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Por una pelota

Por María Laura Glerean *

 

―Te toca patear el penal a vos, Silvio ―dijo Enrique.

―Pateá, boludo, que te la atajo. ―Momo se arremangó la chomba, y se agachó flexionando las rodillas.

Silvio pateó la pelota, que rebotó en el piso de ladrillos y golpeó contra la ventana de la vecina.

―¡Nooo! ―gritó Enrique.

El galgo de la vieja, que dormía bajo el alero, abrió grandes los ojos y corrió hacia la medianera, hacia los chicos. Volaba, más que corría. La espuma le caía de la boca, y los ojos asesinos los buscaban a los tres.

La vieja salió de su casa con la cara torcida, los ojos ennegrecidos. La siguió su gato negro, con la piel encrespada. La vieja gritó una orden que detuvo en seco al galgo.

―Casi me rompen la ventana del living, la puta que los parió.

Los tres se escondieron detrás de la cerca. Era la primera vez que los puteaba un adulto. La vieja vestía un batón con flores más grandes que las hortensias del jardín, calzaba unas chinelas marrón caca. Bajo la bandana raída, justo al lado del labio, una verruga negra se erizaba de pelos.

La vieja fue hacia la pelota, que había rebotado contra las hortensias, la levantó, y se la llevó para adentro de la casa.

―Qué vieja amargada ―dijo Momo.

―Qué vieja de mierda ―dijo Enrique―. Seguro que la metió en el sótano y cerró la puerta con llave.

—¡Qué vieja hija de puta! —dijo Silvio, acomodándose los anteojos.

—Vieja puta hija de puta —dijo Enrique, que espiaba desde un hueco de la cerca—. Además anda toda encorvada, y siempre con esa escoba que mete miedo.

—Ese gato negro… —Momo se rascó la frente―. Toda la noche dale maullando.

―¿Y te cagás de miedo, no?

―No, boludo, es que no me deja dormir.

Ninguno de los tres quería decir la verdad: como tenerle miedo, a la vecina le tenían miedo. Se la imaginaban como una bruja que volaba por las noches en su escoba deshilachada, capturando a los chicos que todavía andaban por los potreros. Incluso se rumoreaba que la vieja tenía algo que ver con la desaparición de un niño del barrio que fue visto por última vez jugando a la pelota cerca de la casa de la vecina de Silvio. Vestía unos shorts rojos y una camiseta de Boca. La Policía buscó durante años al chico, pero jamás lo encontró. Lo cierto era que la vieja, cansada de tantos pelotazos, se quedaba con las pelotas de los chicos del barrio, y se las daba a su perro para que las destrozara.

—Tengo una idea, muchachos ―dijo Silvio―: hoy a las siete nos juntamos los tres en el Club de los Caballeros de la Mala Noche, en el galpón de lo de Enrique. Y ahí vemos cómo recuperar la pelota. Les pido que seamos puntuales.

―¿Y si mejor esperamos?

—¿Para qué esperar, Momo?

—A lo mejor la vieja nos devuelve la pelota cuando se le pase la calentura. Y a lo mejor también nos da alguna otra pelota que haya quedado sana. Por ahí la agarramos con buena onda.

—No seas tarado, Momo. ―Enrique se mordió el labio―. Qué buena onda, si es una bruja. Ni en pedo nos devuelve la pelota.

—Nada de boludeces ―dijo Silvio―. Acá hacemos lo que yo diga. No se olviden que soy el presidente del Club.

Momo y Enrique no tuvieron más remedio que aceptar: además de ser el presidente, Silvio era el más alto de los tres.

―Me llevo mi riñonera de supervivencia, por las dudas ―dijo Momo, que siempre andaba bien preparado.

 

El galpón del fondo del terreno de Enrique era una habitación pestilente, ahora envuelta en las sombras de la tarde que se volvía noche, a la que se llegaba por un sendero. Techo de chapas, ventanas sin marco y paredes de revoque descascarado y manchas de humedad. La puerta trasera daba a un patio abandonado y repleto de malezas que superaban la estatura de los chicos. Diseminada por todo el terreno, la chatarra oxidada hacía que el patio se pareciera a un cementerio de autopartes.

―Ojo al pisar y por dónde vas ―le dijo Momo a Silvio, y sacó de la riñonera su linterna―. ¿Y a esta qué le pasa, que no prende? ―Sacudió la linterna, pero el foco titilaba apenas―. Probemos con el encendedor. ―Mal que mal, la llamita del encendedor les mostraba el camino―. No te vayas a cortar con alguna chapa. ―Momo miró alrededor―. ¿Y Enrique dónde está?

—Está adentro, seguro. Esperándonos.

Al final del sendero, ya en la entrada al sucucho de Enrique, Silvio apartó la puerta de auto que ocultaba la entrada. Silvio y Momo entraron y saludaron a Enrique, y se acomodaron en los sillones de tela desvencijados y sucios.

—¿Empezamos, Silvio? —dijo Enrique.

—Sí, vamos a  discutir las estrategias posibles para poder recuperar la pelota.

No faltaba nada en el club de los Caballeros de la Mala Noche. En un libro de actas se registraban las propuestas y los planes de los integrantes de la banda, y todo se refrendaba con un sello ―dos puñales cruzados: el escudo de los Caballeros― que Enrique le había encargado a una imprenta. Cuando terminaban de sesionar y de escribir cada proyecto, se firmaba y se sellaba.

—¿Quién va a ser el primero en proponer algo? ―preguntó Silvio abriendo el libro de actas.

Enrique, que había estado sacando ideas de su libro favorito ―El juguete rabioso― unos minutos antes de que sus amigos llegaran al cuchitril, propuso lo siguiente:

—Para no generar sospechas, lo ideal sería hacer una copia de la llave.

―Qué llave.

―La llave de la casa de la bruja. ¿Qué llave va a ser?

―¡Claro, así entramos de noche!

—Pero, Enrique ―dijo Momo―, ¿cómo pensás hacerle una copia a la llave?

—Por lo que pude deducir y que es lo más obvio ―dijo Silvio―, robando la llave.

—Para vos será obvio, Silvio. —Momo cerró el puño y se mordió el labio—. No todos somos tan inteligentes como vos.

—¡Basta de peleas! —dijo Enrique—. Acá lo importante es escucharnos y no juzgarnos. ¿Qué proponen ustedes?

—Para recuperar la puta pelota —arriesgó Momo―, tenemos que ir a lo de la vieja, tocarle el timbre y pedirle que nos la devuelva.

—Sólo faltás vos, Silvio. —Enrique abrió una latita de Coca-Cola y le dio un sorbo—. ¿Cuál es tu propuesta? ¿Cómo pensás recuperar la pelota?

—A diferencia de lo que proponés, Enrique —Silvio se levantó, los brazos en jarra—, sugiero que estudiemos el comportamiento diario de la vieja puta reputa para conocer sus movimientos durante el día. A lo mejor descubrimos cómo recuperar la pelota sin convertirnos en pibes chorros. ¿Qué dicen?

Los otros dos sonrieron, pulgares arriba.

Silvio anotó las propuestas en el libro de sesiones. Después, cada uno firmó el acta. Por último, Silvio colocó el sello de la agrupación.

 

Días más tarde y desde la habitación de Silvio, los chicos ya estaban espiando con largavistas a la vieja. Bajo el sol de la mañana, con las canas brillándole, la vieja perimetraba la casa, recorría el jardín y la vereda.

―A lo mejor sospecha.

―¿Te parece? ¿Qué es? ¿Una bruja?

―Puede que sí, vieja vigilante.

Ahora la vieja barría el patio, regaba las plantas. También recogía agua en un balde sucio y cosechaba unos tomates de la huerta, seguida por el perro y el gato, sus fieles compañeros.

―A que el gato negro es la mascota mágica de la bruja ―dijo Enrique.

―Para mí ―dijo Silvio― que es algún familiar de la bruja, un pariente del más allá.

―Nada que ver. ―Momo se acomodó los anteojos―. Solamente es un gato hijo de puta. Todas las noches, dele romper las pelotas con ese maullido del orto. La puta que lo parió, gato de mierda.

Después de acabar con tantas tareas, la vieja volvió a entrar en la casa.

—Parece que la bruja es una mina muy aburrida ―dijo Enrique―. Siempre hace lo mismo.

—¿Cómo puede comer tomates todos los días? —preguntó Momo.

—Pero, Momo, eso es por lo que les dije: la bruja es una vieja pelotuda que siempre hace lo mismo.

—Ustedes dos sí que son dos personajes, che —agregó Silvio, que no era de andar puteando tanto.

 

Otro día, de acuerdo con la estrategia, Silvio, Enrique y Momo espiaron desde la cerca a la bruja, que acababa de hacer algo realmente extraño: entró en el sótano de la casa por la puerta que daba al jardín, y llevando una olla humeante.

―¡Miren, un caldero!

―¿Y eso qué carajos es?

―Un caldero es una olla, pero de brujas.

―Ah.

Una brisa rápida empujó hasta los chicos el vapor de la olla. Parecía comida.

—¡Qué olor a mierda tiene esa comida —dijo Momo, zarandeando la nariz―, si es que llega a ser comida!

―Para mí que es un brebaje, como dicen en las películas cuando a las brujas se les da por echar adentro de la olla ojos de murciélago y tripas de sapo.

—¡Qué raro es todo esto!

—Acá pasa algo realmente espeluznante. —Enrique se sacó un moco, y Silvio le preguntó si estaba hablando de esa porquería verde al decir espeluznante―. Tarado que sos.

―¡Ey, qué hacen! Entren a la casa ya.

Era la mamá de Silvio, que los había descubierto husmear en la medianera.

―Pero por qué, mamá ―protestó Silvio.

―No está bien espiar a los vecinos. Ni a los vecinos, ni a nadie. Además, el barrio está peligroso. Así que prefiero que jueguen adentro. Por las dudas.

―Okey, mamá ―dijo Silvio―. Hagamos siempre así.

Mentía, por supuesto.

 

Por las noches, la cosa cambiaba bastante. Los chicos se escondían detrás del ligustro de la esquina, para ver llegar a la camioneta, una Fiorino. La camioneta entraba en el garage de la vieja, y pronto salía de ahí el gordo que la manejaba.

Esta noche, el gordo no se había venido con las manos vacías: salió del garage cargando algo escondido en una frazada bien envuelta con cinta de embalar.

El gordo dio dos pasos inseguros, y medio que tropezó, sin llegar a caerse. Lo que sí se cayó fue lo que traía, que dio con un ¡Plaf! contra el césped de la vieja.

El gordo se agachó y levantó con dificultad el envoltorio.

—Qué se le habrá caído al tipo. —Momo se rascó la frente.

—Me da la sensación de que el socotroco ese pesa mucho —dijo Enrique.

Pero… ¿Qué acababa de suceder? El bulto se había…

—Huy, chicos —dijo Silvio―, me parece que el paquete aquel o lo que sea se movió.

—Dejá de fabular, Silvio, como dice mi abuela. ―Enrique se acomodó la chomba—. Mañana la seguimos.

―Pero es que lo vi moverse.

―Y claro, si el gordo terminó por entrarlo a la casa de la vieja, se debe de haber bambolado.

―Bamboleado se dice, nene.

―Ma’ sí, yo me voy a casa.

―Y yo también.

―Y yo.

 

No todas las noches aquel gordo iba a la casa de la bruja. Pero, cuando lo hacía, siempre repetía el mismo procedimiento: descargaba cosas de la camioneta, se quedaba durante un par de horas con la vieja, y después se mandaba a mudar.

A pesar de que no era el más listo de los tres, una noche a Momo se le ocurrió una brillante idea:

—¿Qué les parece si un día, mientras el gordo entra la camioneta, nosotros aprovechamos y nos metemos en el terreno de la vieja?

—Muy buena idea, Momo —dijo Silvio—. Entramos y, cuando estos estén hablando distraídos, nos metemos en la casa y buscamos la pelota.

—Y cómo hacemos con el perro —preguntó Enrique, llevándose la mano al pito: lo aterrorizaba la idea de que un perro lo mordiera ahí.

—El otro día fui a la veterinaria de mi tío Marce, y le saqué unos somníferos para perros. Podemos ponerle un par de esas pastillas a la carne picada, y se la tiramos al galgo.

—Okey, amigo. ―Silvio alzó la palma, y se la chocaron los otros dos―. Hoy se te prendió la lamparita.

 

Una noche sofocante, vieron llegar al gordo de la Fiorino. Bajó algunas cosas, y se puso a discutir con la bruja. Y Silvio, Enrique y Momo aprovecharon para meterse en la casa.

—A la mier… —Silvio se cubrió la boca: desde un rincón del living los acechaba el galgo, agazapado y a punto de abalanzárseles.

Y lo peor es que no ladraba: se los quedaba mirando, y frunciendo el morro mostraba esos colmillos crueles. Momo le lanzó la bola de carne picada directo a la boca, y la bestia la devoró con ganas, y los tres se fueron enseguida en busca del sótano.

Un hedor a humedad y meo volvía irrespirable a aquella casona, y los hongos infestaban las oscuras paredes.

―Debe de ser esta ―dijo Silvio en voz muy baja y señalando una puerta horizontal, al nivel del piso.

Al abrirla, desde abajo los aturdió un maullido demoníaco: ¡el gato negro de la bruja, que montaba guardia en un escalón! Y los tres, paralizados junto a la puerta del sótano, vieron cómo se les venían por el pasillo la vieja y el gordo.

—¡Ey, ustedes! —dijo el gordo—. ¡¿Qué están haciendo acá?!

Corrieron y corrieron por el largo pasillo oscuro, en busca de una salida, pero una pared les cerró el paso. Acorralados, el gordo los atrapó entre sus brazos de gorila y los metió en el sótano.

