… Bilis, de Pablo Laborde, y Matilde debe morir, de Cristian Acevedo. Dos lecturas para soportar mejor la semana.
Diario informativo cultural, proyecto conjunto de elaleph.com y Taller de Corte & Corrección
La figura de Zoltán Kodály (1882-1967), junto con la de Béla Bartók (1881-1945) y otros compositores húngaros, representa “un ejemplo de convicción del sentir patriótico”, afirma Sylvia Leidemann, presidente y directora artística de Ars Hungárica. Tanto Kodály como Bartók recopilaron a comienzos del siglo XX la música folklórica húngara desde sus orígenes. “El análisis que realizaron de ella fue tan valioso que sirvió de fundamento a la musicología húngara hasta el presente”. Ellos “a través de sus obras, jerarquizaron la música folklórica húngara trabajándola de tal manera que, sin perder su esencia, pueda ser aplicada en las más variadas formas de la música erudita. Así lograron su objetivo de dar a conocer la riqueza de la música húngara al mundo”. Como observa Pola Suárez Urtubey en “Hungría eterna”: en su música, “tradición y creación se dan allí de la mano”.
A propósito 135º aniversario del nacimiento de Kodály, Ars Hungárica (institución que difunde la cultura húngara y, en colaboración con la Embajada de Hungría, articula sus actividades con la tradición de otros pueblos en el ámbito de las artes) realizará durante 2017 una serie de conciertos y conferencias en memoria del compositor nacido el 16 de diciembre de 1882 en Kecskemét.
Kodály fue el mejor alumno bachiller de su promoción en el liceo jesuítico de Nagyszombat (Trnava), ciudad a la que sus padres se habían mudado cuando Zoltán contaba con 10 años. De esta manera lo beneficiaron con una beca para ingresar en la Universidad de Budapest. Allí estudió Filosofía y Letras y obtuvo el título de profesor de idioma húngaro, alemán y griego. Simultáneamente, había cursado en la Academia de Música, fundada en 1875 por su compatriota Franz Liszt. Su biógrafo Ladislao Kurucz observa un dato curioso: Kodály y Bartók “frecuentaron la misma Academia de Música al mismo tiempo… sin encontrarse jamás”. Lo nombraron profesor titular de composición a los 25 años y, a lo largo de su carrera, cosechó “la admiración de sus alumnos y los celos e intrigas de sus colegas profesores, que no cesaron casi nunca a lo largo de más de 20 años excepto, por supuesto, Bartók y Dohnányi”. Este último fue otro de los músicos húngaros destacados durante la primera parte del siglo XX.
Kodály se asocia a Bartók en la tarea de investigar los orígenes de música popular. El primero se ocupa preferentemente de la música húngara; el segundo más bien se aplica a encontrar las “fuentes puras” en los otros pueblos y las interrelaciones en Europa oriental.
“Hay algo común entre los dos –dice Kurucz–: un amor puro hacia la música auténticamente popular, y la absoluta convicción de que únicamente ésta puede ser la base de una alta cultura musical de Hungría”.
Su primera gran obra data de 1923: el Psalmus Hungaricus. Fue compuesto en ocasión del 50° aniversario de la unificación de Buda, Pest y Obuda: ellas formaron la actual capital de Hungría, Budapest. Gracias a su composición forjó una amistad perdurable con Arturo Toscanini, que la dirigió numerosas veces.
Otra de sus obras notables es el Háry Janos, una comedia musical de carácter bufo compuesta en 1925. En 1936, a propósito de 250° aniversario de la recuperación de Budapest en manos del Imperio otomano, Kodaly estrena el Te Deum de Budavár. En las Variaciones Pavo Real de 1939 recupera un motivo musical que tiene 1500 años de vida. Durante la Segunda Guerra termina la Missa brevis in tempore belli en los sótanos de Ópera de Budapest.
Kodály está convencido de algo: “Hay que extender las bendiciones de la música a todas las clases sociales”; además, el estudio de la música no es un deber más sino “un verdadero placer”. En uno de sus artículos sostiene que “no es importante quién es el director de la ópera porque, si es malo, cae solo; es mucho más importante quién es el profesor de música en una pequeña ciudad, porque, si es malo, durante décadas, generaciones enteras van a tener un gusto musical mediocre o decididamente malo”.
Bajo esta convicción e inspirado en su acendrado patriotismo es que formula y aplica el famoso Método Kodály para el aprendizaje de la música. El ideal propuesto a los músicos y compositores es “un hombre que sea no solamente un simple virtuoso de su instrumento –observa Kurucz– sino que conozca de la manera más profunda todos los dominios de la música”. Kodály caracterizaba al buen músico como aquél que tenía un oído bien formado, intelecto bien formado, corazón bien cultivado y manos bien ejercitadas.. El instrumento musical privilegiado es la voz humana. Las canciones utilizadas para el aprendizaje siguen un orden: en primer lugar, las del folklore nacional; en segundo lugar, las de los pueblos vecinos y, por último, las clásicas del cancionero universal. “Cada nación –afirma Kodály– tiene una gran cantidad de canciones que son especialmente adecuadas para enseñar . Si las seleccionamos correctamente, las canciones folklóricas y tradicionales serán el material más apropiado a través del cual podemos presentar y hacer conscientes nuevos elementos musicales”.
Dice Kurucz: “Si hoy Hungría puede enorgullecerse como el segundo país en el mundo por sus numerosas escuelas musicales (el primero es otro país pequeño, Austria), es consecuencia de su tenacidad, sin claudicaciones, la lucha de un hombre combatido pero respetado, infatigable, como un verdadero artista”.
