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¡Feliz cumpleaños, FIN!

por Nomi Pendzik

 

Ayer, exactamente el 29 de septiembre de 2014, se cumplieron diez años desde que —bajo la amorosa advocación de los Santos Arcángeles— Diego Ruiz y Marcelo di Marco fundaron FIN, nuestro periódico cultural.

Y durante la década, este proyecto conjunto de elaleph.com y Taller de Corte y Corrección les dio un lugar a numerosos escritores pertenecientes a nuestra escudería —incluso tenemos el orgullo de saber que, para muchos de ellos, el texto que aparecía en FIN era su primera publicación—. Es que un escritor produce para los demás; si su escrito queda guardado en un cajón o ha sido leído solamente por sus allegados, pierde su poder. Un escritor necesita llegar a sus lectores. Por eso el periódico: para que, mediante el trabajo de edición, el escritor que se inicia descubra las últimas etapas del proceso que siguen los textos antes de ser publicados. Cuántas revisiones, cuántas notas fueron y vinieron entre el autor y los redactores, hasta que quedaron bruñidas y redondas, listas para salir. Y además, una publicación en la web asegura, de algún modo, una cantidad de lectores más extendida en el tiempo y el espacio.

En función de la multiplicidad de intereses de los miembros de nuestra comunidad, fueron apareciendo notas muy diversas: desde biografías de artistas hasta críticas de libros o películas, desde reportajes a escritores hasta comentarios sobre presentaciones de libros, desde cuentos y poemas hasta ensayos que reflexionan sobre el arte y la vida en general. Parafraseando a Terencio, nada de lo humano nos es ajeno a los escritores.

Por eso, aprovechamos para convocarlos: envíennos sus artículos, cuentos, poemas, entrevistas… Háganlo incluso si tienen ideas para comunicar y no se les ocurre cómo. Escríbannos a la Secretaria de Redacción, Mariláu Sánchez (marilausnchez@gmail.com), o a mí (npendzik@fibertel.com.ar), que estamos dispuestas a ayudarlos en ese camino.

Agradecemos a todos aquellos que, de una u otra manera, han hecho posible nuestro FIN. En especial a Diego Ruiz, el anfitrión, webmaster de elaleph.com; a Ariel Mazzeo, primer director del periódico; y a los autores que han prestado su escritura y su talento para hacer de este medio un masivo órgano de difusión de la buena literatura.

Según el editorial de presentación firmado por Marcelo di Marco, FIN fue creado con el explícito propósito de “entregarles a los habitantes de la web una publicación que los informará con lealtad y honestidad intelectual, promoviendo constantemente a quienes apuestan por el mejoramiento de la persona humana”. Y doy fe de que, durante todo este tiempo, con pasión y con trabajo, eso fue lo que procuramos hacer. Y lo que seguiremos haciendo.

 

 

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Escultura de papel de Su Blackwell.

 

 

 

Lo que me pasó en El mundo de afuera, la novela de Jorge Franco

por Fernando Daniel Bravo*

 

Me acerqué a la novela El mundo de afuera, ganadora del XVII premio Alfaguara 2014, no para entretenerme con una buena lectura. Lo mío fue distinto desde el principio.

La noche del martes 19 de marzo de 2014, Jorge Franco —su autor—, yo y otros ochocientos setenta autores dispersos por el mundo hispano, seguramente no dormimos. Al mediodía del miércoles 20, y con 21º de temperatura en Buenos Aires, yo transpiraba ante la transmisión del Alfaguara en directo desde Madrid. Dos veces dijeron el veredicto. Dos veces lo tuve que oír para lograr entender lo que había sido obvio desde el primer momento: yo no era el ganador.

Es lógico, pensé, un jurado tan ilustre, encabezado por Laura Restrepo, jamás iba a premiar a un absoluto desconocido como yo, a un ingeniero que tan tardíamente recordó su vocación por la escritura. Y que sin haber publicado ni siquiera un miserable cuento en un blog, de puro osado había postulado su opera prima nada menos que allí, en el premio Alfaguara, uno de los principales del habla hispana. Esos galardones que reparten tanto dinero, sospeché, deben estar arreglados de antemano.

Entre estos pensamientos, apareció en la pantalla la entrevista que los miembros del jurado le hacían desde Madrid a Jorge Franco, sentado ante las cámaras en Colombia.

—¿Cómo surgió esta historia? —le preguntaron después de algunos elogios—. ¿El castillo que aparece en la novela es real?

—Sí, es real —respondió—. Cuando era niño, en mi barrio de Medellín, había un castillo que veíamos desde el lindero. Se trataba de una construcción medieval alrededor de la que se tejieron mitos. Se decía, por ejemplo, que allí murió una princesa, y que su padre había embalsamado el cadáver sentado al piano.

En esa interesante entrevista me enteré de la trayectoria de este colombiano de 1962. Autor de cuentos y novelas tales como Mala noche, Rosario Tijeras —traducida a más de quince idiomas y llevada al cine—, Paraíso Travel —también llevada a la taquilla colombiana—, Melodrama (2006) y Santa suerte (2010). Fue ganador de muchos premios nacionales e internacionales.

Apagué la transmisión y volví a mi mediocridad.

Pero recordé ese momento durante todo el año.

Hasta que una noche del mes de julio, merodeando entre las novedades de una librería, me topé con una inmensa pila:

—¿Ya salió? —y agarré un ejemplar.

Me gustó la portada: entre flores grises, se perfilaba el rostro de una niña de ojos topacio, con una abeja en la frente. El corazón me retumbaba.

El mundo de afuera tapa

Aunque lo compré, me lo llevé a casa como si fuera un ladrón. Lo dejé unos días sobre la mesa, pensaba en cómo haría el abordaje. Yo iba a desentrañar el misterio, frotaría la lámpara y atraparía al genio, y le haría confesar todos los secretos —que él supo y yo no— para ganar el premio. Y me quedaría con esa fórmula mágica, se la robaría.

Así, una tarde de lluvia, haciéndome sonar los nudillos, frotándome las yemas de los dedos, me dispuse a abrir la caja fuerte de “El mundo de afuera”, de Jorge Franco.

En la primera página tuve que detenerme:

“A Valeria, mi mundo de adentro”.

Esa dedicatoria quedó sonándome como la nota aguda de una copa de cristal. No podría haberlo dicho mejor, pensé.

Desde allí hasta el final, el genio de la pluma no se cansó de danzar entre las palabras. Generoso y abierto, desplegaban en el papel todos los secretos.

En mi opinión, para el escritor novato, ávido de conocimiento estilístico, El mundo de afuera es suculento y novedoso.

De entrada se percibe un relato no lineal de los hechos. La narración no va desde el pasado hacia el futuro. Sino todo lo contrario. Es circular, envolvente, desarrollada a medida que la historia lo requiere.

En la primera hoja de la novela, mediante el Boletín Informativo Nº 034 de las Fuerzas Militares de Colombia, el lector se informa del secuestro de un tal Diego Echavarría Misas. Y dando vuelta la página, arranca el capítulo 1 con una escena familiar de cuento de hadas, situada en un castillo en Medellín poblado de sirvientes. En su limusina llega Don Diego, un pater familias, y lo recibe en el jardín su principesca hija Isolda que corre a abrazarlo junto con su esposa Dita. En el siguiente capítulo, Don Diego, viejo y flaco, sentado en el catre de una pocilga, mantiene un diálogo sórdido con su raptor, el Mono Riascos, un extraño lumpen de sexualidad ambigua. Y así, yendo y viniendo en el tiempo y el espacio —Medellín, Berlín, Santa Elena— se construye, envolvente, el relato de este penoso secuestro.

