Fin Rotating Header Image

Impiadoso atardecer de agosto

Por Juan Pablo Arrufat *

 

El sol de fines de agosto, que horas atrás penetraba apenas la ventana del cuarto, ya lo encandilaba. Jaime decidió levantarse, por fin. Torpes pasos ―que sin la ayuda del bastón gastado le sería imposible dar― lo encaminaron a la cocina. Puso a calentar la pava del primer mate.

El primero de la mañana, se dijo. Y también el último.

Entró Justina, con cara de cansancio. La pulcritud de la cocina delataba que anoche se había quedado limpiando hasta cualquier hora. Si algo tienen los ritos, pensó Jaime, es que se mantienen hasta el final. Hasta el último día.

Oyó el acostumbrado golpe del diario contra la puerta de calle ―hasta eso se mantenía también―: acababa de pasar el diariero. Y la contundente claridad del titular de El Natal le causó un escalofrío:

HOY, EJECUCIÓN EN LA PLAZA

Se puso a hojear el diario del pueblo, sin hablarle a la mujer. El silencio entre los dos se volvía cada vez más insoportable. Y tenían todo por decirse.

Al rato, cuando estaban por terminar el desayuno, Justina se atrevió a arrancar la última charla.

―Y bueno, viejito… ¿qué pensás?

―Al final nos tocó.

―Llegó el día.

―Y sí, vieja, algún día la putita menor de los García iba a parir a esos mellicitos.

―Y sí. Más de siete meses no iba a durar el embarazo de mellizos, ¿no? Ocho, por abajo de las patas.

―¡Pendeja de mierda! ―El puño de Jaime hizo saltar platos y cucharas del desayuno―. Seguro que estaba embarazada de dos machos distintos, y eso que no llega ni a los dieciséis años la pendeja. ¡Bastante putarraca les salió!

―¿Promiscua, querrás decir? ―Justina intentaba apaciguar al marido.

―Qué promiscua ni promiscua, vieja. Esa pendeja no es promiscua. Esa pendeja es puta, irresponsablemente puta. Una putarraca en forma.

―Tranquilo, Jaime, vos tenés que ver la parte positiva. La botella medio llena.

―Y qué tiene de bueno esta mierda.

―Que por esas casualidades del destino ―Justina sonrió con dulzura―, y gracias a que son mellicitos, Dios quiso que nos vayamos los dos juntos.

Jaime se masajeó las sienes:

―Al final, mi abuela tenía razón: julio los prepara, y agosto se los lleva. Así la oía decir a la vieja cuando yo era chico. Y supe desde el primer día, y sin hacer muchas cuentas, que esos dos hijitos de putita iban a nacer en este agosto interminable.

Ella se lo quedó mirando.

―Perdón, viejo… ―arriesgó.

―Qué hay.

―Te amo mucho, ¿sabías?

―Y yo también.

―¿Vos también te amás?

―Yo también te amo a vos, boluda.

Y fue que ella dijo, con tono culpable:

―Había soñado este último desayuno como algo más… especial. Perdón si no preparé nada para esta despedida. Pero ayer, cuando avisaron que se adelantaba el parto, preferí dejar la casa con todo ordenado y lo más prolijo posible.

―No te preocupes. Siempre supimos vos y yo, desde que nacimos, que vivir en este pueblo era elegir estas reglas. Acá, cuando se cumple el cupo, al más viejo le pican el boleto.

Justina se quedó pensando. Dijo:

―Imaginate haber nacido en Jacksons, y morir a piedrazos por el sinsentido de estar atados al azar de esa lotería infame.

―Pfff… ¿Te imaginás? ―Jaime se quedó callado, imaginando el dolor y la humillación de morir lapidados a manos de la chusma.

Justina lo contemplaba amorosa, callada.

―Por lo menos ―dijo―, acá las reglas tienen lógica, son bien precisas. Y esto también lo supimos el día en que elegimos casarnos: como yo soy seis meses mayor que vos, a la larga o a la corta, me iba a tocar primero.

―Sigue siendo injusto, viejita. Mirate ―Jaime la señaló―: vos andás para todos lados, de acá para allá, y yo apenas me puedo mover de esta silla. La pierna la tengo cada vez más dura, y ni con la ayuda de este puto bastón me puedo valer por mí mismo.

―Tranquilo, Jaime, ya todo lo malo va a pasar.

―Decime una cosa, vieja: ¿no sería más justo y más normal vivir en un pueblo donde simplemente se muera de viejo?

―Las cosas son así. Dios quiso que la hija menor de los García quedara embarazada de mellizos, para irnos juntitos, Jaime. ―Justina hizo una pausa―. ¿Vos podrías haber superado vivir, tal vez un año o más, solito?