Kodály fue “un luchador tranquilo pero tenaz, optimista y profundamente creyente”. Sus días en esta tierra iban llegando a su fin: murió el 6 de marzo de 1967. “Fiel a sus convicciones –dice Kurucz– comulga antes de morir en un ambiente poco proclive a manifestaciones religiosas, y en su entierro, realizado con gran pompa eclesiástica, la nación llora a su anciano pero querido hijo, cuando suenan los graves acordes del Requiem: “…De profundis… Domine…”.
* Germán Masserdotti. En dos palabras: un impresentable. Nació en Buenos Aires el 5 de enero de 1975. El resto son habladurías. Le piden un currículum vitae y entrega un prontuario. Es un tomista estricto: le pega al tinto en toda la línea (aunque prefiere el merlot por cuestiones gastrointestinales) y se formó en la escuela de Tomás de Aquino, el Doctor Común de la Iglesia. Es profesor y licenciado en Filosofía. Estudia Periodismo. Mantiene un blog: El Águila y el León. En Fin publicó “Amores burgueses y súplicas de redención” (http://fin.elaleph.com/scriptorium/amores-burgueses-y-suplicas-de-redencion).
Por Juan Esteban Bassagaisteguy *
Rodríguez respiraba agitado. La noche le pesaba sobre los hombros, calurosa y oscura. Cielo sin luna, cubierto de nubes. Sentado en el suelo, junto al arroyo, descansaba su espalda contra el tronco de un sauce. Y la herida en su vientre no paraba de sangrar.
¿De dónde había sacado las fuerzas para llegar hasta allí? No lo sabía. Pero, con seguridad, no había sido gracias a las seis cervezas que se había tomado. ¿Del pánico? Probablemente. Molina y Silvera estaban muertos. Lagrimeó al recordarlos, y rememoró el momento en que la jornada de pesca junto al arroyo Los Huesos se transformó en su peor pesadilla.
Los tres dormían —abatidos por el alcohol—, cada uno en su carpa iglú. Y fueron unos alaridos agudos, intensos, los que despertaron a Rodríguez. Encendió la linterna, salió de la pequeña carpa, y dirigió el haz de luz hacia el agua.
Las tres líneas de pesca seguían inmóviles.
Oyó un nuevo grito, y alumbró los iglús de sus compadres. Grandes manchas rojas ensuciaban el color azul de la lona de las carpas.
Algo reptaba entre los pajonales.
Algo grande.
Algo muuuy grande, y con la velocidad de una yarará.
Temblando, alumbró el suelo. Lo último que alcanzó a ver, antes de que la linterna se le cayera, fue una cabeza sin ojos y con una enorme y anómala dentadura. Al instante, la cosa se despegó del suelo y saltó hacia él.
Sintió el impacto en el estómago y, enseguida, el roer de los dientes ahí abajo. Aulló de dolor y golpeó con sus manos a la cosa; sus dedos se hundieron en algo gelatinoso, espeso, y que olía como la bosta bovina acumulada en un feed lot. La cosa gruñó, dejó de masticar y se despegó de su cuerpo. Rodríguez huyó, a ciegas y sin mirar atrás.
Sólo se detuvo cuando sus piernas no pudieron más. Y allí estaba ahora, apoyado contra el sauce. Le dolía mucho la herida. Intentaba no imaginar el desastre que aquello —que parecía medir varios metros— había causado a sus tripas. Pero no podía dejar de hacerlo.
Cavilaba sobre eso cuando, de buenas a primeras, el olor a bosta acumulada atravesó como una daga su nariz. Y no hubo tiempo para más.
*Motivado por sus ganas de contar historias y de tranquilizar los fantasmas que habitan en su interior, Juan Esteban Bassagaisteguy (1973) comenzó a escribir cuentos durante sus años de vida universitaria.
Ha participado en concursos y selecciones literarias nacionales e internacionales, obteniendo diversos galardones.
Publicó el e-book Historias en la azotea (2013), y participó con sus relatos en los e-books Historias en La Azotea. Edición especial. Tetralogía (2015) y Los papeles perdidos de Stephen King (2015), todos editados por James Crawford Publishing. Historias suyas han aparecido también en revistas literarias de Argentina, Colombia y España.
Posee su propio sitio web, «The Juanito’s Blog», donde pueden leerse sus cuentos y microcuentos (www.thejuanitosblog.blogspot.com.ar).
Es coadministrador del blog y página de Facebook «El Edén De Los Novelistas Brutos», sitio web destinado a la divulgación de relatos de escritores noveles.
Actualmente se encuentra trabajando en la edición y corrección de trece de sus relatos, con el objetivo de que, en formato de antología, sean publicados a la brevedad.
Contador público egresado en 1997 de la UNICEN, casado y con tres hijos, reside en Rauch, provincia de Buenos Aires, donde desarrolla su actividad profesional en el ámbito independiente.
Por Adrián Granatto *
El 8 de abril de 1990 dio comienzo uno de los programas que daría un giro importante a lo que era la televisión hasta ese entonces. La serie fue Twin Peaks, creada por David Lynch y Mark Frost. Lynch ya había dado muestras de su arte en la pantalla grande con El hombre elefante y Terciopelo azul. Entre medio filmó Dune, sobre la obra de Frank Herbert, que fue un tremendo fracaso. Twin Peaks fue su primera incursión en la televisión, a la que retornaría años después con Hotel Room por HBO.
La primera temporada de Twin Peaks constó de ocho episodios en los que se narraba el descubrimiento del cuerpo de Laura Palmer y la posterior investigación por parte del FBI. Como detalle de color, Lynch interpretó a Gordon Cole, un agente sordo del FBI.
