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La calle Dublin

por Cristian Acevedo*

 

Desayunaban en silencio.
Él conservaba un regusto amargo en la boca, provocado por el recuerdo de un mal sueño. Acaso pesadillas, o angustiosos presagios. No lo recordaba bien. Una imagen, un borrón que se le antojaba como apretado en una bruma opaca y asfixiante.
Ella revolvía el café. Había desplegado las mermeladas y los quesos, y había dispuesto sobre la mesa una buena cantidad de galletitas y de rodajas de pan. Él se dejaba maravillar por el perfecto maridaje de los potes, de los individuales. Por el armonioso colorido del mantel, de las tazas y de sus platos, del refulgente y afilado cuchillo.
Ahora, sin mencionar la pesadilla ni bromear acerca del denso silencio, se demoraba en la ceremonia de ubicar la silla de cara al ventanal de la galería.
No se oían los pájaros cantar, no se oía ladrar a los perros. No se sentía vibrar los parlantes de los vecinos, que sonaban cada mañana.
Entre parpadeos, ella rebanaba pan viejo mientras susurraba alguna melodía que acababa de inventar y que duró unos segundos. Permaneció callada.
Y tanto silencio parecía coincidir, por primera vez, con el silencio de toda la calle Dublin, con el de todo Parque Chas. Quizás el universo había enmudecido y se había instalado, apacible y sereno, en el centro de la mesa, a un lado del pan y de los potes de queso.
Diez minutos más tarde, el sobresalto de dos timbres vino a desmontar y a ahuyentar aquel silencio. Un timbre más y el diario que, frágilmente enrollado, voló por encima del dintel abierto y se desplomó contra las primeras baldosas del pasillo. Arrellanado en su silla, él lo vio volar y caer. También ha visto el contorno del canillita a través del vidrio esmerilado de la puerta.
Inmediatamente después del último timbre, la calle Dublin fue invadida por el insólito ruido de los motores y del ir y venir de la gente. Como si la calle ―el universo, quizá― debiese recuperarse, urgente, de aquel desfasado y confuso silencio.
Él se levantó, enjuagó su taza y procuró que ella no se inquietara.
―Es el Clarín ―dijo, dándole la espalda.
Ella respondió con un «Sí» tímido y vació su café en la pileta. Él fue a buscar el diario.
El pedazo de cielo que se asomaba entre el pasillo y la galería era gris y prometía una tormenta de gotas pesadas. Él se sonó los huesos doloridos de la espalda. Caminaba lento.
Juntó las hojas sueltas que habían ido a parar entre los malvones y caminó hasta la puerta. Abrió el postigo, dejando que se escurriese por el pasillo una niebla espesa y húmeda. Entrecerró los párpados y miró más allá del postigo, tratando de escudriñar a través de la niebla. En medio de esa plomiza bruma, creyó estar seguro: nadie en la calle, nadie en la vereda. Nada más que un viento tibio oliendo a mar, a inmensidad, a abismo. A silencio también.
Nada en la vereda ni en la calle. Pero, más acá, sí había algo: enganchado en la cara exterior del postigo, entre la reja y el vidrio esmerilado, un papel amenazaba con soltarse. Era un papelito de diez por diez, rojo ―más rojo que los malvones rojos―, con lúgubres letras blancas.

Fade_to_black, fotografía de Andrea S

«Fade to black», fotografía de Andreas S.

Ni lo leyó, o apenas: procuraba volver pronto a su silla, entretenerse leyendo los policiales… Cuando se dio cuenta de lo que acababa de ver, dejó caer el Clarín y leyó el mensaje completo:

¿Cuándo vas a abrir los ojos?
¿No te das cuenta?
Sos el cornudo más cornudo de la cuadra.
Me das lástima, por eso este papel.
Porque me dan lástima los CORNUDOS.

