Por qué no me gusta Saer
por Analía Pinto*
Lo que se leerá a continuación es la opinión de una escritora, poeta, tallerista y lectora voraz acerca de un escritor argentino que, para el consenso académico y algunos lectores, está sindicado como “el mejor escritor después de Borges”. Yo, Analía Verónica Pinto, discrepo.
Discrepo, en primer lugar, no porque piense que después de Borges no puede haber o no hay nada, ni mucho menos porque no reconozca la enorme influencia que Borges ejerció sobre Saer, mal que le pese a éste. Discrepo porque Saer sólo tiene la técnica, perfecta, incontrastable, fantástica, pero no tiene nada que decir. Quizás Borges tampoco tuviera mucho que decir (pensemos que para él un hombre podía ser todos los hombres, un instante de una vida definía todo su destino, existía un libro y una biblioteca infinitos, etc.), pero ese poco o mucho que tenía para decir era algo. Puede gustarnos o no. Podemos admirarlo o no. Pero es.
En cambio, Juan José Saer no se cansa de decir y, lo que es peor, tematizar que no hay nada. Por si no nos quedaba claro, hasta lo utilizó como título de una de sus novelas (Nadie nada nunca, título extraído, dicho sea de paso, del maravilloso libro de Antonio Machado, Juan de Mairena). Y en la obra que me tocó leer para una materia de la facultad, pues de otro modo hubiera
permanecido prudentemente alejada de él, La mayor (1976), esto se patentiza a cada paso. Tanto en el texto que le da título como en “A medio borrar” y en los subsiguientes “Argumentos”, la nada y su ominosa presencia lo tiñen todo. Se me podrá decir: la nada también existe, ¿por qué no hacer mención a ella? Sea. ¿Es necesario decirlo y repetirlo y tematizarlo hasta el hartazgo? ¿Hay derecho a extenuar a los lectores so pena de algún pretendido vanguardismo o “experimentación”?
Dejo ese interrogante en el aire y continúo. Lo que hace Saer es, precisamente, no sólo extenuar a los lectores sino también los procedimientos. En el texto “La mayor” descubrió que colocar una cantidad indiscriminada de comas y subordinadas en las frases enlentece de manera exasperante el relato (luego discutiré también esto, porque creo que ni siquiera haya relato sino todo lo contrario). En lugar de aplicar el procedimiento con cuentagotas, para que resalte su potencial narrativo o de efecto, este genio de las letras decide aplicarlo hasta vaciarlo de todo sentido y dejar al lector perdido en un laberinto de frases y comas que dan ganas de arrojar el libro por la ventana más cercana. ¿Y este es el mejor escritor argentino después de Borges?
Hay más. No contento con extenuar y exprimir los procedimientos
(también lo hace con la repetición y con la constante dubitación acerca de todo lo que se afirma, en el mismo texto), comete, en mi opinión, otro pecado capital. Horacio Quiroga decía en su famoso decálogo: “Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes”. Pues bien, Saer hace todo lo contrario. En su afán por abolir cualquier tipo de conexión narrativa, “cuenta” las cosas que les pasan a sus personajes con la misma fría asepsia con que un forense realiza una autopsia. No hay pasión, no hay vehemencia, no hay ningún tipo de sentimiento o afecto, ni la más mínima irracionalidad; otra vez, nada. No hay nada, que es lo mismo que decir que no hay vida, precisamente lo contrario de lo que aconsejaba tan sabiamente Quiroga.
Y el señor Saer, al menos en La mayor, como esbocé antes, no tiene ningún interés en contar, por lo menos en el sentido clásico del término. Por el contrario, procura diluir la famosa tensión narración/descripción, que tan bien sabían dosificar los autores decimonónicos, eliminando toda relación de causa-efecto en los textos (especialmente en “La mayor” y “A medio borrar”), y abusando de la obsesiva descripción de lo mismo, una y otra vez, hasta colmar la paciencia del sensei más adiestrado. Como una suerte de Funes pervertido, en lugar de recordar todo como el personaje borgeano, los narradores de estos textos no pueden abstraerse de decir todo lo que perciben y de, inmediatamente, ponerlo en tela de juicio.
