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Dos visiones de la pandemia

Lo único que nos queda

Por Agustín Del Vecchio *

 

Es inevitable pensar en las consecuencias negativas que trajo —y que traerá— el virus, pero también es inevitable pensar en las consecuencias positivas: la importancia puso nuevamente un pie en la humanidad. Ojalá se quede un rato más cuando todo esto termine, aunque sea por un tiempo. Si dudan de eso, entonces díganme: ¿dónde está ahora la ideología de género? ¿Dónde están los ofendidos? ¿Dónde están los intelectuales de Twitter? ¿Dónde están los revolucionarios de sillón? No es que hayan desaparecido: simplemente, nunca estuvieron. Ahora lo sabemos mejor.

El virus ha sido un correctivo de un padre a su hijo, y como todo buen correctivo, absolutamente necesario: el ego se estaba rebalsando… Alguien —algo— tenía que drenarlo. Si no era esto, sería otra cosa, quizá más terrible e incontrolable.

Las personas se levantaban todos los días con la certidumbre de las modernidad, y un día se dieron cuenta de lo frágil que era. Horas y horas frente a la nada, sabiendo que cuando quisieran podían salir de ese pequeño universo. Ahora ya no pueden escapar: se están empezando a hartar de las pantallas.

Uno se cansa de prender la televisión y escuchar el mismo tema hablado por ignorantes, pero eso era igual mucho antes del ataque del “principito”. Prefiero mil veces el monotema actual: es mejor, es más importante, y es un poco más real.

Cabe aclarar una obviedad: las muertes no lo valen. Eso está clarísimo y espero que la mayoría piense así: la muerte nunca es un precio a pagar. Los que la vieron así… son ahora los villanos de nuestra historia. Sin embargo, lo único que nos queda es esperar que la herida sane rápido, y que las secuelas que deje sean positivas. Lo único que nos queda ahora es aferrarnos a lo que podamos: aferrarnos a lo bueno.

 

 

 

El síndrome

 

Por Javier Sinibaldi **

 

Escucho por la calle a alguien decir: “Mi tía quiere usar barbijo por la paranoia de no infectarse, y ya le dije que no hace falta”; frases así  (tan raras como la recomendación de no usar barbijo) se oyen constantemente. Ya no se usa la palabra «miedo». La palabra “miedo” se volvió sinónimo de “paranoia”. ¿Por qué?

Algunas notas periodísticas hablan de que el miedo es normal y sólo hay que controlarlo. Pero muchas otras hablan de “pandemia del miedo”, “lo malo del miedo”, “el verdadero virus es el miedo”, etc. Notas digitales que nos dicen que estemos tranquilos y que no temamos, pero que a la vez nos muestran en tiempo real el número de fallecidos las 24 horas. Hablan de dolor y gravedad, pero resulta que el miedo es irracional para este caso, injustificado. ¿Qué mensaje esconde esta ecuación miedo = paranoia?

Si la ecuación de la propaganda funciona, lo que tendremos es a personas que, ante una amenaza real, intentan reprimir el miedo, esconderlo, negarlo. Esto entra en contradicción con nuestro sistema de alarma: si hay un incendio, yo quiero que la alarma suene, no quiero esperar a quemarme. “No hay que alarmar” es otra de las exigencias buenistas de algunos periodistas para sus colegas, a quienes le dejan el turno de hablar para contar cuántos decesos hubo en las últimas 12 horas. Esto nos deja varios caminos posibles. O pensar que, si no hay que temer, entonces no es algo grave; o pensar que, si tenemos miedo es porque estamos siendo irracionales y tenemos un desorden; o pensar que la vida no es tan importante y por tanto no hay razón para temer a la muerte. Pero si nos animáramos a pensar que el miedo para esta situación sería algo normal, entonces lo último que quedaría para no contradecir la ecuación es que el problema lo tenemos nosotros, que no podemos manejar el miedo. De una forma u otra intentaremos buscar siempre la coherencia, repito, si la ecuación se instauró en nosotros y nos doblegamos ante ella.

El mal manejo del miedo tiene dos caminos: o se es paranoico (cosa que ya nos dijeron que era tan malo como el miedo) o se es temerario, se actúa sin miedo, sin un mecanismo de alarma. El temerario va de shopping con la familia en plena pandemia, o se va de vacaciones con la abuela, durante la cuarentena.

Esto provoca que la sociedad no actúe, que se paralice, que no se organice, que no piense en política real. Ir de shopping es no actuar, hacer jueguitos con papel higiénico es no actuar.
Si reconocemos un peligro real, confundir miedo con paranoia nos dice: no hay salida, todo está perdido. Lo cual no es cierto.

Hoy no estamos ante una sociedad paranoica: estamos frente a una sociedad temeraria. Si el transcurso de los días diluye las predicciones optimistas y todo empeora, pasaremos de la actitud temeraria a la paranoica. Pasaremos de un extremo a otro, por no saber manejar el miedo. Y esto tiene que ver con cómo estamos viviendo hace muchos años, mitigando el miedo con el encierro y el entretenimiento –algo de cuarentena ya tenemos hace rato–. No leemos una nota para saber: leemos una nota para que nos diga lo que queremos escuchar; escapamos al miedo, preferimos que no suene la alarma. Y eso atrofia nuestra capacidad de razonamiento. Lo mismo que pasa cuando se tiene pánico, ya que en cualquiera de los dos casos no haremos las cosas bien. El que tiene una fijación con mirar muerte y robos en la tele  no busca estar informado: busca ver quién está peor, para decir “qué suerte que estoy acá sentado en casa”. La seductora propuesta de salvar al mundo desde casa, sin hacer nada, nos llevó a convertirnos en héroes de sofá.

Sé que hay personas que están organizando grupos para hacer las compras a personas mayores: eso es actuar, ser activos; lo otro solo se divide entre lo pasivo y lo reactivo. Quedarse en casa haciendo jueguitos con papel higiénico (y sólo eso), o salir a saquear un supermercado son los dos extremos: pasivos o reactivos.

Hay indicios de que creo que esta ecuación está funcionando. Por ejemplo, en tan solo unas semanas, pasamos de “los políticos hacen todo mal” a “los políticos hacen todo bien”, aunque esto último no sea de manera explícita, sino implícita. En pocos días dejamos de cuestionar la política, la forma en que se hacen las cosas, y solamente quienes desobedecen merecen nuestro desprecio: de un momento a otro, ser buen ciudadano es ser obediente..

Todo lo que llega a hacernos el no enfrentar el miedo, encerrados, pasivos y obedientes. Un síndrome de Estocolmo que, según dicen, es temporal.

 

 

 

  * Agustín Nicolás Del Vecchio nació el 1 de marzo de 2002. Desde muy chico se interesó por toda actividad intelectual que se le cruzara por delante; hasta hoy sigue teniendo esa obsesión. Para él la lectura no es solo una pasión: es una necesidad, necesidad que crece a lo largo de los años.

Comenzó a escribir en 2017, gracias a la recomendación de un amigo, y desde entonces trabaja muy duro para perfeccionar su estilo. Una tarea en la que es fundamental la influencia del Taller de Corte y Corrección. En la actualidad, se encuentra cursando la licenciatura en Ciencias Físicas, mientras sigue formándose en Literatura.

