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El Pal’jondo

Por Franco Schiavoni *

 

1

 

De chico siempre me bañé bajo la ducha, jamás en bañadera: en casa, no daba la economía para tener una. Ahora, de grande, tampoco tengo. Sigo tan pobre como de pibe, y sigo viviendo en la misma casa. Cuidar a la abuela en situación terminal, hasta su muerte, me convirtió en su adjudicatario, en su propietario. Hablo de la vieja casona, por supuesto, no de mi pobre abuela desahuciada.

Hace unos otoños, después de un día de tedio absoluto, me dispuse a disfrutar una ducha caliente. Más que nada, lo que pensaba disfrutar era el rudimentario caloventor que había comprado horas atrás en una tienda del usado. En aquel otoño tan crudo, la exagerada proporción de la claraboya en el techo del baño permitía que entrara viento frío, por eso no me daban ganas de desnudarme ahí adentro. Prendí el caloventor, y enseguida me llegó a la carne el aire tibio. Giré la llave del agua de la ducha, sobre todo la del agua caliente: estiré la mano y fui probándola. La preparé para pelar pollo como decía mi abuela, me escaldaba el lomo. El cerrado vapor hizo que tanteara de memoria la jabonera.

Recuerdo que a la mitad del baño me entró champú en los ojos, un desastre.

Y después, así enceguecido, pasé para el otro lado. No quiero decir que, por algún extraño sonambulismo me encontré en el pasillo, del otro lado de la puerta. No. Quiero decir que no volví a abrir los ojos jamás ―no tanto “jamás”; por un tiempo, mejor dicho, y pronto echaré luz sobre este misterioso asunto.

Lo último que recuerdo de cuando morí fue el agudo y efímero dolor que me generó aquel extraño fenómeno eléctrico, aquella suerte de electroshock que me achicharró de pies a cabeza.

 

 

2

 

No fue buena la idea del caloventor de segunda, la puerta del baño cerrada, el agua de la flor en ebullición largando vapor: morí electrocutado.

Lo extraño fue hallarme en aquel otro mundo, ese mundo desconocido. En primera instancia ―antes de entrar en la ducha, yo me estaba muriendo de hambre―, advertí la ausencia de toda necesidad fisiológica; algo muy loco. Con eso empecé a dudar. Mejor dicho, empecé a tomar consciencia de… ¡de haber muerto!

Abrí la puerta del baño, y una nube de vapor se liberó junto conmigo hacia la cocina. Rosina se había despabilado de su enésima siesta gatuna, y, desde la rústica cuna con maderas de pallet que yo le había fabricado, me miraba fijo. Nunca la vi con esa expresión de espanto, ni siquiera cuando se nos metió en el jardín el pitbull del vecino y la corrió hasta que ella saltó al tapial. Bien entendió que su amo ya era un ente del éter, algo no físico. Y así verifiqué una creencia mía: los gatos pueden adivinar que hay muertos rondando por la casa.

Pero mi sorpresa fue aún más grande cuando miré hacia la pileta de la cocina: descubrí a un hombre mayor acodado en la piedra de la mesada, con una postura encorvada, aunque familiar. Era el hijo de mil putas de mi abuelo, más precisamente, con la bombilla en la boca y amargueando en silencio, como él decía.

El único problema era que había muerto.

Había reventado hacía décadas, cuando yo recién dejaba la primaria. Todos en casa lo vimos hacerse pomada contra los baldosones del patio, cuando aquel bendito andamio resolvió obedecer a la ley de la gravedad.

Vestía el gastado saco de lana a rombos que usó hasta morirse.  Miraba a través de la ventana que daba al patio. Estaría contemplando la desnudez del final del otoño: las últimas hojas amarillentas de la parra retorcida, las ramas sombrías de la pelada acacia. Y quizá contemplaba aún más allá, quizás escrutaba el ruinoso galpón con lo que quedaba del revoque que él mismo, hacía añares, había revocado con sus propias manos y su propia cuchara de albañil.

Y yo, en medio de mi perplejidad, lo miraba atónito. Y con bronca lo miraba. Con mucha bronca. Porque no podía creer que me estaba reencontrando con él en la muerte: siempre ejerció contra mí la tiranía más cruel, igual que mi viejo; jamás me quisieron esos dos turros.

—Qué pelotudo resultaste —me dijo, sin despegar la cara de la ventana—. No pensé que iba a ser para tanto. Soltero, con un gato, y en esta maldita casa para siempre. Encima sos más fácil de morir que un pajarito. ¿Qué fue? ¿Un arco voltaico?

A lo búho, manteniendo su postura rígida, giró hacia mí su inquisitiva mirada.

Era la cara de siempre, pero virando al morado. La piel de famélico pegada a la calavera contrastaba con las cuencas de abismo que rodeaban aquellos ojos de un marrón diarreico. Llegué a notarle, a la distancia, algunas venas que le surcaban la frente. Ese cráneo iba casi desnudo, con unos pocos pelos finos y casposos lloviéndole desde la mitad de la coronilla.

—Qué hacés, abuelito.

—Qué hacés, boludito.

Nada más nos dijimos, y yo me volví a Rosina: ya se lamía una pata, señal de su regreso a esa displicencia propia de los gatos.

—Qué manera pelotuda de morir, pendejo. Aunque de vos no me sorprende, eh.

—Qué hacés, abuelito —le repetí maquinalmente, cada vez más desconcertado ante mi reciente ingreso al nuevo mundo.

Desde la galería que conecta a la cocina (por cierto, una parte de la casa que nunca se supo bien para qué estaba, cuestión de las viejas “arquitecturas” que se construían sin arquitecto, y cuestión de la cual yo me daba cuenta recién ahora), oí un leve chirrido metálico que enseguida se fue intensificando. Sentí una estampida en el sillón: con los pelos encrespados en el lomo, Rosina saltó al respaldar, alerta.

El chirrido cesó.

Y pasó lo que yo temía: por la galería se asomó la abuela en la silla de ruedas. La vi bastante avejentada, como la última vez en el geriátrico. Aunque siempre su piel lucía tersa y fresca, ahora se le había puesto morada de tan mortecina. Por suerte, supe después, en el otro mundo no se perciben los olores.

—¿Ya te diste cuenta? —me dijo el viejo chúcaro.

—Sí. No.

—Tu abuela está igualita a cuando cagó la fruta. En edad, quiero decir. Fijate que hasta tiene el mismo vestido floreado que usó por doce años, ese que apestaba a vieja jedionda. Decí que ya no podemos oler, no se nos facilita el sentido del olfato acá. ―Meneó la cabeza y me miró torcido―. Ahora fijate bien, boludo. —El viejo señaló con el mentón a la abuela, se llevó el mate a la boca y le pegó una chupada—. No habla la marmota. Sigue presa de la demencia avanzada que la dejó prácticamente muda, como decía el tordo que la vio. Sigue colifata, ¿entendés? Quedó igual. Así que sabelo: el calvario te persigue hasta acá también. —Miró al aire, como quien trata de pescar un concepto—. Hasta este otro plano te sigue dando cana, qué me decís. Y te cuento algo: guay de los que deciden boletearse, porque siguen cargando con los tormentos, pero el doble. Menos mal que no me pegué un corchazo, como a veces pensé.

La abuela desapareció de golpe, y con ella la silla de ruedas.

—¿Por qué desapareció? —pregunté aterrorizado, como si la ducha fatal y mi condición de fantasma no fuesen ya lo suficientemente espeluznantes.

El viejo miró de reojo el rincón en que acababa de desaparecer la “jedionda”.

—Qué sé yo —dijo con una expresión hosca y pasándose las uñas marrones por la garganta, como quien rasguea una guitarra—. Supongo que quería verte y escucharte, nada más. Hablarte, seguro que no. Si quedó muda, pobrecita, ja. A nosotros, los espíritus, nos llega una especie de aviso cuando palma algún cercano, algún familiar, algún amigo. Hasta cuando palma la mina de uno te llega. Así podemos aparecernos, ¡púfate!, en donde se produjo el deceso.

―Como pasó recién.

―Como pasó recién.

Por la poca claridad que entraba en la cocina y las paredes que iban siendo tragadas entre las crecientes sombras, ya se estaba haciendo tarde. Y entonces advertí un súbito resplandor intermitente, y oí esos zap-zap típicos de los chisporroteos, y noté que una luz verde se ramificaba en zigzags atravesando el espacio. Siguiendo con la vista la ramificación, comprendí que las raíces más intensas de esa extraña luz salían por todos los enchufes de la cocina.

La gata saltó del respaldo y se mandó a mudar por una ventana entreabierta que siempre le dejo a propósito: salió como si le quemaran las patas.

Seguro, pensé, presiente todo. Ve todo.

—Qué son esas luces —le pregunté a mi abuelo, como si él fuera la voz de la experiencia en todo lo concerniente al más allá.

—¿Qué luces? —dijo, y examinó el cielorraso. Miré una por una las cuatro paredes desconchadas que me rodeaban, repasando enchufe por enchufe, y me di cuenta de que algo me llamaba hacia esa verdosa luz chisporroteante, hacia su deleitoso zumbido—. No, pibe, ya sé. Yo no veo nada. Pero entiendo que, por la condición en la que moriste (la causa, digamos), ahora empiezan a tentarte para que caigas en la trampa.