—Qué oscuro que está acá —dijo Enrique.

—Y qué olor a mierda que hay —dijo Silvio, rascándose la nariz.

Por el ruido del cierre relámpago, los otros dos entendieron que Momo abría la riñonera, y al prender el encendedor pegó un salto, y Silvio y Enrique largaron un alarido: desde el fondo del sótano, los miraban en silencio unos ojos brillantes.

Ya acostumbrados a la penumbra, descubrieron a un chico más chico que ellos tres, muy flaco y muy lastimado en la cara y los brazos. Estaba amordazado, y lo habían encadenado a un caño de agua. Vieron alrededor de él soretes y charcos de meo, y restos de tomates, arroz y verduras podridas.

Momo creyó haber visto al chico, y al acercarle a la cara la llama del encendedor pudo reconocerlo.

―¿Qué hacés acá, Pepe? ¿A vos también te agarraron?

―Ey ―dijo Enrique―, ¿no ves que está amordazado el pobre? No te puede contestar, boludo.

―¿De dónde lo conocés, Momo? —dijo Silvio.

—¿Nunca lo viste en el barrio? —Momo se acomodó el pelo—. Es el hijo de mi vecina.

—Okey.

—Y ahora qué carajo hacemos —preguntó Enrique, ajustándose la gorra―, además de soltarlo a Pepe.

―Ni la menor idea.

―Yo tampoco.

Intentaron soltar a Pepe, pero les fue imposible: la cadena era nueva, cementada; ni un rastro de óxido por donde poder limar.

―Qué porquería ―dijo Silvio―. Para soltar a Pepe necesitaríamos por lo menos una tenaza.

―Qué joda ―dijo Enrique.

Momo volvió a prender el encendedor, y a un costado de Pepe vieron un montón de pelotas: algunas enteras, otras destrozadas por el galgo.

—Ahí está la nuestra —dijo Enrique—. La puedo reconocer por la mancha de grasa. Es la pelota.

—De qué nos sirve la pelota ahora —dijo Silvio—, si estamos acá encerrados.

—¿Qué andan tramando, nenitas?

Era la voz del gordo, desde lo alto de la escalera. Y el tipo no venía solo: los tres quedaron paralizados al ver que también la vieja bajaba la escalera.

 

—Esto les pasa por hinchar tanto las pelotas —dijo el tipo.

―Nunca mejor dicho. ―La vieja seguía bajando, ya podían olerle esa peste de vieja sucia.

―Por qué lo decís, Adelia.

―Por lo de las pelotas, estúpido.

―Ah.

―Y qué te parece que hagamos con estas lauchas.

―Un guisito, Adelia.

―Un guisito, eso.

―Ya que les gustan tanto ―el gordo llegó al piso del sótano―, se las van a comer en guiso a las pelotas. Alto guiso, pendejos de mierda.

Silvio largó una risita de loco, una de esas risitas hechas de puro nervio que se le escapan a uno.

—Por suerte nos ahorraron el trabajo de secuestrarlos —dijo la vieja.

―¡Sacanos de acá ya mismo, vieja puta! ―gritó Momo, y Silvio y Enrique se le sumaron.

―¿Sacarlos? ―dijo el gordo, entre los gritos, con el tono de quien acaba de oír un buen chiste―. En tres joncas los vamos a sacar a ustedes. A ver, estúpido, quietito. ―Se le vino a Silvio, con un rollo de cinta de embalar. Silvio puso la peor cara de asesino que le pudo salir, pero no hubo caso: aun a pesar de las patadas que le encajaban Momo y Enrique, enseguida el gordo lo redujo y le cubrió la boca con la cinta. Se dio vuelta, y los miró a los otros dos―. A ver quién me cuenta de ustedes ―dijo.

―¿Qué cosa? ―preguntó Enrique, y se sintió un imbécil.

―A ver quién me cuenta quién de ustedes dos fue el primero que me pateó.

La vieja dijo:

―Ese, Alberto: el más flaco.

―¿Así que fuiste vos? ¿Cómo te llamás, putito?

―Dragon Ball Zeta me llamo, gordo traficante de ravioles.

El gordo se le vino encima a Enrique, y lo derrumbó de un derechazo: Enrique cayó al piso, y ahí quedó inconsciente.

Al verlo tendido boca arriba, Silvio se desmayó, y Momo se cubrió la boca para no dejar escapar un grito de horror.

―Bien ahí, pendejo ―dijo el gordo, señalando a Momo―. Hacés bien en no decir nada. ―Se le acercó, y le tapó la boca con la cinta. Y lo mismo hizo con Enrique, que seguía desmayado.

―Parece que entendieron quién manda ―dijo la vieja.

―Eso parece, Adelia.

Alberto encadenó al caño de agua a los tres chicos, y después subió las escaleras junto con la vieja.

 

Ya arriba, Adelia y Alberto cerraron con llave la puerta del sótano, y fueron para la cocina. Alberto sonrió: la vieja había preparado un festín. Pollo al horno con papas, una botella de Toro Viejo y unas flautitas.

Alberto se sentó a la mesa, y descuajó del pollo una pata. Le echó un tarascón, y se dio a devorarla como una bestia famélica. En la mano libre sostenía el diario, y con la boca llena leyó una noticia destacada en las páginas policiales:

Otro niño desaparecido en el Barrio la Colina.

―Debemos cuidarnos ―dijo Adelia, y se sirvió un vaso del tinto.

 

Al rato, sonó el timbre. Eran tres oficiales de la Policía.

—Buenas noches, señora Orson. ¿Sabe? Hemos recibido una denuncia.

―¿Y? ―Alberto se quitó del labio un resto de pollo.

―Tranquilo, Albertito ―dijo Adelia―. ¿De qué se trata?

―Unos vecinos han oído gritos muy fuertes, provenientes de su propiedad. Además dicen que vieron movimientos extraños.

―No sé de qué me está hablando, oficial. Yo estaba con mi hijo, cenando tranquilamente.

—¿Podemos pasar a verificar que esté todo bien?

—Sin una orden ―dijo Alberto―, no pueden entrar.

Después les cerró la puerta en la cara, y los espió por la mirilla.

Los policías se alzaron de hombros, y se mandaron al patrullero, estacionado frente a la casona. Por la actitud, era evidente: lo primero que harían al llegar a la comisaría sería pedir una orden de allanamiento.

―¿Ahora qué carajo hacemos, mamá? Estos tipos no se quedaron tranquilos.

―Rápido, Alberto: plan b.

 

A las dos horas, los oficiales volvieron con una orden de allanamiento. Uno de ellos, el cabo Durán, con tres años de servicio, tenía una corazonada que no había compartido con sus compañeros. Él mismo, de chico, había sufrido a un novio de la madre, que lo encerraba cada dos por tres. Y la sensación de adrenalina que había “respirado” en aquella casa fue inconfundible.

Los policías recorrieron la planta baja y el altillo, y no vieron nada extraño. El galgo, tirado en el suelo del living, dormía con ronquidos y todo. En suma, no encontraron nada fuera de lo normal.

Un oficial trató de abrir la puerta del sótano, pero no pudo. Señalando la puerta, Alberto se le acercó, y dijo:

—Hace tiempo que no lo usamos.

—¿El sótano? —dijo Adelia—. Está lleno de porquerías. Mejor ni bajar. Ni llave tenemos, ni se molesten.

Y el cabo Durán olió el nerviosismo de los dos sospechosos, y llamó a los compañeros para que enfocaran con la linterna y lo ayudaran a tirar la puerta abajo. Un par de empujones bastaron para que la puerta se descuajara de sus goznes y saltara de escalón en escalón hasta aterrizar entre una nube de polvo. Y los policías descendieron por las escaleras. Pero sólo encontraron algunas sillas desvencijadas y una mesa, todo cubierto de polvo y mugre. Revisaron bajo la mesa, removieron algunos trastos.

—Yo les dije, señores, que lo único que hay en el sótano son porquerías, y nada más. —Adelia prendió un cigarrillo, y le dio una pitada—. ¿Están conformes ahora?

Ya empezaban a subir las escaleras, con el humo de aquella vieja irrespetuosa planeando por encima de sus gorras, cuando Durán dirigió el haz de su linterna a un rincón. Y descubrió una pelota. Un número 5, de cuero y manchada con grasa.

―¿Y esta pelota?

―Qué pelota ―dijeron al mismo tiempo la madre y el hijo, y a los dos les temblaron las palabras.

―Quédense acá con estos dos, muchachos ―les ordenó el cabo Durán a los demás―, que yo me mando a revisar el fondo.

Recorrió el patio, pero no vio nada raro. Antes de que se encaminara de nuevo hacia la casa, un pelotazo de atrás le pegó en el hombro. De refilón creyó ver a un niño de short rojo que se perdía entre las plantas.

No puede ser, pensó.

Vio que la pelota iba a parar abajo de la ligustrina, que bordeaba unas chapas como dispersas.

Y lo alarmaron unos gemidos. Eran gritos, más bien, como amortiguados por una mordaza. Oculto entre hojas y ramas, dio con una especie de búnker: ¡las chapas cubrían un pozo, del que provenían esos gemidos!

El cabo Durán levantó las chapas. Iluminando con la linterna, dio con cuatro pibes, todos maniatados, quienes lo miraban con ojos de espanto y también de alivio.

 

 

* María Laura Glerean nació en Buenos Aires en 1979. Es Profesora en Letras (Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco) y da clases de Lengua y Literatura en escuelas secundarias. En 1981, se mudó a la ciudad de Puerto Madryn junto a sus padres. Tiempo después nacieron sus hermanas Romina y Vanesa.

Desde muy chica se interesó por la lectura y la escritura de cuentos. A los doce años ganó un concurso de relatos infantiles organizado por la radio FM Paraíso 96.1.

En el año 2018 nació su hija, Victoria, y desde entonces su vida se iluminó.

En plena pandemia, escribió un libro de cuentos titulado Por una pelota. En 2020, comenzó a trabajar estos relatos en uno de los talleres coordinados por Marcelo di Marco. Actualmente participa del taller Lunes 20:00. “Por una pelota” es su primer cuento publicado.

 

Las ilustraciones que acompañan este cuento pertenecen a Romina Soledad Glerean **

** Romina Soledad Glerean nació en 1982 en Puerto Madryn. Es dibujante y pintora. Estudió arte en los talleres de los artistas Fernando Molinari, Mercedes Fariña y Ricardo Selma.

Los días mejores

Por Gabriela Ayala *

 

A veces me dejaban tranquila y se la agarraban con alguien más: con Tania, por boliviana, o con Franco por tartamudo. Igual, el tiempo sin cargadas se me terminaba rápido, y Paula era la peor. Paulita, como le decía la maestra. Y claro, si era su preferida. Era, porque ahora las cosas son distintas.

Máximo, esa laucha cara de culo, siempre me había tenido bronca y daba asco lo chupamedias que era con ella. Todos los del grado querían ser amigos de Paulita porque sus padres tienen mucha plata y además son dueños de la única fábrica de golosinas que hay en Quilmes.

Me acuerdo de cómo eran los ojos de Paula: dos bolitas sobre la piel colorada por las corridas del recreo, y brillaban bajo el flequillo pegoteado de transpiración. “Brillaban”. Ahora son semillas oscuras. El pelo, siempre sedoso y limpio, es lo único que queda de la Paula de antes. Cuando todavía era la Paula que me hacía llorar, lo usaba bien tirante, con un alisado perfecto. Después de unas horas, se le iba desarreglando, porque Paulita no se quedaba quieta: siempre de acá para allá, tironeando a este o a la otra, todo el tiempo ocupada en llevar y traer secretos o planes para joder a los demás.

Cuando Paulita decidía agarrárselas conmigo, me miraba fijo y toqueteaba sus pulseras —tilín, tilín, tilín—, un montón de ositos brillantes se agarraban a las cadenitas y cordones que le llovían sobre las manos. Soltaba su risita áspera como el aleteo de un bicho, y se subía a cualquiera de las mesas del salón:

―¡Miren a la gorda! ¡Tiene cuatro ojos, cuatro ojos, cuatro ojos!

Los chupamedias también se paraban sobre las mesas, y le hacían caso en todo. Cuando la seño volvía al aula, decía eso de: ¡Orden, chicos, a sentarse en sus lugares!, y las cosas se quedaban ahí. Yo le tenía bastante bronca a la seño.

Mi mamá nunca me daba bolilla cuando le contaba lo de las cargadas y que la señorita se hacía la boluda. Lo único que se le ocurría era salir corriendo a comprar mermeladas y yogures dietéticos, que no me gustan, que son horribles. Que ya falta un año y vas a la secundaria, que lo importante es no repetir de grado, que después no la vas a ver nunca más; con todas esas pavadas me salía. Ponete a estudiar que yo voy a ir uno de estos días a hablar con la directora. Pero nunca llegaba ese día.

 

Una vez la seño había ido a la biblioteca a devolver unos libros. Salió un ratito nomás. Yo aproveché ese ratito. Guardé mis cosas en la mochila. Paula estaba en la otra punta, de espaldas, y rodeada de los chupamedias que se reían de sus chistes. Ella también aplaudía sus propias payasadas, y eso me hervía las venas.

Se había peinado con una trenza que le llegaba a la cintura. Me concentré en esa serpiente de pelo marrón que le bajaba por la cabeza y le llegaba más abajo del culo. Apuré el paso. Cuando la tuve ahí nomás, agarré fuerte la trenza y la sacudí como a un trapo roñoso. El olor a manzanas se me metió por la boca: era el champú preferido de Paula, el champú preferido de todas las chicas que querían ser como ella. Retrocedí lo más rápido que pude con esa especie de soga, castaña y fresca, entre las manos. Retrocedí concentrada en los grititos y manotazos de Paulita, y en la forma en que pararon cuando se dio la cabeza contra los mosaicos del piso.

