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Homo fraternus

Por Leonardo Ciccioli *

 

 

Quién soy. Dónde estoy. Qué estoy haciendo.

Es una linda mañana. El sol sigue iluminando mis arrugas, sigue saliendo ―el sol no se puede regimentar―, aunque parezca otro sol: un sol que ilumina una nueva realidad, una realidad más dura y árida, una realidad más dolorosa. El Rectorado encontró a uno de los nuestros ―acaso podemos hablar de nosotros y de ellos― que estaba escondido en una vieja estancia. Lo encontraron en un tanque de agua, tratando de eludir a las fuerzas del orden. Parece que vivió allí varios años sobreviviendo a duras penas, comiendo hongos en el bosque y recogiendo agua de lluvia. Era una estancia abandonada, un páramo olvidado. Fue denunciado, según informan las noticias, por una ciudadana de la zona que recibirá el día de mañana una condecoración por su sacrificio en defensa del pueblo: como si ser una sumisa adoctrinada, una inmunda delatora, tuviese mérito.

Ahora el cautivo reside en la Intendencia de Justicia esperando el juicio del pueblo, el juicio de la mayoría, representado por los juristas elegidos por el pueblo y para el pueblo.

 

En la calle la vida prosigue, a ella no le importa quién mande. Se nutre de muertes y de nacimientos, de ciclos de sol y de luna, de lluvia y de viento. La vida es una madre indiferente. Me tengo que esconder para rezar porque, aunque no esté prohibido todavía, no se ve con buenos ojos. Lo que menos necesito es llamar la atención entre los alegres vecinos que están esperando cualquier oportunidad de conseguir el beneplácito de los tiranos. Mi ración del día es abundante: dos batatas, una palta, dos lechugas, una banana, un litro de leche y dos litros de agua. Lo imprescindible para crecer fuerte, como un buen hijo del Pueblo.

Hace diez años que no tengo profesión. Antes yo era psicólogo. Me resulta gracioso como suena: psicólogo. El Rectorado prohibió la psicología entendiendo que el hombre nuevo no necesita de aquellas mancias. Se ha llegado a la culminación evolutiva de la humanidad. El homo fraternus: el hombre desposeído de toda avaricia, curado para siempre del lucro. Este viejo terapeuta se pasa todo el día haciendo colas: colas para recibir la ración diaria, colas para conseguir el remedio, colas para renovar mi libreta de racionamiento. Colas y más colas. El homo fraternus es un hombre adoctrinado en la sumisión, complaciente, servil, asustadizo. Teme la represalia de la autoridad, como la gran mayoría: todos somos espías de todos, todo el tiempo; bienvenidos a la era del homo suspectum.

 

Veo en la televisión al reo apresado en la estancia: lo presentan en primer plano con una música tenebrosa, como un fenómeno de circo. Cubierto de harapos, desgarbado y canoso, con apenas cuarenta años ―según se anuncia por los parlantes― parece de ochenta. Cuentan los científicos que este tipo de deterioro era habitual en los años anteriores al resurgimiento de la humanidad. Uno de los periodistas, sobreactuando indignación, se pregunta cómo puede ser que detrás del muro del Estado haya gente que elija “vivir” en esas condiciones. Me dieron ganas de llorar cuando le vi las manos sarmentosas a aquel Juan Pérez, no me puedo explicar por qué. En dos días lo someterán a juicio, y por orden del Rectorado este proceso será trasmitido en cadena nacional.

 

Algunos hombres cuentan en su vida con una oportunidad de libertad plena. Un glorioso momento en que por fin triunfan por sobre la retahíla de temores que espantan a los corazones atribulados. Traspasado por ese relámpago de vida, el hombre se sobrepone a las oscuras murallas de lo desconocido. No importan las consecuencias, no importan las pérdidas, no importa la muerte. Este es el momento de Juan Pérez. Por Dios que es su momento. ¡El sol de su libertad! La libertad no se pide, querido amigo: simplemente se toma, siempre al alcance de la mano y siempre poniendo fulgores en todo.

Lo veo sentadito, quietito en el banquillo. Se le imputa el delito de egolatría, se lo tilda de traidor a los valores del pueblo regenerado y limpio de todo individualismo. Se lo acusa de tibio; de presenciar la miseria sin conmiseración ni dolor. Ha cometido la osadía de buscar el bien propio a expensas del bien general.

