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Desdémona corregida

Marcelo di Marco le propuso un concurso de cuentos al centenar y medio de miembros de la comunidad del Taller de Corte y Corrección. La consigna combinaba dos elementos muy poco relacionados entre sí. Uno era un video de un hospital en el que todos los relojes giraban locamente; el otro, un desafío surgido en uno de nuestros catorce grupos de escritura: incluir en un relato la palabra «nenúfares». Por eso lo llamamos «Concurso Nenúfar». Un jurado de preselección integrado por Daniel Fazio, Gerson Giles Valderrama, Jorge Nieva, Manuel Ayes Callejas y Mariano Iturri eligió cinco cuentos finalistas, y el equipo docente del TCyC (Marcelo, Florencia y Marina di Marco, Martín Guagnini, Luis Lezama y Nomi Pendzik) designó de entre esos al ganador. La elección –difícil, por cierto– estuvo signada por una certeza: ¡qué bien que escriben los integrantes de nuestra escudería! Al respecto, queremos dejar constancia de que los textos no fueron trabajados previamente en ninguno de nuestros talleres.
Con gran alegría presentamos hoy, en nuestro periódico oficial FIN, «Desdémona corregida», de Berenice Baldera Navarro, la autora ganadora del concurso. En próximas publicaciones  irán apareciendo los otros cuatro relatos finalistas.

 

Por Berenice Baldera Navarro *

 

Cuando Esteban despertó, se dio cuenta de que Desdémona no estaba. En el lugar donde ella acostumbraba dormir, al lado izquierdo de la cama, sólo había una horrible tachadura.

Espantado, se levantó de un brinco, y durante un largo rato contempló la intrusa mancha negra desde todos los ángulos. Era compacta, como una serie de oscuras redes colocadas una sobre otra, y tenía la exacta longitud de la estatura de Desdémona. Mientras más la miraba, más se convencía de que, de un modo que no alcanzaba a explicar, el cuerpo de Desdémona estaba allí; aunque tachado, eliminado.

Después de la impresión inicial, Esteban comenzó la búsqueda de Desde —como solía llamarla— por la casa. Todas las pertenencias de su amada, hasta las necesarias para dar una simple vuelta por los alrededores, seguían allí. La buscó exhaustivamente, con todos sus sentidos. Miró por lugares donde no cabe un cuerpo, la llamó por su nombre a sabiendas de que, de haber estado en la casa, lo habría escuchado desde la primera vez, tocó y palpó las cosas como si su presencia pudiera haberse diluido, irrazonablemente, en los objetos cotidianos.

Finalmente, la perplejidad lo dejó caer sobre una silla. Repasó los momentos de la noche anterior, cuando había visto a Desde por última vez. Recordó que llovía, así que se fueron a la cama temprano. Ella había tomado una taza de té; él, sólo agua. Cada uno leía su libro de turno, hasta que ella le había extendido una invitación ineludible para hacer el amor. Esteban durmió con placidez su sueño y no supo cuándo paró la lluvia. Tampoco se dio cuenta cuándo Desdémona desapareció de su lado. No escuchó nada de nada… Hasta que despertó muy temprano encontrándose con esa extraña tachadura. Volvió a la habitación y contempló la mancha. “Los relojes”, pensó, y un escalofrío, como un mal presagio en la continuidad del texto, le recorrió la espalda hasta el cuello

Esteban acudió a la estación de policía, pero se le pidió agotar, inútilmente, una jornada de laberintos burocráticos y oficiales. Indagó en hospitales, se anotó en listas de espera, investigó por sí mismo. Sus preguntas lo llevaron, gradualmente, hacia lugares desconocidos, hacia regiones sombrías de la trama donde un escalafón de personajes actuaba bajo sus propias reglas: supuestos entendidos, charlatanes, tahúres y mercaderes de la información…

