Por Adrián Flores Inapanta *
Las moscas eran una nube negra en el vestíbulo. Alfredo miró el cuerpo de su padre envuelto en fundas de basura sobre el sillón. Aunque se apretó el pañuelo sobre la mascarilla y evitaba respirar profundo, el hedor de la muerte se colaba en sus pulmones y las arcadas lo asaltaron.
Caminó rápido hacia el umbral de la casa donde la puerta abierta dejaba entrar el viento canicular. Los viejos muebles de la sala y los electrodomésticos se cubrían con una película arcillosa. En la pared del fondo, la pintura de un Jesús de mirada clemente, y la de una Virgen de la Dolorosa parecían ocultarse tras el polvo que se pegaba a sus vidrios.
En la vereda, sentada en una silla de plástico junto a la puerta, se abanicaba su madre con la tapa roja de una olla.
—¿Dijeron algo los del 911? —preguntó Alfredo.
Ella tenía la piel seca, y un reguero de venas carmesí en los ojos hinchados. En los cinco días que su padre ha estado muerto, su madre ha envejecido tanto…
—¿Qué van a decir?, que ya vienen.
—¿Qué hacemos con papá? Ya no lo aguanto.
—No hables así.
—Me duele el estómago solo de verlo.
Alfredo y su madre vieron hacia la casa de doña Agusta, en la vereda del frente. Por el portón de madera salían Eduardo, amigo de Alfredo, y sus tres hermanos mayores. Transportaban sobre una patineta descolorida y de ruedas remelladas el cadáver de su abuelo, envuelto en viejas sábanas blancas. El abuelo de Eduardo había muerto anteayer. La peste se lo había llevado tras largas horas de fiebre y toses. Pasaron frente a Alfredo, y Eduardo lo saludó alzando el mentón.
—¿Adónde? —preguntó Alfredo.
—Abajo hay un cementerio —gritó Eduardo por la distancia.
—M’hijito —le dijo su madre—, anda a ver. Ojalá y nos dejan enterrar a tu padre.
Alfredo asintió. Corrió hacia Eduardo y saludó con los hermanos de él.
—¿Dónde queda el cementerio ese?
—En el terreno de don Justino —dijo Eduardo, quien trataba de no soltar la esquina de las sábanas que hamacaban el cuerpo de su abuelo—. Nos hartamos de esperar la ayuda del gobierno. Estuvimos llama y llama a los números de emergencia y siempre están ocupados. Cuando contestan, dicen que mandarán a alguien a llevarse al abuelo, y no viene nadie.
Alfredo bufó, irónico, y pensó que ya nadie esperaba nada del gobierno. Vio a otras decenas de personas cargando a sus muertos en carretillas, en motos, en gavetas de plástico, en cartones. El olor del barrio no se diferenciaba del de su casa: apestaba a muerto.
Llegaron a la casa de don Justino, amurallada por un tapial de ladrillo rojo, donde varias personas reclamaban algo que Alfredo no podía escuchar. Cruzaron la boyada de gente hacia el portón negro, abierto. En la puerta estaban la mujer de don Justino y un tipo alto con músculo hasta en los meñiques.
—¿Por qué reclaman? —preguntó Alfredo.
—Don Justino no deja enterrar a todos —dijo Eduardo—: hay que pagarle.
El hermano mayor de Eduardo habló con la mujer que custodiaba la puerta y ella los dejó pasar. Las gentes reclamaron y ella gritó:
—Ellos ya pagaron. ¡Aprendan!
El cementerio resultó ser un largo terreno de tierra pálida y endurecida, ubicado tras la casa de don Justino. Matas de hierbajos secos se abrazaban a los tapiales, y el viento levantaba el polvo como si aquello fuera una cantera. En el suelo se habían cavado huecos de más o menos un metro de profundidad. En otras partes había bultos de tierra con improvisadas cruces de caña guadúa, o piedras pintadas de colores. Quienes enterraban a sus muertos ya no los lloraban: bastaba con santiguarse y rogar a Dios que la peste no se les contagie.
Alfredo también deseaba enterrar a su padre, pero no tenía dinero.
Don Justino apareció en ese momento. Rozaba los cincuenta, era flaco como una rama seca. Tenía las cejas espesas y canosas, y el rostro arrugado por la seriedad y los años. Traía una pala y una funda que se las dio al hermano de Eduardo.
—Esparcen la cal sobre el cuerpo y luego lo entierran —dijo—. ¿No quieren la bendición del cura?
—No, Justino —dijo el hermano de Eduardo—, que no tenemos plata.
