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El rincón que nos distancia

 Por Jairo Brenes* 

Ilustraciones por Augusto Ramírez  **

 

El rincón que nos distancia

 

La luz de la vela dibuja ausencias.

En la pared de mi habitación caminan sombras.

 

El olor en la cama desgasta la memoria.

En el sabor de la nicotina escucho tu voz

hablar de irrealidades.

 

¿Cuántas despedidas nos unen?

¿Vives a gusto en las tinieblas?

¡Son tantos los regresos que nos dividen!

 

El recuerdo de tus manos no sabe abrazar:
acaricia el olvido y estrangula la noche.

Sujeto fuerte la almohada y reemplazo tu cuerpo.

Respiro…

¡Vete de mis madrugadas!

 

 

 

 

Primeros amigos

 

Al lejano recuerdo del sur.

 

¿De quiénes son esas voces?

¿Por qué saben mi nombre?

 

Mamá, déjame ir a jugar debajo del árbol.

Ahí conocí a un amigo:

sabe volar y a veces desaparece.

 

 

¿Papá, a dónde se fue la abuela?

Cuando todos duermen,

mis amigos la traen de visita a casa:

sonríe, nos observa.

 

Hermana, vamos al río:

hay diminutas niñas.

Pueden brillar y son bonitas sus alas.En el camino de regreso,

hombrecitos de sombrero y zapatillas

me piden ir hacia donde viven.

¡Acompáñame!

Se van cuando ustedes me buscan.

Y me gusta más su mundo que el nuestro.

 

 

Un día de visita en casa

 

Por la tarde tomamos café

para hablar de cuán lejos y cerca está Dios.

 

Mi madre duerme.

La noche anuncia que nadie vendrá por ella.

Mi desvelo vigila sus sueños.

 

Percibo aroma de niñas

en épocas lejanas.

 

¿Hasta dónde crecen los momentos?

Nuevas vidas nos rodean

¡deben ser gigantes el corazón

y la memoria!

 

Sembré romero en los recuerdos.

 

El tiempo brinda por nosotros.

Ahora todo duerme y es tranquilo.

 

 

 

Vana esperanza

 

Robo del cielo su moneda de plata

para comprar la sombra de tus silencios

y hacer un quinto menguante.

 

Guardo el océano en una botella

para aumentar la sed de tus alucinaciones.

Construyo un reloj con las arenas del desierto.

Y me siento sobre la espera.

 

 

En el anaquel de la memoria

 

Historias sin páginas,

libros sin lectores.

Las estrellas ya no tienen cielo.

 

¿Hacia dónde volaron las moscas del cadáver de Don Quijote?

Las flores nacen con el sol y no presumen su belleza,

¿cómo saber amarlas en esta confusa juventud?

No quedan ni cuatro espinas para defendernos del mundo.

¿Quién pide la Guerra, quién la Paz?

¿Dónde las pasiones Romeojulietas?

 

¡Soy sobreviviente!

Aún cabalgas con triste figura y suspiras Dulcineas.

¿Y en qué se parece un cuervo a un escritorio?

Camino por baldosas amarillas hacia la Ciudad Esmeralda.

Todavía el niño rubio quiere el dibujo del cordero.

Y escucho al negrito preguntar por qué mueren las rosas.

 

 

 

*Jairo Brenes nació en San Vito de Coto Brus, Costa Rica.  En el año 2012 se traslada a la capital costarricense, San José. Comenzando un acercamiento formal con la literatura, inició su participación en el taller Miércoles de Poesía de la Casa Cultural Amón, de la Universidad Tecnológica de Costa Rica (TEC). En 2017 trabajó brevemente en el taller literario Luna Roja. En el mismo año publica su libro de relatos Delirium (Guayaba ediciones), bajo el seudónimo B. J. Jairo. En 2018 participa como antólogo en la Iniciativa del programa cultural SaludArte, publicando en el libro Miércoles de Poesía (BBB producciones) sus primeros poemas. En los últimos años ha frecuentado diversos talleres y conferencias en relación a la creación de dramaturgia y guion, mostrando un alto interés en otras disciplinas como el teatro y el cine. Actualmente trabaja en la revisión de su próximo trabajo literario.

 

 

**Augusto Ramírez nació en San Salvador, El Salvador. Ilustrador y artista visual. Estudió en el Centro Nacional de Artes de San Salvador, graduándose en Artes Visuales; cursó estudios de dibujo, ilustración, foto y periodismo. En el 2001 migró a Costa Rica para desempeñarse como diseñador e ilustrador en distintos medios impresos. Actualmente labora para la revista Perfil como editor gráfico. Ha recibo reconocimientos tanto en ilustración como diseño editorial por la Society of News Design (SND).

 

 

 

Ernest Hemingway: el fuego interno y la forja

Por Pablo Profili *

 

Tanta vida transitada, tantos textos.

Ciento veintiún años ya.

Ciento veintiún años de su nacimiento.

Ernest Hemingway.

Escribió, entre otras, Adiós a las armas (1929), Por quién doblan las campanas (1940), El viejo y el mar (1952) y París era una fiesta (póstumo, en 1964). Premio Pulitzer en 1953, en 1954 recibe el Premio Nobel de Literatura.

Vivió y recorrió intensamente medio siglo XX, y lo retrató en palabras. Amado, odiado, criticado, elogiado, no pasó indiferente.

¿Qué buscaba, qué lo empujaba?

Tal vez no haya que buscar mucho ni adelantarse en el tiempo.

Tal vez, simplemente, para Ernest Miller Hemingway —su nombre completo— todo haya comenzado ese 21 de julio de 1899, al nacer en Oak Park, un suburbio de Chicago. Ese “lugar de anchos jardines y mentes estrechas”, como lo calificaría más tarde, y que lo marcaría desde el principio.

Fue el primer varón y tercer hijo de un matrimonio, Hemingway, respetado en la zona, pero no muy unido ni al parecer muy feliz.

Su padre, el médico Clarence Edmond Hemingway, le enseñó desde los cuatro años a cazar, a acampar y a pescar en los bosques de Michigan, en una casa de campo de su propiedad, a orillas del lago Wallon. Ahí, Hemingway aprende a ubicarse hacia el norte observando en qué lado de los árboles crece musgo, y cómo su padre encuentra en el monte los rastros de un gato montés. Incluso, los nombres en latín de todas las aves de la zona. Y a veces, hasta acompaña al padre en sus recorridas médicas a un campamento de indios chipewa, que más adelante retrataría en algunos cuentos de Nick Adams.

Así nace la pasión de Hemingway por la naturaleza y la vida al aire libre en lugares remotos o aislados.

Sin embargo, esto no significó que se llevaran bien con su padre; al contrario: mantenían un vínculo más bien tirante. Tan así es, que en 1923, al mandarle Hemingway ejemplares de su libro Tres cuentos y diez poemas, el padre le responde: “Un caballero habla de venéreas sólo con su médico”. Hemingway, por su parte, lo calificó de “cobarde”, cuando su padre se suicidó en 1928, por problemas con la diabetes, una angina de pecho, y unas malas inversiones inmobiliarias en la Florida.

Tampoco fue buena la relación con su madre, Grace Ernestina Hall, maestra de música, concertista local y ex cantante de ópera. Feminista declarada y de carácter, llevaba las riendas de la pareja y de la familia. Pese a todo, de ella hereda Hemingway esa vitalidad y energía, como lo señala su biógrafo Michel S. Reynolds. Lo cual no quita que, de adulto, él llegara a declarar que la odiaba. Ya sea por haberlo vestido de bebé con ropa de nena –una costumbre habitual en la época–, o por haberlo echado de casa, tras volver él de la Primera Guerra: estaba cansada de verlo en la casa, tomando vino y sin buscar lo que ella consideraba un trabajo decente.

Sin embargo, su madre le va a inculcar a Hemingway el amor por las artes. Aunque eso haya significado insistirle para practicar violoncelo. Tanto, que lo sacó por un año de la escuela para que estudiara música y contrapunto[i], según rememora Hemingway en un reportaje que le hizo el periodista y escritor George Plimpton. “Creía que yo tenía facultades”, le dice a Plimpton, “pero yo carecía de todo talento”. Y remata: “Ese violonchelo… yo lo tocaba peor que nadie en el mundo.” De todos modos, con el tiempo, Hemingway admitiría que la técnica del contrapunto le fue útil para escribir Por quién doblan las campanas.

Recién luego de la muerte del padre, Hemingway recompondrá las relaciones con su madre y la ayudará económicamente.

Afortunadamente a todo eso, el Oak Park High School, al que asistió entre 1913 y 1917, pareció ser la válvula de escape, la vía para canalizar lo que no podía en su casa. Se destacó en los deportes: fue capitán del equipo escolar de watepolo, jugó al fútbol americano y practicó boxeo. Incluso organizaba peleas con sus compañeros.

Pero sobre todo, y aunque ya viniera educado artísticamente por su madre, pudo desarrollarse y sobresalió en las clases de inglés y por sus aficiones literarias. Lo que, a su vez, llevó a Hemingway a tomar una decisión trascendente, que lo guiará en una nueva dirección. El penúltimo año decide asistir al curso de Inglés de la profesora Fannie Biggs, quien organizaba la clase como una redacción de diario. Estricta pero entusiasta, mantendrá una relación estrecha con Hemingway, y lo recomendará a Arthur Bobbit, profesor de Historia y supervisor del Trapeze, el diario escolar.

Hemingway no está muy convencido de la idea, pero Bobbit, enterado de sus habilidades, agudeza e ingenio, insiste y lo convence de reorganizar el periódico. Así, el 2 de marzo de 1917, Ernest Hemingway debuta periodísticamente con una editorial sobre la importancia del realismo literario.

Y ya lanzado, no se detendrá: ha descubierto una pasión, algo que lo mueve. Escribe dos o tres colaboraciones por número, alternando con cuentos que escribe para el Tabula, otro diario escolar. Se obsesiona con una literatura norteamericana despojada de la influencia victoriana. Descubre al escritor satírico y periodista deportivo Ring Lardner, lo imita y firma como Ring Lardner Jr. en algunas de las notas. Y sigue empeñándose, esforzándose al máximo, aunque se trate de diarios escolares. Cada mañana dedica una hora a recortar de los diarios de Chicago, artículos de prensa, los que le parecen mejores o más destacados. Luego, dedica otra hora a estudiar las técnicas, cómo fueron escritos.

