Por Gabriela Ayala *
A veces me dejaban tranquila y se la agarraban con alguien más: con Tania, por boliviana, o con Franco por tartamudo. Igual, el tiempo sin cargadas se me terminaba rápido, y Paula era la peor. Paulita, como le decía la maestra. Y claro, si era su preferida. Era, porque ahora las cosas son distintas.
Máximo, esa laucha cara de culo, siempre me había tenido bronca y daba asco lo chupamedias que era con ella. Todos los del grado querían ser amigos de Paulita porque sus padres tienen mucha plata y además son dueños de la única fábrica de golosinas que hay en Quilmes.
Me acuerdo de cómo eran los ojos de Paula: dos bolitas sobre la piel colorada por las corridas del recreo, y brillaban bajo el flequillo pegoteado de transpiración. “Brillaban”. Ahora son semillas oscuras. El pelo, siempre sedoso y limpio, es lo único que queda de la Paula de antes. Cuando todavía era la Paula que me hacía llorar, lo usaba bien tirante, con un alisado perfecto. Después de unas horas, se le iba desarreglando, porque Paulita no se quedaba quieta: siempre de acá para allá, tironeando a este o a la otra, todo el tiempo ocupada en llevar y traer secretos o planes para joder a los demás.
Cuando Paulita decidía agarrárselas conmigo, me miraba fijo y toqueteaba sus pulseras —tilín, tilín, tilín—, un montón de ositos brillantes se agarraban a las cadenitas y cordones que le llovían sobre las manos. Soltaba su risita áspera como el aleteo de un bicho, y se subía a cualquiera de las mesas del salón:
―¡Miren a la gorda! ¡Tiene cuatro ojos, cuatro ojos, cuatro ojos!
Los chupamedias también se paraban sobre las mesas, y le hacían caso en todo. Cuando la seño volvía al aula, decía eso de: ¡Orden, chicos, a sentarse en sus lugares!, y las cosas se quedaban ahí. Yo le tenía bastante bronca a la seño.
Mi mamá nunca me daba bolilla cuando le contaba lo de las cargadas y que la señorita se hacía la boluda. Lo único que se le ocurría era salir corriendo a comprar mermeladas y yogures dietéticos, que no me gustan, que son horribles. Que ya falta un año y vas a la secundaria, que lo importante es no repetir de grado, que después no la vas a ver nunca más; con todas esas pavadas me salía. Ponete a estudiar que yo voy a ir uno de estos días a hablar con la directora. Pero nunca llegaba ese día.
Una vez la seño había ido a la biblioteca a devolver unos libros. Salió un ratito nomás. Yo aproveché ese ratito. Guardé mis cosas en la mochila. Paula estaba en la otra punta, de espaldas, y rodeada de los chupamedias que se reían de sus chistes. Ella también aplaudía sus propias payasadas, y eso me hervía las venas.
Se había peinado con una trenza que le llegaba a la cintura. Me concentré en esa serpiente de pelo marrón que le bajaba por la cabeza y le llegaba más abajo del culo. Apuré el paso. Cuando la tuve ahí nomás, agarré fuerte la trenza y la sacudí como a un trapo roñoso. El olor a manzanas se me metió por la boca: era el champú preferido de Paula, el champú preferido de todas las chicas que querían ser como ella. Retrocedí lo más rápido que pude con esa especie de soga, castaña y fresca, entre las manos. Retrocedí concentrada en los grititos y manotazos de Paulita, y en la forma en que pararon cuando se dio la cabeza contra los mosaicos del piso.
Claro que me castigaron. Y encima los chupamedias se olvidaron de Tania y de Franco, y la única que la ligaba era yo. La laucha esa de Máximo, que sabe dibujar rebién, se lo pasaba haciendo chanchitos en el pizarrón, y abajo les escribía mi nombre. Paula se descostillaba de risa.
Tania me mostró unos videos de YouTube donde unas mexicanas daban tips “para pagarle a los matones con la misma moneda”, pero esas bromitas eran muy ñoñas como para joderla a Paula.
Yo esperaba mi día.
A Paulita la conocía por lo mucho que la odiaba. Digo que la conocía, porque la Paula de ahora es otra cosa. Si se levantaba del banco, yo podía adivinar si iba a pedir permiso para ir al baño o si se había olvidado el sacapuntas. A veces, Paulita llegaba a la escuela con la cara bastante larga y el mentón le temblaba un poco; yo podía notarlo porque me había acostumbrado a observar detalles: esos días se dejaba de molestar. Muchas veces llegaba con los ojos colorados y húmedos. Tania decía que nada que ver, que a mí me parecía, si siempre era la misma: “la maldita de Paulita”.