La segunda temporada tuvo una debacle catastrófica, ya que la ABC obligó a Lynch a desvelar quién era el asesino de Laura Palmer en los primeros episodios. Eso, sumado a que Lynch se encontraba en plena promoción de una nueva película, Corazón Salvaje, hizo que la serie perdiera el rumbo. Los nuevos argumentos no conformaron a los seguidores y la serie perdió audiencia. Ante esto, Lynch volvió para los últimos dos episodios e hizo lo mejor posible para mejorar el entuerto, cosa que no logró totalmente, dejando varios cabos sueltos, y a la vez abriendo la puerta a una tercera temporada que nunca llegó. Así y todo, la serie se volvió de culto, y los fans siempre le siguen rogando a Lynch que la continúe, a lo que que él se niega cordialmente. Pero… 2017 nos traerá una tercera temporada de 18 capítulos. La trama –por lo que se filtró– arranca veinticinco años después de la investigación sobre el asesinato de Laura Palmer, cuando el FBI encuentra un archivo desconocido.
La serie ha dado lugar a tres libros basado en su universo: The autobiography of F.B.I. Special agent Dale Cooper: My life, My tapes, The secret diary of Laura Palmer (escrito por la misma hija de Lynch: Jennifer Lynch), y Twin Peaks: An access guide to the town, de tinte humorístico.
Próxima entrega: La verdad está ahí afuera.
* Adrián Granatto es un escritor amateur argentino. Nació el 21 de octubre de 1966. No publicó en ningún concurso importante y, sacando a su mamá, no lo conoce nadie. Escribió para varios blogs cooperativos, y fue director de la revista digital Piso Trece (2012-2013), ya desaparecida en el éter.
Comenzó a tomar clases de escritura en el Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco en septiembre de 2014… y todavía no se avivaron de echarlo.
Y, para colmo, ahora es el secretario de Redacción de FIN.
El viernes 25 de noviembre de 2016, acompañado por Alicia Grinbank y Alejandrina Devescovi (editora de Botella al Mar), Fabián Zaionz presentó Balcón a la mirada, su nuevo libro de poemas. Para que se vayan asomando a su poesía, les dejamos acá algunos de esos destellos:
Entre cuadros y esculturas
cruzamos nuestras vistas
hacia el arte de la mirada.
Te invité a contemplar esa creación
sólo para susurrarle a tu silencio
te interrogué
para escuchar el movimiento de tus labios
volví a preguntar
y tuve la excusa
para tocarte.
Los pies ya no arrastraban
las dudas de lo incierto.
Al final
me regalaste la gran obra del museo:
tu palabra hecha sonrisa
y yo
agradecido del arte.
Entre tanta podredumbre
no queda espacio para el estupor
ningún dios se asoma
a este pozo del olvido.
El chico es carroña del paisaje
hurga hasta el hedor
y sólo encuentra
vestigios de recuerdos
botellas sin mensajes
un sueño de chatarra
residuos de ilusión.
Los pájaros rapiñan
el humo los envuelve
en un baile siniestro
vuelo sin destino
aquelarre de ángeles.
Brindemos el bebernos la vida
hecha sangre de esta líquida criatura
atrapada en transparencia.
Brindemos el bermellón derramado
rojo aroma en la danza de la copa.
Brindemos la huella impregnada
en este sendero de oscura lava
que sólo desea morir en tu boca.
* Fabián Zaionz nació en Buenos Aires el 12 de julio de 1960. Se formó literariamente en los talleres de Alicia Grinbank, Susana Szwarc y Marcelo di Marco. Sus libros publicados son Túneles de luz (1999, Libros de Tierra Firme) y De otro andén (2001, Último Reino). Textos suyos fueron incluidos en el libro Taller de corte y corrección, de Marcelo di Marco (Sudamericana) y en la antología de microrrelatos En frasco chico (Colihue). En julio de 2016, invitado por La Casa de la Poesía de La Habana, Cuba, participó con lectura de sus poemas.
Encuentra en la poesía su mejor forma expresiva, que acompaña con su actividad de sommelier.
«El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres”, afirma Santo Tomás de Aquino. Esa deificación la alcanzamos desde nuestra condición de hombres, asumiendo cuanto hay de hombre en Cristo. Por eso, en esta noche santa, nos hacemos Niños (con mayúsculas). El Señor dice: “Les aseguro que si ustedes no cambian o no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos”. No solamente debemos ser niños, sino que debemos ser el Niño. Y así como Él toma nuestro lugar en el calvario, tomemos nosotros el suyo esta noche y recibamos, pues, los regalos de los Magos.
Recibamos esta noche el oro. El oro simboliza la realeza de Nuestro Señor. “La soberanía reposa sobre sus hombros”, escuchamos en la Liturgia de hoy. Nuestro Señor es Rey, y al recibirlo participamos de su realeza. Somos reyes, profetas y sacerdotes. La realeza de Cristo alcanza un triple ámbito: el espiritual, el temporal y el social. El plano espiritual es el gobierno de Cristo en los corazones: hagamos de nuestro corazón un trono para el Rey, viviendo según su Palabra y su obrar. Hagamos de nuestro corazón un trono para el Rey creciendo en la práctica de las virtudes por amor a Él y a los demás. Hagamos de nuestro corazón un trono para el Rey, finalmente, matando con ensañamiento y alevosía a todas aquellas acciones que nos aparten de Él. Recibamos el oro de la realaza y vivamos conforme a él. Cristo también es Rey en lo temporal. Para ello, desarrollemos todas las acciones humanas con los ojos puestos en el Cielo. Cristo asumió todas las dimensiones de la condición humana con su Encarnación. Impregnemos todos los aspectos de nuestra vida con la presencia de Dios. Vivamos plenamente sabiendo que la naturaleza es buena, porque fue creada por Dios, y que es el receptáculo sobre el cual actúa la gracia. Que los aspectos naturales de nuestra vida estén limpios, para que la gracia puede actuar sin ataduras. Por último, Cristo debe reinar en la sociedad. Dice la Escritura: «Fuera de Él no hay que buscar la salvación en ningún otro; pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo por el cual debamos salvarnos». Danos, Señor, la valentía de seguir proclamando tu nombre públicamente. Que nunca caigamos en el estulto malminorismo. Que nuestro apostolado en el plano social siempre sea guiado por el deseo de proclamar tu mayor gloria. Que el amor a la patria, Señor de los ejércitos, sea siempre la culminación del amor al prójimo y nunca la filantropía insípida. Pero vos, Dios inescrutable, también nos dijiste que tu reino no es de este mundo. Por eso volvamos a contemplarte en el pesebre, tratando de reflejarnos nosotros allí.
