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El de blanco

Por José Miguel Marín Baeza *

 

 

El de blanco se mecía, y se mecía. Y, mientras más se mecía, más sudaba.

Toda su habitación era blanca como una mortaja blanca, y acaso por un castigo del cielo: él odiaba ese color, ese no-color. ¡Es que cómo podía ser algo tan vacío, y tan básico y tan soso! Así que el de blanco prefería tener los ojos cerrados. Porque, si los abría, le ganaría la impotencia, y no tendría más remedio que gritar.

Y al Hombre de la Porra no le gustaban los gritos.

Y menos sus gritos.

El de blanco se mecía, y se mecía. Y, mientras más se mecía, más sudaba.

No lo alimentaban desde la última vez que miró las paredes, y su único pasatiempo era contar las gotas de sudor que bajaban de su pelo y le escocían los párpados. Antes, miles de personas iban a las galerías de arte a admirar sus óleos, a alabar sus acuarelas. Ahora, sólo era una cosa que se mecía y se mecía.

El de blanco se mecía, y se mecí… Pasos, oía pasos: el Hombre de la Porra viene, viene, no abras los ojos, no te muevas, quieto.

La puerta metálica se abrió con un chirrido horroroso. El de blanco intentó cubrirse los oídos, pero no pudo: estaba de blanco, le habían encajado ese puto, puto chaleco blanco.

—Ahí tienes, loco de mierda.

Conocía bien el sonido de la bandeja de plástico deslizándose por el umbral de cemento. Era un sonido feliz, estaba a salvo: cuando cerraran la puerta, podría arrastrarse y comer. Pero, cuando la puerta se cerró, en la habitación blanca quedó rondando un sonido que no oía desde hacía mucho. Acaso un insecto, una avispa, una mosca, vaya a saber, zumbaba, iba de lado a lado, y chocaba con las paredes acolchadas.

El de blanco se mecía y se mecía.

Ya no podía contar sus gotas de sudor. El zumbido era constante, pasaba como un proyectil al lado de sus orejas y volvía a dar vueltas. Cómo le gustaría atraparlo, aplastarlo, molerlo entre sus manos, sentir sus crujidos. Pero no podía. ¡No podía! Estaba de blanco. ¡De blanco! ¡Qué color tan insípido!

Se mecía y se mecía.

El insecto se le tiraba en picada desde todas direcciones. Chocaba contra su mejilla, cuello y pecho, chocaba contra sus ojos cerrados intentando abrírselos. No, eso no: si se los abría a fuerza de aguijonazos, él gritaría de horror, y al Hombre de la Porra no le gustaban los gritos. Y el bicho seguía lanzándose, arremetía contra su cabello, y ahí se enredaba y zumbaba. El de blanco se mecía frenético, sacudía la cabeza. Y tanto sacudía la cabeza que hasta oyó algo estrellarse contra la pared. Tenía el cuello adolorido, pero estaba tranquilo: no había más ruido que sus jadeos.

El de blanco se mecía y se mecía, y mientras más se mecía más sudaba.

Pero no se había acabado: el zumbido volvió, y volvió furioso, y giraba a su alrededor, y él lo seguía con la mirada ciega, y chocó en su espalda, y chocó más arriba, en su cuello, y no salió de ahí, y no salió, y empezó a escarbar y a morder, y se enterraba, y él tenía que sacárselo. Él, que no tenía brazos. Él, que estaba de blanco. ¡De blanco!

Se mecía, se mecía.

Lloraba, se retorcía, y el insecto paseaba por dentro de su piel, y zumbaba. Zumbaba de manera espantosa, parecía un grito. Era un grito. Él gritaba, y gritaba con fuerza y con los ojos cerrados, y gritó tan fuerte que después no pudo gritar: sólo salía de su boca un sonido apagado.

Se mecía, se mecía.

Oía pasos, oía al Hombre de la Porra aporreando la puerta con su porra. El Hombre de la Porra podía ayudarlo. ¡Por qué no abría la puerta! El zumbido zumbaba dentro de él.

El de blanco se meneaba violentamente, se mecía, se mecía, arremetía contra las paredes acolchadas, intentaba arrancarse el cuello a dentelladas, y dentelleaba y dentelleaba, y el zumbido se hizo más intensamente zumbador.

Y empezó a salir.

Y él sentía cómo la piel se despegaba de sus carnes, mordía, mordía, se mecía. Y salió…

Oyó algo viscoso caer en el suelo, oyó cómo golpeaban a su puerta, y oyó un zumbido calmado que rondaba en su habitación. Vio las paredes blancas, y vio su lengua en las baldosas de granito, y sintió cómo la sangre fluía por su mentón.

Se acercó a la pared blanca y la besó, y arrastró sus labios con gracia y sutileza, y poco a poco el blanco de las paredes se transformó en rojo, en fuego, en una obra de arte magnífica y preciosa. Un fresco, un acolchado pleno de pasión, obra plena de calor y de fuerza.

Y el de rojo se moría, y se moría.

 

 

Ilustraciones:

1.- Caralp, «Deseseperación» (acrílico sobre arpillera; 2011; Bordeaux, Francia)

2.- En https://www.freepik.es/fotos-premium/textura-fondo-pared-cemento-blanco-vetas-pintura-roja-como-sangre_6353317.htm

 

  * José Miguel Marín tiene 19 años. Nació en la zona rural de Curicó, Chile. Siempre ha amado crear y contar historias, pero sólo hasta los 17 años se animó a escribirlas, y ahora es su gran pasión. Futuro profesor de lengua castellana, desde mediados de 2021 participa en el TCyC.

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