Claro que me castigaron. Y encima los chupamedias se olvidaron de Tania y de Franco, y la única que la ligaba era yo. La laucha esa de Máximo, que sabe dibujar rebién, se lo pasaba haciendo chanchitos en el pizarrón, y abajo les escribía mi nombre. Paula se descostillaba de risa.

 

Tania me mostró unos videos de YouTube donde unas mexicanas daban tips “para pagarle a los matones con la misma moneda”, pero esas bromitas eran muy ñoñas como para joderla a Paula.

Yo esperaba mi día.

 

A Paulita la conocía por lo mucho que la odiaba. Digo que la conocía, porque la Paula de ahora es otra cosa. Si se levantaba del banco, yo podía adivinar si iba a pedir permiso para ir al baño o si se había olvidado el sacapuntas. A veces, Paulita llegaba a la escuela con la cara bastante larga y el mentón le temblaba un poco; yo podía notarlo porque me había acostumbrado a observar detalles: esos días se dejaba de molestar. Muchas veces llegaba con los ojos colorados y húmedos. Tania decía que nada que ver, que a mí me parecía, si siempre era la misma: “la maldita de Paulita”.

 

Tania y yo, según los chicos, somos feas, en cambio Paula era linda y aparte era la mejor en carreras de velocidad. Le gustaba contar historias de terror que sacaba de internet. La cara se le iluminaba cuando se ponía a contar sobre ese hombre alto y flaco, ese que se lleva a los chicos y no los devuelve jamás.

Yo había pensado mucho en cómo hacerle a ella algo muy malo y que no volviera nunca más. También había planeado cómo hacer para que no me descubriera nadie, porque tonta no soy. Pero ese día que se paró en mi banco y desde ahí cantó lo de la vaca lechera, y el curso entero cantó con ella, y encima el cara de rata subió el video a Instagram, no aguanté más.

Cuando llegué a casa, fui el galpón, revisé el baúl de apicultura, y me guardé el cuchillo que papi usa para desgarrar los panales. Desoperculador, le dice papá, y siempre lo tiene bien afilado.

 

 

Llegué tarde a la escuela, no quería cruzarme con ninguno. El portero me retó, y yo le dije a todo que sí. Caminé lo más rápido que pude, igual el pasillo se me estiró como un chicle. Cuando estuve cerca del salón, abrí la mochila para ver si el cuchillo seguía en su lugar. Sí, la hoja brilló entre los maquillajes que había comprado a escondidas de mamá.

Un tajo en la cara era demasiado, a lo mejor romper alguna de sus cosas. Me hubiera gustado hacerle bolsa esa cartuchera de Stranger Things que le habían traído de España —no paraba de presumir con ese mamotreto—. Eso no pasó.

Cuando entré al aula vi un amontonamiento alrededor del escritorio de la señorita. Por detrás de ese tapón de cuerpos, me llegó la voz borrosa de la seño. Lloraba. Todo el grado era un desorden y ni siquiera habían levantado las persianas. Entre todo el secreteo y las palabras recortadas, pude darme cuenta de que la nombraban a Paula. Vi a Tania en una mesa del fondo. Estaba distraída con el celular. Cuando le pregunté qué había pasado, me tironeó del brazo hasta que mi cara estuvo pegada a la suya. Su voz me hizo acordar a ese soplo que sale de las cañerías secas:  

―La maldita de Paulita tuvo un accidente bastante fiero.

No me interesaba el accidente, sólo saber si Paula volvía a la escuela o no. Pero Tani es la diosa de los chismes, siempre con las narices metidas en Facebook, en Instagram, o espiándole el WhatsApp a su mamá para saber lo que pasa en el grupo de padres.    

―No digas que yo te conté, pero una máquina de la fábrica de golosinas le aplastó la mano. Así, ¡crash-crash! —otra vez la vocecita de soplido hueco. Como a una galleta se la aplastó. Y Tania juntó las manos, palma con palma, restregándolas una y otra vez.

Se me aflojaron las piernas.

Me rodeaba un zumbido ahogado, como el que me hizo escuchar papá esa vez que lo había acompañado al apiario. A mí no me dan miedo las abejas, además papá me enseñó cómo tratarlas y me dijo que ellas siempre te devuelven lo que les das. Eso me gusta. Lo único que no me gusta de las abejas es esa parte de las reinas.

Papá me contó que cuando la reina envejece y ya no pone tantos huevos, las abejas nodrizas hacen una reina nueva: eligen una larva cualquiera y la alimentan con jalea real. Así se hace una reina, y cuando está por nacer, da un grito de guerra que retumba en toda la colmena. Ese grito significa que la reina vieja tiene que escaparse si no quiere morir. Una reina nace para matar a otra reina. Así dice papá.

Caí en la silla que tenía más cerca. Tania no paraba de darme detalles sobre la mano rota de Paula: que fueron las pulseras, que los cordones de colores y esos ositos de mierda que usaba Paula se le engancharon en uno de los rodillos por donde corre la masa, y que la mano no estaba, eso dijo, que la mano había desaparecido. Saqué mi teléfono, y le escribí a mamá:

Mami :c

Vení a buscarme q me duele mucho la panza

 

Los días que pasaron fueron buenísimos: los chupamedias se habían olvidado de mí. Si no hubiera sido por Tania, que me llenaba la cabeza con historias raras, lo hubiera pasado mejor todavía. Tania es así: cuando tiene miedo, te arrastra con ella. Por eso me contaba sus pesadillas donde la mano de Paula le saltaba a la cara como una araña, y la mordía―¡crach, crach, crach!― una y otra vez, hasta que se despertaba en la oscuridad.

 

 

La seño había dicho que Paula iba a ponerse bien. Eso había dicho, pero se equivocó. Muchas veces, en el recreo, le oí esa voz borroneada que le salía cuando hablaba por teléfono sobre el accidente.

―Por suerte los chicos son amorosos ―decía la seño, y las lágrimas le corrían el maquillaje.

Sin Paula, todo era mejor: los amorosos se olvidaban de cantar canciones sobre mis anteojos y sobre la vaca lechera. Para mí era como un sueño de esos donde hay animales y gente jugando bajo el sol, y el pasto está bien cortito y verde, y parece primavera porque por todas partes hay mariposas y flores. Así era cuando Paula no venía a la escuela.

Pero un día, Paulita volvió.

Fue un lunes. El fin de semana habíamos ido a San Clemente, y papá me había dejado estar con él en el apiario. Lo ayudé a medicar las colmenas: una por una las abrimos, y les pusimos unas tiritas empapadas con el remedio. Las colmenas también se infectan, se enferman como cualquier colonia de seres vivos, así dice papá.

Los lunes tenemos dos horas de Ciencias Naturales, y yo pensaba comentarle a la seño las cosas que había aprendido. Pero Paula estaba ahí, en su banco de siempre. El pelo seguía siendo hermoso, y le caía, desde una vincha rosa, como una cascada de chocolate. Así de lindo es el pelo de Paulita. Tenía una mano —sólo una— apoyada sobre la mesa. El brazo izquierdo se escondía debajo del pupitre. Los chupamedias, con Máximo a la cabeza, se le acercaron a regalarle golosinas, pero ella miraba no sé dónde. Miraba la nada misma mientras la mesa se le llenaba de chocolatines, gomitas y caramelos.

Me senté al lado de Tania que estaba muy ocupada con los reels de Instagram. Le di un codazo.

―Esa no es Paula ―me dijo―. Esa es otra cosa. ―Y a mí se me helaron los pies.

Volví a mirar a Paula: la seño se le acercó con un paquetito brillante; se lo dejó cerca de la mano y, como la otra no movió ni un dedo, lo empujó despacito hasta hacérselo chocar contra el índice. Paula lo arrastró a un costado, con las otras golosinas. La seño le besó la frente y volvió a su escritorio.

No pude notar eso que había notado Tani. Siempre se hace la misteriosa, sobre todo cuando no quiere sacar la vista del celu. Así que me quedé sin entender. Después de un tiempo, sí que lo entendí.

La que había vuelto no se parecía nada a la Paula que habíamos conocido. Ni un solo gesto, ni siquiera la voz.

Un día que fue al quiosco, y se le cayeron unas monedas, la vi juntarlas del piso, y al fijarme en el brazo izquierdo me pareció que bajo el puño del delantal se asomaba algo que parecía un dedo. La mamá venía a la escuela y conversaba con la seño en la puerta del salón; las notas de Paulita habían bajado, y no salía a los recreos. A mí me daba un poco de lástima, pero Tani me hacía tenerle miedo, porque se lo pasaba comparándola con la asesina de La llamada.

Tania es insoportable cuando se le pone algo en la cabeza. Quería saber si, como Samara Morgan, Paulita se había vuelto insensible al dolor o le tenía pánico al agua. Insistía en que teníamos que pincharla con un alfiler o tirarle gaseosa en la cara. Igual, no hicimos nada de eso. Al final nos fuimos acostumbrando a que se portara como una vieja y a que anduviera siempre con esa mano— o lo que fuera eso— en el bolsillo.

 

Habían pasado tres meses del accidente. Estábamos en la clase de Educación Física. Me encanta jugar al handball, y ese día me estaba yendo rebién: en el primer tiempo había metido cuatro goles. Como Paula no se animaba a jugar, la profe le pidió que alcanzara las pelotas que salían de la cancha. Paulita iba y venía siguiendo las jugadas. El laucha cara de culo estaba en el arco. Cuando metí el quinto gol agarró la pelota y, de bronca nomás, la tiró bien lejos y le hizo pulgar arriba a Paulita.

Y Paulita se sonrió.

Ya me había olvidado de esa sonrisa. Pero Paulita no fue a buscar la pelota: vino hasta mí. Primero caminó lento, como pensando si seguir o no. El Laucha y un par de los que todavía se juntaban con ella, aplaudieron para alentarla.  Y Paula se movió con los pasos resueltos de antes, y tuve miedo, y justo tuve que mirarla a los ojos. Justo tuve que ver cómo le brillaron bajo el flequillo. Cuando estuvo al lado mío, dijo bien bajito:

―Andá a buscarla vos, gorda de mierda.

Después de eso, no me pude concentrar. Le dije a la profe que me había cansado, y salí del juego. Paulita corría de acá para allá, la cara colorada y el pelo alborotado. Fue un segundo, pero yo la miraba atenta. La pelota le quedó al lado de los pies, y ella quiso ser rápida. Se agachó, y en ese movimiento el puño se le subió un poquito. Vi los dedos: el pulgar y el índice. Sólo esos dos. Habían quedado al borde de un muñón lleno de cicatrices rojizas. Como una pinza, me dije, una pinza escamosa y marrón. Una pinza.

Le hice señas a Tani para que saliera de la cancha.

―Esa forra las va a pagar.

Sonó el timbre del recreo y volvimos al salón.

―¡Miren a la gorda! ¡Tiene cuatro ojos, cuatro ojos, cuatro ojos!

Paulita estaba volviendo.

En un ratito nomás, cuando la seño salió a buscar unos materiales para la clase de Plástica, todo prometía volver a ser un infierno: Máximo con los chanchitos, dos o tres chupamedias sobre los bancos (pocos, pero tenía que frenarlos), y la vaca lechera.

Pero yo no soy una vaca cualquiera.

La miro a Tania. Y dale, hacelo, me dice con sólo con mover los párpados.

―Paula tiene dedos de pinza. ―No reconozco mi propia voz―. Paula es un cangrejo, un cangrejo, un cangrejo. ―La voz me brota por todo el cuerpo, y viene de todas partes como el grito de una reina nueva, una reina que va a matar a la reina que ya no sirve―. ¡Paula es un cangrejo, un cangrejo, un cangrejo! ¡Paula es un cangrejo, un cangrejo, un cangrejo!

―¡Paula es un cangrejo, un cangrejo, un cangrejo!

―¡Paula es un cangrejo, un cangrejo, un cangrejo!

―¡Paula es un cangrejo, un cangrejo, un cangrejo!

Paula en un rincón, Paulita maldita solita, trata de esconder su parte fallada y rota. Su parte fea. Pero es tarde para eso, porque los chupamedias se quedan mudos y apretados en un rincón, y ahora somos mayoría, y cantamos y bailamos sobre los bancos y yo me vuelvo invisible, y Paula es la mancha oscura sobre la tela blanca.

Las pesadillas de Tani —¡crach, crach, crach!― siempre vuelven. El dolor es lo real de la pesadilla, eso dice ella. Dice que el dolor es de verdad, y que a veces lo tiene ahí, en la cara, durante todo el día. Yo trato de no escucharla, quiero cambiar de tema, pero enseguida me acuerdo del olor. Me acuerdo, y ya no pienso más que en ese olor a champú de manzanas, que por las noches se me mete por la boca, y me aprieta la garganta, y no me deja dormir.

 

 

*  Gabriela Ayala nació y creció en Quilmes. Hija de padres trabajadores, creció en un hogar humilde. Desde muy chica se interesó por las historias que escuchaba en las letras de tango y folclore, música que sonaba en la casa. Su madre tenía una biblioteca pequeña donde se mezclaban libros de cuentos, novelas, historia y psicología. En esos libros encontró una buena compañía para las siestas, un precioso universo para compartir con su abuela (a quien le leía sus cuentos favoritos), y más tarde inspiración para escribir sus propias historias. Hoy se desempeña como pintora y docente. Hace unos años se reencontró con la escritura, y comenzó a tomar talleres y a cursar el tramo de Formación en Escritura Creativa en el espacio de la EMAC de Tres de Febrero. Participa de los talleres de Marcelo di Marco y Nomi Pendzik, espacio donde fue trabajado este cuento.

