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«La ficción es necesaria» – Entrevista a Daniel De Leo

por Nomi Pendzik*

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Daniel De Leo (Buenos Aires, 1973) obtuvo numerosos premios en concursos de Latinoamérica y España. Su libro de cuentos Después de la tormenta ganó en 2010 el concurso de la Fundación Victoria Ocampo. En 2011 el Fondo Nacional de las Artes le otorgó el tercer premio a Barro nocturno, publicado por Santiago Arcos Editor.

Sobriedad, lucidez y poética contundencia caracterizan el estilo de este joven narrador.

 

Nomi Pendzik: Una vez contaste que “Mensaje maldito” fue el primer cuento que escribiste dentro del Taller de Corte & Corrección. ¿Hubo otros acercamientos a la escritura, previamente a esa experiencia?

Daniel De Leo: Sí, hubo otros acercamientos, otros textos que por suerte se perdieron en el ciberespacio. Todo lo que se me ocurría lo mandaba vía internet a foros virtuales de literatura, donde otros también enviaban lo suyo. Algunos comentaban lo que yo lanzaba ahí, como una botella al mar, y me sugerían cambios, me hacían observaciones. Entonces, empecé a darme cuenta de que la cosa no era soplar y hacer botellas, de que tenía que trabajar en los textos “un poco” más. Yo cometí la imprudencia de empezar a escribir pocos meses después de haber empezado a leer por el placer de leer.

NP: ¿Cómo fue eso de descubrir la vocación literaria “gracias a Borges”, según contás en tu noticia biográfica?

DDL: Antes de mis 22 años, la literatura no existía para mí, no me interesaba. Literatura, agronomía, artes marciales. ¿A quién le interesan esas cosas? Hasta que un día, en la facultad, nos dieron para leer —no me acuerdo con qué fin— “Ajedrez”, de Borges. Me quedé deslumbrado con ese poema donde nos cuentan que se libra una batalla en el tablero pero que, en un nivel superior, también se está librando otra, donde la pieza es el jugador, prisionero de las noches y los días. Y ahí no termina la cosa, porque Borges la extiende hasta lo infinito: Dios mueve al jugador, dice, pero “¿qué dios detrás de Dios la trama empieza/ de polvo y tiempo y sueño y agonía?” Y bueno, una vez que entré en uno de sus juegos, en uno de sus laberintos, nunca más pude salir.

NP: Desde ese primer relato que escribiste, venís ganando premios sin parar. ¿Qué significa vivir tan intensamente la literatura para una persona como vos, que proviene de las ciencias exactas?

DDL: Nunca vi en mí una contradicción. No creo que arte y ciencia sean polos opuestos sino complementos. La ficción es necesaria, es algo inherente a la condición humana; no se puede vivir exclusivamente de y en la realidad. Por eso hay escritores que son también ingenieros o mecánicos o matemáticos o cardiólogos. La literatura no es la responsable de que yo haya abandonado Sistemas. De hecho, el trabajo que tengo nada tiene que ver con la literatura, y son muchas horas diarias en las que no puedo sentarme a leer o a escribir. Sin embargo, uno siempre encuentra la manera de dedicarle tiempo a lo que le apasiona. En mi caso, amaso las ideas mentalmente, durante días. Una vez que doy con una idea literaria —aunque la verdad es que la idea viene a mí—, empiezo a acariciarla, a desarrollarla en mi cabeza, y pueden transcurrir semanas sin que la pase al papel. Me encantaría tener todo el tiempo del mundo para escribir o leer, pero eso es una utopía. Además, no creo que sea lo mejor. Un escritor necesita de lo cotidiano, de lo eventual, de los problemas y placeres de cada día para conseguir estímulos que le permitan fantasear y crear.

NP: Cuando hablás de los autores que te deslumbran mencionás a Poe, Kafka, Rulfo, Dostoievski. Son escritores muy disímiles. ¿Les encontrás un común denominador, o te interesa algo diferente en cada uno?

