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«La ficción es necesaria» – Entrevista a Daniel De Leo

por Nomi Pendzik*

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Daniel De Leo (Buenos Aires, 1973) obtuvo numerosos premios en concursos de Latinoamérica y España. Su libro de cuentos Después de la tormenta ganó en 2010 el concurso de la Fundación Victoria Ocampo. En 2011 el Fondo Nacional de las Artes le otorgó el tercer premio a Barro nocturno, publicado por Santiago Arcos Editor.

Sobriedad, lucidez y poética contundencia caracterizan el estilo de este joven narrador.

 

Nomi Pendzik: Una vez contaste que “Mensaje maldito” fue el primer cuento que escribiste dentro del Taller de Corte & Corrección. ¿Hubo otros acercamientos a la escritura, previamente a esa experiencia?

Daniel De Leo: Sí, hubo otros acercamientos, otros textos que por suerte se perdieron en el ciberespacio. Todo lo que se me ocurría lo mandaba vía internet a foros virtuales de literatura, donde otros también enviaban lo suyo. Algunos comentaban lo que yo lanzaba ahí, como una botella al mar, y me sugerían cambios, me hacían observaciones. Entonces, empecé a darme cuenta de que la cosa no era soplar y hacer botellas, de que tenía que trabajar en los textos “un poco” más. Yo cometí la imprudencia de empezar a escribir pocos meses después de haber empezado a leer por el placer de leer.

NP: ¿Cómo fue eso de descubrir la vocación literaria “gracias a Borges”, según contás en tu noticia biográfica?

DDL: Antes de mis 22 años, la literatura no existía para mí, no me interesaba. Literatura, agronomía, artes marciales. ¿A quién le interesan esas cosas? Hasta que un día, en la facultad, nos dieron para leer —no me acuerdo con qué fin— “Ajedrez”, de Borges. Me quedé deslumbrado con ese poema donde nos cuentan que se libra una batalla en el tablero pero que, en un nivel superior, también se está librando otra, donde la pieza es el jugador, prisionero de las noches y los días. Y ahí no termina la cosa, porque Borges la extiende hasta lo infinito: Dios mueve al jugador, dice, pero “¿qué dios detrás de Dios la trama empieza/ de polvo y tiempo y sueño y agonía?” Y bueno, una vez que entré en uno de sus juegos, en uno de sus laberintos, nunca más pude salir.

NP: Desde ese primer relato que escribiste, venís ganando premios sin parar. ¿Qué significa vivir tan intensamente la literatura para una persona como vos, que proviene de las ciencias exactas?

DDL: Nunca vi en mí una contradicción. No creo que arte y ciencia sean polos opuestos sino complementos. La ficción es necesaria, es algo inherente a la condición humana; no se puede vivir exclusivamente de y en la realidad. Por eso hay escritores que son también ingenieros o mecánicos o matemáticos o cardiólogos. La literatura no es la responsable de que yo haya abandonado Sistemas. De hecho, el trabajo que tengo nada tiene que ver con la literatura, y son muchas horas diarias en las que no puedo sentarme a leer o a escribir. Sin embargo, uno siempre encuentra la manera de dedicarle tiempo a lo que le apasiona. En mi caso, amaso las ideas mentalmente, durante días. Una vez que doy con una idea literaria —aunque la verdad es que la idea viene a mí—, empiezo a acariciarla, a desarrollarla en mi cabeza, y pueden transcurrir semanas sin que la pase al papel. Me encantaría tener todo el tiempo del mundo para escribir o leer, pero eso es una utopía. Además, no creo que sea lo mejor. Un escritor necesita de lo cotidiano, de lo eventual, de los problemas y placeres de cada día para conseguir estímulos que le permitan fantasear y crear.

NP: Cuando hablás de los autores que te deslumbran mencionás a Poe, Kafka, Rulfo, Dostoievski. Son escritores muy disímiles. ¿Les encontrás un común denominador, o te interesa algo diferente en cada uno?

DDL: El único común denominador que les encuentro es que todos ellos construyeron monumentos con palabras. Sí, son muy disímiles, y leer a cada uno es entrar en un universo particular. Poe fue un precursor de la literatura policial y de la terrorífica. Si uno quiere ser cuentista, tiene que leer a Poe. A veces se lo acusa de ser demasiado truculento, pero eso es parte de su esencia, de su estilo. Lo que más me impresiona de Kafka son sus mundos asfixiantes, llenos de obstáculos y situaciones absurdas. Muchos de sus personajes mueren estúpidamente: se matan o —lo que es peor— se dejan morir. Los cuentos de Kafka son como pequeños dardos que van directo al inconsciente. Sacuden de entrada, nada de situación inicial; mejor dicho, el conflicto es la situación inicial. También en sus novelas usa el mismo recurso. Y el absurdo, una constante en la obra de Kafka, es un tema que me atrae.

Rulfo me seduce por la sobriedad de su prosa y la crudeza de sus historias. En su obra el paisaje es un personaje más. Y ese manejo de voces que van y vienen como arrastradas por el viento es genial. Llega el turno de Dostoievski, otro genio, a pesar de que su prosa no es muy cuidada, ¿no? Sus novelas son la antítesis de lo que se enseña en el taller; a veces alarga demasiado las cosas, se va por las ramas… pero cada novela suya, vista como un todo, es una obra de arte. Cuando leo a Dostoievski tengo la sensación de que al tipo no se le escapa detalle, se las ingenia para decir todo de todos. Tiene esa capacidad de envolver al lector en sus remolinos de conflictos y de tormentos. Aparecen ideas y personajes como sacados de una galera, y el escenario es siempre un poco borroso. Sus personajes, como los de Shakespeare, se muestran humanos: ríen, lloran, vacilan, odian, matan. En cambio en Borges —mirá qué cosa, qué distintos pueden ser los genios— nunca vamos a encontrar a un personaje exponiendo sus conflictos y sus dudas. En Borges los personajes son más simbólicos.

NP: Es evidente que la idea de “Como un pozo” partió de una pesadilla colectiva que vivimos los argentinos. Podemos rastrear su génesis en la historia reciente, común a todos. ¿De dónde salen otros cuentos no menos tremendos como, por ejemplo, “El reloj de arena”?