—Qué trampa —dije, alarmado por lo que decía el viejo, y al mismo tiempo seducido por el extraño relampagueo que manaba de los enchufes. Me dije que meter los dedos ahí equivaldría a gozar del más orgásmico de los orgasmos.

—Vos moriste electrocutado, pelotudo. ¿Te acordás? Pasó recién. Bueno, ahora las fuerzas malas te buscan para que cedas. Es como si te dijesen Metés los dedos en algún enchufe, y pasás derechito al otro lado.

—Pero si yo ya estoy del otro lado, viejo charlatán, ya estoy muerto. ¿Qué es el otro lado para estas fuerzas malas que decís vos?

—El Pal’jondo, pendejo. Qué va a ser.

―¿El Pal´jondo?

―El Pal’jondo vendría a ser el más allá del más allá.

―El Pal´jondo. ―Me quedé pensando, sentí que las yemas de los dedos me cosquilleaban en los labios―. ¿Se puede pasar al Pal´jondo?

―Se puede, pero no te lo recomiendo.

―Es que mis ganas son más fuertes, algo me llama. Qué digo que me llama. Me obliga.

―Vos no sabés lo que decís. El Pal´jondo es una gayola de la que no se sale ni por una del Chantecler. A mí me lo advirtió tu finado tío, ni bien me morí. Yo por todos lados veía, y veo, andamios de albañil, baldes con pastones de cal y de arena y de cemento, paredes con ladrillos sin revoque. Me quieren tentar a que me suba de nuevo al andamio a laburar. A laburarles, mejor dicho. Y si les doy bola me caigo, y me hago puré.

—Es que por una vez en la vida quiero hacer lo que se me canta —me salió en un silabeo, pero el viejo ni se percató, siguió con su rollo:

—Así me caí en vida, te acordás. De arriba de un andamio me caí. Así cagué la banana. Pero, si me “muero” otra vez, ahí nomás vienen y te pasan para el Pal´jondo. ¡Je, je, je! ―Me miró con cara de Freddy Krueger, lo único que le faltaba era el sombrero y el guante de navajas en la mano en lugar del mate―. Siempre hay un más abajo, nene, siempre podés estar peor. Por lo menos acá, en este “paraíso”, qué sé yo, vos viste: el paladar gustativo te lo conservan. Yo me estoy tomando estos amargos, ¿ves? Y están buenos. Y lo mejor es que nunca se termina el mate. —Le pegó otra chupada a la bombilla, y con un ligero movimiento de cabeza y un frunce de labios señaló la hornalla—. Te diste cuenta que pava no tengo.

Murmuré algo inentendible, la mezcolanza de palabras que me brotaban torpemente: palabras de bronca y de dolor, envejecidas en mi yo más profundo. Hasta que me salieron claritas:

—Dejame de joder, abuelo de mierda. Ya en vida la pasé como el orto, por culpa tuya y de mi viejo. Que viene a ser tu hijo. Ahora estoy muerto, y lo único que me motiva en este preciso momento es tocar esa luz, sentirla, y ver qué me produce. No me voy a volver a morir.

Me salió la rebeldía de lo más hondo. Rebeldía que nunca tuve en vida para plantarme ante esos dos opresores que eran mi abuelo y mi viejo. Rebeldía que tal vez me hubiera salvado de empequeñecerme hasta la desaparición social. Rebeldía a la que me inducía aquella relampagueante luz de jade, tan inevitable como seductora: yo debía meter los dedos en el chisporroteo del enchufe.

Aquel banquete luciferino me esperaba como una ambrosía reservada por los dioses. Ambrosía, sí, esa palabra que había leído en algún libro sobre mitología griega y que ahora se me cruzaba por la mente.

Me lancé al enchufe como se lanza un buitre a la carroña.

¿Y qué creen que pasó?

 

 

 

 

 

 

 

 

3

 

Desperté desparramado en la ducha. Reviví. En verdad, me revivieron esas fuerzas del Pal’jondo que me dijo el viejo.

Dolorido por la descarga letal, me incorporé como pude. En una de esas me caí en el agua de la lluvia ya helada, y advertí que me recorrían los brazos unos centelleos tenues de esa luz verde y cada vez más mortecina.

Miré con horror a mi alrededor. En mi confusión pensaba que podía haber despertado en ese tercer plano diabólico, pero no sucedió tal cosa: sólo me observaban los indiferentes azulejos húmedos de mi baño. Todo el vapor se disipaba, y cuando descorrí la cortina de la ducha vi que aquel caloventor del diablo que compré en el usado se había derretido.

―Esto es el Pal’jondo, por cierto —dije, cuando me vi reflejada en el espejo del botiquín la cara de electrocutado—. La vida misma. Volver a la vida.

Recordé las deudas con el banco y el salario de hambre que cobraba y la soledad interminable sin una mujer, y hasta pensé en el alimento caro que comía mi gata cuando a mí apenas me alcanzaba para fideos secos y yerba. Caí en que hasta mi propia gata me sometía y me reducía a una constante genuflexión.

Y fue que una risa tronó dentro de mi mente, una carcajada que retumbó en un eco inconfundible:

¡¡¡Boludooo!!!

 

 

 

* Franco David Schiavoni nació el 24 de septiembre de 1991 en Chacabuco, provincia de Buenos Aires (Argentina). Cuentista y poeta. Es socio fundador de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), filial Chacabuco. Participó en la antología de poesía Alguien escribe el misterio, de la editorial Dunken (2019) y en Abriendo caminos, primera antología de SADE Chacabuco (2022), entre otras. Obtuvo el tercer premio en narrativa “Leopoldo Lugones”, organizado por la Biblioteca Pública “Leopoldo Marechal” (2021), el segundo premio en el 9° concurso de narrativa “El arte de escribir historias”, organizado por la Biblioteca Municipal de Ayacucho “Manuel Vilardaga” (2022), y el segundo premio de narrativa en la 41° Fiesta Nacional del Maíz, organizada por la Dirección de Cultura de Chacabuco.
Cuenta en su haber con una producción de relatos alejados de toda corrección política, que sueña con publicar pronto. Desde el 2019 es tallerista en el Taller de Corte y Corrección.

Nosferatu: la esencia del terror

Por Agustín Del Vecchio *

 

El cine de culto jamás se ha asegurado la unánime aceptación del público ni de la crítica. Numerosas son las películas que, luego de recibir una devolución sin entusiasmo, ambivalente o directamente nefasta, han resurgido con el correr de los años como grandes clásicos a los cuales su tiempo no ha podido apreciar. Blade Runner (Ridley Scott, 1982), El club de la lucha (Fight Club, David Fincher, 1999) y Cadena perpetua (The Shawshank Redemption, Frank Darabont, 1994) son sólo algunos ejemplos. Casos tan emblemáticos demuestran fehacientemente que el dicho “el cliente siempre tiene la razón” no aplica en absoluto a la industria cinematográfica, ni al arte en general. En muchos casos, los espectadores no están preparados para cierto tipo de obras. ¿Por qué? Porque el cine de culto se define justamente por su capacidad de innovación, y es precisamente esa novedad la que lo vuelve de difícil digestión para quienes prefieren lo familiar y lo predecible. Sólo con el tiempo, y tras múltiples revisiones, lo que en su momento fue una excepción se convierte en norma, permitiendo que estas películas sean finalmente reconocidas y valoradas como merecen.

No creo ser presuntuoso cuando afirmo que Nosferatu de Robert Eggers (2024) es, y será, una película de culto. Si bien ha sido un éxito de ventas, también ha recibido críticas ambivalentes, que hacen dudar de su calidad cinematográfica. En una conversación con Marcelo di Marco ―mi maestro y asesor, al que me remito ante cualquier incertidumbre artística―, hemos propuesto varias explicaciones a esta peculiar divalencia de la crítica. A continuación reproduzco un fragmento de la charla:

 

Marcelo di Marco: Recuerdo una época muy difícil. Era 1972, y Argentina estaba al borde del colapso sociopolítico. La guerrilla ya estaba cobrando víctimas. Yo tenía 15 años y había ido con una novia que me tenía encantado a una reunión donde todos los chicos eran bolches. En un momento, llegó una pareja que venía de ver El trono de sangre de Akira Kurosawa, una adaptación japonesa del Macbeth de Shakespeare. No me lo olvido más. Estaban entusiasmados con la película, les había parecido excelente, aunque, según ellos, carecía de compromiso social. Esas fueron sus palabras exactas.

Creo que hoy vivimos algo muy parecido. La gente ha sido idiotizada por décadas de cine que no aportó absolutamente nada. Pero, de repente, se encuentran con una película que realmente contiene cine y quedan impactados, como si no pudieran sostenerlo.

 

Agustín Del Vecchio: Concuerdo completamente con lo que decís, pero además agregaría dos razones por las cuales la película pudo no haber gustado tanto. La primera es que se trata de una cinta bastante atípica. Aunque narra una historia clásica, la manera en que la cuenta y el giro que toma al final la hacen diferente a todo lo que haya visto antes.