DDL: El único común denominador que les encuentro es que todos ellos construyeron monumentos con palabras. Sí, son muy disímiles, y leer a cada uno es entrar en un universo particular. Poe fue un precursor de la literatura policial y de la terrorífica. Si uno quiere ser cuentista, tiene que leer a Poe. A veces se lo acusa de ser demasiado truculento, pero eso es parte de su esencia, de su estilo. Lo que más me impresiona de Kafka son sus mundos asfixiantes, llenos de obstáculos y situaciones absurdas. Muchos de sus personajes mueren estúpidamente: se matan o —lo que es peor— se dejan morir. Los cuentos de Kafka son como pequeños dardos que van directo al inconsciente. Sacuden de entrada, nada de situación inicial; mejor dicho, el conflicto es la situación inicial. También en sus novelas usa el mismo recurso. Y el absurdo, una constante en la obra de Kafka, es un tema que me atrae.

Rulfo me seduce por la sobriedad de su prosa y la crudeza de sus historias. En su obra el paisaje es un personaje más. Y ese manejo de voces que van y vienen como arrastradas por el viento es genial. Llega el turno de Dostoievski, otro genio, a pesar de que su prosa no es muy cuidada, ¿no? Sus novelas son la antítesis de lo que se enseña en el taller; a veces alarga demasiado las cosas, se va por las ramas… pero cada novela suya, vista como un todo, es una obra de arte. Cuando leo a Dostoievski tengo la sensación de que al tipo no se le escapa detalle, se las ingenia para decir todo de todos. Tiene esa capacidad de envolver al lector en sus remolinos de conflictos y de tormentos. Aparecen ideas y personajes como sacados de una galera, y el escenario es siempre un poco borroso. Sus personajes, como los de Shakespeare, se muestran humanos: ríen, lloran, vacilan, odian, matan. En cambio en Borges —mirá qué cosa, qué distintos pueden ser los genios— nunca vamos a encontrar a un personaje exponiendo sus conflictos y sus dudas. En Borges los personajes son más simbólicos.

NP: Es evidente que la idea de “Como un pozo” partió de una pesadilla colectiva que vivimos los argentinos. Podemos rastrear su génesis en la historia reciente, común a todos. ¿De dónde salen otros cuentos no menos tremendos como, por ejemplo, “El reloj de arena”?

DDL: Una vez leí un artículo sobre los relojes de arena, y de pronto vi un reloj en el que la arena nunca dejaba de caer. Me vino esa idea como algo natural. Entonces, pensé: “La idea es buena, ahora vamos a ver si soy capaz de sacarle el jugo”. Y me hice las siguientes preguntas: ¿cuánta arena contiene este reloj? ¿Qué pasaría si lo rompo? Supe enseguida la respuesta: este reloj es un objeto diabólico y laberíntico, como el tiempo mismo, y… bueno, vos ya sabés cómo termina la cosa. En el caso de este cuento, sabía cómo empezarlo y cómo lo iba terminar. Pero no lo escribí de inmediato, porque necesitaba tener a mano un reloj de arena, estudiarlo, jugar con él. Nunca me puse en campaña para conseguir el reloj, pero encontré algo mejor: un amigo me prestó un volumen de ensayo llamado El libro del reloj de arena, del filósofo alemán Ernst Jünger. Lo leí en una semana, y recién después empecé a esbozar mi historia.dd

En el caso de “Como un pozo”, yo buscaba el contraste de algo terrible narrado desde la ingenuidad de un chico que no llega a comprender muy bien lo que pasa a su alrededor, esos desbordes que muestran el oportunismo, el hambre y el instinto del hombre. La literatura está hecha, entre otras cosas, de contrastes; no siempre tan definidos como blanco-negro, frío-calor, a veces son contrastes de matices, de voces, de ideas. Yo no sabía cómo iba a terminar la cosa, me limitaba a describir, a meter voces y fragmentos de noticias trágicas, hasta que al final el personaje, ese chico que había estado todo el tiempo sentado a la mesa, contando, se levanta y empieza a caminar hacia el cuarto de la abuela. Y, como siempre me pasa cuando empiezo a escribir y no sé para dónde me va a llevar la historia, al final el círculo se fue cerrando dócilmente: al tener juntos al chico y a la abuela, empecé a atar los cabos sueltos, a unir algunos elementos que había dejado en el camino.

NP: En tu noticia bibliográfica contás que corregís mucho. ¿Cuál es tu procedimiento para la corrección? ¿Por dónde empezás?

