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9.15

Por Santiago Williams *

 

 

Fue Luisa quien disparó la pregunta que a todos nos venía comiendo la cabeza:

―¿Cuánto faltará?

Los demás miramos al cielo, que seguía sin nubes.

―Me parece que tenemos para rato ―dije.

Llevábamos más de un mes en aquel valle junto al gran río seco. En todo ese tiempo no habíamos visto una puta nube, y el viento nunca había dejado de soplar.

Los primeros días habían sido normales, con el tanque de la casa enorme y lleno. Además, contábamos con que podríamos descongelar unos cuantos pollos, y el galpón desbordaba de bolsas de maíz para los caballos. Para los caballos y para nuestro pequeño batallón: llegado el caso, los cuatro podríamos moler los granos y preparar polenta.

Pero, después de una semana de puro sol y viento, nos dimos cuenta de que la cosa iba para largo, y debimos racionar. Nos bancaríamos, cada día, con medio pollo para los cuatro y un vaso de agua por persona. Sólo nos bañaríamos los jueves, alternando semanalmente el orden de los turnos: la palangana se llenaría una sola vez, y con eso tendríamos que arreglarnos todos. Por otra parte, a los caballos les daríamos una pequeña ración de maíz, y les cambiaríamos el bebedero día por medio.

No es que temiéramos morir de sed o de hambre; pero, sin nada para comer o tomar, los días se alargarían de tedio.

Ese mediodía, apenas unos minutos después de la pregunta de Luisa, nos sobresaltó un sonido lejano pero nítido de sones mecánicos, afelpado por el ulular del viento en ráfagas.

―¿Es… eso? ―preguntó Alberto con su inseguridad a cuestas.

―Eso es sólo un motor ―respondió Luisa―. Falta.

Nos quedamos unos segundos en silencio prestándole atención al alarmante ruido de motor que se acercaba.

―Es un vehículo militar ―dije―, y se está acercando.

Los cuatro entramos en la casa. Trancamos la puerta y corrimos las cortinas.

―Los caballos ―dijo Alberto, como si cayera en cuenta de algo importante―. ¿Qué vamos a hacer con los caballos?

―¿Cómo qué vamos a hacer con los caballos? ―respondió Luisa―. Nada vamos a hacer. Si estos tipos llegan hasta acá, los van a ver como a cuatro caballos comunes y corrientes, y nada más. No les van a revisar los dientes, o cosas por el estilo.

―Y el tanque ―insistió Alberto―. Tal vez vengan por el agua del tanque.

―¿El tanque? ―dije, anticipándome a Mario―. Ya ni se deben acordar de lo que es el agua potable los monos estos. Además, ¿cómo van a saber que acá hay una casa con un tanque, y que, encima, ese tanque tiene agua?

―Y a lo mejor por internet ―respondió Alberto―. Hoy día se pueden ver imágenes satelitales, ¿no?

―No seas idiota ―dijo Luisa―. En primer lugar, el tanque está cerrado. Además, mirá si van a estar boludeando con el Google después de las cosas que sucedieron.

No pude contener una risita nerviosa.

―No es para andar riéndose ―me dijo Luisa, solemne―. Entiendo que es cosa de risa, sí, pero no deja de ser una tragedia.

―Bueno ―dije―, me reía porque me los imaginé buscando en Google la explicación de lo que les pasó. Ni siquiera en momentos como los que se están viviendo la gente puede sacar la cara de la pantalla.

―La explicación ya la conocen desde hace tiempo… ―dijo Mario, pero yo, que sabía cuánto le gustaban los monólogos largos, me apuré en interrumpirlo.

―Tal vez la escucharon alguna vez, pero de ahí a entender, hay una buena diferencia. Seguro que deben andar con eso de la era de Piscis o de Mercurio retrógrado…

El viento amainó, y el motor se oyó mucho más próximo. Me acerqué a la ventana y corrí la cortina. Desde la casa sólo podían verse unos metros del camino, que se perdía doblando atrás de unos álamos secos, para bajar a la ruta. En cuanto al vehículo, sólo se divisaba el polvo que levantaban las ruedas.

―Ves a alguien, Mike ―me preguntó Alberto―. Cuántos son.

―No todavía, pero están cerca.

―¿Y si vienen por nosotros? ¿Qué hacemos si vienen por nosotros?

―Cortala con el cagazo, che ―le dijo Luisa―. Por qué vendrían por nosotros, qué conseguirían con eso. Además, cómo carajo van a saber que estamos acá.

Alberto la miró, pero no cambió su expresión asustadiza. Se quedó pensando. Dijo:

―Pero si vienen es por algo, algo tienen que saber.

―¿Qué van a saber? Debe de ser una casualidad. Algún perdido buscándole la vuelta. Una casualidad.

―Las casualidades no existen.

―Parecés un librito de autoayuda, Alberto ―dijo Luisa levantando la voz―. Un poco de dignidad, por favor. No olvides lo que sos y lo que representás.

―Lo que somos ―dije.

―Somos lo que hacemos ―dijo Mario, con su tono admonitorio―, y somos lo que tenemos que hacer. Somos nuestro deber, irrenunciable y crudelísimo, ya que el hombre se hizo cargo de ser víctima y victimario. Y sólo el fuego, cuando se empuñe la…

El relincho furioso de uno de los caballos detrás de la casa interrumpió su perorata. De nuevo volví a reírme.

