te has inventao.
Lo había descubierto. Germán había exagerado demasiado con los pecados mortales. Pero no le importaba: no era la primera vez que visitaba un confesionario con estas farsas. Encontrar otra iglesia y otro cuervo con quien repetir la burla no sería difícil.
Levantó la vista. Antes de irse, quería sacarse la duda:
—Si usted es vidente, como aseguran sus fans, ¿por qué no me revela mis pecados, los de verdad, y listo?
—De nada serviría —lamentó el padre Leandro—. No puede haber perdón sin arrepentimiento. Y tú no te arrepentirás hasta que los veas.
―¿A quiénes?
―No te hagas el imbécil.
Germán vio la sombra del sacerdote levantarse a medida que hablaba.
—¡Verás tus pecados! Y los verás del mismo modo en que Jesucristo los ve desde la Cruz.
El vidente abrió la rejilla de golpe, y Germán se atrevió a asomarse.
Desaparecieron el cura, el confesionario, la iglesia misma. Frente a sus ojos vio todas las veces que se burló del hermano hasta hacerlo llorar; vio la vez que estampó adrede un pelotazo en la cara de un compañero; todos los insultos inmerecidos que escupió a los demás; y cada vez que estafó a un amigo. Y también se vio cuando dejó a la madre en el asilo, sin intención de volver nunca. Y cuando le hizo lo mismo al padre. Incluso se vio a sí mismo en ese mismo confesionario, y escuchó cada una de las mentiras que había dicho ahí. No faltó ni un solo pecado.
Pero después se vio ―se tuvo delante, como recién― con la rubiecita de pelo enrulado, los dos en una habitación que él no había visto jamás. Y ahí, apresándola contra la pared, Germán la desvestía a manotazos.
Mónica se giró y miró al resto de la fila. Dos o tres ya dudaban si quedarse o irse. Y no se los podía culpar: el llanto que se oía desde el confesionario llevaba ya largo rato, y sin ninguna pausa.
—Entiendan —susurró Mónica—. Hacía veinte años que no se confesaba.
* Mariano Gamenara (Buenos Aires, 1989) tuvo, a los 12 años, la disparatada pero muy común idea de que se puede escribir sin haber leído siquiera los chistes del diario. Gracias a Dios, los padres lo pescaron antes de que llegara muy lejos: dándole a leer a Agatha Christie, a Chesterton, a Poe, y varios otros, lograron que entendiera que, antes de hacer algo, hay que saber cómo lo hicieron los demás.
No fue sino hasta 2018 que tuvo una segunda idea disparatada: dedicarse de verdad a escribir. Y ese mismo año llegó al Taller de Corte y Corrección.