La suerte estaba echada; el destino de Hemingway, también. Por más que diga que quiere enrolarse, pelear la Primera Guerra en Europa. Desiste luego, ya está seguro: quiere ser periodista, y si puede, escritor. En julio de 1917 manifiesta su intención de trabajar en el que él consideraba el mejor diario de los Estados Unidos, el Kansas City Star.

En octubre de 1917, Hemingway ingresa en el Kansas City Star.

Ya nada será igual.

Empieza a prueba, como aprendiz, por quince dólares diarios. Lo más importante: conoce las normas de estilo[ii], ciento diez reglas de escritura periodística en una hoja clavada a un gigantesco tablero que cuelga en las paredes de la sala de redacción. Como a todos, el director del diario, William R. Nelson, le hace aprenderlas, y Hemingway las aprende. Por ejemplo: emplear frases cortas. Hacer los párrafos del comienzo breves. Las frases deben ser sencillas y claras. No usar dos palabras cuando una sea suficiente. Usar verbos para dar acción.

Otro jefe, Lionel C. Moise, lo instruye en descubrir los secretos implícitos de las cosas banales, a sugerir el mundo interior a través de las descripciones objetivas. Sobre todo, “arrodillarse ante el altar de los párrafos cortos”.

Así, y destinado a la sección Sucesos, cubre juzgados, hospitales, y la policía. Mayormente, infracciones y peleas domésticas. Pero no importa. Un redactor, Wellington, recuerda la entrega de Hemingway, su dedicación total y su avidez por juntar datos y encontrar la noticia en la calle. Y por su técnica: no llegaba a los veinte años y ya era un maestro en exponer con simplicidad los hechos simples.

Tanto esfuerzo resulta: cubre un incendio en un edificio de departamentos, y lo hace tan bien que pasa de la sección Sucesos a primera plana, como reportero estrella.

De toda esta época, recordará más tarde Ernest Hemingway lo de las reglas. “Las mejores reglas que jamás he aprendido en el oficio de escribir”, recuerda; “jamás las he olvidado”. Y también que cualquier persona con talento y “que al escribir se siente verdaderamente cerca de la cosa que está tratando de decir, no puede dejar de escribir bien si cumple con estas reglas”.

Finalmente, en abril de 1918, Hemingway renuncia a su puesto en el Kansas City Star.

Partirá hacia Italia, tras ser reclutado por la Cruz Roja, ahí, en Kansas City, y firmar un contrato para conducir ambulancias en Italia, durante la Primera Guerra.

Pero eso ya es otra crónica.

 

[i] El contrapunto (del latín punctus contra punctum, «nota contra nota») es una técnica de improvisación y composición musical que evalúa la relación existente entre dos o más voces independientes (polifonía), con la finalidad de obtener cierto equilibrio armónico.

[ii] Se les llamaba ” hojas de estilo” (“stylesheets”), y se las considera antecesoras de los manuales de estilo periodísticos. La del Kansas City Star se editó en 1914. También The New York Times y The Chicago Tribune editaron sus normas.

Se las considera las primeras reglas escritas de los medios en la historia del periodismo. Impulsaron el denominado “estilo Middle West”, de prosa sencilla, amena, y funcional con predominio de freses breves y adjetivación mínima, que intentaba diferenciarse de la prensa del Este. Un estilo periodístico con bastante de literario, y que resultó una inspiración y formación para autores como Hemingway.

 

 

 * Pablo Luis Profili (Buenos Aires, 1969) vivió su infancia y adolescencia en Río Gallegos. En la Universidad Nacional de Misiones cursó materias de la Licenciatura en Genética. Posteriormente, se muda a Buenos Aires, donde, en 1996, se recibe de Periodista en la Escuela Superior de Periodismo del Instituto Grafotécnico. Hoy en día reside en dicha ciudad.

Desde 1999 asiste, con alguna interrupción, al Taller de Corte y Corrección dictado por Marcelo di Marco.

Se declara fan de Homero, Conrad, Lovecraft, Poe, Bradbury, Hemingway, Quiroga, Graham Greene. También, del cine clásico de los años 30, 40 y 50, y de la nueva camada surgida en los 70 (Coppola, Scorcese, Spielberg, Lucas, De Palma). Y es un nostálgico incurable, además, de la música y la cultura pop de los 80.

Actualmente trabaja en una empresa de seguridad aeroportuaria en el Aeroparque Jorge Newbery.

 

 

Ema lo sabía

 Por Gustavo Bussot *

 

Yo tenía el celular en silencio, por eso no lo había oído sonar. Cuando vi la pantalla encontré cinco llamadas perdidas, y todas del trabajo. Marqué el numero, y atendió Eliseo, uno de los dueños de la funeraria. Me pidió que fuera cuanto antes.

Dejé el almuerzo por la mitad, pagué en la caja y salí corriendo. Llegué en menos de cinco minutos y bajé al sótano, donde se preparan los cadáveres.

Era una muerta joven, de unos veintipico. Atilio, el otro dueño, ya la había bañado y secado. Todavía tenía el pelo húmedo y estaba cubierta con un toallón.

–Parece que fue de repente –dijo Atilio secándose las manos, y la señaló con el pulgar–. Es una piba. La familia está destrozada. Hacé lo mejor que puedas para que se vea bien.

No iba a costarme mucho: era hermosa. Tenía la piel tan blanca que parecía transparente. Si uno fijaba bien la vista, podía distinguir las venas, y hasta algunos vasos todavía rosados. Qué placer contemplar esos ojos claros y sin vida entreabiertos. Y ni que decir de aquellos labios pálidos, tan carnosos que daban ganas de besarlos una y otra vez. Pero besarlos muy suavemente y con respeto, para no perturbar el profundo sueño de la muerte. Era, sin duda, la mujer más bella que había visto en mi vida. Y yo había visto y maquillado mujeres, eh. Pero ella era diferente; despreocupada de todo, inmortal en esa frialdad tan perfecta como conmovedora.

La miré unos minutos, y rodeé la camilla para estudiarla mejor. Ni un solo error había en sus rasgos. No me dijeron su nombre, pero tenía cara de Ema.

Para despejarle el rostro peiné hacia atrás su larga melena roja, que cayó como una cascada de sangre.

Abrí mi maletín y saqué todo el contenido. Lo único que dejé a un costado, sobre un estante, fue el bisturí con el que a veces raspo las uñas infestadas de hongos. También lo uso para extirpar las que necesiten ser reemplazadas por uñas artificiales.

La miré un instante más y empecé a trabajar. Pensé para sus párpados un verde esmeralda que contrastaría con el rojo pálido de sus cejas. Lo apliqué, y después le bajé un poco la intensidad. Puse corrector debajo de sus ojos, no porque ella lo necesitara, sino más bien por costumbre.

Mientras trabajaba le pregunté qué le había pasado, cómo había llegado aquí.

No quiso contarme.

Entonces decidí empezar a hablar yo, y me presenté.

―Me llamo Bruno Park ―le dije mientras le acomodaba la cabeza―. Parquazzi, en realidad. Park es mi nombre artístico. A lo mejor oíste hablar de mí. Soy maquillador profesional. Trabajé con los mejores diseñadores del mundo de la moda. Pero un día me cansé. No soportaba que mi trabajo durara sólo un desfile, y después a la basura. Entonces, un día que volvía de unas tomas, vi un anuncio en la vidriera de esta funeraria: pedían un maquillador. Hace cinco años que trabajo acá, y estoy feliz. Mi arte dura lo que tiene que durar: dura toda la muerte.

Seguí con sus mejillas, y acentué el rosado en los pómulos. Usé un tono de rosa menor para el resto de la cara y parte del cuello. Delineé sus ojos, con mucho cuidado. Pasé a sus pestañas, a las que les di un poco de volumen. Era sin duda mi mejor trabajo, el más perfecto. Pero por ella, no por mi habilidad.

Mientras le pintaba los labios le conté de mis comienzos, de mi crecimiento: tenía tema de sobra, porque muy pronto empecé a ser solicitado en los desfiles internacionales más importantes. Le hablé de todas las modelos famosas con las que trabajé. Y también, de alguna que otra –sin importancia para mí–, con la que tuve algún amorío.

―Ninguna ―le dije―, ninguna puede compararse con vos. Tenés una luz especial, un brillo único.

Todo eso le dije. Y también le dije que estaba enamorándome.

Pero no hacía falta: me di cuenta de que Ema lo sabía.

Afuera los dueños de la empresa esperaban ansiosos. Los oía ir y venir.

Se abrió la puerta, y se asomó Atilio, y desde el umbral me preguntó si me faltaba mucho.

―Dame media hora, y te aviso –le pedí mientras cerraba, lentamente, la puerta en su cara.

Se fue sin protestar demasiado.

Volví a la mesa de trabajo para contemplar a Ema, una vez más. Advertí entonces un detalle: me había olvidado de sus manos.

Las busqué debajo del toallón, y las miré detenidamente. Estaban perfectas. Sus dedos eran largos y delgados. Sólo había que pintarle las uñas. En la camilla, demasiado estrecha, con las manos suspensas a los costados resultaría muy difícil.

Desplegué un sudario en los mosaicos, y con mucho cuidado, para no arruinar nada de lo hecho, la bajé al piso.

La dispuse sobre la tela, boca arriba, pero siempre envuelta en el toallón. Sin destaparla descubrí su mano izquierda y le pinté las uñas de un rojo bermellón, muy cercano al naranja; los esmaltes de secado rápido fueron un buen invento.

Dejé al descubierto la mano terminada, y me cambié de lado para pintar la otra. Cada dedo que coloreaba se volvía más dócil y extrañamente suave. Por alguna razón, aquel fenómeno me indicaba que Ema estaba cómoda conmigo. Me parece que ella, también estaba enamorándose.

Terminé el trabajo, y quise contemplarla otra vez. Con mucho respeto descorrí el toallón.

Y quedó desnuda.

Sabía que no iba a molestarle. Era un sueño. El mejor de los sueños. Ese sueño del que nadie querría despertarse. Ema era la modelo que todo artista querría tener. No podía dejar de mirarla. No podía no amarla.

―Sos hermosa, Ema ―le murmuré al oído, y creo que sonrió cómplice. Sin duda éramos el uno para el otro. Más allá de las estúpidas circunstancias.

Estiré el brazo, y de la repisa cercana agarré el bisturí. Me acosté junto a ella, le cerré los ojos, y después cerré los míos. Practiqué el corte, sin queja alguna, y dejé que el rojo de la pasión fluyera de mis venas.