Recibamos también esta noche el incienso. El incienso representa la divinidad de Nuestro Señor. Cristo es Dios. Recordemos que el Niño, plenamente humano, sigue siendo Dios. Nos decía al respecto el Padre Castellani: “Cristo quiso nacer en la mayor pobreza, quiso hacernos ese obsequio a los pobres. La piedad cristiana se enternece sobre ese rasgo y hace muy bien; pero ese rasgo no es lo esencial de este misterio: no es el misterio. El misterio inconmensurable es que Dios haya nacido. Aunque hubiese nacido en el Palatino, en local de mármoles y cuna de seda, con la guardia pretoriana rindiendo honores, y Augusto postrado ante Él, el misterio era el mismo. El Dios invisible e incorpóreo, que no cabe en el universo, tomó cuerpo y alma de hombre, y apareció entre los hombres, lleno de gracia y de verdad: ése es el misterio de la Encarnación, la suma de todos los misterios de la fe”. Si el oro representa la plenitud de la humanidad de Cristo, el incienso representa la plenitud de su divinidad. El incienso se usaba para rendirle tributo a Dios. Recibamos el incienso. Que nuestra vida entera sea una alabanza perpetua a la grandeza divina, para participar del amor intra trinitario. Que todas nuestras acciones sean coherentes con la fe que recibimos en el Bautismo. Que antes que nuestra salvación, se nos anteponga tu glorificación, Señor. Que el amor a tu nombre mueva siempre nuestros corazones. Para eso necesitamos de tu gracia, oh buen Dios. Porque nuestra naturaleza está herida. Justamente por eso, Dios de los corazones, naciste hoy. “Dado y nacido para nosotros”, reza Santo Tomás. Recibir el incienso significa elegir libremente abrazar la vida divina en todo su esplendor. Pero para llegar a la Gloria de la Resurrección, antes hay que pasar por el calvario.
Por eso también recibimos la mirra. La mirra era usada para embalsamar a los cuerpos. Es un anticipo de la pasión del Señor. Para vivir y reinar con Él, debemos morir primero con él. Recibir la mirra es morir día a día al hombre viejo. Recibir la mirra es desatar el combate contra todo lo que hay nosotros que está aún bajo el dominio del Demonio. Si en el plano social debemos luchar contra el mundo, en el plano personal debemos luchar contra nosotros.
Desde el pesebre, Padre Celestial, te damos gracias: gracias, Señor, por darnos todavía santos sacerdotes en medio de un mundo apóstata. Gracias, Señor, por darnos la posibilidad de elegir a dónde ir a Misa, en un mundo regado siempre por la sangre de tus mártires. Gracias, Señor, por darnos el don del arrepentimiento por nuestras faltas en un mundo que se autocomplace en su soberbia institucionalizada.
Ayúdanos, Señor, a seguir librando cada día el buen combate de la fe contra el Demonio, contra la carne, contra el mundo. Te pedimos, Señor, la perseverancia en la fe y el arrepentimiento final. Te pedimos, Niño de Belén, que al ponernos todos en tu pesebre y recibiendo el oro, el incienso y la mirra, nos hermanemos cada vez más, cumpliendo tu Palabra. Que el lazo del amor que nos une a todos hoy siga fortaleciéndose hasta nuestro último suspiro. Que la Liturgia que compartimos hoy sea una puesta en abismo de la Liturgia Celeste.
*Pablo Grossi nació en Buenos Aires en 1986. Es maestro de nivel primario, catequista y está terminando el profesorado y la licenciatura en Filosofía en la Pontifica Universidad Católica. Desde muy chico se apasiona por los relatos de aventuras. Participa del TC&C desde el año 2012 escribiendo (y corrigiendo) cuentos. Disfruta mucho de la música y la gastronomía, con una amplia variedad de gustos en ambos campos. Su principal interés académico pasa por la apologética de la fe católica, la relación entre la ciencia y la fe, y el pensamiento medieval.
Gritos, miradas de rechazo, insultos. Yo, niña que nada sabía de rencores, de desprecios. Que nada entendía de enojos, enojos que envenenan. Veneno que no mata pero intoxica. Yo, niña, indefensa frente al odio de quienes, toda una vida atrás, se habían jurado amor eterno. Peleas sin fin, que fueron quebrando mi emoción. Gritos y más gritos, las manos apretando los oídos. Pero nada lograba silenciar esos gritos. Nada frenaba el impacto de aquellas palabras. Palabras negras, frías, hirientes. Palabras-dardos que daban directo en el blanco: la ilusión. ¿Podía acaso, yo, niña, escapar de aquel frente de batalla? ¿Podía quedar indiferente frente a las barbaridades que se decían esos señores llamados padres? Yo, niña, rezaba, le suplicaba a Dios para que alguien me rescatase. Tal vez un príncipe azul, o algún dragón. ¿Por qué no un hada madrina, como en esos cuentos que solía leer, sólo cuando ellos dejaban de gritar? Sólo cuando se abría un hueco entre dardo y dardo. Y llegó mi cumpleaños, y pedí fuerte un deseo. Tan fuerte que se hizo realidad. Fui salvada. No por un príncipe ni por un dragón, ni siquiera por un hada madrina. Fui salvada por un simple regalo: un lápiz y un diario íntimo. Y mágicamente esos gritos se trasformaron en susurros, y las palabras-dardos en caricias. Ya no me cubría los oídos, ni me escondía bajo la cama. Yo, niña, ya no lloraba. Escribía.
