Por Susana Lires *
Me contaron que uno de esos días en que Concepción Cela Lorenzo, mi abuela materna, fue a entregar los mamelucos que cosía para Coppa y Chego, pasó por un bazar de la capital, y la vio en la vidriera: esa pava grande, fuerte, con personalidad.
Coño, tendría que ahorrar. Pero cuando a ella se le ponía algo en la cabeza, lo conseguía.
En cada entrega, pasaba por el negocio para ver si la pava aún estaba allí. Y, finalmente, aquel lunes de octubre de 1924 pudo comprarla.
Era bastante pesadita, pero Conce no le hacía ole a nada. Desde niña en aquella aldea gallega de la parroquia Nogueira do Miño, de la provincia de Chantada, había aprendido a trabajar sin tregua en la casa, en la huerta, y cuidando a patos, gallinas, cerdos y ovejas. La aldea ya no existe: hace mucho tiempo quedó bajo las aguas del río Miño porque construyeron un dique. Pero mi abuela conservó siempre su amor por el trabajo y el terruño.
Concepción había llegado a la Argentina a principios de 1922, con veinticuatro años, ya casada con mi abuelo, Antonio Sueiro López. Antonio ―ese tan guapo que cruzaba a nado el río Miño, y tan sólo para verla― había nacido en O Mato, de la parroquia de Ferreira de Pantón, provincia de Lugo.
Antonio se había enamorado de ella, la panadeira, que además de cumplir con sus otras labores trabajaba en una panadería. Bella, tan bella que muchos la pretendían. Iba con su cesta sobre la cabeza, erguida, caminando ligerito por esa tan bendecida geografía en primavera y en verano, y tan inclemente cuando el frío helaba los campos y las terrazas de la Ribeira sacra donde se cultivaban las vides.
Duros tiempos aquellos. Duros porque, además de las precarias condiciones de vida, los varones eran convocados para luchar en guerras que no elegían.
Pero algo les mostró una posible solución a sus preocupaciones: las alentadoras noticias que les llegaban desde Argentina. Parientes y amigos habían conseguido trabajo, y las características del clima de Buenos Aires parecían mucho más amigables.
Y entonces ellos decidieron emigrar con la esperanza de ofrecerles a sus futuros hijos una vida mejor.
Años después, ayudaron a que otros pudieran hacer lo mismo. Así fue como vinieron primero Lizardo, hermano de mi abuela, y luego sus padres. En Galicia quedaron dos hermanas, con quienes no pudo reencontrarse.
En cuanto a mi abuelo Antonio, lo de él fue más penoso, porque nunca volvió a ver a sus padres.
Abuelita también sabía de eso de andar y de trabajar sin descanso, con hijos en los brazos y en la panza. Así que el peso de la pava ni lo sintió. Mientras esperaba el colectivo, sonreía pensando en lo contentos que estarían Antonio, sus padres y Lizardo cuando vieran su nueva adquisición. Sabían de privaciones y de lo que les costaban las cosas, y apreciaban cada logro, por pequeño que fuera. Como tantos inmigrantes, veían a la Argentina como una tierra de promisión. Lo obtenido por obra del esfuerzo y el trabajo tenía un valor enorme: cada objeto se convertía en parte de ese tejido familiar con el cual compartían todo. Las cosas no eran descartables para ellos: se conservaban, se reparaban o se transformaban.
Eran casi las cuatro de la tarde cuando llegó a Sarandí ―a la casa de madera que habían construido en un terreno que lograron comprar―. Bajó del colectivo y, a la distancia, vio a sua nai en la vereda. Como siempre, sentada en el sillón de mimbre, tomaba mate y charlaba con doña Elvira, la vecina envidiosa.
―Minha filla, qué traes alí ―le dijo Josefa.
―Unha pava ―respondió Conce.
―Carallo que é grande.
―¡Mire, mamita! ―dijo ella, entusiasmada como una niña, sacando el envoltorio con cuidado para no romper el papel, que después podía ser reutilizado.
La sonrisa de Josefa mostró su aprobación de la compra. Y doña Elvira ―poniendo su cuota de hiel― acotó con desdén:
―¡Demasiado grande y pesada!
Conce no le respondió: ya había aprendido a evitar conflictos inútiles. Solidaria y conciliadora, todos la querían.
Así empezó la vida de la pava en la familia Sueiro Cela, compartiendo desde las mateadas cotidianas hasta los grandes festejos tradicionales. Por ejemplo, durante el carneo de un cerdo, un evento anual en el cual participaban toda la familia, vecinos y amigos.
