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La mensajera y la orilla

Por Fabián Sancho *

 

Desde Gesell hasta Santa Clara, toda la costa los conocía como los mellizos Truco. En realidad, aquel apelativo era una deformación intencional del verdadero apellido: Trucco, con doble ce. Y lo tenían bien merecido el mote: esas dos ratas sobrevivían con lo que podían y dormían en un rancho inmundo apoyado sobre pilotes ―se inundaba mucho en esa zona, por las mareas―. Ya próximos a cumplir cincuenta miserables años, el Carlos y el Alberto acostumbraban ganarse la vida pescando: la choza quedaba apenas a cincuenta metros de la playa. Apestaban a pescado, su invariable menú de todos los días, y en temporada, cuando la playa se llenaba de visitantes apurados, vendían miel casera, huevos de campo y queso y salame también casero. En realidad, eran cosas que compraban como descartes de granja, y las revendían a un precio “artesanal”. Así sobrevivían durante tres meses, sucios y andrajosos, y los meses restantes del año se arreglaban con lo acumulado en temporada.

Después de un verano bastante pobrecito, ya en un frío día de abril, el Alberto, esforzando el paso sobre la arena, enfundado en una campera rotosa, pantalones de trabajo y cubriendo su canosa cabellera con una boina de campo, volvía a su casa al atardecer, mientras silbaba una milonga surera. Caminaba a orillas del mar azul, que se veía más oscuro por la caída del sol. Pensaba en la diferencia entre caminar en la arena ahora, y hace unos años. Ahora se agitaba más, y eso le impedía entonar bien la melodía.

Así iban perdiéndose sus pensamientos, hasta que vio, a unos setenta metros adelante, un bulto más largo que alto, y enredado en la espuma de la orilla. Enseguida pensó en otro lobo marino muerto, o algún bicho semejante. Ya más cerca, oyó un obstinado y rasposo silbido. Al llegar, descubrió que el bulto era una mujer, acaso alguna que se habría enredado en una red de pesca. O podría tratarse de una náufraga, la acompañante de algún pescador.

Mucho más cerca, no pudo creer lo que veía: era una mujer, sí, y bien desnuda y con las tetas al aire.

Salvo que…

Salvo que a partir de la cintura tenía escamas y… ¡Y una cola de tonina!

El Alberto se restregó los ojos. Aquello era imposible. Le vino a la mente un video tremendo, de esos que circulan de celu en celu: un sicario narco, al pie de un árbol, despedazando a machetazos a una chica indefensa, boca abajo y con las manos atrás, precintadas. Porque esta mujer, como aquella víctima, tampoco tenía ni piernas ni pies. Sólo una cola de pejerrey o merluza. Era una morocha de cabello abundante y enmarañado, como si no se lo hubieran cortado nunca. Parecía algo dormida, y emitía sin parar el extraño silbido.

―¡Qué mierda, creí que estas cosas no existían! ―dijo casi gritando y con la sensación de estar perdiendo toda noción del tiempo y del lugar. Enseguida pensó: Si exhibimos esto, nos llenamos de guita con mi hermano. Chau miel, huevos y esas porquerías.

No sabía cómo actuar, así que decidió tratar a esa especie de mujer pescado como a aquella tonina que habían salvado de morirse encallada a orillas del mar cuando eran chicos él y el Carlos. Se quitó la campera y la empapó en agua marina, rodeó el cuerpo, y con dificultad la cargó al hombro y siguió para su casa. Sintió que se le estaba parando, pero la bicha esa silbó más fuerte y más agudo mientras se sacudía boqueando como un pez fuera del agua, y eso al Alberto le bajó la calentura. Le costó cruzar los ochenta metros que separaban la orilla del rancho: sus pies se le hundían en la arena fangosa, le recordaban que ya era un cincuentón.

Llegó a la puerta de chapa:

―¡Abrime rápido, Lito!

El Carlos vio desde la ventana al Alberto cargando a una mujer de largo pelo negro.

―¿Qué pasó? Te trajiste una borracha del puterío.

―No, pelotudo, esto es algo grande. Prepará el tanque que tenemos atrás, el que no usamos nunca. Llenalo con agua de mar. Mirá lo que tiene tu “borracha” abajo.