DDL: Una vez leí un artículo sobre los relojes de arena, y de pronto vi un reloj en el que la arena nunca dejaba de caer. Me vino esa idea como algo natural. Entonces, pensé: “La idea es buena, ahora vamos a ver si soy capaz de sacarle el jugo”. Y me hice las siguientes preguntas: ¿cuánta arena contiene este reloj? ¿Qué pasaría si lo rompo? Supe enseguida la respuesta: este reloj es un objeto diabólico y laberíntico, como el tiempo mismo, y… bueno, vos ya sabés cómo termina la cosa. En el caso de este cuento, sabía cómo empezarlo y cómo lo iba terminar. Pero no lo escribí de inmediato, porque necesitaba tener a mano un reloj de arena, estudiarlo, jugar con él. Nunca me puse en campaña para conseguir el reloj, pero encontré algo mejor: un amigo me prestó un volumen de ensayo llamado El libro del reloj de arena, del filósofo alemán Ernst Jünger. Lo leí en una semana, y recién después empecé a esbozar mi historia.dd

En el caso de “Como un pozo”, yo buscaba el contraste de algo terrible narrado desde la ingenuidad de un chico que no llega a comprender muy bien lo que pasa a su alrededor, esos desbordes que muestran el oportunismo, el hambre y el instinto del hombre. La literatura está hecha, entre otras cosas, de contrastes; no siempre tan definidos como blanco-negro, frío-calor, a veces son contrastes de matices, de voces, de ideas. Yo no sabía cómo iba a terminar la cosa, me limitaba a describir, a meter voces y fragmentos de noticias trágicas, hasta que al final el personaje, ese chico que había estado todo el tiempo sentado a la mesa, contando, se levanta y empieza a caminar hacia el cuarto de la abuela. Y, como siempre me pasa cuando empiezo a escribir y no sé para dónde me va a llevar la historia, al final el círculo se fue cerrando dócilmente: al tener juntos al chico y a la abuela, empecé a atar los cabos sueltos, a unir algunos elementos que había dejado en el camino.

NP: En tu noticia bibliográfica contás que corregís mucho. ¿Cuál es tu procedimiento para la corrección? ¿Por dónde empezás?

DDL: Una vez que me viene a la cabeza una idea literaria, estimulado por una imagen, un poema, una canción, una película, lo que fuere, empiezo a rumiarla mentalmente. Voy despacio, buscando el principio de la historia, el tono más adecuado. Las primeras líneas condicionan el resto del cuento; si uno empieza con un estilo solemne, va a tener que sostener esa solemnidad hasta el final. En algún momento —un día, una semana o un mes más tarde— copio la idea en un cuaderno que llevo siempre conmigo. Esa idea puede consistir en un diálogo, una escena, un posible comienzo; nunca se trata del cuento completo, a menos que estemos hablando de un relato muy breve. Después paso en limpio esas páginas, en el mismo cuaderno, aplicando modificaciones. O sea que empiezo a corregir de entrada. Dejo reposar el texto —pongamos por caso, quince días—, y transcurrido ese tiempo vuelvo a leer lo que escribí. Si me convence, si me sigue gustando, empiezo a pasarlo a la compu. Y ahí también, al trasladar, corrijo. Estudio lo que tengo en pantalla —por lo general, es el comienzo de un cuento—, hago cambios y después agrego nuevos párrafos. Vuelvo al principio: releo, paso otra vez el rastrillo de las modificaciones y escribo algunas líneas más. Si durante la relectura de la primera parte no se me ocurre ya nada para cambiar, no me detengo y, al llegar al punto en el que había quedado, agrego otro poco. Así, el comienzo del relato resulta ser lo más trabajado. Pero en los finales también me demoro bastante corrigiendo y pensando. Después de escribir y corregir una o dos páginas del cuento, abandono por unos días. Pero sigo rumiando la cosa, y todo detalle que se me ocurre lo vuelco primero en el cuaderno y después, cuando retomo el cuento, en la compu. Además, trato de leer libros que tengan que ver con lo que estoy creando. Sin apuro, para qué. No se me ocurren cuentos todos los días, ni siquiera todos los meses. Escribo un promedio de seis cuentos por año. A veces más, a veces menos. Así que me tomo por lo menos dos meses para escribir mi historia.

NP: Por ahora, es obvio que tu relación con el cuento es más que fructífera. ¿Te ves escribiendo una novela? ¿Cómo te relacionás con los otros géneros literarios?

DDL: No, no me veo escribiendo una novela, y nunca me pasó por la cabeza la idea de escribir una. Es algo tan difícil, debería vivir meses o años pensando y trabajando en la novela, debería sacrificar horas de sueño, y eso no me gusta nada. “La ciudad y las sombras” es un cuento que me llevó seis meses de trabajo, y tiene sólo cinco páginas. Escribir y corregir ese cuento me costó muchísimo, me dejó agotado. Imaginate en el caso de una novela…

Pero que sea cuentista no significa que lea únicamente cuentos. De hecho, ayer terminé de leer El limonero real, una novela de Saer que es un monumento a la meticulosidad y a lo irrelevante, y ahora estoy enfrascado en la lectura de una interesantísima: El ejército de ceniza, de José Pablo Feinmann. También leo poesía. Hace unos meses descubrí la obra de Hugo Mujica, y como sus libros son muy caros y difíciles de conseguir, bajé de internet todo lo que pude encontrar sobre este sacerdote y poeta, que tiene algunos poemas transparentes y otros muy crípticos. Me gusta también la poesía de Salvatore Quasimodo, algunas cosas de Eugenio Montale, los surrealistas. Muchas veces traté de escribir poesía, pero después de garabatear dos o tres versos me di cuenta de que, de manera inconsciente, involuntaria, iba tejiendo una trama. Tengo un par de cuentos que nacieron siendo esbozos poéticos. El teatro no lo descarto, el absurdo es un género que yo podría trabajar por esa vía. Si alguna vez llegase a concebir un diálogo interesante y ridículo entre dos o más personajes interesantes y ridículos, entonces haría de ese diálogo una obra de teatro.

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foto chica*Nomi Pendzik es escritora, profesora de Lengua y Literatura y capacitadora docente. Ha publicado más de doce libros de texto, es coautora con Marcelo di Marco de los ensayos Atreverse a escribir y Atreverse a corregir (Sudamericana, 2002). Da talleres de escritura y gramática, y dirige el periódico virtual Fin.

Cucú

por Pablo Martínez (1969 – 2009)

foto  El 6 de agosto, Pablo Martínez hubiese cumplido cuarenta y cinco años. Perteneció al TCyC, comunidad a la que amaba,  y siempre es evocado cariñosamente por los compañeros que disfrutaron su amistad y su literatura.

 En palabras de Marcelo di Marco, «…era un tipazo. Tan excelente narrador como persona, enamorado para siempre de las palabras y de las historias bien escritas, figuraba entre los mejores escritores de nuestra escudería».
  La mejor manera de recordarlo es releyendo sus extraordinarios cuentos. (Hay más relatos suyos en http://foro.elaleph.com/viewtopic.php?t=40991.)
He aquí, entonces, el homenaje de FIN.

