«Es raro ver una estructura así, con tres finales, y funcionando como un perfecto engranaje». Esas fueron las palabras de Marcelo di Marco cuando se terminó de corregir este cuento de Susana Vidal en el TCyC. De esto ya hace más de un año. Desde entonces, Susana publicó su primer libro de poemas: El vientre del poema. Y también como diría Marcelo cuando terminó de corregir este cuento, «subió de cinturón» como escritora. Yo creo que habrá subido por lo menos otro más desde entonces; pues no se puede esperar menos de una persona que convive a diario con la poesía, que ejerce como bibliotecaria, y que escucha y vive las más hermosas historias con todos los niños de la escuela en la que trabaja. En FIN hemos querido publicar este cuento que, además de ser muy bueno, nos hace preguntarnos sobre las posibilidades del cuento. ¿Es posible un cuento con tres finales? Sin ninguna pretensión, eso es lo que ha logrado Susana con «El frigorífico», un relato con tres finales —cada uno de los cuales provoca una sensación distinta—, pero con un solo resultado: dejarnos fríos.
El frigorífico
Por Susana Vidal*
―Animate a defenderte, pendeja.
Era igual que en una de mis pesadillas, pero sin esas vacías voces de ultratumba. Esas que me aterran desde muy chica. Sobre la mesa, boca arriba, yo gritaba sin voz. Me descubría lanzando mudos alaridos: movía la boca, sí, pero el sonido no salía. Presionando y presionando, unas garras me destrozaban la garganta. Me ahogaba con mi propia sangre, sentía su calor fluyendo de la nariz hacia mi nuca. Pero no le daría el gusto de suplicarle piedad.
A un costado de la mesa la vi muy cerca de mi brazo: una cuchilla. La cuchilla más cuchilla que había visto en mi vida. Una cuchilla enorme, con el filo destellando entre otras dispersas ahí, en esa mesa.
Me invitaba, me conminaba a empuñarla: Defendete, pelotuda, y sacale el hígado como a un pollo.
Hice un esfuerzo increíble para alcanzarla del mango, un mango de madera, con la roña incrustada en las vetas. Mango venerable y venerable hoja: contaban en su historial con decenas de miles de despostes vacunos y porcinos.
Las medias reses me alentaban, meneándose desde sus ganchos: Defendete, pelotuda, y sacale el hígado como a un pollo.
Por la falta de oxígeno, ya veía nublado, con cataratas. Mi cerebro sentía que se debilitaba en la lucha por sobrevivir. Entraba en un letargo mortal, y el fin era irremediable.
Y no se trataba de un sueño: estaba sucediéndome realmente.
Sin los pantalones, el tipo empujaba su cadera contra la mía: una bestia que me seguía estrujando el cuello, y mi cuello insistía en no rendirse.
Alcancé la cuchilla, la del mango de madera roñosa. Apenas pude. Apenas, pero mi mano se cerraba más y más en la mugre pringosa del cabo. La cuchilla me pesaba: un yunque tratando de ser levantado por las garritas de una paloma. El aliento del tipo, que jadeaba y jadeaba como un perro, me pegaba de lleno en la cara y se mezclaba con el hedor de la carniza y la sangre seca. En mi boca, la sangre de la nariz me tocaba la campanilla, y el sabor a hierro me despabilaba.
La cuchilla no parecía una cuchilla, sino una madre vengadora. Imaginar esa pavada me volvió audaz: entraría en acción, aún me quedaba un hálito de conciencia. Desde sus ganchos, las bamboleantes medias reses me arengaban: ¡Matalo, matalo, matalo!, oía que decía tanta carne ya muerta.
Y fue un solo movimiento, uno certero al hígado. Me acordé en esa milésima de segundo de cuando veía boxeo en la tele del bar de don Benito, y los parroquianos gritaban:
─¡Gancho al hígado, negro, gancho a los riñone’! ¡Vamos, Galínde’, la puta que te parió!