 

Las ilustraciones que acompañan este cuento pertenecen a Gabriela Ayala.

Reseña de El revoloteo de los alcaravanes

por Hugo Reyes Saab *

 

La literatura es una perfecta máquina del tiempo: con solo teclear unas palabras se materializan ante la imaginación mundos perdidos, épocas remotas, y los sitios de la nostalgia cobran vida, dispuestos a recibir a los curiosos. Marco Fidel Urbano Franco **, en su libro El revoloteo de los alcaravanes, es el crononauta que, gracias al artilugio de su técnica, describe con nitidez la época de la Bogotá de finales de los años cuarenta; esa que con su tinte sepia aviva el interés por buscarla en los rincones del centro de la ciudad donde todavía subsisten sus huellas. Sitios como el recién desaparecido café Saint Moritz, la Avenida Jiménez o el Pasaje Hernández, mantienen la memoria de una ciudad que pretendía ser, justo antes del Bogotazo, un Buenos Aires pequeñito.

Marco Fidel se pasea por una ciudad rodeada por lo rural, donde todavía se escuchan los soplos del vapor de la locomotora 45 que parecen disparar las palabras: mucho peso, poca plata, mucho peso, poca plata…, mientras se desliza con parsimonia por los rieles del ferrocarril de la sabana; un sonido que denuncia lo que es y será vivir en Colombia: pesará mucho y no dará plata.

El día en que es asesinado Gaitán, el caudillo del pueblo, la gente la emprenderá contra los edificios de una ciudad oligarca que les ha negado acceso al sueño urbano de prosperidad. Mientras en el espacio público se saquea y se vandalizan los sitios de los ricos, en el íntimo se es testigo del drama del joven Silvestre, quien, en la madrugada del 10 de abril, se entera de la muerte de su madre, y debe ingeniárselas para regresar al pueblo de Oicatá para llegar a tiempo a su funeral.

La novela desata un suspenso que no afloja ni en el punto final, se percibe la angustia del protagonista que lamenta no haber podido visitar antes a su madre debido a que perdió el dinero del viaje en una apuesta callejera; la culpa aceita la dinámica de una aventura que involucra a muchos, pero que para el protagonista resulta ser un asunto de vida o muerte. El narrador es diestro para entrar en el universo y en el corazón de sus protagonistas; viaja a sus pasados sin perder el hilo, elabora analepsis impecables que regresan al presente con una historia más robusta para el lector.

El revoloteo de los alcaravanes es una obra rica en detalles, en giros; hace homenaje a la gente sencilla, a la que más allá de las filiaciones políticas es bondadosa y decente, la que mueve el mundo no para quemarlo sino para salvarlo, la que tomaba Mejoral para el dolor de cabeza y Kolcana para la sed; la que no tenía para comprar cerveza, pero sí chicha. El mayor acierto de esta novela es el guiño que hace a Juan Rulfo: imaginar a Silvestre llegar de noche al rancho de su madre, cojo, agotado y envuelto en una ruana, despliega una de esas atmósferas crepusculares del maravilloso Pedro Páramo. Es un homenaje total a la vida que nos inspiran nuestros muertos.

 

 

* Hugo Reyes Saab (Colombia) es licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad Santo Tomás. Tiene una especialización en Creación Narrativa de la Universidad Central. Ha hecho estudios de psicoanálisis y cine. Su primera novela, Toque de silencio en la tropósfera, fue publicada por Editorial Escarabajo (2020). Actualmente tiene un blog, El Diván de Hugo, escribe su segunda novela, hace reseñas literarias y guiones para series de televisión.

 

 

 

** Marco Fidel Urbano Franco (Bogotá, 1950). Ingeniero Industrial de la Universidad INCCA; desarrolló su carrera laboral en el Banco Popular de Colombia durante cuarenta y dos  años, al cabo de los cuales se jubiló. Regresó a la universidad y obtuvo los títulos de Maestría en Historia (Universidad de los Andes) y Maestría en Escrituras Creativas (Universidad Nacional). En la actualidad escribe novela histórica en los tiempos que le deja libre su actividad principal: ser abuelo junto con su esposa Mechas.

Tres plegarias a la ausencia

Por Ángel Morales *

 

—¿Adónde va mamá?,

le preguntaron a papá

mis nueve años.

Y, en sus ojos,

ya crecían dos vacíos.

Y el ataúd

bajaba

y bajaba.

 

—¿Adónde va mamá?

Y papá se apagó

como un cigarro

que se pisa en la calle,

y el silencio y una cruz

le trazaron los labios.

 

El clavel que cayó de sus manos

habló por él.

 

 

 

Cómo me gustaría, por un momento,

dejar de ser poeta.

Descolgarme el corazón,

como una estrella desgastada,

y ponerlo a descansar en el librero.

Detenerle sus luces desbocadas,

sus aguas despiertas,

y ponerle pausa a su música monótona.

Cómo me gustaría que los objetos

guardaran silencio,

que se rompieran frente a mí

sin que tuviera que morir en su lugar,

sin que sintiera la responsabilidad,

por una sola vez,

de dedicarles unas cuantas líneas de mi sangre.

Cómo me gustaría

dejar de maquillar las cosas que me duelen,

y que ellas me asalten con su verdadera cara,

y no con esos ojos falsos, grandes y bellos de la poesía.

Cómo me gustaría no recrear el mundo.

Dejar de ser ya el escriba sumiso del mundo.

Ser, en verdad, un hombre.

 

 

 

 

 

 

 

Selva,

yo te invoco sobre el monte.

 

La mano ciega de mi alma

quiere tañer las cuerdas de tu verdor.

 

Creces en el fondo de mis ojos.

Creces como un racimo fresco de llamaradas

en los confines de mi sentimiento.

 

Deshojas tus pétalos dorados

sobre la tierra fértil de mi asombro.

 

Háblame.

Abre la granada roja de tu amor,

y apaga el tizón de tu silencio,

que me quema la garganta.

 

Quiero morder la guanábana madura de tu belleza.

Quiero probar el néctar luminoso de tus constelaciones.

 

Déjame mojar la pluma en la tinta verde de la hierba.

Déjame leer la carta inscrita en la corteza de los árboles.

 

Selva,

yo soy tu humilde amanuense.

 

Díctame.

 

 

* Ángel Morales (México, 1996) es ingeniero agroindustrial. La poesía ha estado presente desde su niñez, al escuchar a su padre recitar poemas de Pablo Neruda, Ramón López Velarde y Charles Baudelaire. Sus poetas predilectos son Octavio Paz, José Emilio Pacheco, Rainer Maria Rilke y Federico García Lorca. Desde enero de 2022 asiste al Taller de Corte y Corrección, coordinado por el poeta y narrador Marcelo di Marco, de quien aprende a sacarle brillo a cada verso.

Ganó en el 2023 el segundo lugar del Premio Nacional al Estudiante Universitario José Emilio Pacheco, y fue uno de los finalistas en el Primer Premio Nacional Sophia-FILCO de Literatura Joven 2024.

Protagoniza una de las columnas de Marcelo di Marco en el diario La Capital de Mar del Plata (dicha columna puede leerse aquí).

 

Impiadoso atardecer de agosto

Por Juan Pablo Arrufat *

 

El sol de fines de agosto, que horas atrás penetraba apenas la ventana del cuarto, ya lo encandilaba. Jaime decidió levantarse, por fin. Torpes pasos ―que sin la ayuda del bastón gastado le sería imposible dar― lo encaminaron a la cocina. Puso a calentar la pava del primer mate.

El primero de la mañana, se dijo. Y también el último.

Entró Justina, con cara de cansancio. La pulcritud de la cocina delataba que anoche se había quedado limpiando hasta cualquier hora. Si algo tienen los ritos, pensó Jaime, es que se mantienen hasta el final. Hasta el último día.

Oyó el acostumbrado golpe del diario contra la puerta de calle ―hasta eso se mantenía también―: acababa de pasar el diariero. Y la contundente claridad del titular de El Natal le causó un escalofrío:

HOY, EJECUCIÓN EN LA PLAZA

Se puso a hojear el diario del pueblo, sin hablarle a la mujer. El silencio entre los dos se volvía cada vez más insoportable. Y tenían todo por decirse.

Al rato, cuando estaban por terminar el desayuno, Justina se atrevió a arrancar la última charla.

―Y bueno, viejito… ¿qué pensás?

―Al final nos tocó.

―Llegó el día.

―Y sí, vieja, algún día la putita menor de los García iba a parir a esos mellicitos.

―Y sí. Más de siete meses no iba a durar el embarazo de mellizos, ¿no? Ocho, por abajo de las patas.

―¡Pendeja de mierda! ―El puño de Jaime hizo saltar platos y cucharas del desayuno―. Seguro que estaba embarazada de dos machos distintos, y eso que no llega ni a los dieciséis años la pendeja. ¡Bastante putarraca les salió!

―¿Promiscua, querrás decir? ―Justina intentaba apaciguar al marido.

―Qué promiscua ni promiscua, vieja. Esa pendeja no es promiscua. Esa pendeja es puta, irresponsablemente puta. Una putarraca en forma.

―Tranquilo, Jaime, vos tenés que ver la parte positiva. La botella medio llena.

―Y qué tiene de bueno esta mierda.

―Que por esas casualidades del destino ―Justina sonrió con dulzura―, y gracias a que son mellicitos, Dios quiso que nos vayamos los dos juntos.

Jaime se masajeó las sienes:

―Al final, mi abuela tenía razón: julio los prepara, y agosto se los lleva. Así la oía decir a la vieja cuando yo era chico. Y supe desde el primer día, y sin hacer muchas cuentas, que esos dos hijitos de putita iban a nacer en este agosto interminable.

Ella se lo quedó mirando.

―Perdón, viejo… ―arriesgó.

―Qué hay.

―Te amo mucho, ¿sabías?

―Y yo también.

―¿Vos también te amás?

―Yo también te amo a vos, boluda.

Y fue que ella dijo, con tono culpable:

―Había soñado este último desayuno como algo más… especial. Perdón si no preparé nada para esta despedida. Pero ayer, cuando avisaron que se adelantaba el parto, preferí dejar la casa con todo ordenado y lo más prolijo posible.

―No te preocupes. Siempre supimos vos y yo, desde que nacimos, que vivir en este pueblo era elegir estas reglas. Acá, cuando se cumple el cupo, al más viejo le pican el boleto.

Justina se quedó pensando. Dijo:

―Imaginate haber nacido en Jacksons, y morir a piedrazos por el sinsentido de estar atados al azar de esa lotería infame.

―Pfff… ¿Te imaginás? ―Jaime se quedó callado, imaginando el dolor y la humillación de morir lapidados a manos de la chusma.

Justina lo contemplaba amorosa, callada.

―Por lo menos ―dijo―, acá las reglas tienen lógica, son bien precisas. Y esto también lo supimos el día en que elegimos casarnos: como yo soy seis meses mayor que vos, a la larga o a la corta, me iba a tocar primero.

―Sigue siendo injusto, viejita. Mirate ―Jaime la señaló―: vos andás para todos lados, de acá para allá, y yo apenas me puedo mover de esta silla. La pierna la tengo cada vez más dura, y ni con la ayuda de este puto bastón me puedo valer por mí mismo.

―Tranquilo, Jaime, ya todo lo malo va a pasar.

―Decime una cosa, vieja: ¿no sería más justo y más normal vivir en un pueblo donde simplemente se muera de viejo?

―Las cosas son así. Dios quiso que la hija menor de los García quedara embarazada de mellizos, para irnos juntitos, Jaime. ―Justina hizo una pausa―. ¿Vos podrías haber superado vivir, tal vez un año o más, solito?

―No… No lo creo, vieja. La verdad, no lo creo. Creo que me moriría antes.  De la angustia. O del hambre, si jamás aprendí a cocinar.

Jaime lo dijo en broma, pero el chiste le causó gracia únicamente a él.

Se miraron a los ojos. Justina se dijo que lo amaba tanto que no podía sostenerle la mirada: al mirarlo así, sintió que sus viejos y celestes ojos se le llenaban de lágrimas de amor compartido.

―Dale, viejo ―apuró ella, con esa fortaleza que la caracterizaba y que los había ayudado a salir de tantos pozos―. Ponete tu mejor saco, y vamos para la plaza. Ya casi son las seis, y la cesárea está anunciada para las siete

―Debe de haber un mundo de gente esperándonos desde el mediodía.

―Por eso.

Jaime obedeció. Pero le costó una enormidad levantarse de la mesa. Fue rengueando con el bastón y agarrándose de toda pared que había en la casa, para no caerse al piso.

―¡Dale, Jaime, no hagas tiempo! ―gritó Justina, viendo que el viejo tardaba por demás―. ¿No encontrás los zapatos nuevos? Dale, viejo, que la gente es ansiosa. Ayer en la cola del almacén escuché que algunos se pusieron a fabricar los palos desde el día en que la abuela de los García chusmeó que la nietita menor estaba embarazada. ¿Qué necesidad de tallar palos nuevos, de lustrarlos y de hacer tanto escombro, ¿no?

―Ya les va a tocar la hora a esos hijos de puta ―gritó Jaime desde la habitación, y después en un suspiro dijo algo que Justina apenas alcanzó a oír―: ¿Te acordás? De chico, es toda una aventura. Después lo hacés más que nada para mostrarles a tus amigos, para presumir de que sos el más valiente. Ya de grande, es para enseñarles a tus nietos. De pendejo, querés estrenar con cada nacimiento un palo nuevo, y si es posible cada vez más grande. Lo lindo es adelantarte a la multitud, sacarles ventaja a todos, ser el primero en pegar el palazo y que todos te aplaudan.