*Paula Jansen nació en Buenos Aires. Empezó a escribir poesía siendo adolescente, y con el tiempo se volcó a la narrativa. Es licenciada en Psicología y Relaciones Públicas. Se desarrolla laboralmente en el campo de la Psicología. Su experiencia clínica se ve reflejada en sus cuentos. Participa activamente en la ONG Lusuh (Lucha Contra el Síndrome Urémico Hemolítico); ha publicado varios artículos acerca del tema. En 2014, participó en la antología Cinco mujeres y otra cosa, editada por La Letra Eme. Pertenece a La Abadía de Carfax, Círculo de Escritores de Horror y Fantasía. Actualmente escribe artículos para la revista Nuestro Country, está trabajando en una novela y publica en su página de Facebook La salida es hacia adentro. Suele confesar: “Al empezar el taller de Marcelo di Marco, me reencontré con la pasión de escribir”.
Cristian Acevedo es una de las nuevas plumas de la literatura argentina. En sólo tres años ha publicado tres libros de cuentos –muchos de ellos premiados, lo que deja entrever la calidad de sus escritos–. Y próximamente verá la luz su primera novela, Matilde debe morir, por editorial Bärenhaus.
FIN: Supongo que vos escribís desde chico, pero ¿cuándo dijiste “Ah, esto lo vamos a agarrar más en serio”?
Yo escribí siempre. Pero era escribir y tirar. Porque era basura lo que escribía. Y a los treinta, empecé a leer con la intención de aprender. Me acuerdo en su momento, seguía mucho a Dolina. Dolina era bastante pedagógico en la radio, iba explicando un montón de cosas, y entonces me servía como punto de partida para empezar a buscar. Siempre leí un montón, obviamente, pero empecé a leer más como escritor para ver qué podía imitar y aplicar. Y esto fue hace siete años, en la crisis de los treinta, cuando me dije “Tengo que hacer lo que me gusta”. Porque justamente la crisis de los treinta es eso: “Qué hago de acá para adelante”. O: “Qué hice de acá para atrás”.
¿Y de qué laburabas en ese momento?
De lo mismo que ahora: administrativo. Un laburo tranquilo, pero… Si me preguntabas de chiquito qué quería ser cuando sea grande, no te iba a responder “administrativo”.
Y no. Uno de chico quiere ser bombero, policía.
Yo quería ser escritor. Entonces intenté buscarle la vuelta. Y fue en ese momento cuando caí en el taller de Marcelo di Marco.
Fue el primer taller al que vos entraste.
Fue el primer y único taller al que entré. Porque lo primero que hice fue googlear “Taller literario”. Y, por alguna razón, me apareció Analía Pinto.
A mí me pasó exactamente lo mismo.
Entonces, hablé con ella. Y me dice: “Estoy en La Plata”. Me quedaba muy lejos. Pero Analía me recomienda el taller de Marcelo. Y pasó un tiempo. Qué sé yo, no estaba muy seguro de querer ir. Estaba más frustrado que otra cosa. Lo que escribía en ese momento no iba ni para atrás ni para adelante. Eran anécdotas cortitas que no… Eran como esos juegos que hace Cortázar —y que los tienen permitidos porque los hace Cortázar—, pero mal escritos, sin fundamentos, sin… nada. Pero que yo sentía que podía hacer algo así.
Y pasó un mes, y quedamos con Marcelo para un martes. Y me rebotó el primer borrador, el segundo y el tercero de un cuento con el que yo le insistía y le insistía. De eso hace ya seis años.
Y así hasta el 2014, que publicaste Canibalísmico. Pero en ese lapso también publicaste en revistas.
El primer cuento que cerré fue para una antología, Marañas, que era “Fortaleza alemana”, que apareció cuando yo ya estaba al límite entre decir “Esto no es para mí. Y corto, porque sigo insistiendo y no tiene sentido, o…” Justo llegó este cuento que me terminó de confirmar que tenía que meterle por ese lado. Ahí fue cuando aprendí por qué ese cuento era un cuento, y por qué los otros no.
¿Y los otros ya quedaron en el olvido o los volviste a retocar?
No, ya no. Quedaron por ahí. Puede ser que haya algún parrafito que me haya servido para alguna otra cosa.
Y digamos que de ahí arrancaste de cero.
Arranqué de cero, tal cual. Busqué para atrás para ver si había algo que pudiera servir, pero no: no eran cuentos. Entonces ya era forzar: intentar llegar a un cuento, cuando en realidad llegaba a ser, con suerte, una anécdota. Podría llegar a mejorar el estilo, pero la historia en sí no contaba nada.
Creo que eso les pasa a todos alguna vez. A la primera bajada de caña mandan todo a la mierda. Se meten en un concurso, no ganan, y chau. No son persistentes.
Sí, es difícil. Me acuerdo que en el taller intentamos forzar un relato que yo había llevado. Y lo llevé una vez, y otra vez. Intenté buscarle la historia, que no la había, y la última vez Marcelo me dice “No, ya está. Esto dejalo”. Y yo estaba esperando eso: que él me dijera “dejalo”. Hacía tres o cuatro clases que estaba yendo, y pensé que tenía que forzar la historia. Y ese día estuve a punto de no volver. Pero antes de que me fuera, Marcelo me dice “Tranquilo, Cristian, que si yo tuviera un peso por cada vez que me dijeron que esto no va, tendría un montón de guita”. Porque encima era esperar una semana para ver si en la próxima le encontrábamos la vuelta.