La segunda razón es que la película enfrenta al espectador con un aspecto de sí mismo que quizás no le guste demasiado. Al principio, esto puede resultar chocante. Y creo que justamente esa es la función del cine y la literatura de terror: incomodar. Esto último me remite a la frase del profesor Von Franz en la película: “Para luchar contra el mal, primero hay que reconocerlo”. Precisamente, creo que eso es lo que hace la película: nos recuerda el mal que llevamos dentro, y por eso incomoda tanto.

 

Marcelo di Marco: Exactamente. En una época en la que muchos se preguntan quién tiene autoridad para definir qué está bien y qué está mal, esa frase de Willem Dafoe resulta verdaderamente rupturista.

 

 

¿Pero qué puede haber de novedoso en la remake de una historia tan clásica y con un monstruo tan gastado? La respuesta, querido lector, es que mucho.

Una buena remake no consiste simplemente en replicar una película clásica con mayor presupuesto y efectos visuales. No: de lo que se trata es de construir una obra novedosa con elementos ya conocidos hasta el hartazgo. Ese es el propósito de una remake y, al mismo tiempo, su mayor reto. Un reto que, por otra parte, Eggers ha logrado en cada plano y cada giro argumental. Con inteligencia supo seleccionar aquellos elementos indispensables del género y subvertir aquellos otros que, de conservarlos, hubieran convertido la cinta en una mera imitación sin mérito propio.

De estos últimos, el más relevante es el papel de la protagonista, Ellen, en quien el rol pasivo de la víctima que huye del monstruo se ve transformado por el ingenio de Eggers en un personaje que encarna simultáneamente a la víctima, al victimario y al salvador.

Ellen es una víctima de sus instintos más bajos, personalizados en el apetito que es el conde Orlok. A su vez, es la victimaria que ha derramado, por culpa de su debilidad, el mal de su pasado sobre todos sus seres queridos. Por último, es la salvadora, que debe entregarse al monstruo para liberar al mundo de su malignidad.

Y es este sacrificio, en mi opinión, la propuesta más compleja de la película: Ellen sucumbe a sus deseos más oscuros, a ese mal que, como una droga, ella misma se impuso y al que ahora no puede resistirse, todo con el fin de salvar a sus seres queridos.

No podemos calificar su sacrificio como heroico, ni como egoísta. El sacrificio heroico implica, por definición, que el héroe rechace sus propios deseos en favor del bienestar de los demás. Por el contrario, los actos egoístas se basan en sacrificar a otros para satisfacer los propios deseos. Pero el sacrificio de Ellen no puede encuadrar en ninguno de los dos. En suma: ella cedió a la tentación para salvar a los que amaba.

Como en el cuento de Frank Stockton “La dama o el tigre”, este acto deja al espectador con una pregunta insoportable que nunca terminará de acecharlo.

Si el espectador cree en la benevolencia de la naturaleza humana, elegirá creer que Ellen se sometió a Orlok únicamente por el bien ajeno. En cambio, si el espectador cree en la incapacidad del espíritu humano para evitar sucumbir ante su naturaleza animal, elegirá creer que Ellen simplemente se rindió ante ella.

¿La dama o el tigre? Ese es el dilema que Eggers ha inoculado en las mentes de sus espectadores. ¿Habría sido un éxito para una película tan poco convencional el no haber despertado ninguna controversia? Yo creo que la filmografía de Eggers es en sí misma una controversia. Ese es el pecado de salirse de lo convencional: a algunos no les vas a caer bien. Sin embargo, hay que entender que el “me gustó” o “no me gustó” es inválido en lo que refiere a la crítica de arte. Todos tenemos nuestras preferencias personales, sin embargo, no debemos dejar que esas preferencias nublen nuestro juicio e impidan evaluar la calidad de una obra artística. Esa perspectiva maniqueísta no corresponde a ninguna obra, y menos a una llena de matices como es Nosferatu.

Acaso la respuesta a la famosa pregunta de Stockton de qué había detrás de la puerta siempre fue la dama y el tigre. Una tercera posición difícil de asimilar. Y que, justamente, encarna el complejo espíritu de la película. Ese espíritu que la hace ser amada por quienes logran percibir los matices, y odiada por aquellos que no han tenido la suerte de saber apreciarlos.

 

Ficha técnica – Nosferatu (2024)

  • Título original: Nosferatu
  • Año: 2024
  • País: Estados Unidos
  • Dirección: Robert Eggers
  • Guion: Robert Eggers
  • Reparto principal: Lily-Rose Depp, Bill Skarsgård, Nicholas Hoult, Willem Dafoe, Aaron Taylor-Johnson, Emma Corrin
  • Género: Terror, Fantasía, Gótico
  • Duración: 118 minutos
  • Producción: Chris Columbus, Eleanor Columbus, Jeff Robinov, John Graham, Robert Eggers
  • Fotografía: Jarin Blaschke
  • Música: Robin Carolan, Sebastian Gainsborough
  • Distribuidora: Focus Features
  • Basada en: Nosferatu, eine Symphonie des Grauens (F. W. Murnau, 1922)

 

* Agustín Nicolás Del Vecchio nació el 1° de marzo de 2002. Desde muy chico se interesó por toda actividad intelectual que se le cruzara por delante, y hasta hoy sigue teniendo esa obsesión. Para él, la lectura no es solo una pasión: es una necesidad, necesidad que crece a lo largo de los años. Comenzó a escribir en 2017, gracias a la recomendación de un amigo, y desde entonces trabaja muy duro para perfeccionar su estilo. Una tarea en la que es fundamental la influencia del Taller de Corte y Corrección. En la actualidad, se encuentra cursando la Licenciatura en Psicología en la Universidad Abierta Interamericana, mientras sigue formándose en literatura.

 

 

Quién es quién en el TCyC – Mario Zegarra

Hoy responde: Mario Zegarra *

 

¿Cuáles son tus autores preferidos en literatura, cine y música?

Una pregunta complicada. En literatura, intentaré no expandirme demasiado, pues cuento con un largo prontuario de lector precoz, y es probable que las menciones se extiendan por muchas páginas. Pero siempre vuelvo, y releo con ojos de neófito a estos autores: Miguel de Cervantes, Edgar Allan Poe, Stephen King, Edgar Rice Burroughs, Joseph Conrad, Henry Miller, Charles Bukowski, Thomas Ligotti, William Faulkner, Gesualdo Bufalino, Charles Baudelaire, Ezra Pound, César Vallejo, Mario Vargas Llosa, Carlos López Degregori, Hermann Hesse, Arturo Pérez Reverte y Fiódor Dostoievski.

Respecto al cine, prefiero las historias intensas, con personajes extremos y un manejo absoluto del lenguaje cinematográfico. Acá menciono a Álex de la Iglesia, Quentin Tarantino, Guillermo del Toro, Walter Hill, Martin Scorsese, Robert Eggers, Alfred Hitchcock y John Ford.

En cuanto a la música, disfruto tanto de lo clásico como de lo contemporáneo. Desde el metal y el hard rock hasta el post-punk y el rock alternativo. Escucho bandas como Metallica, AC/DC, Motörhead, Led Zeppelin, Misfits, Sonic Youth, Portishead o Savages. Y de lo clásico me encantan Wagner, Mussorgsky, Mahler, Tchaikovsky y Beethoven. Últimamente, he escuchado mucha electrónica experimental, y me fascina cómo llevan la música más allá de lo convencional. Constanza Bizraelli fusiona la música electrónica y el arte sonoro en una integración profunda de elementos cosmogónicos y exploraciones sensoriales, y crea una atmósfera inmersiva que desafía la percepción.

 

¿Qué libro/s estás leyendo en este momento?

Nacido para el miedo, libro de entrevistas a Thomas Ligotti (Valdemar, 2024); Oda a las polillas (Pandemonium, 2024), nouvelle de Valeria Montes Pastor; Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja (Fiordo, 2022), novela de Rivka Galchen; y una novelita de Joseph Kessel: Belle de Jour (Argos Vergara, 1978).

 

¿Qué cinco títulos creés necesarios para la formación del escritor?

El libro que todo escritor debe leer para mejorar su escritura es Taller de corte y corrección, de Marcelo di Marco. Después, Mientras escribo, de Stephen King; el indispensable compendio de la Gotham´s Writers Workshop de New York: Escribir ficción; Suspense, de Patricia Highsmith; y El héroe de las mil caras, de Joseph Campbell, que no es necesariamente un manual de escritura, pero describe a la perfección el viaje del héroe y de los personajes aplicado a las historias de ficción.

En cuanto a las novelas necesarias para la formación del escritor menciono al Quijote; Drácula, de Bram Stoker; Conversación en La Catedral, de Mario Vargas Llosa; It, de Stephen King; y Santuario, de William Faulkner.

 

¿Cuál es el método de trabajo que considerás más efectivo para tu literatura?

Escribir todos los días, sin esperar a que llegue la inspiración, es una disciplina que me funciona muy bien. De ahí, reviso con detenimiento todo lo escrito. Lo leo y releo en voz alta para analizar detalladamente cada oración. Después paso a la reescritura, y vuelvo a leer y releer en voz alta.

