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Malbec y la demografía aplicada a la política

Pequeñas delicias de la subcultura dirigencial

El asado a punto. La ensalada, la apropiada, la mixta: lechuga, tomate y cebolla. Y el malbec que fluía, abundante, por la larga mesa.
Y debo aclarar que lo que comparto aquí con ustedes no es un relato de ficción, de los que escribimos en el taller de Di Marco. Les contaré una anécdota real que ocurrió un sábado al mediodía en un club de barrio. Compartíamos un asado con alrededor de quince comensales, la mayoría de ellos veteranos y experimentados hombres de la vernácula política argentina, esa política que supimos conseguir.
Aunque mi caso es bien diferente: soy un simple ciudadano con la única experiencia de votar (y quejarme, posteriormente). Sin embargo, en esa reunión de muchachos, recibí una sintética —aunque contundente— lección de política argentina.
A los postres, y con el efecto del tinto exaltando el ánimo de los interlocutores, arrancó una discusión sobre futuras elecciones legislativas, proyectos de reformas de la Constitución y reelecciones indefinidas. No me animé a intervenir, acaso algo pudoroso por mi falta de experiencia en la materia. Al rato, le formulé a Toribio, un ex concejal o ex diputado o ex algo, sentado a mi derecha, una tímida pregunta:
—Decime, todos hablan de cómo ganar elecciones, de cómo juntar más y más votos. Pero… ¿y el proyecto de país? ¿Y el futuro de nuestros hijos?
Toribio me miró algo sorprendido. Giró la silla en mi dirección, en señal de que su respuesta podría ser extensa.
—A ver, querido —dijo—. Vos, por lo poco que te conozco, debés ser profesional.
—Soy contador.
—Bien —continuó—. Y debés vivir en zona norte, o en algún barrio bueno de la Capital.
Asentí.
—Debés tener dos hijos, seguramente, o menos.
—Exacto, tengo dos hijas—. Y me pregunté cómo ese tipo podía haber intuido esa información. Me resultaba divertido y enigmático descubrir adónde quería llegar.
—Tus hijas —continuó con aire profético— van a casarse cerca de los treinta. Seguramente tendrán uno o dos hijos. Es decir, que habrás procreado una familia de dos hijos más cuatro nietos, en algo así como sesenta años.
Algo confundido, volví a asentir con la cabeza.
—Bueno, querido —y puso su mano en mi hombro—. La gente como vos, es exactamente la gente que no nos interesa. Nos chupa un huevo lo que opinen, sabés.
Confieso que en ese momento de la conversación dudé. Lo de “nos chupa un huevo” hubiera sido una indudable agresión en otro contexto. Pero Toribio me hablaba con buena onda, hasta podría decirse que con aprecio, con la confianza que se deparaban con los demás muchachos.
—La gente, el pueblo para el que trabajamos —continuó—, son padres o madres a los diecisiete, y tienen de cuatro a seis pibes, entendés. Y esos pibes van a tener cinco o seis pibes más, en menos de veinte años. ¿Sabés cuantos votos son esos para las próximas elecciones? Ahí ponemos nuestro esfuerzo, nuestros planes de subsidios, planes de viviendas, los actos políticos. La gente como vos —hizo un gesto de desprecio— son quejosos, inconformables. Y a la hora de los bifes, no juntan ni el veinte por ciento del electorado.
Puse mi mejor cara de pelotudo y volví a asentir. Toribio me palmeó el hombro y volvió a girar su silla para engancharse en la conversación general. Y yo me mantuve callado, atónito: había recibido la mejor clase de demografía aplicada a la política. A la mala política, a la que se orienta sólo a la obtención de votos. Votos que otorgan poder.
Y en ese momento entendí. Entendí que lo que tanto había criticado —a veces exasperado, frustrado por no lograr un cambio—, obedecía a una pauta simple y concreta.
Y, en silencio, le agradecí a Toribio por tan reveladora confesión.

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