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El amor y el tiempo

Hace un tiempo, Marcelo di Marco propuso al centenar y medio de miembros de la comunidad TCyC una convocatoria para escribir relatos que reunieran ciertas condiciones. Dos de ellas consistían en incluir en el texto, de modo tal que resultaran coherentes, relojes que giraban locos, y la palabra «nenúfar». Este es el excelente cuento con el que Ariel Sánchez resultó finalista de ese concurso tan particular.

 

 

Por Ariel Sánchez *

 

Rosario y Ramiro se conocieron en el colegio. Se miraron, con esos ojos llenos de amor adolescente, y desde las primeras palabras que cruzaron supieron que se amaban.

El padre de ella trabajaba en la usina nuclear, que era el origen de la fundación de la ciudad. La madre de Ramiro tenía un taller de confecciones textiles, en el que se hacían los uniformes del personal de la usina. Casi todos los padres de los chicos tenían trabajos que se relacionaban, en mayor o menor medida, con la usina.

 

Los compañeros de curso de Ramiro bromeaban sobre su relación con Rosario, pero él hacía oídos sordos. Sentía que ella era la única que lo acompañaba, que lo comprendía. Se imaginaba una vida junto a ella.

Rosario admiraba la inteligencia y la seriedad de Ramiro. Siempre buscaba estar cerca de él. Cuando su amado hablaba en público, frente a los demás chicos, quedaba embelesada al oír su voz fuerte y varonil. A veces la acompañaba a su casa, y el hecho de sentir su piel tan cerca de la suya le provocaba sensaciones difíciles de explicar.

Una tarde, al salir del colegio, Ramiro le propuso:

—¿Querés que vayamos al parque, a ver la laguna?

—Bueno, pero tengo que volver temprano a casa —respondió Rosario—. Tengo que estudiar.

El parque estaba en las afueras de la ciudad. Caminaron tomados de la mano hasta el bosque que rodeaba la laguna. Los lapachos florecidos, los palos borrachos llenos de algodones, y el olor a verde los encantaron. Ramiro arrancó un manojo de flores silvestres y se lo ofreció a Rosario, que —a pesar de estar solos— se puso toda colorada. En la orilla de la laguna se sentaron sobre la gramilla a escuchar a los pájaros que llenaban el cielo, buscando su lugar para dormir. Se sentían los protagonistas de una historia de amor.

Ramiro le señaló el domo de la usina y sus chimeneas, que no dejaban de echar vapor.

—Es raro pensar que esas chimeneas son las que nos dan de comer —reflexionó.

Rosario no comprendió esas palabras. Dirigió su vista al espejo de agua, y le dijo:

—Mirá qué lindas plantas que crecen ahí, en el agua.

—Son camalotes y nenúfares.

—¡Qué lástima que no tengan flores!

—Sí que las tienen. Las flores de los nenúfares se abren de noche y se cierran durante el día.

—Es que nunca vine de noche al parque. Dice mi mamá que es peligroso.

—¿Qué tal si nos quedamos a ver cómo florecen? —En ese instante comenzó a sonar la sirena de la usina, anunciando la finalización de la jornada—. No, es mejor que volvamos. Otro día las veremos.

 

Rosario entró a su casa sonriendo de felicidad, mientras tarareaba una melodía de Bee Gees. Saludó a su madre y fue corriendo a la habitación. Abrió la ventana y contempló el lento crepúsculo. Algunas nubes con vetas amarillas, verdes y violetas cortaban, como cuchillas, el círculo del sol. Qué raros esos colores, pensó. Un miedo incomprensible y molesto le corrió por el cuerpo.

—¡A cenar! —El llamado de su madre la sacó de esa inquietante sensación.

Bajó las escaleras a toda prisa: su estómago le pedía comer algo.

—Te vas a caer —le dijo su hermano menor.

—Callate, Tito —contestó Rosario, sentándose a la mesa.

Extrañamente, durante la cena nadie hablaba.

—¿Qué te pasa, Raúl? —preguntó la mamá.