 

¿En qué te está ayudando más tu participación en el Taller de Corte y Corrección?

En afinar mi capacidad crítica, lo que me permite detectar excesos y debilidades en mis textos. Ahora controlo mejor el ritmo, elijo con mayor precisión las palabras y corrijo con más eficacia.

 

La yapa: una o dos cosas que nadie debería perderse (una sinfonía, una comida, un pintor, un enlace de Internet, etc.)

Una ópera: Turandot de Giacomo Puccini. Una sinfonía: la Quinta de Gustav Mahler. Una artista plástica: Tilsa Tsuchiya. Un plato: un ceviche de conchas negras con una cerveza bien helada, de preferencia una Cuzqueña Doble Malta.

 

*  Mario Zegarra (Lima, 1982) estudió Literatura Hispánica en la Pontificia Universidad Católica del Perú, y un Máster en Creación Literaria en la Universidad Internacional de Valencia (España). Ha publicado el thriller Tan ignorado como aquí (Buenos Aires, 2019) y el hard-boiled Un maníaco homicida a la vez (Buenos Aires, 2021). Es miembro de La Abadía de Carfax, círculo de escritores de horror y fantasía fundado por Marcelo di Marco.

Zegarra es reconocido por su estilo narrativo envolvente, sombrío y resuelto, y su habilidad para retratar personajes complejos y realistas en situaciones extremas, que reflejan una personalidad propia: demencia, agudeza irónica y desesperanza.

 

 

El vendedor de almas

Por Sandra Rodríguez *

 

Pese a su juventud, Lorenzo no se sentía ni satisfecho ni feliz. Cabizbajo, solía afirmar que había nacido con un alma miserable.

Un día se sentó en un banco de la plaza de su aldea, quejándose, como siempre.

—¿Por qué te quejas tanto? —oyó que le preguntaron.

Al girarse, vio sentado junto a él a un hombre vestido con unas raras túnicas blancas. Lo miró con un poco de extrañeza, y luego le respondió:

—Es que mi alma es muy miserable. Entonces, yo me siento todo el tiempo miserable, y hago cosas de gente miserable.

—Pero tu alma no es la que toma las decisiones de tu vida, eres tú el que lo hace. Podrías tomar mejores decisiones. Por ejemplo: decidir ser feliz.

Pensativo, Lorenzo miró las palomas que habían bajado a comer las semillas que el hombre les arrojaba.

—¿Cómo podría ser feliz con el alma que me tocó? —Suspiró apesadumbrado—. Si yo tuviese el alma de un héroe o de un noble, muy diferente sería mi vida.

—¡Pues ve y cómprate otra, entonces!

Lorenzo miró al hombre, ilusionado por lo que le decía.

—¿Y dónde las venden?

—Ve por el camino al cerro. En la bifurcación junto a la fuente, verás a un mercader: él vende almas.

Lorenzo se levantó, agradeció al desconocido, y partió a toda prisa para buscar al mercader.

En la bifurcación, vio a un anciano de cabellos grises y larga barba, que alimentaba a su mula, y un poco más allá, una carreta con el típico toldo de los mercaderes. Lorenzo se acercó a la carreta, y el anciano le preguntó:

—¿Qué andas buscando, joven?

—Quiero comprar un alma, porque la que tengo no me gusta ni me hace feliz.

—Muy bien —dijo el anciano, y descorrió una lona que cubría un cajón de madera con compartimentos más pequeños, todo cubierto por un vidrio. En cada compartimento se podían ver las diferentes almas—. Puedes elegir la que quieras. Te costará una moneda de plata.

—¿Una moneda de plata? —preguntó Lorenzo. Si bien era mucho dinero, le parecía poco por un alma nueva.

—Exactamente. Además, deberás dejar la tuya, porque no puedes andar por la vida con dos almas.

Lorenzo asintió con la cabeza.

—Tienes diez días para probar las almas que quieras —le explicó el anciano—. Si no regresas, daré por sentado que te gustó tu alma nueva. Pero, si no te gustó, al décimo día te llevarás de nuevo la que traes ahora. Eso sí: cada vez que pruebes un alma diferente, cortaré un pedacito de la tuya.

Convencido de que era un buen negocio, Lorenzo aceptó el trato. Empezó a buscar con ojos ilusionados entre todas las almas que el mercader tenía en su carreta. Algunas eran más pequeñas, otras más grandes, algunas más brillantes y otras más apagadas.

—Yo quiero el alma de un guerrero —dijo al fin—. Quiero ser valiente, fuerte y decidido.

—Muy bien, esta será perfecta —le dijo el anciano, extendiéndole un alma que parecía latir con una luminosidad celeste.

Lorenzo se marchó contento con su alma nueva.

Al día siguiente volvió a lo del mercader, cabizbajo como de costumbre.

—Esta no me gustó —le dijo—. Me sentía valeroso y con ganas de librar batallas, pero por esta zona ya no hay guerras. Y qué sentido tiene un alma de guerrero, si no hay donde guerrear. Mejor quiero el alma de un enamorado.

—Muy bien, esta será perfecta —le dijo el anciano, extendiéndole un alma que parecía un algodón de azúcar color lila.

Y Lorenzo se marchó, nuevamente entusiasmado con su alma enamorada.

Al día siguiente regresó, porque la joven a quien amaba ni sabía de su existencia, y ella amaba a un noble de la ciudad, así que esa alma lo hacía sufrir.

Esta vez pidió el alma de un noble, quizás para poder ganar el corazón de la joven, y ser rico y dichoso.

Pero al día siguiente regresó y pidió el alma de un poeta. Y al siguiente, la de un sabio. Después, las de un alcalde, un bibliotecario, un mago, un médico.

Luego de tantas tentativas fracasadas, el décimo día Lorenzo llegó arrastrando los pies, la mandíbula tensa, las cejas fruncidas y la espalda encorvada.

—Este es tu último día —le dijo el anciano.

Lorenzo pensó que tendría que elegir muy bien: si esta vez no funcionaba, volvería a tener su alma miserable, y estaría peor que al principio. Y además, habría perdido una moneda de plata.

Observó todas las almas que se exhibían en los compartimentos de la carreta. Le llamó la atención una pequeña: de color blanco, esponjosa, casi etérea, como una nube. Seguramente es el alma de un niño, dedujo. Los niños son felices, sólo piensan en crecer, aprender cosas nuevas, jugar y divertirse. Esa es el alma que yo necesito.

—¿Esta vez estás seguro de tu elección? —le preguntó el mercader.

—Muy seguro.

Así, Lorenzo se marchó con su nueva alma.

Y esa sí le gustó. A partir de entonces siempre se sentía feliz, jugaba como un niño, veía la vida con otros ojos, le gustaba aprender cosas nuevas y disfrutaba cada momento. Nunca supo que esa alma era la suya: había quedado tan pequeñita por todos los pedacitos que el mercader le había ido cortando.

 

 

 * Sandra Rodríguez es argentina, nacida en La Rioja, y reside en Mar del Plata desde hace veinte años.

De naturaleza artística y creativa: actriz, bailarina, maquilladora y diseñadora gráfica. Asidua lectora, amante del género de terror y el fantástico. Escribe desde la adolescencia. En 2023 comenzó a participar en el Taller de Corte y Corrección con Marcelo di Marco y su equipo, y ya ha corregido varios textos y está en el proceso de revisión de una novela.

Una primera versión de este cuento fue leída por Rodolfo Barone en su canal de YouTube Los cuentos de Rodo, en el que también publicó “El gato de la señora Pepper”. El relato “Una pared tan suave como el piso” puede encontrarse en el canal de YouTube y Spotify Noches de pluma y tinta. Su relato «Atrapado» apareció en el suplemento Cultura del diario La Capital, de Mar del Plata, el 9 de febrero de 2025.

La ilustración fue realizada por la autora mediante la IA Copilot.

 

Los brillos de la savia profunda

por Jaime García *

 

Amazonia

 

Vibra la vida en ondas de añil

fulgura la floresta con alboradas prístinas.

Las aves fecundan la tibieza

del ensordecedor murmullo matinal

y estallan los brillos de la savia profunda,

tersa de mansos bramidos

húmeda de oscuras nubes

penetrante de sueños verdes.

«Matas»

Pero

la sombra acechante

de falanges incitadas al desborde

muta la escena

enhebra su impudicia

con obscena ambición

y los gritos ahogados en la furia

sucumben al trepidar

gigantes de pavor.

 

Ahogada por la inercia del humo

la vida se repliega.