Acerté: aún penetrada, le hundí la hoja hasta el tope de la cuchilla. No sé si al traspasar el hígado le llegué también a los riñones, pero lo cierto es que el tipo largó una sangre negra y una meada larga y cálida. Abrió los ojos más todavía y me miró con sorprendida rabia: era evidente que no quería morirse vencido por una mujer.
Pero, ya en las últimas, le advertí como una sonrisa. ¡El hijo de puta sonreía! Como si se hubiese salido con la suya.
―Es meo, pelotudo ―le dije agarrándolo de la solapa―. De eso me llenaste.
Y la alegría de sus ojos se convirtió en rabia, y la rabia en un ruego de clemencia.
Nunca.
Jamás clemencia para semejante hijo de puta.
¿De dónde había yo sacado fuerzas para penetrarlo tan a fondo, como él acababa de penetrarme a mí? El tipo seguía con vida, en erección, y su sangre caía sobre mi vientre, se unía a la sangre de mi sexo, destrozado ahora en carne viva. Con gran esfuerzo aparté de mí a la bestia moribunda, y el alma me volvió al cuerpo.
Despatarrado en el piso del frigorífico, el monstruo ahora resultaba cómico: los ojos asustados ante la cercanía de la Huesuda, los pantalones bajos, el pito morcillón. Parecía un ser inofensivo. Todavía respiraba, jadeaba en los últimos estertores. Yo podía olerle la muerte, anticipar el regodeo de los gusanos. No creo que haya estado consciente en el instante en que, acuclillada junto a él, le cercené esa cosa mustia.
Antes de salir del frigorífico miré hacia las medias reses, y sin pensarlo les sonreí, y ellas me devolvieron la sonrisa: una cuchilla de mango de madera mugrienta nos unía; nos hermanaba.
Sé que no fue una pesadilla, pero arrimaba bastante: el escenario de tripas y sangre negra, la brutalidad y el sinsentido, la violencia.
Y ahí estaba el tipo, tirado. Vaya a saber si seguía con vida.
Me acerqué arrastrando los pies, y le arranqué de la boca el pucho que aún tenía apretado entre los labios.
Las boletas que me dio mi viejo estaban desparramadas por el piso.
―Ahora o nunca ─dije, y tiré el cigarro arriba de esos papeles de mierda. La combustión del papel y los químicos que usa el matarife completarían el trabajo―. Yo me voy de acá.
Pobre, mi viejo: sin saberlo, me había mandado a la boca del lobo. Y mientras me alejaba, calle abajo, yo veía crecer unas pequeñas llamas.
La última vez que me di vuelta, el frigorífico ardía. Las llamas alcanzaban el cablerío de la calle.
Camino a la carnicería de mi viejo, decidí que no contaría nada en casa y que trataría de reponerme sola: para qué entristecerlo al pobre, si sufre del corazón. Ya bastante con que mi vieja se le fue con otro hace unos años.
Pero también decidí otra cosa: antes de seguir a casa, pasaría por el bar de don Benito. Así, deshecha como estaba.
Ya llevaba como media hora de caminata bajo el sol. Y sin ninguna culpa.
La noticia ya había llegado al bar: advertí que todos hablaban del incendio. Decían que los bomberos habían tardado mucho, que se hubiera podido salvar al frigorífico, que el agua no alcanzó, que fue muy tarde para todo y que patatín y que patatero. Y que no era justo. En esto último ponían énfasis:
―¡No es justo!
―¡No es justo!
―¡No es justo!
―¡No es justo!
―¡No es justo!
―No es justo ─decían y se persignaban─. En la flor de la vida.
¿Así que no es justo?, me preguntaba yo, mirándolos medio oculta desde el fondo del bar, sentada en una silla de paja. ¿Para qué mierda lo defienden?
El sorete ese era joven, es verdad. Pero no por eso dejaba de ser una mierda, un violador de mujeres, un enfermo. Estaba bien muerto y punto, qué flor de la edad ni ocho cuartos.