Esa constante puesta en duda del lenguaje y de los modos de que el lenguaje se sirve para dar cuenta de la experiencia (aun cuando sabemos que el lenguaje no puede dar cuenta cabal de la experiencia subjetiva) conduce a lo que considero es lo más deleznable de lo que aquí se deja ver de la poética saeriana: una visión completamente nihilista y negativista no ya de la literatura (de la que se postula, por esto mismo, su imposibilidad lisa y llana, así como la del conocimiento), sino de la vida misma, lo que hace que detrás de tanto palabrerío vacío e inútil, complementamente estéril, uno se encuentre con la más desaforada opresión y depresión. Es decir, con la negación de todo lo que hace que valga la pena leer, escribir y enseñar literatura.
Por si fuera poco, este panorama desolador se completa con una total, repudiable y a todas luces fatigosa falta de humor. No sólo de humor: de ironía, de sarcasmo, de mordacidad, de alguna chispa vital que justifique el esfuerzo de atravesar ese compacto mar de palabras que, como si se tratara de la mayor gracia, no lleva a ninguna parte que no sea el más espantoso tedio. En lo personal, considero que la falta de humor es imperdonable. El propio Borges sostuvo que “toda labor intelectual es humorística”. Parece que las enseñanzas del maestro hicieron tal mella en Saer que su parricidio consistió en hacer todo lo contrario de lo que aquel predicaba (y hacerlo sin ningún garbo).
Por último, uno puede comprender que los escritores quieran experimentar con este maravilloso (y a todas luces imperfecto) instrumento que es el lenguaje. De hecho, es lo que yo misma, como escritora y tallerista, busco para mí y para mis alumnos. Innovar es deseable, es bueno y nunca será condenable. Lo que es condenable, en mi opinión, es la operación ideológica que se esconde detrás de esta experimentación en particular, la burla y el solipsismo que destila una obra como La mayor: el autor, en lugar de frustrar delicadamente las expectativas del lector, como decía Borges, las frustra a cañonazos en cada palabra, en cada vuelta y revuelta de ese río proustiano, encumbrado desde determinadas revistas (Punto de Vista) y determinadas cátedras (la de Beatriz Sarlo en la UBA) sin más sustento que el snobismo de quienes hacia allí lo llevaron. El autor, en lugar de buscar un cómplice, un amigo, un compañero de ruta en el lector, le cierra a éste la puerta en la cara y se queda, solo, riéndose a carcajadas, del otro lado, muy contento con su fechoría, digamos, por no decir algo peor.
No leo libros para eso. No escribo para eso. Leo y escribo para gozar, para crecer, para ver más allá. Más allá de los textos de Saer, como dije al comienzo, no hay nada.
*Analía Pinto (Argentina, 1974). Escritora, poeta, editora. Actualmente cursa la licenciatura en Letras en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación en la Universidad Nacional de La Plata, donde se desempeña en el Servicio de Difusión de la Creación Intelectual. Publicó Peaches en Regalia (2008) y dicta talleres literarios desde el 2010 en diversos ámbitos platenses.
Saer o no Saer
por Daniel De Leo*
Lo primero que leí de Juan José Saer fue un libro intitulado Unidad de lugar, que incluye un cuento, según mi criterio, memorable: «Sombras sobre vidrio esmerilado». Recuerdo que me sorprendió la minuciosidad de las descripciones. Yo venía leyendo cuentos más convencionales, por así decir, y no me sentía preparado para entrar en el universo saeriano. Dos años más tarde volví a Saer. Me habían recomendado una de sus novelas: El limonero real. “La descripción obsesiva de los gestos más triviales, de las sensaciones y percepciones, de las texturas y sabores”, nos advierte el texto de la contratapa. El argumento, muy resumido, es el siguiente: Una familia de pobladores de la costa santafesina se junta para comer un cordero asado. ¿Doscientas páginas para narrar una anécdota? La cuestión es que, misteriosamente, contra todo pronóstico, la novela me terminó gustando. Transcribo un párrafo:
“La esfera de sombra se ha reducido al máximo porque es el mediodía, pero en su claridad fresca incluye la mesa larga y el sol pega y resbala sobre las ramas más altas haciendo destellar las hojas y, deslizándose por las ramas exteriores, cae vertical sobre la tierra a su alrededor. Están protegidos de la luz ardiente, como si estuviesen contemplando una lluvia de fuego desde un refugio de observación. Ahora el disco está paralelo a la tierra, piedra incandescente y lenta, y permanece un momento inmóvil antes de continuar. Es necesario que se detenga o que dé esa ilusión para logar alguna simetría en el tiempo: dividido, cortado en fragmentos comprensibles, puede verse mejor su sentido y dirección, si es que tiene sentido y dirección. Está entonces inmóvil en un cielo turbio por los destellos”.