 

 

Aguas y amores verdes

 

Flor que vivís con las aguas

que con tus brillos

me iluminás

con tus sombras

 

Pájaro que volás sobre esas aguas

que con tus colores

me encendés

con tus reflejos

 

Musguito que vivís en esas aguas

«Aguas verdes»

que con tus esencias

me coloreás

con tus verdes

 

Agua que encerrás esa vida

que con tu calor

la engendrás y me la entregás

con tu substancia

Amores que nacen en las aguas

que a sus murmullos

seducido sucumbo

a sus misterios

 

Vida y amores tan verdes

que nacen tan sutiles

mueren

seducen

renacen

 

 

 

Según el mapa, acá debería haber otra cosa

 

La noche envuelve un silencio ajeno

y yo

perdido en el mapa de tu cuerpo

busco un norte para mi sueño

pero sucumbo al recuerdo

y azorado

me desoriento

 

 

Madera entre mar y cielo

(archipiélago chilota)

 

Tanta madera puedo conseguir

para templar mi sosiego

Tanto mar puedo cruzar

para alentar mi eternidad

Tanto cielo puedo ver

para acercarme a tu memoria

 

Con unos pocos maderos

se construye una cruz

que encuentra al cielo

o se arma un Caleuche

para atravesar los mares

 

Quiero escribirte

mañana chilota

de algas y mariscos

recorriendo tu arquitectura

de madera y de silencios

«Madera en el archipiélago»

andando por tus islas

meciéndome en tus palafitos

 

Tanta madera puedo conseguir

para templar mi sosiego

Tanto mar puedo cruzar

para alentar mi eternidad

Tanto cielo puedo ver

para acercarme a tu memoria

 

En esas playas cercadas

por dulces acantilados

que aplacan la furia de ese

llamado Pacífico

mis horas evaden la tersura

de tu sombra inquieta

y la lisura de tus cabellos blancos

 

En esos santuarios de madera

me pierdo contemplando el cielo

 

La agonía irrumpe

en el desangre de las luctuosas factorías

 

 

 

 

* Nacido en la ciudad de Buenos Aires el 24 de marzo de 1954. De formación académica en Astronomía, Física y Matemática en las universidades de La Plata y CAECE (Argentina), así como en la Federal de Minas Gerais (Brasil), su título es Doctor en Matemática Aplicada, obtenido en 1981. Es fundador y actual director del Observatorio Astronómico del Instituto Copérnico, en Rama Caída (Mendoza), localidad donde reside desde 1994.

Su relación con la literatura, la música y las artes plásticas es de larga data: realizó cursos formales e informales de estas disciplinas en paralelo con sus estudios secundarios y universitarios. Si bien siempre escribió poesía y tomó fotografías, sus primeros libros publicados (en Brasil, España y Argentina) fueron técnicos, tanto ensayos como de divulgación científica. En ese ámbito, los más recientes son Estrellas y Matemática, y Conociendo el cielo austral, publicados por Editorial Kaicron en 2012 y 2014, respectivamente. En 2022, LP Editores le publicó Amalgama, un libro de fotografías y poemas en portugués y castellano, dado que a Jaime le gusta escribir en ambas lenguas. Desde entonces ha venido realizando muestras de poemas y fotografías en espacios de arte de la provincia de Mendoza. Actualmente está en imprenta un nuevo libro de astronomía para todo público, titulado Portal al Universo. Desde agosto de 2024 participa del Taller de Poesía, dictado por la poeta Analía Pinto, en el marco del Taller de Corte y Corrección.

 

  • «Matas», imagen tomada por Jaime García  en las afueras de Manaus (Amazonia, Brasil), con una cámara analógica Nikon F2 con película de diapositivas, en marzo de 1979 y recientemente digitalizada y tratada con filtros artísticos con Snapseed.
  • «Aguas verdes», ilustración de Irene Mancino.
  • «Madera en el archipiélago», imagen tomada por Jaime García en San Juan Dalcahue (Chiloé, Chile), en febrero de 2023, con cámara Canon EOS Rebel T5.

Escuchar música: un acto olvidado

por Manuel Ayes Callejas *

 

Al cierre de un conversatorio sobre literatura en el paraninfo Ramón Oquelí de la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán, el tema giró hacia la música. Terminé contándoles a los estudiantes cómo se entendía y se sentía el lenguaje universal en mi época —según mi experiencia y la de mi círculo, claro—, aunque la diferencia de edad con los presentes no alcanzara las décadas.

—Cuando yo era adolescente —les dije—, regresaba del cole, me encerraba en mi cuarto, conectaba mi grabadora RCA, reproducía Thick As a Brick de Jethro Tull, me acostaba en la cama, cerraba los ojos y escuchaba todo el álbum.

Un estudiante levantó la mano:

—¿Y qué hacía?

—¿Cómo así que qué hacía?

—Sí, ¿qué hacía mientras escuchaba música?

—Eso: escuchaba la música.

Me plantó un letal ceño fruncido, con una expresión embobada. Realmente se notó que no me entendió.

‘El grito’ de Munch, con cascos, de Sean Mackaoui

Horas más tarde, mientras manejaba de regreso, reflexioné sobre ese momento: hoy la música no es más que una excusa para escapar de la insoportable monotonía del silencio. Hemos olvidado cómo estar callados. Le tememos, porque en ese vacío emergen los pensamientos, resurgen memorias que, dependiendo del día, pueden ser un refugio o una condena. El silencio nos obliga a enfrentarnos con ese yo del que todos, de una forma u otra, parecen estar siempre huyendo.

Ahora la música está en todas partes: acompaña sus tareas, los libros que leen, el almuerzo y hasta los momentos antes de dormir, cuando el cuarto ya está a oscuras. Incluso hay quienes usan audífonos mientras manejan, como si no les bastara con el ruido del mundo exterior. En ocasiones se pierde hasta el respeto por el entorno. Es difícil comprender por qué algunos optan por imponer su música en medio de la Naturaleza en lugar de guardar silencio y dejarse envolver por sus sonidos. Pero, paradójicamente, la música nunca está en el centro. Es un ruido de fondo que llena el vacío. Un sonido que, más que escucharse, se consume.

La música es mucho más que un escape. Es un arte que, como la literatura, exige concentración para aprovecharla al máximo. Cada timbre, cada ritmo, cada armonía, cada frase melódica y cada textura cuentan. Esas obras conceptuales —como Dark Side of the Moon, de Pink Floyd, si hablamos de rock, o el Concierto para piano N.º 1, de Tchaicovski, si hablamos de música exacta— no son solo discos: son relatos, universos enteros que te llevan de principio a fin por una narrativa sonora. No estoy diciendo que no se pueda disfrutar de las canciones de forma individual, pero el verdadero goce está en recorrer el álbum completo, entender cómo cada pieza encaja en el todo.

Hoy dejamos que la música sea solo eso: fondo. Perdemos su profundidad. Nos resignamos a escucharla a medias mientras llenamos nuestras vidas con el ruido y las tareas cotidianas, como si el silencio fuera un lujo inalcanzable o, mejor dicho, una ausencia que no sabemos cómo llenar. Por supuesto, todos usamos la música de fondo a veces. Es inevitable y, hasta cierto punto, normal. Pero la diferencia hoy es que esa práctica se ha vuelto la regla, no la excepción. Vivimos inmersos en un ruido constante que no nos da tregua. Y, sin embargo, dedicarle unos minutos a la música por la música —sin más compañía que nuestros oídos atentos— puede ser una experiencia transformadora.

Ruido-señal, de Florencia Kettner

Pero aquí está el verdadero problema: no solo hemos olvidado su profundidad, sino que, en nuestra búsqueda constante de evasión, hemos llegado a trivializarla. La usamos como anestésico, incluso cuando resulta completamente inapropiada. No sé cómo alguien puede hacer una tarea de ciencias con reguetón de fondo, con esas letras que destilan vulgaridad y se articulan con un lambdacismo que revuelve el estómago.

El silencio, en cambio, se erige como su antítesis. Nos permite la creación, la introspección, la claridad mental. Según el informe de Microsoft Canadá de 2015, titulado Attention Spans, la capacidad de concentración humana se ha reducido de doce segundos en el año 2000 a apenas ocho segundos hoy. Todo por esa hiperconexión ruidosa en la que vivimos. Basta con imaginarse cómo se habrá reducido en estos diez años, con la aparición de TikTok.

Y es importante aclarar que el silencio no es solo un espacio para pensar, sino una necesidad. No podemos vivir escuchando música de forma constante, porque hasta la experiencia más sublime pierde su valor cuando se convierte en rutina. Debe haber momentos en los que decidamos no permitirnos la música, no como un acto de privación, sino como una forma de equilibrar nuestras vidas y reconectar con lo que somos sin estímulos externos. Es en esos espacios donde el silencio no se siente como una ausencia, sino como una presencia que nos invita a respirar, a reflexionar y a simplemente ser.

Volviendo a la música, hay que aprovechar la posibilidad de detenernos, de escucharla con atención, no solo para oírla, sino para entenderla. Escuchar para sentir. Escuchar como un acto consciente, casi subversivo, en un mundo que sólo grita. Porque respetar el arte, como merece la buena música, es también respetarnos a nosotros mismos. Dedicarnos esos minutos de exclusividad y silencio que, lejos de ser un lujo, deberían ser nuestra prioridad. Tal vez entonces podríamos recordar lo que significa vivir, y no solo existir entre el ruido.

Si tuviera la oportunidad de volver en el tiempo a esa aula, añadiría una reflexión que no compartí en ese momento. Les diría que escuchar música no es solo algo que se hace, sino algo que nos construye. Que en ese acto de cerrar los ojos y sumergirse en un álbum entero, no solo se entiende la música, sino también a uno mismo. Se crece y se disfruta más. Es posible que no todos lo hubieran entendido, pero al menos habría plantado una idea: que la música no es un simple acompañante de fondo, sino un arte que, si se escucha de verdad, puede cambiar quiénes somos.