Tomé la mano recién pintada, y me fui con mi amada a darnos una vuelta por toda la eternidad.

 

 

 

 * Gustavo Bussot (Buenos Aires, 1963) estudió Ciencias de la Comunicación en la UBA. Trabajó como periodista, actor y productor de radio y televisión. Es creativo publicitario y escritor. Publicó por editorial Olivia dos libros infantiles: Las lunas de Simón (2018) y El mágico zoo de Simón año 2018. El mágico zoo de Simón (2019); ambos, ilustrados por Estefanía Malic.

 

 

 

 

 

 

 

 

Todos los matices del negro: entrevista a Mario Zegarra

Por Luis Lezama*

Mario Zegarra en Lima (2019)

Mario Zegarra (Lima, 1982) contesta la videollamada; es la segunda vez que le marco. Han pasado más de cuatro meses desde que se presentó Tan ignorado como aquí (Buenos Aires, Bärenhaus, 2019), su primera obra, un híbrido entre distintos géneros que van desde el policial hasta lo fantástico.

Son las cuatro de la tarde en Lima, desde donde nos habla, y afuera todavía hay sol; pero en el estudio de Mario Zegarra todo es oscuro, y la luz es apenas la suficiente para verlo a él y ver que detrás suyo, como escoltándolo, hay muchos libros. Son gruesos y están en un estante que no parece cumplir ninguna función estética, que parece de almacén: su único propósito es contener la mayor cantidad de libros posible. No se lo pregunto, pero intuyo que escoger esos estantes quizá tenga algo que ver con haber sido librero y bibliotecario. Mario está vestido de negro. Tomo una nota para mí mismo: Mario Zegarra siempre está vestido de negro. Ignoro qué tipo de negro es ese que lleva, pero Mario debe saberlo. En Tan ignorado como aquí, Magistelo Zacarías, un personaje emblemático, nos habla desde la muerte para enseñarnos que “Existen infinidad de negros —dice—: el negro marfil, el negro azabache, el negro mate, el negro ébano, el negro bujía, el negro perileno, el negro viña, el negro humo, una infinidad de tonos negruzcos y un largo etcétera”. En el libro, como en esta entrevista, Mario Zegarra nos lleva por esos y otros matices del negro: con un humor negro nos conduce por una Lima negra, por un pasado negro, por un presente —todavía— negro, por negros asesinatos, negras torturas, por negros callejones y por negras almas. Todo parece negro hasta que, desde ahí, desde ese negro –casi– absoluto, como un fósforo que se enciende, como una sonrisa que aparece, habla Mario Zegarra.

Mario, lo más recomendable, y lo más natural, parece ser siempre empezar por el cuento o la poesía. Vos empezaste con una novela, ¿por qué esta inversión que no parece lo más habitual en el viaje del escritor?

En verdad empecé a escribir a los quince, y empecé a escribir poemas. Intenté escribir cuentos, pero me parecía muy difícil. Por más que leí a Edgar Allan Poe. Y, bueno, a Julio Ramón Ribeyro. Después de leer a Ribeyro dices: “Pucha, no lo voy a alcanzar nunca”. En cambio la novela, cuando leí a Vargas Llosa, eso me pareció más fácil, más factible. Algo a lo que podía aspirar. Y empecé a escribir novelas o esbozos de novelas en 2002. Esto no quiere decir que esta novela (Tan ignorado como aquí) la estoy escribiendo desde esa época. Tengo seis o siete proyectos que los he dejado ahí. Siento que no las voy a retomar, porque son –fueron– sólo de aprendizaje. Ninguna la terminé, casi todas están a la mitad o son apenas tres cuartas partes; las dejaba, agarraba otra, regresaba a la anterior y cosas así hasta que en 2006 empezó Santiago Matamoros a hablarme.

¿La estás escribiendo desde el 2006, entonces?

Yo dejé de escribir a fines del 2006. Dejé de escribir cuando se murió mi hermana, la menor, y pasaron nueve años en que dije “no voy a escribir nada”. Mi cabeza seguía trabajando, pero yo no agarraba un lapicero, no agarraba la computadora, no agarraba la máquina de escribir –porque también usaba una máquina de escribir–. Hasta que más o menos a fines de 2014 volví a escribir algo. El proceso de duelo había terminado, y las ganas de escribir regresaron.

Veo que el estudio donde estás es negro, bastante oscuro.

Está pintado de negro incluso. Sólo entra la luz cuando corro las cortinas.

¿Cómo fue tu infancia, Mario?

Siempre he sido callado. En el colegio tampoco me llamaba la atención llamar mucho la atención. Cuando estaba en la casa, con mis abuelos, sí hablaba mucho con ellos.

¿Te llevabas mucho con tu abuelo?

Mi abuela y mi abuelo se encargaron de criarnos hasta que tuve más o menos diez años. Mis papás trabajaban mucho. Mi viejo es economista, mi mamá fue secretaria.

¿Nunca te dio por ser economista?

No. Ahora, a mi papá le encanta leer. Creo que el vicio por la lectura me salió por él. O sea, siempre he visto en la casa libros, revistas… Justo me acuerdo, ahora que estabas hablando de ser niño, me acuerdo que cuando me comenzaba a interesar la literatura una vez le pedí a mi papá una colección, no sé si las conociste o habrás visto, una colección de Oveja Negra en lomos verdes y lomos rojos. Pasaban los comerciales en la tele. Yo leí que eran colecciones de aventuras. Ahí estaban La isla del tesoro, Tarzán de los monos, Los tres mosqueteros. Yo le pedí a mi viejo que me la comprara. Mi viejo, feliz, casi me compró la colección completa. Lamentablemente nunca salieron todos los tomos. Pero llegué a tener como quince o veinte; con los que más me agarré fue con el Tarzán de los monos de Edgar Rice Burroughs y con La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson. Los habré leído creo que entre unas cuatro o cinco veces cada uno. Después comencé a agarrar los otros libros, los de mi papá; había de todo ahí, menos poesía.

«El Tarzán de los Monos» de Edgar Rice Burroughs

¿Y en el colegio leías?

Lo malo del colegio es que no todo está al mismo nivel. Y te toman como si fueras de kindergarden o que fueras medio deficiente mental. Yo era bastante avispado en el colegio, te estoy hablando de secundaria. Hablaba con los profesores, sobre todo con los de literatura, y ellos me permitían escoger mis libros porque sabían que los iba a leer. A otros chicos no los dejaban. Otra cosa que me gustaba hacer era leer diccionarios. Unos que estaban por la casa, los que mi abuelo había comprado para mi mamá y mis tíos, la Enciclopedia Barsa o el Nuevo tesoro de la Juventud. Empecé a leer por gusto, no por obligación. Y cuando iba al colegio y hablaban de historia, yo había leído; hablaban de anatomía, yo había leído…

¿Con quién te llevabas mejor en tu casa?

Con mi abuelo materno es con el que más paro. Me sacaba para arriba y para abajo. Me acuerdo una vez que estábamos yendo a recoger algo de su trabajo —él trabajaba en una imprenta—, estábamos por el centro de Lima, que en ese tiempo era demasiado peligroso. Tenía yo cinco o seis años. Y recuerdo que él me dijo “Quédate parado acá” frente a un negocio donde él iba a ir a cobrar o recoger algo. Y él sale y yo veo que lleva un paquete debajo de su chompa. Seguro le habían pagado. Cuando sale, veo que lo estaban asaltando, y él se peleaba con dos tipos. Yo estaba parado al frente, la calle no era muy ancha. Y mi abuelo me hacía señas de: “Quédate ahí, quédate ahí”. Yo agarré una piedra, me acerqué, y le tiré a uno de los tipos. Al final llegaron unos policías y nos llevaron a todos presos. A mí también me llevaron preso. Preso con seis años. Me acuerdo que el policía me interrogó, “¿Qué fue lo que pasó?”, y yo le dije que mi abuelo había ido a recoger un paquete, que me había dicho que lo espere, y que esos dos señores —así le dije, señalándolos— lo empezaron a golpear, y que yo lo quise ayudar a mi abuelo, nada más.

Mario, contanos de tus trabajos, ¿fuiste algo antes de ser librero y escritor?

Fui profesor.

¿Cómo fue esa experiencia? 

Una cagada. Enseñé a chicos de primaria, me acuerdo. Lo que pasa es que no tengo la habilidad que tiene Marcelo (di Marco), que, por más que se exalta, tiene paciencia. Aunque él diga que no, es bastante paciente y asertivo con la gente. A mí me revienta que la gente sea estúpida o se haga la estúpida. No puedo, no puedo, no puedo. Estoy un rato tranquilo, pero después no vas a querer verme ni dibujado. Es muy difícil que me veas molesto, pero cuando me veas molesto, lo mejor que puedes hacer es correr.

¿Cuándo llegaste a la librería (La Casa Verde, librería emblemática de Lima, apadrinada por Mario Vargas Llosa)?

Cuando estaba en la universidad, por un anuncio de la bolsa de trabajo, empecé a trabajar en la librería. Postulé porque necesitaba dinero para el trago, para comprar libros, para los pasajes de actividades no curriculares. Tuve la suerte de que mi viejo me pagase la universidad, pero no me pagaba los vicios. Entré como reemplazo. Pasé medio año así. El trabajo básicamente era cuidar que no nos robaran nada y ordenar los estantes. Me acuerdo que los que trabajaban en ese momento en la librería me decían “Oye, pero estás ordenando muy rápido. No tienes que trabajar tanto, porque si no después nos van a mandar hacer otras cosas”. Yo decía: “Si lo hago más rápido, me queda más tiempo para leer”.

¿Sabés por qué cerró la librería?

(Se ríe) Sí sé, porque yo la cerré. Después de un año pasé a ser encargado de la librería. Y unos años después, me encargué —lamentablemente— del proceso de cierre. Cerramos porque la dueña se cansó. Era una persona con mucho dinero, la librería era su hobby. Ocurría que la persona encargada de administrar la librería era un desastre, ella no sabía hacerla rentable, y encima ocurrió un accidente: la librería se inundó. Y justo nos había llegado una importación de España, lo que nos iba a sostener todo el resto del año. Me enteré de la inundación al siguiente día, se había salido toda la mierda por el desagüe, agua sucia: maloliente y negra. La librería se encontraba en el primer piso de un edificio de dieciséis pisos, y el día de la lluvia marrón reparaban el sistema de desagüe. Hicieron mal un cálculo, y el agua que drenaban salió por el inodoro del baño del mezzanine de la librería. Llovió porquería sobre toda la librería, sobre las cajas de los libros nuevos, sobre las mesas de exhibición, sobre todo todito todo. Una completa desgracia. Un compañero quedó muy impactado por lo que pasó, y renunció. Me acuerdo que otro de los compañeros me reclamaba: “Oye, justo me había comprado zapatillas nuevas y ya no las puedo usar”. Renunció también y me quedé solo, haciendo todos los turnos yo. Entraba gente, pero no duraban. Pasaron unos meses y después cerramos.