Muchas de sus historias se concentran en una geografía precisa, Colastiné, por ejemplo, o la ciudad de Santa Fe. Las descripciones del paisaje, de los viajes de amigos que recorren calles, a pie o en auto, mientras observan el río, llegan a ser tan minuciosas que demoran la narración. El tiempo parece volverse una sustancia espesa o disecada. Esto puede sacar de quicio a más de un lector, ávido de aventuras y movimiento. Otros, en cambio, capaces de inventarnos la paciencia, centramos la atención en la escritura. Esta aparente suspensión del tiempo suele romperse cuando los personajes conversan. Los diálogos le dan dinamismo a la densidad de la prosa saeriana. Los personajes hablan de literatura, de apuestas, de mujeres. Los personajes recuerdan, discuten, toman cerveza.
Es evidente que su modo de narrar atenta contra el concepto convencional de relato. En la mayoría de los casos no hay intriga, no hay un manejo gradual y medido de las tensiones y distensiones. La repetición es un recurso que usa bastante. Vuelve sobre lo mismo una y otra vez. Esto se ve claramente en El limonero real. Cada repetición le agrega matices a lo ya dicho. Reconstruye.
Desde hace más de una década, Juan José Saer es uno de los escritores que más admiro. ¿Por qué me gusta? Porque valoro la intensidad de su percepción poética. Su prosa me puede, ejerce un magnetismo sobre mí, de modo tal que deja de importarme lo que me está contando. A veces la narración llega a ser pura forma, textura y cadencia. Saer es lo más cercano que conozco a un intento por lograr un efecto de realismo, por representar la realidad desde el lenguaje. Desnuda y desmenuza el alma de las cosas, las describe hasta darles forma, hasta dotarlas de una dimensión real. El paisaje y cada uno de los elementos que lo componen tienen tanto peso como los personajes. Las piedras parecen más piedras cuando las describe Saer, y sus tormentas son reales. No me empalaga, no me abruma. Me provoca envidia. Y la manera de reflotar los recuerdos, de ir desentrañándolos, me resulta admirable.
Se le reprochará la falta de suspenso, de tramas cautivantes. ¿Por qué pedirle peras al olmo? Entiendo perfectamente que puede no gustar. Es, como decía un amigo, un escritor que despierta admiración y rechazo.
Pero no es cierto que el tipo no nos cuente nada. La obra de Saer es tan amplia y variada que incluye tramas que seducen, historias que nos conducen por una travesía llena de intrigas y dificultades. Las novelas El entenado y Las nubes son dos claros ejemplos. Así comienza El entenado, la historia de un grumete que, en una de las tantas expediciones españolas, llegó al Río de la Plata y convivió diez años con los indios colastiné. Estos indios practicaban en sus rituales la antropofagia:
“De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo. Más de una vez me sentí diminuto bajo ese azul dilatado: en la playa amarilla, éramos como hormigas en el centro de un desierto. Y si ahora que soy un viejo paso mis días en las ciudades, es porque en ellas la vida es horizontal, porque las ciudades disimulan el cielo. Allá, de noche, en cambio, dormíamos a la intemperie, casi aplastados por las estrellas”.