Tegucigalpa, a 24 de enero del 2025

 

 

 

Manuel Ayes Callejas (4 de agosto de 1990) es un escritor hondureño nacido en San José, Costa Rica. En 2014 ganó el Concurso Literario Nacional “Lira de Oro” Olimpia Varela y Varela. En 2017 publicó Infortunios, su primer libro de cuentos, como ganador en la Primera Convocatoria para publicaciones del Sistema Editorial Universitario, de la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán. En ese mismo año participó en el Taller de Creación Literaria impartido por el premio Cervantes Sergio Ramírez en Masatepe, Nicaragua. Ha sido publicado en varias antologías a nivel nacional e internacional, y también obtuvo  menciones honoríficas en concursos en España (por ejemplo, en el Concurso “Letras como Espadas”). En 2021 ganó el primer lugar en el concurso de los Juegos Florales de Santa Rosa de Copán.

Guía básica de recursos expresivos (II)

Para celebrar este año de publicación continuada y, como regalo navideño, preparamos para todos nuestros queridos lectores la segunda entrega de la Guía de recursos literarios. En ella encontrarán una miríada de recursos, claramente clasificados, explicados y ejemplificados con textos, en verso y en prosa, de autores hispanoamericanos.

 

 

Para leer y/o descargar la guía, no tienen más que hacer clic en el siguiente enlace:

FIGURAS RETÓRICAS TCyC

 

El equipo de Fin les desea una muy feliz Navidad

y un 2025 rebosante de lecturas y escrituras.

 

¡Felices vacaciones! Nos vemos en febrero.

Confesiones

Por Gandy Carlos Cruz Campos *

 

 

Una mosca tantea el antebrazo de Ana, acabo de descubrirla. Negra y grande, de alas transparentes y ojos rojos saltones, me da la espalda, se frota las patas, y con la trompa le explora la piel. Ana está distraída viendo Confesiones en la tele, y no se ha dado cuenta. Yo sí. Pero no sé cómo decírselo: sigue molesta conmigo y no me habla.

No me habla desde hace dos días, desde nuestra última peleíta, que fue la peor. Y ya le rogué que me perdonase. Pero todo lo que ruego, todo lo que prometo no basta. La vence el orgullo: le hablo, y no me responde; la abrazo, y se queda quieta; la beso, y los labios fríos me paralizan.

Instintivamente, abro la mano y avanzo hacia la mosca. Lento, contengo la respiración: trataré de aplastarla sin que Ana se dé cuenta.

Ella mira hipnotizada la tele y no voltea, no parpadea siquiera. Le encanta ver Confesiones, le encanta ver parejas revelándose secretos que se han guardado mutuamente. La incertidumbre de si seguirán juntas después de sus confesiones la mantiene en vilo. He visto el programa junto a ella, y debo decir que es interesante. Y por supuesto que me he preguntado qué contaríamos nosotros dos si estuviéramos ahí. ¿Qué me confesaría Ana? ¿Qué le confesaría yo? ¿Diríamos que últimamente estamos discutiendo más que de costumbre?

Por culpa de esa situación, Ana no come, no habla, no duerme. Se queda quieta, como ahora, siempre en la sala, en este sofá frente al televisor. Ya ni siquiera viene al cuarto. Las dos últimas noches, me he levantado a apagarle la tele, la cargo a la cama, le hago el amor y, al día siguiente, vuelvo a cargarla hasta aquí. Y otra vez le prendo la tele.

Estoy listo para golpear, pero la mosca se pone alerta, se da cuenta de que voy hacia ella y se queda inmóvil. Se gira hacia mí dando saltitos en el mismo lugar. Ya no mueve la trompa ni se frota las patas. Ahora me observa: tengo la mano abierta, lista para atacar. Me mira desafiante, pero yo golpeo rápido y la aplasto. Golpeo, y Ana ni se inmuta. Sigue viendo la tele y no voltea, no parpadea siquiera. Está quieta, en silencio. Planea algo, lo sé. Va a dejarme, quiere dejarme. Estoy seguro. Es el secreto que guarda, es la confesión que quiere hacerme. Más que a mí, quiere confesar en el programa.

Por eso me pidió que fuéramos, claro. Por eso no habla, no come y no duerme. Y por eso empezó nuestra última discusión. Ella dijo que debíamos ir a Confesiones, y yo dije que no debíamos ir a Confesiones. Entonces dijo que si yo no iba a Confesiones era porque tenía miedo, porque le ocultaba algo. Y yo volví a decirle que no le ocultaba nada. Ella insistió y seguía insistiendo, y dijo que veía la mentira en mi rostro y se puso histérica. No soporta que la contradigan, y en eso nos parecemos mucho. Aunque… ¿a quién le gusta que lo contradigan? Eso sí: a ella no le gusta que la contradigan en lo más mínimo; se pone hiriente, se pone furiosa. Y esa vez no fue distinto: tuve que abrazarla con todas mis fuerzas, tuve que taparle la boca para que no siga acusándome. Forcejeamos y forcejeamos, pero yo la abracé más fuerte todavía y le tapé la boca hasta que terminó de tranquilizarse.

Otra mosca tantea el antebrazo de Ana, y otras más las orejas y la nariz y la boca. Las ahuyento una a una. Las moscas revolotean en círculos y forman una nube negra. Después vuelven a Ana, y vuelven a posársele en las orejas y en la nariz y en la boca. Ella está distraída viendo Confesiones en la tele, y no se ha dado cuenta. Yo sí.

 

 

* Gandy Carlos Cruz Campos nació en julio de 1991, en Puno, Perú. Es ingeniero civil y actualmente se desempeña como coordinador de proyectos aeroportuarios en una empresa de consultoría en Ingeniería en Lima.

La literatura es una de sus grandes pasiones y cada día dedica tiempo a leer y escribir. Forma parte del Conciliábulo de Escritores de Lima, donde, mes a mes, comparte lecturas y comenta historias junto a otros entusiastas de la escritura.

Ha participado en talleres de escritura creativa con destacados autores, como Jorge Eslava (Perú) y Luis Lezama Bárcenas (Honduras). En la actualidad, continúa perfeccionando su oficio en el Taller de Corte y Corrección (Argentina), bajo la guía de Nomi Pendzik, Marina di Marco y Marcelo di Marco. Además, publica análisis de cuentos, reseñas y misceláneas en su blog Obra en Construcción.

El cuento “Confesiones” está inspirado en un hecho real: hace tres meses, en Perú, se conoció la historia de un hombre que convivió por más de diez días con el cadáver de su esposa.

 

Imagen generada por el autor mediante DALL·E 2024.

Cándido

Por Elena Fernández *

 

Tiempo atrás, cuando Cándido recién había cumplido los quince años, en la larga caminata solitaria a través del pedregal estéril y deshabitado que debía recorrer desde la escuela hasta su casa, iba mirando a todos lados. A su alrededor, el viento gris formaba remolinos que se erguían de la tierra, remolinos que las sombras convertían en monstruos ondulantes. El chico avanzaba atento, consciente de que durante su recorrido no vería a una sola alma, pero sí podría encontrarse con la Luz Mala.

Porque una de esas tardes, cuando el sol sólo alumbraba los picos nevados de las montañas, Cándido había visto un destello, una luz brillante que flotaba a baja altura: la Luz Mala. Horrorizado, se tiró al suelo y, escondido tras unos coirones, rogaba que aquella cosa no lo hubiera descubierto. De reojo vio cómo esa bola amarillenta se alejaba hacia la base del cerro. Recién entonces pudo levantarse y correr, aunque el miedo y el viento gris no lo abandonaron.

 

Pasaron cuatro meses desde aquel nefasto encuentro. Pero aquel viernes el maestro les había enseñado que la Luz Mala era sólo un mito. Les explicó que las luces que se veían cada tanto en el campo se llaman fosforescencias, y que eran culpa de algo que tenían los huesos de los animales.

Por eso Cándido esta vez volvía de la escuela tranquilo, entretenido con las lagartijas que al atardecer corrían buscando sus cuevas. Pasaban bandadas de cuervos volando bajo y lanzando fuertes graznidos, y él las seguía con la vista. Ya no se molestaba en otear el horizonte por miedo a la Luz Mala.

Pensaba sorprender a los padres con lo aprendido ese día. Ellos mil veces le habían hablado de la cosa maldita, y le aconsejaron que, si alguna vez se topaba con la Luz Mala, si no podía esconderse o escapar, tenía que clavarle un cuchillo al monstruo. Pero él les iba a contar la verdad y ellos se quedarían más aliviados.

A lo lejos, una columna de humo se levantaba ondulante y desaparecía entre las nubes. Cándido imaginó que las ráfagas del viento eran tan violentas que formaron un torbellino más grande y más negro. Pero, a medida que avanzaba, contra el crepúsculo, distinguió un resplandor rojo. No era un remolino: era un incendio.