Mario Zegarra fue librero de la icónica librería de Lima «La Casa verde» y bibliotecario en el Museo de Arte Contemporáneo de Lima.

¿Ya estabas escribiendo la novela en esta época de librero?

Se me ocurrió ahí, cuando estaba cerrando la librería. Un año antes de cerrar la librería recién se hizo un inventario, el primer y único inventario en diecisiete años desde la fundación de la librería, imagínate. Desde 1996 nunca tuvieron la precaución de revisar nada. Para el cierre, yo presenté un informe, y ahí saltó todo lo que se había desaparecido misteriosamente, todo lo que se habían robado. Y era mucho, demasiado. Ya una vez que yo hice el arqueo, y contrastando papeles, te vas dando cuenta, no, en qué época se te perdieron más libros. En promedio, en una librería, que se te pierdan entre diez o veinte libros en un mes es bastante. Y eso es por robo externo. Pero si tienes cien, ciento veintitantos, eso ya es trabajo interno. ¡Había un montón de trabajo interno! Por las fechas sabías más o menos quiénes habían sido, porque sabías quiénes estaban trabajando.

¿Qué libro se robaron mucho?

El de Bolaño, Los detectives salvajes, arrasaron con ese. Era cuando lo publicaban en Anagrama, la edición roja.

¿Qué pasó después del cierre de la librería?

La dueña de la librería donó todos los libros que quedaron al Museo de Arte Contemporáneo de Lima. Y parte de la donación fui yo.

¿A vos también te donaron junto con los libros?

(Mario se ríe, toma aire.) Tú sabes cómo es un país latinoamericano, un país bananero. El esposo de la dueña de la librería prácticamente era el dueño del museo, si mal no recuerdo era director o algo por el estilo. Así que me donaron y parte de mi trabajo era organizar la biblioteca del Museo. Armé el sistema de la biblioteca, estuve dos años y me aburrí. También comencé a sentir que la dueña dudaba de mi trabajo. Me comenzaron a achacar todos los problemas que se habían suscitado en la librería durante los dieciocho años que estuvo operativa.

¿Te acusaron de ser como Magistelo Zacarías, quien era, en efecto, un ladrón de librerías?

La novela ha sido muy elogiada por Ricardo Sumalavia, escritor peruano de reconocida trayectoria.

El personaje de Magistelo tiene bastante de varias personas que trabajaron en la librería. Tú te das cuenta, yo sabía por qué siempre un tipo se iba al almacén, por qué hacía estas cosas, por qué llegaba tan tarde, por qué siempre llevaba una mochila. La mayoría de gente cuando va a trabajar a una librería, en teoría, no debe llevar mochila a menos que esté estudiando en la universidad. Este tipo que llevaba siempre mochila estudiaba por las mañanas —yo lo sabía, él me lo dijo—, se iba a su casa a almorzar y después se iba a trabajar a la librería. Si pasó por su casa, no tenía por qué llevar mochila. Era sospechoso. Y siempre se ofrecía a ir al almacén. Tú vas sacando. Vas viendo. Te vas dando cuenta.

Contame de la universidad. ¿Cómo fue estudiar Letras? ¿Sabías desde entonces que querías ser escritor?

Yo no postulé a Letras, postulé a Ciencias. Mi viejo decía que tenía que estudiar una carrera rentable, que si no me iba a perder… Bueno, tú conoces el discurso. Cuando me fui a matricular le pregunté a la chica que matriculaba “Oye, ¿tú sabes qué carrera es rentable?” así de frente se lo pregunté. La chica me dijo “No”. Yo le pregunté “¿Qué estudias?”, porque se notaba que era alumna. “Yo, Ingeniería informática” dijo. “¿Y esa carrera es rentable?” le pregunté. “Sí, seguro que sí” me dijo. “Ya, méteme ahí” le dije. (Mario se ríe.) Estuve tres ciclos en Ciencias, en Informática. Y no pude seguir porque no tenía tiempo para leer. Y eso era lo que me estresaba. Tú entrabas a la biblioteca de Ciencias y se escuchaban los ruiditos de las calculadoras, gente hablando; en cambio, en la biblioteca de Letras: silencio. Se escucha hasta el zumbido de un mosquito. Yo mejor me sentaba a leer en unas gradas de la facultad, afuera. Un día pasaron los chicos de Artes Plásticas y me vieron leyendo La Venus de las pieles; la portada era una mujer toda desnuda. “Oye, ¿qué estas leyendo”, me preguntaron. Y yo les comenté del amigo austriaco Leopold von Sacher-Masoch, que por el tipo inventaron el término “masoquismo” y toda la vaina. Después me invitaron a su taller. Me hice amigo de ellos; les prestaba mis libros, les recomendaba qué leer. Me juntaba más con ellos que con los de Ingeniería. Teníamos más intereses en común. Mi viejo, obviamente, veía a mis amigos llegar a la casa, todos manchados de pintura, todos greñudos, oliendo “extraño”. Le dije pues un día que quería cambiarme de carrera. Y mi viejo dice “Este huevón se quiere cambiar a pintura”. Le dije que no, que quería estudiar Literatura. Y él puso cara de uff, parecía que había ganado la copa del mundo, ya estaba más tranquilo. Y me dijo: “Anda cámbiate, el que se va a quedar con la carrera eres tú, el que va disfrutar de los méritos y de las frustraciones de la carrera eres tú. Si es lo que te gusta, hazlo”.

 ¿Y te cambiaste entonces a Letras?

Me cambié. Y justo en ese ínterin me tocaba llevar algunos cursos de Letras, porque toda carrera, aunque sea de Ciencias, llevas algunos cursos de Letras. Entonces llevé un curso que se llamaba “Literatura actual” de literatura actual peruana, y quien lo dictaba entonces era Ricardo Sumalavia. Y en su primera clase, recuerdo, él dijo: “A mí me gustaría, de acá a unos quince o veinte años, enseñar sus cuentos, sus novelas, sus poemas”. Y yo me quedé con eso: yo por aquella época escribía rabiosamente para fugarme del infierno de los números. Ricardo Sumalavia después tuvo la generosidad de presentar la novela conmigo, acá en Lima. La presentación está completa en Youtube (https://youtu.be/U1Ey0Umo16k?t=752).

Mario, en esta novela hay brujas, hay muertos que hablan, hay muchas cosas sobrenaturales, ¿creés en estas cosas?

Siempre he sido bastante abierto a todo. Y bastante curioso. Pero, como me dijo una vez mi abuelo: “Tú no debes de tenerle miedo a nada. A los únicos que les debes de tener miedo es a los vivos”. En mi familia hay ascendencia gitana; por ahí tenemos parientes que son curanderos, etcétera. Y desde niño he visto tipos curando con espadas y huevaditas por el estilo, ya esas cosas me parecen naturales a mí.

¿Qué te sirvió más para ser escritor, ser librero o estudiar Letras?

Yo creo que leer (se ríe). En la Facultad de Letras me enseñaron al revés, me enseñaron a criticar. Aunque en buena hora me cambié a Letras, porque todavía no estaba todo esto de las teorías feministas, la teoría queer y todas las demás comparaciones sociológicas que no sirven para analizar un libro. Todavía eran clases de literatura-literatura. No importaba lo que dijera el discurso, sino lo que dijera el texto. Y era bacán porque tú entrabas a una clase y estudiabas El Quijote, y ese libro te transforma. Miguel de Cervantes es un desgraciado hijo de puta, porque, quieras o no, leerlo te transforma.

 

Miguel de Cervantes

Hay una descripción muy precisa de Lima en la novela y, escuchando críticas de tu libro, pareciera que una novela de este tipo sucediendo en Lima es algo novedoso. ¿Qué importancia tiene Lima para vos?

Lima, como toda capital, es un caos. Y partir de ese caos pueden nacer cosas muy interesantes. Está la parte bonita que te enseñan todas las agencias de turismo: Miraflores, San Isidro, una parte de Barranco. Ahora hay partes de Lima más tétricas, más tenebrosas. Existe un cementerio, el Presbítero Matías Maestro, que es treinta veces más grande que La Recoleta de Buenos Aires. Y, además, se encuentra en una zona marginal. Lima es relevante porque las calles le prestan a la novela esa sordidez, ese lado oscuro, esa jerga callejera. Toda esa peste invade Tan ignorado como aquí.

Vos terminaste y escribiste la mayor parte de esta novela en Buenos Aires, ¿qué opinas de esta ciudad que nos ha acogido a los dos?

Buenos Aires es otro mundo, más civilizado. Hay más librerías, más libros. Pero después de un par de semanas te das cuenta de que al final también posee sus desastres. desastres comunes a cualquier ciudad latinoamericana. Aun así, lo que creo es que hay más orden, empezando por el transporte público —aunque ellos se quejen.

¿Cómo conociste tan bien Lima?

Yendo a conciertos. Desde que estaba en la secundaria, esa época del 96-98, me gustaba mucho el rock y me escapaba de mi casa para ir a conciertos; conciertos que no eran necesariamente en zonas lindas como Barranco o Miraflores, sino por “los conos”. Iba a escuchar a Leuzemia, a Pateando tu kara, a 3 al hilo, a Manganzoides. Barrios como Villa María del Triunfo, o Los Olivos o Independencia. Tenía entre catorce a dieciséis años, me tocaba irme en bus. Me iba con lo justo para ir y regresar. A veces llevaba también para la entrada, pero casi siempre me colaba. Ahí vas conociendo gente, vas conociendo amigos, vas conociendo a las criaturas de la noche. También me gustaba mucho un equipo de fútbol, el mismo de mi abuelo: Universitario de Deportes. Y bueno, el club queda en un distrito populoso cerca del centro de Lima: Breña. Entre los once y doce años, todos los sábados iba al club. Ahí conocí a varios barristas. Eran malandrines, imagino que la mayoría de los que conocí deben de haber muerto. Recuerdo un tipo que se llamaba, o le decían, “Misterio”. Lo conocí porque un día me vio merodeando afuera de la cancha y me pidió ayuda con una de las banderolas de la tribuna. Yo entrenaba con las divisiones menores, supongo que por eso me acogieron; conociendo la mentalidad de esos tipos, seguro pensaban que en algún momento iba a llegar a jugar en el primer equipo. Y así, yendo más seguido, me fueron presentando a la gente brava. La gente seria. La de peso. He visto caras que no se me van a borrar de la retina.