Tania y yo, según los chicos, somos feas, en cambio Paula era linda y aparte era la mejor en carreras de velocidad. Le gustaba contar historias de terror que sacaba de internet. La cara se le iluminaba cuando se ponía a contar sobre ese hombre alto y flaco, ese que se lleva a los chicos y no los devuelve jamás.
Yo había pensado mucho en cómo hacerle a ella algo muy malo y que no volviera nunca más. También había planeado cómo hacer para que no me descubriera nadie, porque tonta no soy. Pero ese día que se paró en mi banco y desde ahí cantó lo de la vaca lechera, y el curso entero cantó con ella, y encima el cara de rata subió el video a Instagram, no aguanté más.
Cuando llegué a casa, fui el galpón, revisé el baúl de apicultura, y me guardé el cuchillo que papi usa para desgarrar los panales. Desoperculador, le dice papá, y siempre lo tiene bien afilado.
Llegué tarde a la escuela, no quería cruzarme con ninguno. El portero me retó, y yo le dije a todo que sí. Caminé lo más rápido que pude, igual el pasillo se me estiró como un chicle. Cuando estuve cerca del salón, abrí la mochila para ver si el cuchillo seguía en su lugar. Sí, la hoja brilló entre los maquillajes que había comprado a escondidas de mamá.
Un tajo en la cara era demasiado, a lo mejor romper alguna de sus cosas. Me hubiera gustado hacerle bolsa esa cartuchera de Stranger Things que le habían traído de España —no paraba de presumir con ese mamotreto—. Eso no pasó.
Cuando entré al aula vi un amontonamiento alrededor del escritorio de la señorita. Por detrás de ese tapón de cuerpos, me llegó la voz borrosa de la seño. Lloraba. Todo el grado era un desorden y ni siquiera habían levantado las persianas. Entre todo el secreteo y las palabras recortadas, pude darme cuenta de que la nombraban a Paula. Vi a Tania en una mesa del fondo. Estaba distraída con el celular. Cuando le pregunté qué había pasado, me tironeó del brazo hasta que mi cara estuvo pegada a la suya. Su voz me hizo acordar a ese soplo que sale de las cañerías secas:
―La maldita de Paulita tuvo un accidente bastante fiero.
No me interesaba el accidente, sólo saber si Paula volvía a la escuela o no. Pero Tani es la diosa de los chismes, siempre con las narices metidas en Facebook, en Instagram, o espiándole el WhatsApp a su mamá para saber lo que pasa en el grupo de padres.
―No digas que yo te conté, pero una máquina de la fábrica de golosinas le aplastó la mano. Así, ¡crash-crash! —otra vez la vocecita de soplido hueco—. Como a una galleta se la aplastó. Y Tania juntó las manos, palma con palma, restregándolas una y otra vez.
Se me aflojaron las piernas.
Me rodeaba un zumbido ahogado, como el que me hizo escuchar papá esa vez que lo había acompañado al apiario. A mí no me dan miedo las abejas, además papá me enseñó cómo tratarlas y me dijo que ellas siempre te devuelven lo que les das. Eso me gusta. Lo único que no me gusta de las abejas es esa parte de las reinas.
Papá me contó que cuando la reina envejece y ya no pone tantos huevos, las abejas nodrizas hacen una reina nueva: eligen una larva cualquiera y la alimentan con jalea real. Así se hace una reina, y cuando está por nacer, da un grito de guerra que retumba en toda la colmena. Ese grito significa que la reina vieja tiene que escaparse si no quiere morir. Una reina nace para matar a otra reina. Así dice papá.
Caí en la silla que tenía más cerca. Tania no paraba de darme detalles sobre la mano rota de Paula: que fueron las pulseras, que los cordones de colores y esos ositos de mierda que usaba Paula se le engancharon en uno de los rodillos por donde corre la masa, y que la mano no estaba, eso dijo, que la mano había desaparecido. Saqué mi teléfono, y le escribí a mamá:
Mami :c
Vení a buscarme q me duele mucho la panza
Los días que pasaron fueron buenísimos: los chupamedias se habían olvidado de mí. Si no hubiera sido por Tania, que me llenaba la cabeza con historias raras, lo hubiera pasado mejor todavía. Tania es así: cuando tiene miedo, te arrastra con ella. Por eso me contaba sus pesadillas donde la mano de Paula le saltaba a la cara como una araña, y la mordía―¡crach, crach, crach!― una y otra vez, hasta que se despertaba en la oscuridad.