—¿Usted escribe para un lector ideal? —le pregunté a Franco cuando se abrió la rueda de preguntas en el acto de presentación del libro, acá en El Ateneo— ¿Piensa en una persona concreta o imaginada a quien le escribe?

—No —contestó con mirada sincera debajo de sus cejas prominentes—, no tengo en mente un lector ideal. No imagino que le escribo a una persona concreta de tal o cual edad, condición social o económica. Eso no. Pero soy muy respetuoso del lector, lo tengo siempre presente.

Jorge Franco

Se percibe en la novela ese respeto, riguroso y permanente: las escenas contienen los detalles necesarios para ubicarlas en el contexto cronológico y geográfico. No quedan cabos sueltos, todo cierra, tarde o temprano, la trama queda sellada y resuelta.

Esa atmósfera envolvente involucra al lector, que no puede permanecer ajeno. No se trata de una historia narrada simple y directamente. Es una historia inducida en la imaginación.

Dice en un momento de la novela: “Para nosotros, ir a Europa es como ir a la Luna, y ellos —Don Diego y familia— van cada año como si fuera allí nomás… Lo de ir a la Luna lo digo porque todos queremos ser astronautas desde el mes pasado, cuando un hombre pisó por primera vez la Luna frente a nuestros ojos pegados al televisor.”

Entonces uno se pregunta: ¿cuándo fue eso? Agosto de 1969. Claro, el Boletín Informativo de las Fuerzas Armadas Colombianas tiene fecha de 1971. La historia empieza dos años antes que el secuestro.

De esta manera el lector participa, piensa, completa las escenas, ubica, se da cuenta. No es un espectador ante una película obvia. Está invitado a ser un recreador.

—¿Y por qué esta  novela? —le preguntó la presentadora en El Ateneo.

—A veces —dijo Franco como a punto de sonreír, pero sin perder la  seriedad— se mitifica al escritor. Yo escribo porque me gusta contar historias. Cuando niño me gustaba que me contaran historias. De grande, busqué desarrollar esta vocación en el periodismo y el cine, pero el estrés de las producciones, de la tecnología, de los presupuestos, me fastidiaban. Lo mío era la literatura.

Y es eso: El mundo de afuera es una novela entretenida, con ritmo, humor, es redonda, atractiva. Es cierto que no tiene la gravedad de las trascendentes obras literarias de otros tiempos. Y no creo que apunte a ello. Leí algunos comentarios en internet que la tildan de superficial, que deja un regusto indefinido, que se queda por la mitad, que los personajes “dan para más”.

Creo que en parte es cierto, porque la historia tiene todos los ingredientes: un castillo, una princesa, un hecho policial, un romance, algo de magia, personajes de todas las condiciones morales y sociales. Hasta un detective paranormal. Tal vez por eso, por las expectativas que genera este cóctel, algunos lectores se hayan sentido defraudados.

No es mi caso. Yo la leí con gusto y placer. Mis ojos de escritor absorbían los secretos.

—¿Corrige? —le pregunté al arrimarme a la mesa para que me firmara un ejemplar— ¿Corrige solo, o con otra persona?

—¿Cómo es tu nombre? —dijo y me estiró su mano, y me presenté como escritor aspirante al premio que él había ganado.

Al estrecharla percibí a una persona refinada. Franco tiene ese aspecto: sociable, entretenido, sincero.

—Sé perseverante —me aconsejó en tono amistoso—. Preséntate a los concursos. Yo hace catorce años estoy en esto.

Yo recién empiezo, pensé, y se lo dije.

—Corrijo, sí, claro —continuó—. A veces estoy tan metido en la historia, que necesito una opinión objetiva y por eso corrijo con otro. Creo que es necesario.

Y a la vez que decía esto, escribía: “Para Fernando, con mi afecto de colega. Jorge Franco. Agosto 20/14”

Volví a mi casa con el mismo libro que una vez había traído como un ladrón. Pero esta vez lo hacía con orgullo. Él, Jorge Franco, el premio Alfaguara 2014, me había llamado “colega”.

Así fue para mí El mundo de afuera: un importante episodio en la aventura de hacerme escritor.

 

Fer Bravo  * Fernando Daniel Bravo nació en Buenos Aires; es ingeniero industrial.  Su pasión por las letras logró limar las rejas de los números y ver la libertad recién en el 2010, ya con más de cuarenta años. Desde entonces participa en el TCyC, escribió algunos cuentos y una novela titulada Balcones. Sus amores en literatura son Ray Bradbury, Boris Vian, Mario Vargas Llosa; en cine, Alan Parker; en música, Pink Floyd, Seguei Rachmaninov; en teatro: Antón Chéjov, Alejandro Casona; en óleos, Vincent Van Gogh, Rembrandt; en arquitectura, César Pelli.

 

 

Quién es quién en el Taller de Corte y Corrección

 Hoy responde…

 

Diana Biscayart

Diana Biscayart

 

 

 

 

¿Cuáles son tus autores preferidos en literatura, cine y música?

En literatura, mis preferidos son: José María Gironella, Orlando Figés, León Tolstoi, Howard P. Lovecraft, Thomas Mann, Yukio Mishima, Federico Schiller, James Joyce, Manuel Mujica Láinez, Gabriel García Márquez, Eduardo Gudiño Kieffer, Julio Cortázar, Roberto Bolaño, Mika Waltari, Günter Grass, Marcelo di Marco, Ernesto Sabato, Hermann Hesse, Vladimir Nabokov,  Jorge Luis Borges, Dmitri Merezhkovski, Gustav Meyrink, Jan Dobraczynski, Hermann Hesse, Thomas Edward Lawrence, Sándor Márai, Franz Kafka… y tantos otros que no enumero porque no terminaría el cuestionario.
En cine: Robert Redford, Meryl Streep, Peter O’Toole, Peter Strauss, Alan Alda, Omar Sharif, William Holden, Alec Guinnes, Harrison Ford, Brad Pitt, Meryl Streep y los directores Steven Spielberg, Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, Ridley Scott, Clint Eastwood, Tim Burton… y reitero lo escrito arriba. Muchísimos más son mis preferidos.
En música: Mozart, Wagner, Beethoven, Mussorgsky, Maurice Jarré. Y la ópera en general.

 

¿Qué libro/s estás leyendo en este momento?

Los que susurran y La Revolución Rusa, de Orlando Figés.

 

¿Qué cinco títulos crees necesarios para la formación del escritor?

¡Qué problema! La Santa Biblia: los de di Marco, en Taller de corte y corrección; los cuentos de Mujica Láinez; los cuentos de Lovecraft; la poesía completa de San Juan de la Cruz; poesía, mucha poesía. Un poeta no tiene por qué ser narrador, pero el narrador tiene que ser un poco poeta.

 

¿Qué publicaste ya en medios electrónicos y/o en papel?

Dentro y fuera de mí. Viajes (Gaglianone, 2000);  El Inmortal sin sombra (novela que fue elegida como una de las diez obras finalistas del Concurso Planeta de Barcelona, 2005); En el 700ª aniversario de la Confederación Helvética (Los Cuatro Vientos, 2007); El Golem – Crónicas de un inmortal sin sombra (medio electrónico); Instituto Biológico Argentino – Cien años de historia (Adast imp., 2008); muchos cuentos y ensayos en diversos periódicos: La Nación, revistas Perfil y Letras, de Buenos Aires; La Opinión, de Rafaela, El Mercurio, de Perú.