 

Cucú.
Nunca supe por qué le decíamos así: flaco y jorobado y con el pelo blanquísimo, más recordaba a una garza. Acaso fuese por su agonizante chalecito con tejado a dos aguas y ventana de hojas rotas en el vértice de la fachada. Acaso, también, por la puntualidad con que salía a la calle cada mediodía.
El portón de la tapia que rodeaba su casucha fue el reloj de mi infancia: ese quejido herrumbroso, al abrirse, me recordaba la hora de salir a jugar con mis amigos. Aún hoy, el más ligero chirrido me lleva a aquella época en que yo no postergaba ninguna felicidad.
Hasta su recuerdo me es esquivo: siempre lo evoco yéndose, huraño. De overol y borceguíes, cargando un bidón y tirando de un changuito destartalado, pateaba por las vías hacia el campo del Ejército. Los del Regimiento le daban querosén para la estufa y comida, me explicó un día mi padre.
Cuando lo veíamos volver, el bidón chorreando y el changuito repleto de porquerías, interrumpíamos nuestros juegos para torearlo, imitando bien fuerte el canto del cuclillo:
—¡Cucú! ¡Cucú!
Él largaba un gruñido, tiraba la carga al suelo y corría hacia nosotros con brazos de espantajo. Pero a los pocos metros se quedaba sin aire, roja la cara marchita. Un tomate seco. Igual le temíamos: nuestro candor —nuestro cruel candor, quién sabe— atribuía esas arrugas a una naturaleza maligna. Ahora sé que hay ciertas grietas en la cara de un hombre que únicamente el abandono puede abrir. Lo sé porque mi cara muestra esos mismos abismos que tanto temí en la suya. Lo sé porque yo también me he quedado solo.
Aunque Cucú vivía de revolver en la basura, jamás lo creí un ciruja: bajo su mugre, uno percibía otra cosa. Cuando cumplí los doce años, mi papá me reveló eso que solamente los mayores sabían: Cucú había sido cura, más precisamente el capellán del Regimiento. Hasta que una trombosis le desbarató el habla. Del Regimiento lo pasaron a la Curia, y de ahí no tardó en volverse al hogar de su infancia, vacío desde la muerte de los padres. Parece que, con el habla, Cucú también había perdido la fe.
—De ahí tanta desgracia —sentenciaba mi padre.
Pero mamá sostenía otra cosa. Según ella, el infortunio le venía de antes. Y le venía de una mujer.
Bajo esa luz, la enfermedad aparecía como castigo; el encierro, como expiación. Tiene sentido: sólo las hembras causan tanto estropicio a su paso. Y eso mi vieja lo sabía mejor que nadie.
La madriguera de Cucú se venía abajo frente a mi casa, en donde hoy está la placita del barrio. La rodeaba un muro erizado de palos, caños y tablones. Aquella empalizada hecha con sobras del progreso no alcanzaba para protegerlo de mi curiosidad: arrodillado detrás de la ventana de mi cuarto y oculto tras el cortinado, me la pasaba vigilando sus movimientos. Así le descubrí una costumbre que de seguro nadie más conocía —mi casa era la única de altos en la cuadra—: muy de cuando en cuando, Cucú oficiaba en su terreno una especie de rito de limpieza. Balde en mano, descalzo y en cueros, asperjaba con un cucharón la multitud de cachivaches que atestaba el lugar: un redentor de la basura. Vaciado el balde, se ponía a dar vueltas por sus dominios, los brazos cruzados detrás de la espalda y la vista clavada en el suelo. Gesticulaba furioso, como si discutiese. Se metía en la casa, y no volvía a vérselo hasta el día siguiente.
A pesar de mis recaudos, más de una vez me sorprendió en pleno acecho, girando seco y preciso para asestarme una mirada furibunda. Sé que me espiás, me acusaban esos jueces oscuros, sus ojos. Yo hubiese querido sostenerle la mirada, decirle que sí, que te espío como se me antoja, Cucú. Pero, muerto de miedo, agachaba la cabeza y bajaba la persiana en un suspiro.
Conforme fui creciendo, me desentendí de él. Su persona y sus costumbres —incluso la de la purificación de su basural— pronto se me volvieron invisibles. No le prestaría atención sino hasta muchos años después de aquellas tardes de mi niñez.

Acababa de separarme, y llevaba unos cuantos días encerrado en mi casa. El legado paterno había devenido residuo conyugal: una carcasa muda, casi sin muebles, desnuda de plantas y de fotos. Muerta.
Yo había retomado mi vieja costumbre de espiarlo a Cucú. Me aliviaba comprobar que, al menos en eso, las cosas seguían como entonces. Cucú salía con la puntualidad de siempre y volvía con las porquerías de siempre; nomás faltaban sus rituales.
Será cuestión de tiempo presenciar alguno, pensé.
Y bien, tiempo era lo que me sobraba.
Una tarde, Cucú demoraba más de la cuenta en volver. Ante mi ventana, las horas se arrastraban huecas, morosas. La calma del barrio se había visto apenas interrumpida por el paso de un cortejo fúnebre.
Al fin apareció por la esquina, mucho más tarde de lo acostumbrado. Aunque estoy seguro de que había salido con el chango, cargaba solamente el bidón. Sin embargo, lo noté agotadísimo. Como pudo empujó el portón y entró a la casa. Casi de inmediato se fue la tarde.
Negra, grave, intemporal, como una biblia antigua, la noche invitaba a la contemplación. Arrimé una silla, me acodé en el alféizar.
Tras la ventana de la casa de enfrente se encendió una luz. Conforme retrocedían las sombras, fui distinguiendo el quinqué sobre la mesa, los papeles.
Y a Cucú.
Con la frente apoyada en una mano y un mohín de penitente, escribía. Escribía como desangrándose, como si esa línea de sombra que le nacía del lápiz se le estuviese clavando en el corazón.
Ya me vencía el sueño cuando, de pronto, Cucú estampó el lápiz contra la mesa. Juntó cada uno de los papeles, los ordenó y los envolvió en bolsas, una dentro de otra. Después se levantó, asió la vacilante lámpara y salió de la estancia.
En todo aquello hubo algo de terminal, de marcial: aunque ni me imaginaba lo que estaba por venir, se me figuró el arriado de una bandera.
Enseguida lo vi salir. Luz en una mano, envoltorio en la otra, Cucú fue hasta el único claro que se abría entre ese caos de palos y muebles y tablones que dominaba su exiguo terreno. No sé de dónde sacó una pala. Febril, cavó un pozo y enterró el paquete. Volvió a la casa y salió al instante, ya sin el quinqué. Y con un balde y el cucharón en las manos.
El farol de sodio de la esquina me permitió vislumbrarlo: andaba a los tropezones, rociando el maderaje en el más absoluto silencio, en una versión muda y cetrina de su viejo rito diurno. Vacío el balde, lo tiró por ahí y, sin que mediasen los rodeos ni las discusiones imaginarias de antaño, se metió en la tapera.
Yo creí que ya había visto suficiente para un solo día. Crucé los brazos y me entregué al sueño.

