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Saludos imprecisos: un problema de identidad

Por Julián San Miguel *

 

El milenario hábito de circunscribir la identidad de un ser humano a un nombre de pila debe de ser una de las pocas tradiciones que, seguramente por sus efectos prácticos, nunca se han puesto en tela de juicio.

A la hora de reunirnos con amigos, o de atender un llamado de trabajo, o de discutir con un familiar ―todos intercambios delimitados―, el asunto no genera discordias. En estos casos, incluso, alcanza con cualquier apodo o epíteto de ocasión. Ahora bien: la vida del ser humano es un camino de incalculables bifurcaciones. O una bifurcación incalculable de caminos, a la vez, bifurcables e imposibles de calcular. Como más guste el aderezo.

Daremos un ejemplo.

Un Gabriel que camina por la vereda, ¿debe darse vuelta si un alguien, que camina a unos cuantos metros a su espalda, grita “¡Gabriel!”? Naturalmente, podríamos asegurar que Gabriel se dará vuelta a mirar. Pero no tendrá la certeza de ser el destinatario de aquel llamado: hay muchos Gabrieles en las veredas. Decenas de miles ―¡o más!

Y la cosa puede ponerse peor: ¿qué ocurre si alguien grita “¡Gabi!”? En ese caso entrarán en juego también las decenas de miles ―o más― de Gabrielas que andan por la calle.

Podríamos pensar que el apellido viene a solucionar el problema. Alguien grita “¡Gabriel Gómez!”. Vamos, que debe de haber miles ―y más― de Gabrieles Gómez. Es verdad: podría apellidarse Mastroberardino. Sin embargo, este no es el caso ―y, de todos modos, seguro que debe de haber unos cuantos Mastroberardinos caminando veredas del mundo―. Nuestro caso es Gabriel Gómez. Y Gabriel pareciera tener un problema. Un problema de identidad: sujeto a una designación que no es exclusivamente suya, no estará seguro de cuándo sí ―y cuándo no― darse por aludido.

Otorguémosle alguna característica física a nuestro Gabriel, a ver si la situación mejora. Gabriel es calvo. Podrían entonces llamarlo “¡Gabriel Gómez, pela!”. ¿Hace falta que les diga que debe de haber muchos Gabrieles Gómez pelados? Por otra parte, gritarle “pela” a un calvo, en medio de la calle, requiere de una buena cuota de audacia: en vez de recoger un saludo de vuelta, podría recibirse una puteada, cuando no un trompazo. Pero no nos compliquemos más de lo necesario, y supongamos que el saludador es un atrevido y que Gabriel es un pelado contento. Y, aun así, para decirlo de otro modo, siendo que él es Gabriel, él es Gómez y es un jubiloso calvo, la nomenclatura no alcanza para definir su identidad. Entonces ¿para qué nos sirve la palabra?

Aquí el sagaz lector podría proponer el agregado de la no verbalidad. Si la palabra no sirve, que el gesto reemplace a la palabra. Lamento refutarlo: si de algo no hay duda es de que, ante la ausencia de verbalidad, el panorama se oscurece más todavía. Por eso puede Gabriel caminar relativamente tranquilo: no hay manera de que lo llame con un gesto alguien que está a sus espaldas. Así, exento del clásico episodio que a todos alguna vez nos ha exterminado el honor, no será víctima de una de las pesadillas que devienen de los bretes con la identidad. Y el clásico episodio al que aludimos acontece tanto en espacios públicos como en las reuniones sociales.

Me explico.

Es sabido que, cuando captamos un saludo gestual ―sonrisa, guiño, cejas levantadas, mano al aire, etcétera―, respondemos automáticamente. Y lo hacemos, inclusive, a sabiendas del riesgo que corremos de no haber sido nosotros los destinatarios del saludo. Un misterioso dispositivo emocional nos obliga a devolver el gesto. Y la situación deshonrosa se desarrolla del siguiente modo: un alguien saluda a un otro alguien, y nosotros, creyendo que el saludo se dirige hacia nuestra persona ―porque justo, justito, fuimos a quedar en medio del canal de la comunicación―, levantamos una de nuestras manos para devolver la cortesía. Al percatarnos del error, representamos alguna acción inverosímil, como atrapar una mosca en el aire o elongar los tríceps con el saco abotonado. Y siempre, pero siempre, algún oculto plateísta se regodea con nuestra involuntaria interpretación de comedia de enredos. Por supuesto que, lejos de salir airosos, quedamos ―y nos sentimos, con total razón― como unos redomados boludos. Y para colmo ni nos enteramos de quién fue el malnacido que se ha deleitado con nuestro gratuito espectáculo. Eso sí: intuimos su presencia, ya que en alguna ocasión todos hemos gozado, como furtivo público, del equívoco ajeno.

Muchas veces, sin embargo, ocurre que los espectadores sufrimos tanto o más que el protagonista. Eso se llama alipori: vergüenza ajena. Por alguna razón, nos sentimos responsables del ridículo innominado, y llegamos a desviar la mirada para que el ocasional imbécil no repare en nuestro descubrimiento. Además, nos incomodaría que nos identificaran. Como podrá verse, la cuestión se vuelve mucho más preocupante: afecta a terceros, quienes ahora no sólo se inquietan por sus esporádicas pifias, sino también por el equívoco de otros, que a su vez ―engrasando el centrípeto dispositivo de la turbación― más tarde se inquietarán por el equívoco de otros tantos además del de sí mismos. En el sinfín de la contrariedad, todo se torna más angustiante si visualizamos con detenimiento la subescena interpretada por el arrepentido mirón. Pobres, aquellos que se ven obligados a desviar la mirada frente a tan patético cuadro. Y encima, de vez en vez, deben dar explicaciones a algún tarado curioso que, de metido no más, se detiene a preguntar:

―¿Qué le ocurre?