»El tema se complica después de los sesenta. Ahí cagaste, cuando ves que ya casi no hay muertes naturales, y que las pibas se embarazan cada vez más. Cuando empiezan las oleadas de embarazos, y el cupo se acerca cada vez más al tuyo, ahí te empiezan a temblar las patas. Se te van de a poco las ganas de estrenar un palo, y dejás de ir temprano a la placita.

―Pensar que antes te encantaba, ¿no, viejo? ―Justina se había acercado al umbral de la puerta del cuarto para que Jaime se apurase.

―Sí, la verdad me encantaba, te confieso que con un par me envicié… El podrido de don Ángel que no nos devolvía la pelota cuando éramos chicos, cómo me la cobré con ese viejo de mierda. Me ensañé.

―Dale, viejito, vamos, que se nos hace tarde ―dijo Justina, y le dio un beso como hacía años no le daba―. Te amo mucho, Jaime, nunca te olvides de eso.

―Y yo también, vieja… Lo sabés perfectamente. Jamás hubiera permitido esto. En otro contexto, quiero decir.

―Eso ya fue, viejo. Es del mundo anterior a este.

―Como quieras. ―Él la miró a los ojos, igual que cuando eran jóvenes―. Te querré por toda la eternidad, viejita.

Salieron de la casa ―la viva imagen de la resignación― y fueron tomados de la mano. Jaime rengueaba, alternando entre el bastón que suplantaba su pierna enferma y la firme mano de Justina.

Bajaron por el empedrado, y enseguida enfilaron para la plaza, a cortar camino hacia el anfiteatro, frente al hospital, convertido hoy en tribunal condenatorio. A sus espaldas se erguía la iglesia, a la izquierda el edificio de la muni ―la geografía de los pequeños pueblos era siempre similar―, y a la derecha la escuela donde se habían conocido desde la primaria.

Bajaron los tres escalones que daban al centro del anfiteatro, y Jaime supo reconocer el olor a grasa de cerdo que algunos usaban para lustrar los garrotes, relucientes de barniz. Bastante gente les abría el camino, y otros ni siquiera eso. Había una multitud: grandes, chicos, familia, todos con los palos en las manos, esperando el anuncio del nacimiento de los mellizos de la hija menor de los García.

Como siempre, el anuncio lo daría una enfermera en la puerta de entrada del hospital, frente a la plaza, y el pueblo rápidamente iniciaría el apaleamiento. Sabían que en apenas cinco minutos debía terminarse todo: las reglas no permitían que el cupo superado de los diez mil habitantes durara más de cinco minutos. En suma, en cinco atroces minutos las almas de los más viejos expiarían su indeseada longevidad, y darían paso a los recién nacidos. Sí: las escrituras debían cumplirse a rajatabla.

En una ronda cerrada, la muchedumbre esperaba con quietud vacilante. La ronda se abrió, y entre un surco de gente surgió la figura blanquecina de una monjita, que a mano alzada llevaba el cáliz con la pócima de evitar el sufrimiento.

―Tres sorbos apenas ―les dijo la monjita, sonriente, a Justina y a Jaime―. Es como un vino muy dulce.

Ahora, esos tres sorbos eran obligatorios. Esto se había impuesto después de la terrible agonía de la viuda Urrutiaga, quien quiso irse de este mundo sin probar jamás ninguna bebida alcohólica.

Justina agarró la copa, dio tres sorbitos y extendió la mano para convidarle en la boca a Jaime. Tantas veces lo había hecho en la cama durante su enfermedad. Jaime le arrebató la copa, bebió de un sorbo el resto. Algo del líquido chorreó por sus labios y cayó sobre la grava: las manos del viejo temblaban demasiado.

El anuncio se demoraba, crecían los murmullos y la impaciencia. La gente que antes esperaba a lo lejos con intenciones de dar sólo un palazo simbólico, ya se enardecía apretando la ronda alrededor de los viejos.

Jaime apretaba la mano de Justina, y ella podía sentir que esa mano amada transpiraba como nunca.

Se abrió la puerta del hospital, y todos alzaron la cabeza en busca de la enfermera. Pero de aquella gran puerta no salió la enfermera, sino un tipo de impoluto guardapolvo a quien muchos reconocieron: el doctor Lorenzi. En sus manos cargaba a sólo un niño. Lo alzó hacia el cielo, y proclamó:

―¡Pueblo, lamentablemente el cordón umbilical asfixió a una de las criaturitas! ¡Fue una tragedia, no se pudo hacer nada!

Todos quedaron perplejos, empuñando sus garrotes, que acaso no tendrían necesidad de usar.

Paralizados, miraban al doctor.

Después miraron a Jaime.

Y después nuevamente al doctor.

Y después a Justina.

No tenían ni idea de cómo seguir.

Fue ella quien sintió el frío en la piel cuando Jaime la soltó. Cuando la transpiración depositada en su trémula mano de anciana entró en contacto con el aire fresco de aquel atardecer de agosto. Impiadoso atardecer de agosto.

Vio cómo su marido, con una agilidad que no le admiraba desde hacía años, enarbolaba el bastón que antes le servía de apoyo, y con una sonrisa sardónica le encajaba el primer certero palazo en la cabeza.

 

 

 * Juan Pablo Arrufat nació en Pilar, provincia de Buenos Aires. Comenzó a escribir desde que empezó a leer literatura, pensando ―¿por qué no?― que era obligación de todo lector inventar también sus propias historias. A los catorce años, luego de un verano de luces cortadas y noches de infinitas lecturas bajo la luz de las velas, dio forma a Aquel funesto designio, su primer libro de cuentos ―por suerte, jamás publicado―, que nació de la necesidad de contar historias propias imitando el estilo de sus primeros maestros: Edgar Allan Poe, Horacio Quiroga y Elsa Bornemann ―a quien tuvo la suerte de conocer años después, y con quien pasó una tarde hablando sobre La isla del tesoro, los cuentos de Ambroce Bierce y del genial Poe.

A los diecinueve años, ya inspirado por sus lecturas de Borges, Kafka, Silvina Ocampo, y García Márquez, escribió su segundo libro ―también inédito―: De la conjugación de las sombras; dos de sus cuentos recibieron menciones especiales en sendos concursos.

Los estudios sobre la literatura rusa, Borges, la universidad y su trabajo como coordinador de mejoras industriales en una empresa multinacional, sumados a la frustración de dos novelas inconclusas, hicieron que abandonara el acto divino de escribir cuentos. Volvió al género en 2017, con La memoria de los elefantes, un libro de treinta y cinco cuentos, mucho más maduro ―y en busca de publicación.

Actualmente se encuentra con una novela en proceso, y un libro de cuentos de terror que está trabajando desde julio de 2022 en el Taller de Corte y Corrección, de la mano de su gran maestro, Marcelo di Marco.

Dama de hierro

  Por Susana Lires *

 

Me contaron que uno de esos días en que Concepción Cela Lorenzo, mi abuela materna, fue a entregar los mamelucos que cosía para Coppa y Chego, pasó por un bazar de la capital, y la vio en la vidriera: esa pava grande, fuerte, con personalidad.

Coño, tendría que ahorrar. Pero cuando a ella se le ponía algo en la cabeza, lo conseguía.

En cada entrega, pasaba por el negocio para ver si la pava aún estaba allí. Y, finalmente, aquel lunes de octubre de 1924 pudo comprarla.

Era bastante pesadita, pero Conce no le hacía ole a nada. Desde niña en aquella aldea gallega de la parroquia Nogueira do Miño, de la provincia de Chantada, había aprendido a trabajar sin tregua en la casa, en la huerta, y cuidando a patos, gallinas, cerdos y ovejas. La aldea ya no existe: hace mucho tiempo quedó bajo las aguas del río Miño porque construyeron un dique. Pero mi abuela conservó siempre su amor por el trabajo y el terruño.

 

Concepción había llegado a la Argentina a principios de 1922, con veinticuatro años, ya casada con mi abuelo, Antonio Sueiro López. Antonio ―ese tan guapo que cruzaba a nado el río Miño, y tan sólo para verla― había nacido en O Mato, de la parroquia de Ferreira de Pantón, provincia de Lugo.

Antonio se había enamorado de ella, la panadeira, que además de cumplir con sus otras labores trabajaba en una panadería. Bella, tan bella que muchos la pretendían. Iba con su cesta sobre la cabeza, erguida, caminando ligerito por esa tan bendecida geografía en primavera y en verano, y tan inclemente cuando el frío helaba los campos y las terrazas de la Ribeira sacra donde se cultivaban las vides.

Duros tiempos aquellos. Duros porque, además de las precarias condiciones de vida, los varones eran convocados para luchar en guerras que no elegían.

Pero algo les mostró una posible solución a sus preocupaciones: las alentadoras noticias que les llegaban desde Argentina. Parientes y amigos habían conseguido trabajo, y las características del clima de Buenos Aires parecían mucho más amigables.

Y entonces ellos decidieron emigrar con la esperanza de ofrecerles a sus futuros hijos una vida mejor.

Años después, ayudaron a que otros pudieran hacer lo mismo. Así fue como vinieron primero Lizardo, hermano de mi abuela, y luego sus padres. En Galicia quedaron dos hermanas, con quienes no pudo reencontrarse.

En cuanto a mi abuelo Antonio, lo de él fue más penoso, porque nunca volvió a ver a sus padres.

 

Abuelita también sabía de eso de andar y de trabajar sin descanso, con hijos en los brazos y en la panza. Así que el peso de la pava ni lo sintió. Mientras esperaba el colectivo, sonreía pensando en lo contentos que estarían Antonio, sus padres y Lizardo cuando vieran su nueva adquisición. Sabían de privaciones y de lo que les costaban las cosas, y apreciaban cada logro, por pequeño que fuera. Como tantos inmigrantes, veían a la Argentina como una tierra de promisión. Lo obtenido por obra del esfuerzo y el trabajo tenía un valor enorme: cada objeto se convertía en parte de ese tejido familiar con el cual compartían todo. Las cosas no eran descartables para ellos: se conservaban, se reparaban o se transformaban.

Eran casi las cuatro de la tarde cuando llegó a Sarandí ―a la casa de madera que habían construido en un terreno que lograron comprar―. Bajó del colectivo y, a la distancia, vio a sua nai en la vereda. Como siempre, sentada en el sillón de mimbre, tomaba mate y charlaba con doña Elvira, la vecina envidiosa.

Minha filla, qué traes alí ―le dijo Josefa.

Unha pava ―respondió Conce.

Carallo que é grande.

―¡Mire, mamita! ―dijo ella, entusiasmada como una niña, sacando el envoltorio con cuidado para no romper el papel, que después podía ser reutilizado.

La sonrisa de Josefa mostró su aprobación de la compra. Y doña Elvira ―poniendo su cuota de hiel― acotó con desdén:

―¡Demasiado grande y pesada!

Conce no le respondió: ya había aprendido a evitar conflictos inútiles. Solidaria y conciliadora, todos la querían.

Así empezó la vida de la pava en la familia Sueiro Cela, compartiendo desde las mateadas cotidianas hasta los grandes festejos tradicionales. Por ejemplo, durante el carneo de un cerdo, un evento anual en el cual participaban toda la familia, vecinos y amigos.

Criar al cerdo y a mitad de año matarlo para obtener diferentes productos formaba parte de sus costumbres y tradiciones gallegas. En España, en primavera y verano, preparaban conservas y embutidos de todo tipo: tenían que acumular alimentos a fin de transitar los duros inviernos de la Ribeira sacra.  Y esas previsiones las mantuvieron en Argentina. En las fiestas de fin de año, sus mesas se llenaban con muchos alimentos ricos en calorías, como el jamón crudo, los chorizos, las morcillas, los chicharrones, las filloas ―esos deliciosos panqueques hechos con sangre de cerdo, leche y azúcar―, frutas secas y pan dulce. Tener reserva de alimentos es un hábito que se siguió transmitiendo.

Cuando iban a la costa de Quilmes a pasar un domingo, la pava era el primer utensilio que cargaban en aquel colectivo que había comprado Lizardo. En ese tiempo, el abuelo era el guarda y Lizardo el conductor. La familia, vecinos y amigos formaban parte de ese pasaje ávido de refrescarse en el río ―en ese Río de la Plata que, en aquel entonces, no estaba contaminado―, de comer algo asado en una parrilla, y de divertirse con sus canciones, sus danzas gallegas y sus juegos. Al paso del colectivo se oía el coro animado que cantaba a capella:

Toca gaiteriño toca e non deixes de tocar…

Marushiña, marushiña dame un bico …

Non quero bicos de homes que cheiran a tabaco…”

La pava también servía para hervir el agua que necesitaban cuando nacían los chicos en la casa, porque no se iba al hospital: la comadrona, doña Severina, ayudaba a dar a luz. Los hijos nacieron en la cama matrimonial, con la compañía de Josefa, mi bisabuela. Los hombres quedaban afuera, jugando a las cartas, comiendo, bebiendo y cantando. Es que el embarazo, el parto y aún la crianza de los niños eran cosas de mujeres.

Durante veinte años, abuelita había pasado por nueve embarazos. Nacieron ocho mujeres y un varón, y la pava acompañó el parto de seis. Dos hijas ya habían nacido antes de comprarla, y con la última tuvieron que ir al hospital porque se había complicado el parto.

Y por si eso no hubiera sido suficiente, con cada uno de sus últimos siete hijos, abuelita recibía a un niño de la Casa Cuna para amamantarlo y criarlo hasta los dos o tres años, y la gran pava colaboraba en esa crianza. Después, Conce debía reintegrarlo a la institución, y no podía saber más de su destino. Se vivieron cosas muy fuertes cada vez que llegaba esa obligada separación. Los que quedaban en casa se quedaban llorando porque ella se iba con el niño que había sido criado como hijo y hermano y, cuando regresaba de la Casa Cuna, volvía sin él. Y en aquel entonces no se daban explicaciones a los chicos. Los más grandes fueron entendiendo; nunca la juzgaron, porque comprendieron que hacía lo imposible para ofrecerles lo que necesitaban. Nadie pensaba en el daño emocional que se podía producir en unos y en otros. Era simplemente un trabajo más que algunas familias conseguían para subsistir.