Criar al cerdo y a mitad de año matarlo para obtener diferentes productos formaba parte de sus costumbres y tradiciones gallegas. En España, en primavera y verano, preparaban conservas y embutidos de todo tipo: tenían que acumular alimentos a fin de transitar los duros inviernos de la Ribeira sacra. Y esas previsiones las mantuvieron en Argentina. En las fiestas de fin de año, sus mesas se llenaban con muchos alimentos ricos en calorías, como el jamón crudo, los chorizos, las morcillas, los chicharrones, las filloas ―esos deliciosos panqueques hechos con sangre de cerdo, leche y azúcar―, frutas secas y pan dulce. Tener reserva de alimentos es un hábito que se siguió transmitiendo.
Cuando iban a la costa de Quilmes a pasar un domingo, la pava era el primer utensilio que cargaban en aquel colectivo que había comprado Lizardo. En ese tiempo, el abuelo era el guarda y Lizardo el conductor. La familia, vecinos y amigos formaban parte de ese pasaje ávido de refrescarse en el río ―en ese Río de la Plata que, en aquel entonces, no estaba contaminado―, de comer algo asado en una parrilla, y de divertirse con sus canciones, sus danzas gallegas y sus juegos. Al paso del colectivo se oía el coro animado que cantaba a capella:
“Toca gaiteriño toca e non deixes de tocar…
Marushiña, marushiña dame un bico …
Non quero bicos de homes que cheiran a tabaco…”
La pava también servía para hervir el agua que necesitaban cuando nacían los chicos en la casa, porque no se iba al hospital: la comadrona, doña Severina, ayudaba a dar a luz. Los hijos nacieron en la cama matrimonial, con la compañía de Josefa, mi bisabuela. Los hombres quedaban afuera, jugando a las cartas, comiendo, bebiendo y cantando. Es que el embarazo, el parto y aún la crianza de los niños eran cosas de mujeres.
Durante veinte años, abuelita había pasado por nueve embarazos. Nacieron ocho mujeres y un varón, y la pava acompañó el parto de seis. Dos hijas ya habían nacido antes de comprarla, y con la última tuvieron que ir al hospital porque se había complicado el parto.
Y por si eso no hubiera sido suficiente, con cada uno de sus últimos siete hijos, abuelita recibía a un niño de la Casa Cuna para amamantarlo y criarlo hasta los dos o tres años, y la gran pava colaboraba en esa crianza. Después, Conce debía reintegrarlo a la institución, y no podía saber más de su destino. Se vivieron cosas muy fuertes cada vez que llegaba esa obligada separación. Los que quedaban en casa se quedaban llorando porque ella se iba con el niño que había sido criado como hijo y hermano y, cuando regresaba de la Casa Cuna, volvía sin él. Y en aquel entonces no se daban explicaciones a los chicos. Los más grandes fueron entendiendo; nunca la juzgaron, porque comprendieron que hacía lo imposible para ofrecerles lo que necesitaban. Nadie pensaba en el daño emocional que se podía producir en unos y en otros. Era simplemente un trabajo más que algunas familias conseguían para subsistir.
Mi madre, que hoy tiene noventa y ocho años, siempre recuerda con tristeza lo que sufrió cuando abuelita devolvió a una niña que se llamaba Anita, y que se había apegado mucho a ella. Se la tuvieron que arrancar de los brazos, porque ninguna de las dos quería separarse.
Tía Norma, la que nació en el hospital, a sus ochenta y tres años sigue llorando cuando se acuerda del negrito que criaron a la par de ella hasta los cuatro años. Estuvieron a punto de adoptarlo, pero apareció un pariente y se lo tuvieron que entregar.
Mi abuela iba sola a devolver a cada hijo de su corazón.
¡Qué mujer valiente y decidida! ¡Cómo me gustaría hablar con ella para que me cuente todo lo que sintió cuando los niños, desesperados, gritando “mamita, mamita”, se aferraban a sus piernas y a su vestido!
Son escenas que visualizo como si estuvieran ocurriendo hoy. Me duele su pesar como madre sustituta, y el de mi madre y mis tíos, que veían irse a esos hermanitos, víctimas de un segundo abandono.
¡Cómo quisiera poder abrazar a mi abuela Conce! Muchas veces imaginé que la abrazaba tan fuerte que ella se desarmaba entre mis brazos, llorando, y mucho, como quizás nunca pudo hacerlo, porque tenía que sostener a otros, olvidándose de sí.
La pava estuvo presente en las alegres fiestas familiares: las tradicionales, los cumpleaños y los casamientos. Y también en aquellos momentos dolorosos, como cuando murieron mis bisabuelos y Antonio.
La familia creció, y hubo muchos nietos que se sumaron a la algarabía de esas reuniones semanales multitudinarias.