 

 

** Javier Sinibaldi es un ensayista aficionado y alumno del Taller de Corte y Corrección. En sus posteos y publicaciones trata temas diversos, generalmente de actualidad. Le interesa también analizar las expectativas del futuro en relación a las transformaciones sociales por el uso de las nuevas tecnologías.

 

 

Para leer un poema

Por Lucas López *

 

Clave de lectura, clave de sol

 ¿Y si un poema fuera una partitura? Sí, una hoja con notaciones musicales. ¿Qué se cifraría en su forma? Denise Levertov entendía, escribía y leía así sus poemas: como una partitura. Pero cómo dejaba las marcas, la especificación de la intensidad, del tono, del ritmo, de las pausas, de los silencios, de la melodía: con el corte del verso (en inglés, the break of the line, que literalmente se puede traducir como “el quiebre de la línea”). Desarrolló estas ideas en un ensayo de 1979, titulado The function of the line. Voy a citar y resumir los puntos más importantes (¹).

Levertov encuentra dos funciones primordiales en el corte del verso: una rítmica y la otra melódica. La función rítmica: el corte nos permite “registrar de manera sutil las dudas que hay entre palabra y palabra, que es característico del lenguaje hablado, y que no se puede señalar con la puntuación gramatical. El corte del verso, junto al uso inteligente de la sangría, representa una forma de puntuación particularmente poética, a-lógica y paralela que no compite con la puntuación gramatical, sino que es su contrapunto y complemento”.

Y esta función tiene una consecuencia directa en el lector: “Incorporar estas pausas permite que el lector comparta, de una manera más íntima, la experiencia del poeta. También introducir un contra ritmo a-lógico dentro del ritmo lógico de la sintaxis produce un efecto más cercano a la canción que al enunciado, más cercano a la danza que al caminar. Así, la experiencia emocional de la empatía o la identificación, más la complejidad sonora de la estructura de la lengua, se sintetiza en un orden estético intenso. Esa experiencia es diferente de aquella que podemos tener con los poemas que combinan formas métricas con la sintaxis lógica.”

Pero el corte del verso afecta no solo los patrones de ritmo, sino también de la melodía: las subidas y bajadas de la voz, cambian involuntariamente cuando el ritmo cambia. A lo que apunta Levertov es simple: “si se lee el poema de manera natural, pero respetando la fracción de pausa que genera el corte del verso, ocurre un cambio en el patrón de la entonación.”

Con esto en mente, les propongo que leamos “El Secreto”. Eso sí: hay que leerlo en voz alta.

 

El secreto

 

Dos chicas descubren

el secreto de la vida

en un repentino verso

de poesía.

 

Yo que no sé el

secreto escribí

el verso. Me contaron

 

(por un tercero)

que lo habían encontrado

pero no me dijeron

cuál era

ni siquiera

 

de qué verso se trataba. Sin duda

para este momento, más de una semana

después, se olvidaron

del secreto

 

del verso, del nombre del

poema. Las amo

por encontrar lo que

yo misma no puedo encontrar,

 

y por amarme

por el verso que escribí

y por olvidarlo

y así

 

mil veces, hasta que la muerte

las encuentre, ellas puedan

descubrirlo otra vez, en otros

versos

 

en otros

sucesos. Y por

querer saberlo

por

 

suponer que hay

que existe ese secreto, sí

por eso

más que nada.


Ahora les dejo el poema leído en inglés por la mimísima Denise Levertov y les propongo que se concentren en escuchar las pausas y la entonación: https://brainpickings.org/2012/03/14/denise-levertov-the-secret/

 

 

Un diálogo con los lectores

Herbert Khol entiende que hay una íntima relación entre la forma y el contenido del poema. Veamos qué dice.

En su libro, A Grain of Poetry, Kohl afirma que la forma del poema lo hace accesible, legible: “el último verso de cada estrofa es breve y nos lleva hasta el próximo: “me dijeron”, “ni siquiera”, “yo no puedo encontrar”, “y así”, “versos”, “por” y en el mismísimo final: “más que nada”. Según Kohl, cada verso fue diseñado para presentar un pensamiento que se completa en los versos siguientes y es esto lo que crea un diálogo con los lectores:

Es una meditación, hábilmente editada, sobre la esperanza. En esa meditación Denise, sus jóvenes lectoras y el lector actual están todos enlazados. No hay ni una palabra en el poema que no la pueda leer un chico de tercer grado, y así y todo el contenido nos puede emocionar a cualquier edad.

La poesía requiere de tiempo, contemplación, y actos continuos de descubrimiento. Como dice Levertov, que espera que sus lectoras, y por extensión todos los lectores, descubran esos secretos “en otros/ versos” para que, así como encontraron una revelación en un poema, también la puedan encontrar en otra poesía. (Págs. 5 y 6; la traducción es nuestra.)

Una meditación, hábilmente editada, sobre la esperanza. Esa frase define, sino a toda la poesía, sí al menos a este poema.

Pero hay algo más que no me gustaría dejar pasar: lo generoso de las ideas de Levertov.

 

El oficio del lector

Si un poema es una partitura, uno como lector tiene un rol activo. De hecho, no sería exagerar decir que es un rol imprescindible. ¿Nos imaginamos la música sin ser ejecutada por músicos? Llevar hasta ese extremo la analogía nos permite ver que nuestro rol es el que completa el círculo de la literatura. No estoy siendo original con esto, pero lo voy a elaborar un poco más.

La lectura puede ser un arte, pero también es un oficio. Y como todo oficio tiene herramientas y técnicas que hay que saber usar. Pero, como dice el crítico norteamericano Robert Scholes, en su libro The Crafty Reader, las herramientas para leer no están ahí al alcance de la mano, como si se tratara de un martillo o un cincel. Las herramientas de la lectura hay que adquirirlas.

Saber vocalizar el corte del verso, respetar sus silencios y su entonación son herramientas que les van a dar vida y nuevos sentidos a los poemas. Nos va a permitir descubrir sutilezas y encontrar placeres adicionales: el de paladear las palabras, cantar los poemas, demorarnos en el sentido de las frases, por nombrar algunos.

Quizá, como me pasó a mí, haya alguien que desconocía esta herramienta y hoy aprenda a leer de otra manera la poesía, a disfrutarla de otra manera. Me gusta pensar que, si es así, estaríamos agregando un verso a “Los Justos” de Borges: alguien que aprende a leer un poema, esa persona está salvando el mundo.

 

(¹) Tanto las citas del ensayo de Denise Levertov como el poema y las citas del ensayo de Herbert Kohl son traducciones nuestras.

 

 

 * Lucas López nació el 28 de marzo de 1985. De muy chico descubrió el mundo de la ficción y la poesía, y se transformó en un lector voraz y obsesivo. En el 2008, se recibió de profesor de inglés y el aprendizaje de ese idioma le abrió las puertas de otras literaturas. Cultiva el mal hábito de leer más de un libro a la vez. Hace un par de años descubrió que quería ser escritor. Desde ese momento escribe: a veces sufre bloqueos, a veces tiene dudas y quiere abandonar todo. Pero insiste, empecinado en buscar las palabras justas y en lograr una escritura que mantenga al lector pegado a la silla y a la hoja. Cada tanto, traduce poemas del inglés llevado por las ganas de compartir eso que lo emociona o aterra. Asiste religiosamente al taller que coordina Marcelo di Marco y espera algún día salir del anonimato con la publicación de un libro de cuentos.