 

¿En qué te está ayudando más tu participación en el Taller de Corte y Corrección?

Estilo. Corrección de estilo y aprender a tachar lo que no sirve.

 

¡Muchas gracias, Diana!fin

A tres años de la publicación de la novela: dos versiones sobre Victoria entre las sombras, de Marcelo di Marco

Sugestión y leyendas urbanas en Victoria entre las sombras

Por Andrea V. Luna *

 

A veces, la realidad extrema, el trauma, la adrenalina, el dolor, la corta edad, crean mundos de ensueño que van más allá de los sentidos. Lo que comienza siendo una travesura asociada con la idea de irse de casa, tan común en muchos preadolescentes, termina en una aventura impensada en la que nada es totalmente cierto ni totalmente mentira. ¿Hasta dónde la percepción de lo cotidiano es manipulable con el modo en que nos han contado las leyendas urbanas que pueblan nuestro entorno? Victoria entre las sombras, de Marcelo di Marco, nos manipula los sentidos desde el comienzo: el lector se adentra en la mente de un jovencito al que la sugestión y la realidad, cruda y sucia, lo llevan a tomar decisiones que lo pondrán ante el mayor peligro de su vida. ¿Será capaz de decidir con la mente o con el corazón? ¿Cómo se construye un héroe, uno de verdad, uno de carne y hueso que camina por las playas de Mar del Plata y tiene miedo de su propia sombra?

El caudal de violencia tan real, tan cotidiana que hasta nos parece inverosímil, aviva los temores insertos en el lector en lo más profundo de su espíritu y, cuando cree que todo está perdido… puede estar peor. No todos los jóvenes están descaminados, aunque la sociedad los crucifique y, en esta novela, el autor sienta las bases de un nuevo modo de ver las cosas, uno en que busca con desesperación ese dejo de esperanza que todos llevamos en el alma.

Una novela para valientes, sin dudas.

 

10665924_10202634594882961_1026626133577217536_n * Andrea V. Luna es argentina, profesora en Letras recibida en la Universidad Nacional de La Plata y escritora de relatos fantásticos, con siete títulos publicados hasta el momento en www.marcelmaidana.com y www.nuevaeditoradigital.com. Codirige con Mariela Villegas R. (www.issuu.com/luzde2lunas) la revista literaria Luz de dos lunas, coordina y produce el programa “Café entre libros” para www.launiversalradio.com, es columnista de www.revista-nr.com, y dirige la revista escolar “M8 La Revista” (www.issuu.com/eem8).

Blog personal: http://andreavluna.blogspot.com
Facebook: www.facebook.com/andreavlunaescritora
Twitter: @andreavluna_

 

Victoria-entre-las-sombras

Un título que ataba interrogantes y especulaciones en mi curiosidad de lectora

Por Graciela Amalfi **

 

Comenzar a ir a los talleres de Marcelo di Marco y no conocer esta novela, cuya segunda edición está por agotarse, sería imperdonable.  No me lo permitía yo misma, por lo que —literalmente— corrí a comprarla un domingo de lluvia, dos meses atrás.

Y bien valieron la pena la lluvia, la corrida y el domingo.

Una historia que me atrapó desde las primeras  palabras: “Salté de la cama…”

Desde el vamos, intuí que sería dinámica y me llevaría a recorrer un mundo lleno de desafíos, aventuras y… sombras.

Sencilla en su narración, usa un lenguaje cotidiano, que de tan simple penetra hasta las vísceras. El punto final de un capítulo me abría la puerta para continuar con el siguiente.

No suelo leer “de un tirón” un libro, pero con Victoria entre las sombras lo hice. Logró abstraerme del resto del mundo: lo empecé a leer en el auto (ni bien lo compré, no manejaba yo), lo seguí en el Hospital Británico mientras operaban a una amiga (en medio de los nervios inherentes al caso), seguí en un par de cafés (en donde hago tiempo cuando ando lejos de casa y tengo que hacer trámites por el centro) y lo terminé en el colectivo, justo cinco cuadras antes de la parada en donde debía bajarme. Todo este cuento viene porque las conversaciones de alrededor me suelen distraer… pero la historia de estos pibes me metió en el Mar & Tenis, en el misterioso tren fantasma, en el jardín de la Yaya, en la consulta del mastodonte/bruja, en el taxi que los llevó a la casa de Victoria…

¿Cómo la viví? Bien adentro del libro.

Me metí entre los personajes, los espiaba porque quería saber qué iba a pasar “después de…”, me adelantaba a lo que podría ocurrir. Y ellos, haciéndome un guiño, me sorprendían con sus movimientos, charlas, idas y venidas.

El suspenso es el rey de la novela, el que decide todo, el que lleva las de ganar.

Es un libro excelente, que deberían hacerles leer a los adolescentes en el colegio —normalmente les dan esos clásicos tan memorables, pero que a los pibes no les mueven un pelo—.

Lo último: me quedé con ganas de más historia, no porque falte argumento a lo que está escrito, sino porque los personajes estallan entre las páginas.

Ellos quieren continuar, se merecen seguir caminando más renglones.

O quizá sea yo, lectora, la que quiere seguir sabiendo de sus vidas… Porque los adopté, los quise desde el principio y me dio nostalgia despedirme de ellos.

 

graciela** Graciela «Boticaria» Amalfi nació en Chivilcoy. Radicada en Buenos Aires desde 1981, obtuvo su título de farmacéutica en la UBA. Ejerce su profesión en un hospital público de C.A.B.A. desde hace más de veinte años. Escribe narrativa. Editó cuatro libros en forma autogestiva e independiente. Sus autores preferidos: Cortázar, Poe, Kafka, Onetti, Hesse, Liliana Heker, Arlt, Duras, entre otros. Es miembro del TCyC desde febrero de 2014.

 

Efemérides

Dibujo

 

 

 

 

8/ Día Internacional de la Alfabetización. Muere Francisco de Quevedo en 1645.

9/ En 1908 nace Cesare Pavese.

11/ Muere en 1888 Domingo Faustino Sarmiento.

13/ En 1954 se instaura el Día del Bibliotecario.

14/ Nace en 1920 Mario Benedetti.

15/ Nace en 1890 Ágatha Christie. En1914, Adolfo Bioy Casares.

19/ En 1911 nace William Golding, Premio Nobel en 1983.

20/ Muere en 1975 Saint John Perse, Premio Nobel en 1960.

21/ En 1866 nace H.G. Wells. En 1902, Luis Cernuda.

23/ Muere en 1973 Pablo Neruda.

24/ En 1896 nace Francis Scott Fitzgerald.

25/ Nace William Faulkner en 1897, premio Nobel en 1949.

26/ Nace en 1888 Thomas Eliot, premio Nobel en 1948.

29/ En 1864 nace Miguel de Unamuno.

30/ Nace en 1924 Truman Capote. En 1660, Daniel Defoe, siendo Robinson Crusoe su obra más famosa.

 

Destacada del mes

2/ En 1973 muere J.R.R. Tolkien.

 

«No todo lo que es oro reluce,
ni toda la gente errante anda perdida;
a las raíces profundas no llega la escarcha,
el viejo vigoroso no se marchita.

