Fin Rotating Header Image

A la vista de Dios

Por Mariano Gamenara *

 

Germán se entretenía examinando el viejo confesionario. Lo veía macizo, a pesar de los inútiles ornamentos en la madera y de las delgadas columnas que custodiaban las dos puertas. El techo a dos aguas le terminaba de dar ese aspecto a cabaña ―le faltaba las tejas y la chimenea, nomás― tan común en los confesionarios de hace cincuenta años. Y dentro, seguramente, una cortina o rejilla le impediría relojearlo al cura.

Eso le quitaría algo esencial al asunto, pensó.

Le tocaron el hombro. Apartó la mirada del confesionario, y vio a una rubiecita que le sonreía. El brillo de las luces en el pelo enrulado y en los ojos marrones, sumados a la sonrisa blanca, le dieron la impresión de que la muchacha había salido de una propaganda de champú.

—¿Vino a confesarse con el vidente? —le preguntó la chica.

Germán salió de los absurdos pensamientos, y levantó las cejas.

―¿El cura decís? ¿Un vidente?

―Ajá.

—No soy de la zona. No sabía que fuera vidente el padre.

Y decía la verdad. No desconocía aquellas historias sobre religiosos, tipo el padre Pío, que podían ver el futuro y que sabían cosas que no tenían forma de saber. Pero jamás pensó que él mismo llegaría a encontrarse con uno.

—¡Ah, ya va a ver que sí! Ya va a ver que el padre Leandro es vidente. Pero vidente-vidente, eh.

—No me digas. ¿Y cómo sabés?

—Cada tanto lo vienen a buscar de la Policía, a pedirle que los ayude con los crímenes. Y vienen muy seguido. Si no fuera vidente, ¿para qué vendrían?

Germán decidió no expresar dudas en voz alta: la notaba muy ilusionada a la chica; de seguro que cantaba en el coro, o ayudaba en Secretaría o Cáritas.

—¿Cómo es en las confesiones? —preguntó él—. Si es vidente, ¿hace falta decirle? ¿O ya sabe todo?

—Si a usted se le olvida algo —contestó la chica—, él se lo va a recordar. Dicen que nos ve con los ojos de Jesús.

Germán se encogió de hombros y sonrió de un sólo lado, exagerando un nerviosismo inexistente:

—Eso sería muy bueno, porque hace como veinte años que no me confieso.

Pero tal declaración no logró asustar a la chica:

—El padre lo va a guiar. Seguro que él ya lo sabe y todo.

Del confesionario salió una anciana de cara arrugadísima, ya lista para tumbarse en un féretro.

Germán se acomodó la ropa y, manteniendo la sonrisa, murmuró:

—Mi turno.

 

Exactamente como él había sospechado, el interior del confesionario estaba dividido por un panel sobre el que se deslizaba una rejilla de mimbre. La luz se colaba por los agujeros, y apenas podía distinguir al manosanta, que ahora se acomodaba frente a él, del otro lado.

Cuando Germán se arrodilló, el cura le dijo:

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida —contestó Germán, dando un grandioso suspiro al final. Bajó la cabeza todo lo que pudo, y juntó bien las manos sobre la frente.

—Ayúdeme, padre. Hace veinte años que no me confieso.

—Está bien, hijo. Haz lo que puedas. Dime de qué pecados te acusas.

Germán reconoció entonces el pronunciado acento gallego del “vidente”.

Levantó un poco la vista y espió entre los dedos. No podía distinguir ninguna expresión en la cara del profeta sentado al otro lado de la rejilla. Se conformó con la silueta que se dibujaba entre los agujeros: el perfil de la nariz, la barba, la postura inmutable y recta; debía parecer todo un Cristo ante los ojos de las pajarracas de la parroquia.

Y Germán se dijo que, a partir de lo que le había dicho la rubiecita, su plan había dado un giro que lo volvía más interesante: ahora se iba a enterar de si ese tipo era un vidente en serio.

Las primeras faltas que “confesó” fueron inventos comunes y corrientes. Triviales, diría. Al cabo de un minuto, y con su discurso meticulosamente practicado, Germán pasó, de confesar pecados simples, a confesar una ira profunda. Y esa supuesta ira le daba pie para hablarle de un asesinato. Asesinato que procedió a describir con todo detalle.

El tipo ni se inmutó.

Germán quería extraerle alguna reacción, lo que fuera: un suspiro, un sobresalto, un grito. Si no se lo sacaba con las descripciones, se lo sacaría al final: los curas deben dar el perdón, sin importar el pecado. Como si gritar una mala palabra y descuartizar a una hija fuesen lo mismo. Como si todo pudiera perdonarse, qué imbéciles.

Germán bombardeó al manosanta con una larga y detallada lista de pecados mucho peores. Terribles.

Pero el cura no reaccionó en absoluto hasta que acabó con la lista.

—¿Es todo? —dijo—. ¿No olvidas nada?

—Es todo lo que recuerdo.

—Es todo lo que te has inventao.

Lo había descubierto. Germán había exagerado demasiado con los pecados mortales. Pero no le importaba: no era la primera vez que visitaba un confesionario con estas farsas. Encontrar otra iglesia y otro cuervo con quien repetir la burla no sería difícil.

Levantó la vista. Antes de irse, quería sacarse la duda:

—Si usted es vidente, como aseguran sus fans, ¿por qué no me revela mis pecados, los de verdad, y listo?

—De nada serviría —lamentó el padre Leandro—. No puede haber perdón sin arrepentimiento. Y tú no te arrepentirás hasta que los veas.

―¿A quiénes?

―No te hagas el imbécil.

Germán vio la sombra del sacerdote levantarse a medida que hablaba.

—¡Verás tus pecados! Y los verás del mismo modo en que Jesucristo los ve desde la Cruz.

El vidente abrió la rejilla de golpe, y Germán se atrevió a asomarse.

Desaparecieron el cura, el confesionario, la iglesia misma. Frente a sus ojos vio todas las veces que se burló del hermano hasta hacerlo llorar; vio la vez que estampó adrede un pelotazo en la cara de un compañero; todos los insultos inmerecidos que escupió a los demás; y cada vez que estafó a un amigo. Y también se vio cuando dejó a la madre en el asilo, sin intención de volver nunca. Y cuando le hizo lo mismo al padre. Incluso se vio a sí mismo en ese mismo confesionario, y escuchó cada una de las mentiras que había dicho ahí. No faltó ni un solo pecado.

Pero después se vio ―se tuvo delante, como recién― con la rubiecita de pelo enrulado, los dos en una habitación que él no había visto jamás. Y ahí, apresándola contra la pared, Germán la desvestía a manotazos.

 

Mónica se giró y miró al resto de la fila. Dos o tres ya dudaban si quedarse o irse. Y no se los podía culpar: el llanto que se oía desde el confesionario llevaba ya largo rato, y sin ninguna pausa.

—Entiendan —susurró Mónica—. Hacía veinte años que no se confesaba.

 

 

  * Mariano Gamenara (Buenos Aires, 1989) tuvo, a los 12 años, la disparatada pero muy común idea de que se puede escribir sin haber leído siquiera los chistes del diario. Gracias a Dios, los padres lo pescaron antes de que llegara muy lejos: dándole a leer a Agatha Christie, a Chesterton, a Poe, y varios otros, lograron que entendiera que, antes de hacer algo, hay que saber cómo lo hicieron los demás.
No fue sino hasta 2018 que tuvo una segunda idea disparatada: dedicarse de verdad a escribir. Y ese mismo año llegó al Taller de Corte y Corrección.

 

Inclusión sin educación

Por Luis Norte *

 

En una de esas muchas conversaciones que surgen en grupos de WhatsApp, aun cuando no tienen que ver con el tema del grupo, se empezó a hablar de los institutos que tienen una gran carga política, específicamente los que adhieren a una corriente de izquierda progresista. Y, como yo frecuenté toda mi educación universitaria y relaciones sociales en institutos y grupos de esa corriente, me pareció bueno dejar en claro mi postura. Especialmente porque, a pesar de gustarme el ambiente y muchos de los temas que se hablan en sus pasillos, tengo serias críticas a los efectos que está teniendo eso en la educación. Críticas que escapan de la cuestión política sobre qué debe o no ser legal, y se basan en que hay un problema en lo que las instituciones consideran prioritario y sus métodos de enseñanza.

La falencia educativa que tienen las instituciones excesivamente abocadas al progresismo no se debe a la ideología política a la que responden. Lo que las hace tan terribles es su deficiencia para enseñar y cómo la tapan con su fachada de progresismo. Y digo “fachada” porque no aportan realmente una ayuda real a los grupos a los que supuestamente ayudan.

Estas instituciones preocupadas por la igualdad social parecen limitarse a simplemente dejar que personas de grupos marginados o vulnerables –como disidencias sexuales, personas trans, grupos racializados y mujeres en general– puedan asistir a las clases, reciban cierta contención y vean contenidos que los hacen sentir representados, pero no les brindan una educación que les sirva para desempeñar un trabajo de calidad fuera de la institución. Salvo si militan en partidos políticos afines.

Ojo, este problema de la calidad de la enseñanza está afectando a todos los organismos educativos por igual, sólo que los de corriente izquierdista lo disimulan porque lo tapan con un supuesto asistencialismo. Pero ahí está lo ilógico: si la universidad pretende albergar a gente a la que le cuesta integrarse en la sociedad, ¿no debería ser prioritario darles la mejor educación posible?

Si esa persona va a ser rechazada por lo que es, y claramente es imposible garantizar cupos laborales a todo el mundo, ¿no debería recibir una preparación por encima de la media, para que haga considerar a los empleadores más flexibles contratarla, a pesar de que sea de un grupo discriminado? No está mal agregar cierta perspectiva social a la currícula, pero si la educación es mala, entonces es inútil cualquier cosa que se agregue al plan de estudios, o cuán inclusivo sea el ambiente del lugar. Especialmente, si la mayoría de las personas en esos grupos que se pretende integrar ni siquiera pueden asistir a la universidad por cuestiones económicas.

Resulta muy sospechoso que la gente que tanto critica al sistema educativo tradicional por condenarte a trabajar en una empresa, no vea con malos ojos salir de él y que no quede otra que vivir bajo la protección del Estado y de ciertos partidos políticos.

Como mi carrera se basó en aprender a escribir, voy a tomar como ejemplo las falencias que tuvo mi educación.