―Qué se puso en la concha esta tipa. De qué corso viene.

―Mirala mejor, jeropa.

Cuando el Lito la miró mejor ―la cola escamada, las uñas alargadas en anzuelos, la boca repleta de dientes largos como una corvina―, solamente atinó a decir:

―Andá a saber de dónde salió esta tipa, con ese olor a pescadería y todo. Ni el dedo gordo del pie le meto.

―Andá a saber ―dudó el otro atorrante, mirando esas tetas prodigiosas.

Trajeron una manguera, y llenaron el tanque con agua de la canilla mezclada con unos cuantos baldes de agua de mar, y ahí echaron a la “tipa”. La sirena sentía que se recuperaba, miraba con una temerosa incertidumbre a esos dos seres extraños. Había oído hablar de ellos, de los hombres, en sus profundidades abisales.

Carlos no lo podía creer, le era imposible dejar de mirarla.

―Pensándolo mejor ―dijo―, no está nada mal la mina. La podemos usar para no gastar más guita en putas.

El Alberto hizo un gesto de desprecio:

―No, vos estás loco. Mirá la cola.

―Qué tiene. ¿Que está toda con espinas?

―Que no se sabe dónde tiene la concha. Eso tiene. Y mirá las escamas. ¿Qué querés? ¿Que se me raspe la chota?

El Carlos se desplazó un cacho la boina, se rascó un grano con pus de la frente. Dijo:

―Como tener, tenés razón. Pero igual está rebuena.

―Pero fijate en esos dientes raros, pelotudo, que parecen de merluza. Mirá que yo a esta ―se llevó una mano a la verga― la puse en lugares raros. Pero no tan raros.

―Mirala bien, Alberto. Mirá las gomas que tiene.

El Alberto se pasó los dedos por esos labios de cuero seco, craquelados por la sal y el sol:

―Vos decís que…

―Que puede hacernos una buena turca digo.

―Eso sí, Lito. Dale, empiezo yo.

El Carlos se alzó de hombros.

Ni lerdo ni perezoso, el otro se mandó para adentro. Más precisamente, a la cocina. Abrió la heladera, y verificó que no les había quedado ni un gramo de manteca. Pero sí tenían un cacho de aceite Marolio, de girasol. Con la botella de aceite en la mano, sacó de un balde un trapo, y salió de nuevo.

―¿Qué te trajiste, nabín? ―preguntó el Carlos―. ¿Le vas a preparar una ensalada?

―Salí, boludazo.

El Alberto tiró un buen chorro de aceite en medio de las tetas de la sirena, y se puso manos a la masa a masajeárselas: quería darles una buena lubricación. La sirena intentó rechazarlo con un gesto que parecía como de asco, y al tirarle una dentellada con esa boca amenazante le hizo decir:

―¡Mierda, que esta me deja sin pija!

―Y para lo que la tenés…

Y al Alberto se le ocurrió una idea que no dejó de excitarlo:

―Alcanzame un bozal.

―Y de dónde, pelotudo, si ni perro tenemos.

―Traeme un cacho de soga, querés.

El Alberto se apartó bastante de la sirena, y el Carlos volvió con un par de metros de una soga de yute, bien gruesa y roñosa, y un cacho de cinta de embalar plateada, la más resistente.

―Atale las manos ―dijo―. Para la boca usamos el ductéip.

La sirena no se dejaba atar, pero un derechazo a la mandíbula le hizo perder la resistencia. Oscura sangre le cayó por la boca, y el silbido se agudizó.

―Parece como que canta, eh ―dijo el Carlos―. Las ballenas hacen así cuando están calientes.

―Apurate con el trámite ―el Alberto se frotaba los oídos―, así no la escuchamos más a esta perra. Ese ruido que hace es un asco, nunca escuché algo así. Otra que ballenas, boludo.

Una vez ya atada la sirena y amordazada con el “ductéip”, el Alberto se bajó el raído pantalón, y así pudo verse y olerse el calzoncillo, un bóxer que alguna vez debió de haber sido gris, y que ahora era de un marrón sospechoso. El hedor del pellejo de la cabeza de la pija era tan potente como el de una cloaca con un gato ahogado dentro, y hasta el Carlos debió taparse la nariz. Las manos rústicas del Alberto buscaron la erección, que consiguió muy pronto.