Levantó el diario. Y, antes de abrir la puerta de la galería, antes de volver a ver la cara de ella, dobló aquel papel rojo y se lo guardó en el bolsillo. Se prometió que manejaría la situación, que no estallaría.
Se equivocaba: apenas la puerta se cerró a sus espaldas, y ella empezó a darse vuelta, no bien lo miró con sus ojos siempre brillosos, él ya estaba listo para un nuevo desastre.
Sacó del bolsillo el bollo rojo y se lo tiró en la cara.
―¿Qué carajo es esto?
Ella sonrió, una sonrisa nerviosa. Y se agachó a levantar el bollo de papel. Lo estiró, hizo una pausa para leerlo, volvió a sonreír, se mordió el labio y soltó el papel sobre la mesa. Y, desafortunadamente para ella ―desafortunadamente para los dos―, no quiso responder.
―¿Me vas a decir con quién me estás cuerneando ahora?
Ella se sentó, cortó una rodaja de pan viejo y, negando con la cabeza, le echó una mirada… y lo ignoró.
―¡Hija de puta! Lo saben todos. ¡Todos!
A medida que el pan duro crujía, él se acercaba a la silla de ella.
Ahora aquel mensaje cobraba todo su sentido. Si por algo el canillita ni se dejaba ver. Seguro él…
¿Cuántos? ¿Cuántos?
―¿Cuántos? ―dijo.
Ella insistía con esa sonrisa. Con esa sonrisa; y el pan, que ahora se descascaraba a cada mordida.
Y él, enceguecido, enfrascado en una sucesión de desaciertos, sacó el cuchillo que estaba incrustado de punta en el queso y dirigió la primera puñalada a la cara aún sonriente de ella. Después, cuando ya le había convertido la sonrisa en una mueca aterradora, no pudo más que terminar con todo.

Fueron muchas las puñaladas, como lo fueron los gritos y el forcejeo. También fueron muchos los arañazos, la sangre, los músculos que duelen, el queso desparramado, las lágrimas, los dientes apretados, el cansancio, el llanto, la agonía.
Como habrán sido muchos los tipos con los que ella le había sido infiel.
Se quedó un buen rato aplastado en su silla. Sin pensar. No quería coartadas, no le interesaba deshacerse del cuerpo. No le preocupaba que alguien hubiera oído los gritos, que pronto pudiera llegar la policía, que todos supieran que él había asesinado a su esposa. No le importaba: ella merecía todas y cada una de las cuchilladas. Por cuernearlo, por reírsele en la cara.
Se entregaría. Llamaría al 911 y confesaría todo. O mejor, iría personalmente.
Buscó las llaves, se acomodó el pelo y atravesó la galería y el pasillo con grandes zancadas.
Abrió la puerta y caminó hasta la calle, que estaba desierta. El viento ya se había marchado, la bruma desaparecía más allá de su puerta. No quedaban más que árboles petrificados y un cielo perfectamente gris. Los pájaros no cantaban, los perros seguían en silencio, a igual que los vecinos.
Dos cuadras y media lo separaban de la comisaría.
Aunque no fueron muchos los pasos que dio antes de saberlo, antes de detenerse. Cinco, seis… tal vez diez pasos. Y en el medio de la calle, se desplomó.
Las primeras gotas de lluvia lo golpearon con crueldad en la cabeza y en la frente ensangrentada. Eran gotas gordas y filosas. Cada gota, una punta que tajaba la piel.
Sintió que también él se moría. Que era él quien merecía la muerte. Arrodillado, deseó que le llegara la muerte ahí mismo. Pensó en el cuchillo y en la cara de ella, en el último y desfigurado gesto de ella.
Si acaso la comisaría seguía existiendo, si acaso alguna cosa permanecía en su lugar, él no llegaría. No sería capaz de recorrer esas dos cuadras y media ni ninguna cuadra, ni ningún paso más.
Todavía de rodillas, advirtió que su puerta era devorada por una bruma que serpenteaba sobre las paredes y el techo del pasillo. Cerró los ojos.
Los cerró con la ilusión de que, al abrirlos, él estaría seco y sereno, sentado de cara al ventanal de la galería, que ella cortaría pan duro, que seguiría untando queso, en silencio. Pero eso no sucedió.
Bajo ese asfixiante y estático cielo gris, él abrió los ojos una última vez. Y aquello continuaba allí, a ambos lados de la calle Dublin: de norte a sur y en ambas veredas, los frentes de todas las casas, cada una de las puertas, llevaban colgado un papel rojo de diez por diez. Un papelito rojo con lúgubres letras blancas.

 

Cristian*Cristian Acevedo (Buenos Aires, 1979) es miembro de La Abadía de Carfax. Su obra literaria ha sido reconocida en diversos certámenes: Ganador del Premio Gonzalo Rojas Pizarro de Cuento 2013, Antología de Narrativa 2013: Marañas, Finalista del Premio de Cuento Itau 2012. También ha publicado sus relatos en reconocidas revistas culturales:La Balandra, Revista Hamartia,  Maten al Mensajero, Revista Cronopio, entre otras. Actualmente vive en Tortuguitas, desde donde escribe.

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