Y bueno, escribí “Fortaleza alemana”, y a partir de ahí no paré más. Y aprendí: cuando me volvía a decir “Che, a ver: buscale la vuelta por acá”, yo lo dejaba. Porque me conozco, sé que no me sale.
Y al tiempo publicaste Canibalísmico. ¿Cómo salió eso?
Eso fue cuando ya reuní once cuentos. La idea era probar. Porque los únicos lectores que tenía eran mis conocidos y la gente del taller. Entonces, yo necesitaba probarme a ver qué pasaba.
Surgió la posibilidad con Expreso Nova, que es una editorial pequeña, con la que hicimos una edición de 200 copias. Eso fue una autoedición. Y se llamó Canibalísmico —un nombre raro, uno de los tantos posibles—, y por ahí ni siquiera tendría que haber sido. A la mayoría hasta le cuesta pronunciarlo. Me parece que ahí erré. Si fuera ahora, le hubiera puesto otro nombre.
Pero me gustaba la idea. Originalmente eran dieciséis cuentos; y laburamos mucho con los editores para ver cuál entraba, cuál no. Yo no tenía una línea definida de los cuentos, y en un momento surgió que era algo así caníbal, que cada cuento iba comiéndose al otro, y me gustó la idea de Canibalísmico.
No había una idea general que los uniera: eran todos diferentes.
Tal cual. Y ahí aprendí el laburo del editor. Porque, aunque eran una editorial chiquita, laburaban muy bien. Se comprometieron con el libro, para encontrar los mejores cuentos y que de cada cuento quede la mejor versión. Hubo un ida y vuelta interesante. Y quedaron once cuentos. Creo que quedó bastante parejo. Por ser el primer libro, quedó bastante parejo.
Canibalísmico es increíble, Cristian. Los cuentos cierran perfecto, el clima es tremendo. Un libro del que podés sentirte orgulloso.
Pero al poco tiempo concursaste en España con la editorial Letras Cascabeleras. Y aunque no ganaste, tus cuentos llamaron la atención y te propusieron publicarlos.
El premio era para publicar en 2014. Me escribieron: “No ganaste, pero nos gustaría publicarte en el primer trimestre del 2015”. Y lo publicaron, y se llamó Indignatarios. Una edición menor que Canibalísmico: cien ejemplares.
Indignatarios es una mezcla entre algunos de los cuentos de Canibalísmico, y otros inéditos.
Eso pasó porque, como el concurso en que yo participé justo cayó con la época en la que estaba a punto de publicar Canibalísmico, algunos coincidieron. Son cuatro que están en Canibalísmico, y cinco inéditos.
Y publicaste también en La abadía de Carfax —antología que sólo incluye a gente del TCyC—, La balandra digital, Revista Qu, Maten al mensajero.
Publiqué bastante.
Y después llegó el tercer libro de cuentos: Sommelier de infiernos, que ahora, dentro de poquito —19 de noviembre del 2016— presentás en el Bar La Poesía –Chile 502, San Telmo–. Y en una doble presentación, porque lo hacés junto a otra autora de la editorial: Paula Irupé Salmoiraghi, con el libro El cajón de las manzanas podridas.
¿Cuánto tiempo te llevó escribir Sommelier de infiernos?
Un año, un año y algo…
Todos cuentos inéditos.
Todos inéditos, menos dos: uno, que está en Canibalísmico: “Matagemelos”. Y el otro cuento —que yo no lo mandé para participar, pero que la editora quiso meterlo igual—: “Intrusos”, que fue publicado en digital. Cuando le mandé el archivo, le dije: “Fijate, porque te agregué uno, a ver si te gusta”. Y le gustó.
Corregidos por…
La mayoría corregidos por Marcelo di Marco.
Y con la novela te mandaste vos solo.
Me mandé yo solo, sí.
Marcelo lo único que hizo fue leerla cuando la terminaste, pero no te hizo ninguna corrección.
Marcelo me dio la confirmación de que, lo mismo que me había pasado a mí cuando la escribía, le podía pasar a otro cuando la iba leyendo. Yo me sentaba a escribir, y me ponía a reír de cada ocurrencia que surgía, que me sorprendía a mí, como lector, de lo que iba escribiendo. Pero tenía esa duda: no sabía si le iba a interesar a alguien más ponerse en ese papel.
Claro, porque la novela arranca con una advertencia increíble. Y si no entrás en el juego, te la perdés. Y tiene mucho humor, algo que me sorprendió.
Es una novela breve y con humor porque es el tipo de novela que yo, hoy por hoy, me siento seguro de poder escribir. Pero, además, es el tipo de novela que leo.
Me gusta la novela con acción: empieza, y arranca la acción. No sé, como La metamorfosis, que pasan cosas constantemente desde que empieza hasta que termina, y que tiene muy pocas reflexiones o recuerdos. Es acción pura.
Escribir algo más extenso no puedo. No puedo ni siquiera leerlo. Me cuesta mucho, me aburro enseguida. Cuando hay algún capítulo puesto de relleno para conectar uno con otro, me aburro y lo abandono.
Y con esta novela pensé que, si iba a haber algo que conectara un capítulo con otro, estaría bien que fuera un cuento.
Aparte de que está bien justificado que haya un cuento entre capítulos.
Hay una escritora que los escribe, y están los otros personajes que la escuchan mientras ella los lee. O sea, tiene sentido. Me gustaba esa idea de conectar todo con cuentos, aunque pudieras leerlos independientemente de la novela.
Stephen King lo hizo con “El cuerpo”.
Tal cual, aunque hay miles de otros ejemplos.
¿Y cómo se te ocurrió usar la segunda persona para narrarla?