¿Todo esto te sirvió para tu literatura?

Sí. Recuerdo un negro que era idéntico a Pequeño Óscar. Con la cicatriz y todo, igualito. Ya después yo le agregué todas sus demás características para la novela. Los chicos me contaban que habían estado en la correccional, en la cárcel; he visto las armas, los verduguillos que llevaban todos esos barristas. También me decían por dónde ir, por dónde no ir, qué hacer, qué carro tomar. Eso sirve.

¿Qué más de tu vida como limeño te sirvió para la literatura?

Otra persona que me sacaba a la mala era mi abuela. Mi abuela decía “Vamos a pasear” y nos llevaba con mi hermana. ¿Cuál era su paseo? Íbamos a un paradero de un bus y lo tomábamos hasta el último paradero. Dos veces, ida y vuelta. Imagínate que la ruta de un bus son más o menos dos, tres horas. Todo el día paseando, sentados, mirando. Y mi abuela nos preguntaba dónde nos teníamos que bajar, con qué carro hacer conexión. Hasta que ya después nos mandaba solos a mí y a mi hermana. En esa época recién se había acabado el terrorismo de Sendero Luminoso y el MRTA (ríe); yo no entiendo a mi abuela, te podían raptar, te podías morir, pero así es cómo uno aprende, ¿no?

¿Qué fue lo más difícil de la novela?

El final, que quedara todo bien amarrado. Yo sabía cómo iba a comenzar y cómo iba a terminar la novela. Sabía que Matamoros empezaba mal y terminaba mal. ¿Cómo iba a terminar mal? No, eso no lo sabía, eso fue lo que me costó.

Vos corregiste esta novela en el Taller de Corte y Corrección, con Marcelo di Marco. ¿Qué influencia tuvo él?

Cuando llegué a Buenos Aires, la novela tenía otro título, que a ti tampoco te gustó. Marcelo se lo cambió. A Marcelo lo encontré porque buscaba algo puntual en Internet, y así me empezaron a salir todos estos necesarios videos de este señor con barba. Y me los vi todos. Hablé con Luz (la esposa de Mario), le hablé maravillas, y le dije “Oye, este señor sabe un montón de literatura, sabe muchísimo, demasiado”. Luz me dijo que le escribiera. Mejor dicho, Luz prácticamente me obligó a que le escribiera. Si no fuera por ella, no estaríamos hablando ahora ni hubiera llegado hasta donde estoy. Y como te decía, yo andaba buscando alguien que me orientara, pero no quería que me dieran gato por liebre. Le mandé un correo a Marcelo, pero me dijo que había dos años de lista de espera por Skype. Nuevamente le comenté a Luz, y ella me dijo que mejor por qué no me iba a Buenos Aires a trabajar con él. Y ahí, contando mis monedas, dije sí, puedo irme. Llegué y pensaba quedarme dos meses, pero tú sabes cómo es Marcelo. A cada rato me retaba, me hacía ver cosas nuevas en la novela, y es bien exigente. A mí me gustó su manera de trabajar, yo ya la conocía por los videos, pero en vivo y en directo es otra cosa. Te dice las cosas como son: si funcionan o no funcionan. En verdad borré un montón de partes que no servían. Ya con el segundo libro me sacó menos. Marcelo también te recomienda qué leer, qué escuchar, te sugiere las precisas para mejorar la novela. Es muy práctico y muy eficaz su entrenamiento.

¿Qué es lo más importante que has aprendido con la novela?

Me he conocido más. Y también ahora sé que puedo dar más; o sea, más de lo que yo pensaba que podía dar. Siento que puedo hacer cualquier cosa. Cuando llegué donde Marcelo, en 2017, tenía ocho capítulos de esta novela. Hoy día tengo esta novela publicada, una escrita y una más que estoy por terminar.

¿Qué planes tenés con tus otros proyectos?

La novela de Mario Zegarra se puede encontrar en todas las librerías de cadena en Buenos Aires.

La idea es vivir de escribir, que es realmente lo que me gusta hacer. Por suerte, se dio la oportunidad de publicar en Bärenhaus. Para mí la historia de Santiago Matamoros es una saga, así que tengo pensado terminar de escribirla y publicaré la segunda parte cuando se descomplique la complicada situación en la que nos encontramos. Ahora es bien difícil porque no se podrá hacer una presentación en toda la regla, y en la presentación es donde vendes la mayor cantidad de libros. Una presentación por Skype no es presentación. Igual voy a seguir escribiendo, voy a seguir avanzando.

A mí me gustó mucho ver que Magistelo Zacarías pudiera contarnos su historia a pesar de estar muerto. Si pudieras entrevistar o comunicarte con alguien así, de la misma manera en que Magistelo lo hace desde la muerte, ¿con quién sería?

Bueno, quizá la única persona con la que me interesaría conversar, y que no es famosa ni nada, ni escribe, sería con mi hermana menor. Lo que pasa es que mi hermana, aparte de fallecer joven, no podía hablar. Su enfermedad, una enfermedad congénita, se llama síndrome de Wolf-Hirschhorn (WHS). Le da a una persona entre un billón. Tienes paralizada la mitad del cuerpo. Por las tomografías sabes que la persona piensa y razona, y ella movía los ojos, era su manera de comunicarse. Pero después, bueno, nunca pude hablar con ella. Tú hablabas y ella movía los ojos. La clásica: una pestañada, era un sí; dos, un no. Pero no le entendíamos más que con los ojos. Movía los brazos y las piernas, pero a las justas se podía sentar. Cuando nació, el médico preguntó a mi mamá que por qué mejor no la abortaba. Pero mi mamá no quiso. El médico dijo “no creo que viva más de dos días”, y mi mamá la hizo vivir hasta los quince años. Yo lo que escribía se lo contaba. Le contaba todo. Lo que escribía yo se lo leía, y eso fue lo que me chocó, que se murió de un momento a otro.

¿Creés en otra vida?

Yo supongo que sí, que te mueres y reencarnas en otro huevón o en otra huevona. O que vuelves como hormiga u otra alimaña. Todo depende de cómo vayas evolucionando hacia la luz. Yo me imagino que debe ser una evolución para arriba, no para abajo. Al final, el mundo en el que estamos pues es prácticamente un infierno. Si no, lee mi libro, ahí está (ríe).

Para leer más de Mario Zegarra o comprar su novela en ebook: https://amzn.to/3dEShBR

Abra la tapa y se encontrará con el animal más agresivo del mundo: el horror en «25 noches de insomnio», de Marcelo di Marco

 

 

 

*Luis Lezama Bárcenas nació en Tegucigalpa (Honduras). Es autor del poemario El mar no deja olvidar. En 2016, con su cuento Bañar al bebé (https://bit.ly/3fBaHFr) ganó el primer premio y la medalla al mérito Gabriel García Márquez en el XI Concurso Internacional de Cuento ‘Ciudad de Pupiales’, organizado por la Fundación Gabriel García Márquez. Sus textos se han publicado en Honduras, España, Colombia, Cuba y Argentina. Actualmente estudia Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires y, desde 2017, es Secretario de Redacción del Diario Informativo Cultural FIN. Formó parte del X Encuentro de Jóvenes Escritores de Iberoamérica y el Caribe, calificado como uno de los eventos más trascendentes de los que tienen lugar en el contexto de la FIL de La Habana (Cuba) y donde, según intelectuales, se construye lo que dentro de unos años será la gran literatura del mundo iberoamericano. 

 

Carta abierta de una trabajadora de la Salud

Por Graciela Amalfi *

 

A mis compañeros del Hospital.

 

Queridos todos: nos toca transitar la pandemia más importante del siglo.

Nos toca ir todos los días a entregar lo mejor de nosotros –de nuestro conocimiento, de nuestro amor para con los demás.

Nos toca no saber qué será lo mejor.

Nos toca caminar la incertidumbre, las normas que van cambiando para que las cosas transcurran por el mejor camino.

Nos toca dejar a nuestras familias, y volver a casa tomando todos los recaudos indicados para que el “virus de la corona” no entre en nuestro hogar, y que no se contagien aquellos a los que más amamos.

Nos toca ver que hay mucha gente dando vueltas por la calle “como si nada”. Nos toca tener ganas de decir que esa gente no se merece que cada uno de nosotros estemos ahí en el hospital. Y sí, nos toca pensar en forma egoísta a veces: no somos inmaculados.

A unos les toca tener miedo. A otros, bronca. A muchos, miles de sentimientos encontrados.

Pero sé que todos nosotros estamos en la batalla desde el lugar en donde debemos estar. En esta guerra, cada uno de nosotros es importante: el que está combatiendo frente a los cañones, el que hace de ese espacio el lugar más limpio, el que entrega los insumos para que se usen en tiempo y forma, el que tiene que dirigir y decir para qué lado nos vamos hoy. Uno más Uno más Uno, así se va sumando el equipo que trabaja en el Hospital. Y esto aplica a los miles de compañeros de la Salud pública y privada de nuestra Argentina.

Sepan, sepamos algo: esta historia la escribimos entre los de adentro –nosotros­– y los de afuera –familias, amigos, vecinos.
Y dentro de unos años, nuestros hijos o nietos o sobrinos podrán contar orgullosos: “Mi mamá, mi papá, mi abuelo, mi abuela, mi tía, mi tío enfrentaron con garra la pandemia más importante del siglo”.

Por eso, queridos, sigamos para adelante: pronto esto quedará en nuestro recuerdo como una de las entregas más importantes que nos tocó vivir, o la más importante.

Aplaudo de pie a cada uno. No porque lo necesitemos para vanagloriarnos sino para que mutuamente nos demos fuerza.

Gracias a quienes se quedan en casa –cosa que se hace insoportable, lo sé–, pero es por poquito tiempo…

Pronto saldremos de esta.