Si la universidad enseñara a escribir bien, podría cuestionársele qué escritores y escritoras usan como ejemplo de enseñanza, pero al menos cumpliría con su función de educar y preparar a las personas, y sus alumnos después podrían elegir por su cuenta qué escribir. Pero eso no ocurre. La facultad te hace perder el tiempo leyendo documentos que poco tienen que ver con la literatura, como “teoría de la animalidad”, ensayos de Foucault, análisis de historia de la literatura sospechosamente vinculables a todos los temas modernos –como si todos los escritores de antes supieran que en 2021 iba a haber un auge del feminismo, el veganismo y el lgbt.

Cuando se ven técnicas de escritura, se hace de forma sumamente superficial. Incluso hay un rechazo a la prescriptiva literaria, porque consideran que es muy “disciplinador” decir qué es o no escribir bien. Por eso siempre concluyen con frases como “la literatura es indefinible”, “cualquier recorte histórico implica un uso de poder”, “las palabras son conceptos cargados de ideología”, y demás giladas –que yo entendía de mis compañeros de Filosofía porque no tenían ni puta idea de qué es escribir, pero que no se concibe de un escritor de verdad–. Eso es como preguntarle a un médico qué es la medicina, y tratarlo de idiota porque te responda “es curar a la gente”. Pero luego están deliberando obsesivamente sobre “qué es la literatura nacional” y sus representaciones sociales.

Verán: con el tiempo uno descubre que el plan de estudios funciona como una matrioshka. Vos elegís una materia porque querés ver un tema que te interesa, pero después te dicen que, para ver ese tema, antes deben ver otra cosa, y otra, y otra, hasta que descubrís que el profe sólo quiere hablar de política.

Por eso, si elegís Literatura Argentina, comienzan viendo “El Matadero”, de Echeverría, y de repente saltan al “Matadero” de Martín Kohan, porque “no vemos historia de la literatura argentina porque las generaciones literarias y corrientes son una mirada sesgada ya que había autores y autoras que no entran en esas categorías”. En su lugar vemos figuras frecuentes en ella. Y así terminás analizando la novela vegana Cadáver Exquisito, de Agustina Bazterrica, en base a textos sobre la animalidad tomados de Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, de Giorgio Agamben.

Si elegís Literatura latinoamericana, empiezan a hablar de la figura del monstruo y te ejemplifican con cómo se usó a la mujer trans como representación de la monstruosidad. Toda la literatura noir se reduce a las femmes fatales como miedo masculino al empoderamiento de la mujer.

Para enseñar técnicas modernas de literatura –después de dos cursos básicos de narrativa– me hablaron sobre romper las normas ¿El mejor ejemplo? Un cuentito de Cortazar –“Por escrito gallina una”– y la novela Boquitas pintadas de Manuel Puig, en la que nos basamos para hacer el primer trabajo. Su obra fue realmente innovadora porque no tiene narrador: en su lugar, cuenta la historia a través de medios no literarios –cartas, diarios, descripciones de fotos, programas de radio, etcétera­­–. Pero, ¿es sensato hacer estudiar a principiantes una obra experimental si aún no conocen ni las bases de su arte? Poe también fue innovador; tanto, que su técnica sigue siendo la más usada, y es mejor empezar aprendiendo sus preceptos que a otros autores que se dedican a romper esas bases porque ya las dominaron. Además, la mayoría de las obras no pueden ser experimentales; si no, se volverían lo habitual. Pero algo que me dejó aún más intrigado fue ¿por qué era tan importante para los profes resaltar que Puig era gay y visibilizaba la represión sexual de las mujeres? No indagamos tanto en el contexto de Cortázar. Supongo que ser gay te hace más innovador.

Del ya nombrado Kohan me dieron varios cuentos. El más llamativo fue “El amor”, en el que narraba que Martín Fierro se acostaba con su amigo Cruz. Lástima que no me mandaron a estudiar el Martín Fierro –por lo menos figuraba como lectura opcional.

Lo curioso de todo eso es que, si una mujer vegana, negra, y trans terminara todos los cursos, no sabría nada de historia de la literatura o de técnica literaria, salvo por las cosas que de todas formas habría leído por su cuenta. Y sería incapaz de trabajar enseñando a personas por fuera de su grupo. ¡Pero al menos el profe es inclusivo!

Para mí, lo más grave es la forma sutil en que los profesores desmerecen a los alumnos. Si alguien te habla demasiado de “La muerte del autor”, de Barthes, andá tomándote el palo, porque no te va a enseñar ni literatura. Para el que no sepa: el semiólogo Roland Barthes propuso que el autor también es una figura inventada y no es tan necesario saber quién escribió una obra; por tanto vale más su contexto que la individualidad que lo escribió. El autor es entonces una mera etiqueta para agrupar textos –de la cual los escritores de la facultad no se quieren desligar, para seguir cobrando, claro.

No me voy a poner a discutir esa teoría, que resulta interesante y hasta útil para algunas cosas. Pero, como dijo Girondo: “Los críticos olvidan con demasiada frecuencia que una cosa es cacarear, y otra, poner el huevo”.

El autor puede ser una ficción. Yo puedo no firmar este texto con mi nombre, pero alguien lo escribió, y no cualquiera puede hacerlo. Si vas a preparar escritores, no podés empezar diciendo que su individualidad no vale una mierda, que son meras manifestaciones de un contexto histórico.

¡Con razón todos sus textos se parecen!, si para ustedes las personas no valen una mierda. El racista, al menos,  admite que reduce todo al color de piel. Ustedes ven a la gente como una clase social que camina, y creen que eso es ser empático.

Muchos estudiantes tienen verdadero potencial, que es desperdiciado en clases de mierda. Y no se quejan porque, debido a ese chamuyo de “la muerte del autor y la conciencia de clase”, creen que la técnica no vale tanto como la buena intención –o sea la orientación política–, cuando la realidad demuestra todo lo contrario.

Oscar Wilde, Yukio Mishima, Martín Kohan, Emanuel Puig, Alejandro Dumas, Machado de Assis, Mary Shelley, Virginia Woolf, Silvina Ocampo, Alejandra Pizarnik, Franz Kafka, Edgar Allan Poe, Fiódor Dostoyevski, León Tolstói, Ernest Hemingway, Charles Bukowski, Kurt Vonnegut, Chuck Palahniuk, no son autores universales porque en sus épocas –épocas quizás aún más intolerantes y violentas que ahora– fueran mal vistos por su condición o forma de vivir. Son titanes de la literatura porque, a pesar de cómo eran y la mierda de vida que tenían, llevaron su arte al máximo nivel que pudieron, tanto que los aspirantes a escritores trataban de imitar su estilo. Trabajaron hasta el punto en que, aunque uno pueda no estar de acuerdo con cómo eran, o no sentirse atraído por su estilo, debe aceptar y reconocer que esa persona era objetivamente buena y desarrolló una gran técnica. Por eso vale la pena entender sus contextos a través de ellos, y no de cualquier boludo con un lápiz y un diploma en Letras.

Los profesores en estas facultades, cursos y talleres, toman gente que hasta puede realmente ser parte de un grupo socialmente mal visto, y les hacen creer que ya son artistas porque son especiales. Les hacen creer que no necesitan esfuerzo, que no pueden aprender nada de algo por fuera de su margen político, y que ser provocador es buscar distintas formas de decir “heterocispatriarcado”. Matan cualquier posibilidad de que esa gente realmente logre hacer un arte que te haga querer leerlos por algo más que su contexto.

La gente no lee libros de otras épocas y países por interés histórico: lo hace porque conecta con ellos a pesar de las diferencias, porque hablan de la experiencia humana. Eso es un texto universal, y a través de él nos interesamos por la historia. Por eso te tiene que enseñar a escribir un artista y no un sociólogo.

Cuando esta pobre gente termine la carrera, lo único que les va a quedar es ser el perrito de algún dueño de centro cultural con el ego por las nubes, o un político que finge que le importa un carajo quiénes son, para que los mantenga a cambio de seguir produciendo propaganda que hacen pasar como arte provocador. Todo, asumiendo que no deciden hacer arte sólo para su comunidad y ver si pueden vivir de ello, cosa para la cual no necesitaban hacer una carrera. Incluso, tal vez, podrían haberse vuelto autodidactas y convertirse en buenos escritores.

Un taller literario de verdad, más allá de si uno comparte o no su ideología, no sólo debe ser objetivamente bueno, enseñar de verdad, enseñarte técnica, historia, y autores como un todo, sino que además debe darte la dignidad de tratarte como a un ser humano que necesita que lo corrijan para aprender, que es lo bastante grande como para pensar por sí mismo, y no precisa que el salón de clases esté lleno de colorcitos y frases motivadoras para convertirse en un gran artista.

 

 

 

 * Luis Emilio Norte es un escritor que estudió Filosofía, Artes de la escritura, fue (y sigue siendo) alumno de Marcelo di Marco en el Taller de Corte y Corrección, y por sobre todo, un intenso autodidacta. Esta necesidad de independencia intelectual lo llevó a abrir su propio taller literario, «El Tintero», donde enseña a escribir literatura, a redactar todo tipo de textos. También brinda apoyo escolar, además de escribir sus propios manuales y ensayos sobre literatura, política y psicología.

 

 

Ilustración: Sebastián Ariel Gotta (Zebh)

https://www.instagram.com/_zebh_/

https://www.deviantart.com/zebhslair

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Quién es quién en el TCyC

Hoy responde…

Mateo Valencia

¿Cuáles son tus autores preferidos en literatura, cine, música, otras artes?

Los autores y las obras me van cambiando de importancia a cada rato. Hoy me agarraron haciendo pucheros por mi país, entonces los tiros van todos por Colombia. Podría mencionar a García Márquez, pero es fácil tener de ídolo a García Márquez. Entonces, lean a García Márquez, pero atiendan estos recomendados:

Fernando Vallejo y su novela El desbarrancadero. Vallejo es un viejo cascarrabias, grosero y genial. Escribe sobre la Medellín de su infancia, que es la Medellín de mi infancia, porque Medellín no cambia. Además, Vallejo escribe con nostalgia de tango.

José Ardila y su libro de cuentos El libro del tedio. José es un autor joven. Bah, tiene como cuarenta, pero eso es joven para la literatura. Su prosa es ingeniosa: te emociona y te hace cagar de risa al mismo tiempo. Es muy raro. Raro para bien, quiero decir.