De las cenizas subirá un fuego,
y una luz asomará en las sombras;
el descoronado será de nuevo rey,
forjarán otra vez la espada rota». (Bilbo Bolsón, poema sobre Aragorn en Rivendel)

 

Alan Lee I

Ilustración de Alan Lee

 

«La ficción es necesaria» – Entrevista a Daniel De Leo

por Nomi Pendzik*

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Daniel De Leo (Buenos Aires, 1973) obtuvo numerosos premios en concursos de Latinoamérica y España. Su libro de cuentos Después de la tormenta ganó en 2010 el concurso de la Fundación Victoria Ocampo. En 2011 el Fondo Nacional de las Artes le otorgó el tercer premio a Barro nocturno, publicado por Santiago Arcos Editor.

Sobriedad, lucidez y poética contundencia caracterizan el estilo de este joven narrador.

 

Nomi Pendzik: Una vez contaste que “Mensaje maldito” fue el primer cuento que escribiste dentro del Taller de Corte & Corrección. ¿Hubo otros acercamientos a la escritura, previamente a esa experiencia?

Daniel De Leo: Sí, hubo otros acercamientos, otros textos que por suerte se perdieron en el ciberespacio. Todo lo que se me ocurría lo mandaba vía internet a foros virtuales de literatura, donde otros también enviaban lo suyo. Algunos comentaban lo que yo lanzaba ahí, como una botella al mar, y me sugerían cambios, me hacían observaciones. Entonces, empecé a darme cuenta de que la cosa no era soplar y hacer botellas, de que tenía que trabajar en los textos “un poco” más. Yo cometí la imprudencia de empezar a escribir pocos meses después de haber empezado a leer por el placer de leer.

NP: ¿Cómo fue eso de descubrir la vocación literaria “gracias a Borges”, según contás en tu noticia biográfica?

DDL: Antes de mis 22 años, la literatura no existía para mí, no me interesaba. Literatura, agronomía, artes marciales. ¿A quién le interesan esas cosas? Hasta que un día, en la facultad, nos dieron para leer —no me acuerdo con qué fin— “Ajedrez”, de Borges. Me quedé deslumbrado con ese poema donde nos cuentan que se libra una batalla en el tablero pero que, en un nivel superior, también se está librando otra, donde la pieza es el jugador, prisionero de las noches y los días. Y ahí no termina la cosa, porque Borges la extiende hasta lo infinito: Dios mueve al jugador, dice, pero “¿qué dios detrás de Dios la trama empieza/ de polvo y tiempo y sueño y agonía?” Y bueno, una vez que entré en uno de sus juegos, en uno de sus laberintos, nunca más pude salir.

NP: Desde ese primer relato que escribiste, venís ganando premios sin parar. ¿Qué significa vivir tan intensamente la literatura para una persona como vos, que proviene de las ciencias exactas?

DDL: Nunca vi en mí una contradicción. No creo que arte y ciencia sean polos opuestos sino complementos. La ficción es necesaria, es algo inherente a la condición humana; no se puede vivir exclusivamente de y en la realidad. Por eso hay escritores que son también ingenieros o mecánicos o matemáticos o cardiólogos. La literatura no es la responsable de que yo haya abandonado Sistemas. De hecho, el trabajo que tengo nada tiene que ver con la literatura, y son muchas horas diarias en las que no puedo sentarme a leer o a escribir. Sin embargo, uno siempre encuentra la manera de dedicarle tiempo a lo que le apasiona. En mi caso, amaso las ideas mentalmente, durante días. Una vez que doy con una idea literaria —aunque la verdad es que la idea viene a mí—, empiezo a acariciarla, a desarrollarla en mi cabeza, y pueden transcurrir semanas sin que la pase al papel. Me encantaría tener todo el tiempo del mundo para escribir o leer, pero eso es una utopía. Además, no creo que sea lo mejor. Un escritor necesita de lo cotidiano, de lo eventual, de los problemas y placeres de cada día para conseguir estímulos que le permitan fantasear y crear.

NP: Cuando hablás de los autores que te deslumbran mencionás a Poe, Kafka, Rulfo, Dostoievski. Son escritores muy disímiles. ¿Les encontrás un común denominador, o te interesa algo diferente en cada uno?

DDL: El único común denominador que les encuentro es que todos ellos construyeron monumentos con palabras. Sí, son muy disímiles, y leer a cada uno es entrar en un universo particular. Poe fue un precursor de la literatura policial y de la terrorífica. Si uno quiere ser cuentista, tiene que leer a Poe. A veces se lo acusa de ser demasiado truculento, pero eso es parte de su esencia, de su estilo. Lo que más me impresiona de Kafka son sus mundos asfixiantes, llenos de obstáculos y situaciones absurdas. Muchos de sus personajes mueren estúpidamente: se matan o —lo que es peor— se dejan morir. Los cuentos de Kafka son como pequeños dardos que van directo al inconsciente. Sacuden de entrada, nada de situación inicial; mejor dicho, el conflicto es la situación inicial. También en sus novelas usa el mismo recurso. Y el absurdo, una constante en la obra de Kafka, es un tema que me atrae.

Rulfo me seduce por la sobriedad de su prosa y la crudeza de sus historias. En su obra el paisaje es un personaje más. Y ese manejo de voces que van y vienen como arrastradas por el viento es genial. Llega el turno de Dostoievski, otro genio, a pesar de que su prosa no es muy cuidada, ¿no? Sus novelas son la antítesis de lo que se enseña en el taller; a veces alarga demasiado las cosas, se va por las ramas… pero cada novela suya, vista como un todo, es una obra de arte. Cuando leo a Dostoievski tengo la sensación de que al tipo no se le escapa detalle, se las ingenia para decir todo de todos. Tiene esa capacidad de envolver al lector en sus remolinos de conflictos y de tormentos. Aparecen ideas y personajes como sacados de una galera, y el escenario es siempre un poco borroso. Sus personajes, como los de Shakespeare, se muestran humanos: ríen, lloran, vacilan, odian, matan. En cambio en Borges —mirá qué cosa, qué distintos pueden ser los genios— nunca vamos a encontrar a un personaje exponiendo sus conflictos y sus dudas. En Borges los personajes son más simbólicos.

NP: Es evidente que la idea de “Como un pozo” partió de una pesadilla colectiva que vivimos los argentinos. Podemos rastrear su génesis en la historia reciente, común a todos. ¿De dónde salen otros cuentos no menos tremendos como, por ejemplo, “El reloj de arena”?