 

 
 * Graciela Amalfi nació en Chivilcoy (Buenos Aires). Se graduó en la UBA como Farmacéutica especialista en Farmacia Hospitalaria, y trabaja en un hospital público de CABA desde 1991.

Participó en unas veinte antologías cooperativas; también trabaja en forma autogestiva. Escribe narrativa para todas las edades, y en los últimos años se dedicó especialmente a la literatura infanto-juvenil. Además, se formó en narración oral, guión cinematográfico y tiene un Diplomado en Promoción de Lectura. Desde 2013 asiste al Taller de Corte y Corrección.

Es Madrina de la Escuela rural Nº19 de Gorostiaga (Chivilcoy), y a partir de 2018 participa en el Proyecto del Centro Cultural Mariano Moreno y Ediciones Doradas “Un libro para mi grado”.

Sus libros de relatos Des palabras armando (2011) y Las aventuras de Cata y su abuela Lili (2015), y las novelas Kumiko, mujer sin tiempo (2011), Amaneceres (2012) y Las madrugadas de Agustín (2017) han sido publicados y elegidos como material de lectura en Colombia (www.eltrendorado.com). En 2018 salieron en Buenos Aires los libros de cuentos La sopa mágica de piedra, Renzo, el perro mochilero. En 2019 aparecieron El cofre perdido. Una aventura de Bruno Rizzo, primera parte de una saga (Buenos Aires, Bärenhaus, colección Biblioteca Elegida del TCyC), Grinsaurius, un dinosaurio en el parque (cuento) y Noelia, la tortuga voladora (cuento).

Blog: www.boticaria-graciela.blogspot.com

https://www.facebook.com/GracielaboticariaAmalfi/

Instagram: @gracielaamalfi

Entrevista en FIN: http://fin.elaleph.com/articulos/entrevista-a-graciela-amalfi

 

 

Dos visiones de la pandemia

Lo único que nos queda

Por Agustín Del Vecchio *

 

Es inevitable pensar en las consecuencias negativas que trajo —y que traerá— el virus, pero también es inevitable pensar en las consecuencias positivas: la importancia puso nuevamente un pie en la humanidad. Ojalá se quede un rato más cuando todo esto termine, aunque sea por un tiempo. Si dudan de eso, entonces díganme: ¿dónde está ahora la ideología de género? ¿Dónde están los ofendidos? ¿Dónde están los intelectuales de Twitter? ¿Dónde están los revolucionarios de sillón? No es que hayan desaparecido: simplemente, nunca estuvieron. Ahora lo sabemos mejor.

El virus ha sido un correctivo de un padre a su hijo, y como todo buen correctivo, absolutamente necesario: el ego se estaba rebalsando… Alguien —algo— tenía que drenarlo. Si no era esto, sería otra cosa, quizá más terrible e incontrolable.

Las personas se levantaban todos los días con la certidumbre de las modernidad, y un día se dieron cuenta de lo frágil que era. Horas y horas frente a la nada, sabiendo que cuando quisieran podían salir de ese pequeño universo. Ahora ya no pueden escapar: se están empezando a hartar de las pantallas.

Uno se cansa de prender la televisión y escuchar el mismo tema hablado por ignorantes, pero eso era igual mucho antes del ataque del “principito”. Prefiero mil veces el monotema actual: es mejor, es más importante, y es un poco más real.

Cabe aclarar una obviedad: las muertes no lo valen. Eso está clarísimo y espero que la mayoría piense así: la muerte nunca es un precio a pagar. Los que la vieron así… son ahora los villanos de nuestra historia. Sin embargo, lo único que nos queda es esperar que la herida sane rápido, y que las secuelas que deje sean positivas. Lo único que nos queda ahora es aferrarnos a lo que podamos: aferrarnos a lo bueno.

 

 

 

El síndrome

 

Por Javier Sinibaldi **

 

Escucho por la calle a alguien decir: “Mi tía quiere usar barbijo por la paranoia de no infectarse, y ya le dije que no hace falta”; frases así  (tan raras como la recomendación de no usar barbijo) se oyen constantemente. Ya no se usa la palabra «miedo». La palabra “miedo” se volvió sinónimo de “paranoia”. ¿Por qué?

Algunas notas periodísticas hablan de que el miedo es normal y sólo hay que controlarlo. Pero muchas otras hablan de “pandemia del miedo”, “lo malo del miedo”, “el verdadero virus es el miedo”, etc. Notas digitales que nos dicen que estemos tranquilos y que no temamos, pero que a la vez nos muestran en tiempo real el número de fallecidos las 24 horas. Hablan de dolor y gravedad, pero resulta que el miedo es irracional para este caso, injustificado. ¿Qué mensaje esconde esta ecuación miedo = paranoia?

Si la ecuación de la propaganda funciona, lo que tendremos es a personas que, ante una amenaza real, intentan reprimir el miedo, esconderlo, negarlo. Esto entra en contradicción con nuestro sistema de alarma: si hay un incendio, yo quiero que la alarma suene, no quiero esperar a quemarme. “No hay que alarmar” es otra de las exigencias buenistas de algunos periodistas para sus colegas, a quienes le dejan el turno de hablar para contar cuántos decesos hubo en las últimas 12 horas. Esto nos deja varios caminos posibles. O pensar que, si no hay que temer, entonces no es algo grave; o pensar que, si tenemos miedo es porque estamos siendo irracionales y tenemos un desorden; o pensar que la vida no es tan importante y por tanto no hay razón para temer a la muerte. Pero si nos animáramos a pensar que el miedo para esta situación sería algo normal, entonces lo último que quedaría para no contradecir la ecuación es que el problema lo tenemos nosotros, que no podemos manejar el miedo. De una forma u otra intentaremos buscar siempre la coherencia, repito, si la ecuación se instauró en nosotros y nos doblegamos ante ella.

El mal manejo del miedo tiene dos caminos: o se es paranoico (cosa que ya nos dijeron que era tan malo como el miedo) o se es temerario, se actúa sin miedo, sin un mecanismo de alarma. El temerario va de shopping con la familia en plena pandemia, o se va de vacaciones con la abuela, durante la cuarentena.

Esto provoca que la sociedad no actúe, que se paralice, que no se organice, que no piense en política real. Ir de shopping es no actuar, hacer jueguitos con papel higiénico es no actuar.
Si reconocemos un peligro real, confundir miedo con paranoia nos dice: no hay salida, todo está perdido. Lo cual no es cierto.

Hoy no estamos ante una sociedad paranoica: estamos frente a una sociedad temeraria. Si el transcurso de los días diluye las predicciones optimistas y todo empeora, pasaremos de la actitud temeraria a la paranoica. Pasaremos de un extremo a otro, por no saber manejar el miedo. Y esto tiene que ver con cómo estamos viviendo hace muchos años, mitigando el miedo con el encierro y el entretenimiento –algo de cuarentena ya tenemos hace rato–. No leemos una nota para saber: leemos una nota para que nos diga lo que queremos escuchar; escapamos al miedo, preferimos que no suene la alarma. Y eso atrofia nuestra capacidad de razonamiento. Lo mismo que pasa cuando se tiene pánico, ya que en cualquiera de los dos casos no haremos las cosas bien. El que tiene una fijación con mirar muerte y robos en la tele  no busca estar informado: busca ver quién está peor, para decir “qué suerte que estoy acá sentado en casa”. La seductora propuesta de salvar al mundo desde casa, sin hacer nada, nos llevó a convertirnos en héroes de sofá.

Sé que hay personas que están organizando grupos para hacer las compras a personas mayores: eso es actuar, ser activos; lo otro solo se divide entre lo pasivo y lo reactivo. Quedarse en casa haciendo jueguitos con papel higiénico (y sólo eso), o salir a saquear un supermercado son los dos extremos: pasivos o reactivos.

Hay indicios de que creo que esta ecuación está funcionando. Por ejemplo, en tan solo unas semanas, pasamos de “los políticos hacen todo mal” a “los políticos hacen todo bien”, aunque esto último no sea de manera explícita, sino implícita. En pocos días dejamos de cuestionar la política, la forma en que se hacen las cosas, y solamente quienes desobedecen merecen nuestro desprecio: de un momento a otro, ser buen ciudadano es ser obediente..

Todo lo que llega a hacernos el no enfrentar el miedo, encerrados, pasivos y obedientes. Un síndrome de Estocolmo que, según dicen, es temporal.

 

 

 

  * Agustín Nicolás Del Vecchio nació el 1 de marzo de 2002. Desde muy chico se interesó por toda actividad intelectual que se le cruzara por delante; hasta hoy sigue teniendo esa obsesión. Para él la lectura no es solo una pasión: es una necesidad, necesidad que crece a lo largo de los años.

Comenzó a escribir en 2017, gracias a la recomendación de un amigo, y desde entonces trabaja muy duro para perfeccionar su estilo. Una tarea en la que es fundamental la influencia del Taller de Corte y Corrección. En la actualidad, se encuentra cursando la licenciatura en Ciencias Físicas, mientras sigue formándose en Literatura.

 

 

** Javier Sinibaldi es un ensayista aficionado y alumno del Taller de Corte y Corrección. En sus posteos y publicaciones trata temas diversos, generalmente de actualidad. Le interesa también analizar las expectativas del futuro en relación a las transformaciones sociales por el uso de las nuevas tecnologías.

 

 

Para leer un poema

Por Lucas López *

 

Clave de lectura, clave de sol

 ¿Y si un poema fuera una partitura? Sí, una hoja con notaciones musicales. ¿Qué se cifraría en su forma? Denise Levertov entendía, escribía y leía así sus poemas: como una partitura. Pero cómo dejaba las marcas, la especificación de la intensidad, del tono, del ritmo, de las pausas, de los silencios, de la melodía: con el corte del verso (en inglés, the break of the line, que literalmente se puede traducir como “el quiebre de la línea”). Desarrolló estas ideas en un ensayo de 1979, titulado The function of the line. Voy a citar y resumir los puntos más importantes (¹).

Levertov encuentra dos funciones primordiales en el corte del verso: una rítmica y la otra melódica. La función rítmica: el corte nos permite “registrar de manera sutil las dudas que hay entre palabra y palabra, que es característico del lenguaje hablado, y que no se puede señalar con la puntuación gramatical. El corte del verso, junto al uso inteligente de la sangría, representa una forma de puntuación particularmente poética, a-lógica y paralela que no compite con la puntuación gramatical, sino que es su contrapunto y complemento”.