―No… No lo creo, vieja. La verdad, no lo creo. Creo que me moriría antes.  De la angustia. O del hambre, si jamás aprendí a cocinar.

Jaime lo dijo en broma, pero el chiste le causó gracia únicamente a él.

Se miraron a los ojos. Justina se dijo que lo amaba tanto que no podía sostenerle la mirada: al mirarlo así, sintió que sus viejos y celestes ojos se le llenaban de lágrimas de amor compartido.

―Dale, viejo ―apuró ella, con esa fortaleza que la caracterizaba y que los había ayudado a salir de tantos pozos―. Ponete tu mejor saco, y vamos para la plaza. Ya casi son las seis, y la cesárea está anunciada para las siete

―Debe de haber un mundo de gente esperándonos desde el mediodía.

―Por eso.

Jaime obedeció. Pero le costó una enormidad levantarse de la mesa. Fue rengueando con el bastón y agarrándose de toda pared que había en la casa, para no caerse al piso.

―¡Dale, Jaime, no hagas tiempo! ―gritó Justina, viendo que el viejo tardaba por demás―. ¿No encontrás los zapatos nuevos? Dale, viejo, que la gente es ansiosa. Ayer en la cola del almacén escuché que algunos se pusieron a fabricar los palos desde el día en que la abuela de los García chusmeó que la nietita menor estaba embarazada. ¿Qué necesidad de tallar palos nuevos, de lustrarlos y de hacer tanto escombro, ¿no?

―Ya les va a tocar la hora a esos hijos de puta ―gritó Jaime desde la habitación, y después en un suspiro dijo algo que Justina apenas alcanzó a oír―: ¿Te acordás? De chico, es toda una aventura. Después lo hacés más que nada para mostrarles a tus amigos, para presumir de que sos el más valiente. Ya de grande, es para enseñarles a tus nietos. De pendejo, querés estrenar con cada nacimiento un palo nuevo, y si es posible cada vez más grande. Lo lindo es adelantarte a la multitud, sacarles ventaja a todos, ser el primero en pegar el palazo y que todos te aplaudan.

»El tema se complica después de los sesenta. Ahí cagaste, cuando ves que ya casi no hay muertes naturales, y que las pibas se embarazan cada vez más. Cuando empiezan las oleadas de embarazos, y el cupo se acerca cada vez más al tuyo, ahí te empiezan a temblar las patas. Se te van de a poco las ganas de estrenar un palo, y dejás de ir temprano a la placita.

―Pensar que antes te encantaba, ¿no, viejo? ―Justina se había acercado al umbral de la puerta del cuarto para que Jaime se apurase.

―Sí, la verdad me encantaba, te confieso que con un par me envicié… El podrido de don Ángel que no nos devolvía la pelota cuando éramos chicos, cómo me la cobré con ese viejo de mierda. Me ensañé.

―Dale, viejito, vamos, que se nos hace tarde ―dijo Justina, y le dio un beso como hacía años no le daba―. Te amo mucho, Jaime, nunca te olvides de eso.

―Y yo también, vieja… Lo sabés perfectamente. Jamás hubiera permitido esto. En otro contexto, quiero decir.

―Eso ya fue, viejo. Es del mundo anterior a este.

―Como quieras. ―Él la miró a los ojos, igual que cuando eran jóvenes―. Te querré por toda la eternidad, viejita.

Salieron de la casa ―la viva imagen de la resignación― y fueron tomados de la mano. Jaime rengueaba, alternando entre el bastón que suplantaba su pierna enferma y la firme mano de Justina.

Bajaron por el empedrado, y enseguida enfilaron para la plaza, a cortar camino hacia el anfiteatro, frente al hospital, convertido hoy en tribunal condenatorio. A sus espaldas se erguía la iglesia, a la izquierda el edificio de la muni ―la geografía de los pequeños pueblos era siempre similar―, y a la derecha la escuela donde se habían conocido desde la primaria.

Bajaron los tres escalones que daban al centro del anfiteatro, y Jaime supo reconocer el olor a grasa de cerdo que algunos usaban para lustrar los garrotes, relucientes de barniz. Bastante gente les abría el camino, y otros ni siquiera eso. Había una multitud: grandes, chicos, familia, todos con los palos en las manos, esperando el anuncio del nacimiento de los mellizos de la hija menor de los García.