―Se nota que estás caliente, hijo de puta ―le dijo el Carlos―. No se te paraba tan rápido desde que éramos pendejos. Es el queso.

―Y bien que te gustaba, gordo trolo. ―El Alberto la metió entre las tetas de la sirena, que seguía tratando de apartarse y de esquivar inútilmente las piñas.

 

―Se me ocurrió algo, boludo. ―Después de acabar, el Alberto se la secaba―. Si a esta puta la alquilamos, nos podemos forrar de lo lindo. Imaginate si nos convertimos en los fiolos de… ―él le retorció el pezón, y la sirena se estremeció en un quejido ahogado por la mordaza―. Bueno, de esta pescadita gorda. ―Se llevó los dedos a la nariz, inspiró hondo.

―A veces te equivocás, y la pegás en algo. Todos los tipos van a querer probar estas gomas, tenés razón. Ahora correte, que me toca a mí.

Y el Carlos acabó más rápido que el Alberto.

 

Pasaron unas semanas, y los mellizos se fueron habituando a la sirena, a quien alimentaban como si fuera una tonina. Salían a pescar, y le traían viejas de agua crudas. Eso sí: ni por joda se tomaban el laburo de cambiarle el agua al tanque, que ya apestaba a mujer y a pescado al mismo tiempo. Y ella, siempre que podía, disparaba aquel silbido y miraba en dirección al mar.

―Esta puta gorda llora, che.

―Parece.

Les llamaba la atención lo rápido que le desaparecían los moretones y las escoriaciones de la piel escamosa: de vez en vez, cuando aquella se les ponía arisca, la cagaban a martillazos.

 

Un día de junio, ya cerca del invierno y después de que los dos hermanos estudiaron el asunto, el Alberto trajo a la casa a don Brizuela, un gordo grasiento y grosero. Referente político de la zona, siempre ganaba las elecciones ―la última vez hubo más votos que votantes―. Algún eructo después de comer como un caballo y una rascada de culo eran su carta de presentación. Era nieto del primer Brizuela, el fundador de la dinastía política del partido; personajes, abuelo y  nieto, capaces de cualquier cosa para quedarse con todo. El señor Brizuela regenteaba los dos únicos puteríos de la zona, a los que los Trucco habían venido concurriendo por lo menos una vez a la semana, antes de la aparición de la sirena en sus miserables vidas.

Antes de entrar en la casa, don Brizuela desalojó sus flatulencias, y los ruidos de catarata ronca que largaba llegaron a incomodar, por si fuera posible, incluso a los dos brutos aquellos. Al darse cuenta de que su fervor intestinal provocaba tal vergüenza ajena, largó una carcajada con truenos y relámpagos y dientes podridos.

―Es que no quería dejar olor adentro.

―Muy amable, don Brizuela.

―Te estoy jodiendo, pelotudo. A ver qué me querían mostrar.

―Venga por acá, don Brizuela. Usté es amigo, siempre lo votamos desde chiquitos. Vea mire…

Brizuela no podía creer lo que veía. Esa morocha tan bella, esa sirena perfecta.

― ¿Qué es esto, una trola disfrazada? Algo así es la mierda que le venden ustedes a los turistas. Ustedes dos me están tomando el pelo.

La boca de Brizuela se abrió dejando a la vista los escasos dientes naturales ya marrones por la nicotina, y los puentes con los dientes postizos más descuidados que pudieron existir.

―Nosotros nunca le mentiríamos a usté, don Brizuela ―dijo el Carlos―. Usté es nuestro prócer, tenemos un retrato suyo en el comedor.

―Siempre fuimos a sus puteríos ―dijo el Alberto―. Gracias a usté dejamos las ovejitas. ―Y, por si hiciera falta, se mandó el inequívoco gesto del dedo índice penetrando el agujerito.

―¿Y dejaron de ir por esta… cosa? ―preguntó Brizuela, sacándose cera de un oído.