 

 

Como un cuento (a propósito de Había una vez en Hollywood, de Quentin Tarantino)

Por Maximiliano Mangold *

 

La historia de cine hollywoodense en 1969, contada con amor, desde el punto de vista de la segunda línea de la industria.


Ficha técnica: Había una vez en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, Estados Unidos/Reino Unido, 2019). Dirección: Quentin Tarantino. Guión: Quentin Tarantino. Fotografía: Robert Richardson. Intérpretes: Brad Pitt, Leonardo DiCaprio, Margot Robbie, Damian Lewis, Emile Hirsch, Al Pacino, Dakota Fanning, James Marsden, Timothy Olyphant, Kurt Russell, Austin Butler, Margareth Qualley. Duración: 159 minutos. Calificación: Apto mayores 16 años.

 

En un bar en España, durante la pausa de una filmación, Rick –de frente– dialoga con Cliff sobre su incierto futuro. El director y guionista los encuadra. Su conversación versa sobre el fin de una bella amistad –más que de una relación laboral– y sobre el fin de una era –hippismo, supremacía militar de EEUU, western, TV en blanco y negro, radio AM–, al igual que el resto de la película. Una belleza, pero creo que solo quien realmente ame el cine puede disfrutar de este film. Porque su duración atenta contra los que están mal acostumbrados al vértigo de la historia y el montaje. Y porque el director nos entretendrá con estos personajes y con la vida de Sharon Tate, antes que centrarse exclusivamente y de forma morbosa en la salvaje acción del Clan Mansión, es más, usará eso a su favor para sostener la tensión de este film.

Así la película muestra el deambular durante tres días de estos tres personajes, segundones de la historia cinematográfica del Hollywood de 1969, ya sea por estar de capa caída con el público –el ex cowboy estrella Rick Dalton (Leonardo DiCaprio); porque es un doble de acciones de riesgo desempleado Cliff Booth (Brad Pitt) que, a falta de trabajo, le hace varias tareas a Rick; o realmente por la violencia sectaria: Sharon Tate (Margot Robbie). El manager de Rick, Marvin Schwarz (Al Pacino) trata de ayudar y le señala –como diría Mirta Legrand–: “Si te ven mal, te maltratan, si te ven bien, te contratan”. Pero los amigos son la antítesis entre ellos: uno, borracho, llora y tiene un leve tartamudeo; el otro es frugal, valiente y leal, tanto que recuerda a Mr. White (Harvey Keitel) de Perros de la calle (1992). A su vez, la famosa pareja Polanski-Tate son la antítesis de estos amigos: ricos, exitosos, bailan en la Mansión de Playboy.

Ese deambular nos lleva desde un set de TV donde Rick graba un capítulo de Lancer, en el que se ve la multitud de técnicos y aparatos usados en la filmación, hasta una visita de Sharon al cine para verse en La mansión de los siete placeres (1969) y escuchar la reacción del público sobre su actuación (la escena más hermosa del film de Tarantino). Hasta nos revelará una secuencia de terror, con toques de los western A la hora señalada (1952) o Django (1966), con Cliff en el infame rancho Spahn.

Lo que primero destaca esta novena película de QT es la dirección de arte, que incluye la escenografía, la utilería, y el vestuario de Arianne Phillips. La reconstrucción del mundo tal como era en la ciudad de Los Ángeles en 1969 ­–como por ejemplo la ambientación de bares y tramos de calles de varios kilómetros por donde los personajes manejan, un comic de Kid Colt, latas de cerveza o comida para perros– todo está recreado con obsesiva precisión y expone un gran trabajo con respecto a la puesta en escena. Es Cliff justamente quien nos conduce la mayor parte del tiempo en esta época en donde los carteles con luces de neón –bastante sonoros al encenderse– colman toda la ciudad. Y la radio de fondo, la estación 93KHJ, con música de culto que no deja de sonar.

Fotográficamente, Robert Richardson dota a Los Ángeles de una luminosidad exacerbante, en contraste con los personajes que son trabajados a partir de una iluminación más suave y plana, dejando entrever una transparencia de sinceridad. Los movimientos de cámara dan cuenta de un despliegue técnico prolijo en donde cada plano es una decisión artística. Los aspectos técnicos potencian y ayudan a que narrativamente el arco dramático se acentúe únicamente a partir de los personajes.

Luego, los otros aspectos que sobresalen –y también han sido nominados– son las actuaciones de Leo Di Caprio como protagónico, y los secundarios, como Brad Pitt. Di Caprio está en el momento más alto de su carrera, con una actuación tan lograda como en El Renacido (2015). Brad Pitt, igual o más alto en su actuación que Di Caprio.

Otros actores que resaltan –por ejemplo por bella–: Margareth Qualley en el papel de la –maldita– hippie Pussycat; por cómicos, como Kurt Russel (Randy), Zoë Bell (Janet), Bruce Dern (George Spahn) o Mike Moh (Bruce Lee); o por inspiradora: Julia Butters (Trudi Fraser, o Marabella, como ella quiere que la llamen). Justamente será ella la que le levante el ánimo a Rick, en otra escena hermosamente actuada (Rick “fucking” Dalton).

La actuación y recreación de la TV, mostrando los errores del actor, y la retoma inmediata con travelling incluido, son graciosos, además de un homenaje al cine. Lo mismo con la escena documental casera sobre cómo se filmaba un Western Spaghetti (Nebraska Jim), o una versión berreta de James Bond (Operazione DYN-O-MITE!). Esos son algunos de los puntos altos que el público debería valorar. Pero cinéfilos hay pocos, lamentablemente.

Falsos pósters de las películas de Rick Dalton

Con respecto a la violencia, Tarantino dijo: “Lo que no pienso es cambiar mi obra para adecuarme a la actual corrección política”[1] Lo expresó en una nota donde además relata el origen del guión, mientras filmaba Django desencadenado (2012). Son dignas de rescatar su libertad y su valentía, aunque a muchos no les resulte agradable su cine.

Muchos, recordando Kill Bill (2003/4), Bastardos sin gloria (2009) o Django Desencadenado (2012), dirán que se aburren con esta oda de amor al cine y homenaje a una actriz cuya vida (y la de su hijo) y carrera se truncaron por obra de malvadas personas, que no vacilaron de destripar de 16 puñaladas a una embarazada de 8 meses y medio, y escribir “cerdos” en las paredes con la sangre de sus víctimas. Frente a esa locura, y tal vez el deseo abyecto de varios espectadores que buscan verlo, frente a ese ocaso, Tarantino nos entrega en ofrenda un cuento de hadas, una obra maestra luminosa. Vaya si no es poco. Gracias, de todo corazón.

 [1] Recuperado de https://www.clarin.com/cine/quentin-tarantino-pienso-adecuarme-actual-correccion-politica-_0_pNyVj8qcZ.html

 

* Maximiliano Mangold nació en Leones, localidad del sudeste de la provincia de Córdoba, en 1975. De 1994 a 2016 prestó servicio en la Policía de la Provincia de Córdoba, donde pasó a retiro con la jerarquía de Comisario. Desde 2018 estudia en la Escuela de Cine de la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Córdoba. Es alumno del Taller de Corte y Corrección desde el año 2014, y escribe cuentos.