Al rato, un fulgor molesto me hizo abrir los ojos. Por todas partes, la misma noche sin astros ni brisa; enfrente, un trémulo remedo del sol.
Parado detrás de su ventana, balanceando la lámpara con el brazo extendido hacia afuera, Cucú me observaba. La lumbre le confería un aire funesto a sus ojos, esos mares a los que afluían mil arrugas sudorosas. Entonces lo supe: Cucú me había estado esperando. Me había esperado no desde mi brevísima siesta, sino desde antes, desde mucho antes.
Aunque no había ninguna acusación en sus ojos, hice lo que siempre había querido hacer de chico: asentí.
Cuando dejó caer la lámpara, la llama se abrió a izquierda y a derecha: empujado por el querosén del Regimiento, el fuego sitió la casa en segundos.
Alcé nuevamente la vista: Cucú se había disuelto en sombras.
Bajé la persiana. Me acosté a esperar a que cesase el resplandor: cada vez más débil, persistía entre las hendijas. Mientras tanto, me di a pensar en esas hojas enterradas.
Quizá Cucú me había dejado un sermón, una exhortación a que abandonase la soledad, a que no siguiese sus pasos. O tal vez me ofrecía una justificación irrebatible de ese rito final cuya postergación yo había presenciado tantas veces.
“Mañana salgo con una pala y las busco”, recuerdo que pensé, en un arranque de valentía.

No importa lo que pasó después: ni lo mucho que tardaron los bomberos ni lo poco que se demoró en hacer del terreno una plaza. No hay nada más que contar sobre Cucú.
Y menos interesa —esto que escribo no trata sobre mí— si yo crucé la calle y escarbé en las cenizas de aquel pobre pájaro para recuperar su manuscrito.
Sólo a veces, en ciertas noches sin estrellas, pienso en Cucú. Pienso en qué clase de salvación me habrá dejado en su última liturgia.

Foto de Felipe Bernal Acha

Crítica de crítica

por Ivan Guede Santos*

 

Hoy sábado a la mañana sucedió un imprevisto.

Me desperté alrededor de las diez y media y me quedé paveando con el iPad en la cama. Dando vueltas por Twitter, me detuve en una nota del suplemento Cultura del diario Perfil, a cargo del escritor y crítico argentino Damián Tabarovsky. La nota era más bien una crítica sobre otra nota publicada en ese mismo suplemento a cargo de Betina González. González hace una crítica sobre una novela, y Tabarovsky la cuestiona diciendo lo siguiente:

Algo de eso ocurre en un párrafo crucial de la reseña de González cuando, para justificar su valoración negativa de la novela, escribe: “El problema es que los episodios se acumulan en la vida de Roque, pero Roque sigue siempre igual, como si nunca creciera (…) No hay relato porque no hay verdadera transformación del personaje ni verdaderos conflictos que hagan avanzar la trama”. Cada una de esas frases está cargada de la más convencional ideología literaria.

Quiero resaltar esta parte: «Cada una de esas frases está cargada de la más convencional ideología literaria».

Es evidente que, para Tabarovsky, el hecho de que una historia avance es convencional y, por lo tanto, malo.

Tabarovsky refuerza entonces su adhesión a la corriente literaria, muy de moda en estos días, que prefiere novelas donde no pase absolutamente nada. Esta corriente, amante de la historias donde los personajes «son» en vez de «hacen», es por demás hiriente al sentido fundamental y primario de la literatura, que es, en definitiva, contar una historia. Tabarovsky tal vez prefiera los relatos donde un tipo se sienta en la ventana a barruntar sobre la vida y la insignificancia del ser y luego… Y luego, nada.
Quizá Tabarovsky hubiera preferido que en Moby Dick Ismael se pasara tres años arriba del Pequod observando el océano y pensando cómo sería cazar una ballena. O que nuestro amigo Raskólnikov en Crimen y castigo se pasara las 900 páginas pensando en cómo se sentiría al matar a la vieja usurera Aliona Ivánovna. O que el intrépido detective Philip Marlowe, de Chandler, se quedara en su estudio analizando la crueldad de la psiquis de los sospechosos a los que debería salir a investigar.
Esta forma de pensar la literatura no hace más que alejar al lector de los libros. Pero no estoy hablando del lector entrenado que, como yo, puede fumarse tranquilamente un Proust, autor que Tabarovsky usa como referencia de novelas famosas en las que no pasa nada (aunque tampoco estoy de acuerdo con esto: si bien los siete tomos de En busca del tiempo perdido son pensados por el narrador, la historia avanza y el personaje crece dentro de ese pensamiento). No. Me refiero a que la corriente defensora del «no pasa nada» aleja al lector medio, el que quiere sentarse a leer una novela que lo atrape, que lo haga pasar página tras página y le despierte las ganas de ir a comprar otro libro del autor que tanto lo atrapó y del cual quiere conocer más.
En definitiva, aleja al lector que compra.
Si Tabarovsky quiere que lo lean él y su selecto grupo de amigos entendidos, perfecto.
¿Yo? Yo prefiero que cualquiera pueda leerme.

 La nota de Tabarovsky en Perfil

 

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Ilustración de Jacek Yerka

 

 

10583140_10204401243693758_909346632_n*Ivan Guede Santos es novelista y cuentista, y miembro del círculo de escritores «La abadía de Carfax». Ha publicado en Perfil y revistas zonales, y también en publicaciones de concursos en los que ha ganado y obtenido menciones; entre ellos, el concurso nacional de Tres de Febrero, el concurso literario de UPCN y Metrovías. Su primera novela, aun inédita, se titula Memorias del derrotero. La nota que aquí publicamos pertenece a su blog http://www.loqueivanpiensa.blogspot.com.ar.

 

 

Efemérides

 

Dibujo

 

 

 

1/ Nace Herman Melville en 1819.

3/ Muere en 1924 Joseph Conrad.