Hacía tiempo había leído Sin embargo Juan vivía, de Alberto Vanasco. Una novela muy cortita, muy poco conocida, que está escrita en futuro y en segunda persona.
Pero tenía un defecto: te enganchaba al principio, y en un momento te aburría: nada tenía sentido. También era esa la intención: era surrealismo puro. Además de un problema con el tiempo, había un problema con el espacio: los personajes estaban de golpe en un plano, y de golpe pasaban a otro. La idea era confundir, inclusive. Más vanguardista que otra cosa. Me dije: qué pena que pudiéndolo haber aprovechado —porque yo me había enganchado con la novela—, termine decepcionando de esa manera. Porque lo que empezaba como un policial, también con una muerte, y otros personajes interesantes, después terminó en…, en la nada.
Y me gustó la idea de escribir algo que te enganche desde el principio y mantener la tensión. Para eso tuve que sacar unos cuantos capítulos. Porque, con el afán —a medida que la escribía— de agregar páginas, de darle volumen, había partes que sobraban y que no tenían sentido.
Porque está la idea loca de que una novela tiene que ser un zocotroco de trecientas o quinientas páginas. Y no es tan así.
Claro. Y después pasa que tienen mucho relleno. Y que inclusive uno, cuando lee esas novelas, ya las lee asumiendo que va a haber capítulos que son pura y exclusivamente relleno. Y uno se deja, y los lee, sabiendo que podrían no estar.
Son capítulos que no suman ni restan. Y que, aparte, te sacan de la historia.
Yo quería ciento cincuenta páginas, doscientas, doscientas cincuenta, no sé. Y escribí capítulos donde los personajes salían, entraban, volvían. Y después los terminé sacando. La novela tiene que tener la extensión que tiene que tener. Que te pide tener: cincuenta páginas, ochenta, cien.
Es que uno en el momento de creación se deja llevar. Y después se empieza a hilar más fino en la corrección.
Claro. Y después empecé a sacar.
Eso es lo que vos tenés de bueno, y que yo siempre te envidié: de agarrar el texto y decir “Esto vuela, esto también”. A mí me cuesta ho-rro-res.
Sí, trato de no apegarme mucho. Pero es algo automático y sin pensarlo. Porque el problema es cuando lo empezás a pensar. Cuando te ponés a pensar, no querés sacar nada. Porque estuviste una semana entera para escribir esas cuatro páginas, y en diez segundos volarlas. Entonces trato de no pensarlo y listo. Lo saco, lo borro, y me olvido que existió, que es la mejor forma.
¿Y eso lo hacés enseguida o dejás pasar un tiempo?
No, no, lo hago enseguida. Igual, siempre tengo varias versiones, por si quiero volver a ver algo que había escrito. No soy tan kamikaze como para borrarlo y perderlo. Soy bastante obsesivo con eso: guardo copias constantemente.
Estaba viendo cuándo fue que empecé a escribir Matilde debe morir, y es de junio de 2015. La escribí casi de corrido, porque no la sufrí, como me pasa algunas veces con los cuentos.
¿Y le diste derecho a la novela, o la mechaste escribiendo algunos cuentos también?
Hice cuentos, también. Porque la novela la escribí para mí. Tardé un montón de tiempo en mostrársela a alguien. A mí me había gustado tanto escribirla, que iba a ser muy frustrante que alguien me dijera “No, esto…”
Por eso, cuando se la llevé a Marce, le dije: “Esto tiene que funcionar. Como sea, tiene que funcionar”. No hubiera aceptado otra cosa. No por el tiempo que me llevó, sino porque yo sentía que era la novela que había querido escribir.
Porque ya había escrito una novelita, y quedó ahí. Pero esta necesitaba que sí, que funcionara.
Y esto ya es el empujón. Ya sabés que si querés, podés. En cualquier momento empezás a arrancar otra.
Estoy en eso. Lo que pasa es que esta me gustaba como desafío porque era en segunda persona, en futuro, la idea de que los personajes no fueran del todo los personajes, que se entrelazaran cuentos.
Entonces la próxima no puedo caer de vuelta en la misma. Estoy recién empezando, voy por las treinta páginas.
Un montón. Vos que estás acostumbrado a escribir cuentos de dos o tres páginas…
Sí, es un montón. Lo que me tiene ahora frenado es que sé lo que va a pasar en los siguientes capítulos. Ya lo tengo. Entonces es como que no necesito escribirlo por ahora, porque no tengo la urgencia. Y además, la corrección de Sommelier de infiernos y de Matilde debe morir me frenó un poco.
Para terminar: ¿alguna nota al pie de Marcelo durante la lectura?
Supe que funcionaba a medida que Marce iba leyendo. Él trataba de anticiparse, y lo sorprendía. Porque hay que sorprenderlo a Marcelo. No es un lector que lee y nada más: es un tipo especializado.
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Y ahora, damas y caballeros, tenemos el honor de entregarles el primer capítulo de
Seis personajes en busca de un autor
La novela transcurrirá en un bar. Del bar bastará decir, por si llegara a interesarle, que existe y que está ubicado en la esquina de Charcas y Armenia. Sí: es un típico bar de Palermo. Uno de los tantos que se desparraman por la cuidad. En él, apenas usted pase al siguiente capítulo, verá que hay tres personas. Y enseguida llegará una cuarta. En realidad habrá más personas entrando y saliendo, por supuesto: se trata de un bar. Pero, las personas que podrían considerarse el motor de esta historia, aquellas que califican como personajes, serán apenas cuatro.