 

 

 

El injusto olvido del justo

Por Pablo Grossi *

 

Un año más el Señor nos convoca frente al Portal de Belén para que contemplemos el misterio del Nacimiento. La Segunda Persona de la Trinidad se reviste de carne, y asume la fragilidad de nuestra humanidad para salvarnos. La escena conmueve y mueve al agradecimiento. Allí está el Salvador, el Mesías, el Señor, sin el cual todo (todo) lo demás carece de sentido. También está su Madre (nuestra Madre, desde que Él nos la legó en el Calvario), Virgen antes, durante y después del parto. Están los pastores, sus ovejas, y los reyes. Y no nos olvidemos de los ángeles, quienes prorrumpieron en alabanzas y júbilo al… esperen. Ciertamente me olvido de alguien: no lo mencioné a San José. Olvido que, por habitual, no deja de ser injusto.

Dicen que Dios manda a los santos con un mensaje específico para su época. A San José, creo yo, lo mandó con un mensaje para todas las épocas. Porque su carácter de modelo va justo a la esencia del ser humano, a la médula misma de la santidad. Por algo se le encomendó el patronazgo, ni más ni menos, que de todas las vocaciones, de la familia en particular y de la Iglesia universal. Pidámosle  que su ejemplo nos marque el norte de nuestra vida en tres aspectos fundamentales.

En primer lugar, que podamos aceptar la voluntad de Dios en nuestras vidas, tal y como él la aceptó en la suya. Cualquier misión que el Señor nos pida a nosotros será siempre poca cosa al lado de la tutela del Hijo de Dios. Si el glorioso San José pudo con eso, ¿cómo no vamos a poder nosotros con lo nuestro?

En segundo lugar, que nunca dudemos en aceptar los segundos lugares. El primero es de Dios. Siempre. San José vivió su vida entera siendo el segundo (o incluso el tercero, después de Cristo y de María). Y  ello, sin dejar de ser cabeza del hogar. Y no fue nada sencillo. Claro: él nació con pecado original, y careció probablemente de todas las gracias especiales de las que gozó la Madre del Redentor. Sin embargo, cumplió cabalmente con su misión, sin reclamar títulos de grandeza ni honores. Renunció a todo tipo de protagonismos. Tan grandes fueron su humildad y su caridad, que al momento de sentirse traicionado por María (cuando aún ignoraba el plan de Dios) prefirió sacrificar su propio nombre, quedando como un “padre abandónico”, antes que manchar el nombre de su joven prometida. Fuerte mensaje para una sociedad que se regodea en la «cultura» del escrache,  en el modus operandi de crecer pisando cabezas y en la difamación generalizada. Que San José, pues, nos enseñe a aceptar los segundos (los últimos) lugares que Dios nos asigne, para luego ser los primeros en el Reino.

En tercer lugar, que él nos lleve a la virtud. Él fue ejemplo de caridad, porque con su vida demostró amor a Dios sobre todas las cosas. También fue ejemplo de fe, pues primero creyó con firmeza aquello que Dios le anunció. Fue ejemplo de esperanza, porque toda su vida fue un peregrinar al Cielo. Modelo de castidad, justicia, laboriosidad y mansedumbre, encarna el modelo perfecto de santidad.

En los días previos a la Fiesta de la Epifanía, pongámonos en el lugar de José. Él fue un testigo privilegiado de la manifestación gloriosa del redentor. Afinemos nuestra mirada para poder ver con los ojos del justo José, para que luego podamos obrar como él:

 

Que se nos gaste el alma de tanto descansar en la contemplación del Niño Dios.

Que pongamos nuestra vida, nuestras fuerzas, nuestros talentos en el servicio del Padre.

Que busquemos siempre la gloria de su Santo Nombre antes que cualquier otra cosa.

Que persigamos el reconocimiento divino antes que el humano.

Que aceptemos ciegamente la voluntad de Dios.

 

 

* Pablo Grossi nació en Buenos Aires en 1986. Es maestro de nivel primario, catequista y profesor de filosofía. Se dedica a la docencia en escuela primaria y a la formación de docentes, y está escribiendo su tesis de licenciatura. Desde muy chico se apasiona por los relatos de aventuras. Participa del TC&C desde 2012, escribiendo (y corrigiendo) cuentos. Disfruta mucho de la música y la gastronomía, con una amplia variedad de gustos en ambos campos. Su principal interés académico pasa por la apologética de la fe católica, la relación entre la ciencia y la fe, el pensamiento medieval y la educación.

 

 

Seis poemas

Por Octavio Fernández *

 

Ritmos

 

El tío fuma
y mira
el cielo expandido en estrellas.
Los más chicos
hacen tintinear sus cucharitas
al escarbar el helado en sus bowls.
Se dice algo de la música
—una de los años dos mil—
que está sonando
nostálgica
en los parlantes.
Unos hermanos y unos primos
se levantan a bailar.
Mamá corta un pan dulce,
papá descorcha una sidra.
Y con un estallido de color
se cargan de fuego en la noche los corazones.

 

 

Sueños del laberinto

A la memoria de José “Chiki” Martínez

Mis sueños son una casa

vacía:

tienen sus paredes

de memorias despintadas.
Y vos, amigo mío,

ya no venís a visitarme.

¿Temés que te diga
que te sé imposible?
Que no es carne lo que abrazo,
que ni siquiera sos etéreo.
No te confundas:
en esta casa muerta,
la muerte fue olvidada.
Acá te espero, entonces,
de puertas y ventanas abiertas,
creyendo que te sentiré volver

al reconocer tu risa.

 

 

Pizarnik


Estas manos

cargan, entre hojas,
la dulce ensoñación de tu amargura.
Estos ojos
somnolientos
intentan descubrir
en la tinta tus secretos.
Esta boca
repite la cadencia
de tus versos imposibles.
Vos de mí

no sabés nada.
Yo, de vos,
creo saber de pájaros.

 

 

Suspendido

 

A veces sólo finjo estar.
Con tanta ausencia
que me siento,
¿cuánto de mí me falta?
Hay palabras ajenas
a mi boca:
entre ellas, mi cuerpo
se hace silencio.

 

 

Cómo mirarte

 

Desde las sombras de tu mirada
donde una soledad me habita,
impaciente.
Desde ahí,
donde espero.

 

 

Brilla más que el sol de verano

 

Todas las noches fueron tuyas
para apuñalarlas de luz.
Con tu linterna
—la linterna robada del colegio—
desgarraste los secretos
nocturnos
de los árboles de la calle,
de los techos y de los rincones de un estudio
de cine,
de los clubes de las pandillas, de las aulas del colegio,
de las casas vecinas.
Descubriste que el mundo oculta de la luz
todas
sus pasiones, sus rencores, sus angustias.
Todos sus demonios.
La linterna es firme en tu mano,
alumbra hacia afuera:
ya viste, pibe, cómo son las cosas.
Pero no te diste cuenta
de que sólo alumbrás
desde las sombras.

 

 

 

* Octavio Fernández nació el 11 de septiembre de 1995, en Corrientes Capital, Argentina. En 2005 se mudó con su familia a Ciudad del Este, Paraguay. A finales de 2011, a los dieciséis años, se inició con la lectura, y descubrió que quería ser escritor. En 2013 volvió a Corrientes, y en 2015 se mudó finalmente a la Ciudad de Buenos Aires, donde comenzó a estudiar cine en el Cievyc; en marzo de ese mismo año, pasó a formar parte del Taller de Corte y Corrección.

 

 

 

Créditos de las imágenes:

1.- Fotograma capturado de un video. Material original: Yanina Santis.