Y esta función tiene una consecuencia directa en el lector: “Incorporar estas pausas permite que el lector comparta, de una manera más íntima, la experiencia del poeta. También introducir un contra ritmo a-lógico dentro del ritmo lógico de la sintaxis produce un efecto más cercano a la canción que al enunciado, más cercano a la danza que al caminar. Así, la experiencia emocional de la empatía o la identificación, más la complejidad sonora de la estructura de la lengua, se sintetiza en un orden estético intenso. Esa experiencia es diferente de aquella que podemos tener con los poemas que combinan formas métricas con la sintaxis lógica.”

Pero el corte del verso afecta no solo los patrones de ritmo, sino también de la melodía: las subidas y bajadas de la voz, cambian involuntariamente cuando el ritmo cambia. A lo que apunta Levertov es simple: “si se lee el poema de manera natural, pero respetando la fracción de pausa que genera el corte del verso, ocurre un cambio en el patrón de la entonación.”

Con esto en mente, les propongo que leamos “El Secreto”. Eso sí: hay que leerlo en voz alta.

 

El secreto

 

Dos chicas descubren

el secreto de la vida

en un repentino verso

de poesía.

 

Yo que no sé el

secreto escribí

el verso. Me contaron

 

(por un tercero)

que lo habían encontrado

pero no me dijeron

cuál era

ni siquiera

 

de qué verso se trataba. Sin duda

para este momento, más de una semana

después, se olvidaron

del secreto

 

del verso, del nombre del

poema. Las amo

por encontrar lo que

yo misma no puedo encontrar,

 

y por amarme

por el verso que escribí

y por olvidarlo

y así

 

mil veces, hasta que la muerte

las encuentre, ellas puedan

descubrirlo otra vez, en otros

versos

 

en otros

sucesos. Y por

querer saberlo

por

 

suponer que hay

que existe ese secreto, sí

por eso

más que nada.


Ahora les dejo el poema leído en inglés por la mimísima Denise Levertov y les propongo que se concentren en escuchar las pausas y la entonación: https://brainpickings.org/2012/03/14/denise-levertov-the-secret/

 

 

Un diálogo con los lectores

Herbert Khol entiende que hay una íntima relación entre la forma y el contenido del poema. Veamos qué dice.

En su libro, A Grain of Poetry, Kohl afirma que la forma del poema lo hace accesible, legible: “el último verso de cada estrofa es breve y nos lleva hasta el próximo: “me dijeron”, “ni siquiera”, “yo no puedo encontrar”, “y así”, “versos”, “por” y en el mismísimo final: “más que nada”. Según Kohl, cada verso fue diseñado para presentar un pensamiento que se completa en los versos siguientes y es esto lo que crea un diálogo con los lectores:

Es una meditación, hábilmente editada, sobre la esperanza. En esa meditación Denise, sus jóvenes lectoras y el lector actual están todos enlazados. No hay ni una palabra en el poema que no la pueda leer un chico de tercer grado, y así y todo el contenido nos puede emocionar a cualquier edad.

La poesía requiere de tiempo, contemplación, y actos continuos de descubrimiento. Como dice Levertov, que espera que sus lectoras, y por extensión todos los lectores, descubran esos secretos “en otros/ versos” para que, así como encontraron una revelación en un poema, también la puedan encontrar en otra poesía. (Págs. 5 y 6; la traducción es nuestra.)

Una meditación, hábilmente editada, sobre la esperanza. Esa frase define, sino a toda la poesía, sí al menos a este poema.

Pero hay algo más que no me gustaría dejar pasar: lo generoso de las ideas de Levertov.

 

El oficio del lector

Si un poema es una partitura, uno como lector tiene un rol activo. De hecho, no sería exagerar decir que es un rol imprescindible. ¿Nos imaginamos la música sin ser ejecutada por músicos? Llevar hasta ese extremo la analogía nos permite ver que nuestro rol es el que completa el círculo de la literatura. No estoy siendo original con esto, pero lo voy a elaborar un poco más.

La lectura puede ser un arte, pero también es un oficio. Y como todo oficio tiene herramientas y técnicas que hay que saber usar. Pero, como dice el crítico norteamericano Robert Scholes, en su libro The Crafty Reader, las herramientas para leer no están ahí al alcance de la mano, como si se tratara de un martillo o un cincel. Las herramientas de la lectura hay que adquirirlas.

Saber vocalizar el corte del verso, respetar sus silencios y su entonación son herramientas que les van a dar vida y nuevos sentidos a los poemas. Nos va a permitir descubrir sutilezas y encontrar placeres adicionales: el de paladear las palabras, cantar los poemas, demorarnos en el sentido de las frases, por nombrar algunos.

Quizá, como me pasó a mí, haya alguien que desconocía esta herramienta y hoy aprenda a leer de otra manera la poesía, a disfrutarla de otra manera. Me gusta pensar que, si es así, estaríamos agregando un verso a “Los Justos” de Borges: alguien que aprende a leer un poema, esa persona está salvando el mundo.

 

(¹) Tanto las citas del ensayo de Denise Levertov como el poema y las citas del ensayo de Herbert Kohl son traducciones nuestras.

 

 

 * Lucas López nació el 28 de marzo de 1985. De muy chico descubrió el mundo de la ficción y la poesía, y se transformó en un lector voraz y obsesivo. En el 2008, se recibió de profesor de inglés y el aprendizaje de ese idioma le abrió las puertas de otras literaturas. Cultiva el mal hábito de leer más de un libro a la vez. Hace un par de años descubrió que quería ser escritor. Desde ese momento escribe: a veces sufre bloqueos, a veces tiene dudas y quiere abandonar todo. Pero insiste, empecinado en buscar las palabras justas y en lograr una escritura que mantenga al lector pegado a la silla y a la hoja. Cada tanto, traduce poemas del inglés llevado por las ganas de compartir eso que lo emociona o aterra. Asiste religiosamente al taller que coordina Marcelo di Marco y espera algún día salir del anonimato con la publicación de un libro de cuentos.

 

 

Como un cuento (a propósito de Había una vez en Hollywood, de Quentin Tarantino)

Por Maximiliano Mangold *

 

La historia de cine hollywoodense en 1969, contada con amor, desde el punto de vista de la segunda línea de la industria.


Ficha técnica: Había una vez en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, Estados Unidos/Reino Unido, 2019). Dirección: Quentin Tarantino. Guión: Quentin Tarantino. Fotografía: Robert Richardson. Intérpretes: Brad Pitt, Leonardo DiCaprio, Margot Robbie, Damian Lewis, Emile Hirsch, Al Pacino, Dakota Fanning, James Marsden, Timothy Olyphant, Kurt Russell, Austin Butler, Margareth Qualley. Duración: 159 minutos. Calificación: Apto mayores 16 años.

 

En un bar en España, durante la pausa de una filmación, Rick –de frente– dialoga con Cliff sobre su incierto futuro. El director y guionista los encuadra. Su conversación versa sobre el fin de una bella amistad –más que de una relación laboral– y sobre el fin de una era –hippismo, supremacía militar de EEUU, western, TV en blanco y negro, radio AM–, al igual que el resto de la película. Una belleza, pero creo que solo quien realmente ame el cine puede disfrutar de este film. Porque su duración atenta contra los que están mal acostumbrados al vértigo de la historia y el montaje. Y porque el director nos entretendrá con estos personajes y con la vida de Sharon Tate, antes que centrarse exclusivamente y de forma morbosa en la salvaje acción del Clan Mansión, es más, usará eso a su favor para sostener la tensión de este film.

Así la película muestra el deambular durante tres días de estos tres personajes, segundones de la historia cinematográfica del Hollywood de 1969, ya sea por estar de capa caída con el público –el ex cowboy estrella Rick Dalton (Leonardo DiCaprio); porque es un doble de acciones de riesgo desempleado Cliff Booth (Brad Pitt) que, a falta de trabajo, le hace varias tareas a Rick; o realmente por la violencia sectaria: Sharon Tate (Margot Robbie). El manager de Rick, Marvin Schwarz (Al Pacino) trata de ayudar y le señala –como diría Mirta Legrand–: “Si te ven mal, te maltratan, si te ven bien, te contratan”. Pero los amigos son la antítesis entre ellos: uno, borracho, llora y tiene un leve tartamudeo; el otro es frugal, valiente y leal, tanto que recuerda a Mr. White (Harvey Keitel) de Perros de la calle (1992). A su vez, la famosa pareja Polanski-Tate son la antítesis de estos amigos: ricos, exitosos, bailan en la Mansión de Playboy.

Ese deambular nos lleva desde un set de TV donde Rick graba un capítulo de Lancer, en el que se ve la multitud de técnicos y aparatos usados en la filmación, hasta una visita de Sharon al cine para verse en La mansión de los siete placeres (1969) y escuchar la reacción del público sobre su actuación (la escena más hermosa del film de Tarantino). Hasta nos revelará una secuencia de terror, con toques de los western A la hora señalada (1952) o Django (1966), con Cliff en el infame rancho Spahn.

Lo que primero destaca esta novena película de QT es la dirección de arte, que incluye la escenografía, la utilería, y el vestuario de Arianne Phillips. La reconstrucción del mundo tal como era en la ciudad de Los Ángeles en 1969 ­–como por ejemplo la ambientación de bares y tramos de calles de varios kilómetros por donde los personajes manejan, un comic de Kid Colt, latas de cerveza o comida para perros– todo está recreado con obsesiva precisión y expone un gran trabajo con respecto a la puesta en escena. Es Cliff justamente quien nos conduce la mayor parte del tiempo en esta época en donde los carteles con luces de neón –bastante sonoros al encenderse– colman toda la ciudad. Y la radio de fondo, la estación 93KHJ, con música de culto que no deja de sonar.

Fotográficamente, Robert Richardson dota a Los Ángeles de una luminosidad exacerbante, en contraste con los personajes que son trabajados a partir de una iluminación más suave y plana, dejando entrever una transparencia de sinceridad. Los movimientos de cámara dan cuenta de un despliegue técnico prolijo en donde cada plano es una decisión artística. Los aspectos técnicos potencian y ayudan a que narrativamente el arco dramático se acentúe únicamente a partir de los personajes.

Luego, los otros aspectos que sobresalen –y también han sido nominados– son las actuaciones de Leo Di Caprio como protagónico, y los secundarios, como Brad Pitt. Di Caprio está en el momento más alto de su carrera, con una actuación tan lograda como en El Renacido (2015). Brad Pitt, igual o más alto en su actuación que Di Caprio.