—Bueno. Esperemos que Dios no se enoje.
Dio media vuelta y se fue. Alfredo lo siguió y se detuvo a conversar con él antes de que entrara en su casa.
—¿Qué quieres? ¿Llamo al cura?
—No. Don Justino, quiero pedirle un favor—dijo Alfredo, se sobó la nuca—. Es que mi viejo lleva cinco días muerto en la casa y…
—Son quinientos dólares.
—No tenemos plata, don Justino, y el 911 no viene. Nos vamos a enfermar.
—Son quinientos dólares —dijo Justino. Entró en la casa y cerró la puerta.
Los hermanos de Eduardo se despidieron tras salir del improvisado cementerio. Dijeron que irían a comprar algo para el almuerzo. Alfredo y Eduardo volvieron juntos. Alfredo caminaba con las manos en los bolsillos y la mirada en el suelo, y comentó que no sabía dónde iba a enterrar a su padre.
—Tranquilo, man —dijo Eduardo—. Busca una carretilla para cargar a tu viejo. Hoy noche nos metemos a la casa de don Justino.
—Si podías hacer eso, ¿por qué le pagaron los quinientos dólares?
—No pagamos. Mi mamá es sobrina de don Justino. Mi abuela le dijo al viejo que nos ayudara o hablaría con la policía.
Alfredo pidió prestada una carretilla a un vecino. Al llegar a su casa, la metió en la sala, y su madre lo siguió, interrogándolo.
—No te vayas a meter en problemas con don Justino —le dijo, sobándose la mano nerviosamente cuando Alfredo le contó el plan.
—¿Y qué va a hacer? ¿Devolvernos el cadáver? Ya se queda ahí enterrado y nadie lo mueve. Si no, yo mismo voy y le saco la puta.
La madre miró hacia el sillón y se tapó la boca con la mascarilla que tenía colgada en el cuello.
—Tienes razón, m’hijo —concedió con un dejo de rabia, negando con la cabeza—. Fíjate que hacer dinero de la desgracia ajena.
—¿Llamaste al 911?
—Sí, que esperemos. ¡Ah!, por cierto: hoy vinieron los del municipio a dejarnos un ataúd.
—¿Un ataúd? Mejor entonces.
—No te creas. Es de cartón. Parece la caja donde vino la refri.
Alfredo negó con la cabeza y se llevó una mano al puente de la nariz.
—¿De qué chucha nos va a servir una caja de cartón?
—No sé. Yo guardé ahí los trastos viejos que tu papá solía traer de la calle.
—Bueno, al menos. Oye, mami, ayúdame a poner el cuerpo del viejo en la carretilla. Luego me pasas la pala.
—¿La pala? ¡Fuuu! Hace rato que tu papá la empeñó por una jaba de cerveza.
—Verga, este viejo.
—No hables así de él.
—Es que ni porque está muerto deja de jodernos la vida.
Miró el cadáver hinchado sobre el sillón y luego a su madre que comenzaba a llorar. La mujer se sentó sobre el brazo de un sillón y dio hipidos. Alfredo se acercó a ella, se hincó y le abrazó las piernas.
—Ya, mamita. Hoy noche el viejo descansará en paz.
Alfredo se levantó y tomó la carretilla. La acercó al sillón. Pero, más cerca estaba él del cadáver, más se enfermaba. Le ardían las aletas de la nariz, y aunque evitaba respirar, percibía el hedor.
—Ayúdame a ponerlo aquí —le dijo Alfredo a su madre, tratando de agarrar al muerto de la parte superior. Su madre sujetó el otro lado.
Levantaron el cuerpo unos centímetros, y una pestilencia los bañó. Lo soltaron; él y su madre corrieron a la calle. Alfredo se agarró al poste de luz, mareado. Miró a su madre en cuatro, vomitando en la vereda y fue hacia ella.
—Respira, respira —le dijo levantando su cabello para que no se manche del vómito amarillo.
—No puedo, no puedo.
—Deje nomás. Yo lo hago.
Alfredo puso el filo de la carretilla bajo lo que había sido el brazo de su padre. Al otro lado, entre el cuerpo y el espaldar del sillón, enterró un palo de escoba para hacer una palanca. Se santiguó. Se envolvió cinco camisetas azules sobre la mascarilla y aguantó el aire.