Nos pasa a veces que admiramos a ciertos escritores y, sin embargo, no volvemos a ellos. Este no es el caso. Saer es un autor que suelo frecuentar. Abro uno de sus libros en una página cualquiera y me sumerjo en su escritura. Y siempre encuentro algo (una imagen, un detalle, una idea) que podría aprovechar en lo que estoy escribiendo o lo que pretendo escribir. No me refiero a copiar. El desafío consiste en transformar eso que nos llega y que pone a trabajar nuestra imaginación. Amasarlo hasta darle una impronta personal. Saer es, en definitiva, para este lector que también escribe, un estímulo.
*Daniel De Leo (Buenos Aires, 1973). Es miembro de La Abadía de Carfax, círculo de escritores de horror y fantasía. Su libro de cuentos Después de la tormenta fue premiado y publicado por la Fundación Victoria Ocampo (2010). En 2011 el Fondo Nacional de las Artes le otorgó el tercer premio del Régimen de Fomento a la Producción Literaria Nacional y Estímulo a la Industria Editorial con su libro de cuentos Barro nocturno.
Entiendo que un escritor como Saer pueda no gustar, incluso que no sea comprendido. Lo que me preocupa es la opinión «moralista» para juzgar el arte. La literatrura, como toda expresión artistica, está más alla de la retórica moralista y de la técnica literaria, como si escribir fuera una ciencia exacta. Me refiero a la opinión de Analía Pinto que respecto pero no comparto en absoluto. En un momento dado llega a decir, «lo condenable de su literatura….» Dios santo, no hay nada condenable en la literatura de un escritor, la palabra condena no se condice con lo artistico, donde la libertad prevalece sobre el espiritu inquisidor. Me pregunto: ¿Cual es el problema de brindar a través de la literatura una visión negativa y nihilista de la vida? ¿Por que no respetar la diversidad, los diferentes puntos de vista que tienen los seres humanos sobre «esto» que llamamos vida. Creo que este es el punto que tanto le molesta a Pinto, que otros tengan una visión de la vida completamente diferente a ella. Supongo que por el nihilismo, Analía Pinto también debe detestar a Camus, Sartre, Kafka, Samuel Beckett, etc.
Creo que Pinto no lo ha sabido leer, o tal vez esté acostumbrada a otro tipo de literatura más pasatista, lo cual, insisto, respeto, solo así puede enter su calificativo de palabrerío vacío e inútil, a la profunda, bella y poética literatura de Saer. Por supuesto comparto la opinión de Di Leo, a quien tuve la suerte de conocer en el taller hace 3 o 4 años atrás.
Saer, uno de los más grandes escritores latinoamericanos del siglo pasado. Aquí mi humilde homenaje que hice un par de años atrás en mi blog. Se aprende a escribir leyendo, en este sentido, nose puede obviar a Saer.
Saludos a todos
Claudio Miranda
http://loslibrosnaufragos.blogspot.com.ar/2011/07/juan-jose-saer-1937-2005_04.html
Precisamente porque no leo literatura «pasatista» sino todo lo contrario, porque me informo, porque estudio, porque leo de todo, porque sé que detrás de nosotros hay por lo menos 2000 años de historia y cultura, porque no detesto ni mucho menos a Sartre (fue una «cachetada metafísica» leer La náusea, cachetada que agradezco mucho) ni a Kafka (un maestro) y demás es que digo lo que digo. No saquemos conclusiones antes de tiempo. Estudio Letras, leo literatura desde que tengo 8 años y escribo consistentemente desde los 15. Sé de lo que hablo. Que no estés de acuerdo, es otra cosa. Que no te guste el tono «moralista», si así puede llamárselo, está bien. Pero de ahí a decir que «estoy acostumbrada a otro tipo de literatura más pasatista» o que no lo he sabido leer hay un abismo. Doy talleres de lectura de literatura argentina, para que te des una idea. No tiene porqué gustarme un autor con cuya filosofía de vida no estoy de acuerdo y aquí nos dieron la oportunidad de manifestarlo, nada más y nada menos.
Saludos.
AP
Saer sería como una mezzla de Joyce con Faulkner, pero ya anacrónica y con menos onda
[…] En FIN ya hemos publicado su artículo “Por qué no me gusta Saer”. […]