DDL: Una vez leí un artículo sobre los relojes de arena, y de pronto vi un reloj en el que la arena nunca dejaba de caer. Me vino esa idea como algo natural. Entonces, pensé: “La idea es buena, ahora vamos a ver si soy capaz de sacarle el jugo”. Y me hice las siguientes preguntas: ¿cuánta arena contiene este reloj? ¿Qué pasaría si lo rompo? Supe enseguida la respuesta: este reloj es un objeto diabólico y laberíntico, como el tiempo mismo, y… bueno, vos ya sabés cómo termina la cosa. En el caso de este cuento, sabía cómo empezarlo y cómo lo iba terminar. Pero no lo escribí de inmediato, porque necesitaba tener a mano un reloj de arena, estudiarlo, jugar con él. Nunca me puse en campaña para conseguir el reloj, pero encontré algo mejor: un amigo me prestó un volumen de ensayo llamado El libro del reloj de arena, del filósofo alemán Ernst Jünger. Lo leí en una semana, y recién después empecé a esbozar mi historia.dd

En el caso de “Como un pozo”, yo buscaba el contraste de algo terrible narrado desde la ingenuidad de un chico que no llega a comprender muy bien lo que pasa a su alrededor, esos desbordes que muestran el oportunismo, el hambre y el instinto del hombre. La literatura está hecha, entre otras cosas, de contrastes; no siempre tan definidos como blanco-negro, frío-calor, a veces son contrastes de matices, de voces, de ideas. Yo no sabía cómo iba a terminar la cosa, me limitaba a describir, a meter voces y fragmentos de noticias trágicas, hasta que al final el personaje, ese chico que había estado todo el tiempo sentado a la mesa, contando, se levanta y empieza a caminar hacia el cuarto de la abuela. Y, como siempre me pasa cuando empiezo a escribir y no sé para dónde me va a llevar la historia, al final el círculo se fue cerrando dócilmente: al tener juntos al chico y a la abuela, empecé a atar los cabos sueltos, a unir algunos elementos que había dejado en el camino.

NP: En tu noticia bibliográfica contás que corregís mucho. ¿Cuál es tu procedimiento para la corrección? ¿Por dónde empezás?

DDL: Una vez que me viene a la cabeza una idea literaria, estimulado por una imagen, un poema, una canción, una película, lo que fuere, empiezo a rumiarla mentalmente. Voy despacio, buscando el principio de la historia, el tono más adecuado. Las primeras líneas condicionan el resto del cuento; si uno empieza con un estilo solemne, va a tener que sostener esa solemnidad hasta el final. En algún momento —un día, una semana o un mes más tarde— copio la idea en un cuaderno que llevo siempre conmigo. Esa idea puede consistir en un diálogo, una escena, un posible comienzo; nunca se trata del cuento completo, a menos que estemos hablando de un relato muy breve. Después paso en limpio esas páginas, en el mismo cuaderno, aplicando modificaciones. O sea que empiezo a corregir de entrada. Dejo reposar el texto —pongamos por caso, quince días—, y transcurrido ese tiempo vuelvo a leer lo que escribí. Si me convence, si me sigue gustando, empiezo a pasarlo a la compu. Y ahí también, al trasladar, corrijo. Estudio lo que tengo en pantalla —por lo general, es el comienzo de un cuento—, hago cambios y después agrego nuevos párrafos. Vuelvo al principio: releo, paso otra vez el rastrillo de las modificaciones y escribo algunas líneas más. Si durante la relectura de la primera parte no se me ocurre ya nada para cambiar, no me detengo y, al llegar al punto en el que había quedado, agrego otro poco. Así, el comienzo del relato resulta ser lo más trabajado. Pero en los finales también me demoro bastante corrigiendo y pensando. Después de escribir y corregir una o dos páginas del cuento, abandono por unos días. Pero sigo rumiando la cosa, y todo detalle que se me ocurre lo vuelco primero en el cuaderno y después, cuando retomo el cuento, en la compu. Además, trato de leer libros que tengan que ver con lo que estoy creando. Sin apuro, para qué. No se me ocurren cuentos todos los días, ni siquiera todos los meses. Escribo un promedio de seis cuentos por año. A veces más, a veces menos. Así que me tomo por lo menos dos meses para escribir mi historia.

NP: Por ahora, es obvio que tu relación con el cuento es más que fructífera. ¿Te ves escribiendo una novela? ¿Cómo te relacionás con los otros géneros literarios?

DDL: No, no me veo escribiendo una novela, y nunca me pasó por la cabeza la idea de escribir una. Es algo tan difícil, debería vivir meses o años pensando y trabajando en la novela, debería sacrificar horas de sueño, y eso no me gusta nada. “La ciudad y las sombras” es un cuento que me llevó seis meses de trabajo, y tiene sólo cinco páginas. Escribir y corregir ese cuento me costó muchísimo, me dejó agotado. Imaginate en el caso de una novela…

Pero que sea cuentista no significa que lea únicamente cuentos. De hecho, ayer terminé de leer El limonero real, una novela de Saer que es un monumento a la meticulosidad y a lo irrelevante, y ahora estoy enfrascado en la lectura de una interesantísima: El ejército de ceniza, de José Pablo Feinmann. También leo poesía. Hace unos meses descubrí la obra de Hugo Mujica, y como sus libros son muy caros y difíciles de conseguir, bajé de internet todo lo que pude encontrar sobre este sacerdote y poeta, que tiene algunos poemas transparentes y otros muy crípticos. Me gusta también la poesía de Salvatore Quasimodo, algunas cosas de Eugenio Montale, los surrealistas. Muchas veces traté de escribir poesía, pero después de garabatear dos o tres versos me di cuenta de que, de manera inconsciente, involuntaria, iba tejiendo una trama. Tengo un par de cuentos que nacieron siendo esbozos poéticos. El teatro no lo descarto, el absurdo es un género que yo podría trabajar por esa vía. Si alguna vez llegase a concebir un diálogo interesante y ridículo entre dos o más personajes interesantes y ridículos, entonces haría de ese diálogo una obra de teatro.

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foto chica*Nomi Pendzik es escritora, profesora de Lengua y Literatura y capacitadora docente. Ha publicado más de doce libros de texto, es coautora con Marcelo di Marco de los ensayos Atreverse a escribir y Atreverse a corregir (Sudamericana, 2002). Da talleres de escritura y gramática, y dirige el periódico virtual Fin.

Cucú

por Pablo Martínez (1969 – 2009)

foto  El 6 de agosto, Pablo Martínez hubiese cumplido cuarenta y cinco años. Perteneció al TCyC, comunidad a la que amaba,  y siempre es evocado cariñosamente por los compañeros que disfrutaron su amistad y su literatura.

 En palabras de Marcelo di Marco, «…era un tipazo. Tan excelente narrador como persona, enamorado para siempre de las palabras y de las historias bien escritas, figuraba entre los mejores escritores de nuestra escudería».
  La mejor manera de recordarlo es releyendo sus extraordinarios cuentos. (Hay más relatos suyos en http://foro.elaleph.com/viewtopic.php?t=40991.)
He aquí, entonces, el homenaje de FIN.

 

