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Un debut en el Colón

 por Marcelo di Marco

 

A Florencia y Marina, dieciocho años después.

 

HANSELGRETELCuando Hansel y Gretel empujaron a la maldita bruja dentro del horno, todos los chicos aplaudieron como locos. Y los aplausos resonaron junto con la orquesta en los rincones del grandioso teatro.

Yo también aplaudí, y no sólo porque me encanta que a los malos les vaya como se merecen. Simplemente, la música de Engelbert Humperdinck me había hecho olvidar de que estaba sentado en la segunda fila de la galería de nuestro querido, nuestro glorioso Teatro Colón.

Fue en 1994, y no se trataba de una tarde cualquiera. Era la primera vez que Nomi y yo llevábamos a la ópera a nuestras dos mellizas, Florencia y Marina. Quién pudiera, como ellas, entrar en el Teatro Colón a los cuatro años. Quién pudiera, como ellas, “estrenarse” en el Teatro Colón con una de las más hermosas obras que se hayan compuesto nunca.

Al mirar a mis nenas, descubrí que también ellas habían sido encantadas por Hansel y Gretel.

Y por algo más.

Quien lo probó, lo sabe: la primera ópera escuchada en vivo, tenga la edad que se tenga, marca para siempre. Traspuesto el umbral, dejados atrás los esplendores de la entrada del edificio, uno ya no es un simple “oyente”. Palpita el encuentro con el arte —un arte de siglos— sólo por caminar por los pasillos de oro y rojas colgaduras rumbo a su ubicación. Uno sabe que el tiempo se ha interrumpido, que el espíritu del teatro lo está envolviendo con su magia centenaria. Bienaventurados quienes conocieron el vértigo de ver la sala allá abajo, desde las alturas. Por algo le dicen “Paraíso”…

Después, el tacto del terciopelo de la butaca, el oscurecimiento paulatino de las luces, la entrada del director en medio de la penumbra, el saludo de los aplausos de la multitud de fieles. Y el primer acorde. Y el corazón que se abre a la dicha gracias a que un poco de cielo baja para cada uno.

Yo debuté con una ópera formidable cuyo título, siguiendo una tradición operófila, no me atrevo a consignar aquí —los que saben, saben; sólo diré que tal título contiene la palabra Forza y que la obra fue compuesta por el genial Giuseppe Verdi—. Fue en 1972. También debutaba ese día en el Colón un jovencito que prometía bastante, un tal Plácido Domingo.

Pero vuelvo a la primera vez de mis nenas, a ese susurrante final de Hansel y Gretel, después que la casa siniestra estalló en humo y fragmentos de dulce junto con la música en medio del escenario. Lentamente, las luces de la inmensa araña de la cúpula comenzaron a encenderse. Al principio, eran apenas puntitos vivos en la oscuridad. Después, el teatro mostró a plenitud de oro y luz todo su rojo brillo, sus mármoles, sus cortinados y vitrales. El coro de los niños que, liberados por Hansel y Gretel, habían surgido de entre las ruinas de la casita de chocolate, subía y subía en nuestros corazones a medida que la luz lo inundaba todo. Y cuando la orquesta hacía sonar despacito los últimos momentos sublimes, se me ocurrió que aquel era un instante único. Que le estaba dando a mi familia lo mejor que podía darle. Que vivir aún valía la pena, si se vivía en el arte y para el arte. Que ese coro conmovedor bien podría alguna vez ser cantado en perfecta armonía por todos y cada uno de los hombres del mundo.

Perdón por el exceso de candor. Sucede que todo es posible esa primera vez.

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Teatro Colón

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