Por Julio Ezequiel Miranda *
Mientras Vassili Kozlov martillaba y cincelaba a destajo en su puesto de la fábrica, un pensamiento lo atormentaba: era el sexto cumpleaños de su hija Svetlana, y no tenía nada que regalarle.
No contaba más que con algunos kopeks en el bolsillo, y le faltaban dos días para recibir, junto a algún cupón de racionamiento, su salario. Recién ahí podría citarse con el contacto que le confió Sergo, un compañero de la fábrica. El riesgo era alto: bien podría el supuesto mercader ser un agente de la NKVD, y eso bastaría para que la implacable policía secreta lo arrastrara al infierno del gulag, o simplemente lo despachase con un frío disparo en la nuca.
A pesar del peligro, Vassili confiaba en su amigo Sergo, quien le había asegurado que conseguiría un precio razonable por el regalo que Vassili le había prometido a su hija: una muñeca nueva.
Pero Vassili se sentía en falta: no podía llegar a casa con las manos vacías, así que arrebató de la línea de montaje un rodamiento ––uno cualquiera entre los miles producidos a diario por la planta de tractores––, y se lo escondió en el bolsillo.
Ya de noche, al entrar en la casa, Vassili chocó con su pequeña Sveta, quien lo esperaba impaciente en el vestíbulo. Vassili le dio a la niña, envuelto en un pañuelo, el inesperado regalo, sin notar que su Anna los estaba observando desde el umbral de la cocina.
Sveta desdobló el envoltorio, y pronto descubrió una esfera metálica que brillaba bajo la tenue luz del recibidor.
—¿Y qué es? —preguntó, decepcionada.
—Es algo poderoso —le contestó el padre, saliendo del apuro—. Algo mágico. Por unos días, será tu regalo de cumpleaños. Pero con una condición: no debes mostrárselo a nadie.
—¿Por qué?
—Porque…, si lo ve alguien más, no podrá convertirse en la muñeca que tanto esperas. Por ningún motivo debe salir de esta casa. ¿Está bien? ¿Me lo prometes?
La niña asintió, y corrió a buscar una caja para atesorar el secreto. Una caja que más tarde colorearía, para que fuera digna de su regalo.
—¿Qué has hecho, Vassili? —susurró Anna—. ¿Quieres que nos maten?
Svetlana alcanzó a oír aquellas palabras, y se fue a dormir con una fea sensación. Por eso de que las paredes oyen, Vassili se encerró con su esposa en la habitación para discutir el asunto.
Por alguna razón, la niña se sintió culpable de que a mamá no le hubiera gustado mucho el regalo. Y tampoco a ella le había gustado mucho. Salvo por lo que papá dijo, eso de que en un par de días esa bola de acero se transformaría en una muñeca.
Y así, con el entusiasmo renovado, Svetlana se dio a inventarle nombres a su futura amiga, hasta que se durmió.
A la mañana siguiente, en la escuela, tras la insistencia de los otros chicos, que sabían de su cumpleaños, Svetlana no pudo contenerse: les aseguró que había recibido un objeto mágico. Uno le rogó que lo trajera enseguida.
—No debo, Nicolai —le contestó ella—. Lo perdería para siempre.
—Pero a mí me gustaría andar con un objeto así. ¿Tiene nombre?
—No sé. Pero brilla como la luna, y tiene muchas bolitas plateadas. Son de acero, me explicó mi papá.
—¿Y cómo podría pedírselo a mi madre, si no sé cómo se llama? Espera, se me ocurre que podrías dibujarlo.
―Tienes razón.
Svetlana arrancó un papel de su cuaderno, y a lápiz esbozó algo semejante a su objeto mágico: un rulemán con brillos y todo. Aquel dibujo maravilló a sus amigos, y en especial a Nicolai, quien se atrevió a sugerir que aquello se parecía a la corona del Zar. Los pequeños camaradas callaron. Svetlana se apresuró a negar que el dibujo fuera una corona ―y menos una corona del Zar―, y los chicos volvieron al aula. Nicolai plegó el dibujo, y se lo guardó en el bolsillo.
De nuevo en su hogar, Svetlana descubrió que el regalo ya no estaba en la caja de cartón pintado.
Quizás hoy llegue mi muñeca, se dijo.
Al final del día, ya acostada, cayó en la cuenta de que su anhelada muñeca no había llegado. Pero era tarde, y presintió algo peor: su padre tampoco llegaría. Y así sucedió: Vassili no apareció por su casa aquella noche. Ni aquella, ni las oscuras noches siguientes.