En música, los Alcolirykoz es lo que más me hace poner los pelos de punta. Y en cine les recomiendo a Ciro Guerra y su película “El abrazo de la serpiente”, y a Javier Mejía y su película “Apocalipsur”. Sobre todo esta segunda no se quede sin verla.

 

¿Qué libro/s estás leyendo en este momento?

Encima del nochero tengo Dos Aguas, de Esteban Duperly, otro colombiano que está buenísimo. Su literatura, entiéndase bien. También está, y no sé por qué —supongo que andaba preparando alguna clase—, el Discurso del método, de Descartes. Y por último Almas en pena, chapolas negras, de Fernando Vallejo. Este último es una biografía del más grande poeta colombiano de todos los tiempos, José Asunción Silva.

 

¿Qué cinco títulos creés necesarios para la formación del escritor?

Horacio Quiroga menciona a varios maestros en su decálogo, y creo que es un buen punto de partida: Poe, Maupassant, Kipling, Chejov. Y sumémosle al mismo Quiroga. Hay que leer todo de todos ellos.

En cuanto a libros de formación narrativa, por no mencionar los obvios Mientras escribo o el Taller de corte y corrección, les voy a recomendar otro de Vallejo que se llama Logoi. Es un libro extraño que Vallejo escribió, dice él, para enseñarse a escribir. Fue el primero de sus libros, antes de conocer sus novelas. Difícil de conseguir, pero vale la pena totalmente. Tiene un apartado sobre el ritmo que es una joya.

 

¿Qué publicaste ya en medios electrónicos y/o en papel?

Fui finalista de la antología Medellín en Cien palabras (2018), con el relato «Desierto» (disponible en https://bit.ly/3fMUQW9)

Fui finalista de la antología Historias de aeropuerto (2019), con el cuento «El helado se derrite». (Link: https://bit.ly/2Rob92w)

Publiqué en la revista Aparato Nacional el cuento «Cuestión de piel» (2020) (En  https://bit.ly/2S8c3Aj

 

¿En qué te está ayudando más tu participación en el Taller de Corte y Corrección?

A formarme un criterio frente a mi literatura y a la literatura de los demás. Esto es: no se puede ayudar a mejorar a alguien con eufemismos, vaguedades, o medias tintas. Ni tener consideración con la propia literatura. Como decía Abelardo Castillo: «En la literatura y en la vida en general, hacer menos de lo que se puede hacer es un acto de mala conducta». Marcelo te está recordando todo el tiempo —con su oficio, con su quehacer— esta máxima de Abelardo.

Además voy camino a convertirme en cirujano, blandiendo un bisturí con pericia y precisión.

 

 

¡Muchas gracias, Mateo!

 

 

 

 

 

 

El arenero

Por Carlos González *

 

Apenas vi a Gusti con una riñonera en bandolera, supuse que algo tramaba. Y me imaginé que esa duda se iba a resolver en el recreo. La riñonera era una Montagne de campamento que yo una vez le había visto al padre. No me costó mucho imaginarme a Gusti afanándosela.

Gusti siempre se venía con algo nuevo. Así que, cuando sonó el timbre, entre empujones y gritos, nos rajamos al patio. Además, nunca nos quedábamos en el aula. ¿A qué tonto le gusta encerrarse bajo el cuidado de la señorita Karina, que encima de gorda es estúpida, y encima para aburrirse con juegos de mesa? Es mucho mejor salir a jugar a las escondidas o agarrarse a las trompadas.

Entre la calesita, el tobogán, y un par de gomas de camión que hacían de túnel, Eze, Gusti y yo nos repartíamos puños y patadas como en Los vengadores. Sin darnos cuenta, a Gusti lo perdimos de vista.

—¡Chicos, vengan para acá! —nos gritó a los dos desde el arenero.

Dejamos de pelear, y quise ir, pero Eze me agarró del brazo.

—El último que llega le da un beso a Kris —dijo, y salió a velocidad de superhéroe, a nivel Flash. Kris era la perra del portero, que siempre echaba una porquería de baba como si estuviera rabiosa.

Eze llegó antes que yo. Cuando estaba por gastarme, Gusti nos dijo, acomodándose el deshilachado cinturón de la riñonera, que medio se le resbalaba del hombro:

—Tengo algo que contarles, algo muy serio.

—¡Ya sé, ya sé! —Eze sacó del bolsillo del guardapolvo los anteojos, se los puso, y señaló a la más linda de todo el colegio, que saltaba la cuerda en la otra punta del patio―. A vos te gusta Flori.

—No, nada que ver —dijo Gusti, tratando de no ponerse más colorado de lo que se puso al oír hablar de Flori—. Sé cómo llegar a la casa del Diablo.

―¿Qué diablo? ―pregunté, y lo primero que se me ocurrió pensar fue en la cancha de Independiente. Y lo dije.

―Qué fútbol ni fútbol, Charly. No te hagás. Hablo de la casa del Diablo ―y, al decir esto, Gusti hizo la señal de los cuernos―. Pero necesito que ustedes me ayuden a cavar hasta ella. ―Se descolgó la riñonera y sacó una palita de plástico con el mango roto y una cuchara que brilló de plata bajo el sol, y que seguro Gusti la había tomado “prestada” del cubertero de la madre―. Es lo único que pude traer.

―Y para qué.

―Es que tenemos que cavar lo más hondo posible, no entienden. ―Miró alrededor, y después nos miró a nosotros―. ¿Se animan?

—Pará, pará —dije―. Cómo que el diablo.

―Sí, boludo. El diablo-diablo.

― ¿El del infierno? ―Era evidente que Eze pensaba lo mismo que yo: Gusti les había afanado a los viejos media damajuana, que, dicho de paso, eran gente de chupar―. ¿Sanatás?

—Bobo, no tengas miedo de decir su nombre. Se dice Satanás. Y hoy vamos a verle la cara al hijo de puta ese. ¿Se animan, sí o no?

—No sé —dijo Eze, y se llevó la mano al pecho tocando, quizás, el rosario que siempre trataba de mantener oculto―. Mi mamá me dijo que con eso no se jode.

—¿Está acá tu mamá, Eze? ―Eze bajó la vista hacia el arenero, y negó con la cabeza―. La respuesta es no ―siguió diciendo Gusti―, así que dejá de mariconear que vos vas a hacer de campana.

Pensé que se había vuelto loco. ¿Eze, una campana?

―Una campana. ―Gusti me miró con toda la paciencia del mundo―. Un centinela. Él se va a encargar de ver que no venga nadie. Y vos, Charly —dijo lanzándome la palita—, me vas ayudar a cavar. Empecemos.

Al ver a Gusti agazapado, se me ocurrió pensar en Alicia cuando entra en la madriguera del conejo. Él se puso a remover la arena, y a mí me bajó de la cabeza a los pies un aire frío. Y un escarabajeo en las tripas me hizo caer de rodillas.

Lo noté a Eze muy asustado ―tanto como yo―, pero los dos nos moríamos por averiguar qué andaba acechando allá abajo.

Removimos toda la arena, y debajo apareció una capa de tierra bastante húmeda ―casi un barro―, lo que nos facilitó cavar. Así fuimos encontrando tapitas de gaseosa, papeles de revistas, colitas para atar el pelo. Para nuestra sorpresa, descubrimos también varios gusanos tipo lombrices.

Entonces vi algo rojizo que destacaba entre el barro. ¿Un hueso con sangre, un cuerno?

—Chicos… —dije señalándolo.

—¡No lo toquen! —gritó Gusti—. Si lo tocan, se mueren.

—¿Qué es? —pregunté.

—¿Eso? —dijo Gusti, y acercó la mano—. Eso es parte de la casa del Diablo.

—¡Pará! —gritamos al unísono Eze y yo.

—Tranquilos, era un chiste. —Gusti removió el hueso o lo que fuese, y enseguida lo alzó delante de nuestras narices: un estúpido pedazo de ladrillo—. No pasa nada si lo toco, ¿ven? Estamos más cerca. Vamos, Charly, más rápido. Que va a sonar el timbre.

Lo que más nos preocupaba era que apareciese el portero del colegio: de la primera patada en el culo nos iríamos directo al cielo en lugar de al infierno. En cuanto a las maestras, hacía rato que no nos daban ni pelota: el recreo largo era su momento favorito para chismorrear.

Cavamos hasta que emergió de la tierra un listón blanquecino, y lo imaginé como un colmillo penetrando la corteza terrestre.

Gusti no dudó: lanzó las manos a la cosa esa.

—¿Qué… qué es? —dijo Eze acercando la cara y sosteniendo el rosario, ya a la vista, con las dos manos—. ¿Otra piedra?

—Se parece a esas cosas que le cuelgan a mi mamá en su collar de coral —dije, asombrado—, aunque mucho más grande.

—No se dan cuenta —dijo Gusti limpiándolo con los dedos—. Es un diente, un colmillo grandísi… ¡Ay!

—¿Qué te pasó?

—Me pinché el dedo con el puto diente.

Y sonó el timbre del fin del recreo.

—¡Vamos, chicos! —dijo la seño Karina desde la puerta del aula—. Entren y siéntense rápido, que hay que seguir con la tarea.

Nos sacudimos el guardapolvo, y salimos del arenero. Gusti se guardó en la riñonera el diente, la pala y la cuchara. Y yo me dije que ese recreo había sido el más divertido de toda mi vida.

Me senté con Eze en el mismo banco, y adelante lo teníamos a Gusti, quien apenas se sentó se dio vuelta hacia nosotros. Le noté unas ronchas en la cara. Ronchas que antes no tenía. De algún mosquito, a lo mejor.

—Me voy a llevar el diente, así se lo muestro a mi hermano. —Se miró extrañado el pulgar, esa gota gorda de sangre en la yema. Se lo chupó y se relamió—. Y mañana se lo lleva el que quiera de ustedes.

—Yo no quiero —dijo Eze, frunciendo el ceño y negando con la cabeza—. No me gusta.

—Yo sí me lo llevar… —Y no pude terminar la frase, porque ver lo que vi en los brazos de Gusti me paralizó: le brotaban ronchas, una tras otra—. Mírate las manos, Gusti.

—¡Qué! —gritó Gusti mirándose los brazos—. ¡Ay, me arde! ¡Me arde!

La señorita se acercó corriendo, y al verlo ahogó un grito, y tragó aire, y me pareció que por poco vomita: Gusti se deformaba en miles de granos a punto de estallar. Le iban cubriendo el cuello y la cara, y se me ocurrió que eso le estaba pasando en todo el cuerpo.