Puso un pie sobre el brazo del sillón, apoyó una mano en la pared, y otra en el techo y con la otra pierna hizo presión sobre el palo de escoba. De nuevo el hedor y las náuseas. Escuchó que una especie de líquido espeso chorreaba. Presionó más, y tuvo la impresión de que el palo se rompería. Goteaban sangre, fluidos y coágulos que parecían gelatina o aceite negro con natas verdosas. Finalmente, el cadáver cedió sobre la carretilla y se deslizó despacio.
Alfredo no se quedó a verlo llegar hasta el fondo. Corrió hacia la vereda, desde donde su madre lo estuvo mirando. Al llegar a ella, se hincó a sus pies y lloró.
En la madrugada, Alfredo junto con Eduardo llevaron la carretilla hacia el terreno de don Justino. La luna redonda brillaba tras unas nubes azules, y el viento feroz azotaba las fundas de basura que envolvían al cadáver.
Llegaron al tapial de ladrillos del cementerio. Eduardo trepó y saltó adentro, luego abrió la puerta. Las bisagras chirriaron y Alfredo metió la carretilla.
A unos metros de la entrada había una fosa poco profunda donde Alfredo se detuvo. Miró al cadáver apestoso, y sintió un nudo en la garganta.
—Descansa en paz, viejo —susurró, y luego viró la carretilla hacia la fosa con ayuda de Eduardo.
A las cinco de la madrugada, más o menos, Alfredo llegó a su casa. En el sofá habían quedado el fétido manchón que dejó el cuerpo de su padre y el palo de escoba. Lo quemaría al siguiente día. Su madre había baldeado y trapeado la sala, pero el olor a podredumbre se mezclaba con el aroma a eucalipto del Pinoklin y a él se le revolvieron las tripas. Paró la carretilla junto a la puerta. Fue al cuarto donde la luz amarilla del foco iluminaba la estancia. Encontró a su madre sentada y apoyada al espaldar de la cama. Ella traía un gesto compungido.
Alfredo fue a su cama, a medio metro de la de su mamá, y se sentó en el filo del catre.
—¿Ya lo enterraron?
—Sí, mamita —dijo Alfredo con la voz débil, agotado y roto. Miró a la madre: su piel se había tornado pálida.
—¿Estás bien?
—Me duele el cuerpo, m’hijo. No he podido dormir, y tengo un calor que ni te cuento.
—¿No te daría el coronavirus?
—La comadre me dijo que fue por respirar los olores de tu padre. ¡Qué bueno que ya lo enterramos!
—¿Quieres que te traiga una pastilla?
—No, m’hijo, ven.
Alfredo apagó la luz, se recostó junto a su madre y la abrazó. Ella ardía, y él le imploró a Dios que su mamá no enfermase como su padre, tan de pronto.
Se comenzaba a dormir, cuando fuertes golpes en la puerta lo sobresaltaron.
—M’hijito, anda a ver quién es.
Alfredo abrió la puerta y, como no había nadie, caminó hasta media vía. Desde ahí, vio a don Justino yendo hacia el norte con una carretilla vacía. Alfredo regresó a su casa. Junto a la puerta encontró un bulto cubierto por una funda negra, sucia de tierra. Luego miró a su madre asomarse y dar un grito desesperado al ver el bulto.
Alfredo corrió hacia ella y la abrazó.
—Ahorita le abro la cabeza al viejo hijueputa —dijo Alfredo.
Tomó el palo de escoba. Le ardía el pecho y le quemaba la boca del estómago. Cuando salió, su madre le agarró de un brazo y le dijo:
—No, m’hijo, no. No es tu padre.
Alfredo titubeó y miró el bulto. ¡Era cierto! Vio retazos de plásticos verdes y rojos dentro de la funda negra.
—¿Qué hacemos?
—¡Qué más vamos a hacer! Esperemos que venga el 911.
* Adrián Flores Inapanta estudió la carrera de Ciencias de la Educación, enfocado en la Lengua y la Literatura, en la Universidad Técnica Particular de Loja (2020), y el Máster de Escritura Creativa en la Universidad de La Rioja, España (2023). Es licenciado en Lengua y Literatura en el Colegio Consejo Provincial de Pichincha. Participa en el Taller de Corte y Corrección de Argentina desde 2021. Tiene un canal de YouTube dedicado a la divulgación de literatura ecuatoriana y una página web, donde sube periódicamente reseñas de libros.
Ha publicado la novela negra Érase una vez tu muerte (2022) a través de Amazon. Forma parte de la antología de cuentos Arroyo de Laureles (2023), de la editorial Palabra Herida, y de la antología Cóndores que lloran sangre (2024), de la editorial Letras Negras.
Las imágenes fueron generadas por medio de inteligencia artificial DALL-E.