Alguno de entre ellos, en el rincón más sórdido de un barrio del Este, lo lanzó tras la pista de un tal Prólogo. “Se rumorea que Prólogo lo sabe todo”, le dijo el tipo, con una voz fangosa y lejana, “pero nadie sabe dónde encontrarlo. Hay incluso quien pone en duda que exista en esta historia”. “Pero, debe haber alguien que sepa…” replicó Esteban. El hombre movió rítmicamente la quijada, como si masticara algo, a la despaciosa manera de los animales rumiantes, y durante un rato no pronunció palabra. “Una vez, una mujer”, dijo al fin, “una desahuciada de la vida, me contó entre pausas solemnes que había descubierto una breve y ambigua nota al margen que sugería que Prólogo existía y que se encontraba al principio del texto. Pero, como todo mundo sabe, nadie puede ir al principio del texto.” El hombre miró a Esteban con unos ojos renuentes, como el incrédulo que se encuentra a la distancia de un segundo para empezar a creer. “Nadie puede ir al principio del texto…” repitió, “a menos que se trate de su propia historia”.

Las palabras del hombre abrieron una especie de puerta, porque Esteban, de pronto, se percató de que podía, y de hecho lo hizo, emprender una huida en retrospectiva dejando su presente, que discurría por el capítulo 21, como un pasado cumplido en el futuro. Volver atrás, hacia el inicio de su vida, le convenció de que su historia solo había sido un conjunto de aventuras insípidas hasta que conoció a Desde. 

Encontró a Prólogo, un tipo que hablaba con formalidad y abundancia de palabras. Era cierto que conocía a todos los personajes de la trama, incluida a Desde. Pero de quien más conocía era de Esteban y del significado del más insignificante detalle de su vida. Prólogo se lo confirmó: esta narración iba de su propia historia. Esteban era el protagonista, el personaje principal, el héroe; aunque héroe, aprendió Esteban, no tuviera nada que ver con proezas heroicas.

Sí, Prólogo parecía saberlo todo, pero no sabía dónde encontrar a Desdémona, o pretendía no saber. Le dijo que la búsqueda de Desde tenía que ver con el “viaje del héroe”, con encontrarse a sí mismo a través de la búsqueda de otro o alguna tontería parecida que ya Esteban no escuchaba porque sólo podía pensar que con Prologo había llegado a un callejón sin salida y no tenía más para seguir adelante.

—Pistas —dijo Prólogo, llamando la atención de Esteban con una palmada—. ¿No has advertido ninguna pista?

—¿Pistas sobre la desaparición de Desde?

—No, querido, pistas en tu historia. Autor siempre deja pistas. Migas de pan para Lector acerca de lo que vendrá, del evento mayor.

Esteban negó con la cabeza, preguntándose quiénes rayos eran Lector y Autor.

—¿No te ha sucedido algo extraño últimamente? —insistió Prólogo—. ¿Algún suceso que te haya parecido raro o sin explicación? Además de la desaparición de tu Desde, quiero decir.

Esteban empezó a negar de nuevo, pero se interrumpió.

—¡Sí, algo sucedió hace unos cuantos días! Había ido a visitar a mi madre, al Hospital del Carmen; cuando pasaba por la sala de espera una mujer nos hizo ver lo que sucedía con los relojes de pared. Las manecillas segunderas giraban desbocadamente, unas en sentido normal, otras en sentido contrario… Cualquier reloj se pone loco, pero ¿todos al mismo tiempo?

Prólogo afirmó con la cabeza, como si hubiera dado con una respuesta buscada. Los ojos le brillaban.

—Los relojes desbocados son una señal. Autor —concluyó, como si develara un secreto extraordinario— ha corregido el texto. Los relojes girando alocadamente indican que el tiempo de tu historia se ha trastocado; la modificación de la trama ha sido una decisión de último momento. Autor ha tenido que sembrar las pistas retroactivamente. ¡Debe estar haciéndolo justo ahora! —Y luego murmuró, pensativo—: Puede haberlo hecho ya.

—No entiendo nada —dijo Esteban, con una mezcla de rabia, desconcierto e impaciencia.

—Autor —explicó Prólogo con indulgencia—, es el hacedor de tu historia, de tu vida y sus circunstancias, de todos los personajes. Incluso de mí mismo. Tiene poder sobre todas las páginas del texto, porque él… —Enfatizó las palabras con veneración—. Él es el creador del texto.