—No te rasques, Gusti, por favor. —La señorita giró la cabeza hacia la puerta de salida—. ¡Llamen a un médico! —gritó desesperada, y después nos miró a todos nosotros—. ¡¡¡Salgan, salgan todos afuera!!!

Todos los chicos salieron corriendo y a los empujones. Salvo Eze y yo, porque el terror nos clavaba al piso. Gusti cayó, gritando de dolor, y entre convulsiones lanzó patadas al aire. Y mantenía en alto la mano del dedo herido:

—¡Ay, me duele, duele mucho!

Y vi que el dedo le sobresalía desproporcionado en esa mano que crecía más y más, arrasada de granos asquerosos. ¿Cuánto podría resistir aquella piel? Nada, porque la mano de Gusti explotó en pus y sangre, y nos enlodó a la señorita, a Eze y a mí.

Gusti quedó tirado boca arriba en el suelo, entre quejidos. Con notable esfuerzo se llevó lentamente el muñón ensangrentado y la mano “sana”, a la altura de la sien. Ahí mismo, creo yo, en un intento de frenar el ardor, se frotó la cara con los restos de la mano, y se rascó con las pocas uñas que le quedaban. Los granos explotaban largando un pus humeante que le quemaba y le derretía la frente, las mejillas. Los párpados caían dejando en vista ojos desorbitados, y los pómulos junto con las mejillas iban cayendo más allá del mentón, dejando a la vista algunos dientes. Aun así, Gusti siguió rascándose los brazos, hasta que se desdoblaron y cayeron derretidos. El vapor de aquella asquerosa combinación inundó nuestras narices, y Eze cayó desmayado, al igual que la señorita. Gusti, o la casi líquida masa informe en que se había convertido, se ahogaba lanzando un último quejido gutural. Ya no hubo más vida para él. Verlo así me recordó la vez que puse la muñeca Barbie de mi hermana en la parrilla.

Oí la sirena de la ambulancia. Los médicos entraron buscando un cuerpo. Les señalé a Gusti, pero se llevaron primero a Eze y a la señorita.

Antes de que me llevaran a mí, miré aquel amasijo, en busca del colmillo del arenero. Pero sólo alcancé a distinguir la cuchara de plata, que brilló cubierta de sangre.

 

Después de una semana de duelo, y de otra para poner las cosas en orden ―si es que fuera posible algún orden―, retomamos las clases.

Recuerdo el día en que volvimos a vernos con Eze. Sonó el timbre del recreo, y nos pusimos a jugar sin hablar. Jugamos ahí, en aquel rincón con juegos de mesa, y gracias a Dios bajo el cuidado de la nueva señorita. ¿Qué tonto preferiría ir al arenero, cavar un pozo, y tocarle un diente al mismísimo diablo?

 

 

 

* Carlos González (Gral. San Martín, 1989) es estudiante de Psicología de la UBA, y actualmente trabaja como boletero en el subte de la ciudad de Buenos Aires. Su interés por la lectura nació gracias a los cuentos y novelas que tuvo que leer “obligado” durante el primer año de secundaria. Su pasión por la escritura despertó, también en la adolescencia, justo después de terminar de leer El hobbit. Desde ahí, la necesidad de escribir nunca lo abandonó. Algunos de sus autores preferidos son: Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft, Guy de Maupassant, Stephen King, Nick Hornby y Jöel Dicker. Desde julio del 2020 asiste al TCyC, que coordina Marcelo di Marco.

 

* * Ilustración 1: Rocío Santander (https://www.instagram.com/roxyd_raw/)

 

Lily

Por Matías Iván Bravo *

 

Según lo confirmó en su diagnóstico mi último psiquiatra, la muerte de Agustín había desatado mis brotes psicóticos.

Cuando cumplí doce años, mi mamá me regaló un skate. En ese tiempo se había puesto de moda, y no había chico en el barrio que no se deslizara por la calle en una de esas tablas. Salí a probarlo con mi mejor amigo. Agustín me recordó una calle empinada, a unas cinco cuadras de mi casa. La Colina del Diablo, la habían empezado a llamar.

―Ahí vamos a bajar en un pedo ―dijo Agus, y sin dudarlo nos mandamos para la Colina.

Y entonces el diablo de la colina hizo lo suyo. En una de sus bajadas, Agus perdió el equilibrio y rodó por el asfalto. Cuando intentó levantarse, una camioneta le pasó por encima. Todavía oigo aquel crujir gomoso, como de ramas húmedas. Yo sólo atiné a gritar su nombre, sin parar.

El tipo de la camioneta siguió de largo, como si tal cosa. Arrodillado al borde del charco de sangre en que se sumergía la cabeza de Agustín, entre las lágrimas vi llegar a la ambulancia. Los médicos me apartaron enseguida, y cuando quisieron subirlo a la camilla, alcancé a ver ―aún hoy me despierto gritando― cómo un pedazo de cráneo se le desprendió y quedó pegado a la calle.

Cuando los padres me echaron la culpa, yo al principio me negué. Con los días, les fui dando la razón. Sí, porque yo hubiera podido detenerlo, y no lo hice.

En el colegio me miraban raro, como con pena. Yo ni abría la boca, igual que venía haciendo desde la primaria. Nunca hablaba, y ahora menos que nunca. El único con que me había llevado bien fue Agustín. Solamente con él conversaba yo ―había conversado, mejor dicho― en los recreos.

Lo más triste fue que todos se olvidaron de él demasiado rápido. En cuanto a mí, yo no podía sacármelo de la cabeza.

Un día, al pasar lista, la de Lengua empezó a nombrarlo, pero enseguida se dio cuenta y sólo pronunció las primeras sílabas del apellido. Y algún hijo de puta del fondo dijo, con sorna:

―¡Presente!

Y todos se cagaron de la risa. Ahí me di cuenta: por lo menos lo seguían recordando al pobre. Y yo dije, en voz muy baja:

―Está muerto. ―Me fui levantando de a poco―. Y ustedes, hijos de puta, no paran de reírse.

―Fue un chiste ―dijo el boludito del último banco―. Fue un chiste, nada más. ¿Qué sos? ¿La viuda?

Todos se reían al verme ir hacia él. Despacio. Muy despacio. El pibe se habrá dado cuenta de que la cosa iba en serio, porque intentó escaparse. Pero yo lo arrinconé entre el banco y la pared del fondo.

—Te parece gracioso joder con un tema así —le dije, y lo cacé del pescuezo. Y apreté y apreté, hasta que la profesora corrió hacia nosotros.

A mí me mandaron a Dirección, y al otro imbécil no le dijeron nada. Recuerdo estar ahí sentado, solo. Hasta que oí a alguien acercarse.

―Cómo estás.

Era Lucía, una que cursó conmigo desde el jardín.

―Cómo pensás que estoy.

Cuando ella estaba por responderme, la directora me ordenó que entrara en su despacho.

Llamaron a aquella, y le dijeron que me hiciera ver.

Y me hizo ver, sí. Me hizo ver por psicopedagogos, me hizo ver por psicólogos. Hasta por un psiquiatra me hizo ver. Por dos psiquiatras, a falta de uno.

 

Con el pasar de los meses, me fui enfocando en otras cosas. Las terapias funcionaban, al menos supuestamente; pero en realidad era Luci la que me encarrilaba bastante, con su temperamento a toda prueba. Seguí yendo al colegio, las notas mejoraron. Incluso me atreví, y la invité a salir. Y el milagro fue que ella aceptó con una sonrisita tímida.

Fuimos a una plaza de mi barrio. Recuerdo haberme arreglado mejor que nunca, y después de tanto tiempo salí con la esperanza de pasar una buena tarde. Pudo ser uno de los mejores días de mi vida: caminaba con Luci, íbamos de la mano y le pregunté si quería ir a tomar algo a casa. Ella dijo que sí.

A unas cuadras de llegar, distraído por mis pensamientos y con la sensación de sus dedos entrelazados en los míos, estuve a punto de cruzar la calle con el semáforo en rojo. Una bocina me sacó de mi trance, y a menos de un metro un auto nos pasó a toda velocidad. Me quedé congelado. La sangre, mis gritos, el cráneo pegado al pavimento, todo se me vino encima. Cuando me di cuenta, yo estaba sujetando a Luci: la usaba de escudo.

—¿Qué hacés, tarado? —dijo, y me encajó una cachetada.

No pude responderle, y dejé que se fuera.

Después de aquel episodio, Lucía no volvió a hablarme jamás.

Algo bueno sucedió un par de años más tarde, una noche en que me escabullí en una calleja: la noche en que conocí a mis nuevos compañeros, y por primera vez probé el cigarrillo.

Y sucedió: en medio del mareo, distinguí a Lily; así decidí llamarla, yo no la había visto nunca. Rubia y de unos ojos que se me antojaban verdes ―ella me observaba muy atentamente desde la otra punta del callejón―, su alta figura iba vestida de negro: la Trinity de Matrix. Levanté la mano intentando saludarla, pero desapareció al instante. Y, cuando digo que desapareció, estoy diciendo exactamente eso.

―A quién saludás, chabón ―me dijo uno.

―A nadie ―mentí: si les contaba de aquella mujer de sobretodo negro hasta los tobillos, me tratarían de loco o cosa parecida.

Y lo peor era que razón no les faltaba.

 

—Fue una alucinación —dijo mi psiquiatra―. Quizá representa tu culpa.

Y sí, puede ser. Yo sabía que estaba haciendo algo incorrecto, pero qué más da. Hoy en día, todo el mundo fuma.

Con el pasar de los años dejé la estafa de la terapia, y pude conseguir un laburo relativamente bueno. Pero se me dificultaba hacerme amigo de alguien. Los contactos de mi celular no eran más que conocidos del trabajo, y la soledad me deprimía.

Por suerte contaba con Lily.

Fui descubriendo que ella siempre aparecía cuando yo fumaba.

En mis momentos de depresión y soledad, la traía conmigo. Cada vez que aparecía, se acercaba más a mí. Me sonreía a veces, pero siempre sin decir una sola palabra.

Recuerdo especialmente una noche. Lily se había recostado contra mi espalda. Era preciosa, pero al fin y al cabo se trataba de una alucinación. ¿O no? Esa noche pasó por mi brazo sus dedos helados, y el escalofrío me puso la piel de gallina.

