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Musa

Por Danilo Pineda *

 

Al igual que todos los días, Esteban ocupó la silla del escritorio. Su escritorio.

Mientras el computador despertaba, bebió un sorbo de café negro. Dejó que el combustible amargo le recorriera la garganta, y abrió Word. Se tronó los dedos, y los puso sobre el teclado.

Observó la página en blanco, esperando y esperando que una palabra le saliera de esos dedos.

Pero no salía ninguna.

Ni siquiera algo tan absurdo como un: “Había una vez”. O algo incluso peor, como un: “Esta historia comienza con…”.

Nada, absolutamente nada.

Suspiró, aunque tenía más ganas de partir en dos el puto teclado.

Tomó otro sorbo de café, y sacó la mirada del monitor.

Frente a él, y más allá del inmenso ventanal, podía ver la extensa y desierta playa. Era una playa sólo para él. Se vino a vivir frente a ella por eso. Había aprovechado bien la herencia del viejo, aquel burguesacho.

Y, gracias a esa platita, basta de la asquerosa ciudad.

Esa ciudad plagada de ineptos que le interrumpían el sueño de ser un escritor consagrado. Ineptos ruidosos por lo demás, devorándose las tripas los unos a los otros. Hasta por redes sociales se arrancaban la piel, y encima con mala ortografía y pésima redacción. Por eso, él eligió huir a esta playa: en esta playa no llegaba la señal. Y frente al mar nacería el trabajo creativo: la playa sería la musa.

Esa musa que tanto necesitaba ahora. La playa, sí.

Una playa aislada, de arena blanca y de olas insignificantes. Una playa que, ya pasados un par de meses de vivir en ella, le pertenecía.

Una playa, se dijo, sonriente, que guarda más de un secreto.

En el cielo se asomaban nubes grises, y el viento arremetía contra el ventanal. Eso era aún mejor. Con calor nadie puede escribir. El calor es de ricos con piscina y aire acondicionado. El frío, en cambio, es para la gente sencilla. La gente creativa. La gente como uno. La gente como él.

—Y con el frío nacen las ideas —dijo al aire.

Ideas únicas, ideas irrepetibles. Ideas que a él y sólo a él podría entregarle la Vida.

Se acomodó en la silla, posó las yemas de los dedos sobre el teclado, y cerró los ojos.

—Vamos, vamos —se dijo.

Ahí venía, lo sentía: la dorada inspiración, que por tanto tiempo había deseado, se allegaba a él, se ponía a sus pies, en alas de la espontaneidad.

Abrió los ojos, decidido a escribir al dictado de los hados, pero algo lo hizo bajar a la tierra. A la arena, por mejor decirlo: más allá del monitor, una rubia se cruzaba de brazos, justo a la orilla de la playa; vestía un suéter morado que le marcaba bien las tetas y unos jeans ajustados que le resaltaban el culo más perfecto que pudiera soñarse.

¿Cómo es que había entrado en su propiedad? Esa parte de la playa se mantenía cerrada por vallas que él mismo había mandado a poner. Y que custodiaba la Policía, que, como bien decía Galeano, siempre era de quien pudiera comprarla.

No importa, se dijo, ya se irá esta mujer.

Tremenda mujer, por cierto.

Trató de volver la vista al monitor. Y lo logró.

Pero…

Pero la idea, la puta idea que había sido depositada sobre su escritorio de artista como un mensaje de los dioses se fue volando hasta perderse en el fondo del mar. Todo por culpa de la intrusa.

—La intrusa, la intrusa ―se descubrió diciendo.

Volvió la vista a la orilla: una segunda rubia, también de brazos cruzados, observaba las olas.

¿Serían hermanas? El parecido era impresionante. Y…

¿…y de dónde había aparecido esta…, esta segunda intrusa?

Y además vestían como gemelas: las gemelas suelen llevar la misma ropa, vaya a saber por qué. El mismo suéter morado, los mismos jeans. ¿Las zapatillas eran las mismas? No podía confirmarlo porque las ondulaciones de la arena no lo dejaba.

Basta de distraerse: la hoja de Word seguía en blanco.

Pero tampoco podía escribir ―o al menos intentar escribir― en esas condiciones: la mera presencia de las intrusas opacaba el brillo de sus ideas.

—Si supieran la obra de arte que estoy a punto de crear —dijo—. Si supieran de lo que es capaz Esteban Muñoz y Muñoz.

Nadie podía comprender, por eso él había escapado a la playa: la playa era la única musa que lo entendía.

Volvió la vista hacia la deriva de las olas, y entonces…

¿Aquello era una broma de mal gusto?

Una tercera rubia acababa de unirse a las otras dos: la misma ropa, los mismos jeans, la misma postura.

—Serán trillizas —dijo, bebiendo, sin darse cuenta, otro sorbo de café.

Bueno, qué importaba. Gemelas, trillizas, cuatrillizas o la mierda que fuese, igual las sacaría de su propiedad. Él debía concentrarse y escribir la obra maestra. Su obra maestra.

Cerró los ojos.

Toc, toc, toc.

Abrió los ojos, sobresaltado: una de las intrusas estaba ahora de pie frente al ventanal. Lo miraba con una sonrisa amplia, y con pupilas ―¿pupilas… ahusadas?―, sin despegar los nudillos del vidrio. La sonrisa era bella: una sonrisa perfecta; una sonrisa que en cualquier otro contexto a Esteban le hubiese parecido exquisita.