Porque, aunque ellos no lo sepan, la auténtica víctima soy yo; no aquel hijo de puta. Ya sé que no contaré nada, y que por eso no saben ni sabrán nunca lo que pasó; pero de todas maneras me da rabia que lo defiendan. Mucha rabia. Si hace un montón que estoy acá, y ni cinco de bola: ni un vaso de agua me ofreció don Benito. Tanto que dice quererme como a una hija, y ni me registra. Ya le voy a dar a don Benito andar llorando a esa lacra. Ya va a ver. Minga de bizcochuelo de coco le voy a hornear. Minga.
Y don Benito seguía hablando con un parroquiano que yo nunca había visto, ni bola me dieron. El incendio del matadero era más importante que yo, al parecer. Desde donde estaba sentada, entre las sombras, lo vi por la ventana y de espaldas a los parroquianos: mi viejo pasaba corriendo como un desquiciado, por la vereda de la carnicería. ¿Adónde estaría yendo? ¿A quién habría dejado en el negocio, cuidando?
Abrí la ventana, pero no oyó mis gritos. Quise levantarme, y el dolor que me desgarraba la entrepierna no me dejó. Además todo me costaba una bocha, me sentía cada vez más rara y más débil. Sé que había perdido mucha sangre, pero era demasiada la debilidad.
Mejor debería ir a casa a lavarme y curarme, tomar un analgésico o algo así. También debería inventar alguna coartada en caso de que me interroguen. Después de todo, iban a encontrar el cuerpo ―incluso a reconocerlo aunque estuviese carbonizado―, y la última que entró ahí fui yo. Si me vieron, mi viejo terminará de ponerle un moño a la acusación: dirá que él mismo me mandó a llevar esas putas boletas. ¿Y si lo acusan a él también, que no tiene la culpa? No, a mi papá que no lo joda nadie. A ver si esa bazofia le caga la vida, de carambola.
Si la Policía me preguntaba, ya sabía qué mentirles: que no encontré al tipo, que me entretuve viendo las medias reses y que me olvidé las boletas sobre una mesa plagada de cuchillas. ¿Y el incendio? Ma sí, agente: seguro que hubo algún cortocircuito o cosa parecida; el matadero tiene como cien años, con los cables cubiertos de tela ―yo los vi una vez.
Sí, eso mismo diría.
Yo no quiero decir que me violó ese hijo de puta. Por mi viejo más que nada no quiero decirlo. Él se sentirá culpable, porque fue quien me mandó a llevar esos papeles al matarife.
Las sirenas de los bomberos ya habían parado su barullo, lo que me alivió un montón. En el bar había un silencio fuera de lo común, y a mí me seguían ignorando; no comprendo la causa. Me fui quedando dormida sobre la mesa del bar.
Cuando me desperté ―no sé cuánto tiempo pasé durmiendo y soñando, debe de haber sido bastante―, el bar de don Benito estaba cerrado. Eso me enfureció: encima de que no me daban bola por estar todos con la cabeza en el bendito incendio, tenía que aguantarme que me olvidaran encerrándome acá. Bien encerrada y bien sola. Qué bronca, por Dios.
Me levanté de a poco, exhausta, como cargando con siglos de vida. Era extraño: aun con el episodio que viví, jamás había sentido una flojera semejante.
Se me dio por acercarme a las ventanas que dan a la carnicería de mi viejo. El bar está ubicado en una esquina, y desde acá se puede ver la entrada con la persiana violeta ―papá la pintó así porque es mi color preferido desde los cinco años.
Me costó un montón llegar hasta la condenada ventana, a pesar de que no estaba tan lejos. Una vez que logré llegar, un poco caminando y otro poco arrastrándome como un gusano que estrena patas, pude ver bien la carnicería. Raro: habían dejado en la vereda un montón de peluches y flores y velas y santos. Habían pegado en la persiana metálica un montón de papelitos y tarjetas.