Cucú.
Nunca supe por qué le decíamos así: flaco y jorobado y con el pelo blanquísimo, más recordaba a una garza. Acaso fuese por su agonizante chalecito con tejado a dos aguas y ventana de hojas rotas en el vértice de la fachada. Acaso, también, por la puntualidad con que salía a la calle cada mediodía.
El portón de la tapia que rodeaba su casucha fue el reloj de mi infancia: ese quejido herrumbroso, al abrirse, me recordaba la hora de salir a jugar con mis amigos. Aún hoy, el más ligero chirrido me lleva a aquella época en que yo no postergaba ninguna felicidad.
Hasta su recuerdo me es esquivo: siempre lo evoco yéndose, huraño. De overol y borceguíes, cargando un bidón y tirando de un changuito destartalado, pateaba por las vías hacia el campo del Ejército. Los del Regimiento le daban querosén para la estufa y comida, me explicó un día mi padre.
Cuando lo veíamos volver, el bidón chorreando y el changuito repleto de porquerías, interrumpíamos nuestros juegos para torearlo, imitando bien fuerte el canto del cuclillo:
—¡Cucú! ¡Cucú!
Él largaba un gruñido, tiraba la carga al suelo y corría hacia nosotros con brazos de espantajo. Pero a los pocos metros se quedaba sin aire, roja la cara marchita. Un tomate seco. Igual le temíamos: nuestro candor —nuestro cruel candor, quién sabe— atribuía esas arrugas a una naturaleza maligna. Ahora sé que hay ciertas grietas en la cara de un hombre que únicamente el abandono puede abrir. Lo sé porque mi cara muestra esos mismos abismos que tanto temí en la suya. Lo sé porque yo también me he quedado solo.
Aunque Cucú vivía de revolver en la basura, jamás lo creí un ciruja: bajo su mugre, uno percibía otra cosa. Cuando cumplí los doce años, mi papá me reveló eso que solamente los mayores sabían: Cucú había sido cura, más precisamente el capellán del Regimiento. Hasta que una trombosis le desbarató el habla. Del Regimiento lo pasaron a la Curia, y de ahí no tardó en volverse al hogar de su infancia, vacío desde la muerte de los padres. Parece que, con el habla, Cucú también había perdido la fe.
—De ahí tanta desgracia —sentenciaba mi padre.
Pero mamá sostenía otra cosa. Según ella, el infortunio le venía de antes. Y le venía de una mujer.
Bajo esa luz, la enfermedad aparecía como castigo; el encierro, como expiación. Tiene sentido: sólo las hembras causan tanto estropicio a su paso. Y eso mi vieja lo sabía mejor que nadie.
La madriguera de Cucú se venía abajo frente a mi casa, en donde hoy está la placita del barrio. La rodeaba un muro erizado de palos, caños y tablones. Aquella empalizada hecha con sobras del progreso no alcanzaba para protegerlo de mi curiosidad: arrodillado detrás de la ventana de mi cuarto y oculto tras el cortinado, me la pasaba vigilando sus movimientos. Así le descubrí una costumbre que de seguro nadie más conocía —mi casa era la única de altos en la cuadra—: muy de cuando en cuando, Cucú oficiaba en su terreno una especie de rito de limpieza. Balde en mano, descalzo y en cueros, asperjaba con un cucharón la multitud de cachivaches que atestaba el lugar: un redentor de la basura. Vaciado el balde, se ponía a dar vueltas por sus dominios, los brazos cruzados detrás de la espalda y la vista clavada en el suelo. Gesticulaba furioso, como si discutiese. Se metía en la casa, y no volvía a vérselo hasta el día siguiente.
A pesar de mis recaudos, más de una vez me sorprendió en pleno acecho, girando seco y preciso para asestarme una mirada furibunda. Sé que me espiás, me acusaban esos jueces oscuros, sus ojos. Yo hubiese querido sostenerle la mirada, decirle que sí, que te espío como se me antoja, Cucú. Pero, muerto de miedo, agachaba la cabeza y bajaba la persiana en un suspiro.
Conforme fui creciendo, me desentendí de él. Su persona y sus costumbres —incluso la de la purificación de su basural— pronto se me volvieron invisibles. No le prestaría atención sino hasta muchos años después de aquellas tardes de mi niñez.

Acababa de separarme, y llevaba unos cuantos días encerrado en mi casa. El legado paterno había devenido residuo conyugal: una carcasa muda, casi sin muebles, desnuda de plantas y de fotos. Muerta.
Yo había retomado mi vieja costumbre de espiarlo a Cucú. Me aliviaba comprobar que, al menos en eso, las cosas seguían como entonces. Cucú salía con la puntualidad de siempre y volvía con las porquerías de siempre; nomás faltaban sus rituales.
Será cuestión de tiempo presenciar alguno, pensé.
Y bien, tiempo era lo que me sobraba.
Una tarde, Cucú demoraba más de la cuenta en volver. Ante mi ventana, las horas se arrastraban huecas, morosas. La calma del barrio se había visto apenas interrumpida por el paso de un cortejo fúnebre.
Al fin apareció por la esquina, mucho más tarde de lo acostumbrado. Aunque estoy seguro de que había salido con el chango, cargaba solamente el bidón. Sin embargo, lo noté agotadísimo. Como pudo empujó el portón y entró a la casa. Casi de inmediato se fue la tarde.
Negra, grave, intemporal, como una biblia antigua, la noche invitaba a la contemplación. Arrimé una silla, me acodé en el alféizar.
Tras la ventana de la casa de enfrente se encendió una luz. Conforme retrocedían las sombras, fui distinguiendo el quinqué sobre la mesa, los papeles.
Y a Cucú.
Con la frente apoyada en una mano y un mohín de penitente, escribía. Escribía como desangrándose, como si esa línea de sombra que le nacía del lápiz se le estuviese clavando en el corazón.
Ya me vencía el sueño cuando, de pronto, Cucú estampó el lápiz contra la mesa. Juntó cada uno de los papeles, los ordenó y los envolvió en bolsas, una dentro de otra. Después se levantó, asió la vacilante lámpara y salió de la estancia.
En todo aquello hubo algo de terminal, de marcial: aunque ni me imaginaba lo que estaba por venir, se me figuró el arriado de una bandera.
Enseguida lo vi salir. Luz en una mano, envoltorio en la otra, Cucú fue hasta el único claro que se abría entre ese caos de palos y muebles y tablones que dominaba su exiguo terreno. No sé de dónde sacó una pala. Febril, cavó un pozo y enterró el paquete. Volvió a la casa y salió al instante, ya sin el quinqué. Y con un balde y el cucharón en las manos.
El farol de sodio de la esquina me permitió vislumbrarlo: andaba a los tropezones, rociando el maderaje en el más absoluto silencio, en una versión muda y cetrina de su viejo rito diurno. Vacío el balde, lo tiró por ahí y, sin que mediasen los rodeos ni las discusiones imaginarias de antaño, se metió en la tapera.
Yo creí que ya había visto suficiente para un solo día. Crucé los brazos y me entregué al sueño.

Al rato, un fulgor molesto me hizo abrir los ojos. Por todas partes, la misma noche sin astros ni brisa; enfrente, un trémulo remedo del sol.
Parado detrás de su ventana, balanceando la lámpara con el brazo extendido hacia afuera, Cucú me observaba. La lumbre le confería un aire funesto a sus ojos, esos mares a los que afluían mil arrugas sudorosas. Entonces lo supe: Cucú me había estado esperando. Me había esperado no desde mi brevísima siesta, sino desde antes, desde mucho antes.
Aunque no había ninguna acusación en sus ojos, hice lo que siempre había querido hacer de chico: asentí.
Cuando dejó caer la lámpara, la llama se abrió a izquierda y a derecha: empujado por el querosén del Regimiento, el fuego sitió la casa en segundos.
Alcé nuevamente la vista: Cucú se había disuelto en sombras.
Bajé la persiana. Me acosté a esperar a que cesase el resplandor: cada vez más débil, persistía entre las hendijas. Mientras tanto, me di a pensar en esas hojas enterradas.
Quizá Cucú me había dejado un sermón, una exhortación a que abandonase la soledad, a que no siguiese sus pasos. O tal vez me ofrecía una justificación irrebatible de ese rito final cuya postergación yo había presenciado tantas veces.
“Mañana salgo con una pala y las busco”, recuerdo que pensé, en un arranque de valentía.