2.- Alejandra Pizarnik, fotografiada por Daniela Haman.

3.- Captura de la película A Brighter Summer Day (1991, Taiwán), de Edward Yang.

 

Principio de competencia

Por Lautaro Molendi *

 

En la esquina, escondido en la noche, me cubrí detrás de uno de los derruidos muros de lo que alguna vez fue la casa parroquial de la iglesia del barrio. Asomé la cabeza para ver la situación. Oí un tiro ―por el estruendo, un .357 Magnum―, y vi estallar el cráneo de… de una de esas cosas. Mantenía mi aguzado oído, el oído que supe educar en cuestiones armamentísticas antes del advenimiento del Caos. Mi vista era pobre en la penumbra, a causa de mi prodigiosa vejez, pero a mitad de cuadra pude distinguir a un chico.

Y el chico iba solo, únicamente acompañado por el revólver que acababa de disparar.

Cargaba con una mochila repleta, y era evidente que el peso disminuía su movilidad ¿Acaso llevaba comida? Pensé que podía conseguir algo interesante de él. Una presa fácil. Una presa estúpida, además: la detonación llamó mi atención, y también alertó a las cosas.

Una horda de cosas ―no me gustaba llamarlos “zombis”, aunque, en realidad, eso eran― salieron de sus escondrijos, y avanzaron hacia el muchacho. Al advertirlos, la futura presa bajó el martillo del revólver, un viejo Colt Python. Un destello de luz lunar se reflejó en el acero y llegó hasta mis ojos, a pesar de los anteojos negros que siempre los cubrían. Mientras los no-muertos se le acercaban al chico, los conté. Eran siete, una cifra controlable; controlable por mí: no podía responder por el pobre.

Deslicé la mano al hacha, que colgaba de mi cadera. Más me hubiese gustado portar un arma de fuego, pero al llevar las manos enguantadas su uso se me hacía imposible. Palpé la Spyderco Resilience que guardaba en el bolsillo: en caso de que la pelea se complicase ―ya pasado tiempo de la última comida, mis fuerzas no eran las mismas―, una buena navaja no estaría de más.

Las criaturas ya estaban a pocos metros de su inminente víctima. Respiré lo más profundo que pude, y el hedor a podredumbre se filtró por el pasamontañas. Oí nuevos disparos, y corrí en dirección al chico. Alcé los brazos para no tomarlo por sorpresa. No bien me notó dijo:

―Por favor, ayuda. ―Hizo el segundo disparo, y se cargó a otra de las cosas―. Me quedan sólo cuatro cartuchos. Por favor, ayudame.

Descubrí entonces su desesperación: nadie que tuviese la situación dominada le soltaría ese dato a un desconocido.

Tercer disparo, que también dio en el blanco. Restaban por matar cinco bestias, que rodeaban a la presa. El chico no podría solo. Ahora peligrosamente cerca de la acción, aferré el hacha. Agarré del hombro a la primera cosa que tenía a mano, y la hice girar hacia mí. Torpe, se dio vuelta, y cuando lo tuve frente a frente se me quedó mirando: los capilares de sus ojos destruidos, la esclerótica amarronada, y con una baba espesa cayendo por la comisura de los labios. Le deshice el cráneo antes de que su aletargado cerebro pudiese reaccionar. Cuarto disparo, pero esta vez el muchacho falló. De un hachazo le corté la pierna a otro muerto, por la rodilla, y con el mismo envión me di a machacarle las vértebras.

Alcancé a la presa, y ya sólo quedaban tres bestias asolándola. Dos, más precisamente, a causa del quinto tiro. Una única bala le quedaba en el tambor a aquel desdichado, sólo una. Las cosas se le vinieron encima, y él disparó al vientre de una, que por el poder de parada del .357 cayó a unos metros. Saqué la navaja y la hundí en la arrugada frente del caído. No volvería a levantarse.

―No me quedan balas, por favor sacalo. ¡Va a morderme, por favor!

Yo no quería que lo infectasen. Clavé mi hacha en las tripas de la criatura, y tiré hacia atrás, y la carne podrida cedió sin esfuerzo.

El chico movió su mano repetidas veces a la derecha, mientras con la otra intentaba evitar las fauces de la bestia, sus dentelladas.

―¡Ahora! ―gritó, y movió a la derecha su cabeza.

Entonces entendí a lo que se refería. Mi hachazo abrió el cuello de la bestia, que ahora colgaba casi cercenado. Con otro golpe terminó de caer. La sangre estanca siguió la trayectoria del corte, y cubrió la cara del chico: caía desde su frente y se le acumulaba en los labios. La escupió.

El cuerpo sin cabeza cayó al pavimento.

―No me entró en la boca ni en los ojos ―dijo, y se limpió la cara con la manga del buzo―. No estoy infectado, creeme.

Con una mano agarré el cañón del revólver, que todavía podría funcionar como arma contundente, y con la otra me saqué el pasamontañas, mi vista siempre clavada en el húmedo y palpitante cuello del chico. Creo que él entendió la mínima importancia de la infección que acababa de evitar cuando vio mi boca babeante, mi piel pálida.

Como me gusta hacer desde hace siglos, me embriagué en su miseria. Miré sus ojos vacíos y grises de esperanza, la típica expresión de alguien que acaba de ver los colmillos de un vampiro.

 

 

 

* Nacido en Buenos Aires en 2000, Lautaro Molendi no es el típico millenial: ama encerrarse a leer, ver cine, y sobre todo a inventar y a escribir historias de terror. Hace casi dos años que asiste al Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco.

 

 

 

 

 

 

La rebelión en la memoria

Por Santiago Maqueda*

 

Mi guitarra

Seis de mis anhelos profundos

vibran como puentes sobre el acantilado,

y los clavo como a un cristo

en veinte y tantos trastes de palo rosado.

En ellos, entre la alegría y la pena,

se posan mis manos como en tu melena negra.

 

Un gemido de madera

se hincha hueco en el vientre sonoro,

y es que se vuelve música

mi miseria.

 

 

 

 Cordillera 

Desierto cuyano.

Arrojada hacia su pecho profundo,

la lanza de la ruta.

Vamos en el auto,

y las cortaderas, florecidas en rosadas flechas,

se bordan en los alambrados.

 

Avanzamos. El filo de la ruta

recorta la sequía.

Cadáveres de perros bordean la banquina:

no pudieron tolerar la vejez en soledad,

buscaron en las ruedas la paz.

Una iglesia de campo muere en la llanura, vacía:

quizás en ella no vivan

ni las reliquias del ara.

Y el acero de la ruta ya brama

sobre el ruido del motor.

 

Pero confiamos en que el sacrificio

pronto vendrá a salvarnos de ese arpón:

las nubes lejanas de la Cordillera,

como negativos revelándose,

irán cobrando su forma perenne,

esa dentadura de filos relucientes

gritándole a Dios.

Sí: sus ríos

serán deshielo de alivio.

Sí. Pronto vendrá la Cordillera

a interponerse ante la ruta,

y será lanceada de infinito.

 

 

 

Formas del viento

Por la avenida del otoño,

la tormenta saquea los paraísos.

Pero una pareja se besa abrigada de frío.

 

A diez mil kilómetros es primavera,

y una niña baila en la pradera

arrancando los panaderos en fruto.

Al soplar sobre ellos,

se disgregan

en estrellas diurnas sobre el campo.

 

Y aquí en Buenos Aires ya es de noche.

