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Serendipias en Palermo Viejo

 Por Luis Lezama Bárcenas*

 

 

Era de noche, y estábamos saliendo del Centro Cultural de la Cooperación junto con Octavio Fernández** y Carlos Bustos, compañeros del TCyC. Ahí, a sala llena, Fernanda García Curten acababa de entrevistar a Marcelo di Marco acerca de su más reciente libro de cuentos: La mayor astucia del demonio. Marcelo, feliz por lo bien que había estado el evento, nos invitó a comer pizzas en el dimarkenbúnker. Con “El Niño” Octavio y Carlos intentamos parar un primer taxi para que nos llevara, pero tuvimos la fortuna de que el taxista, muy descortésmente, no se detuviera y nos dejara a los tres en fila, y en vano, cada uno con un brazo al aire.

Minutos después, una nueva ola de autos, veloces y fulgurantes, volvió a fluir por Callao. Ahí venía nuestro taxi, el señalado por los dioses.

Después de subir, lo primero que hicimos fue quejamos con el chofer acerca del primer taxi, el que no nos había llevado el apunte. No debe haber nada más fácil que proferir insultos contra un taxista, miembro de un gremio odiado en casi todo el mundo.

Después de la disculpa del taxista, en nombre de su colega, nosotros dejamos de hablarle. Le dimos la dirección, Santa Fe y Jorge Luis Borges, y olvidamos su existencia en este mundo.

Como suele suceder cada vez que se escucha alguna entrevista de Marcelo, los tres estábamos impacientes por hablar de lecturas, cuentos por escribir, ideas que no terminan de cuajar y cosas semejantes. Enseguida ahondamos en las inseguridades frente al posible funcionamiento de un cuento que aún no hemos escrito o que, por lo menos en mi caso, no hemos querido escribir. También nos referimos a la manía de darles vueltas a las ideas una y otra vez, desconfiando de ellas. O, lo que es lo mismo, de nosotros.

Siempre en camino a lo de Marcelo, Octavio ya había contado los argumentos de dos o tres de sus cuentos. Yo había confesado tener un relato muy parecido a uno que Marcelo recién había leído en la entrevista, y Carlos nos avanzaba los cambios que le había hecho a un cuento leído en el taller. Yo retomé mis dudas, admitiendo que la historia en proceso de escritura no tenía título. Ya les había contado a mis acompañantes la imagen que lo disparó: un anciano con la boca llena de sangre y que pasó de largo como si nada, en la estación de trenes de Retiro. ¿Se había caído contra el asfalto, contra algún peldaño de las escaleras que acribillaban la estación? Yo no tenía idea de lo que podía ser, pero en ese momento creía que podría dispararme alguna historia de vampiros. Así se los conté a Octavio y a Carlos, quienes se quedaron pensando en la imagen y sus posibles bifurcaciones, sin hacerme ningún comentario apresurado. Entonces fue cuando nos agarró un semáforo, y el taxista nos interrumpió. Dijo, sin que nadie hasta ese momento le hubiera preguntado ni la hora:

—Ponele “Calle 13”, flaco.

Vi sus ojos en el retrovisor, fijos en mí. Al principio no entendí de lo que hablaba. Lo primero que se me ocurrió fue: Este nos está confirmando algo acerca de la dirección que le dimos.

—¿Qué? —dije, y al mismo tiempo miré a Octavio y a Carlos, en busca de respuesta.

—Ponele “Calle 13” —repitió el taxista, y el semáforo cambió a verde—. Al cuento tuyo, el del vampiro jovato, ponele así: “Calle 13”.

Yo estaba agradecido por la ayuda, pero no terminaba de entender. No sólo el título y su posible eficiencia, sino el momento que vivíamos.

—Gracias —atiné a decir.

No evalué su consejo. En realidad, no hice nada. Octavio y Carlos tampoco.

Él sí que siguió hablando. Afortunadamente. Porque lo que vino fue, más que un taller literario a bordo de un taxi, una lección de vida.

—En cuanto a tu historia… —le dijo ahora a Octavio, y entonces le hizo la correspondiente devolución, y le tiró resoluciones posibles. Citaba autores, películas, series―: Es como aquel cuento de Cortázar, “Axolotl” … ¿Leyeron “Las ruinas circulares”, de Borges? … En un episodio (dijo “un episodio”, y no “una parte”) de The Walking Dead hay algo parecido a tu argumento.

Y así fue hablando y hablando durante el resto del camino. Nosotros no nos atrevíamos ni a consultarnos con la mirada: cualquier gesto de de-dónde-sacaron-a-este-personaje podría llegar a ofenderlo, romper el hechizo de aquel viaje insólito.

Llegamos al destino. La calle no podía ser otra: Jorge Luis Borges, donde vive nuestro maestro, Marcelo di Marco. Octavio y Carlos se bajaron primero, y yo fui el que junto el dinero para pagarle. Cuando me dio el vuelto, repitió:

—No olvidés lo que te dije del título del cuento. Esa calle, la Calle 13, es la que está ahí justo al lado de Retiro. Es una porquería. Está plagada de crotos y vendedores de droga. Tu vampiro podría vivir la historia ahí, podría ser alguna especie de justiciero moderno que va o viene de esa calle, la 13.