No importa lo que pasó después: ni lo mucho que tardaron los bomberos ni lo poco que se demoró en hacer del terreno una plaza. No hay nada más que contar sobre Cucú.
Y menos interesa —esto que escribo no trata sobre mí— si yo crucé la calle y escarbé en las cenizas de aquel pobre pájaro para recuperar su manuscrito.
Sólo a veces, en ciertas noches sin estrellas, pienso en Cucú. Pienso en qué clase de salvación me habrá dejado en su última liturgia.

Foto de Felipe Bernal Acha

Crítica de crítica

por Ivan Guede Santos*

 

Hoy sábado a la mañana sucedió un imprevisto.

Me desperté alrededor de las diez y media y me quedé paveando con el iPad en la cama. Dando vueltas por Twitter, me detuve en una nota del suplemento Cultura del diario Perfil, a cargo del escritor y crítico argentino Damián Tabarovsky. La nota era más bien una crítica sobre otra nota publicada en ese mismo suplemento a cargo de Betina González. González hace una crítica sobre una novela, y Tabarovsky la cuestiona diciendo lo siguiente:

Algo de eso ocurre en un párrafo crucial de la reseña de González cuando, para justificar su valoración negativa de la novela, escribe: “El problema es que los episodios se acumulan en la vida de Roque, pero Roque sigue siempre igual, como si nunca creciera (…) No hay relato porque no hay verdadera transformación del personaje ni verdaderos conflictos que hagan avanzar la trama”. Cada una de esas frases está cargada de la más convencional ideología literaria.

Quiero resaltar esta parte: «Cada una de esas frases está cargada de la más convencional ideología literaria».

Es evidente que, para Tabarovsky, el hecho de que una historia avance es convencional y, por lo tanto, malo.

Tabarovsky refuerza entonces su adhesión a la corriente literaria, muy de moda en estos días, que prefiere novelas donde no pase absolutamente nada. Esta corriente, amante de la historias donde los personajes «son» en vez de «hacen», es por demás hiriente al sentido fundamental y primario de la literatura, que es, en definitiva, contar una historia. Tabarovsky tal vez prefiera los relatos donde un tipo se sienta en la ventana a barruntar sobre la vida y la insignificancia del ser y luego… Y luego, nada.
Quizá Tabarovsky hubiera preferido que en Moby Dick Ismael se pasara tres años arriba del Pequod observando el océano y pensando cómo sería cazar una ballena. O que nuestro amigo Raskólnikov en Crimen y castigo se pasara las 900 páginas pensando en cómo se sentiría al matar a la vieja usurera Aliona Ivánovna. O que el intrépido detective Philip Marlowe, de Chandler, se quedara en su estudio analizando la crueldad de la psiquis de los sospechosos a los que debería salir a investigar.
Esta forma de pensar la literatura no hace más que alejar al lector de los libros. Pero no estoy hablando del lector entrenado que, como yo, puede fumarse tranquilamente un Proust, autor que Tabarovsky usa como referencia de novelas famosas en las que no pasa nada (aunque tampoco estoy de acuerdo con esto: si bien los siete tomos de En busca del tiempo perdido son pensados por el narrador, la historia avanza y el personaje crece dentro de ese pensamiento). No. Me refiero a que la corriente defensora del «no pasa nada» aleja al lector medio, el que quiere sentarse a leer una novela que lo atrape, que lo haga pasar página tras página y le despierte las ganas de ir a comprar otro libro del autor que tanto lo atrapó y del cual quiere conocer más.
En definitiva, aleja al lector que compra.
Si Tabarovsky quiere que lo lean él y su selecto grupo de amigos entendidos, perfecto.
¿Yo? Yo prefiero que cualquiera pueda leerme.

 La nota de Tabarovsky en Perfil

 

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Ilustración de Jacek Yerka

 

 

10583140_10204401243693758_909346632_n*Ivan Guede Santos es novelista y cuentista, y miembro del círculo de escritores «La abadía de Carfax». Ha publicado en Perfil y revistas zonales, y también en publicaciones de concursos en los que ha ganado y obtenido menciones; entre ellos, el concurso nacional de Tres de Febrero, el concurso literario de UPCN y Metrovías. Su primera novela, aun inédita, se titula Memorias del derrotero. La nota que aquí publicamos pertenece a su blog http://www.loqueivanpiensa.blogspot.com.ar.

 

 

Efemérides

 

Dibujo

 

 

 

1/ Nace Herman Melville en 1819.

3/ Muere en 1924 Joseph Conrad.

4/ En 1875 muere Hans Christian Andersen.

5/ Nace Henry René Albert Guy de Maupassant en 1850.

9/ Muere en 1962 Hermann Hesse, premio Nobel en 1946.

11/ Muere en 1937 Edith Wharton. Su obra La edad de la inocencia ganó el premio Pulitzer en 1921.

12/ En 1827 muere William Blake. En 1955, Thomas Mann.

13/ Muere en 1946 Herbert George Wells.

15/ Nace en 1771 Walter Scott.

16/ Nace en 1888 Thomas Edward Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia. En 1920, Charles Bukowski. Muere en 1949 Margaret Mitchell, autora del libro Lo que el viento se llevó.

18/ Nace Brian Aldiss en 1925.

19/ Muere en 1936 Federico García Lorca.

20/ Nace en 1890 Howard Philips Lovecraft. En 1901, Salvatore Quasimodo.

21/ En 1862 nace Emilio Salgari.

22/ Nace en 1920 Ray Bradbury.

25/ Muere en 1984 Truman Capote.

26/ Nace Julio Cortázar en 1914.

27/ Nace en 1929 Ira Levin. Muere en 1950 Cesare Pavese.

28/ Nace en 1749 Johann W. von Goethe. En 1814, Joseph Sheridan Le Fanu.

31/ Muere en 1867 Charles Pierre Baudelaire.

 

Destacada del mes

24/ Nace en 1899 Jorge Luis Borges

Bajo árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos… Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. (“El jardín de senderos que se bifurcan”)

 

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«Drawing Hands», de M.C. Escher

 

 

La calle Dublin

por Cristian Acevedo*

 