―¿Cómo dice?

―Tiene la mirada desorbitada y le tiemblan las manos, ¿le cayó mal la comida?

―No. Sólo acabo de ser testigo de una situación patética.

―¿Dónde?

―¡Baje la mirada! No sea cosa de que el idiota se dé cuenta.

―¿Se dé cuenta de qué? ¿Cuál idiota?

―Uno que anda devolviendo saludos ajenos.

―¿Ese que nos está mirando?

―¡Dios mío, qué incomodidad! ¡Nos ha descubierto!

Claro que abandonar los saludos gestuales significaría un descomunal desafío. Entre otras cosas, porque se habilitaría así todo tipo de críticas y valoraciones acerca del lenguaje no verbal, caja de Pandora de los más imputables sentimientos humanos. Pero de todas maneras, las bifurcaciones del camino ―ya lo hemos dicho― siempre serán incalculables. ¿Cómo saber las consecuencias de tal empresa? No hay modo. Se tratará entonces de ser audaces. Y qué mejor incentivo para huir de la confusa gestualidad, que lanzarse a la aventura de encontrar una forma precisa que a todo el mundo otorgue su legítimo derecho a ser inconfundiblemente reconocido. Quizá podamos ahorrarnos mayores disgustos, concentrándonos en el paseo de Gabriel por la vereda.

Imaginemos ahora que Gabriel, vestido con un jean y una remera estampada, llega a la esquina. Alguien le grita: “¡Che, Gabriel Gómez, pelado, el del jean y la remera estampada, que está a punto de cruzar la calle!”. Ahora, si bien todo es posible y nada es indudable, sabemos que Gabriel experimentará la certeza absolutísima de haber sido señalado mediante una designación inconfundible. ¿El asunto de la identidad de Gabriel ha sido resuelto? Muchos han quedado satisfechos con el resultado ―que, si bien es un tanto barroco, resultó bastante efectivo―. Para quienes todavía temen por la improbable confusión, podemos prestarle a Gabriel unos rollers, extirparle un brazo, colocarle un barbijo violeta con el dibujo de una escolopendra, y pasarle contra la nuca una yema de huevo podrido. Pero, para Gabriel…, ¿el problema de la identidad ha sido resuelto? Ya volveremos sobre este aspecto.

 

Aquello que frustra el ansia del reconocimiento nos afecta a todos. Por eso es tan importante detenernos en minucias como estas. Se tratará, entonces, de encontrar una respuesta a este dilema social, antes de que la proliferación de perplejidades nos obligue a abandonar el espacio compartido, hasta el punto de guardarnos permanentemente en la soledad de nuestros hogares.

Esta conclusión puede parecer absurda, inverosímil y propia del anhelo de un misántropo ―¡nada más lejano de mi sentir!―. Pero si revisamos la historia de la Humanidad, veremos que, cada vez que el mundo se ha ido al demonio, ha sido por cuestiones minúsculas a las cuales no hemos prestado adecuada atención. La vida del ser humano es una suma de mínimas peripecias, incomodidades y desaciertos, que engendran en el inconsciente colectivo un disparador para el aislamiento social, el ostracismo, el odio y las malas decisiones. No deberíamos tomarnos a la ligera ningún aspecto, por pequeño que sea, que pueda conducir a sentimientos de ese tipo. Y la necesidad de ser identificados, de no pasar inadvertidos, de establecernos como seres irrepetibles, claramente ha empujado a todo tipo de actos perversos por parte de ciudadanos, gobiernos y corporaciones.

En cuanto a Gabriel, ¿ha sido resuelto o no su problema de identidad? Créaseme: yo al pelado lo conozco, y si bien no daré detalles sobre su extenso prontuario, pueden estar seguros de que, si en el medio de un paseo por la vereda, alguien lo sorprende con algún detallado alarido, estilo “Gabriel. Che, Gómez. Hey, cara de gusano. Nuca fermentada. ¡Manco, cabeza de rodilla! No cruces, y bajate de los patines”, lejos de darse vuelta, se largará a patinar con todo, espantado, procurando que su perseguidor no lo alcance nunca.

Y si notamos en la intención de aquel “Gabriel. Che, Gómez. Hey…”, razones justas para asistir al perseguidor, ¿por qué ―lejos de hacernos cargo― desviamos la mirada y seguimos nuestro camino? En fin: estos, como tantos otros conflictos ―que también definen nuestra identidad y originan variopintos quehaceres característicos de la malicia humana―, serán motivos para otra divagación. Lo mismo que la solución al problema de que Gabriel, aun sintiéndose identificado frente a la certera descripción de su persona, inexplicablemente, no se dé por aludido.

 

 

 * Julián San Miguel (Buenos aires, 1978) se formó en Actuación durante diecisiete años; sus maestros fueron Lizardo Laphitz, Agustín Alezzo, Luis Agustoni y Nora Moseinco. Desde 2014 coordina sus propios talleres. También dictó clases de Prácticas del Lenguaje durante siete años en de escuelas secundarias. Aunque se recibió de Profesor de Enseñanza Superior en Lengua y Literatura, su verdadero aprendizaje comenzó en 2017, cuando asistió a su primera clase de Taller de Corte y Corrección del maestro Marcelo di Marco.
Ha publicado en FIN su texto “Addictus” http://fin.elaleph.com/articulos/addictus.  Se encuentra concluyendo su primera novela ―de próxima publicación.

 

 

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