Otros actores que resaltan –por ejemplo por bella–: Margareth Qualley en el papel de la –maldita– hippie Pussycat; por cómicos, como Kurt Russel (Randy), Zoë Bell (Janet), Bruce Dern (George Spahn) o Mike Moh (Bruce Lee); o por inspiradora: Julia Butters (Trudi Fraser, o Marabella, como ella quiere que la llamen). Justamente será ella la que le levante el ánimo a Rick, en otra escena hermosamente actuada (Rick “fucking” Dalton).

La actuación y recreación de la TV, mostrando los errores del actor, y la retoma inmediata con travelling incluido, son graciosos, además de un homenaje al cine. Lo mismo con la escena documental casera sobre cómo se filmaba un Western Spaghetti (Nebraska Jim), o una versión berreta de James Bond (Operazione DYN-O-MITE!). Esos son algunos de los puntos altos que el público debería valorar. Pero cinéfilos hay pocos, lamentablemente.

Falsos pósters de las películas de Rick Dalton

Con respecto a la violencia, Tarantino dijo: “Lo que no pienso es cambiar mi obra para adecuarme a la actual corrección política”[1] Lo expresó en una nota donde además relata el origen del guión, mientras filmaba Django desencadenado (2012). Son dignas de rescatar su libertad y su valentía, aunque a muchos no les resulte agradable su cine.

Muchos, recordando Kill Bill (2003/4), Bastardos sin gloria (2009) o Django Desencadenado (2012), dirán que se aburren con esta oda de amor al cine y homenaje a una actriz cuya vida (y la de su hijo) y carrera se truncaron por obra de malvadas personas, que no vacilaron de destripar de 16 puñaladas a una embarazada de 8 meses y medio, y escribir “cerdos” en las paredes con la sangre de sus víctimas. Frente a esa locura, y tal vez el deseo abyecto de varios espectadores que buscan verlo, frente a ese ocaso, Tarantino nos entrega en ofrenda un cuento de hadas, una obra maestra luminosa. Vaya si no es poco. Gracias, de todo corazón.

 [1] Recuperado de https://www.clarin.com/cine/quentin-tarantino-pienso-adecuarme-actual-correccion-politica-_0_pNyVj8qcZ.html

 

* Maximiliano Mangold nació en Leones, localidad del sudeste de la provincia de Córdoba, en 1975. De 1994 a 2016 prestó servicio en la Policía de la Provincia de Córdoba, donde pasó a retiro con la jerarquía de Comisario. Desde 2018 estudia en la Escuela de Cine de la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Córdoba. Es alumno del Taller de Corte y Corrección desde el año 2014, y escribe cuentos.

 

 

 

El injusto olvido del justo

Por Pablo Grossi *

 

Un año más el Señor nos convoca frente al Portal de Belén para que contemplemos el misterio del Nacimiento. La Segunda Persona de la Trinidad se reviste de carne, y asume la fragilidad de nuestra humanidad para salvarnos. La escena conmueve y mueve al agradecimiento. Allí está el Salvador, el Mesías, el Señor, sin el cual todo (todo) lo demás carece de sentido. También está su Madre (nuestra Madre, desde que Él nos la legó en el Calvario), Virgen antes, durante y después del parto. Están los pastores, sus ovejas, y los reyes. Y no nos olvidemos de los ángeles, quienes prorrumpieron en alabanzas y júbilo al… esperen. Ciertamente me olvido de alguien: no lo mencioné a San José. Olvido que, por habitual, no deja de ser injusto.

Dicen que Dios manda a los santos con un mensaje específico para su época. A San José, creo yo, lo mandó con un mensaje para todas las épocas. Porque su carácter de modelo va justo a la esencia del ser humano, a la médula misma de la santidad. Por algo se le encomendó el patronazgo, ni más ni menos, que de todas las vocaciones, de la familia en particular y de la Iglesia universal. Pidámosle  que su ejemplo nos marque el norte de nuestra vida en tres aspectos fundamentales.

En primer lugar, que podamos aceptar la voluntad de Dios en nuestras vidas, tal y como él la aceptó en la suya. Cualquier misión que el Señor nos pida a nosotros será siempre poca cosa al lado de la tutela del Hijo de Dios. Si el glorioso San José pudo con eso, ¿cómo no vamos a poder nosotros con lo nuestro?

En segundo lugar, que nunca dudemos en aceptar los segundos lugares. El primero es de Dios. Siempre. San José vivió su vida entera siendo el segundo (o incluso el tercero, después de Cristo y de María). Y  ello, sin dejar de ser cabeza del hogar. Y no fue nada sencillo. Claro: él nació con pecado original, y careció probablemente de todas las gracias especiales de las que gozó la Madre del Redentor. Sin embargo, cumplió cabalmente con su misión, sin reclamar títulos de grandeza ni honores. Renunció a todo tipo de protagonismos. Tan grandes fueron su humildad y su caridad, que al momento de sentirse traicionado por María (cuando aún ignoraba el plan de Dios) prefirió sacrificar su propio nombre, quedando como un “padre abandónico”, antes que manchar el nombre de su joven prometida. Fuerte mensaje para una sociedad que se regodea en la «cultura» del escrache,  en el modus operandi de crecer pisando cabezas y en la difamación generalizada. Que San José, pues, nos enseñe a aceptar los segundos (los últimos) lugares que Dios nos asigne, para luego ser los primeros en el Reino.

En tercer lugar, que él nos lleve a la virtud. Él fue ejemplo de caridad, porque con su vida demostró amor a Dios sobre todas las cosas. También fue ejemplo de fe, pues primero creyó con firmeza aquello que Dios le anunció. Fue ejemplo de esperanza, porque toda su vida fue un peregrinar al Cielo. Modelo de castidad, justicia, laboriosidad y mansedumbre, encarna el modelo perfecto de santidad.

En los días previos a la Fiesta de la Epifanía, pongámonos en el lugar de José. Él fue un testigo privilegiado de la manifestación gloriosa del redentor. Afinemos nuestra mirada para poder ver con los ojos del justo José, para que luego podamos obrar como él:

 

Que se nos gaste el alma de tanto descansar en la contemplación del Niño Dios.

Que pongamos nuestra vida, nuestras fuerzas, nuestros talentos en el servicio del Padre.

Que busquemos siempre la gloria de su Santo Nombre antes que cualquier otra cosa.

Que persigamos el reconocimiento divino antes que el humano.

Que aceptemos ciegamente la voluntad de Dios.

 

 

* Pablo Grossi nació en Buenos Aires en 1986. Es maestro de nivel primario, catequista y profesor de filosofía. Se dedica a la docencia en escuela primaria y a la formación de docentes, y está escribiendo su tesis de licenciatura. Desde muy chico se apasiona por los relatos de aventuras. Participa del TC&C desde 2012, escribiendo (y corrigiendo) cuentos. Disfruta mucho de la música y la gastronomía, con una amplia variedad de gustos en ambos campos. Su principal interés académico pasa por la apologética de la fe católica, la relación entre la ciencia y la fe, el pensamiento medieval y la educación.

 

 

Seis poemas

Por Octavio Fernández *

 

Ritmos

 

El tío fuma
y mira
el cielo expandido en estrellas.
Los más chicos
hacen tintinear sus cucharitas
al escarbar el helado en sus bowls.
Se dice algo de la música
—una de los años dos mil—
que está sonando
nostálgica
en los parlantes.
Unos hermanos y unos primos
se levantan a bailar.
Mamá corta un pan dulce,
papá descorcha una sidra.
Y con un estallido de color
se cargan de fuego en la noche los corazones.

 

 

Sueños del laberinto

A la memoria de José “Chiki” Martínez

Mis sueños son una casa

vacía:

tienen sus paredes

de memorias despintadas.
Y vos, amigo mío,

ya no venís a visitarme.

¿Temés que te diga
que te sé imposible?
Que no es carne lo que abrazo,
que ni siquiera sos etéreo.
No te confundas:
en esta casa muerta,
la muerte fue olvidada.
Acá te espero, entonces,
de puertas y ventanas abiertas,
creyendo que te sentiré volver

al reconocer tu risa.

 

 

Pizarnik


Estas manos

cargan, entre hojas,
la dulce ensoñación de tu amargura.
Estos ojos
somnolientos
intentan descubrir
en la tinta tus secretos.
Esta boca
repite la cadencia
de tus versos imposibles.
Vos de mí

no sabés nada.
Yo, de vos,
creo saber de pájaros.

 

 

Suspendido

 

A veces sólo finjo estar.
Con tanta ausencia
que me siento,
¿cuánto de mí me falta?
Hay palabras ajenas
a mi boca:
entre ellas, mi cuerpo
se hace silencio.

 

 

Cómo mirarte

 

Desde las sombras de tu mirada
donde una soledad me habita,
impaciente.
Desde ahí,
donde espero.

 

 

Brilla más que el sol de verano

 

Todas las noches fueron tuyas
para apuñalarlas de luz.
Con tu linterna
—la linterna robada del colegio—
desgarraste los secretos
nocturnos
de los árboles de la calle,
de los techos y de los rincones de un estudio
de cine,
de los clubes de las pandillas, de las aulas del colegio,
de las casas vecinas.
Descubriste que el mundo oculta de la luz
todas
sus pasiones, sus rencores, sus angustias.
Todos sus demonios.
La linterna es firme en tu mano,
alumbra hacia afuera:
ya viste, pibe, cómo son las cosas.
Pero no te diste cuenta
de que sólo alumbrás
desde las sombras.

 

 

 

* Octavio Fernández nació el 11 de septiembre de 1995, en Corrientes Capital, Argentina. En 2005 se mudó con su familia a Ciudad del Este, Paraguay. A finales de 2011, a los dieciséis años, se inició con la lectura, y descubrió que quería ser escritor. En 2013 volvió a Corrientes, y en 2015 se mudó finalmente a la Ciudad de Buenos Aires, donde comenzó a estudiar cine en el Cievyc; en marzo de ese mismo año, pasó a formar parte del Taller de Corte y Corrección.

 

 

 

Créditos de las imágenes:

1.- Fotograma capturado de un video. Material original: Yanina Santis.

2.- Alejandra Pizarnik, fotografiada por Daniela Haman.

3.- Captura de la película A Brighter Summer Day (1991, Taiwán), de Edward Yang.