―Míremela mejor, don Brizuela, mire qué buena que está. Ese pelo, esos hombros. Estas tetas descomunales. ―Cuando el Carlos le sopesó las tetas, de atrás, la sirena trató de lanzarle una dentellada, incluso con la mordaza puesta.

Brizuela se calzó los anteojos de leer, se acercó lo más que pudo. Miró la cintura, donde notó que esta mujer no tenía ombligo, y vio que más abajo de la cintura le crecían escamas como de pejerrey. Metió la mano en el agua, y pronto sacó a la superficie una cola de pescado. Se la quedó mirando fijo: era la cola de pescado más grande que había visto en toda su vida; lo primero que pensó fue en dos patas de rana Antenal puestas una junto a otra. Después los miró a los Truco, alternativamente.

―¡Mierda! Mirá que en mi vida vi minas raras, eh. Traje nenas muy feas a laburar a mis negocios, y otras muy fuertes. Pero, algo así, nunca. ―Cabeceó como un perrito de parabrisas, asintiendo, a lo cual la papada le tembló―. Sí que está muy buena esta cosa. ―La miró como preocupado―. La cola nomás me la baja ―dijo―, toda mushi-mushi.

Era verdad, los dos hermanos ya lo venían advirtiendo: la cola de la sirena perdía consistencia día a día, como si se le estuviera atrofiando mal; incluso llegaron a hablar de cuando de chicos se habían colado en Mundo Marino: la ballena blanca y negra tenía la joroba medio doblada, como la cola de la puta esta ahora.

Alberto le dijo al oído a don Brizuela:

―Para usté, la turca es gratis. Todavía no la pudimos hacer chupar pija, pero ya vamos a enseñarle bien. ―La miró torcido a la sirena, y con tono de amenaza dijo―: Vamos a enseñarle bien por las buenas o por las malas.

El Carlos hizo el gesto de usar una pinza:

―Un día de estos jugamos al sacamuelas, je.

―Mire qué lindas gomas, don Brizu. ―Alberto estiró la mano hacia la pobre, y el chillido largo que pegó la sirena cuando le apretó una teta helaba la sangre―. Vamos a cobrar buena guita por una turca. Pero, para usté, le repito que el servicio es tarola.

―Eso ―apuntó el Carlos―. Y acuerdesé de la atención que le estamos haciendo.

El viejo ni hablaba. Los miraba desconfiado. Y el Alberto se habrá dado cuenta de su suspicacia, porque dijo, con el mejor tono de humilde que le salió:

―Mire, don, que no queremos competir contra usté. Queremos ganar lo nuestro sin joder a nadie. Si quiere, vamos mita y mita.

―Además ―apoyó el hermano―, vamos a mejorar el servicio. Con eso de chupar la pija, también le podemos limar los dientes. Como hicimos con el Johny cuando éramos pibes.

―¿Quién es el Johny? ―dijo el intendente, interesado.

―El perro ―contestó el Alberto―. Quién va ser. ―Lo miró al otro, negó con la cabeza―. Te va a apretar igual, Carlitos. Como cortar, no te la va a cortar. Pero te la va a hacer puré, tipo banana pisada.

―Por ahí hasta me la para más, quién te dice.

Los dos sonreían, pero don Brizuela parecía hecho de palo. Y por fin dijo, mostrando sus dientes podridos:

―Así que ustedes se hacían chupar la pija por un perro. Pobre Johnny, menos mal que palmó de gurí. ―Cerró la boca, se sacó los lentes, se incorporó y se tiró otro pedo bestial―. Probemos, probemos las tetas esas. ―Miró a la sirena, quien le devolvía una mirada de odio que ponía la piel de gallo―. Jugositas las debes tener.

―¿Tenés todo ahí, Mamerto?

―Ah, es verdad. ―El Alberto entró en la cabaña, y enseguida volvió con cinta de embalar, soga―. Y estos ―mostró dos martillos que llevaba cruzados al cordel que le hacía de cinturón―, por si se retoba la puta. Además mirá, Lito. ―Sacó del bolsillo una cachiporra hecha con tiras de cuero trenzado.

―¿Eso duele? ―preguntó el Carlos, con cara de bobo.