La seño había dicho que Paula iba a ponerse bien. Eso había dicho, pero se equivocó. Muchas veces, en el recreo, le oí esa voz borroneada que le salía cuando hablaba por teléfono sobre el accidente.
―Por suerte los chicos son amorosos ―decía la seño, y las lágrimas le corrían el maquillaje.
Sin Paula, todo era mejor: los amorosos se olvidaban de cantar canciones sobre mis anteojos y sobre la vaca lechera. Para mí era como un sueño de esos donde hay animales y gente jugando bajo el sol, y el pasto está bien cortito y verde, y parece primavera porque por todas partes hay mariposas y flores. Así era cuando Paula no venía a la escuela.
Pero un día, Paulita volvió.
Fue un lunes. El fin de semana habíamos ido a San Clemente, y papá me había dejado estar con él en el apiario. Lo ayudé a medicar las colmenas: una por una las abrimos, y les pusimos unas tiritas empapadas con el remedio. Las colmenas también se infectan, se enferman como cualquier colonia de seres vivos, así dice papá.
Los lunes tenemos dos horas de Ciencias Naturales, y yo pensaba comentarle a la seño las cosas que había aprendido. Pero Paula estaba ahí, en su banco de siempre. El pelo seguía siendo hermoso, y le caía, desde una vincha rosa, como una cascada de chocolate. Así de lindo es el pelo de Paulita. Tenía una mano —sólo una— apoyada sobre la mesa. El brazo izquierdo se escondía debajo del pupitre. Los chupamedias, con Máximo a la cabeza, se le acercaron a regalarle golosinas, pero ella miraba no sé dónde. Miraba la nada misma mientras la mesa se le llenaba de chocolatines, gomitas y caramelos.
Me senté al lado de Tania que estaba muy ocupada con los reels de Instagram. Le di un codazo.
―Esa no es Paula ―me dijo―. Esa es otra cosa. ―Y a mí se me helaron los pies.
Volví a mirar a Paula: la seño se le acercó con un paquetito brillante; se lo dejó cerca de la mano y, como la otra no movió ni un dedo, lo empujó despacito hasta hacérselo chocar contra el índice. Paula lo arrastró a un costado, con las otras golosinas. La seño le besó la frente y volvió a su escritorio.
No pude notar eso que había notado Tani. Siempre se hace la misteriosa, sobre todo cuando no quiere sacar la vista del celu. Así que me quedé sin entender. Después de un tiempo, sí que lo entendí.
La que había vuelto no se parecía nada a la Paula que habíamos conocido. Ni un solo gesto, ni siquiera la voz.
Un día que fue al quiosco, y se le cayeron unas monedas, la vi juntarlas del piso, y al fijarme en el brazo izquierdo me pareció que bajo el puño del delantal se asomaba algo que parecía un dedo. La mamá venía a la escuela y conversaba con la seño en la puerta del salón; las notas de Paulita habían bajado, y no salía a los recreos. A mí me daba un poco de lástima, pero Tani me hacía tenerle miedo, porque se lo pasaba comparándola con la asesina de La llamada.
Tania es insoportable cuando se le pone algo en la cabeza. Quería saber si, como Samara Morgan, Paulita se había vuelto insensible al dolor o le tenía pánico al agua. Insistía en que teníamos que pincharla con un alfiler o tirarle gaseosa en la cara. Igual, no hicimos nada de eso. Al final nos fuimos acostumbrando a que se portara como una vieja y a que anduviera siempre con esa mano— o lo que fuera eso— en el bolsillo.
Habían pasado tres meses del accidente. Estábamos en la clase de Educación Física. Me encanta jugar al handball, y ese día me estaba yendo rebién: en el primer tiempo había metido cuatro goles. Como Paula no se animaba a jugar, la profe le pidió que alcanzara las pelotas que salían de la cancha. Paulita iba y venía siguiendo las jugadas. El laucha cara de culo estaba en el arco. Cuando metí el quinto gol agarró la pelota y, de bronca nomás, la tiró bien lejos y le hizo pulgar arriba a Paulita.