Desayunaban en silencio.
Él conservaba un regusto amargo en la boca, provocado por el recuerdo de un mal sueño. Acaso pesadillas, o angustiosos presagios. No lo recordaba bien. Una imagen, un borrón que se le antojaba como apretado en una bruma opaca y asfixiante.
Ella revolvía el café. Había desplegado las mermeladas y los quesos, y había dispuesto sobre la mesa una buena cantidad de galletitas y de rodajas de pan. Él se dejaba maravillar por el perfecto maridaje de los potes, de los individuales. Por el armonioso colorido del mantel, de las tazas y de sus platos, del refulgente y afilado cuchillo.
Ahora, sin mencionar la pesadilla ni bromear acerca del denso silencio, se demoraba en la ceremonia de ubicar la silla de cara al ventanal de la galería.
No se oían los pájaros cantar, no se oía ladrar a los perros. No se sentía vibrar los parlantes de los vecinos, que sonaban cada mañana.
Entre parpadeos, ella rebanaba pan viejo mientras susurraba alguna melodía que acababa de inventar y que duró unos segundos. Permaneció callada.
Y tanto silencio parecía coincidir, por primera vez, con el silencio de toda la calle Dublin, con el de todo Parque Chas. Quizás el universo había enmudecido y se había instalado, apacible y sereno, en el centro de la mesa, a un lado del pan y de los potes de queso.
Diez minutos más tarde, el sobresalto de dos timbres vino a desmontar y a ahuyentar aquel silencio. Un timbre más y el diario que, frágilmente enrollado, voló por encima del dintel abierto y se desplomó contra las primeras baldosas del pasillo. Arrellanado en su silla, él lo vio volar y caer. También ha visto el contorno del canillita a través del vidrio esmerilado de la puerta.
Inmediatamente después del último timbre, la calle Dublin fue invadida por el insólito ruido de los motores y del ir y venir de la gente. Como si la calle ―el universo, quizá― debiese recuperarse, urgente, de aquel desfasado y confuso silencio.
Él se levantó, enjuagó su taza y procuró que ella no se inquietara.
―Es el Clarín ―dijo, dándole la espalda.
Ella respondió con un «Sí» tímido y vació su café en la pileta. Él fue a buscar el diario.
El pedazo de cielo que se asomaba entre el pasillo y la galería era gris y prometía una tormenta de gotas pesadas. Él se sonó los huesos doloridos de la espalda. Caminaba lento.
Juntó las hojas sueltas que habían ido a parar entre los malvones y caminó hasta la puerta. Abrió el postigo, dejando que se escurriese por el pasillo una niebla espesa y húmeda. Entrecerró los párpados y miró más allá del postigo, tratando de escudriñar a través de la niebla. En medio de esa plomiza bruma, creyó estar seguro: nadie en la calle, nadie en la vereda. Nada más que un viento tibio oliendo a mar, a inmensidad, a abismo. A silencio también.
Nada en la vereda ni en la calle. Pero, más acá, sí había algo: enganchado en la cara exterior del postigo, entre la reja y el vidrio esmerilado, un papel amenazaba con soltarse. Era un papelito de diez por diez, rojo ―más rojo que los malvones rojos―, con lúgubres letras blancas.

Fade_to_black, fotografía de Andrea S

«Fade to black», fotografía de Andreas S.

Ni lo leyó, o apenas: procuraba volver pronto a su silla, entretenerse leyendo los policiales… Cuando se dio cuenta de lo que acababa de ver, dejó caer el Clarín y leyó el mensaje completo:

¿Cuándo vas a abrir los ojos?
¿No te das cuenta?
Sos el cornudo más cornudo de la cuadra.
Me das lástima, por eso este papel.
Porque me dan lástima los CORNUDOS.

Levantó el diario. Y, antes de abrir la puerta de la galería, antes de volver a ver la cara de ella, dobló aquel papel rojo y se lo guardó en el bolsillo. Se prometió que manejaría la situación, que no estallaría.
Se equivocaba: apenas la puerta se cerró a sus espaldas, y ella empezó a darse vuelta, no bien lo miró con sus ojos siempre brillosos, él ya estaba listo para un nuevo desastre.
Sacó del bolsillo el bollo rojo y se lo tiró en la cara.
―¿Qué carajo es esto?
Ella sonrió, una sonrisa nerviosa. Y se agachó a levantar el bollo de papel. Lo estiró, hizo una pausa para leerlo, volvió a sonreír, se mordió el labio y soltó el papel sobre la mesa. Y, desafortunadamente para ella ―desafortunadamente para los dos―, no quiso responder.
―¿Me vas a decir con quién me estás cuerneando ahora?
Ella se sentó, cortó una rodaja de pan viejo y, negando con la cabeza, le echó una mirada… y lo ignoró.
―¡Hija de puta! Lo saben todos. ¡Todos!
A medida que el pan duro crujía, él se acercaba a la silla de ella.
Ahora aquel mensaje cobraba todo su sentido. Si por algo el canillita ni se dejaba ver. Seguro él…
¿Cuántos? ¿Cuántos?
―¿Cuántos? ―dijo.
Ella insistía con esa sonrisa. Con esa sonrisa; y el pan, que ahora se descascaraba a cada mordida.
Y él, enceguecido, enfrascado en una sucesión de desaciertos, sacó el cuchillo que estaba incrustado de punta en el queso y dirigió la primera puñalada a la cara aún sonriente de ella. Después, cuando ya le había convertido la sonrisa en una mueca aterradora, no pudo más que terminar con todo.

Fueron muchas las puñaladas, como lo fueron los gritos y el forcejeo. También fueron muchos los arañazos, la sangre, los músculos que duelen, el queso desparramado, las lágrimas, los dientes apretados, el cansancio, el llanto, la agonía.
Como habrán sido muchos los tipos con los que ella le había sido infiel.
Se quedó un buen rato aplastado en su silla. Sin pensar. No quería coartadas, no le interesaba deshacerse del cuerpo. No le preocupaba que alguien hubiera oído los gritos, que pronto pudiera llegar la policía, que todos supieran que él había asesinado a su esposa. No le importaba: ella merecía todas y cada una de las cuchilladas. Por cuernearlo, por reírsele en la cara.
Se entregaría. Llamaría al 911 y confesaría todo. O mejor, iría personalmente.
Buscó las llaves, se acomodó el pelo y atravesó la galería y el pasillo con grandes zancadas.
Abrió la puerta y caminó hasta la calle, que estaba desierta. El viento ya se había marchado, la bruma desaparecía más allá de su puerta. No quedaban más que árboles petrificados y un cielo perfectamente gris. Los pájaros no cantaban, los perros seguían en silencio, a igual que los vecinos.
Dos cuadras y media lo separaban de la comisaría.
Aunque no fueron muchos los pasos que dio antes de saberlo, antes de detenerse. Cinco, seis… tal vez diez pasos. Y en el medio de la calle, se desplomó.
Las primeras gotas de lluvia lo golpearon con crueldad en la cabeza y en la frente ensangrentada. Eran gotas gordas y filosas. Cada gota, una punta que tajaba la piel.
Sintió que también él se moría. Que era él quien merecía la muerte. Arrodillado, deseó que le llegara la muerte ahí mismo. Pensó en el cuchillo y en la cara de ella, en el último y desfigurado gesto de ella.
Si acaso la comisaría seguía existiendo, si acaso alguna cosa permanecía en su lugar, él no llegaría. No sería capaz de recorrer esas dos cuadras y media ni ninguna cuadra, ni ningún paso más.
Todavía de rodillas, advirtió que su puerta era devorada por una bruma que serpenteaba sobre las paredes y el techo del pasillo. Cerró los ojos.
Los cerró con la ilusión de que, al abrirlos, él estaría seco y sereno, sentado de cara al ventanal de la galería, que ella cortaría pan duro, que seguiría untando queso, en silencio. Pero eso no sucedió.
Bajo ese asfixiante y estático cielo gris, él abrió los ojos una última vez. Y aquello continuaba allí, a ambos lados de la calle Dublin: de norte a sur y en ambas veredas, los frentes de todas las casas, cada una de las puertas, llevaban colgado un papel rojo de diez por diez. Un papelito rojo con lúgubres letras blancas.

 

Cristian*Cristian Acevedo (Buenos Aires, 1979) es miembro de La Abadía de Carfax. Su obra literaria ha sido reconocida en diversos certámenes: Ganador del Premio Gonzalo Rojas Pizarro de Cuento 2013, Antología de Narrativa 2013: Marañas, Finalista del Premio de Cuento Itau 2012. También ha publicado sus relatos en reconocidas revistas culturales:La Balandra, Revista Hamartia,  Maten al Mensajero, Revista Cronopio, entre otras. Actualmente vive en Tortuguitas, desde donde escribe.

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