4/ En 1875 muere Hans Christian Andersen.

5/ Nace Henry René Albert Guy de Maupassant en 1850.

9/ Muere en 1962 Hermann Hesse, premio Nobel en 1946.

11/ Muere en 1937 Edith Wharton. Su obra La edad de la inocencia ganó el premio Pulitzer en 1921.

12/ En 1827 muere William Blake. En 1955, Thomas Mann.

13/ Muere en 1946 Herbert George Wells.

15/ Nace en 1771 Walter Scott.

16/ Nace en 1888 Thomas Edward Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia. En 1920, Charles Bukowski. Muere en 1949 Margaret Mitchell, autora del libro Lo que el viento se llevó.

18/ Nace Brian Aldiss en 1925.

19/ Muere en 1936 Federico García Lorca.

20/ Nace en 1890 Howard Philips Lovecraft. En 1901, Salvatore Quasimodo.

21/ En 1862 nace Emilio Salgari.

22/ Nace en 1920 Ray Bradbury.

25/ Muere en 1984 Truman Capote.

26/ Nace Julio Cortázar en 1914.

27/ Nace en 1929 Ira Levin. Muere en 1950 Cesare Pavese.

28/ Nace en 1749 Johann W. von Goethe. En 1814, Joseph Sheridan Le Fanu.

31/ Muere en 1867 Charles Pierre Baudelaire.

 

Destacada del mes

24/ Nace en 1899 Jorge Luis Borges

Bajo árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos… Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. (“El jardín de senderos que se bifurcan”)

 

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«Drawing Hands», de M.C. Escher

 

 

La calle Dublin

por Cristian Acevedo*

 

Desayunaban en silencio.
Él conservaba un regusto amargo en la boca, provocado por el recuerdo de un mal sueño. Acaso pesadillas, o angustiosos presagios. No lo recordaba bien. Una imagen, un borrón que se le antojaba como apretado en una bruma opaca y asfixiante.
Ella revolvía el café. Había desplegado las mermeladas y los quesos, y había dispuesto sobre la mesa una buena cantidad de galletitas y de rodajas de pan. Él se dejaba maravillar por el perfecto maridaje de los potes, de los individuales. Por el armonioso colorido del mantel, de las tazas y de sus platos, del refulgente y afilado cuchillo.
Ahora, sin mencionar la pesadilla ni bromear acerca del denso silencio, se demoraba en la ceremonia de ubicar la silla de cara al ventanal de la galería.
No se oían los pájaros cantar, no se oía ladrar a los perros. No se sentía vibrar los parlantes de los vecinos, que sonaban cada mañana.
Entre parpadeos, ella rebanaba pan viejo mientras susurraba alguna melodía que acababa de inventar y que duró unos segundos. Permaneció callada.
Y tanto silencio parecía coincidir, por primera vez, con el silencio de toda la calle Dublin, con el de todo Parque Chas. Quizás el universo había enmudecido y se había instalado, apacible y sereno, en el centro de la mesa, a un lado del pan y de los potes de queso.
Diez minutos más tarde, el sobresalto de dos timbres vino a desmontar y a ahuyentar aquel silencio. Un timbre más y el diario que, frágilmente enrollado, voló por encima del dintel abierto y se desplomó contra las primeras baldosas del pasillo. Arrellanado en su silla, él lo vio volar y caer. También ha visto el contorno del canillita a través del vidrio esmerilado de la puerta.
Inmediatamente después del último timbre, la calle Dublin fue invadida por el insólito ruido de los motores y del ir y venir de la gente. Como si la calle ―el universo, quizá― debiese recuperarse, urgente, de aquel desfasado y confuso silencio.
Él se levantó, enjuagó su taza y procuró que ella no se inquietara.
―Es el Clarín ―dijo, dándole la espalda.
Ella respondió con un «Sí» tímido y vació su café en la pileta. Él fue a buscar el diario.
El pedazo de cielo que se asomaba entre el pasillo y la galería era gris y prometía una tormenta de gotas pesadas. Él se sonó los huesos doloridos de la espalda. Caminaba lento.
Juntó las hojas sueltas que habían ido a parar entre los malvones y caminó hasta la puerta. Abrió el postigo, dejando que se escurriese por el pasillo una niebla espesa y húmeda. Entrecerró los párpados y miró más allá del postigo, tratando de escudriñar a través de la niebla. En medio de esa plomiza bruma, creyó estar seguro: nadie en la calle, nadie en la vereda. Nada más que un viento tibio oliendo a mar, a inmensidad, a abismo. A silencio también.
Nada en la vereda ni en la calle. Pero, más acá, sí había algo: enganchado en la cara exterior del postigo, entre la reja y el vidrio esmerilado, un papel amenazaba con soltarse. Era un papelito de diez por diez, rojo ―más rojo que los malvones rojos―, con lúgubres letras blancas.

Fade_to_black, fotografía de Andrea S

«Fade to black», fotografía de Andreas S.

Ni lo leyó, o apenas: procuraba volver pronto a su silla, entretenerse leyendo los policiales… Cuando se dio cuenta de lo que acababa de ver, dejó caer el Clarín y leyó el mensaje completo:

¿Cuándo vas a abrir los ojos?
¿No te das cuenta?
Sos el cornudo más cornudo de la cuadra.
Me das lástima, por eso este papel.
Porque me dan lástima los CORNUDOS.

Levantó el diario. Y, antes de abrir la puerta de la galería, antes de volver a ver la cara de ella, dobló aquel papel rojo y se lo guardó en el bolsillo. Se prometió que manejaría la situación, que no estallaría.
Se equivocaba: apenas la puerta se cerró a sus espaldas, y ella empezó a darse vuelta, no bien lo miró con sus ojos siempre brillosos, él ya estaba listo para un nuevo desastre.
Sacó del bolsillo el bollo rojo y se lo tiró en la cara.
―¿Qué carajo es esto?
Ella sonrió, una sonrisa nerviosa. Y se agachó a levantar el bollo de papel. Lo estiró, hizo una pausa para leerlo, volvió a sonreír, se mordió el labio y soltó el papel sobre la mesa. Y, desafortunadamente para ella ―desafortunadamente para los dos―, no quiso responder.
―¿Me vas a decir con quién me estás cuerneando ahora?
Ella se sentó, cortó una rodaja de pan viejo y, negando con la cabeza, le echó una mirada… y lo ignoró.
―¡Hija de puta! Lo saben todos. ¡Todos!
A medida que el pan duro crujía, él se acercaba a la silla de ella.
Ahora aquel mensaje cobraba todo su sentido. Si por algo el canillita ni se dejaba ver. Seguro él…
¿Cuántos? ¿Cuántos?
―¿Cuántos? ―dijo.
Ella insistía con esa sonrisa. Con esa sonrisa; y el pan, que ahora se descascaraba a cada mordida.
Y él, enceguecido, enfrascado en una sucesión de desaciertos, sacó el cuchillo que estaba incrustado de punta en el queso y dirigió la primera puñalada a la cara aún sonriente de ella. Después, cuando ya le había convertido la sonrisa en una mueca aterradora, no pudo más que terminar con todo.