En otras circunstancias, el descubrimiento hubiera fascinado a Esteban: un ser omnipotente con poder y presencia sobre toda la historia, conociéndola en su totalidad porque era su creación… Pero no era el momento.

—¿Y dices que ha corregido mi historia?

—En efecto. Y al parecer ha considerado lo mejor para la trama el apartar a Desdémona de tu lado.

—¿Autor puede…?

—¿Que si puede? ¡Claro que puede! ¿Qué creías? ¿Que tu historia, la de cualquier personaje, nace como un paquete acabado? ¿Principio, intermedio y fin de una sola vez? No, mi querido Esteban. Autor concibe, se inspira, escribe, se corrige a sí mismo, tacha, corta allá y aquí y vuelve a corregir. Tu historia no es tuya, es Su historia. Él puede realizar los cambios que quiera mientras no llegue el sonido final de la Imprenta, espantosa, gloriosa, depende de cómo se vea, que aplanará tu historia para siempre.

Prólogo había dicho estas palabras como embriagado, le pareció a Esteban, de un licor sublime con olor a tinta y letras que parecía destilado por Autor mismo.

Pero la expresión de Prólogo cambió luego a la decepción, y agregó en voz baja:

—Aunque ahora hay formatos digitales…

—Pero, ¿por qué lo ha hecho? —atinó a decir Esteban.

—Solo él lo sabe —contestó Prólogo con un suspiro, y agregó, echándose hacia adelante—. Aunque también puede ser una exigencia de Editor. —Torció la boca en un gesto de desprecio—. Es un carnicero.

—Dijiste que Autor es el dueño de su historia, de mi historia…

—Sí, lo dije, pero Editor muchas veces tiene la última palabra en pequeños, pero, como es el caso, significativos detalles.

—Y —aventuró Esteban—, ¿por qué Editor…?

—¡Porque es un sádico, ya te dije! Adora la adoración de Lector, el dinero, las reseñas, los comentarios. Y, últimamente querido, Lector solo quiere sangre superficial, sin sentido, únicamente por ver el rojo. Es fanático de la muerte, especialmente si esta no tiene ningún propósito más que agregar tragedia; un suicido insospechado, por ejemplo…

Prólogo calló, como si hubiera dicho demasiado, y volvió a fijar su atención en la desolación de Esteban.

—El punto es, muchacho, que es casi nada lo que puedes hacer. Verás: el tiempo de Autor no es igual al nuestro. Los relojes del hospital te lo indican. Mientras hablamos, podría estar presionando la tecla Send.

En la voz de Esteban, la esperanza se había ido apagando como una vela cuya flama decae, pero ahora la empañó algo duro como el rencor o la rabia.

—Entonces Desde…

Prólogo negó con la cabeza, como si lamentara una muerte en un velatorio. Después de unos instantes, como si hablara consigo mismo, como si en realidad no estuviera hablando en absoluto, murmuró:

—Quizás en el capítulo veintiséis…

Esteban le dirigió una rápida mirada de agradecimiento y salió tan veloz que arrugó la página tres en su partida.

No supo cuánto tiempo le tomó recorrer las ciento cincuenta páginas que lo separaban del capítulo 26. Comprobó lo que ya había sospechado: que su historia era corta. Mientras corría, sin prestar atención a los lugares y personajes que iba dejando atrás —Mario Banes, Arturo Fuenmayor, el empleado desagradable de la tintorería que estaba en la esquina de Valdez con Churchill, la dulce anciana que se encontraba todas las mañanas camino a la oficina—, advirtió nuevos elementos en la trama. Cambios nimios que solo tenían por fin hacer guiños a lo que sería el destino final de Desde: una tristeza que ella nunca tuvo, una mirada distraída, las huellas de una niñez difícil… Todo conjugado para justificar una muerte que dejara complacidos a los amantes de la tragedia.