Y yo acabo de oír

en el pecho,

como entre remolinos de arena,

mi última borrasca.

Olvido de muerte

Ayer, a la siesta,

los árboles se deshojaban calmos,

y un ventarrón de polvo sacudió

la persiana del patio.

Y me acordé de vos,

y otra vez quise pasar

a compartir unos mates:

me rehusaba a registrar tu partida,

y ya duele tanto la rebelión en la memoria.

 

Perdoname: fue apenas la costumbre,

ese error frágil por segundos.

Ahí nomás, por entre la rendija de la puerta

volvió el viento, el puñal

de esta realidad de sombra.

 

 

*Santiago Maqueda nació en la provincia de San Luis en 1986. Es abogado, profesor de Derecho y poeta. Desde hace dos años es miembro del Taller de Corte y Corrección. En buena medida, escribe porque ama la música, tanto popular como clásica. También para conocer y no olvidar las luces y sombras que lo rodean. Escribió el poemario inédito Silencio. Y truena un segundo silencio (2019).

Indemne y luminosa: otra batalla ganada

Por Jorgelina Etze *

 

No he viajado mucho. Pero tuve la suerte de haber visitado Notre Dame, y la Gracia de haber percibido el poder sagrado de ese lugar.

En mi único viaje a Europa visité varias basílicas y catedrales. Estuve en la Sagrada Familia, que es impactante. Estuve en San Marcos, que es sagrada y decadente al mismo tiempo. Estuve en San Pedro, que es monumental. Pero en ninguno de estos templos tuve la sensación que sí tuve en Notre Dame.

Notre Dame no es, no era, tan monumental como San Pedro ni tan extraña como La Sagrada Familia. No sé, no recuerdo, si es tan antigua como San Marcos, pero ─y esto desde mi total subjetividad─ es, era, la catedral más bella.

Y la belleza no solo se percibía en su estética, en sus obras de arte, en sus deslumbrantes rosetones (una de las cosas más hermosas que he visto en mi vida). La belleza de Notre Dame, en mi caso, está anclada en lo que sentí al entrar, y no solo en su magnífica arquitectura.
En Notre Dame yo sentí paz. Una paz que no percibí en ningún otro lugar. Porque es verdad que el templo estaba lleno de turistas, pero había silencio. Recogimiento. Era un lugar turístico, sí. Pero, sobre todo, yo percibí ─y es en el único lugar donde lo hice─, toda la potencia de un lugar Sagrado.

Cuando los aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas, se me encogió el corazón al ver a las personas saltando por las ventanas de las torres. Pero cuando ayer, Lunes Santo, vi caer la cruz en las fauces de ese fuego, sentí que todo lo trascendente, todo lo poderoso, todo lo sobrenatural que tiene mi Fe, se ponía en juego.

En esa imagen y en otra que vi después, en la que se veía a Notre Dame como una enorme pileta de fuego, tuve la sensación de que el Infierno se estaba mostrando dentro de la Iglesia. Y no lo digo en términos metafóricos.

En ese momento los medios decían que no podían garantizar que Notre Dame se salvara. Decían, sí, que estaba –casi– perdida. Y yo pensaba en la belleza consumida por el fuego. En la cultura, claro. Pero también, y sobre todo, en la otra belleza. Esa que había sentido en mi corazón y que no puedo transmitir en palabras.

Y entonces vi a los fieles reunirse y rezar. Los vi pedir por Notre Dame. Y se me ocurrió que, tal vez, no solo yo había sentido esa belleza. Y claro que no la sentí solo yo, es soberbio de mi parte pensarlo.

Y entonces, al ratito, dijeron que podían salvar la estructura. Y lograron preservar al Santísimo.

Se había ganado una batalla: no tuve dudas. 

Y la oración de los fieles había hecho su trabajo.

Yo soy una persona creyente. Soy católica. Pero no suelo escribir en Facebook al respecto. Facebook es un lugar frívolo, un lugar para hablar pavadas, hacer humor, compartir cosas más bien intrascendentes. Sobre todo porque, cuando se expone lo trascendente, suele generar reacciones exageradas. El fanatismo, el odio y el maniqueísmo han hallado en Facebook un terreno fértil para crecer y reproducirse. Y yo no quiero exponer mi religión a ese escarnio. Y, como soy cobarde, tampoco quiero exponerme yo.

Pero hoy, al ver la imagen de la Cruz intacta elevándose sobre los escombros, sentí que no podía callarme. Que si en Semana Santa ocurrió lo que ocurrió, y la Cruz siguió en pie, mi obligación era decir algo.

No soy tan inteligente ni tan importante como para decir algo trascendente. Tampoco tengo una formación teológica que me permita hacer un análisis de lo que pasó.
Soy, simplemente, una piba que perdió a su mamá hace dos meses, justo hoy, y que únicamente puede seguir adelante gracias a la esperanza de la Resurrección que Cristo nos regaló en la Pascua que celebraremos este Domingo.

Sólo soy una católica que está conmovida, no sabe muy bien por qué. Que vio una Cruz derrumbarse al fuego y salir indemne y luminosa entre las cenizas.

No hay mayor mensaje que ese. Ni mayor esperanza.

 

 

 

 * Jorgelina Etze  nació en Lomas de Zamora en 1974. Forma parte de La Abadía de Carfax, círculo de escritores de horror y fantasía coordinado por Marcelo di Marco.

Algunos de sus cuentos han sido publicados en los sitios Breves no tan Breves, Químicamente impuro, Ficciones argentinas, en las revistas Axxón y Seguros, y en el diario Perfil.

Obtuvo el Segundo Premio en el Concurso literario Organizado por AAPAS en 2009 con el cuento “El Pago”, y el Primer Premio en el mismo concurso del año 2016 con “Café solo”. Fue finalista por el voto del público en el 7º certamen de Narrativa Breve organizado por Canal Literatura con el relato “Mensajes”; también resultó finalista en el concurso de Editorial Ruinas Circulares 2009 con el cuento “Epílogo y prólogo de una noche de insomnio”, y en el organizado por Editorial Nuevo Ser 2010 con “Epidemia”.  Su cuento “Paria” obtuvo la Primera Mención de Honor en el 9º Certamen Internacional de Narrativa “Leopoldo Lugones” organizado por la Biblioteca Popular y Centro Cultural El Talar, auspiciado por la Secretaría de Cultura de la Nación. En 2015, Cosas de chicos fue finalista del III Concurso de Novela de Ediciones Altazor, en Perú.

En 2013 publicó su primer libro de cuentos, No hay una sola forma de morir (Buenos Aires, Paso Borgo), y en 2016 Editorial Altazor publicó en Perú su novela Cosas de chicos.

Ha participado de las antologías Cuentos con todo (Buenos Aires, La letra Eme, 2013) y Cuentos de la Abadía de Carfax IV (Buenos Aires, Paso Borgo, 2015), y del homenaje narrativo a Soda Stéreo, Gracias totales (Lima, Altazor, 2017).

 

 

 

 

 

Sobre el sentido de la libertad: algunas reflexiones en torno al último primer día de clases.

Por Damián Martín *

 

Eran las tres de la mañana, aunque yo aún no lo sabía. No lo sabía porque estaba durmiendo. Era la madrugada del lunes que marcaría el inicio de un nuevo ciclo lectivo. Yo dormía. Profundamente. Fue entonces cuando me sobresalté. Comencé a percibir los sonidos de algo así como un levantamiento armado o de una corrida policial. O eso intuí. Pero no. Cuando por fin logré salir de la cama, pude ver que se trataba de una cosa muy diferente: eran los festejos del último primer día de clases (UPDC).