Recorrió con la vista el desierto, y entendió que entre él y su casa no existía nada que pudiera arder de esa manera. Corrió, enloquecido, intuyendo que los padres se quemaban dentro del rancho.

El humo, el calor endemoniado y las chispas que sobrevolaban su cabeza lo obligaron a retroceder. Gritó:

―¡Mamá! ¡Papá!

Los llamó, y los llamó, sin respuesta.

Miró a su alrededor, desesperado por ayuda. Desolado, supo que, aun si alguien hubiera visto la columna de humo, jamás llegaría a tiempo.

De entre el crepitar de las llamas, ahora rodeadas de noche, le llegó, apenas audible, la voz del padre. Cándido luchó por acercarse, y tampoco pudo: el rancho se había transformado en una selva de llamas que lo espantaba.

Con una punzada en el pecho se sentó sobre el viejo arado. Lágrimas que no podía contener corrían por su cara y se mezclaban con los interminables rezos. Al ver esa gran mancha roja, nítida y humeante, en que se había convertido su hogar, creyó estar frente a las puertas del infierno. Y sin querer le nació de muy adentro un alarido.

Entonces la vio: una esfera amarilla en la que se delineaba una silueta bestial escapó por los fondos del rancho. Cándido alcanzó a distinguirle unos horrendos colmillos.

No tuvo dudas de que aquello era la Luz Mala, que le había arrebatado el rancho y la vida de sus padres.

Convencido de que ese monstruo volvería por él, Cándido se paró de un salto, y con una rama removió los restos del incendio: buscaba los cuerpos de sus padres. No encontró nada. Cavó una fosa cerca del alambrado y enterró dos puñados de cenizas. Se dejó caer frente a la improvisada tumba, con el peso de la desgracia en los hombros, y miró los vestigios de lo que había sido su hogar. Recordó la voz del maestro diciéndoles que la Luz Mala no existía, y se enfureció. ¿Por qué el maestro les habría mentido? Se tapó con fuerza la cara, y algo en su interior le ordenó que escapase.

En el horizonte, el sol empezaba a enrojecer el cielo. Al lado de la tranquera, Cándido dejó atrás un despiadado desierto y el olor a cenizas. No sabía cómo seguiría viviendo.

Con una última mirada al sitio donde descansaban sus padres, temblando de rabia y miedo pero a viva voz, juró que nunca dejaría que la Luz Mala lo sorprendiera. Y si en algún momento se llegaban a encontrar, la iba a destruir con su cuchillo.

Y se lanzó a caminar por el desierto, repitiéndose “No tengo que aflojar, no, no tengo que rendirme”. Aunque esas palabras no le quitaban ni el temblor ni el miedo.

 

A medida que se acercaba a la ciudad, Cándido se sorprendió con los vehículos que avanzaban sobre un piso gris que no levantaba tierra. También vio un hervidero de gente caminando por todas partes: algunos iban en grupo, hablando o riéndose; otros andaban solos, serios y apurados. Lo que más le llamó la atención fueron las casas, algunas muy altas. Todo era tan distinto al desierto donde había vivido.

Abrumado y exhausto, se refugió bajo el alero de un edificio en construcción, donde se quedó dormido, mirando hacia la pared para que la Luz Mala no lo reconociera.

Un bocinazo lo despertó, y vio que el sol ya asomaba en el horizonte. Se paró, y conservando el asombro que le había causado la ciudad, deambuló entre la multitud.

Al mediodía, con calor y con hambre, se acercó a una mujer que salía de la casa arrastrando una escoba, y le preguntó dónde podía pedir trabajo. La mujer primero le propuso que barriera la vereda a cambio de un sánguche. Después le aconsejó que probara suerte en la Feria.

La Feria de Concentración quedaba a pocas cuadras. Cándido se presentó en uno de los puestos, donde lo tomaron como changarín. La jornada empezaba a las tres de la mañana, y el camino que debía atravesar eran unas pocas calles oscuras, por eso las cruzaba corriendo. En la Feria todo estaba tan iluminado que parecía de día, y ahí, sin miedo, descargaba los camiones con frutas y verduras que llegaban del campo. Al terminar la jornada, le daban cinco monedas que le alcanzaban para la comida. Cansado, volvía a su refugio bajo el alero, y ahí se dormía, sobre el cemento, ovillado y aferrado a sus cosas.

 

Una noche, Cándido sintió que lo zamarreaban. Entreabrió los ojos, y una luz muy potente lo encandiló. Distinguió una figura extraña recortada en medio del resplandor. Con el cuerpo tenso, volvió a cerrar los ojos y se pegó con más fuerza a la pared, como si quisiera fundirse dentro de los ladrillos: ¡la Luz Mala lo había encontrado! Y la sombría tragedia de lo vivido resurgió en su memoria con toda nitidez.

Al oír una voz, se atrevió a girar un poco la cabeza. La luz potente permanecía ahí. Temblando, quiso volver a esconderse, pero la voz insistía:

―Muchacho, vine a hablar con usted. Vamos, levántese.

Cándido seguía paralizado.

―Hace tiempo que lo veo acá tirado como un perro ―dijo la voz.

Al oír esas palabras, Cándido ajustó su visión: era el dueño de la empresa constructora del edificio donde dormía. Pensó que venía a echarlo, e intentó huir. El hombre lo sostuvo de un brazo, y sin soltarlo, le explicó que le ofrecía el trabajo de portero.

 

A Cándido no le importaba pasar diez horas por día en esa garita de dos por dos. Ahí se sentía protegido del calor, del frío, y también de la Luz Mala.

Con el primer sueldo pudo abandonar su refugio bajo el alero y alquilar una pieza en el fondo de una casa. Incluso disponía de un diminuto patio con un frondoso paraíso. Ese árbol protegía la pieza, y también evitaba que la Luz Mala lo viera desde las alturas. Construyó una cerca de tablas verticales, terminadas en punta, que pintó de blanco. Creía que, oculto tras esas tablas, podría engañar a la maldita.

 

Una noche de tormenta, una poderosa luz amarilla salió tronando de entre las nubes y quemó las hojas del paraíso.

Temblando en la oscuridad, con su cuchillo desenvainado, Cándido cerró la puerta con doble llave y la trabó con una silla. ¡Lo había encontrado la Luz Mala! Empapado en sudor, sin desprenderse del cuchillo, revisó todo. Buscó bajo el colchón, miró adentro de la olla, debajo de la mesa, y debajo de la plancha. No había ningún rastro, ninguna luz.

Al acostarse no pudo cerrar los ojos: intentaba ver en la oscuridad. Con los primeros rayos del sol, se levantó y volvió a revisar su pieza. No encontró nada, y por fin pudo tranquilizarse.

 

Unos días después de esa tormenta, por el sendero peatonal de la fábrica entró una chica rubia que él no conocía. Al llegar a la garita, ella se asomó por la ventana, y sonriéndole, dijo:

―Hoy empiezo a trabajar acá, y si Dios quiere nos vamos a ver todos los días ―le dio un beso en la mejilla, y con dulzura, le preguntó―: ¿Cómo te llamás?

Cándido apenas pudo disimular la turbación que le ablandó las piernas. Y le contestó con un murmullo, mirando el suelo.

Al irse la compañera, sin sacarle los ojos de encima, él apoyó la mano sobre la húmeda calidez que le había dejado el beso. Ese contacto suave y tierno lo hizo olvidar la Luz Mala y las pesadillas.

 

Cuando llegó a su casa, emocionado, recordó el beso de la compañera. Sentía algo nuevo, diferente: ya no era invisible. Fue al baño y, parado frente al espejo, se vio el pelo aplastado como un gorro de lana negra. Con los dedos lo removió hasta despegar el gorro del cráneo. Esa noche durmió tranquilo.

El domingo se despertó temprano. Se pasó el día en su jardín y ensayando diferentes saludos para su compañera rubia.

El lunes, lleno de vida, subió a la bicicleta con un entusiasmo especial. Iba con el sol prendido a la espalda y el amor incrustado en el pecho.

Mientras pedaleaba sintió una punzada en el vientre. Decidió no darle importancia a ese dolor. A pocas cuadras, las piernas se le entumecieron, no podía respirar y cayó desmayado sobre el asfalto.

 

Se despertó semidesnudo en una habitación blanca.

Entró un médico y le dijo que lo habían operado de apendicitis, que era una cirugía menor, y que había salido todo bien.

El doctor se fue, y Cándido se volvió para mirar al paciente que ocupaba la otra cama: un viejo que no dejaba de gemir.

Entonces, descubrió un manto luminoso que serpenteó sobre la pared, se desprendió, y con movimientos oscilantes se acercó a la cama del viejo. Esa cosa lo iba ciñendo, y el viejo pataleaba, se retorcía, aullaba desesperado, y sus violentas sacudidas hacían chirriar el elástico.

Cándido no tuvo dudas de que ese velo maldito que estaba ahogando al viejo era la Luz Mala.

El horror lo hizo esconderse bajo la sábana y apretar con fuerza los párpados. Pensó que la maldita lo había encontrado, ¡y él sin su cuchillo!

Unos minutos después oyó ruidos extraños. Cuando la habitación quedó en silencio, Cándido se atrevió a bajar un poco la sábana y vio a dos enfermeros empujando una camilla y llevándose el cuerpo del viejo.