―Como doler, te vuelve más mogólico de lo que sos. ―Y el Alberto le pegó en medio de la cabeza con la cachiporra, aunque bastante despacio.

―Huy, huy, huy, la puta que te parió. ―El Carlos se llevó la mano a la coronilla―. ¿Qué le pusiste adentro? ¿Las muelas que te sacaste el año pasado?

―Dejen de jugar a los Dos Chiflados, pelotudos, y a ver de qué es capaz este cornalito.

Los mellizos prepararon la soga y la cinta. Armados con las sogas como si fueran látigos, se acercaron a la sirena, que ya estaba amordazada. La mordaza solamente se la quitaban cuando le daban de comer la pesca cruda del día ―que probaba apenas―, así no tenían peligro de ser mordidos. Y además se libraban mal que mal de esos silbidos tan fuertes que seguían oyéndose a través de la tela, día y noche.

Las muñecas de la sirena ya estaban despellejadas y sangrantes ―una sangre negra como lodo empetrolado―, pero los dos hermanos, en honor al visitante ilustre, la sujetaron más fuerte que nunca: a cada tirón que daban al ajustar los nudos, la pobre se sacudía de dolor.

Brizuela se bajó el pantalón de alpaca de un azul ya grisáceo por la roña, y apareció un calzoncillo descuidado y rotoso. El calzoncillo se perdía entre esas caídas y gigantescas nalgas. La barriga se le derramaba como un mandil de carne, cubriendo piadosamente una diminuta pijita.

Ya maniatada la sirena a una baranda del tanque australiano, Brizuela frotó ese reblandecido meñique contra aquellas tetas desbordantes. El silbido se hacía más y más agudo, y los ojos de ella se desorbitaban de ira y de terror, zarandeada a cachiporrazos.

―¡Quieta, puta! ―gritaron a la vez los mellizos. Los perros de la zona se pusieron a ladrar, y pronto esos ladridos se convirtieron en aullidos interminables.

―Qué raro los perros ―dijo el Carlos―. Yo no grité tan fuerte.

―Ni yo ―dijo el Alberto―. No sé por qué arman tanto quilombo.

Un viento fuerte proveniente del mar heló el patio de atrás de la casa de los Trucco, y ese frío sorpresivo hizo temblar a los mellizos, y achicó aún más el maní quemado de Brizuela.

Brizuela acabó enseguida, las ráfagas heladas que venían del mar le congelaron las ganas. Se limpió apenas con la manga del saco, y se fue casi sin saludar pero con cara de satisfecho a pesar del apuro:

―Creo que va a estar bueno el negocio. Miti-miti, ya arreglamos. Ustedes sigan votando por mí, que yo siempre los voy a ayudar. Eso sí: traten de que aquella cosa ―señaló con el pulgar a la sirena― no haga el ruido ese de mierda. No sé si tendrá cuerdas vocales o qué, pero que no haga más ese ruido. ―Y aclaró―: Me la baja mucho.

Y así se fue en la chata. La había heredado de su abuelo, y él la seguía usando con la creencia de que eso le daba una imagen de tipo buenazo y cumplidor. Y, sobre todo, incorruptible.

 

Pasaron los días. Pasaron las turcas. Vendieron muchas los Trucco, porque la noticia corrió de boca en boca: desde las cabañas derruidas de más allá del faro hasta las afueras de Aguas Verdes, todo infeliz quería probar.

Y la Policía no movía ni un pelo, y no sólo por estar untada: para ellos, Ariel ―así se la llamaba ya a la sirena― era poco más que un animal.

Y usarla se normalizó, no podía ser de otro modo.

Una vez les dijeron a los Trucco que querían visitarlos de un canal de televisión, un canal costero. Ellos quisieron cobrarles, pero esos putos no les contestaron ni una mierda. No les importó a aquellos dos parásitos: era la primera vez que ganaban guita fuera de temporada, y bastante la estaban juntando por ser tan pocos habitantes.

Los silbidos de la sirena eran cada vez más agudos. A veces eran tan agudos que no se oían, pero seguro que era eso lo que hacía ladrar a todos los perros de la zona.

Y la sirena seguía mirando en dirección al mar.