Hace ya algunos años que los estudiantes argentinos próximos a egresar de la escuela secundaria celebran el UPDC. Dicho festejo tuvo su origen, según mis propios cálculos, aproximadamente en 2013. En un primer momento consistió en una réplica espontánea –surgida en el contexto de las redes sociales– del último día de clases. En un comienzo, se limitaba al ámbito escolar. Luego pasó a ser una actividad extramuros. Hasta que dos o tres años después mutó en una gran concentración estudiantil intercolegial, generalmente en algún espacio público de la zona. Hoy, el UPDC ha evolucionado: se ha convertido en una procesión nocturna en la que desaforados adolescentes hacen gala de su deshinibición.

Cuando desperté por el ruido de las cornetas y los bombos, mi primera reacción fue obviamente el asombro. ¿Qué los movía a deambular por la calle a las tres de la mañana?

Como era de esperar, no volví a dormirme. Eran ya las cuatro de la mañana y debía levantarme en dos horas. Pero no podía conciliar el sueño. Así que me dispuse a pasar el tiempo reflexionando sobre aquello que impulsaba a esos adolescentes. Y pronto concluí en que el motor no era otro que la idea de libertad.

¿Por qué la sociedad contemporánea parece estar obsesionada con la libertad?

Desde chicos se nos dice que la libertad es el valor supremo, que es la llave que nos abrirá las puertas a todo lo demás. “No se puede gozar de ningún derecho si antes no se es libre”, nos dice el maestro, y así la libertad viene a ser una condición y no una meta. Pero esta idea también nos la inculcan los medios de comunicación, los políticos y las marcas. Al parecer, hoy todo el mundo ha devenido en predicador de la libertad. Lo cual, inevitablemente, me hace desconfiar. ¿Qué intenciones diabólicas esconderán detrás de esto?

En primer lugar, creo que la clave del asunto tal vez pueda encontrarse en la naturaleza misma de la acepción del concepto “libertad”. El secreto, precisamente, está en que en la actualidad no existe una definición en cuanto a lo que en esencia consiste la libertad. Y es que esta modernidad reciclada en la que vivimos no acepta las definiciones. Definir es el gran pecado postmoderno.[1] Porque la acción de definir obliga a encasillar, a discriminar, es decir a distinguir, seleccionar y separar las cosas. Y al afirmar que algo es verdadero entonces nada más puede serlo. ¿Cuál es el problema en todo esto? Que la posmodernidad no admite la idea de verdad.

¿Y que es la libertad, entonces? Libertad es para el mundo actual un estado, una condición en la cual el individuo se desenvuelve sin definición alguna. Sin parámetro alguno. Sin límites ni restricciones. Porque recordémoslo: limitar es definir. La metáfora es la del pez en el agua. El individuo contemporáneo puede, al igual que el pez, moverse en cualquier dirección, hacia cualquier parte. Hacia todos lados, y hacia ninguno en particular. Pero, ¿qué valor puede tener una libertad vacía, carente de sentido, que conduce hacia la nada?

Resulta interesante que sea precisamente la adolescencia la etapa de la vida sobre la cual el capitalismo del siglo XXI pone todo su interés. Como etapa de la vida, la adolescencia se caracteriza por ser un momento de iniciación, de pasaje. El adolescente se encuentra dividido, en una etapa intermedia entre la niñez y la adultez, pues no es ni lo uno ni lo otro. ¿Es casual entonces que se idealice la etapa de la vida cuyo signo es la indefinición?

La adolescencia como etapa idealizada de la vida y la libertad como estado de permanente indefinición son dos de los valores que rigen nuestro mundo. Pero, ¿es posible vivir, y pretender vivir bien –como decía Aristóteles–, girando en torno a estos dos valores? (Cuán injusta resulta la coronación de la juventud como modelo de vida, ya que como tal no es alcanzable, pues el hombre está sujeto a la temporalidad).

Remitámonos al momento fundacional, al primer acto humano en el cual se haya puesto en juego la libertad del hombre. Pensemos en el relato de Adán y Eva. Dios pone en el paraíso un árbol y les prohibe comer de su fruto. De aquella prohibición nació la libertad humana, porque por medio de ella le fue posible al hombre decidir por vez primera.

Para que exista la posibilidad de tomar una decisión, es necesario que se presenten por lo menos dos opciones. Antes del árbol y de la prohibición divina, no existía ninguna opción. Sin árbol y sin fruto no se puede elegir entre comer y no comer. Pero, ¿en dónde habita la libertad? ¿En la posibilidad infinita de decidir entre diversas opciones o, por el contrario, en el acto mismo de decidir?

Lo primero es la libertad como potencia. Al igual que la semilla que aún no es árbol, pero puede llegar a serlo. Sin embargo, si la semilla no se convierte en árbol, pierde su razón de ser. Lo mismo ocurre con la libertad.

Sólo somos libres cuando decidimos, y al hacerlo nos convertirnos en soberanos de nuestras vidas. Para ello es necesario ser concientes y aceptar hasta las últimas consecuencias la responsabilidad que esas decisiones conllevan. Quien pretenda permanecer potencialmente libre por siempre, solo conseguirá dilatar la indefinición, pues ignora que únicamente quien “se la juega” es en verdad libre.

 

Concluyo mi reflexión, y mi mente vuelve a posarse sobre los adolescentes que me desvelaron. Acaso no imaginan lo que el mundo post-escuela les ofrece.

Aún los veo corriendo, saltando, celebrando su libertad sin preocupaciones. ¿Sabrán hacia donde van? Tal vez nosotros tampoco.

 

[1] De manera implícita, puede deducirse esta tesis a partir del libro El género en disputa, obra capital de la teórica feminista Judith Butler.

 

* Damián Martín (1988) es profesor de Historia por el Instituto Superior del Profesorado Dr. Joaquín V. González. Actualmente estudia la carrera de Edición en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Es alumno regular del Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco.

 

 

 

Cómo convertirnos en mejores espectadores de adaptaciones

Por Florencia di Marco *

¿A quién no le ha pasado alguna vez? Vas al cine a disfrutar de una película inspirada en una novela. Y personalmente la estás disfrutando. Pero entonces caés en la cuenta de que se te ocurrió ir con ese amigo. Sí, ese cuyo mayor deleite durante dos horas consistirá en denunciar en voz alta cada ínfima diferencia entre el film y el libro. Es una lástima: ese amigo se estará perdiendo la magia de lo audiovisual. Y todo por culpa de la tan difundida farsa de que una película nunca es mejor que la novela en que se inspira.

Algunas consideraciones sobre la trasposición entre un lenguaje artístico y otro ayudarán a derribar dicha patraña. Además, a todo lector y cinéfilo que se precie le conviene revisar estos puntos.

En primer lugar, he dicho “trasposición entre un lenguaje artístico y otro”. Eso implica que sí, el cine es un arte. Y una brillante película puede considerarse una obra de arte. Hoy parecería que no hace falta aclararlo. Pero lo menciono por las dudas: vivimos en un mundo que constantemente menosprecia el verdadero arte, mientras endiosa en los museos a la primera pila de basura con la que tropieza. Para comprobar el estatus artístico del cine, bastará, por ejemplo, con disfrutar de alguno de los videos de ZEPFilms en los que Nicolás Amelio Ortiz explica cómo determinadas películas de determinados directores se han convertido en obras maestras de la iluminación, el montaje, el guion. Mi favorito es este.