Uno será Valentín, el mozo. Otro, el bigotudo de la mesa 2. Y el personaje principal será la mujer que muy pronto entrará en el bar y se sentará a la mesa que da a la ventana de la calle Charcas. Más atrás, a un lado de la barra, siguiendo el pasillo que da a los baños, habrá otro personaje. Ahí es donde usted se ubicará. Caminará hasta esa mesa y se ubicará en ese personaje. No a un costado, no frente a él. Sino en él. Usted será ese que ahora se mantiene estático, aquel que sostiene un pequeño libro y que ni parpadea. Desde allí, desde aquel insulso hombre, usted atestiguará los sucesos que justificarán —o no— el desarrollo de esta novela. Pero cuidado: usted no será un mero testigo, usted participará de los acontecimientos.
De momento, aquel hombre que usted ocupará no se mueve, pero sólo de momento: sigue esperando a que usted de vuelta la hoja.
Aunque, antes de voltear la hoja (o de cerrar este libro maldito y dárselo a alguien a quien usted odie), debo advertirlo: si usted decide ubicarse en el lugar de aquel hombre, deberá asumir las consecuencias. Este y no otro es el momento de decidirlo. Si avanza una línea más, no habrá posibilidad de arrepentimientos.
La acción comenzará con un futuro apremiante y estremecedor; y si quiere enterarse de más, la responsabilidad será toda suya.
Aunque lo parezca, esto no es un juego.
Hablamos de la vida de una persona.
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* Cristian Acevedo nació en Buenos Aires en 1980. Parte de su obra literaria ha sido premiada en diversos certámenes: Segundo premio en el Concurso de Cuentos de la Fundación Victoria Ocampo, «Nelly Arrieta de Blaquier», 2014. Primer premio en el Gonzalo Rojas Pizarro de Cuento 2013.
En 2014 publicó Canibalísmico, bajo el sello Expreso Nova Ediciones. En 2015, la editorial Letras Cascabeleras (España) publicó su segundo libro de cuentos, Indignatarios. Recientemente, tras haber resultado ganador de la Convocatoria de Narrativa 2016 de Baltasara Editora, ha presentado Sommelier de infiernos.
Además, han incluido sus relatos en diversas antologías y revistas culturales de habla hispana: La Balandra, Colectivo Cultural Manuzio, Vanity Press Magazine, Revista Almiar. A la fecha, su novela Omar Weiler merece morir permanece inédita.
Tomamos contacto por primera vez con el libro y no podemos evitar una sonrisa: nos han sorprendido en nuestras dudas y certezas a la hora de atacar la página en blanco… o la pantalla vacía de byts. De inmediato nos asalta la sospecha de que acabamos de conocer a un amigo entrañable que lleva tiempo esperándonos. Como cuando leemos cualquier clásico, sentimos que las palabras han sido pronunciadas exclusivamente para nosotros, aunque el libro se haya colado alguna vez en la lista de best sellers, lleve tres ediciones y más de diez años desde su publicación original. Se trata de consejos, prácticas y ejemplos para escribir y pulir nuestro estilo, para exorcizar nuestros fantasmas como Dios manda.
Sin acartonamientos, sin imposturas de saco y corbata, sin la prédica de los mercaderes de feria que erigen a la literatura en un territorio sacrosanto sobre el que solo interviene la inspiración mágica, Marcelo di Marco sentencia: “escribir es corregir”, “el qué es el cómo”, y nos enseña a arremangarnos y a no tenerle miedo a que la tinta nos salpique la cara. Es posible encontrar verdaderos knock-outs entre sus páginas, como una frase de nuestro Oliverio Girondo que hace patente algo que uno siempre sospechó: “¡El Arte es el peor enemigo del arte…! Un fetiche ante el que ofician, arrodillados, quienes no son artistas”, o la sentencia del edificante Rilke: “Si piensa que puede vivir sin escribir, no escriba”. Y, desde luego, más consejos, más prácticas, más corrección, traspiración y compromiso para el 10% de inspiración.
En Taller de corte & corrección hay lugar para los guiños cómplices al lector y para la crítica, para una aventura de camaradería que no rehúye decir las cosas cómo son. Di Marco se permite ser duro, entiende que sería una falta de respeto pegar largos rodeos para decir lo que piensa, y así, por ejemplo, tras pedirnos que escribamos el título y el nombre del autor del libro que estamos leyendo –“además del que tenemos ahora en nuestras manos”— nos amonesta: “Si el espacio sigue vacío… lo siento, amigos: hay algo que no está funcionando del todo bien”. Leer y escribir, de eso se trata. “Ni un solo día sin una línea”, insiste.
Un clásico, decía, es un libro llamado a perdurar, pero también es aquel que se adelanta a su tiempo. La primera edición de Taller… se publicó en 1997, recién unos años más tarde Stephen King decía: “Si quieres ser escritor, lo primero es hacer dos cosas: leer mucho y escribir mucho” (Mientras escribo, 2000).
Para mí esta celebración de literatura y amistad no se agotó con el Taller de corte & corrección en su versión de papel y tinta: tengo la suerte de repetir mi alegría cada sábado, en vivo y en directo, desde hace cuatro años. Una inspirada tarde de taller, en la calle Borges, aprendí que el corte y la corrección no son meros juegos retóricos sino una verdad empírica: recuerdo bien el primer cuento que llevé, recuerdo bien cómo Marcelo sacó su fiel Victorinox y cortó la primera hoja en varias tiras de papel. Con cuidado de artesano apoyó las tiras sobre su mesa de trabajo y, en silencio, como si se tratara de uno de esos rompecabezas que requieren la mayor concentración, fue acomodando las piezas en el lugar que correspondía. En algunos instantes Marcelo había disuelto el caos y mostraba cristalino el cuento que yo había querido contar, pero ya libre del ripio y el engolado. Esa tarde en la que varias tiras de papel fueron a dar derecho al cesto de papeles, me fue revelado que escribir es corregir, y que la literatura es una de las formas de la felicidad.