—Es que no logramos conseguir un insumo para la generadora principal. Y te imaginarás que, como Jefe del departamento Compras, no puedo fallar en esta ocasión: peligra mi puesto. Este tema me tiene muy preocupado. Disculpen mi cara —se levantó de la mesa y agregó—: Cenen ustedes, yo me voy a dar un baño.

—¡Booom! —dijo Tito, haciendo con las manos un ademán de explosión.

—¡Callate, Tito! —lo reprendió la madre.

A la mañana siguiente, antes de que comenzaran las clases, Ramiro salió corriendo de su casa. A sólo dos cuadras había una feria de artesanos, y por allí paseó mientras buscaba algo, no estaba seguro de qué. Fue entonces cuando lo encontró: un delicado anillo. Quedaría hermoso en la mano de Rosario, pensó. Contento con su compra, imaginando la sonrisa de su amada, Ramiro fue al colegio.

Esa tarde, en clase de Físicoquímica, el profesor hablaba sobre la energía nuclear:

—Como sabrán, nuestra ciudad tiene una usina que produce energía a partir de un mineral, el uranio, que es radioactivo. Ustedes tenían que leer para hoy el capítulo del libro sobre este tema —se acercó al banco de Ramiro y lo interrogó—: Según lo que leíste, ¿cómo se genera esta energía?

Ramiro se sorprendió. La pregunta lo había atrapado pensando en su amor. No había leído nada de lo que el profesor les había dado como tarea. Quiso responder algo, pero en ese momento comenzó sonar una sirena fuerte y ululante. Todos se quedaron atónitos: no era el sonido habitual.

Es de la usina —alertó alguien.

—Levanten sus cosas —ordenó el profesor—. Nos concentramos en el patio.

Rosario buscó a Ramiro con la mirada. Se sintió aliviada y segura cuando lo encontró. Salieron y se pararon al lado del mástil, con los otros chicos.

Cuando todos los cursos estuvieron en el patio, el rector del colegio les dijo:

—Por razones de seguridad, y siguiendo los protocolos de Defensa Civil, suspendemos por hoy las clases. Les pido encarecidamente que, al salir del establecimiento, vayan directo a sus casas.

Mientras el cielo se oscurecía, Ramiro y Rosario partieron rápido.

En la puerta del colegio vieron pasar a un perro que, desorientado, arrastraba su cadena por la vereda. La gente corría desesperada de un lado para el otro entre los autos. El cielo seguía oscureciéndose. Las luces de la calle se encendieron. Los comerciantes cerraban sus negocios. En la esquina dos autos chocaron; salía humo de uno de ellos. Los demás autos los esquivaban a toda velocidad. Nadie respetaba los semáforos. Un coche gris hizo una mala maniobra y se incrustó en la verja del colegio. Una furgoneta quiso sortear al auto gris, con tan poca destreza, que pasó al lado de los adolescentes y rozó la mano de Rosario.

—¿Estás bien, amor? —preguntó Ramiro.

—Sí, es solo un raspón.

En ese instante, la ciudad se quedó sin luz.

Aterrorizados, Ramiro y Rosario sólo atinaron a abrazarse. ¿Qué estaba sucediendo?

—Volemos.

Después de dejar a Rosario, Ramiro corrió a su casa. Al llegar, su madre lo abrazó:

—Ay, querido. Estaba preocupada por vos.

—Pero mamá… Salimos antes, la acompañé a Rosario y me vine directo.

Ramiro miró el reloj del living, y algo le llamó la atención: el minutero iba más rápido que de costumbre. Se encogió de hombros y no dijo nada, para no preocupar a su madre. Fue derecho a su cuarto. En el reloj despertador también las agujas giraban como locas, acelerándose. Abrió el cajón de su velador y levantó el reloj pulsera, digital: lo mismo. Desconcertado, intentaba encontrar alguna respuesta a lo que estaban viviendo.

Sintió la ropa húmeda por la transpiración. Entró al baño y, a la luz cenicienta de ese repentino atardecer, se miró en el espejo. En su cara habían aparecido vellos: ¡tenía barba!