Una vez aclarado que el cine es un arte, aparece una cuestión fundamental en el tema de las adaptaciones: el criterio de fidelidad / infidelidad para juzgarlas. Se reduce a creer, como aquel amigo de mi introducción, que si la película no es exactamente igual al libro, necesariamente es pésima. Muchas veces este no es un criterio válido, sino un cómodo cliché para quien juzga sin conocimiento del lenguaje fílmico. En otras palabras: nunca comprenderemos si una traducción del Quijote al inglés es buena o no, si no conocemos al menos algo del castellano del Siglo de Oro y algo de inglés. Lo mismo pasa con las adaptaciones: para entender la trasposición de un lenguaje artístico a otro, necesitamos entender bien los códigos que maneja cada uno de ellos. Cuanto mejor se los conozca, más profundo y fructífero será nuestro análisis.

Otro punto a considerar es la libertad del artista. El director crea una obra autónoma. Merece que sea considerada como tal, con sus propias virtudes y desaciertos. Adaptar un libro a otro lenguaje necesariamente implica reescribirlo desde los códigos propios de ese lenguaje. Lo importante es que la tarea se encare desde una delicada combinación entre humildad y grandeza. Humildad para saber que —sobre todo si se está adaptando un excelente libro— se camina sobre hombros de gigantes. Grandeza para animarse a recorrer un camino nuevo. Sólo así el cineasta logrará darnos en su obra aquello que como espectadores sí podemos pedirle a una adaptación.

¿Y qué es eso que podemos —e incluso debemos— pedirle a una adaptación? Que comprenda y conserve, en el fondo, y más allá de los cambios —necesarios siempre, y a veces geniales— el espíritu propio de la obra original. Sobre esto fallan muchas versiones modernas de los clásicos. Por ejemplo, Troya (Wolfang Petersen, 2004) barre con desprecio las intervenciones de los dioses, vitales en la Ilíada de Homero. A mi entender, cuando una adaptación no le atina al corazón de la obra original, es porque el autor ha decidido imponerles a los maltratados personajes su propia visión del mundo. O incluso su “propio” criterio políticamente correcto. (Apuesto a que muchos amantes del animé y el manga quisieran tirarles este párrafo por la cabeza a ciertos muchachos de Netflix…) 

Otros directores y guionistas, en cambio, dan en la tecla. La maravillosa Matilda de Danny DeVito (1996) saca a relucir el humor, la intensidad, los personajes bien construidos y la profundidad de la novela homónima de Roald Dahl. La película Una serie de eventos desafortunados, con Jim Carrey (Brad Silberling, 2004), combina en poco más de una hora y media los tres primeros libros de la saga de Lemony Snicket (Un mal principio, La habitación de los reptiles y El ventanal). Pero consigue reflejar de manera brillante todos los matices del villano y la lucha solitaria de los niños protagonistas, en un mundo en el que los adultos son o malvados o estúpidos. En estos últimos dos ejemplos se nota bien que hay muchos cambios argumentales, pero el espíritu permanece. 

¿Qué sucede con la adaptación de libros a otros lenguajes artísticos, aparte del cine? Hagamos un breve paseo por las adaptaciones musicales. No debemos olvidar que antes del cine —y mucho antes de Netflix—, estaba la ópera. Y en la ópera, la onda solía ser tomar grandes obras de teatro, o novelas best-sellers, y transformarlas en un libreto y una partitura. Tal vez, al tratarse de obras no contemporáneas, nos resulta más sencillo aceptar los cambios entre la obra original y el libreto. Pero hay óperas que resultan buenos ejemplos para reflexionar sobre cómo la genialidad y la autonomía del compositor y el libretista lograron llevar a algunos personajes mucho más allá de las obras en las que nacieron. Apuesto a que ni un uno por ciento de los que escuchamos hablar de Fígaro hemos leído las obra de Pierre-Agustín de Beaumarchais en la que se basaron tanto Rossini (El barbero de Sevilla) como Mozart (Las bodas de Fígaro). Sin embargo, Fígaro para nosotros ya es la creación de Rossini y su libretista. Fígaro para nosotros es directamente una melodía, que hemos oído hasta interpretada por Tom y Jerry.


La bohème es otro ejemplo: varios años tardaron los libretistas Giacosa e Illica en seleccionar, de entre los múltiples personajes de Escenas de la vida bohemia (Henri Murger), a Rodolfo como personaje principal. Y en la novela él tenía muchas amantes. Pero la ópera necesitó elegir a una sola mujer, Mimi, para convertir las andanzas de aquel pobre poeta en una historia de amor completamente inmortal. Por cierto, el director Robert Dornhelm se animó a dar un paso más en el camino de la adaptación, y filmó La Bohème (2004), película de la ópera. Allí se destacan las actuaciones de esa icónica pareja escénica que supieron formar la soprano Anna Netrebko y el tenor Rolando Villazón. Pero, además, el cineasta nos regala una obra nueva, en la que el color, la luz y los movimientos de cámara están al servicio del drama.

Apenas arranca la novela La dama de las camelias (Alejandro Dumas hijo), ya sabemos que Margarita murió. Pero el genio de Verdi transforma esa muerte en el emocionante final de su obra La traviata. ¿Como se las ingenió para que eso resultara conmovedor incluso para un público que ya había leído la novela y conocía perfectamente el desenlace? Creando un juego de esperanza y desilusión a través de la música.
En todos estos casos se ve cómo el paso a otro lenguaje, con otras posibilidades expresivas, llevó a algunos personajes a su más acabada realización. ¿Por qué no pensar ciertas películas desde ese mismo lugar? No he leído las novelas de Mario Puzzo, pero se me ocurre que seguramente Michael Corleone necesitaba encontrarse con Al Pacino. Y Vito, con Brando.

Les dejo dos ideas fundamentales para concluir:

1.- El maravilloso mundo de las adaptaciones nos ofrece inmensas posibilidades, tanto a los artistas como a su público. Es necesario apreciar y valorar y disfrutar de esa libertad.

2.- Si realmente queremos ser lectores, espectadores y oyentes cada día más capaces, debemos dejar de lado el falso criterio de fidelidad/infidelidad. Debemos tomarnos el trabajo de encontrar el alma de cada libro, para compararla con la adaptación. El mejor camino será animarnos a profundizar en nuestros conocimientos de los distintos lenguajes artísticos.

 

 

 *Florencia di Marco (Buenos Aires, 1990) es profesora en Letras por la UCA, y está preparando su tesis de licenciatura sobre Amadís de Gaula. Actualmente procura contagiar su amor por la literatura en colegios secundarios. Aprovechando que solía vivir en la sede del TCyC, disfrutó de cuatro años de taller. Su obra de teatro Tierra, flores y sangre mereció en 2008 una mención del Instituto Nacional Sanmartiniano. Y Alguna joyita fue representada en 2011 en la UCA, y en 2013 en el Espacio cultural Carlos Gardel, con gran éxito. Es autora del blog de poesía L’ anima ho milionaria. Su pasión por la música y su escritura de poemas desmbocaron en la composición de varias canciones, que viene puliendo gozosamente hace un año en Cítrica Estudio.