―No te enojes, Luisa ―me anticipé―, pero es que todo me resultó muy de cine: la solemnidad de Mario, el relincho salvador. Todo pareció como guionado por un Tarantino dado vuelta.

No logré sacarle ni una sola sonrisa a ninguno.

Esta vez relincharon los cuatro caballos, por encima de una voz humana que gritaba a lo lejos.

Nos miramos entre nosotros: todavía no era hora de que entráramos en acción.

Hasta entonces lo único que habíamos escuchado era el viento.

Pero ahora, del otro lado de la puerta, alguien gritaba. Nos gritaba. Pedía ayuda, auxilio. Decía que estaba solo, rogaba que saliéramos a ayudarlo.

―Un trago. Un trago de agua, y nada más. No les haré nada malo, se los juro. Sólo un poco de agua, y me voy.

Entonces dejó de ser Alberto el único que tenía miedo. No es que aquel intruso pudiera agredirnos. Incluso él tendría mucho más miedo de nosotros, que nosotros de él. Como dar pena, daba. Pero no sabíamos cómo manejarnos. Las consignas habían sido bien precisas: esperar la señal, sin hacer más que esperar.

Los golpes de puño en la puerta aumentaron su intensidad, y la voz detrás de ella se volvió mucho más nítida.

―Ábranme la puerta, por favor, repito que no voy a hacerles nada. Sólo quiero algo de tomar. ¿Tienen agua que les sobre? O lo que sea. Un traguito nomás. No les voy a hacer nada. Un trago y me voy. ―Los golpes aumentaron su frecuencia―. Por favor. Un trago no se le niega nadie. ―Y ahora los golpes eran patadas―. Por favor. Vamos. Sé que hay alguien ahí adentro. Los caballos… Alguien los tiene que estar alimentando. Por favor.

―¿Qué hacemos? ―susurró Alberto.

―Nada. ―Mario negaba con la cabeza―. Pagarán justos por pecadores, pero al final será el fruto.

―Psttt, bajá la voz que nos va a escuchar ―dijo Luisa―. Y pará un poco con los discursos, que a nosotros no tenés que convencernos de nada.

― ¿Y si lo dejamos entrar? ―pregunté.

Alberto me clavó la mirada y me hizo un gesto como que estaba loco.

―¿Qué va a hacer? ―insistí―. No va a cambiar nada, y tal vez nos ayude a matar el tiempo.

―¿Matar al tiempo nosotros? No es sino la mano del hombre la que pone fin al tiempo… ―empezó Mario, pero la mirada feroz que le dirigió Luisa lo calló enseguida.

Desde fuera, el hombre ahora sacudía la puerta y seguía gritando que lo dejáramos entrar.

―Ponele que le abrimos ―dijo Luisa―, que le damos un vaso de agua. ¿Y después qué? ¿Vamos a quedarnos confraternizando con él hasta que llegue el momento? Además, ¿qué le decimos? No podemos decirle la verdad, no serviría de nada. Y peor para él, porque eso empeoraría las cosas. ―Un chirrido nos indicó que la cerradura de la puerta cedía, y pensé: Hay que hacer algo―. Por otro lado, mentir… Mentir sigue siendo un pecado.

Quizá fuera un llamado del destino, porque ni bien dijo la palabra pecado estalló un trueno que hizo temblar la puerta y los vidrios de la casa, y un estruendo repicó en las chapas del techo, y vibraron los gritos de pánico del hombre detrás de la puerta: se alejaba a toda velocidad.

Todo sucedió en un instante. El crepitar del fuego. La tormenta y el primer trompetazo. Las gotas rojas deslizándose por las ventanas. El furor lejano de los mares revueltos que devoraban barcos y costas, y Alberto que recogía las riendas. Los restos de agua potable volviéndose agrios, y el sol y la luna y las estrellas consumiéndose desde afuera hacia adentro. Mario, que preparaba la coraza de azufre y las trompetas resonando, una detrás de otra. Luisa, que abría la puerta del corral mientras el zumbido de las langostas generaba otro estruendo. La sexta trompeta, y yo, que agitaba el rebenque para emprender el galope. La señal que nos liberaba de aquel rincón. La señal para la cual nos habíamos preparado, a aquella hora y día y mes y año.

 

 

  * Santiago Andrés Williams tiene 37 años. Nació en la ciudad de Buenos Aires, pero vive hace diez años en el norte de la provincia de Neuquén. Es ingeniero agrónomo y profesor de Música de profesión, y luthier de oficio. Desde que aprendió a leer, los libros han sido su gran pasión.  Borges, Quiroga, Poe, Cheever, Hemingway, Kafka, son sólo algunos de sus escritores más leídos y admirados. Desde hace meses meses participa del Taller de Corte y Corrección, y retomó la ambición de empezar a contar sus propias historias.

 

Fuentes de las ilustraciones:

es.vividscreen.info/pic/red-sky/4643/for-1400×1050

https://es.123rf.com/photo_457012_piedras-en-un-r%C3%ADo-seco-perino-valtrebbia-italia.html

https://www.deviantart.com/aspius/art/Wild-Horses-13285788

 

 

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