A partir de esa noche, empecé a fumar en el trabajo. Al gerente no le gustó nada. Por meses recibí quejas y advertencias. A mí me daba igual: me encantaba ver a Lily pasearse por las oficinas, invisible a los demás. Ella jugaba, ponía caras graciosas delante de mis compañeros, y ellos ni se inmutaban. Lily era mi debilidad. Al final me despidieron, y no puedo culpar a nadie más que a mí.

Al quedarme sin trabajo, decidí aislarme en mi departamento, una pocilga en un sexto piso. Con el poco dinero que me quedaba compré un par de cartones de cigarrillos.

La rutilante felicidad de Lily se iba incrementando a medida que las marquillas se amontonaban en el tacho de basura. Pero, cuando saqué el anteúltimo cigarrillo de la última caja, me las tuve que ver con ella.

Yo me encontraba sentado al borde de mi colchón. Parada frente a mí, Lily señaló el cigarrillo. Lloraba, no quería que yo lo prendiera. Sólo quedaba uno. Uno más, y Lily desaparecería.

—Si no lo fumo, también vas a desaparecer. —Prendí el cigarrillo y me acomodé en el colchón—. Por lo menos nos queda uno. ―Me miró, comprensiva. Y le hice señas de que se acercara más―. Vení, Lily. ―Palmeé el lugar libre en la cama, junto a mí―. Te necesito. Acostate conmigo.

Lily asintió con una sonrisa, y se recostó con delicadeza, junto a mí. Sus ojos me llamaban, el humo me cubría por dentro. Me acerqué aún más y decidí besarla. Su reacción fue empujarme, retroceder sorprendida.

Intenté disculparme, pero mis pulmones no me lo permitieron. Inútiles fueron los intentos por tomar un poco de aire. Entonces vi que lloraba otra vez. Me dio un abrazo helado, y me tranquilizó.

Mientras todo se fundía en la oscuridad más pura, sentí un escalofrío: de la espalda se le extendieron unas alas de cuervo que enseguida se posaron en mi cuerpo inerte. Con los ojos bien abiertos, me sonreía con suficiencia. Era la sonrisa de una mujer muy poderosa, y acaso con ella insinuaba sus verdaderas intenciones. La oscuridad se extendió del todo, y mi corazón se detuvo.

En un abrir y cerrar de ojos volví a quedar solo en la habitación. Me tomó un par de minutos recuperarme de aquello, pero aun así extendí mi brazo a la mesita de luz buscando la caja de cigarrillos.

—¿Buscás esto? —dijo Lily, sentada en el alféizar de mi ventana.

De la caja sacó el último cigarrillo, y se lo puso entre los labios.

—Ese es el último —dije—, no puedo comprar más. Si querés quedarte, no lo hagas.

Ella soltó una risita y se levantó. Caminó a la cocina y volvió con una caja de fósforos. No creí que Lily fuera capaz. El hecho de que ella fumara, de que se terminara el último, desató en mí una angustia incontrolable.

—No voy a desaparecer, querido. —Su voz era muy dulce, me encantaba―. Y eso lo sabés muy bien.

Prendió un fosforo y lo llevó hacia el cigarrillo. Yo no pude aguantar más, no lo podía permitir. Con un grito de furia quise embestirla, pero seguí de largo hasta chocarme contra la pared.

—Es el cigarrillo, o yo —dijo a mis espaldas, ahora sentada en el colchón―. A quién deseás más.

—¡A los dos por igual! —respondí, y volví a embestirla, y logré sujetarlas de las heladas muñecas, y la miré directo a los ojos.

—Veo que estás en un dilema, querido —dijo con sorna—. Sería una lástima que me lo fumara yo solita.

Alcé el brazo para abatirla de un golpe, y cuando quise darme cuenta mi puño se hundía en el colchón.

Volví a observar la mesita de luz, y ahí estaba la caja de cigarrillos.

—Mirala más de cerca —susurró Lily a mis espaldas—. ¿Qué ves?

Me abrazó por detrás, forzándome a ver la caja.

En la marquilla se veía a una chica rubia igual a ella, pero con el pecho abierto y dejando ver unos pulmones de alquitrán. La rondaban un par de médicos con la apariencia de los científicos de las películas de psicópatas. Bajo la imagen, se encontraba la típica advertencia: fumar es perjudicial para la salud.

La angustia me cerraba la garganta, imposible responderle.

Cuando pude darme vuelta, Lily ya había desaparecido.

Me senté en el alféizar de la ventana, y prendí el ultimo cigarrillo. Observé hacia abajo, deseando terminar con todo.

La luz de la luna penetró mi cuarto, y el cigarrillo estaba a punto de terminarse, cuando oí unos pasos.

—Podemos estar juntos toda la eternidad, querido —dijo una voz ronca—. Sólo tenés que tirarte.

Al volverme, pude ver la auténtica forma de Lily. Lo primero que llamó mi atención fueron esos pies esqueléticos que arañaban la alfombra. Las piernas conservaban algo de carne podrida, y en el pecho desgarrado se encontraban esos pulmones negros de brea que, por su movimiento, seguían funcionando. En cuanto a la cara, en donde deberían hallarse sus hermosos ojos verdes sólo acechaba la penumbra de unas cuencas calavéricas, sanguinolentas y rodeadas de colgajos de piel descarnada.

—Se terminó, Lily. Este es mi último cigarrillo.

Me encaramé en el borde de la ventana y tiré la colilla a la gran ciudad. Lily corrió furiosa hacia mí, extendió sus alas y me empujó al vacío.

En plena caída recordé a Agustín, en cómo tuvieron que despegar su cráneo del asfalto.

 

 

 * Matías Iván Bravo (Buenos Aires, 2000). Cuando era chico escribía historias con el objetivo de entretenerse, pero no fue hasta 2018, cuando terminó de leer It, que su interés por la literatura se convirtió en algo más apasionado.

Desde 2019 asiste sin falta al Taller de Corte y Corrección. En el Taller aprendió la estructura del cuento, a ponerle la coma al vocativo y a exprimir las palabras naranja. Pero también aprendió cosas que van más allá, cosas que utiliza en el día a día para convertirse en una mejor persona. Gracias al Taller, el sueño de poder dejar su granito de arena en la literatura está cada vez más cerca.

Sus autores preferidos son Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft, Stephen King, y el maestro Marcelo Di Marco.

 

 

Grietas

Por Miguel Rodríguez *

 

Mi mundo existe en el interior de una Grieta.

 

Sé que, para los mortales, acostumbrados a mapas tan extensos, llenos de flora, fauna y gentes variopintas, es complicado percibir la belleza de nuestra existencia.

Una vida entre la luz del cielo y la oscuridad del abismo. Como si una espada divina hubiera apuñalado la tierra, abriendo a su paso una herida sin fondo que es incapaz de curarse.

Las paredes rocosas de la Grieta se hunden en las profundidades negras del abismo, en un lugar del que nada ni nadie vuelve, formando dos acantilados infinitos poblados de árboles que se alzan buscando la luz. Árboles cuyas ramas llenan el espacio intermedio, entrelazándose, buscando un abrazo que jamás llegará a darse.

Mi pueblo vive en esos árboles. En Alda, la ciudad colgante. Danzamos con gracia entre las ramas, usando los numerosos brazos que los Seres de Arriba nos han otorgado para balancearnos sobre el insondable vacío.

Nuestra vida, alimentándonos de los frutos que cultivábamos en los árboles, era sencilla.

Pero no pacífica.

La culpa la tenían los grisvar.

 

Así como nosotros nos balanceamos en los árboles, entre los dos acantilados, en equilibrio entre la Luz de Arriba y la Oscuridad de Abajo, ellos no hacen tal cosa. Los grisvar son seres rocosos, toscos y primitivos, cuya vida gira en torno a los muros de roca. Sus cuerpos carecen de nuestro don divino para deslizarnos por el aire; a cambio, tienen una habilidad innata para trabajar la piedra. Su vida, por tanto, consiste en cavar, y así la desarrollan.

Mientras los terasterios de Alda danzamos graciosamente en el vacío, desarrollando los dones de los dioses, los grisvar de Kruengard abren agujeros, dándole formas a la piedra y abriendo sus fortalezas en el interior de las grutas junto a las raíces de nuestros árboles.

 

Durante un tiempo, en la antigüedad, nuestros pueblos vivieron en armonía. Los grisvar de Kruengard trabajaban de la piedra, comían de la piedra, mientras nosotros, los terasterios de Alda vivíamos entre los árboles, cultivando y alimentándonos de los frutos de éstos, concedidos gracias a la luz.

Nuestros pueblos conocían su lugar. Sabían que un terasterio no debía adentrarse en las oscuras mazmorras de los grisvar, que su lugar estaba entre las ramas. Y sabían que un grisvar debía de permanecer en las profundidades; las ramas no podrían soportarlo.

Sin embargo, un día, algo cambió. Algunos dicen que los terasterios quisimos aumentar nuestro territorio, erosionando los bordes del acantilado para ensanchar nuestras fronteras. Lo más probable es que fueran los grisvar los que comenzaron con las hostilidades. Corrieron rumores de que querían cerrar la Grieta, terminando, por envidia, con el equilibrio del que gozábamos los terasterios entre la Luz y el Abismo.

No sé con seguridad cómo comenzó. Lo que sé es que, cuando los grisvar lanzaron una pedrada contra Alda, nuestra nación extendió los brazos y marchó. Marchó hacia la guerra.

 

Yo estaba allí.

Cuando todo comenzó, era un recluta joven, de brazos largos y sinuosos, que podían agitarse como la brisa de la mañana o como el afilado vendaval. Junto a mis compañeros, me calcé mi máscara de guerra y me dispuse a demostrarles a los grisvar que nuestro viento podía erosionar hasta las piedras más duras.

No fue una escaramuza. No fue una confrontación.

Fue la Guerra.

 

Nuestra agilidad nos permitía evadir fácilmente las peligrosas pedradas de los grisvar, aunque, al principio, nuestros portentosos brazos no resultaban de gran ayuda contra sus pétreos cuerpos. No pasó ni un ciclo de luz desde mi llegada hasta que tuve claro que un grisvar no tenía la misma consistencia que un fruto, o que el tronco de un árbol.

Los grisvar eran de piedra. Y eran despiadados.