Esteban no respetaba ya ninguna regla, por eso, pasó sin detenerse entre el angosto pasaje de un punto y coma, saltó ágilmente un punto y seguido y, de una zancada temeraria, cruzó el obstáculo de un punto y aparte para ganar el párrafo siguiente. Y siguió así, capítulo tras capítulo, percatándose de que Autor no lo controlaba todo. Aunque, pensó Esteban, esas licencias que me permito ¿no estarían contempladas también dentro del designio de Autor?

Cayó en la cuenta de que estaba en terreno desconocido. Había sobrepasado el capítulo 21 —el presente, ya pasado, donde perdió a Desdémona. Estaba en el futuro; y el futuro abundaba en enmiendas y notas marginales que se desdibujaban a su paso, hasta desaparecer. En una página, hasta se topó con ella, con Desde, otra vez tachada: Desdémona yacía flotando, como una flor más, en medio de un campo acuoso de enormes nenúfares. Esteban no se impresionó. A esas alturas había descubierto algo que quizás ni Autor mismo sabía: que, en esta historia, Autor había dejado su huella, rastros de sí mismo que ahora Esteban podía leer tan claramente…

Por fin, se encontró ante las grandes letras que anunciaban el capítulo 26. Desde la penúltima página entrevió, allá en la página siguiente, como una redundancia innecesaria, la palabra “Fin”.

El texto lo condujo a un edificio sin ascensor. Las escaleras lo condujeron, hasta dejarlo sin aliento, al piso catorce y luego a la azotea. El sol lo deslumbró. La alegría de verla, como un ave que surca rápida por el cielo, le aleteó fugaz. Desde estaba parada justo en la orilla del vacío.

Entonces Esteban cumplió lo que venía planeando con una prisa no exenta de minuciosidad. El hecho de que pudiera romper las reglas, permitirse licencias, no era algo casual. Quizás era este, precisamente, su “viaje del héroe”: descubrir que Autor no era omnipotente; que él, Esteban, cualquier personaje, también tiene poder sobre el texto. Que la historia misma tiene su propio poder. Que Lector no es uno sino una masa de gustos y refinamiento variados y que no importa, a fin de cuentas, lo que quiera Editor.

Así que se dispuso a romper las reglas nuevamente. Tacharía sus propias líneas, las que Autor había escrito para él a continuación. Sería él, Esteban, quien impondría su propia historia… de acuerdo a las pistas que había ido sembrando desde que dejó a Prólogo. Autor sería, sólo vagamente, consciente de que su omnipotencia era apenas un instrumento.

—¡Desde! ¡No lo hagas!

Desdémona volteó el rostro hacia él tranquilamente, con una sonrisa de Monalisa, maravillosamente leve. Le regaló una última mirada de sus ojos hermosísimos, a la manera en que alguien lanza un beso de despedida en el andén de un tren. Con un gesto resignado y como de perdón —noble y último obsequio de su alma hacia Autor—, abrió los brazos y se lanzó despacio, sublime, como un ave cuando planea sostenida por los dedos del viento, como una pluma que se mece en el aire estival, como una artística clavadista a la piscina de la muerte. A Esteban, el horror de ese momento no le impidió notar que Autor, tal vez como un signo de remordimiento, abusó de las metáforas en aquel último instante.

No había nada qué hacer. La palabra Fin estaba a sus espaldas y un sonido aplanador le pisaba los talones. Con gesto extraviado, impotente, acorralado por la urgencia de aquellas tres letras, miró al cielo y gritó: ¡maldito Autor!

 FIN

 

 

* Berenice Baldera Navarro (República Dominicana, 1972) es abogada, traductora judicial de inglés y francés, y lectora apasionada. Temprano en su adolescencia empezó a escribir poemas y relatos breves, que se mantuvieron engavetados. Desde hace un tiempo toma un taller de escritura con Marina di Marco, con quien trabaja en la actualidad en la revisión final de una novela de ciencia ficción juvenil.
Con este relato que se publica hoy en Fin, ganó el primer lugar del concurso interno de cuento corto “Nenúfar 2022”, del Taller de Corte y Corrección. Actualmente participa en el Taller, donde ya ha corregido un cuento suyo con Marcelo di Marco.

 

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