Fueron muchas las puñaladas, como lo fueron los gritos y el forcejeo. También fueron muchos los arañazos, la sangre, los músculos que duelen, el queso desparramado, las lágrimas, los dientes apretados, el cansancio, el llanto, la agonía.
Como habrán sido muchos los tipos con los que ella le había sido infiel.
Se quedó un buen rato aplastado en su silla. Sin pensar. No quería coartadas, no le interesaba deshacerse del cuerpo. No le preocupaba que alguien hubiera oído los gritos, que pronto pudiera llegar la policía, que todos supieran que él había asesinado a su esposa. No le importaba: ella merecía todas y cada una de las cuchilladas. Por cuernearlo, por reírsele en la cara.
Se entregaría. Llamaría al 911 y confesaría todo. O mejor, iría personalmente.
Buscó las llaves, se acomodó el pelo y atravesó la galería y el pasillo con grandes zancadas.
Abrió la puerta y caminó hasta la calle, que estaba desierta. El viento ya se había marchado, la bruma desaparecía más allá de su puerta. No quedaban más que árboles petrificados y un cielo perfectamente gris. Los pájaros no cantaban, los perros seguían en silencio, a igual que los vecinos.
Dos cuadras y media lo separaban de la comisaría.
Aunque no fueron muchos los pasos que dio antes de saberlo, antes de detenerse. Cinco, seis… tal vez diez pasos. Y en el medio de la calle, se desplomó.
Las primeras gotas de lluvia lo golpearon con crueldad en la cabeza y en la frente ensangrentada. Eran gotas gordas y filosas. Cada gota, una punta que tajaba la piel.
Sintió que también él se moría. Que era él quien merecía la muerte. Arrodillado, deseó que le llegara la muerte ahí mismo. Pensó en el cuchillo y en la cara de ella, en el último y desfigurado gesto de ella.
Si acaso la comisaría seguía existiendo, si acaso alguna cosa permanecía en su lugar, él no llegaría. No sería capaz de recorrer esas dos cuadras y media ni ninguna cuadra, ni ningún paso más.
Todavía de rodillas, advirtió que su puerta era devorada por una bruma que serpenteaba sobre las paredes y el techo del pasillo. Cerró los ojos.
Los cerró con la ilusión de que, al abrirlos, él estaría seco y sereno, sentado de cara al ventanal de la galería, que ella cortaría pan duro, que seguiría untando queso, en silencio. Pero eso no sucedió.
Bajo ese asfixiante y estático cielo gris, él abrió los ojos una última vez. Y aquello continuaba allí, a ambos lados de la calle Dublin: de norte a sur y en ambas veredas, los frentes de todas las casas, cada una de las puertas, llevaban colgado un papel rojo de diez por diez. Un papelito rojo con lúgubres letras blancas.

 

Cristian*Cristian Acevedo (Buenos Aires, 1979) es miembro de La Abadía de Carfax. Su obra literaria ha sido reconocida en diversos certámenes: Ganador del Premio Gonzalo Rojas Pizarro de Cuento 2013, Antología de Narrativa 2013: Marañas, Finalista del Premio de Cuento Itau 2012. También ha publicado sus relatos en reconocidas revistas culturales:La Balandra, Revista Hamartia,  Maten al Mensajero, Revista Cronopio, entre otras. Actualmente vive en Tortuguitas, desde donde escribe.

Blog de Cristian 

Un genio oculto: Joe R. Lansdale

por Walter Barba*

“Joe R. Lansdale es un narrador nato, y Mucho Mojo es una historia que nació para ser contada. Este es el tipo de libro que obligaría a Agatha Christie a esconderse debajo de la cama.»

                                                               Robert Bloch

¿Quién mejor que Robert Bloch —autor de Psicosis— para presentarnos a este gran escritor?

Desde el sofocante calor de Texas, Estados Unidos, Joe Lansdale (Gladewater, Texas, 1951) deleita a sus lectores con un gran número de historias. Pero a pesar de la importante cantidad de novelas y cuentos publicados —cuarenta y tres novelas y alrededor de treinta colecciones de relatos—, solo dos han sido traducidos a nuestro idioma. Se trata de Cuando el río suena (RBA, 2012; versión en español por Claudio Molinari Dassatti), y Mucho Mojo  (Barcelona, Thassàlia, 1995; traducción de Beatriz López  Buisan).

Lansdale ha escrito una serie de libros —que por el momento llegan a once novelas— protagonizados por los personajes Hap y Leonard. Mucho Mojo es la segunda novela del universo de estos personajes.muchomojo

Hap Collins es el narrador de las historias. Hombre blanco, enamoradizo, trabajador.No aprueba el uso de armas y pasó un tiempo en la cárcel por rehusarse a luchar en la guerra de Vietnam.

Leonard Pinees el amigo gay de Hap. Negro, ex-combatiente con serios problemas de ira, no tiene inconvenientes con las armas, y no le tiembla el pulso a la hora de usar alguna.

La Texas de esta novela se ve rodeada de asesinatos, drogas en un barrio de negros, religión y pedofilia. Lansdale logra una perfecta combinación en cuanto a trama y personajes.

Como la anterior, Cuando el río suena se desarrolla en Texas, pero esta vez en  el oscuro ambiente que se vive durante la Gran Depresión.Harry Crane y su hermana encuentran el cuerpo de una mujer negra, atada, mutilada y desnuda junto al río. Este es el primero de una nebulosa serie de asesinatos que se van agravando más y más.

Lansdale es un claro ejemplo de cómo se debe escribir, cómo se debe crear y poner en acción a cada personaje. En mi caso, me hizo sentir cada párrafo como si lo estuviera viviendo en persona. Utilizando una narrativa rápida y eficaz, Lansdale ataca los puntos claves en la historia, creando fuertes imágenes y obligándonos a rendirnos ante esas páginas de puro suspenso. Por momentos me recordó al dinamismo que posee Stephen King en varias de sus novelas; y por otros —según mi gusto— lo superó.