 

Pronto perdí la cuenta de los compañeros abatidos por sus pedradas o aplastados por sus avalanchas. Dejé de mirar, impotente, mientras los grisvar los arrastraban contra su voluntad hacia las profundidades de sus grutas. No sé cuántos camaradas perdí a merced de los monstruos de piedra, pero fueron al menos tantos como grisvar cayeron por el abismo, o perecieron víctimas de nuestros letales brazos.

Pronto dejaron de importarme los muertos, y comenzaron a importarme los vivos. Comenzó a importarme aquel grisvar con la guardia baja más que el terasterio al que acababa de abatir bajo su mazo de piedra. Comenzó a importarme más sobrevivir a las emboscadas que capturar con vida a nuestros objetivos.

Las muertes de mis compañeros no hacían más que acentuar mi motivación. Después de perder mi ojo por una pedrada, recuerdo haber encabezado el ataque a un poblado minero grisvar, dejando detrás de nuestro escuadrón un sendero de grava aplastada. Perdí una parte de mí, pero descubrí que se me daba muy bien aquello de la guerra.

Ser capaz de combatir y de sobrevivir. Dos habilidades que me convirtieron en un héroe. En un veterano de guerra condecorado al que los nuevos reclutas miraban con admiración. Los cuerpos de los grisvar, de piel dura y escamosa, terminaban abriéndose frente a mis brazos bien afilados, y más de una vez me empapé con el negro líquido de sus entrañas.

 

Avanzamos por pasadizos y túneles, por las grutas grisvar, sinuosas y confusas. Y, paso a paso, combate a combate, mi escuadrón se acercó a Kruengard. El final estaba cerca. Lo podía notar en mi ojo destrozado, lo podía notar en mis brazos. Pronto nuestro ejército asaltaría la fortaleza de los grisvar de Kruengard. Pronto la amenaza terminaría.

Pero en aquel momento, todo volvió a cambiar.

Recuerdo haberla divisado en el fondo de la caverna cuando ocurrió: aquella inmensa fortaleza con aspecto de geoda, llena de edificios brillantes que surgían del suelo y de las paredes. Hermosos, sí, y también frágiles. No sería difícil hacerlos añicos.

Sin embargo, no pudimos.

Los negociadores de ambos bandos habían llegado a un acuerdo. Se había firmado la paz.

 

Paz. Paz es una palabra envenenada. Esa palabra convierte a guerreros letales como el viento afilado de los ciclos de invierno en una brisa de media tarde. La paz habla de tranquilidad, de victoria. Todos la celebran. Todos se alegran de que exista.

Pero nadie se pregunta por qué llega. Nadie se pregunta qué hubo antes para que hubiera paz. Por definición, antes de que haya paz, siempre hay guerra. Y, para aquella paz, también había habido una guerra. Una guerra en la que mis padres, mis amigos y mis conocidos habían muerto. Una guerra que estuvimos a punto de ganar. Nuestras tropas habían diezmado la población grisvar, habían cercado su capital. Kruengard estaba en la punta de nuestros dedos. Podríamos haberla rodeado con sólo alzar los brazos. Podríamos haber conseguido que las muertes de nuestros camaradas sirvieran para algo.

No pudo ser. La guerra había rebasado el cáliz de la gloria, convirtiendo el dulce néctar en la espesa sangre de nuestros pueblos. Y, empantanados en un cenagal de desgracia donde la línea entre los cuerpos putrefactos se hacía indistinguible, los dirigentes firmaron la paz.

 

Y todos celebraban, arrojando las máscaras de guerra.

Todos menos yo. Yo no podía. Había perdido demasiado como para abandonar la batalla antes de terminar. Intenté explicarme; sin embargo, me echaron a un lado igual que a un perro que ya ha vivido lo suficiente y sólo está buscando las sobras de la mesa del señor.

 

Paz. Todos querían la paz. ¿Cómo no iban a quererla? La sangre veterana, espesa y pútrida había sido sustituida por una nueva generación, una generación demasiado asustada para tomar lo que por derecho nos pertenecía, a mí y a mis compañeros, que reposaban en alguna fosa común donde ni siquiera podría reconocer sus máscaras.

¿Paz? ¡Ja!

No eran más que niños creyendo que con un par de piedras llenas de nombres se honraría la memoria de los caídos. Críos que ignoraban cada día de angustia, de incertidumbre, cada minuto y cada segundo que los valientes agotaron hasta su último aliento con la determinación de defender a su pueblo, de acabar con el enemigo, de traernos justicia, y de que jamás se repitiera aquello. Tantos sacrificios que ahora se ocultaban con vergüenza, como si la guerra hubiera sido un cruel infortunio de los sucesos, y nosotros, los soldados, meros corderos llevados ante un dios enceguecido que exigía nuestra sangre.

 

Y entonces lo entendí. En realidad, yo seguía en guerra. Seguía luchando, aunque esta vez los grisvar ya no eran mi enemigo. Esta vez, mi enemigo era la Paz. La Paz, que había convertido los territorios conquistados a los grisvar en rutas de comercio, y a los supervivientes en vejestorios anacrónicos o madres que soportaban en silencio la pérdida de sus hijos o sus familias. Porque cuando hay paz, la gente no habla de la guerra. Porque quien no la ha sufrido sólo te dice que deberías agradecer por estar vivo.

Pero a veces eso no es suficiente…

Tenía que luchar contra ella, contra el silencio que se nos imponía. Tenía que acabar lo que habíamos empezado contra los grisvar. Y, si quería que Alda me apoyase de nuevo, tenía que encender las cenizas que quedaban. Hacer que Alda ardiera en cólera una vez más. Sólo una vez más.

 

Sin embargo, mi plan no resultó según lo esperado.

Junto al comercio, los grisvar y los terasterios intercambiaban información, y no tardaron en descubrir que el presunto ataque terrorista grisvar no había sido más que una maniobra interna. Pese a todo, lo que me importaba era que estaba ocurriendo de nuevo. Aunque contra mí, los terasterios volvían a levantarse por sus compañeros caídos. Por su sacrificio. Volvían a compartir mi sufrimiento, mi dolor, mi pérdida, mi incertidumbre. ¿Habría otros como yo? Esperaba que esa pregunta les impidiera dormir tranquilos, que les acecharan por las noches los fantasmas cuyas metas quedaron inconclusas en esta vida.

 

Cuando la guardia vino por mí, no fue difícil librarme de ellos. Pero tanto depredador como presa habíamos cambiado. Una determinación renovada, un objetivo firme y lúcido, un viento refrescante que le aclara a uno las ideas. Combatiendo a los nuevos terasterios, combatía aquel sopor que cubría los árboles de Alda igual que la tela de una araña espiritual.

Yo ya no era un «héroe de guerra», sino un «violento veterano con problemas mentales». Aunque tal vez estuvieran relacionados. Claro que tenía problemas. Mi problema eran ellos, los que ignoraban a los caídos y su necesidad de venganza. Yo jamás podría ignorarlos: ni a los caídos ni al vacío resquebrajado donde antes latía mi ojo. Todo aquello me pedía mantener vivo el dolor, la sangre fluyendo, las ascuas de la guerra.

Y yo le estaba dando cumplimiento.

Fueron ciclos salvajes aquellos. Deslizarse sigilosamente entre las ramas, al borde del abismo, preguntándote si serían suficientemente fuertes para mantener tu peso. Emboscando a terasterios más jóvenes. Aquellos días me traían recuerdos. Buenos recuerdos.

Pero acabaron.

 

Aquella tarde llovía, desde la Luz. Un escuadrón del ejército había logrado acorralarme. Me hacía gracia; era un escuadrón muy similar al mío. El líder, en cabeza y enfrentándome, tenía también una máscara de guerra muy similar a la mía, aunque aún impoluta.

Con los brazos extendidos, tendieron una red a mi alrededor, preparados para darme batalla si me resistía. Antes de ejecutarme, el líder avanzó, e intentó convencerme para que me entregara.

Y entonces dijo aquella palabra. No fue héroe. No fue veterano de guerra. Fue otra palabra muy distinta. Una palabra que abrió una grieta en mi mente. Una palabra que hizo que me quedase congelado en el sitio, y que subiera lentamente los brazos hacia mi propia cabeza. Palpé la máscara, que jamás me había quitado, y palpé mi rostro detrás. Y, a ambos lados, palpé…

Cuernos.

Recorrí con los dedos su perfil curvo y lleno de surcos. Eran reales. Eran sólidos. Eran míos.

Y supe que él tenía razón. Porque no me había llamado héroe, ni veterano. Me había dicho otra cosa.

Me había dicho: «Zarzai, eres un demonio«.

 

 

* Miguel Rodríguez (Zamora, 1993). Desde pequeño, sus dos pasiones fueron los animales de todo tipo y color, y la lectura, sobre todo de temática fantástica.

Graduado en Veterinaria por la Universidad de León (2019), trabaja actualmente en saneamiento ganadero, pero no ha perdido el gusto por la fantasía. Desde junio de 2020 participa en el TCyC de literatura fantástica coordinado por Nomi Pendzik.

 

 

 

La habitación de arriba

Por Dayana Abreu Yanes *

 

—¿Cómo desea el solomillo? —me pregunta el camarero.

Está de pie, la vista sumida en la pequeña libreta de notas y el bolígrafo listo. Emma enfrente, con una socarronería exasperante, pendiente de todos mis gestos. Acechando. Impaciente, golpea la carta con las uñas, mientras recorre con la vista todo el restaurante. Lo hace por molestarme; así es con todo: su principal fuente de placer es mi infelicidad ¿Qué tanto tiene que mirar, si este lugar lo ha escogido ella?

—Tenemos que hablar —le había dicho esta mañana mientras desayunábamos. Esperaba que me miraba, que notara la afección de mi voz y que al menos sintiera curiosidad. Pero nada.

—Muy bien. Vamos a ese restaurante que parece una estación de tren americana —me había contestado, sin darme tiempo a agregar: “He estado posponiendo esta conversación, pero ya no puedo más”.

Intento disimular mi incomodidad, a la vez que me exijo una respuesta rápida. ¿Cómo quiero el solomillo? Es una pregunta simple la verdad. Lo que no es simple, es mi relación con Emma. Emma lo sabe todo: lo que estoy pensando, lo que voy a hacer. Seguro sabe que quiero dejarla. No sé cómo lo ha descubierto: nuestra relación es tan mala como siempre, no especialmente mala ahora que conocí a Laura. Laura es capaz de calentar el café con esa sonrisa, pero la quiero sobre todo porque es muy diferente a Emma. Y no puedo dedicar toda mi energía a Laura con estas dos Emmas: una escrudiñando mi forma de actuar, mirándome por encima del hombro, y la otra taladrando en mi cabeza, haciéndome dudar aun cuando escapo a su control.

