Por Pablo Ludueña *
A Fede no le extrañaba: Rochi ni siquiera había tocado su pebete de salame. Siempre con la mirada perdida, se pasaba los dedos por los agujeros de los lóbulos de las orejas, perforados con aros expansores. De vez en cuando atendía su tic: restregarse los ojos. Esos enigmáticos ojos, los más hermosos de toda la facu. Federico se dio vuelta y miró desde el fondo hacia las mesas de adelante del bar, repletas de boludos que, como la mayoría, ignoraban los placeres más selectos.
Pero Rochi era distinta. No había una sola mina que pudiera competir con ella. Ni en el bar de la facu, ahora, ni en toda Ciudad Universitaria había una chica así.
Fede sacó el lápiz, chiquito, consumido por el uso, y el cuaderno, lleno de dibujos. Buscando una página en blanco, hojeó algunas de sus creaciones.
Una paloma muerta.
Lo había inspirado un trapo roñoso que vio a un costado de la escalinata. La dibujó con plato y tenedor, servida ante la Jefa de Diseño, vieja conchuda.
Otra: las cabezas de varios compañeros, conectadas en fila al cuerpo de un ciempiés.
En la siguiente aparecía el Doctor Bizarro, un personaje que había inventado tiempo atrás. Sonreía ―una amplia sonrisa repleta de colmillos―, y empuñaba un bisturí que goteaba sangre.
Mientras Fede dibujaba, Rochi se puso a darle pataditas a la mesa con sus potentes borcegos. Tanto la sacudía que él debió mandarse el cuaderno al regazo. Como acostumbraba dibujarla en clase sin que se diera cuenta, esbozarle un retrato teniéndola de frente le resultó sencillo.
Aunque, por las caras que ella ponía ―caras de aburrimiento, caras de impaciencia―, Fede se dijo que lo mejor era apurarse a terminar. Retocó algunas líneas, y enseguida arrancó del cuaderno el dibujo y se lo deslizó por la mesa, sorteando un charco de Gatorade.
―Qué convencional, nene ―dijo Rochi, haciéndolo un bollo con su mano de uñas moradas―. ¿Podemos hacer algo que no tenga que ver con la puta facu?
Federico lo pensó. Se inclinó para adelante, furtivo, ocultando con el cuerpo su parte de la mesa.
―Si te animás… ―Sacó del bolsillo su cuchillo mariposa, y lo dejó ante Rochi, quien ya se lo había visto mil veces. Así, sin abrir, el Filipino no tenía el aspecto agresivo que se ve en esas pelis del Bronx―. ¿Te enseño a lanzar este juguetito? ¿Te animás?
Dejaron atrás los pabellones de esa fosa común para meterse entre los árboles, entre las cortaderas, los juncos y la basura de la costa. Ningún ruido, sólo el agua barriendo la orilla y el tronar de algún avión que se alejaba. Por el camino no vieron a nadie. Iban juntando botellas de plástico, latas, hasta que llegaron a un trozo de pared extraviado en la maleza. Fede fue poniendo en fila y sobre el borde las botellas y las latas. Y sacó de nuevo el Filipino.
Lo abría y lo cerraba con destreza en la palma, gracias a miles de tutoriales vistos en YouTube durante las horas en que debería haber estudiado. Rochi lo miraba atentamente, hasta que él hizo volar el arma contra una de las botellas, que cayó traspasada.
―Ese es mi corazón ―dijo Fede―, que se hace trizas cada vez que me ignorás. ―Rochi se restregó los ojos y puso cara de orto―. No me hagas caso. Vamos a lanzar, yo te enseño.
Tiraron por turnos, una vez cada uno. Siguiendo las instrucciones, Rochi acertó varias veces.
Después de darle a una lata, ella fue a recuperar el Filipino, y Fede se lo pidió. Rochi se quedó en silencio, mirándolo tirar.
―En la clase ―le dijo, con tono cómplice―, te vi hacer dibujos sangrientos.
Se acercó al pie de un palo borracho, donde habían dejado las mochilas. Abrió la de él, y se puso a revisársela. Federico la dejaba hacer: lo excitaba pensar en qué le diría ella cuando
descubriese sus dibujos, sobre todo los dibujos del Doctor Bizarro. De entre los cuadernos, Rochi sacó una hoja suelta, y giró hacia él:
―Basta de chamuyarme. Quiero que me hagas lo que este doctor le hace a la chica. ―Le dio un golpe a la hoja con la punta del cuchillo―. ¿Soy yo esa chica?
A Fede escuchar eso lo sobresaltó: vivía fantaseando con lo que Rochi acababa de proponerle. No se había sorprendido al descubrir que ella se iba convirtiendo en el centro de su más profundo deseo, en el objeto a operar en sus sueños quirúrgicos. De la misma forma en que aprendió a usar el Filipino viendo tutoriales, copiaba mal que mal las técnicas usadas por los cirujanos. En YouTube había de todo. Empuñando el bisturí, trazando cortes en pollos y descuajando huesos y desmembrando cuartos de res ―una vez el carnicero le consiguió una cabeza de vaca y todo―, encerrado en su pieza, se imaginaba practicando esas mismas técnicas en Rochi. Y ahora su sueño estaba por cumplirse. Le quedaba claro: ella, hastiada con ciertas partes de su cuerpo, necesitaba de su ayuda. Había gente así. Más de mil casos que cualquiera podía investigar en la web.
―Soy yo esa chica ―repitió Rochi, pero ya no se trataba de una pregunta. El viento que venía del río le sacudía el pelo.
―¿Me vas a dejar, estás segura?
―Tomá. ―Ella le ofreció el arma.
―Acá no, Rochi. Vamos a mi departamento. Pero primero pasemos por un Farmacity. ―¿Por? ―Necesitamos varios artículos de farmacia.
Acurrucados los dos en la cama, Rocío, con la cabeza cubierta por espesas capas de vendas, no se separaba del pecho de él. Extirpadas, las dos esferas flotaban en una solución de alcohol.
Sin duda alguna, se veían aún más espléndidas afuera de las cuencas de su compañera.
* Pablo Ludueña es agente inmobiliario. Nació y vivió en Caballito, actualmente reside en Belgrano. Sus autores preferidos son H. P. Lovecraft, Edgar Allan Poe, Stephen King y Bram Stocker. Otros de sus intereses son el buen cine, las historietas, y la animación japonesa. Su dibujante preferido es M. C. Escher. Trabaja en un libro de cuentos de terror fantástico con Marcelo di Marco en el Taller de Corte y Corrección, en donde es alumno desde 2018, y es colaborador en terror.com.ar, sitio especializado en literatura y cine del género. (Ver nota: Tres excelentes películas con efectos especiales prácticos).
Pobre Rochi. Tremendo, horrorozo, digno de ser proscripto por la corrección política progre. En fin, una joya para aplaudir de pie. Felicitaciones, Pablo.