Mi madre, que hoy tiene noventa y ocho años, siempre recuerda con tristeza lo que sufrió cuando abuelita devolvió a una niña que se llamaba Anita, y que se había apegado mucho a ella. Se la tuvieron que arrancar de los brazos, porque ninguna de las dos quería separarse.

Tía Norma, la que nació en el hospital, a sus ochenta y tres años sigue llorando cuando se acuerda del negrito que criaron a la par de ella hasta los cuatro años. Estuvieron a punto de adoptarlo, pero apareció un pariente y se lo tuvieron que entregar.

Mi abuela iba sola a devolver a cada hijo de su corazón.

¡Qué mujer valiente y decidida! ¡Cómo me gustaría hablar con ella para que me cuente todo lo que sintió cuando los niños, desesperados, gritando “mamita, mamita”, se aferraban a sus piernas y a su vestido!

Son escenas que visualizo como si estuvieran ocurriendo hoy. Me duele su pesar como madre sustituta, y el de mi madre y mis tíos, que veían irse a esos hermanitos, víctimas de un segundo abandono.

¡Cómo quisiera poder abrazar a mi abuela Conce! Muchas veces imaginé que la abrazaba tan fuerte que ella se desarmaba entre mis brazos, llorando, y mucho, como quizás nunca pudo hacerlo, porque tenía que sostener a otros, olvidándose de sí.

 

La pava estuvo presente en las alegres fiestas familiares: las tradicionales, los cumpleaños y los casamientos. Y también en aquellos momentos dolorosos, como cuando murieron mis bisabuelos y Antonio.

La familia creció, y hubo muchos nietos que se sumaron a la algarabía de esas reuniones semanales multitudinarias.

En 1951, después de que falleció mi abuelo, Concepción y los cuatro hijos menores se fueron a vivir a Mar del Plata, a una casa de dos plantas, muy grande, que construyó Lizardo. La pava se posicionó en la gran cocina económica que funcionaba a kerosene. Allí seguía cumpliendo con su misión de proveer de agua caliente a la familia.

 

Estas recurrentes escenas las vivencié desde los dos años. Nos sentábamos alrededor de la mesa para el desayuno y la merienda. Algunos tomaban leche. Como a mí no me gustaba, me ofrecían a cambio una yema de huevo batida con azúcar y café o vino oporto. Luego nos dejaban tomar mate, que acompañábamos con panes caseros untados con manteca, con miel o con alguno de los exquisitos dulces elaborados por abuelita. El olorcito a pan tostado siempre me remite a aquellos tiempos. A veces hacían berlinesas, churros o torrejas ―rodajas de pan fritas después de embeberlas en huevo batido con azúcar.

La pava, por lo general, presidía desde su trono en las hornallas. Había que tener cuidado: los chicos no debíamos tocarla.

El agua se calentaba también para cargar los termos que llevábamos a la playa. La pava quedaba en casa, pero ya había colaborado como siempre, para la satisfacción de todos. Y su espíritu iba con nosotros.

Los años pasaron. La abuela tuvo que volver a Buenos Aires. Ella no hubiese querido, pero Lizardo decidió vender la casa “de altos”, esa que albergaba a cada uno que tuviera el deseo de pasar sus vacaciones en ella.

Cuando abuelita seleccionó las cosas que traería a la casa de Sarandí, la pava quedó afuera. La abuela ya estaba grande, y había pavas pequeñas de loza y aluminio que le alcanzaban para lo que necesitaba. Entonces, mi tío Cholo ―que se quedó viviendo en Mar del Plata― asumió la custodia de la pava.

Años más tarde, cuando su única hija, Adriana, se casó, adoptó a la pava para llevársela a vivir a la cabaña de Sierra de los Padres. Ahí, la dama de hierro se lucía sobre la salamandra calentando agua con eucaliptus. Años después, Adriana volvió a Mar del Plata, y fue entonces cuando la pava se retiró de su larga trayectoria como trabajadora doméstica. Mi prima la ubicó en un lugar de privilegio en un estante de la biblioteca, un sitio sagrado en el que la dama sigue reinando, satisfecha con los miles de improntas capturadas por su noble metal.

 

Dicen que los objetos conservan la energía de las personas que los tocaron. Y ha de ser cierto, porque confieso que siento algo inquietante cuando me le acerco. En tropel, se me aparecen esas innumerables escenas, las que viví y las que imagino, en el patio, en la casa, en cada rincón donde compartimos la vida.

Ahora, todos los que vamos de visita a la casa de Adriana, les mostramos y les contamos a nuestros hijos y nietos la historia de la pava, y lo que significa para nosotros.

Mi prima asumió la responsabilidad de conservar ese legado, y estoy segura de que desde donde esté, abuelita lo aprueba.

La dama de hierro ha de seguir ahí, portando la memoria de nuestra familia.

 

 

 

 

  *

Susana Lires es argentina. Nació en 1950. Pertenece a una generación en la cual la lectura significaba placer, y se valoraba como hábito necesario, fomentándose tanto en la escuela como en casa. Alrededor de los ocho años, durante la siesta familiar y clandestinamente, la curiosidad la impulsó a leer los libros de su padre. Ahí nació su vocación de escritora, aunque al optar por una profesión eligió la Psicología. Se dedicó a ella, incluyendo a la escritura en su caja de herramientas terapéuticas. Participa desde el 2021 en tres talleres del TC y C coordinados por Marcelo di Marco. También toma el curso Gramática para escritores que da la profesora Nomi Pendzik. Al respecto, comenta: “El espacio nutritivo de los talleres, y su extensión en los grupos de WhatsApp, se constituyen en una red sostenedora en múltiples sentidos. Entre otras cuestiones, se promueven los buenos hábitos que todo escritor debiera tener: la lectura y la escritura continuas. Pasión creadora y cultura del trabajo se ensamblan en cada escritor, en una base ineludible. Sobre ella, las clases actúan como la llovizna: nutriendo las raíces. Así las creaciones literarias pueden prosperar, socializarse y trascender”.

Su cuento “La puerta giratoria” obtuvo el segundo premio en el Concurso “Florencio Molina Campos”, de la SADE, en 1987. El texto publicado aquí ha sido leído por Luis Moretti en su canal y pódcast Noches de pluma y tinta, en https://open.spotify.com/episode/1Gk2hplZmEBGkJVX9sPoqn, y también su cuento “¡Weeck Weeck!” (https://open.spotify.com/episode/1mpMpVDrstuYhBRsqfHDRq)

La mensajera y la orilla

Por Fabián Sancho *

 

Desde Gesell hasta Santa Clara, toda la costa los conocía como los mellizos Truco. En realidad, aquel apelativo era una deformación intencional del verdadero apellido: Trucco, con doble ce. Y lo tenían bien merecido el mote: esas dos ratas sobrevivían con lo que podían y dormían en un rancho inmundo apoyado sobre pilotes ―se inundaba mucho en esa zona, por las mareas―. Ya próximos a cumplir cincuenta miserables años, el Carlos y el Alberto acostumbraban ganarse la vida pescando: la choza quedaba apenas a cincuenta metros de la playa. Apestaban a pescado, su invariable menú de todos los días, y en temporada, cuando la playa se llenaba de visitantes apurados, vendían miel casera, huevos de campo y queso y salame también casero. En realidad, eran cosas que compraban como descartes de granja, y las revendían a un precio “artesanal”. Así sobrevivían durante tres meses, sucios y andrajosos, y los meses restantes del año se arreglaban con lo acumulado en temporada.

Después de un verano bastante pobrecito, ya en un frío día de abril, el Alberto, esforzando el paso sobre la arena, enfundado en una campera rotosa, pantalones de trabajo y cubriendo su canosa cabellera con una boina de campo, volvía a su casa al atardecer, mientras silbaba una milonga surera. Caminaba a orillas del mar azul, que se veía más oscuro por la caída del sol. Pensaba en la diferencia entre caminar en la arena ahora, y hace unos años. Ahora se agitaba más, y eso le impedía entonar bien la melodía.

Así iban perdiéndose sus pensamientos, hasta que vio, a unos setenta metros adelante, un bulto más largo que alto, y enredado en la espuma de la orilla. Enseguida pensó en otro lobo marino muerto, o algún bicho semejante. Ya más cerca, oyó un obstinado y rasposo silbido. Al llegar, descubrió que el bulto era una mujer, acaso alguna que se habría enredado en una red de pesca. O podría tratarse de una náufraga, la acompañante de algún pescador.

Mucho más cerca, no pudo creer lo que veía: era una mujer, sí, y bien desnuda y con las tetas al aire.

Salvo que…

Salvo que a partir de la cintura tenía escamas y… ¡Y una cola de tonina!

El Alberto se restregó los ojos. Aquello era imposible. Le vino a la mente un video tremendo, de esos que circulan de celu en celu: un sicario narco, al pie de un árbol, despedazando a machetazos a una chica indefensa, boca abajo y con las manos atrás, precintadas. Porque esta mujer, como aquella víctima, tampoco tenía ni piernas ni pies. Sólo una cola de pejerrey o merluza. Era una morocha de cabello abundante y enmarañado, como si no se lo hubieran cortado nunca. Parecía algo dormida, y emitía sin parar el extraño silbido.

―¡Qué mierda, creí que estas cosas no existían! ―dijo casi gritando y con la sensación de estar perdiendo toda noción del tiempo y del lugar. Enseguida pensó: Si exhibimos esto, nos llenamos de guita con mi hermano. Chau miel, huevos y esas porquerías.

No sabía cómo actuar, así que decidió tratar a esa especie de mujer pescado como a aquella tonina que habían salvado de morirse encallada a orillas del mar cuando eran chicos él y el Carlos. Se quitó la campera y la empapó en agua marina, rodeó el cuerpo, y con dificultad la cargó al hombro y siguió para su casa. Sintió que se le estaba parando, pero la bicha esa silbó más fuerte y más agudo mientras se sacudía boqueando como un pez fuera del agua, y eso al Alberto le bajó la calentura. Le costó cruzar los ochenta metros que separaban la orilla del rancho: sus pies se le hundían en la arena fangosa, le recordaban que ya era un cincuentón.

Llegó a la puerta de chapa:

―¡Abrime rápido, Lito!

El Carlos vio desde la ventana al Alberto cargando a una mujer de largo pelo negro.

―¿Qué pasó? Te trajiste una borracha del puterío.

―No, pelotudo, esto es algo grande. Prepará el tanque que tenemos atrás, el que no usamos nunca. Llenalo con agua de mar. Mirá lo que tiene tu “borracha” abajo.

―Qué se puso en la concha esta tipa. De qué corso viene.

―Mirala mejor, jeropa.

Cuando el Lito la miró mejor ―la cola escamada, las uñas alargadas en anzuelos, la boca repleta de dientes largos como una corvina―, solamente atinó a decir:

―Andá a saber de dónde salió esta tipa, con ese olor a pescadería y todo. Ni el dedo gordo del pie le meto.

―Andá a saber ―dudó el otro atorrante, mirando esas tetas prodigiosas.

Trajeron una manguera, y llenaron el tanque con agua de la canilla mezclada con unos cuantos baldes de agua de mar, y ahí echaron a la “tipa”. La sirena sentía que se recuperaba, miraba con una temerosa incertidumbre a esos dos seres extraños. Había oído hablar de ellos, de los hombres, en sus profundidades abisales.

Carlos no lo podía creer, le era imposible dejar de mirarla.

―Pensándolo mejor ―dijo―, no está nada mal la mina. La podemos usar para no gastar más guita en putas.

El Alberto hizo un gesto de desprecio:

―No, vos estás loco. Mirá la cola.

―Qué tiene. ¿Que está toda con espinas?

―Que no se sabe dónde tiene la concha. Eso tiene. Y mirá las escamas. ¿Qué querés? ¿Que se me raspe la chota?

El Carlos se desplazó un cacho la boina, se rascó un grano con pus de la frente. Dijo:

―Como tener, tenés razón. Pero igual está rebuena.

―Pero fijate en esos dientes raros, pelotudo, que parecen de merluza. Mirá que yo a esta ―se llevó una mano a la verga― la puse en lugares raros. Pero no tan raros.

―Mirala bien, Alberto. Mirá las gomas que tiene.

El Alberto se pasó los dedos por esos labios de cuero seco, craquelados por la sal y el sol:

―Vos decís que…

―Que puede hacernos una buena turca digo.

―Eso sí, Lito. Dale, empiezo yo.

El Carlos se alzó de hombros.

Ni lerdo ni perezoso, el otro se mandó para adentro. Más precisamente, a la cocina. Abrió la heladera, y verificó que no les había quedado ni un gramo de manteca. Pero sí tenían un cacho de aceite Marolio, de girasol. Con la botella de aceite en la mano, sacó de un balde un trapo, y salió de nuevo.

―¿Qué te trajiste, nabín? ―preguntó el Carlos―. ¿Le vas a preparar una ensalada?

―Salí, boludazo.

El Alberto tiró un buen chorro de aceite en medio de las tetas de la sirena, y se puso manos a la masa a masajeárselas: quería darles una buena lubricación. La sirena intentó rechazarlo con un gesto que parecía como de asco, y al tirarle una dentellada con esa boca amenazante le hizo decir:

―¡Mierda, que esta me deja sin pija!