DDL: Una vez que me viene a la cabeza una idea literaria, estimulado por una imagen, un poema, una canción, una película, lo que fuere, empiezo a rumiarla mentalmente. Voy despacio, buscando el principio de la historia, el tono más adecuado. Las primeras líneas condicionan el resto del cuento; si uno empieza con un estilo solemne, va a tener que sostener esa solemnidad hasta el final. En algún momento —un día, una semana o un mes más tarde— copio la idea en un cuaderno que llevo siempre conmigo. Esa idea puede consistir en un diálogo, una escena, un posible comienzo; nunca se trata del cuento completo, a menos que estemos hablando de un relato muy breve. Después paso en limpio esas páginas, en el mismo cuaderno, aplicando modificaciones. O sea que empiezo a corregir de entrada. Dejo reposar el texto —pongamos por caso, quince días—, y transcurrido ese tiempo vuelvo a leer lo que escribí. Si me convence, si me sigue gustando, empiezo a pasarlo a la compu. Y ahí también, al trasladar, corrijo. Estudio lo que tengo en pantalla —por lo general, es el comienzo de un cuento—, hago cambios y después agrego nuevos párrafos. Vuelvo al principio: releo, paso otra vez el rastrillo de las modificaciones y escribo algunas líneas más. Si durante la relectura de la primera parte no se me ocurre ya nada para cambiar, no me detengo y, al llegar al punto en el que había quedado, agrego otro poco. Así, el comienzo del relato resulta ser lo más trabajado. Pero en los finales también me demoro bastante corrigiendo y pensando. Después de escribir y corregir una o dos páginas del cuento, abandono por unos días. Pero sigo rumiando la cosa, y todo detalle que se me ocurre lo vuelco primero en el cuaderno y después, cuando retomo el cuento, en la compu. Además, trato de leer libros que tengan que ver con lo que estoy creando. Sin apuro, para qué. No se me ocurren cuentos todos los días, ni siquiera todos los meses. Escribo un promedio de seis cuentos por año. A veces más, a veces menos. Así que me tomo por lo menos dos meses para escribir mi historia.

NP: Por ahora, es obvio que tu relación con el cuento es más que fructífera. ¿Te ves escribiendo una novela? ¿Cómo te relacionás con los otros géneros literarios?

DDL: No, no me veo escribiendo una novela, y nunca me pasó por la cabeza la idea de escribir una. Es algo tan difícil, debería vivir meses o años pensando y trabajando en la novela, debería sacrificar horas de sueño, y eso no me gusta nada. “La ciudad y las sombras” es un cuento que me llevó seis meses de trabajo, y tiene sólo cinco páginas. Escribir y corregir ese cuento me costó muchísimo, me dejó agotado. Imaginate en el caso de una novela…

Pero que sea cuentista no significa que lea únicamente cuentos. De hecho, ayer terminé de leer El limonero real, una novela de Saer que es un monumento a la meticulosidad y a lo irrelevante, y ahora estoy enfrascado en la lectura de una interesantísima: El ejército de ceniza, de José Pablo Feinmann. También leo poesía. Hace unos meses descubrí la obra de Hugo Mujica, y como sus libros son muy caros y difíciles de conseguir, bajé de internet todo lo que pude encontrar sobre este sacerdote y poeta, que tiene algunos poemas transparentes y otros muy crípticos. Me gusta también la poesía de Salvatore Quasimodo, algunas cosas de Eugenio Montale, los surrealistas. Muchas veces traté de escribir poesía, pero después de garabatear dos o tres versos me di cuenta de que, de manera inconsciente, involuntaria, iba tejiendo una trama. Tengo un par de cuentos que nacieron siendo esbozos poéticos. El teatro no lo descarto, el absurdo es un género que yo podría trabajar por esa vía. Si alguna vez llegase a concebir un diálogo interesante y ridículo entre dos o más personajes interesantes y ridículos, entonces haría de ese diálogo una obra de teatro.

9789871240746

 

foto chica*Nomi Pendzik es escritora, profesora de Lengua y Literatura y capacitadora docente. Ha publicado más de doce libros de texto, es coautora con Marcelo di Marco de los ensayos Atreverse a escribir y Atreverse a corregir (Sudamericana, 2002). Da talleres de escritura y gramática, y dirige el periódico virtual Fin.

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