Pero ella espera, Emma espera. Bien que pudiera terminar mi tortura y decirme: “Sé que te nadas babeando por la tal Laura esa, lo sé todo. Sé que quieres dejarme. Al final era de esperar. Yo y mi vida eran lo máximo a lo que podías aspirar y no sabes estar a la altura.”

La Emma de la habitación de arriba vive con ese tipo con cara de buena gente, tan buena gente, que termina siendo bobalicón. Emma, la de la habitación de arriba, se mira las manos por decimoctava vez. En esta ocasión comprueba que las uñas no han crecido nada, y el churre que se ha acumulado debajo de la uña del dedo índice, se quedará ahí un buen rato, ya que carece de ganas para estirarse hasta la mesita de noche y coger el cortaúñas. Termina de observarlas con un bostezo como las decimoséptimas veces anteriores.

El tipo con cara de buena gente, por su parte, la mira enfadado, pero sobre todo porque esa mujer hace lo que él quiere hacer, o mejor dicho lo que no quiere. Él mira hacia la puerta: el timbre ha sonado con un toque débil y desganado, pero, aun así, ha sonado y está seguro de que ella lo ha escuchado. Pero en lugar de levantarse y abrir la puerta, se queda tranquila observando sus uñas por decimoctava vez.

Él pasa por su lado arrastrando los pies y con los hombros caídos. Él pasa por su lado, sabiendo que con cada paso pierde un poco más el control de esta relación, si eso es posible ––y lo peor, ya nunca lo volverá a recuperar––. La puerta parece más lejos que nunca. Piensa que tal vez ella la aleja apropósito, para prolongar la ida y, conjuntamente, su angustia.

Ella vuelve a mirarse las uñas por decimonovena vez con el mismo aire de desdén, mientras desliza suavemente el pie derecho sobre las losas grises, lo suficiente para entrometerse en el recorrido de él hacia la puerta.

¡Cataplam!

Ruge el cuerpo del hombre contra el suelo, pero él no dice nada. Se incorpora a medias desde el piso de la casa, se revisa las manos, los brazos y los codos: está bien. Comprueba con horror que ella ha cambiado el suelo y colocado un impecable suelo marrón. También las paredes han cambiado, ahora son una imitación de una terminal de tren americana del siglo pasado. Están adornadas con fotos de famosos en las propias instalaciones. En medio de su camino ha colocado un par de bancos de madera, de unos dos metros de largo y compuestos de tablillas separadas. Entre los bancos, las mesas de los comensales, perfectamente listas y equipadas. Ahora todo es del mismo color, sólo cambian los tonos. Pero lo peor, sin lugar a duda, es la puerta, una puerta de cristal. El horrible cristal que deja todas las vergüenzas al descubierto, que permite a las personas mirar dentro de tu casa, de tu vida.

Él se levanta lo más ágil que puede, se sacude las rodillas, aunque no hay polvo. Un lejano impulso conduce la ira hasta sus mejillas, pero pronto la racionalidad se encarga de sugerirle casi en un susurro que, si olvidaba un problema, era casi lo mismo que solucionarlo. Problema olvidado, problema resuelto, concluye.

Con un nuevo e inesperado brío da tres pasos y llega hasta la puerta. No mira a Emma mientras se aleja, pues una mirada recriminatoria, hubiera supuesto darle más poder del que ya tenía, y eso era algo muy peligroso. Se estira la ropa ante la puerta de cristal, mientras ignora la cara de apremio y pánico con que lo mira el otro tipo. Una cara que refleja perfectamente lo que siente él, como un espejo.

Mirando sin mirar, abre la puerta y entonces finge que lo ve por primera vez. Pone su cara de: “¿Qué desea usted?”

—¿Cómo quiero el solomillo? ¡Rápido, responde! —se pregunta a sí mismo.

—Medio hecho —responde ella desde atrás en medio de su vigésimo bostezo.

—Medio hecho —respondo al fin.

El camarero sonríe condescendiente. Llevaba medio día de pie, y más de dos minutos para anotar mi estúpido pedido.

 

 

 

 * Dayana Abreu Yanes (Cuba, 1987) es licenciada en Contabilidad y Finanzas. Algunos de sus autores preferidos son Horacio Quiroga, Patricia Esteban Erlés y Mario Benedetti. Escribe para estar en paz con sus personajes. Al terminar una historia, siente más tranquilidad que al irse a dormir sabiendo que cerró bien la casa y no dejó la cocina encendida. Actualmente vive en Barcelona y trabaja como administrativa en una empresa de reformas.

Ha publicado recientemente su primera novela, La casa de los vivos y los muertos (https://www.lanzanos.com/tandaia/proyectos/la-casa-de-los-vivos-y-los-muertos/), que corrigió con Nomi Pendzik en el Taller de Corte y Corrección, y sobre la cual hay un programa en el canal TCyC:  https://www.youtube.com/watch?v=wpn0m6lqLZs&t=11s

 

Ilustración: Henn Kim (https://www.hennkim.com/)

 

 

 

Saludos imprecisos: un problema de identidad

Por Julián San Miguel *

 

El milenario hábito de circunscribir la identidad de un ser humano a un nombre de pila debe de ser una de las pocas tradiciones que, seguramente por sus efectos prácticos, nunca se han puesto en tela de juicio.

A la hora de reunirnos con amigos, o de atender un llamado de trabajo, o de discutir con un familiar ―todos intercambios delimitados―, el asunto no genera discordias. En estos casos, incluso, alcanza con cualquier apodo o epíteto de ocasión. Ahora bien: la vida del ser humano es un camino de incalculables bifurcaciones. O una bifurcación incalculable de caminos, a la vez, bifurcables e imposibles de calcular. Como más guste el aderezo.

Daremos un ejemplo.

Un Gabriel que camina por la vereda, ¿debe darse vuelta si un alguien, que camina a unos cuantos metros a su espalda, grita “¡Gabriel!”? Naturalmente, podríamos asegurar que Gabriel se dará vuelta a mirar. Pero no tendrá la certeza de ser el destinatario de aquel llamado: hay muchos Gabrieles en las veredas. Decenas de miles ―¡o más!

Y la cosa puede ponerse peor: ¿qué ocurre si alguien grita “¡Gabi!”? En ese caso entrarán en juego también las decenas de miles ―o más― de Gabrielas que andan por la calle.

Podríamos pensar que el apellido viene a solucionar el problema. Alguien grita “¡Gabriel Gómez!”. Vamos, que debe de haber miles ―y más― de Gabrieles Gómez. Es verdad: podría apellidarse Mastroberardino. Sin embargo, este no es el caso ―y, de todos modos, seguro que debe de haber unos cuantos Mastroberardinos caminando veredas del mundo―. Nuestro caso es Gabriel Gómez. Y Gabriel pareciera tener un problema. Un problema de identidad: sujeto a una designación que no es exclusivamente suya, no estará seguro de cuándo sí ―y cuándo no― darse por aludido.

Otorguémosle alguna característica física a nuestro Gabriel, a ver si la situación mejora. Gabriel es calvo. Podrían entonces llamarlo “¡Gabriel Gómez, pela!”. ¿Hace falta que les diga que debe de haber muchos Gabrieles Gómez pelados? Por otra parte, gritarle “pela” a un calvo, en medio de la calle, requiere de una buena cuota de audacia: en vez de recoger un saludo de vuelta, podría recibirse una puteada, cuando no un trompazo. Pero no nos compliquemos más de lo necesario, y supongamos que el saludador es un atrevido y que Gabriel es un pelado contento. Y, aun así, para decirlo de otro modo, siendo que él es Gabriel, él es Gómez y es un jubiloso calvo, la nomenclatura no alcanza para definir su identidad. Entonces ¿para qué nos sirve la palabra?

Aquí el sagaz lector podría proponer el agregado de la no verbalidad. Si la palabra no sirve, que el gesto reemplace a la palabra. Lamento refutarlo: si de algo no hay duda es de que, ante la ausencia de verbalidad, el panorama se oscurece más todavía. Por eso puede Gabriel caminar relativamente tranquilo: no hay manera de que lo llame con un gesto alguien que está a sus espaldas. Así, exento del clásico episodio que a todos alguna vez nos ha exterminado el honor, no será víctima de una de las pesadillas que devienen de los bretes con la identidad. Y el clásico episodio al que aludimos acontece tanto en espacios públicos como en las reuniones sociales.

Me explico.

Es sabido que, cuando captamos un saludo gestual ―sonrisa, guiño, cejas levantadas, mano al aire, etcétera―, respondemos automáticamente. Y lo hacemos, inclusive, a sabiendas del riesgo que corremos de no haber sido nosotros los destinatarios del saludo. Un misterioso dispositivo emocional nos obliga a devolver el gesto. Y la situación deshonrosa se desarrolla del siguiente modo: un alguien saluda a un otro alguien, y nosotros, creyendo que el saludo se dirige hacia nuestra persona ―porque justo, justito, fuimos a quedar en medio del canal de la comunicación―, levantamos una de nuestras manos para devolver la cortesía. Al percatarnos del error, representamos alguna acción inverosímil, como atrapar una mosca en el aire o elongar los tríceps con el saco abotonado. Y siempre, pero siempre, algún oculto plateísta se regodea con nuestra involuntaria interpretación de comedia de enredos. Por supuesto que, lejos de salir airosos, quedamos ―y nos sentimos, con total razón― como unos redomados boludos. Y para colmo ni nos enteramos de quién fue el malnacido que se ha deleitado con nuestro gratuito espectáculo. Eso sí: intuimos su presencia, ya que en alguna ocasión todos hemos gozado, como furtivo público, del equívoco ajeno.