—¿Quién es usted? —dijo, asustado por el tono de gatito tierno que le salió. Se aclaró la garganta, y habló con voz recia —: ¿Qué quiere?

Vio de reojo que las otras dos seguían de brazos cruzados, a la orilla del mar. Más precisamente en la línea que separaba la arena húmeda de la arena seca.

La penetrante mirada de la rubia lo obligó a apartar la mirada.

Toc, toc, toc.

El llamado llegaba otra vez, como diciendo: “¿No ves que estoy aquí? ¿No ves que estamos aquí las tres para cumplir las más locas fantasías de esa, tu mente genial?”.

El corazón le latió más rápido: la intrusa seguía ahí, sonriendo en silencio, con los nudillos sobre el ventanal. Sólo que ahora las hermanas la acompañaban. Una al lado de la otra. Y Esteban confirmó que se trataba de trillizas.

—¡Voy a llamar a la Policía! —dijo, levantándose de su silla de autor. Pero mentía: no sólo que los carabineros tardarían horas en llegar a este paraje tan remoto, sino que además él no tenía ninguna gana de contactar con ellos—. Están en propiedad privada.

Pero la amenaza surtió efecto: las tres despegaron los nudillos del ventanal, y se perdieron de la vista de Esteban.

Ya no estaban ni en el ventanal ni en la orilla, ni en ninguna parte.

Volvió a su sitial, intentando pasar el mal trago: pronto soltaría de sí alguna joya literaria, seguramente.

Y lo sobresaltó un portazo terrible.

¿Era la puerta de calle?

Claro que lo era.

La puerta se astilló al cerrarse, con ese crujido característico de la madera podrida.

Y oyó pasos.

Pasos que venían más y más cerca.

Pasos acompañados de risas juveniles.

Risas femeninas, risas que penetraban en su adorable casa.

Risas que penetraban en su cabeza.

—Entraron —dijo—. Entraron en mi puta casa.

Se levantó de la silla, y cerró con pestillo la puerta del estudio.

Buscó el celular sobre el escritorio, y a punto de llamar a la Policía se contuvo.

Además el celular no tenía cobertura. La cobertura no existía en este lado del mundo. Él lo sabía.

Y en eso oyó cómo la puerta del estudio, detrás de él, se abría poco a poco: el crujir de la madera astillada y podrida era muy intenso.

Y oyó los pasos. Y también oyó las risas. Más y más cerca.

No quería mirar. ¿Debía hacerlo?

Se obligó a voltearse.

Las tres intrusas estaban ahora frente a él.

Las tres lo miraban con la misma sonrisa. Y Esteban advirtió que la sonrisa ya no le parecía tan adorable y tan seductora. No, una observación más precisa le hizo ver lo que realmente era: una podrida mueca que dejaba entrever dientes y labios podridos; una sonrisa de muerte.

Esteban retrocedió unos pasos, hasta chocar contra el escritorio.

Y las tres avanzaban y avanzaban.

Él cerró los ojos: moriría, moriría ahí mismo.

Y una de ellas le tocó el hombro:

—Ven a vernos, Esteban.

Otra la pierna:

—No nos olvides.

Otra el brazo:

—Sabes que nos necesitas.

Las garras de las intrusas le penetraron la piel.

Gritó. Gritó hasta que las garras ya no lo desgarraron. Abrió los ojos.

Las intrusas ya no estaban.

Y él volvía a estar solo.

Ahí supo que la represión no podía durar por siempre. Recordó haberlo leído en una página de psicólogos.

Y también recordó lo que había reprimido ―lo que estaba reprimiendo―, y la verdadera razón de su escapada a la playa.

Salió del estudio, y bajó al sótano.

Abrió la puerta metálica.

—Mis queridas musas —dijo—. Les prometo que no las volveré a olvidar. No soy nadie sin ustedes.

Y las vio.

Vio las tres cadenas que colgaban del techo.

Tres cadenas terminadas en garfios.

Tres cadenas para tres cabezas rubias que le sonreían.

 

 

* Danilo Pineda Benavides (Concepción, Chile, 1996) es psicólogo, músico, escritor y un asiduo lector de terror y novela negra. Entre sus autores favoritos se encuentran Stephen King, Jo Nesbø y Edgar Allan Poe.

Danilo ha publicado cuentos de terror en varios países: en Chile, “La pieza 22” (Descarnados, 2022); en Colombia, “La pileta” (Horror Film Fest, 2022); y en España, “La reliquia” (Pesadilla antes de Navidad, 2023).

Escribió cuentos infantiles para 2×4 Producciones, cuentos que han sido animados y serán exhibidos este año, tanto en TVN como en la señal 2: NTV (Chile).

En 2022 obtuvo una mención en el Premio a la Creación Literaria Joven “Roberto Bolaño” (Chile) por su novela negra El cartero, que será publicada próximamente por Sietch Ediciones.

Desde 2020 a 2024 trabajó en el Taller de Corte y Corrección de la mano de su gran maestro, Marcelo di Marco.

Su pasión por la lectura lo ha llevado a crear una cuenta de Instagram, @un_saco.de_libros, dedicada a la publicación de recomendaciones literarias.

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