―Y para lo que la tenés…

Y al Alberto se le ocurrió una idea que no dejó de excitarlo:

―Alcanzame un bozal.

―Y de dónde, pelotudo, si ni perro tenemos.

―Traeme un cacho de soga, querés.

El Alberto se apartó bastante de la sirena, y el Carlos volvió con un par de metros de una soga de yute, bien gruesa y roñosa, y un cacho de cinta de embalar plateada, la más resistente.

―Atale las manos ―dijo―. Para la boca usamos el ductéip.

La sirena no se dejaba atar, pero un derechazo a la mandíbula le hizo perder la resistencia. Oscura sangre le cayó por la boca, y el silbido se agudizó.

―Parece como que canta, eh ―dijo el Carlos―. Las ballenas hacen así cuando están calientes.

―Apurate con el trámite ―el Alberto se frotaba los oídos―, así no la escuchamos más a esta perra. Ese ruido que hace es un asco, nunca escuché algo así. Otra que ballenas, boludo.

Una vez ya atada la sirena y amordazada con el “ductéip”, el Alberto se bajó el raído pantalón, y así pudo verse y olerse el calzoncillo, un bóxer que alguna vez debió de haber sido gris, y que ahora era de un marrón sospechoso. El hedor del pellejo de la cabeza de la pija era tan potente como el de una cloaca con un gato ahogado dentro, y hasta el Carlos debió taparse la nariz. Las manos rústicas del Alberto buscaron la erección, que consiguió muy pronto.

―Se nota que estás caliente, hijo de puta ―le dijo el Carlos―. No se te paraba tan rápido desde que éramos pendejos. Es el queso.

―Y bien que te gustaba, gordo trolo. ―El Alberto la metió entre las tetas de la sirena, que seguía tratando de apartarse y de esquivar inútilmente las piñas.

 

―Se me ocurrió algo, boludo. ―Después de acabar, el Alberto se la secaba―. Si a esta puta la alquilamos, nos podemos forrar de lo lindo. Imaginate si nos convertimos en los fiolos de… ―él le retorció el pezón, y la sirena se estremeció en un quejido ahogado por la mordaza―. Bueno, de esta pescadita gorda. ―Se llevó los dedos a la nariz, inspiró hondo.

―A veces te equivocás, y la pegás en algo. Todos los tipos van a querer probar estas gomas, tenés razón. Ahora correte, que me toca a mí.

Y el Carlos acabó más rápido que el Alberto.

 

Pasaron unas semanas, y los mellizos se fueron habituando a la sirena, a quien alimentaban como si fuera una tonina. Salían a pescar, y le traían viejas de agua crudas. Eso sí: ni por joda se tomaban el laburo de cambiarle el agua al tanque, que ya apestaba a mujer y a pescado al mismo tiempo. Y ella, siempre que podía, disparaba aquel silbido y miraba en dirección al mar.

―Esta puta gorda llora, che.

―Parece.

Les llamaba la atención lo rápido que le desaparecían los moretones y las escoriaciones de la piel escamosa: de vez en vez, cuando aquella se les ponía arisca, la cagaban a martillazos.

 

Un día de junio, ya cerca del invierno y después de que los dos hermanos estudiaron el asunto, el Alberto trajo a la casa a don Brizuela, un gordo grasiento y grosero. Referente político de la zona, siempre ganaba las elecciones ―la última vez hubo más votos que votantes―. Algún eructo después de comer como un caballo y una rascada de culo eran su carta de presentación. Era nieto del primer Brizuela, el fundador de la dinastía política del partido; personajes, abuelo y  nieto, capaces de cualquier cosa para quedarse con todo. El señor Brizuela regenteaba los dos únicos puteríos de la zona, a los que los Trucco habían venido concurriendo por lo menos una vez a la semana, antes de la aparición de la sirena en sus miserables vidas.

Antes de entrar en la casa, don Brizuela desalojó sus flatulencias, y los ruidos de catarata ronca que largaba llegaron a incomodar, por si fuera posible, incluso a los dos brutos aquellos. Al darse cuenta de que su fervor intestinal provocaba tal vergüenza ajena, largó una carcajada con truenos y relámpagos y dientes podridos.

―Es que no quería dejar olor adentro.

―Muy amable, don Brizuela.

―Te estoy jodiendo, pelotudo. A ver qué me querían mostrar.

―Venga por acá, don Brizuela. Usté es amigo, siempre lo votamos desde chiquitos. Vea mire…

Brizuela no podía creer lo que veía. Esa morocha tan bella, esa sirena perfecta.

― ¿Qué es esto, una trola disfrazada? Algo así es la mierda que le venden ustedes a los turistas. Ustedes dos me están tomando el pelo.

La boca de Brizuela se abrió dejando a la vista los escasos dientes naturales ya marrones por la nicotina, y los puentes con los dientes postizos más descuidados que pudieron existir.

―Nosotros nunca le mentiríamos a usté, don Brizuela ―dijo el Carlos―. Usté es nuestro prócer, tenemos un retrato suyo en el comedor.

―Siempre fuimos a sus puteríos ―dijo el Alberto―. Gracias a usté dejamos las ovejitas. ―Y, por si hiciera falta, se mandó el inequívoco gesto del dedo índice penetrando el agujerito.

―¿Y dejaron de ir por esta… cosa? ―preguntó Brizuela, sacándose cera de un oído.

―Míremela mejor, don Brizuela, mire qué buena que está. Ese pelo, esos hombros. Estas tetas descomunales. ―Cuando el Carlos le sopesó las tetas, de atrás, la sirena trató de lanzarle una dentellada, incluso con la mordaza puesta.

Brizuela se calzó los anteojos de leer, se acercó lo más que pudo. Miró la cintura, donde notó que esta mujer no tenía ombligo, y vio que más abajo de la cintura le crecían escamas como de pejerrey. Metió la mano en el agua, y pronto sacó a la superficie una cola de pescado. Se la quedó mirando fijo: era la cola de pescado más grande que había visto en toda su vida; lo primero que pensó fue en dos patas de rana Antenal puestas una junto a otra. Después los miró a los Truco, alternativamente.

―¡Mierda! Mirá que en mi vida vi minas raras, eh. Traje nenas muy feas a laburar a mis negocios, y otras muy fuertes. Pero, algo así, nunca. ―Cabeceó como un perrito de parabrisas, asintiendo, a lo cual la papada le tembló―. Sí que está muy buena esta cosa. ―La miró como preocupado―. La cola nomás me la baja ―dijo―, toda mushi-mushi.

Era verdad, los dos hermanos ya lo venían advirtiendo: la cola de la sirena perdía consistencia día a día, como si se le estuviera atrofiando mal; incluso llegaron a hablar de cuando de chicos se habían colado en Mundo Marino: la ballena blanca y negra tenía la joroba medio doblada, como la cola de la puta esta ahora.

Alberto le dijo al oído a don Brizuela:

―Para usté, la turca es gratis. Todavía no la pudimos hacer chupar pija, pero ya vamos a enseñarle bien. ―La miró torcido a la sirena, y con tono de amenaza dijo―: Vamos a enseñarle bien por las buenas o por las malas.

El Carlos hizo el gesto de usar una pinza:

―Un día de estos jugamos al sacamuelas, je.

―Mire qué lindas gomas, don Brizu. ―Alberto estiró la mano hacia la pobre, y el chillido largo que pegó la sirena cuando le apretó una teta helaba la sangre―. Vamos a cobrar buena guita por una turca. Pero, para usté, le repito que el servicio es tarola.

―Eso ―apuntó el Carlos―. Y acuerdesé de la atención que le estamos haciendo.

El viejo ni hablaba. Los miraba desconfiado. Y el Alberto se habrá dado cuenta de su suspicacia, porque dijo, con el mejor tono de humilde que le salió:

―Mire, don, que no queremos competir contra usté. Queremos ganar lo nuestro sin joder a nadie. Si quiere, vamos mita y mita.

―Además ―apoyó el hermano―, vamos a mejorar el servicio. Con eso de chupar la pija, también le podemos limar los dientes. Como hicimos con el Johny cuando éramos pibes.

―¿Quién es el Johny? ―dijo el intendente, interesado.

―El perro ―contestó el Alberto―. Quién va ser. ―Lo miró al otro, negó con la cabeza―. Te va a apretar igual, Carlitos. Como cortar, no te la va a cortar. Pero te la va a hacer puré, tipo banana pisada.

―Por ahí hasta me la para más, quién te dice.

Los dos sonreían, pero don Brizuela parecía hecho de palo. Y por fin dijo, mostrando sus dientes podridos:

―Así que ustedes se hacían chupar la pija por un perro. Pobre Johnny, menos mal que palmó de gurí. ―Cerró la boca, se sacó los lentes, se incorporó y se tiró otro pedo bestial―. Probemos, probemos las tetas esas. ―Miró a la sirena, quien le devolvía una mirada de odio que ponía la piel de gallo―. Jugositas las debes tener.

―¿Tenés todo ahí, Mamerto?

―Ah, es verdad. ―El Alberto entró en la cabaña, y enseguida volvió con cinta de embalar, soga―. Y estos ―mostró dos martillos que llevaba cruzados al cordel que le hacía de cinturón―, por si se retoba la puta. Además mirá, Lito. ―Sacó del bolsillo una cachiporra hecha con tiras de cuero trenzado.

―¿Eso duele? ―preguntó el Carlos, con cara de bobo.

―Como doler, te vuelve más mogólico de lo que sos. ―Y el Alberto le pegó en medio de la cabeza con la cachiporra, aunque bastante despacio.

―Huy, huy, huy, la puta que te parió. ―El Carlos se llevó la mano a la coronilla―. ¿Qué le pusiste adentro? ¿Las muelas que te sacaste el año pasado?

―Dejen de jugar a los Dos Chiflados, pelotudos, y a ver de qué es capaz este cornalito.

Los mellizos prepararon la soga y la cinta. Armados con las sogas como si fueran látigos, se acercaron a la sirena, que ya estaba amordazada. La mordaza solamente se la quitaban cuando le daban de comer la pesca cruda del día ―que probaba apenas―, así no tenían peligro de ser mordidos. Y además se libraban mal que mal de esos silbidos tan fuertes que seguían oyéndose a través de la tela, día y noche.

Las muñecas de la sirena ya estaban despellejadas y sangrantes ―una sangre negra como lodo empetrolado―, pero los dos hermanos, en honor al visitante ilustre, la sujetaron más fuerte que nunca: a cada tirón que daban al ajustar los nudos, la pobre se sacudía de dolor.

Brizuela se bajó el pantalón de alpaca de un azul ya grisáceo por la roña, y apareció un calzoncillo descuidado y rotoso. El calzoncillo se perdía entre esas caídas y gigantescas nalgas. La barriga se le derramaba como un mandil de carne, cubriendo piadosamente una diminuta pijita.

Ya maniatada la sirena a una baranda del tanque australiano, Brizuela frotó ese reblandecido meñique contra aquellas tetas desbordantes. El silbido se hacía más y más agudo, y los ojos de ella se desorbitaban de ira y de terror, zarandeada a cachiporrazos.

―¡Quieta, puta! ―gritaron a la vez los mellizos. Los perros de la zona se pusieron a ladrar, y pronto esos ladridos se convirtieron en aullidos interminables.

―Qué raro los perros ―dijo el Carlos―. Yo no grité tan fuerte.

―Ni yo ―dijo el Alberto―. No sé por qué arman tanto quilombo.

Un viento fuerte proveniente del mar heló el patio de atrás de la casa de los Trucco, y ese frío sorpresivo hizo temblar a los mellizos, y achicó aún más el maní quemado de Brizuela.

Brizuela acabó enseguida, las ráfagas heladas que venían del mar le congelaron las ganas. Se limpió apenas con la manga del saco, y se fue casi sin saludar pero con cara de satisfecho a pesar del apuro:

―Creo que va a estar bueno el negocio. Miti-miti, ya arreglamos. Ustedes sigan votando por mí, que yo siempre los voy a ayudar. Eso sí: traten de que aquella cosa ―señaló con el pulgar a la sirena― no haga el ruido ese de mierda. No sé si tendrá cuerdas vocales o qué, pero que no haga más ese ruido. ―Y aclaró―: Me la baja mucho.

Y así se fue en la chata. La había heredado de su abuelo, y él la seguía usando con la creencia de que eso le daba una imagen de tipo buenazo y cumplidor. Y, sobre todo, incorruptible.

 

Pasaron los días. Pasaron las turcas. Vendieron muchas los Trucco, porque la noticia corrió de boca en boca: desde las cabañas derruidas de más allá del faro hasta las afueras de Aguas Verdes, todo infeliz quería probar.

Y la Policía no movía ni un pelo, y no sólo por estar untada: para ellos, Ariel ―así se la llamaba ya a la sirena― era poco más que un animal.

Y usarla se normalizó, no podía ser de otro modo.

Una vez les dijeron a los Trucco que querían visitarlos de un canal de televisión, un canal costero. Ellos quisieron cobrarles, pero esos putos no les contestaron ni una mierda. No les importó a aquellos dos parásitos: era la primera vez que ganaban guita fuera de temporada, y bastante la estaban juntando por ser tan pocos habitantes.

Los silbidos de la sirena eran cada vez más agudos. A veces eran tan agudos que no se oían, pero seguro que era eso lo que hacía ladrar a todos los perros de la zona.

Y la sirena seguía mirando en dirección al mar.

Seguía moviéndose, tratando de esquivar esa salvajada de embates lechosos, a pesar de los golpes. Ya se le notaban los moretones en esa cara que había sido tan hermosa, y los protuberantes abscesos aparecían entre los pelos raídos de la que fue su sedosa cabellera.