Muchas veces, sin embargo, ocurre que los espectadores sufrimos tanto o más que el protagonista. Eso se llama alipori: vergüenza ajena. Por alguna razón, nos sentimos responsables del ridículo innominado, y llegamos a desviar la mirada para que el ocasional imbécil no repare en nuestro descubrimiento. Además, nos incomodaría que nos identificaran. Como podrá verse, la cuestión se vuelve mucho más preocupante: afecta a terceros, quienes ahora no sólo se inquietan por sus esporádicas pifias, sino también por el equívoco de otros, que a su vez ―engrasando el centrípeto dispositivo de la turbación― más tarde se inquietarán por el equívoco de otros tantos además del de sí mismos. En el sinfín de la contrariedad, todo se torna más angustiante si visualizamos con detenimiento la subescena interpretada por el arrepentido mirón. Pobres, aquellos que se ven obligados a desviar la mirada frente a tan patético cuadro. Y encima, de vez en vez, deben dar explicaciones a algún tarado curioso que, de metido no más, se detiene a preguntar:

―¿Qué le ocurre?

―¿Cómo dice?

―Tiene la mirada desorbitada y le tiemblan las manos, ¿le cayó mal la comida?

―No. Sólo acabo de ser testigo de una situación patética.

―¿Dónde?

―¡Baje la mirada! No sea cosa de que el idiota se dé cuenta.

―¿Se dé cuenta de qué? ¿Cuál idiota?

―Uno que anda devolviendo saludos ajenos.

―¿Ese que nos está mirando?

―¡Dios mío, qué incomodidad! ¡Nos ha descubierto!

Claro que abandonar los saludos gestuales significaría un descomunal desafío. Entre otras cosas, porque se habilitaría así todo tipo de críticas y valoraciones acerca del lenguaje no verbal, caja de Pandora de los más imputables sentimientos humanos. Pero de todas maneras, las bifurcaciones del camino ―ya lo hemos dicho― siempre serán incalculables. ¿Cómo saber las consecuencias de tal empresa? No hay modo. Se tratará entonces de ser audaces. Y qué mejor incentivo para huir de la confusa gestualidad, que lanzarse a la aventura de encontrar una forma precisa que a todo el mundo otorgue su legítimo derecho a ser inconfundiblemente reconocido. Quizá podamos ahorrarnos mayores disgustos, concentrándonos en el paseo de Gabriel por la vereda.

Imaginemos ahora que Gabriel, vestido con un jean y una remera estampada, llega a la esquina. Alguien le grita: “¡Che, Gabriel Gómez, pelado, el del jean y la remera estampada, que está a punto de cruzar la calle!”. Ahora, si bien todo es posible y nada es indudable, sabemos que Gabriel experimentará la certeza absolutísima de haber sido señalado mediante una designación inconfundible. ¿El asunto de la identidad de Gabriel ha sido resuelto? Muchos han quedado satisfechos con el resultado ―que, si bien es un tanto barroco, resultó bastante efectivo―. Para quienes todavía temen por la improbable confusión, podemos prestarle a Gabriel unos rollers, extirparle un brazo, colocarle un barbijo violeta con el dibujo de una escolopendra, y pasarle contra la nuca una yema de huevo podrido. Pero, para Gabriel…, ¿el problema de la identidad ha sido resuelto? Ya volveremos sobre este aspecto.

 

Aquello que frustra el ansia del reconocimiento nos afecta a todos. Por eso es tan importante detenernos en minucias como estas. Se tratará, entonces, de encontrar una respuesta a este dilema social, antes de que la proliferación de perplejidades nos obligue a abandonar el espacio compartido, hasta el punto de guardarnos permanentemente en la soledad de nuestros hogares.

Esta conclusión puede parecer absurda, inverosímil y propia del anhelo de un misántropo ―¡nada más lejano de mi sentir!―. Pero si revisamos la historia de la Humanidad, veremos que, cada vez que el mundo se ha ido al demonio, ha sido por cuestiones minúsculas a las cuales no hemos prestado adecuada atención. La vida del ser humano es una suma de mínimas peripecias, incomodidades y desaciertos, que engendran en el inconsciente colectivo un disparador para el aislamiento social, el ostracismo, el odio y las malas decisiones. No deberíamos tomarnos a la ligera ningún aspecto, por pequeño que sea, que pueda conducir a sentimientos de ese tipo. Y la necesidad de ser identificados, de no pasar inadvertidos, de establecernos como seres irrepetibles, claramente ha empujado a todo tipo de actos perversos por parte de ciudadanos, gobiernos y corporaciones.

En cuanto a Gabriel, ¿ha sido resuelto o no su problema de identidad? Créaseme: yo al pelado lo conozco, y si bien no daré detalles sobre su extenso prontuario, pueden estar seguros de que, si en el medio de un paseo por la vereda, alguien lo sorprende con algún detallado alarido, estilo “Gabriel. Che, Gómez. Hey, cara de gusano. Nuca fermentada. ¡Manco, cabeza de rodilla! No cruces, y bajate de los patines”, lejos de darse vuelta, se largará a patinar con todo, espantado, procurando que su perseguidor no lo alcance nunca.

Y si notamos en la intención de aquel “Gabriel. Che, Gómez. Hey…”, razones justas para asistir al perseguidor, ¿por qué ―lejos de hacernos cargo― desviamos la mirada y seguimos nuestro camino? En fin: estos, como tantos otros conflictos ―que también definen nuestra identidad y originan variopintos quehaceres característicos de la malicia humana―, serán motivos para otra divagación. Lo mismo que la solución al problema de que Gabriel, aun sintiéndose identificado frente a la certera descripción de su persona, inexplicablemente, no se dé por aludido.

 

 

 * Julián San Miguel (Buenos aires, 1978) se formó en Actuación durante diecisiete años; sus maestros fueron Lizardo Laphitz, Agustín Alezzo, Luis Agustoni y Nora Moseinco. Desde 2014 coordina sus propios talleres. También dictó clases de Prácticas del Lenguaje durante siete años en de escuelas secundarias. Aunque se recibió de Profesor de Enseñanza Superior en Lengua y Literatura, su verdadero aprendizaje comenzó en 2017, cuando asistió a su primera clase de Taller de Corte y Corrección del maestro Marcelo di Marco.
Ha publicado en FIN su texto “Addictus” http://fin.elaleph.com/articulos/addictus.  Se encuentra concluyendo su primera novela ―de próxima publicación.

 

 

¡Hasta el año que viene!

Queridos amigos: los integrantes de Fin, elaleph.com y el Taller de Corte y Corrección nos despedimos de este raro 2020 con la «Adoración de los pastores», de Giorgione, una reflexión de Chesterton, y deseándoles a todos ustedes los más impactantes escritos y los mejores lectores para el año que comienza.

«Las divisiones del tiempo han sido dispuestas de manera que podamos sufrir un sobresalto o sorpresa cada vez que algo se reanuda. La finalidad de celebrar la llegada de un Año Nuevo no es que sea un año nuevo. Es tener nueva alma y nueva nariz, pies nuevos, nueva espina dorsal, ojos nuevos, oídos nuevos. Es mirar por un instante una tierra imposible. Es que nos resulte de todo punto asombroso que el pasto sea verde en lugar de tener un razonable color púrpura. Es que nos parezca casi incomprensible que haya árboles verticales que broten de una tierra redonda en lugar de tierras redondas que broten de árboles verticales. El fin de las frías y duras definiciones del tiempo es prácticamente el mismo que el de las duras y frías definiciones de la teología: despertar a los hombres. Si un hombre cualquiera no fuese capaz de adoptar resoluciones de año nuevo, no sería capaz de adoptar resolución alguna. Si un hombre cualquiera no fuese capaz de empezar todo de nuevo, sería incapaz de hacer nada eficaz. Si un hombre no partiera de la extraña premisa de no haber existido jamás antes, resulta indudable que jamás llegaría a existir después. Si un hombre no fuera capaz de volver a nacer, jamás entraría en el Reino de los Cielos».

G. K. Chesterton. «Uno de enero» (1904), Lectura y locura (Lunacy and Letters, 1958). Sevilla: Espuela de Plata, 2008; 264 pp.; trad. de Victoria León.

 

 

 

 

Sobre el lenguaje inclusivo

 Por Agustín Del Vecchio *

 

Aquí trato de transcribir un monólogo íntimo, un discurso a medias que repito una y otra vez a oyentes imaginarios, con la esperanza de lograr —de una vez por todas— esclarecer mi opinión acerca del lenguaje inclusivo. Una idea que forma parte de un discurso aún más grande, oculto en los programas de chimentos, las aulas universitarias y, si se tiene mala suerte, también en las cenas familiares.

No me malentiendan: no digo que el lenguaje sea algo estático y que debería permanecer inalterable siempre. Lo que digo es que sus cambios se dan, y deben darse, naturalmente. Cualquier modificación artificial —no importa si es con motivos nobles o intereses egoístas— será nefasta para el pensamiento. Porque las palabras no sólo son herramientas que nos posibilitan comunicarnos: también son los átomos que conforman lo que llamamos mundo interior. Ustedes saben a lo que me refiero: el eterno enemigo de las señoras gordas y los perros ladrando a las tres de la mañana. Un espacio nuestro y sólo nuestro, donde evaluamos las decisiones, y donde nuestras personalidades se ensamblan. Un espacio que el arte intenta exponer en galerías o cuadrados de papel, quizá inútilmente.

Lo que trato de decirles, y escúchenme bien, es que dejar el lenguaje en manos del oficialismo, o deformarlo según la ideología de moda, no es un acto rebelde: los rebeldes nunca fueron apoyados por el establishment. Porque el rebelde nace de la disidencia, y, si el lenguaje no es libre, la disidencia será tan real como un sueño.

Y no me vengan con la excusa de la libertad de expresión. Los usuarios del lenguaje inclusivo son libres de utilizarlo, sí, pero los demás no tienen la obligación de entenderlos, y mucho menos tienen la obligación de contestarles del mismo modo. Aclaro esto último porque nos lo presentan como un deber moral incuestionable, pero los sistemas morales son cuestionables, y ninguno puede imponerse.

El lenguaje, amigos míos, es libre por naturaleza. Y debe permanecer así.

 

 

  * Agustín Nicolás Del Vecchio nació el 1 de marzo de 2002. Desde muy chico se interesó por toda actividad intelectual que se le cruzara por delante, hasta hoy sigue teniendo esa obsesión. Para él, la lectura no es solo una pasión: es una necesidad, necesidad que crece a lo largo de los años. Comenzó a escribir en 2017, gracias a la recomendación de un amigo, y desde entonces trabaja muy duro para perfeccionar su estilo. Una tarea en la que es fundamental la influencia del Taller de Corte y Corrección. En la actualidad, se encuentra cursando la Licenciatura en Ciencias Físicas, mientras sigue formándose en literatura.