Caminando hacia donde Marcelo, ninguno de los tres dejaba de hablar del momento. ¿Podría ser verdad? ¿Un taxista que recorre las calles soñando con estar sentado frente a un escritorio escribiendo historias? ¿Un taxista que, en sus ratos libres, lee a Cortázar, a Borges y a otros grandes autores de la literatura universal? Sí, habíamos sido afortunados al encontrarlo. No sólo nos había hecho geniales comentarios y sugerencias para nuestras historias, sino que también nos había hecho vivir una historia. Ignoro si Octavio al final escribió aquel cuento, si Carlos terminó el suyo. En cuanto a mí, debo admitir que no tengo escrito “Calle 13”, ni sé si lo escribiré algún día. Lo que sí sé es que, en ese mágico viaje, los tres recibimos algo.

Minutos después, caminando sobre la Calle Borges, mientras nos acercábamos hacia la casa de Marcelo, yo mencioné por alguna razón a ese chileno genial que fue Roberto Bolaño. Octavio me preguntó si le sugería algún libro de él. Yo le dije que se leyera los Cuentos Completos o su excepcional Los detectives salvajes. Octavio quiso decir algo, pero una voz, que no era la de Carlos, se metió en la conversación:

Los detectives es buena, pero mejor leé 2666. Te va a encantar.

«Hay momentos para recitar poesías y hay momentos para boxear»

Roberto Bolaño

Era un tipo que caminaba unos pasos atrás de nosotros. Venía cargando una bolsa con verduras. Aceleró y se nos puso al lado, y siguió recomendándole libros de Bolaño a Octa. A las dos cuadras se despidió y dobló para meterse en un edificio. Veníamos de una entrevista a un escritor, nos subimos a un taxi donde recibimos un taller literario, y ahora un tipo, un perfecto desconocido, nos hacía recomendaciones de libros en la calle.

Y no. No nos detuvimos en un chino a comprar refrescos y vino y recibimos del cajero asiático un pequeño recital de haikus en lugar del vuelto que se suele dar en “calamelos”. Pero con la noticia del “escritor del subte”, Enrique Ferrari —un escritor argentino ganador de varios premios internacionales que, por las noches, trapea la estación Pasteur de la línea B del subte—, tengo la certeza de que si hubiésemos optado por irnos en subte en lugar de tomar un taxi, tal vez nos hubiéramos hallado con un tipo barriendo la estación que, después de escucharnos hablar de literatura, nos hubiera interrumpido, escoba en mano, para hacerle arreglos a los cuentos que discutíamos con mis compañeros. Y, por si eso fuera poco, seguro nos habría mandado a alguna librería a comprar cualquiera de sus policiales para que viéramos que sabía de lo que hablaba.

Tal vez, quién sabe, nos hubiera sucedido algo incluso más asombroso que lo que yo viví o puedo imaginar. En Buenos Aires nunca sabés. Con la cantidad de gente que veo leyendo en el subte, en los colectivos; con la cantidad de librerías que hay —455, según el último censo—; y con la cantidad de talleres literarios que existen —dicen que, en Buenos Aires, si tirás una piedra, seguro le pegás a dos talleres literarios como mínimo—, he llegado a creer que en esta ciudad todos o bien son escritores o quieren ser escritores. Como aquel buen taxista que recién nomás nos había dado cátedra acerca de Composición y Teoría Literaria, y sin cobrarnos más de lo que marcó el taxímetro:

—92.57 marcó —dijo, señalando con el índice el aparato en el borde superior derecho del auto, los números digitales en rojo—. Pero déjenlo en 90 pesos, chicos. Cuídense. Y escriban.

 

 

Luis F. Lezama Bárcenas (1995, Tegucigalpa, Honduras). Publicó su primer poemario El Mar no deja olvidar en 2013, apoyado por el escritor hondureño Julio César Anariba (Q.D.E.P.) y el colegio de donde se graduó, Dowal School. Ha presentado su obra en instituciones de Educación Media y Superior, destacando la  UPNFM, prestigiosa universidad de Honduras, a la que fue invitado por Juan Medina Durón (Q.D.E.P.), reconocido literato hondureño y corresponsal de la Real Academia Española. En 2015 integró la I Antología Argonautas, de Editorial Argonautas (España), que fue difundida en formato físico y digital. Fue seleccionado para conformar la Antología Pluma, Tinta y Papel en el IV Concurso de Microrrelatos, editorial Diversidad Literaria (España). Obtuvo la medalla al mérito “Gabriel García Márquez” en el XI Concurso Internacional de Cuento 2016 “Ciudad de Pupiales”, organizado por la Fundación Gabriel García Márquez, con su relato “Bañar al bebé” (publicado en FIN http://fin.elaleph.com/articulos/banar-al-bebe-el-cuento-de-luis-lezama-que-gano-un-concurso-internacional.) Actualmente estudia Comunicación en la Universidad de Buenos Aires, y asiste a la prestigiosa escuela de escritores Taller de Corte y Corrección.

 **Octavio Fernández nació el 11 de septiembre de 1995, en Corrientes Capital, Argentina. En 2005 se mudó con su familia a Ciudad del Este, Paraguay. A finales de 2011, a los dieciséis años, se inició con la lectura, y descubrió que quería ser escritor. En 2013 volvió a Corrientes, y en 2015 se mudó finalmente a la Ciudad de Buenos Aires, donde comenzó a estudiar cine en el Cievyc; en marzo de ese mismo año, pasó a formar parte del Taller de Corte y Corrección. Puedes leer uno de sus cuentos publicados en FIN acá: http://fin.elaleph.com/articulos/la-mas-terrible

 

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