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Principio de competencia

Por Lautaro Molendi *

 

En la esquina, escondido en la noche, me cubrí detrás de uno de los derruidos muros de lo que alguna vez fue la casa parroquial de la iglesia del barrio. Asomé la cabeza para ver la situación. Oí un tiro ―por el estruendo, un .357 Magnum―, y vi estallar el cráneo de… de una de esas cosas. Mantenía mi aguzado oído, el oído que supe educar en cuestiones armamentísticas antes del advenimiento del Caos. Mi vista era pobre en la penumbra, a causa de mi prodigiosa vejez, pero a mitad de cuadra pude distinguir a un chico.

Y el chico iba solo, únicamente acompañado por el revólver que acababa de disparar.

Cargaba con una mochila repleta, y era evidente que el peso disminuía su movilidad ¿Acaso llevaba comida? Pensé que podía conseguir algo interesante de él. Una presa fácil. Una presa estúpida, además: la detonación llamó mi atención, y también alertó a las cosas.

Una horda de cosas ―no me gustaba llamarlos “zombis”, aunque, en realidad, eso eran― salieron de sus escondrijos, y avanzaron hacia el muchacho. Al advertirlos, la futura presa bajó el martillo del revólver, un viejo Colt Python. Un destello de luz lunar se reflejó en el acero y llegó hasta mis ojos, a pesar de los anteojos negros que siempre los cubrían. Mientras los no-muertos se le acercaban al chico, los conté. Eran siete, una cifra controlable; controlable por mí: no podía responder por el pobre.

Deslicé la mano al hacha, que colgaba de mi cadera. Más me hubiese gustado portar un arma de fuego, pero al llevar las manos enguantadas su uso se me hacía imposible. Palpé la Spyderco Resilience que guardaba en el bolsillo: en caso de que la pelea se complicase ―ya pasado tiempo de la última comida, mis fuerzas no eran las mismas―, una buena navaja no estaría de más.

Las criaturas ya estaban a pocos metros de su inminente víctima. Respiré lo más profundo que pude, y el hedor a podredumbre se filtró por el pasamontañas. Oí nuevos disparos, y corrí en dirección al chico. Alcé los brazos para no tomarlo por sorpresa. No bien me notó dijo:

―Por favor, ayuda. ―Hizo el segundo disparo, y se cargó a otra de las cosas―. Me quedan sólo cuatro cartuchos. Por favor, ayudame.

Descubrí entonces su desesperación: nadie que tuviese la situación dominada le soltaría ese dato a un desconocido.

Tercer disparo, que también dio en el blanco. Restaban por matar cinco bestias, que rodeaban a la presa. El chico no podría solo. Ahora peligrosamente cerca de la acción, aferré el hacha. Agarré del hombro a la primera cosa que tenía a mano, y la hice girar hacia mí. Torpe, se dio vuelta, y cuando lo tuve frente a frente se me quedó mirando: los capilares de sus ojos destruidos, la esclerótica amarronada, y con una baba espesa cayendo por la comisura de los labios. Le deshice el cráneo antes de que su aletargado cerebro pudiese reaccionar. Cuarto disparo, pero esta vez el muchacho falló. De un hachazo le corté la pierna a otro muerto, por la rodilla, y con el mismo envión me di a machacarle las vértebras.

Alcancé a la presa, y ya sólo quedaban tres bestias asolándola. Dos, más precisamente, a causa del quinto tiro. Una única bala le quedaba en el tambor a aquel desdichado, sólo una. Las cosas se le vinieron encima, y él disparó al vientre de una, que por el poder de parada del .357 cayó a unos metros. Saqué la navaja y la hundí en la arrugada frente del caído. No volvería a levantarse.

―No me quedan balas, por favor sacalo. ¡Va a morderme, por favor!

Yo no quería que lo infectasen. Clavé mi hacha en las tripas de la criatura, y tiré hacia atrás, y la carne podrida cedió sin esfuerzo.

El chico movió su mano repetidas veces a la derecha, mientras con la otra intentaba evitar las fauces de la bestia, sus dentelladas.

―¡Ahora! ―gritó, y movió a la derecha su cabeza.

Entonces entendí a lo que se refería. Mi hachazo abrió el cuello de la bestia, que ahora colgaba casi cercenado. Con otro golpe terminó de caer. La sangre estanca siguió la trayectoria del corte, y cubrió la cara del chico: caía desde su frente y se le acumulaba en los labios. La escupió.

El cuerpo sin cabeza cayó al pavimento.

―No me entró en la boca ni en los ojos ―dijo, y se limpió la cara con la manga del buzo―. No estoy infectado, creeme.

Con una mano agarré el cañón del revólver, que todavía podría funcionar como arma contundente, y con la otra me saqué el pasamontañas, mi vista siempre clavada en el húmedo y palpitante cuello del chico. Creo que él entendió la mínima importancia de la infección que acababa de evitar cuando vio mi boca babeante, mi piel pálida.

Como me gusta hacer desde hace siglos, me embriagué en su miseria. Miré sus ojos vacíos y grises de esperanza, la típica expresión de alguien que acaba de ver los colmillos de un vampiro.

 

 

 

* Nacido en Buenos Aires en 2000, Lautaro Molendi no es el típico millenial: ama encerrarse a leer, ver cine, y sobre todo a inventar y a escribir historias de terror. Hace casi dos años que asiste al Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco.

 

 

 

 

 

 

One Comment

  1. MaximilianoMangold dice:

    Me encantó el cuento, bien visual, directo al grano. Los dos ejemplos de armas lo anclan en la realidad de lo que podría ser ese futuro. Justo acabo de ver Stephen King zafando de una cáscara de banana / Naranja #250 y habla del uso del dato entre los guiones, que vos lo usás en el .357 Magnum. https://youtu.be/oSvJWLpWhwk

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