Seguía moviéndose, tratando de esquivar esa salvajada de embates lechosos, a pesar de los golpes. Ya se le notaban los moretones en esa cara que había sido tan hermosa, y los protuberantes abscesos aparecían entre los pelos raídos de la que fue su sedosa cabellera.

 

Llegaron los días de campaña política. Brizuela se esforzaba por agradar, aunque le resultaba imposible. La gente le tenía miedo, únicamente lo seguían los beneficiados por el clientelismo. Se sacaba fotos, forzando sonrisas de despareja dentadura que después le photoshopeaban pendejos del movimiento. Tocaba timbres, prometía de todo.

Cuando se dio cuenta de que jamás lograría una sincera adhesión, se fue a pescar. Igual qué importaba, si ganaba siempre. La gente es muy imbécil.

 

Una tarde, se mandó en su chata para lo de los Trucco: le debían guita de las turcas, y él necesitaba pagar los últimos afiches.

Y de paso, se dijo, un toque a la Ariel no viene mal.

Al llegar le extrañó no notar movimientos.

Se bajó de la chata. La puerta de la cabaña estaba arrancada, tirada en pedazos por el piso.

Sin atreverse a entrar, llamó con las manos y dio voces.

Nada. No le respondían.

Se volvió para la chata. Puso primera, y cuando pegaba la vuelta vio que el tanque de agua de la sirena estaba desgarrado como por un abrelatas gigante.

Dio marcha atrás.

―¡¿Todo bien, muchachos?! ―gritó desde la ventanilla.

Nada. Silencio.

Tragó saliva, y se decidió a entrar.

Carlos estaba tirado en el patio, la bragueta abierta y roja y la verga arrancada de raíz. Y lo habían desfigurado con mordidas que parecían de piraña. No podía estar vivo. Ya seca y con el color del chocolate, la sangre embadurnaba todo.

Brizuela dio un paso atrás. Tenía ante sí lo único que le faltaba: que justo antes de las elecciones lo involucrasen en un crimen.

Estaba por rajarse, cuando afuera de la casa vio a unos metros de la orilla del mar a un tipo que le daba las espaldas, como mirando hacia mar. Era Alberto, inconfundible con la boina, la campera vieja y el pantalón raído.

Brizuela lo dio vuelta, y vio la mueca de espanto y horror.

Alberto señaló al mar, sin poder decir nada. El olor a salitre y pescado se hizo más fuerte que nunca, y el viento proveniente del mar lo congelaba todo.

Desde la orilla arenosa se acercaban, arrastrándose, decenas de mujeres desnudas y bultos gordos como sapos gigantes de cabeza triangular. Brillaban como mantarrayas bajo el crepúsculo, y esa imagen hipnótica paralizaba a aquellos dos malditos.

Uno de los bultos se incorporó, y a ese le siguieron otros. Las sirenas observaban desde la espuma de la orilla. Un tritón aplastó la cabeza de Brizuela con una especie de garra escamosa, y aquel cerebro podrido se desparramó por la arena.

Alberto gritó, y el tritón le habló con una voz extraña, incomprensible. Y no le dio tiempo para que lo entendiese. Y el crepúsculo se volvió una informe mancha roja.

 

 

  * Fabián Sancho nació en el porteño barrio de Villa Luro. Cursó estudios en la carrera de Letras de la UBA y en la especialidad de Guión en el CERC (actual ENERC).

Fue columnista de cine en varios programas radiales (Mundo Rock, La tormenta, El corte, entre otros). Colaboró como corresponsal para las revistas Kinetoscopio, de Colombia, y Godard!, de Perú.

Junto a Silvia G. Romero dirige el Festival de Cine Inusual de Buenos Aires, dedicado a realizadores noveles e independientes. Se desempeña como coordinador del Centro de Documentación y Biblioteca del Museo del Cine Pablo C. Ducrós Hicken.

En Fin ya ha publicado un artículo sobre John Ford: http://fin.elaleph.com/general/john-ford-un-clasico-que-debe-verse-una-y-otra-vez, y un relato, «El cuidador de los enanos», en http://fin.elaleph.com/los-fabuladores/el-cuidador-de-los-enanos

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