 

Llegaron los días de campaña política. Brizuela se esforzaba por agradar, aunque le resultaba imposible. La gente le tenía miedo, únicamente lo seguían los beneficiados por el clientelismo. Se sacaba fotos, forzando sonrisas de despareja dentadura que después le photoshopeaban pendejos del movimiento. Tocaba timbres, prometía de todo.

Cuando se dio cuenta de que jamás lograría una sincera adhesión, se fue a pescar. Igual qué importaba, si ganaba siempre. La gente es muy imbécil.

 

Una tarde, se mandó en su chata para lo de los Trucco: le debían guita de las turcas, y él necesitaba pagar los últimos afiches.

Y de paso, se dijo, un toque a la Ariel no viene mal.

Al llegar le extrañó no notar movimientos.

Se bajó de la chata. La puerta de la cabaña estaba arrancada, tirada en pedazos por el piso.

Sin atreverse a entrar, llamó con las manos y dio voces.

Nada. No le respondían.

Se volvió para la chata. Puso primera, y cuando pegaba la vuelta vio que el tanque de agua de la sirena estaba desgarrado como por un abrelatas gigante.

Dio marcha atrás.

―¡¿Todo bien, muchachos?! ―gritó desde la ventanilla.

Nada. Silencio.

Tragó saliva, y se decidió a entrar.

Carlos estaba tirado en el patio, la bragueta abierta y roja y la verga arrancada de raíz. Y lo habían desfigurado con mordidas que parecían de piraña. No podía estar vivo. Ya seca y con el color del chocolate, la sangre embadurnaba todo.

Brizuela dio un paso atrás. Tenía ante sí lo único que le faltaba: que justo antes de las elecciones lo involucrasen en un crimen.

Estaba por rajarse, cuando afuera de la casa vio a unos metros de la orilla del mar a un tipo que le daba las espaldas, como mirando hacia mar. Era Alberto, inconfundible con la boina, la campera vieja y el pantalón raído.

Brizuela lo dio vuelta, y vio la mueca de espanto y horror.

Alberto señaló al mar, sin poder decir nada. El olor a salitre y pescado se hizo más fuerte que nunca, y el viento proveniente del mar lo congelaba todo.

Desde la orilla arenosa se acercaban, arrastrándose, decenas de mujeres desnudas y bultos gordos como sapos gigantes de cabeza triangular. Brillaban como mantarrayas bajo el crepúsculo, y esa imagen hipnótica paralizaba a aquellos dos malditos.

Uno de los bultos se incorporó, y a ese le siguieron otros. Las sirenas observaban desde la espuma de la orilla. Un tritón aplastó la cabeza de Brizuela con una especie de garra escamosa, y aquel cerebro podrido se desparramó por la arena.

Alberto gritó, y el tritón le habló con una voz extraña, incomprensible. Y no le dio tiempo para que lo entendiese. Y el crepúsculo se volvió una informe mancha roja.

 

 

  * Fabián Sancho nació en el porteño barrio de Villa Luro. Cursó estudios en la carrera de Letras de la UBA y en la especialidad de Guión en el CERC (actual ENERC).

Fue columnista de cine en varios programas radiales (Mundo Rock, La tormenta, El corte, entre otros). Colaboró como corresponsal para las revistas Kinetoscopio, de Colombia, y Godard!, de Perú.

Junto a Silvia G. Romero dirige el Festival de Cine Inusual de Buenos Aires, dedicado a realizadores noveles e independientes. Se desempeña como coordinador del Centro de Documentación y Biblioteca del Museo del Cine Pablo C. Ducrós Hicken.

En Fin ya ha publicado un artículo sobre John Ford: http://fin.elaleph.com/general/john-ford-un-clasico-que-debe-verse-una-y-otra-vez, y un relato, «El cuidador de los enanos», en http://fin.elaleph.com/los-fabuladores/el-cuidador-de-los-enanos

¡Llegaron los pódcast!

Por Francis García Reyes *

 

En este mundo repleto de plataformas que exigen más y más atención de las personas, se ha alzado poco a poco un nuevo formato. Un formato que es más propio de la era digital y de la ajetreada vida del hombre del siglo XXI, pese a fundamentarse en los principios de uno de los primeros medios de comunicación masivos del siglo XX, como lo fue la radio. Estamos hablando del pódcast.

No es correcta la idea de que antaño el hombre común disponía de menos tiempo libre. Ese preconcepto de que las labores del campo en las zonas rurales, o los mercados y fábricas, en el caso de las zonas urbanas, les dejaban a nuestros bisabuelos y ancestros apenas tiempo para dormir y asistir a los oficios religiosos es más bien un intento de consolarnos de nuestras estresantes vidas. Lo cierto es que actualmente nos encontramos mucho más limitados en nuestro tiempo libre. Esto es bien conocido por las empresas tecnológicas, y sobre todo bien conocido por las empresas de desarrollo de redes sociales. Estas empresas saben que el futuro pasa por ajustarse más y más, ya no sólo a los individualizados gustos de las personas del siglo XXI, sino también al tiempo de que disponemos y a nuestra acotada capacidad de atención en determinados momentos. Y aquí es precisamente donde más se diferencia el formato pódcast de su antecesor, la radio: en que los pódcast se ajustan a la movilidad, al tiempo disponible, a la atención que cada uno puede dedicar en un determinado momento, y, sobre todo, se ajustan al gusto personal, por su variadísima oferta de contenido.

 

¿Qué quiere decir exactamente la palabra “pódcast”?

El término pódcast fue acuñado en 2004 por Ben Hammsley, un periodista del diario The Guardian. Es un acrónimo que se deriva de la unión de dos palabras: por un lado, del nombre del lector portátil de formatos MP3 de la empresa Apple, el iPod; por otro, del término broadcast, que se podría traducir desde el inglés como “difusión”. Si quisiéramos, podríamos encontrar en español una alternativa a esta expresión. Algo así como “difusión portátil”. Sin embargo, esta traducción, aunque quizás más aclaratoria, nos haría perder la agilidad inherente al vocablo anglosajón, así que resulta muy difícil creer que hoy día se podría imponer por sobre la palabra original. De hecho, la RAE incorporó enseguida el anglicismo, porque no tiene en español un equivalente tan eficaz, dándole una grafía más adecuada con la tilde, y estableciendo que esta palabra hace el plural de modo similar a “test” (ver RAE y la recomendaciones de Fundéu).

¿Y cómo escuchar un pódcast?

Sólo se necesita un smartphone, un par de audífonos y descargar el contenido que a uno le interesa, para disfrutar en las horas muertas en los trayectos de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, o durante un trabajo monótono que apenas exige alguna función mental automatizada, o mientras se hace ejercicio, etcétera. ¿Y si, por alguna razón hay que interrumpir esta ensoñación auditiva? Pues tan sencillo como darle pausa y seguir más tarde. Y si hace falta, se puede escuchar de nuevo el último fragmento para refrescar el ensueño. Y también se puede escuchar de nuevo el pódcast entero, incluso se puede volver a escuchar toda una serie de pódcast.

Si bien es cierto que hoy día muchas radios ya permiten la posibilidad de descargar los audios de los programas después de ser emitidos en directo, lo verdaderamente definitorio de los pódcast es la libertad que otorgan a los creadores a la hora de adaptar la duración y la estructura de los programas según convenga al tema, al público y / o la personalidad del mismo creador.

Como ya se dijo, aunque la radio y el pódcast comparten principios, lo cierto es que este último es un formato plenamente característico de esta época.

 

¿Por qué un pódcast del TCyC?

Durante un decenio, el canal de YouTube del Taller de Corte y Corrección ha ejercido una invaluable labor didáctica en lo referente al arte de la literatura. Una labor que ha dejado una imborrable y profunda huella en infinidad de escritores —entre ellos, el autor de este artículo—, que han pulido y perfeccionado sus herramientas de trabajo gracias a los consejos y ejemplos de Marcelo di Marco en sus programas.

En sus videos semanales, Marcelo emplea una metodología cimentada en la lectura en voz alta —a veces, de clásicos de la literatura; otras veces, de textos propios o de los escritores que trabajan en su taller—, a la que añade explicaciones y aclaraciones pertinentes. En algunos casos, los aportes visuales no resultan indispensables, pues dichas lecciones se parecen más a diálogos mayéuticos, a una especie de apelación al discípulo, que le permite ir descubriendo los secretos de la gran literatura. Por lo tanto, se podría decir que los videos del TCyC son altamente adaptables al formato pódcast.

Desde hace unas semanas, los audios del TCyC se han ido subiendo en Ivoox y Spotify, dos de las mayores plataformas de pódcast de la actualidad. Para usar las plataformas no hace falta ningún conocimiento especial, porque su utilización resulta muy intuitiva: nos suscribimos —las notificaciones se activan por defecto—, descargamos los audios para no tener que depender de ninguna conexión de internet, y los escuchamos cuando nos apetezca.

Con esto, si cabe, el aprendizaje del arte de la literatura será aún más accesible para aquellos que buscan perfeccionar su escritura.

 

 

 

* Francis García Reyes nació en Santo Domingo, República Dominicana, en 1989. Viajero, marcialista, estudiante de lenguas, aficionado al cine, a la historia y a las escaladas, pero por sobre todo, amante de la literatura.

Ha trabajado en el blog Erasmusu como traductor de alemán.

Actualmente perfecciona sus habilidades como escritor y corrige su primera novela en varios grupos del Taller de Corte y Corrección. También administra el pódcast del TCyC en Ivoox  y Spotify).

Para más datos sobre Francis: https://tcyc.com.ar/equipo-del-taller/

 

Un mensaje para nuestros lectores

¡NACE CRISTO, EL MESÍAS, Y LA LUZ TRIUNFA SOBRE LAS TINIEBLAS!
¡Muy feliz Navidad 2022 para todos nuestros amigos, talleristas, colegas, lectores y seguidores!

 

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Un chico trans

Por Marcelo Meza *

 

 

Soy un chico trans. Lo descubrí hace poco. Como no tengo tíos ni tías, aquella tuvo la mala suerte de ser hija única y de casarse con un tipo que era como ella: un sin hermanos. Así, con una madre ―una progenitora― como aquella, me siento solo.

Después el tipo desapareció: parece algo familiar esto de ser invisible. Por eso en casa estoy solo.

Los perros no tienen futuro en esta casa maldita. Es linda, la casa, pero es maldita. Maldita como la familia mínima que me tocó. Los gatos son repelidos por la casa, y también por aquella, que se lo pasa trabajando y que se va a la noche al bar. En la tele eso lo hacen los policías arruinados cuando terminan su turno, o las ratas de la noche. Pero aquella no es ninguna de las dos cosas. O quizá sí.

Aquella. Aquella se enoja que la llame como la llamo, y a mí no me importa que se enoje… mientras me vea. Mis vecinos tampoco me ven.

El cuerpo me duele desde que nací, aunque ya estoy acostumbrado al dolor. Lo dije en la escuela, y me mandaron a hablar con otra maestra. Pidieron dos reuniones con aquella, pero aquella nunca puede, “por el trabajo”. Cuando aquella se enoja me señala a la estatua de San Jorge.

―Cortala, que te lleva el diablo ―dice, ahogándose en su saliva espumosa.

Ahora que lo pienso mejor, no señala al santo, sino al monstruoso dragón sometido bajo su lanza. La primera vez que se lo dije a aquella, me voló la cara de un sopapo como un ninja furioso al que un demonio le ha arrancado a toda su familia: con los dedos bien cerrados, bien engarfiados.

Soy un niño trans, ¿qué tiene eso de malo? Hija de puta, no sabe que su rencor mata ángeles, que la oscuridad de sus ojos destruye unicornios y que su falta de caricias me mata a mí. Abrazo a mis ositos, sé que ya estoy grande para muñecos, pero son los únicos que se dejan abrazar.

Soy un niño trans.

―¡Contestame! ―grita al enojarse conmigo por cualquier cosa. Y, cuando le quiero contestar, amenaza―: ¡No me contestés! ―Y vuela otro rápido revés contra mi cara callosa de tanto recibir.

No sabía que “trans” sería una palabra prohibida.

Esta noche, aquella no vino.

Eran pasadas las doce, y yo no podía dormirme sin ver que llegara a casa. Desde la mañana me sentí mal, y, aunque los dolores se fueron, me entró la sospecha de que algo nuevo iba a suceder.

¡Y sonó el ruido de la puerta!

Debe de ser aquella, me dije.

Y, para mi sorpresa, no era aquella. Era un ángel rojo. Un ángel de esos que se llevan a los chicos transparentes como yo.

 

 

  * Marcelo Meza nace el 26 de mayo de 1969 en San Martín, Buenos Aires. Es músico, escritor y counselor.
Desde 2017 lleva adelante Ediciones de la luna, publicando sus propias obras y las del novelista y poeta León Peredo. De los libros editados de Marcelo Meza, los más destacados son: Toscolitio, juguetes de agua (cuentos infantiles), Dodecaedro (doce relatos para adultos), El misterio de la casa doblada (cuento fantástico para niños y preadolescentes), Como dioses en ojotas (su primer libro de poemas). Además ha publicado: La saga de los pájaros, que cuenta con dos partes de una futura trilogía: “Cómo se hacen los pájaros” y “Esos pájaros de menta” (cuento y nouvelle fantástica para toda la familia).

Vive en Ciudad Jardín con su esposa e hija.

Hace dos meses que se está formando en el Taller de Corte y Corrección, aprendiendo a contar con nuevos recursos, herramientas y de manera directa y práctica, con la necesidad de alcanzar un nivel profesional. Todo esto, gracias a la experiencia y ayuda del escritor Marcelo di Marco.

 

 

Ilustración: pintura de Vladimir-kireev, disponible en https://www.deviantart.com/vladimir-kireev/art/George-the-Victorious-2014-468925545