En 1951, después de que falleció mi abuelo, Concepción y los cuatro hijos menores se fueron a vivir a Mar del Plata, a una casa de dos plantas, muy grande, que construyó Lizardo. La pava se posicionó en la gran cocina económica que funcionaba a kerosene. Allí seguía cumpliendo con su misión de proveer de agua caliente a la familia.
Estas recurrentes escenas las vivencié desde los dos años. Nos sentábamos alrededor de la mesa para el desayuno y la merienda. Algunos tomaban leche. Como a mí no me gustaba, me ofrecían a cambio una yema de huevo batida con azúcar y café o vino oporto. Luego nos dejaban tomar mate, que acompañábamos con panes caseros untados con manteca, con miel o con alguno de los exquisitos dulces elaborados por abuelita. El olorcito a pan tostado siempre me remite a aquellos tiempos. A veces hacían berlinesas, churros o torrejas ―rodajas de pan fritas después de embeberlas en huevo batido con azúcar.
La pava, por lo general, presidía desde su trono en las hornallas. Había que tener cuidado: los chicos no debíamos tocarla.
El agua se calentaba también para cargar los termos que llevábamos a la playa. La pava quedaba en casa, pero ya había colaborado como siempre, para la satisfacción de todos. Y su espíritu iba con nosotros.
Los años pasaron. La abuela tuvo que volver a Buenos Aires. Ella no hubiese querido, pero Lizardo decidió vender la casa “de altos”, esa que albergaba a cada uno que tuviera el deseo de pasar sus vacaciones en ella.
Cuando abuelita seleccionó las cosas que traería a la casa de Sarandí, la pava quedó afuera. La abuela ya estaba grande, y había pavas pequeñas de loza y aluminio que le alcanzaban para lo que necesitaba. Entonces, mi tío Cholo ―que se quedó viviendo en Mar del Plata― asumió la custodia de la pava.
Años más tarde, cuando su única hija, Adriana, se casó, adoptó a la pava para llevársela a vivir a la cabaña de Sierra de los Padres. Ahí, la dama de hierro se lucía sobre la salamandra calentando agua con eucaliptus. Años después, Adriana volvió a Mar del Plata, y fue entonces cuando la pava se retiró de su larga trayectoria como trabajadora doméstica. Mi prima la ubicó en un lugar de privilegio en un estante de la biblioteca, un sitio sagrado en el que la dama sigue reinando, satisfecha con los miles de improntas capturadas por su noble metal.
Dicen que los objetos conservan la energía de las personas que los tocaron. Y ha de ser cierto, porque confieso que siento algo inquietante cuando me le acerco. En tropel, se me aparecen esas innumerables escenas, las que viví y las que imagino, en el patio, en la casa, en cada rincón donde compartimos la vida.
Ahora, todos los que vamos de visita a la casa de Adriana, les mostramos y les contamos a nuestros hijos y nietos la historia de la pava, y lo que significa para nosotros.
Mi prima asumió la responsabilidad de conservar ese legado, y estoy segura de que desde donde esté, abuelita lo aprueba.
La dama de hierro ha de seguir ahí, portando la memoria de nuestra familia.
Susana Lires es argentina. Nació en 1950. Pertenece a una generación en la cual la lectura significaba placer, y se valoraba como hábito necesario, fomentándose tanto en la escuela como en casa. Alrededor de los ocho años, durante la siesta familiar y clandestinamente, la curiosidad la impulsó a leer los libros de su padre. Ahí nació su vocación de escritora, aunque al optar por una profesión eligió la Psicología. Se dedicó a ella, incluyendo a la escritura en su caja de herramientas terapéuticas. Participa desde el 2021 en tres talleres del TC y C coordinados por Marcelo di Marco. También toma el curso Gramática para escritores que da la profesora Nomi Pendzik. Al respecto, comenta: “El espacio nutritivo de los talleres, y su extensión en los grupos de WhatsApp, se constituyen en una red sostenedora en múltiples sentidos. Entre otras cuestiones, se promueven los buenos hábitos que todo escritor debiera tener: la lectura y la escritura continuas. Pasión creadora y cultura del trabajo se ensamblan en cada escritor, en una base ineludible. Sobre ella, las clases actúan como la llovizna: nutriendo las raíces. Así las creaciones literarias pueden prosperar, socializarse y trascender”.
Su cuento “La puerta giratoria” obtuvo el segundo premio en el Concurso “Florencio Molina Campos”, de la SADE, en 1987. El texto publicado aquí ha sido leído por Luis Moretti en su canal y pódcast Noches de pluma y tinta, en https://open.spotify.com/episode/1Gk2hplZmEBGkJVX9sPoqn, y también su cuento “¡Weeck Weeck!” (https://open.spotify.com/episode/1mpMpVDrstuYhBRsqfHDRq)