Pero, lamentablemente, el reconocimiento de Lansdale en el mundo hispanohablante no es el que merece. Esperemos que pronto se traduzca la obra de este genio y así pueda llegar a nuestras manos.

Porque es un autor con lo necesario para mantener atento al lector en todo momento.

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* Walter BarbaWalter Elías Ezequiel Barba (Punta alta, Buenos Aires – 1994)  Estudiante de Seguridad e Higiene ambiental. Amante del cine y asiduo lector. Entre sus autores favoritos se encuentran: Poe, Maupassant, Victor Hugo, Lansdale, Bradbury, King. Desde principios de este año es miembro del TCyC, al cual llegó a partir del Canal TallerCyC (https://www.youtube.com/user/TallerCyC).

Dos poemas

*por Juan José Capria

 

Al lobo

 

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Wolf, de Andrew Ferez

El lobo creó las sombras
desgarrando a la noche.

Su piel es el hábito del miedo,
y sus colmillos descarnan
esos terrores
que creíamos enterrados.

Nunca retrocedió,
pues sangre que bebía
multiplicaba su maldad.

Fue la presa más buscada,
aunque ya no quedan rastros
de aquel carnicero holocausto
que nos persiguiera.

Pero no durmamos tranquilos:
el lobo ataca hasta cuando sueña,
y no les devuelve la piedad
a quienes lo defendieron.

Y mientras estas líneas lo homenajean,
el lobo que tienes adentro lee
y estrangula al poema.

 

 

 A la pantera

 

Desde las fauces de la selva,
a la hora última del sueño y de la muerte,
al amparo de árboles y espesuras
y con la luna de cómplice,
discurre la pantera.

Todo lo ven sus ojos:
la orilla de las ocultas aguas,
la trampa ilegal,
la presa al alcance de las zarpas,
el perpetuo combate final,
la sangre en el salto fatal.

Solo una vez no mató,
y eso —quizás— nunca lo sabrá.
Fue cuando el olfato le trajo
el desconocido olor de la compasión.
Fue cuando protegió
a un recién nacido abandonado
(Kipling supo la historia y nos la regaló).

Y aunque, después de aquello,
nada haya cambiado en su naturaleza,
Dios ha obsequiado a la pantera:
para alejarla de los captores,
que la ofrecen como joya única entre las bestias,
noche a noche irá oscureciéndose más.

El tiempo también es la piel de la pantera.

Black Panther. Christian Thiefaine

Black Panther, de Christian Thiefaine

 

Sin título*Juan José Capria es un escritor oriundo de Haedo pero radicado en la ciudad chaqueña de Tres Isletas. Poeta y narrador, alumno del Taller de Corte y Corrección desde diciembre de 2006. Profesor en Lengua y Literatura, da clases en escuelas secundarias. Casado, padre de dos hijos pequeños y amante de los trenes, de la fotografía, de los libros y  de la lectura. Escribe todos los días y corrige aún más, pues intenta seguir los pasos de sus maestros quienes le inculcaron —y aún le repiten— que ESCRIBIR ES CORREGIR.

El horror y la fantasía en la literatura

por Ivana Zacarías*

 

La cita era un domingo al mediodía en la Biblioteca Nacional. La excusa: el I Encuentro Internacional de Literatura Fantástica. A pesar de la lluvia, a pesar de las pastas, uno a uno fuimos acercándonos a la Sala A.R. Cortázar, acaso atraídos por aullidos de lobos y zurridos de murciélagos.10170878_1496691773884325_3368422868512542626_n

Y el eco de Carfax. Carfax convocaba, y así bien rápido supimos que nos asustaríamos, que nos divertiríamos, que reflexionaríamos. La Abadía de Carfax es un círculo de escritores de horror y fantasía, y fue fundada por Marcelo di Marco en el año 2005. Hace tan solo unos pocos meses —y luego de un escalofriante rito de iniciación— me aceptaron como miembro del grupo.

Marcelo di Marco, junto a las cofrades Nomi Pendzik y Claudia Cortalezzi, fue quien guió la reflexión sobre la creación de la literatura de horror y fantástica.

Claudia Cortalezzi se enfocó en relatar la historia de la Abadía, en particular describiendo aquel hito que fue la publicación de cada uno de los libros del grupo: hasta el momento, tres antologías; y una cuarta, que será conocida en breve. Además, y a través de su propia experiencia, Claudia habló de esa necesidad irrefrenable de darle vuelo a una historia, cueste lo que cueste, sea lo que fuese que el escritor tenga que decir… por más que ello nos obligue a poner en palabras las aberraciones más bestiales que puedan cruzarse por nuestra imaginación.

La presentación de Nomi se centró en una pregunta: ¿cómo hacer para enseñar a los adolescentes sobre este género de la literatura? Resulta extraño pensar que el sistema educativo abrace a los vampiros o los hombres lobo, si hoy los escritos acerca de lo sobrenatural son concebidos como “literatura de segunda” por aquellos que creen que lo real es más valioso. O, alternativamente, que lo fantástico o terrorífico no pueden ser verosímiles. Sin embargo, ¿qué niño no se aseguró de estar bien cubierto de noche, por miedo a que los fantasmas de sus cuentos se aparecieran? ¿Qué joven no empezó a escuchar ruidos en la habitación de al lado, mientras leía “Casa tomada”?

Foto Carfax en Biblioteca Nacional

Cerebro, corazón y coraje. Estos tres elementos necesita un buen escritor, según di Marco. Y, tras escuchar su experiencia con la novela Victoria entre las sombras, yo agregaría también “paciencia”: después de catorce años de escribir, corregir, pensar, compartir, repensar, volver a corregir y —por sobre todo— de entregarse al terror y al más allá, finalmente dibujó ese punto final que tanto nos desvela a los escritores.

Quién sabe cuál será la ilusión de aquellos que encuentran, per se, mayores dosis de esa magia y emoción en los relatos que reflejan aspectos de la vida “real”. Ojalá el horror y la fantasía fueran irreales.

No sé ustedes, amigos lectores, pero yo necesito juntar coraje para leer Drácula, porque el miedo que siento es tan verdadero que casi instintivamente necesito acariciarme el cuello, como si ello me asegurara que ningún colmillo hambriento se tentará. Cuando camino por la arena, aún espero encontrarme al Principito: ¡el día que volvió a su asteroide fue uno de los más tristes de mi vida! Y si ando por la ruta —amigos escritores, también cuídense—, tengo la precaución de disfrazarme: no vaya a ser que Misery se haya obsesionado con los personajes de mis cuentos…

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Tapa de Cuentos de La Abadía de Carfax 4, en preparación.