A los tres días le dieron el alta.

Por recomendación del médico, al llegar a la casa se acostó. Pero en su cabeza seguía el espanto.

Durante la tercera noche, una puntada en el vientre lo arrastró a una horrenda pesadilla. Él quería gritar, levantarse, liberarse de ese velo siniestro que lo había seguido desde el hospital, pero estaba inmovilizado. Oyó que alguien arañaba la puerta, que querían atravesarla unas garras monstruosas.

Se despertó aterrado, dolorido, y persuadido de que eso que le reptaba y crecía en su interior era la Luz Mala. Se levantó y, ante la idea de tenerla cara a cara, el miedo se le esfumó. Agarró el cuchillo que guardaba bajo la almohada y fue al baño.

Sosteniéndose del lavamanos, torpemente, se hizo un corte a la altura del ombligo y metió la mano completa. Un dolor atroz lo traspasó. Pero siguió adelante, seguro de que la Luz Mala se agazapaba entre sus tripas. Tenía que sacarla y, sin piedad, clavarle el cuchillo. La debilidad le dobló las piernas, y cayó al suelo. El  dolor se volvió insoportable, y los intestinos sangrantes se escurrían por el tajo. Cándido levantó el brazo y clavó el cuchillo en el aire. Antes de morirse alcanzó a ver, un poco más allá, una refulgencia que, en sardónica sonrisa, volvía a mostrarle los horrendos colmillos.

 

 

* Elena Fernández nació en marzo de 1954 en Villa Mercedes, provincia de San Luis, pero actualmente vive en Mendoza. Desde muy joven se empeñó en crear su propia fábrica. Estudió Ingeniería Química y Dirección de Empresas, y le faltaron cuatro materias para recibirse de bromatóloga, especialidad en la que trabajó durante diez años. Hizo cursos de Seguridad Industrial y Manejo de Personal. Hoy tiene su empresa, y sigue trabajando.

Uno de sus tres hijos empezó a trabajar en la fábrica, y se hizo cargo de la parte operativa. Y ella, con más tiempo libre, decidió que era momento de dedicarse a lo que le gustaba: inventar historias. Historias que surgen desde lo más oscuro de su corazón. Y también desde la felicidad, porque eso le permite vivir otras vidas.

En 2023, se inscribió en el Taller de Corte y Corrección. “Cándido” es uno de los textos trabajados en el Taller, y fue seleccionado por Luis Moretti para ser leído en su pódcast y canal Noches de pluma y tinta.

Salvaje

Por Francis García Reyes *

 

(Ejercicio de prosa narrativa, devenido fragmento de una futura novela)

 

 

Por entre los nubarrones negros, el cielo se desangraba.

Yo pensé en el apocalipsis que describía la Biblia de mi abuela. Pensé que a mis trece años sería una mierda que llegara el fin del mundo.

—¿Se vieron ayer la del Depredador? —preguntó Kawasaki mientras me golpeaba con el tetrabrik el hombro—. Toma.

Agarré el cartón y me eché un trago al coleto. El golpe del vino me hizo arrugar la cara, aunque no resultaba tan amargo como la primera vez.

Le eché un vistazo a la bici, que seguía derrumbada sobre el monte.

—¿Esa cuál e’? —preguntó Chui.

—La de Chuacherneger en la selva —dije yo—. Y hay un monstruo que va cazándolo a él y a los panas. Y…

—Nooo, pa’ selva eta —dijo César, señalando el monte que dominaba parte de nuestra vista. Echamos a reír, acaso porque el vino ya empezaba a hacer efecto.

Por encima de nuestra risa borracha, de los alaridos de aquel río que no paraba de bramar, se podía oír el tronido de los peñones arrastrados por el agua. Allá arriba en el cerro debía de haber llovido.

Me vino a la cabeza que aquel barrio, aunque estaba en pleno Vargas ―que era casi casi como quien dice Caracas―, ciertamente era igual a la selva de Depredador.

—¿Y a ti qué te parece…? —me preguntó Kawasaki.

—¿Eh? ¿La del Depredador? ¡Muy buena!

—Nooo, vale. ¿Ya estás rascao’, chamo? —dijo Chui, dándome un empujón amistoso.

—Ahora ‘tamos hablando de la catira vecina tuya, pue, mamagüevo —César me quitó el tetrabrik y se dio un buen trago. A él no parecía afectarle tanto el vino.

—Creo que tiene tremenda selva en esa cuca.

A César se le salió el vino por la nariz, y peleó para sobreponerse de la tos y de la risa.

—Bueno —dijo Kawasaki—, yo con gusto le como esa selva.

—No, esa selva te va a comer a ti —dije yo.

Y reímos.

 

Ya la oscuridad dominaba el cielo cuando agarré la bicicleta para volver.

—¿Te vas ya? —preguntó Kawasaki.

—Sí, me piro.

—Chévere, pue’. Nos vemos.

Me despedí de todos, y pedaleé hacia casa. Pedaleé tan fuerte como pude. Pedaleé hasta que el sudor me quemó los ojos.

Mi abuelo debía de estar por llegar, y yo tenía que devolver su bicicleta al porche antes de que él llegara. El jumo del vino se había vuelto mariposas cosquilleándome el cerebro, y el corazón ya me latía en la boca.

Dale, dale, dale, dale…, me decía a mí mismo, mientras me ponía de pie para añadirle fuerza a las pedaleadas. Igual, ya para mis trece, una bicicleta normal de adulto era pequeña, así que resultaba incómodo manejarla sentado.

 

No se veían luces en mi casa. No tenía reloj, pero suponía que aún no era la hora en que solía regresar mi abuelo. Aun así, los escalofríos penetraron mis manos y pies.

Entré y fui al porche: la camioneta estaba ahí.

Gotas gordas de sudor me corrían por la cara.

Dejé la bicicleta en su sitio.

Subí las escaleras, y quise escabullirme directo a mi habitación sin hacer el menor ruido. Pero la voz lenta y pesada de mi abuelo me llamó:

—Ángel. Ángel, ven aquí arriba.

Miré hacia el cielo raso y respiré hondo, y el frío del aire me hirió la nariz.

¿No hubiera sido más inteligente irme a la habitación y encerrarme hasta que llegara mi abuela? Quizá fue culpa del vino. En algún lugar de mi adultez me reiría de las malas decisiones que las drogas y el alcohol me harían tomar a lo largo de la vida.

Pero en ese momento pensé que lo mejor era no retrasarlo, que para luego sería peor, que después tendría que andar todo el tiempo con terror por la casa, preguntándome si me iba a cruzar con mi abuelo. Ahora por lo menos flotaba en mi cabeza la esperanza brumosa de que el vino lo aplacara todo.

Subí los escalones. No los subí despacio. No me pareció que lo hiciera despacio.

Únicamente la luz del televisor iluminaba el piso. Y mi abuelo se encontraba echado en su silla, las manos detrás de la cabeza, la vista en la pantalla.

¿Estaba especialmente enfadado?

Yo intenté prepararme mentalmente para lo que me iba a venir. Pensé alguna excusa que darle por haberme llevado su bicicleta. Sin embargo, no hubo preguntas previas. O, por lo menos, hoy que escribo esto, no las recuerdo.

Sólo recuerdo la salvaje embestida, los puñetazos cayéndome en la cara, o más bien los centellazos, y el dolor. Sí, los centellazos como explosiones de fuegos artificiales. El dolor en mi ojo y en mis dientes. Mi abuelo apretándome contra la pared sin dejarme escapar.

Recuerdo a mi abuela yendo a verme a la habitación.

—Padre santo —dijo, al verme la cara—. Bendito Dios. ¿Qué pasó, Ángel?

Creo que después llamó a mi tío para que la acompañara a llevarme al Hospitalito. O quizá mi tío ya estaba allí en la casa, y mi abuela no lo tuvo que llamar. Eso no lo tengo claro.

A la mañana siguiente desperté en mi cama, el cuerpo adolorido y con algo pegado al ojo, que no me dejaba ver.

Nadie me dijo para ir al colegio.

 

 

Nació en República Dominicana en 1989, pero ha vivido más tiempo en Venezuela, España y Alemania.

Viajero, marcialista, filólogo de formación, aficionado al cine, a la historia y a las caminatas por la naturaleza. Pero, por sobre todas las cosas, un apasionado de los pequeños y grandes misterios de este mundo. Y de esa pasión se deriva con toda seguridad su amor por la más feliz de las artes: la literatura, la gaya ciencia; el alegre saber en su máxima expresión, porque en ella se conjugan y se dan mutuo sentido los hechos humanos.

Ejerce diversos oficios, pero el que le resulta más grato es el de coordinador de novela en el Taller de Corte y Corrección, de su maestro Marcelo di Marco.

Actualmente se encuentra corrigiendo dos novelas, y va esbozando la escritura de una nouvelle. Tiene también un canal de YouTube y pódcast de contenidos literarios y culturales.

 

Este texto nació en el curso sobre Autoficción que dio Ana Luz Arrieta durante septiembre de 2024 en el Taller de Corte y Corrección.