Lo único que nos queda
Por Agustín Del Vecchio *
Es inevitable pensar en las consecuencias negativas que trajo —y que traerá— el virus, pero también es inevitable pensar en las consecuencias positivas: la importancia puso nuevamente un pie en la humanidad. Ojalá se quede un rato más cuando todo esto termine, aunque sea por un tiempo. Si dudan de eso, entonces díganme: ¿dónde está ahora la ideología de género? ¿Dónde están los ofendidos? ¿Dónde están los intelectuales de Twitter? ¿Dónde están los revolucionarios de sillón? No es que hayan desaparecido: simplemente, nunca estuvieron. Ahora lo sabemos mejor.
El virus ha sido un correctivo de un padre a su hijo, y como todo buen correctivo, absolutamente necesario: el ego se estaba rebalsando… Alguien —algo— tenía que drenarlo. Si no era esto, sería otra cosa, quizá más terrible e incontrolable.
Las personas se levantaban todos los días con la certidumbre de las modernidad, y un día se dieron cuenta de lo frágil que era. Horas y horas frente a la nada, sabiendo que cuando quisieran podían salir de ese pequeño universo. Ahora ya no pueden escapar: se están empezando a hartar de las pantallas.
Uno se cansa de prender la televisión y escuchar el mismo tema hablado por ignorantes, pero eso era igual mucho antes del ataque del “principito”. Prefiero mil veces el monotema actual: es mejor, es más importante, y es un poco más real.
Cabe aclarar una obviedad: las muertes no lo valen. Eso está clarísimo y espero que la mayoría piense así: la muerte nunca es un precio a pagar. Los que la vieron así… son ahora los villanos de nuestra historia. Sin embargo, lo único que nos queda es esperar que la herida sane rápido, y que las secuelas que deje sean positivas. Lo único que nos queda ahora es aferrarnos a lo que podamos: aferrarnos a lo bueno.
El síndrome
Por Javier Sinibaldi **
Escucho por la calle a alguien decir: “Mi tía quiere usar barbijo por la paranoia de no infectarse, y ya le dije que no hace falta”; frases así (tan raras como la recomendación de no usar barbijo) se oyen constantemente. Ya no se usa la palabra «miedo». La palabra “miedo” se volvió sinónimo de “paranoia”. ¿Por qué?
Algunas notas periodísticas hablan de que el miedo es normal y sólo hay que controlarlo. Pero muchas otras hablan de “pandemia del miedo”, “lo malo del miedo”, “el verdadero virus es el miedo”, etc. Notas digitales que nos dicen que estemos tranquilos y que no temamos, pero que a la vez nos muestran en tiempo real el número de fallecidos las 24 horas. Hablan de dolor y gravedad, pero resulta que el miedo es irracional para este caso, injustificado. ¿Qué mensaje esconde esta ecuación miedo = paranoia?
Si la ecuación de la propaganda funciona, lo que tendremos es a personas que, ante una amenaza real, intentan reprimir el miedo, esconderlo, negarlo. Esto entra en contradicción con nuestro sistema de alarma: si hay un incendio, yo quiero que la alarma suene, no quiero esperar a quemarme. “No hay que alarmar” es otra de las exigencias buenistas de algunos periodistas para sus colegas, a quienes le dejan el turno de hablar para contar cuántos decesos hubo en las últimas 12 horas. Esto nos deja varios caminos posibles. O pensar que, si no hay que temer, entonces no es algo grave; o pensar que, si tenemos miedo es porque estamos siendo irracionales y tenemos un desorden; o pensar que la vida no es tan importante y por tanto no hay razón para temer a la muerte. Pero si nos animáramos a pensar que el miedo para esta situación sería algo normal, entonces lo último que quedaría para no contradecir la ecuación es que el problema lo tenemos nosotros, que no podemos manejar el miedo. De una forma u otra intentaremos buscar siempre la coherencia, repito, si la ecuación se instauró en nosotros y nos doblegamos ante ella.
El mal manejo del miedo tiene dos caminos: o se es paranoico (cosa que ya nos dijeron que era tan malo como el miedo) o se es temerario, se actúa sin miedo, sin un mecanismo de alarma. El temerario va de shopping con la familia en plena pandemia, o se va de vacaciones con la abuela, durante la cuarentena.
Esto provoca que la sociedad no actúe, que se paralice, que no se organice, que no piense en política real. Ir de shopping es no actuar, hacer jueguitos con papel higiénico es no actuar.
Si reconocemos un peligro real, confundir miedo con paranoia nos dice: no hay salida, todo está perdido. Lo cual no es cierto.
Hoy no estamos ante una sociedad paranoica: estamos frente a una sociedad temeraria. Si el transcurso de los días diluye las predicciones optimistas y todo empeora, pasaremos de la actitud temeraria a la paranoica. Pasaremos de un extremo a otro, por no saber manejar el miedo. Y esto tiene que ver con cómo estamos viviendo hace muchos años, mitigando el miedo con el encierro y el entretenimiento –algo de cuarentena ya tenemos hace rato–. No leemos una nota para saber: leemos una nota para que nos diga lo que queremos escuchar; escapamos al miedo, preferimos que no suene la alarma. Y eso atrofia nuestra capacidad de razonamiento. Lo mismo que pasa cuando se tiene pánico, ya que en cualquiera de los dos casos no haremos las cosas bien. El que tiene una fijación con mirar muerte y robos en la tele no busca estar informado: busca ver quién está peor, para decir “qué suerte que estoy acá sentado en casa”. La seductora propuesta de salvar al mundo desde casa, sin hacer nada, nos llevó a convertirnos en héroes de sofá.
Sé que hay personas que están organizando grupos para hacer las compras a personas mayores: eso es actuar, ser activos; lo otro solo se divide entre lo pasivo y lo reactivo. Quedarse en casa haciendo jueguitos con papel higiénico (y sólo eso), o salir a saquear un supermercado son los dos extremos: pasivos o reactivos.
Hay indicios de que creo que esta ecuación está funcionando. Por ejemplo, en tan solo unas semanas, pasamos de “los políticos hacen todo mal” a “los políticos hacen todo bien”, aunque esto último no sea de manera explícita, sino implícita. En pocos días dejamos de cuestionar la política, la forma en que se hacen las cosas, y solamente quienes desobedecen merecen nuestro desprecio: de un momento a otro, ser buen ciudadano es ser obediente..
Todo lo que llega a hacernos el no enfrentar el miedo, encerrados, pasivos y obedientes. Un síndrome de Estocolmo que, según dicen, es temporal.
* Agustín Nicolás Del Vecchio nació el 1 de marzo de 2002. Desde muy chico se interesó por toda actividad intelectual que se le cruzara por delante; hasta hoy sigue teniendo esa obsesión. Para él la lectura no es solo una pasión: es una necesidad, necesidad que crece a lo largo de los años.
Comenzó a escribir en 2017, gracias a la recomendación de un amigo, y desde entonces trabaja muy duro para perfeccionar su estilo. Una tarea en la que es fundamental la influencia del Taller de Corte y Corrección. En la actualidad, se encuentra cursando la licenciatura en Ciencias Físicas, mientras sigue formándose en Literatura.
** Javier Sinibaldi es un ensayista aficionado y alumno del Taller de Corte y Corrección. En sus posteos y publicaciones trata temas diversos, generalmente de actualidad. Le interesa también analizar las expectativas del futuro en relación a las transformaciones sociales por el uso de las nuevas tecnologías.