Tras la desaparición de Vassili Kozlov, los enojos de Anna comenzaron a recaer en su hija. Ante cualquier circunstancia le ordenaba:
—Svetlana, no hagas eso.
Frente a esa orden, ella dejaba de jugar. Y se alejaba, lo suficiente para poder espiar el semblante enfermizo y abatido de su madre, que a veces se enrojecía como un puño crispado. Anna se mordía los nudillos, mientras los espasmos se iban apoderando de ella, y las venas le surcaban la blancura de la frente, hasta que el aura rojiza de aquellos ojos arrasados desaparecía.
Cuando Anna era consciente de esos ataques, corría a esconderse: odiaba que ella la viera así.
Y de la boca de la pequeña Sveta salía entonces un reiterado susurro:
—Mamá…, ¿por qué, mamá?
Quizás hubiese una razón para tal comportamiento. Pero antes su madre debería volver a hablarle, aunque se desencadenase en diez mil maldiciones, o que algún destello desbordara sus ojos gélidos, inertes. Svetlana jamás la había oído gritar ni derramar lágrima alguna.
Ciertamente, el rabioso silencio de la madre la perturbaba. Pero más le temía a ese brillo sin luz, extraño y amenazante, despierto en aquella mirada extraviada que nada tenía de maternal. Sveta todavía era una niña, pero a sus cinco años, ya había notado esa misma mirada en alguien más, en alguien demasiado cercano: su tío.
Pobre tío Liosha, su uniforme cubierto por la nieve, y el revólver todavía humeando. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué se había ido al cielo por su propia cuenta?
Al mes, las presunciones de Svetlana sobre la salud de su madre se hicieron realidad. Una mañana, Anna se había mostrado condescendiente con su hija, hasta cariñosa. Svetlana no creyó en las inusuales muestras de afecto, porque esos ojos no le dejaban dudas. Y no se equivocó: tras un breve rastrillaje en el bosque, Anna fue encontrada pendiendo de una soga. Sin parientes que pudiesen hacerse cargo de ella, Sveta fue abandonada en un orfanato.
Una tarde, un oficial llegó al orfanato. El mayor Zhdanov se presentó ante la directora, y pidió hablar con la niña Svetlana Kozlova.
La directora dejó a solas al mayor y a la niña.
—Como sabes, Svetlana, la delación es un deber para todo ciudadano. Y, por tanto, salvo excepciones como la heroica muerte de Pavlik Morózov, no debería celebrarse.
—Sí, pero…, ¿por qué me dice eso?
—Tu padre fue el traidor Vassili Kozlov, ¿verdad?
—Sí, mi papá es… —respondió avergonzada la niña, y alzó la mirada—. Papá… ¿murió?
—¡No me interrumpas! —El grito del jerarca se oyó en todo el recinto—. ¿O acaso tu padre no fue un asqueroso saboteador, un criminal, un enemigo del pueblo? ―El mayor sonrió nervioso, y siguió hablando en un tono amable―. Como decía, la delación es un deber, y tú no sólo has cumplido con tu deber. Sí, serás una nueva Pavlik. Las estatuas de Svetlana Kozlova engalanarán las ciudades junto a las del valiente pionero. ¿Qué me dices?
—Pero por qué yo. No lo entiendo.
—Cómo que no entiendes. En estas pequeñas manos ―Zhdanov la atrapó de las muñecas―, la delación ha alcanzado nuevas alturas: la has transformado en arte. Y no en el repugnante arte burgués, sino en el verdadero arte. Has hecho tu obra, siguiendo la ortodoxia del más puro arte soviético. —Emocionado, Zhdanov se tomó un respiro. Sveta lo observaba estupefacta. Zhdanov abrió su maletín, y sacó un paquete envuelto en papel madera, atado con un lazo rojo—. Toma, creo que esto es tuyo.
Svetlana descubrió el envoltorio, y sus manos temblaron al sostener un dibujo enmarcado. Un dibujo que no le era ajeno. El dibujo, la obra que —ahora lo entendía, mientras las lágrimas impactaban en el vidrio del pequeño cuadro— le había costado la desaparición del padre y el suicidio de la madre.
—Me corrijo —siguió diciendo el mayor, ignorando aquellas desesperadas lágrimas—: era tuyo. Porque ahora tu gran obra le pertenece al pueblo. Como tú, Svetlana. Tú también le perteneces al pueblo.
* Julio Ezequiel Miranda tiene 38 años, nació en Capital Federal pero reside en Haedo, provincia de Buenos Aires.