Como siempre, el anuncio lo daría una enfermera en la puerta de entrada del hospital, frente a la plaza, y el pueblo rápidamente iniciaría el apaleamiento. Sabían que en apenas cinco minutos debía terminarse todo: las reglas no permitían que el cupo superado de los diez mil habitantes durara más de cinco minutos. En suma, en cinco atroces minutos las almas de los más viejos expiarían su indeseada longevidad, y darían paso a los recién nacidos. Sí: las escrituras debían cumplirse a rajatabla.

En una ronda cerrada, la muchedumbre esperaba con quietud vacilante. La ronda se abrió, y entre un surco de gente surgió la figura blanquecina de una monjita, que a mano alzada llevaba el cáliz con la pócima de evitar el sufrimiento.

―Tres sorbos apenas ―les dijo la monjita, sonriente, a Justina y a Jaime―. Es como un vino muy dulce.

Ahora, esos tres sorbos eran obligatorios. Esto se había impuesto después de la terrible agonía de la viuda Urrutiaga, quien quiso irse de este mundo sin probar jamás ninguna bebida alcohólica.

Justina agarró la copa, dio tres sorbitos y extendió la mano para convidarle en la boca a Jaime. Tantas veces lo había hecho en la cama durante su enfermedad. Jaime le arrebató la copa, bebió de un sorbo el resto. Algo del líquido chorreó por sus labios y cayó sobre la grava: las manos del viejo temblaban demasiado.

El anuncio se demoraba, crecían los murmullos y la impaciencia. La gente que antes esperaba a lo lejos con intenciones de dar sólo un palazo simbólico, ya se enardecía apretando la ronda alrededor de los viejos.

Jaime apretaba la mano de Justina, y ella podía sentir que esa mano amada transpiraba como nunca.

Se abrió la puerta del hospital, y todos alzaron la cabeza en busca de la enfermera. Pero de aquella gran puerta no salió la enfermera, sino un tipo de impoluto guardapolvo a quien muchos reconocieron: el doctor Lorenzi. En sus manos cargaba a sólo un niño. Lo alzó hacia el cielo, y proclamó:

―¡Pueblo, lamentablemente el cordón umbilical asfixió a una de las criaturitas! ¡Fue una tragedia, no se pudo hacer nada!

Todos quedaron perplejos, empuñando sus garrotes, que acaso no tendrían necesidad de usar.

Paralizados, miraban al doctor.

Después miraron a Jaime.

Y después nuevamente al doctor.

Y después a Justina.

No tenían ni idea de cómo seguir.

Fue ella quien sintió el frío en la piel cuando Jaime la soltó. Cuando la transpiración depositada en su trémula mano de anciana entró en contacto con el aire fresco de aquel atardecer de agosto. Impiadoso atardecer de agosto.

Vio cómo su marido, con una agilidad que no le admiraba desde hacía años, enarbolaba el bastón que antes le servía de apoyo, y con una sonrisa sardónica le encajaba el primer certero palazo en la cabeza.

 

 

 * Juan Pablo Arrufat nació en Pilar, provincia de Buenos Aires. Comenzó a escribir desde que empezó a leer literatura, pensando ―¿por qué no?― que era obligación de todo lector inventar también sus propias historias. A los catorce años, luego de un verano de luces cortadas y noches de infinitas lecturas bajo la luz de las velas, dio forma a Aquel funesto designio, su primer libro de cuentos ―por suerte, jamás publicado―, que nació de la necesidad de contar historias propias imitando el estilo de sus primeros maestros: Edgar Allan Poe, Horacio Quiroga y Elsa Bornemann ―a quien tuvo la suerte de conocer años después, y con quien pasó una tarde hablando sobre La isla del tesoro, los cuentos de Ambroce Bierce y del genial Poe.

A los diecinueve años, ya inspirado por sus lecturas de Borges, Kafka, Silvina Ocampo, y García Márquez, escribió su segundo libro ―también inédito―: De la conjugación de las sombras; dos de sus cuentos recibieron menciones especiales en sendos concursos.

Los estudios sobre la literatura rusa, Borges, la universidad y su trabajo como coordinador de mejoras industriales en una empresa multinacional, sumados a la frustración de dos novelas inconclusas, hicieron que abandonara el acto divino de escribir cuentos. Volvió al género en 2017, con La memoria de los elefantes, un libro de treinta y cinco cuentos, mucho más maduro ―y en busca de publicación.

Actualmente se encuentra con una novela en proceso, y un libro de cuentos de terror que está trabajando desde julio de 2022 en el Taller de Corte y Corrección, de la mano de su gran maestro, Marcelo di Marco.

One Comment

  1. Marcelo Meza dice:

    ¡Que buen cuento, Juan! Te mantiene en la punta de la silla con una tensión increíble todo el tiempo. Sos un capo. Abrazos, querido Juan.

Deja un comentario