 

 

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*Ivana Zacarías (Munro, 1981) es miembro de La Abadía de Carfax. Estudió en Argentina y también en el exterior. Trabaja en proyectos educativos desde los ámbitos académicos y públicos.
En FIN ya hemos publicado sus cuentos «Catáfilas» y «Los últimos sesenta».

Efemérides

Dibujo

 

 

 

 

1 / En 1909 nace Juan Carlos Onetti

2 / Nace en 1877 Herman Hesse  (Premio Nobel en 1946)

3 / En 1883 nace Franz Kafka

4 / Nace en 1804 Nathaniel Hawthorne 

6 / Muere en 1962 William Faulkner 

9 / En 1884, la provincia de Buenos Aires hace entrega a la Nación de la Biblioteca Pública fundada por Mariano Moreno, que desde entonces se denomina Biblioteca Nacional

12 / Nace Pablo Neruda en 1904, Premio Nobel en 1971

13 / En 1934 nace Wole Soyinka, Premio Nobel en 1986

15 / En 1979 muere Juana de Ibarbourou

16 / Muere en 1985 Heinrinch Böll, Premio Nobel en 1972

17 / En 1932 nace Joaquín Lavado, conocido como Quino

20 / En 1304 nace Francesco Petrarca

23 / Nace en 1888 Raymond Chandler

26 / Nace en 1894 Aldous Huxley

29 / En 1957 muere Ricardo Rojas. Por ello se conmemora el Día de la Cultura Nacional.

 

Destacada del mes

24 / Nace Alejandro Dumas en 1802

«Vivid, pues, y sed dichosos, hijos queridos de mi corazón, y no olvidéis nunca que, hasta el día en que Dios quiera mostrar el porvenir al hombre, toda la sabiduría humana está contenida en estas dos palabras: ¡Confiar y esperar!». (Edmundo Dantés, El Conde de Montecristo)

Ilustración de Mead Schaeffer

Ilustración de Mead Schaeffer

 

Escribir para los que no leen

por Daniel Echeverría*

 

Leí una vez, no recuerdo dónde, que un escritor americano decía lo siguiente: en la Antigüedad se veneraba la sabiduría. Ya en el siglo XX comenzó a privilegiarse el conocimiento; luego, la información. Hoy, la sociedad valora el dato.
No creo que esto ocurra porque la sabiduría o el conocimiento hayan perdido su importancia, sino porque hoy los hombres, para sus cosas, pueden arreglarse con datos.
No soy una autoridad en comunicación ni en ciencia alguna, tampoco es mi objetivo establecer algún nuevo paradigma. Soy solo un observador de este tipo de fenómenos. Pero también, en mis ratos libres, escribo. Y, como todo escritor inédito —que es casi lo mismo que decir «escritor sin acceso posible a una editorial»—, encontré en Facebook una oportunidad furtiva para difundir mis textos.

Por lo general, comparto fragmentos de una novela que escribo hace tiempo, y con eso consigo, de vez en cuando, algún “me gusta” de un amigo o, en el mejor de los casos —en esos casi me emociono—, un comentario alentador de algún desconocido. En este ejercicio fue que comencé a notar que es muy poca la gente que genera textos. Solo se difunden (postean) fotos con sentencias o frases atribuidas a celebridades. Cosas ingenuas, obvias, lugares comunes de los que los supuestos autores renegarían de inmediato. Eso es lo que se consume y propaga, por una sencilla razón: muy pocas personas leen más allá de tres o cuatro renglones.

Claro está que no soy ingenuo y sé que no es Facebook un lugar para leer de corrido Crimen y castigo, pero es una maravillosa vía de comunicación y promoción de ideas y textos. Ahora bien, aquí se plantea una paradoja. ¿Cómo hacer para que sí lo sea, si la gente que lo utiliza no lee? ¿ Cómo hacer —reitero— no para que se pueda leer Crimen y castigo, sino al menos veinticinco renglones de cualquier texto?

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Ilustración de Matthew Lyons

La respuesta es sencilla a priori, difícil en la práctica: utilizando las herramientas básicas de la buena literatura. Escribir bien. No solo escribir bien, mejor dicho, utilizar todas las trampas, recursos, ardides que se ponen en juego para atrapar al lector de una novela. ¿Cuáles son? No pienso revelarlas tan impunemente: son los secretos del arte.

Captar la atención de un lector que no tiene tiempo, que lee Facebook como pasatiempo —como entretenimiento, a veces en un teléfono, un lector acostumbrado al estímulo de una imagen, es todo un desafío. No solo un desafío, sino que es un estupendo ejercicio.

Podrá la mayoría conformarse con datos, con frases de Cortázar o de Borges que nunca dijeron Cortázar o Borges. Podrán muchos contentarse solamente con ver fotos o con chistes malos, pero alcanzará con que alguien proponga una buena oración —una inquietante, enigmática, inteligente— para que algunos muerdan el anzuelo y sientan la necesidad de leer la oración siguiente. “Bastará con saber que soy Juan Pablo Castell, el hombre que mató a María Iribarne”. Es un ejemplo de cómo hacer para que quien haya leído esa magnífica trampa se pregunte: ¿Por qué la mató? O ¿quién es este tipo? ¿O esa mujer? Pero claro, eso ya lo hizo Ernesto Sabato; habrá que buscar nuevos recursos. Los hay, debe haberlos.

Vi hace poco un video sensacional de García Márquez que duraba 2.32 minutos. Me dirán que soy un consumidor de datos. No, responderé. Fueron varias oraciones, mucha información, conocimiento, sabiduría. Decía García Márquez que la lectura es un acto hipnótico, y que el escritor debe no solo inducir ese efecto, sino mantenerlo en quien lee. ¿Cómo? Generando una música, una cadencia hipnótica cuyo objetivo es el de evitar que el lector despierte. Esa es la fórmula. Fácil, no. Imposible, tampoco. Poco probable para un mortal: decididamente.

Hace veinte años que escribo. Esto no quiere decir nada. Todo el mundo sabe que en literatura el esfuerzo no es garantía de escribir bien. Y, como corresponde a todo gran escritor —y esto es lo único que tengo de gran escritor—, es mucho más el material que tiré a la basura que el que publiqué. Rescato, cada tanto, solo unas pocas líneas que comparto en Facebook, y que ahora están leyendo.

 

foto*Daniel Echeverría (Olivos, 1962) escribió dos novelas, algunos cuentos y un ensayo. Todo este material se halla inédito o desaparecido. Lo inédito, a la espera de revisión; el resto ya no existe: no tenía remedio. Trabaja en TCyC desde 2014.