Y Paulita se sonrió.
Ya me había olvidado de esa sonrisa. Pero Paulita no fue a buscar la pelota: vino hasta mí. Primero caminó lento, como pensando si seguir o no. El Laucha y un par de los que todavía se juntaban con ella, aplaudieron para alentarla. Y Paula se movió con los pasos resueltos de antes, y tuve miedo, y justo tuve que mirarla a los ojos. Justo tuve que ver cómo le brillaron bajo el flequillo. Cuando estuvo al lado mío, dijo bien bajito:
―Andá a buscarla vos, gorda de mierda.
Después de eso, no me pude concentrar. Le dije a la profe que me había cansado, y salí del juego. Paulita corría de acá para allá, la cara colorada y el pelo alborotado. Fue un segundo, pero yo la miraba atenta. La pelota le quedó al lado de los pies, y ella quiso ser rápida. Se agachó, y en ese movimiento el puño se le subió un poquito. Vi los dedos: el pulgar y el índice. Sólo esos dos. Habían quedado al borde de un muñón lleno de cicatrices rojizas. Como una pinza, me dije, una pinza escamosa y marrón. Una pinza.
Le hice señas a Tani para que saliera de la cancha.
―Esa forra las va a pagar.
Sonó el timbre del recreo y volvimos al salón.
―¡Miren a la gorda! ¡Tiene cuatro ojos, cuatro ojos, cuatro ojos!
Paulita estaba volviendo.
En un ratito nomás, cuando la seño salió a buscar unos materiales para la clase de Plástica, todo prometía volver a ser un infierno: Máximo con los chanchitos, dos o tres chupamedias sobre los bancos (pocos, pero tenía que frenarlos), y la vaca lechera.
Pero yo no soy una vaca cualquiera.
La miro a Tania. Y dale, hacelo, me dice con sólo con mover los párpados.
―Paula tiene dedos de pinza. ―No reconozco mi propia voz―. Paula es un cangrejo, un cangrejo, un cangrejo. ―La voz me brota por todo el cuerpo, y viene de todas partes como el grito de una reina nueva, una reina que va a matar a la reina que ya no sirve―. ¡Paula es un cangrejo, un cangrejo, un cangrejo! ¡Paula es un cangrejo, un cangrejo, un cangrejo!
―¡Paula es un cangrejo, un cangrejo, un cangrejo!
―¡Paula es un cangrejo, un cangrejo, un cangrejo!
―¡Paula es un cangrejo, un cangrejo, un cangrejo!
Paula en un rincón, Paulita maldita solita, trata de esconder su parte fallada y rota. Su parte fea. Pero es tarde para eso, porque los chupamedias se quedan mudos y apretados en un rincón, y ahora somos mayoría, y cantamos y bailamos sobre los bancos y yo me vuelvo invisible, y Paula es la mancha oscura sobre la tela blanca.
Las pesadillas de Tani —¡crach, crach, crach!― siempre vuelven. El dolor es lo real de la pesadilla, eso dice ella. Dice que el dolor es de verdad, y que a veces lo tiene ahí, en la cara, durante todo el día. Yo trato de no escucharla, quiero cambiar de tema, pero enseguida me acuerdo del olor. Me acuerdo, y ya no pienso más que en ese olor a champú de manzanas, que por las noches se me mete por la boca, y me aprieta la garganta, y no me deja dormir.
* Gabriela Ayala nació y creció en Quilmes. Hija de padres trabajadores, creció en un hogar humilde. Desde muy chica se interesó por las historias que escuchaba en las letras de tango y folclore, música que sonaba en la casa. Su madre tenía una biblioteca pequeña donde se mezclaban libros de cuentos, novelas, historia y psicología. En esos libros encontró una buena compañía para las siestas, un precioso universo para compartir con su abuela (a quien le leía sus cuentos favoritos), y más tarde inspiración para escribir sus propias historias. Hoy se desempeña como pintora y docente. Hace unos años se reencontró con la escritura, y comenzó a tomar talleres y a cursar el tramo de Formación en Escritura Creativa en el espacio de la EMAC de Tres de Febrero. Participa de los talleres de Marcelo di Marco y Nomi Pendzik, espacio donde fue trabajado este cuento.
Las ilustraciones que acompañan este cuento pertenecen a Gabriela Ayala.