Y entonces supe lo que todos sabían menos yo: al leer el cartel blanco con letras negras ─la letra de mi viejo─, que se destacaba entre los demás papeles pegados, entendí.
Ese cartel me lo dijo así de crudo, como una trompada en medio de la boca me lo dijo. Como golpea la verdad me lo dijo, así me lo vomitó el cartel:
CERRADO POR DUELO
Si no fuera porque ya estaba muerta, hubiera querido morirme.
Mi tiempo ya no se mide en términos humanos, naturales. ¿Qué habrán pasado? ¿Tres semanas? ¿Un mes y pico? Mis dedos están aprendiendo a no traspasar las teclas. Mi cuerpo está aprendiendo a ser visto, a flotar. Necesito más tiempo. Necesito ser vista. Debo prepararme.
Porque aquel tipo, el mismo violador hijo de puta, esta misma mañana ―si es que para mí puede seguir habiendo mañanas― apareció de la nada y se le acercó a mi papá en la vereda de la carnicería, mientras él ponía flores frescas en los floreros. ¿Qué lo llevaba a ese turro a hablar hasta por los codos, a exponerse a que lo descubrieran?
Al final tantas películas que vimos con mi viejo, me dieron la razón: los asesinos siempre vuelven a la escena del crimen.
Después de presentarse como “la otra víctima, el sobreviviente de la tragedia” le dijo:
―Yo traté de sacarla del frigorífico, señor. Pero esos escombros, esos malditos escombros, ¿sabe?, se me vinieron encima. Imagínese, señor, que hasta perdí la camisa y los pantalones: me tuve que sacar todo porque eran puro fuego. Ay, señor, no sabe por lo que tuve que pasar.
El tipo era un actor, un simulador nato. Decía una mentira tras otra, y mi pobre viejo lo miraba con pena. Con los ojos llenos de lágrimas lo miraba. Y el tipo seguía y seguía en sus mentiras.
―Además, un fierro me perforó el hígado. Y hasta los genitales perdí. ¿Se da cuenta, señor? En el intento de rescatarla, perdí mi hombría. Yo me salvé porque Dios es grande. Fue un milagro, y lamento mucho lo de su hija. Ojalá la hubiera visto antes, señor. Sepa que me siento muy mal, de corazón se lo digo. Porque yo también soy padre.
Me quedé flotando en un aire de furia y desgarro. Mi papá, el ser más noble que yo conocía, me lloraba. Y un monstruo le daba consuelo.
Mi viejo ya no puede hacer nada por mí. Aunque ahora cuento con algo seguro: nadie podrá asesinarme otra vez; nadie, ni siquiera alguien que se vuelve una pesadilla para sí mismo. ¿Cómo será soñarse ahorcado y apuñalado por las manos de un fantasma?
Y encima ese fantasma se parece mucho a la joven hija del carnicero. La misma que con sus fuerzas nuevas pone al tipo sobre una mesa cubierta de cuchillas, en esta pesadilla que ya no es una pesadilla.
Susana Vidal. Bibliotecaria anarquista, poeta, metalera, y punky, con una inclinación apasionada por la ópera, además de muy caradura. Nacida en la ciudad de La Plata, en julio de 1971, se le ocurrió salir del lugar más hermoso del universo a espiar un instante; y ya que estaba se quedó afuera. En este recorrido de comodato, deja dos hijos gorriones y un libro guardado por ahí que prefiere olvidar. La UNLP la convirtió en Bibliotecaria Documentalista en el año 2008. Le han publicado poemas en España y México como parte de antologías. Publicó en la antología Poesía bajo la autopista III, junto a otros treinta poetas, dirigida por Gito Minore, en el año 2015. En el corriente año publicó un poemario titulado El vientre del poema con la Editorial Tahiel; participó en una antología colectiva y autogestionada, llamada Poesía bajo la autopista IV; y es cocoordinadora de un taller de poesía junto a la poeta Eleonora Diez, en el barrio de San Telmo.