Mientras se cambiaba de ropa y se echaba desodorante, pensaba que una aceleración del tiempo sólo pasaba en las novelas de ciencia ficción. Se le vino a la cabeza la imagen de Rosario, tan bella, tan dulce, tan suya. Tenía que ir a buscarla. Con urgencia tenía que buscarla.

Revisó el bolsillo de su pantalón del colegio y… el anillo todavía estaba ahí.

Volvió al baño, se miró de nuevo en el espejo para peinarse. Al detalle de la barba, que había crecido, se le sumaron unas vetas de cabello blanco.

Desesperado bajó las escaleras y le gritó a su mamá, que estaba en la cocina:

—¡Me voy a buscarla a Rosario!

Sin esperar respuesta, salió de la casa. Corrió, y corrió, con toda la rapidez que podía. Las calles estaban desiertas, ya no había autos ni peatones. El reloj del campanario de la iglesia se aceleraba más y más. Cuando llegó a casa de Rosario estaba sin aliento. Trató de recuperar la respiración y después llamó.

Fue ella quien abrió la puerta. Le costó reconocerlo, canoso y con barba, sin embargo le saltó encima y le dio un fuerte abrazo:

—¡Ramiro, mi amor! Te estaba esperando.

—Hola, mi vida. —Con la mayor delicadeza posible, la alejó para verla mejor. Estaba cambiada: el cabello más largo, el cuerpo más desarrollado y unas pequeñas arrugas en la frente. Sin embargo sus ojos, pícaros y vivaces, seguían siendo de Rosario. Volvieron a abrazarse por un largo rato.

—Tranquila, mi vida. Estamos juntos; eso es lo importante.

—No sé qué está pasando, Ramiro. Los relojes se volvieron locos. Me estaba peinando y me descubrí canas. También… me da vergüenza —sonrojada, bajó la mirada hacia su busto.

—Yo tampoco lo sé —dijo, acariciando el anillo escondido en su pantalón—. Pero mejor vamos a algún lugar nuestro.

—¿Y cuál sería un lugar “nuestro”? —dijo, coqueta—. Sí, ya sé: vamos al lago.

Ramiro agarró de la mano a Rosario y corrieron al bosque. Al llegar a la laguna miraron a la usina, que despedía enormes volutas de humo fosforescentes amarillas, verdes y violetas. Las flores de los nenúfares se abrían y se cerraban, acompasando el día y la noche, que duraban apenas unos minutos.

Sin soltarle la mano, Ramiro, se arrodilló con dificultad en el pasto. Levantó la mirada a esos ojos que lo habían enamorado.

Ella lo abrazó y se quedaron así, un rato largo, sintiendo el amor que los unía, mientras que el día y la noche alumbraban y oscurecían el bosque. Eran dos viejitos fundidos en una imagen enternecedora.

Ramiro sacó el anillo. Tomó la mano izquierda de Rosario, toda surcada de venas y manchas, y con dificultad, lo colocó en su anular.

Volvió a mirarla y, con voz temblorosa, le dijo:

—Si nos alcanza la muerte, mi amor, la vamos a enfrentar juntos. Y si hubiera un futuro…, ¿te casarías conmigo?

 

 

  * Ariel Sánchez nació en San Miguel de Tucumán, donde cursó sus estudios secundarios en el Gymnasium UNT. Allí le enseñaron a gustar de la literatura. Se graduó de Ingeniero Civil en la Universidad Nacional de Tucumán. Por su profesión,
trabajó en la República de Turkmenistán, en Brasil, en Buenos Aires y en Catamarca.
Actualmente está radicado en San Salvador de Jujuy, y se desempeña como Ingeniero en la Dirección de Estudios y Proyectos de la Municipalidad de esa ciudad.
Durante la pandemia de covid-19, decidió pasar de ser un apasionado lector a convertirse en escritor, con la ayuda de Nomi Pendzik y Marcelo di Marco en el TCyC.
Es cuentista, y en la actualidad está trabajando en una novela.

 

Ilustraciones: Jerónimo Matías Cruz Ponce

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