En suma, estos hijos de puta se han apropiado del amor, de la bondad y de las buenas intenciones. Tales sentimientos sólo existen bajo el poder omnímodo de su escudo y de su lema:

 

No es bueno el hombre,

es bueno el régimen.

Por lo tanto, el buen hombre

acata al régimen.

 

El buen hombre acata al Rectorado.

 

Sabemos que este juicio es una fachada: el reo es un cadáver ambulante. En breve será apenas un recuerdo. Queda en él alzarse por sobre la macabra puesta en escena y hacer suya la gloria. Siento envidia mirándolo en el banquillo de los acusados. Me imagino representando su papel con una mirada altiva, despreciando los corazones sumisos. Ejerciendo mi libertad plena. Magnífica libertad. Amada libertad. La libertad, ese regalo de los dioses.

Mi hijo ya es un hombre. Puede notar el conflicto, la guerra armada que sucede en mi ánimo. Disculpame, muchacho mío, entiendo que para vos soy un dilema. Entiendo que mientras mi corazón se hincha de pavor y coraje viéndolo al pobre de Juan Pérez atravesar tan extraña ceremonia de ejecución, tu corazón se envenena con una extraña pregunta que aparece y se sostiene. Una pregunta que te muerde las entrañas: ¿mi padre es un quinta columna, y debo delatar su traición?

Sí, hijo, claro que soy un quinta columna. Soy lo que se considera un librepensador, un cobarde. Una boleta de racionamiento vale mucho más que yo. Sí, hijo, claro que soy un traidor. Si pudiese, quemaría los cimientos de este enorme patíbulo: no sólo Juan Pérez retoza amargamente en esa poltrona de ignominia. Y el hecho de que te estés formulando esa pregunta, hijo mío, demuestra la miseria del nuevo orden, que enfrenta en duelo mortal a hijos contra padres, abuelos contra nietos, hermanos contra hermanas. Ahora prevalece esta descolorida familia-colmena, encabezada por una reina madre con millones de hijos serviles, soldados asesinos bajo su mando.

Noto que hace mucho tiempo que no escucho la palabra “amigo”. ¿Cuántas palabras han desaparecido sin que me dé cuenta, sin que nadie se dé cuenta? Me escondo para llorar, porque llorar es sospechoso. Dejo por fin sobre el escritorio de mi habitación el pequeño cuaderno de tapa dura en que escribo estas palabras. No lo escondo más. Hijo mío, ya eres un hombre, así que te dejo la prueba de mi delito. Tú sabes qué debes hacer, y lo que hagas estará bien. Mi corazón te ama por sobre todas las cosas. No tengo el valor para confrontarte con mi verdad, una verdad indigesta para tus ojos velados por el incesante zumbido retórico de la colmena. Yo también soy un Juan Pérez.

Si estás leyendo este cuaderno, hijo mío, si ya sabes mi verdad, no te preocupes. Tú tienes una vida por delante. Quizá conozcas a una mujer, una auténtica mujer, y puedas formar una familia. Supongo que en el nuevo régimen las personas de rango pueden darse el lujo de fundar una familia. Eres mi patria, mi nación, mi ideología, mi mundo. Por eso vivo preguntándome, en un eterno suplicio, cómo dejé que estos sátrapas te metieran tanta mierda en la cabeza. Tuve miedo.

 

―¿Renuncias, Juan Pérez, a los valores del viejo orden para convertirte a la nueva familia? ¿Renuncias al individualismo, al lucro y a la conveniencia? ¿Juras por tu vida defender hasta la muerte los lazos que nos unen como hermanos?

 

Pero el reo no responde: mi amigo, mi querido amigo, tiene los ojos cerrados. El juez lo indaga y lo escruta con la mirada. En la sala ―en la nación entera, mejor dicho―, hacen silencio las alas de las abejas soldado, y los ojos atentos de la gran reina pueden sentirse espiando desde la obscena oscuridad.

Juan Pérez sigue sin decir nada, guarda silencio. ¿Entenderá las palabras del juez? Es un hombre roto: la intemperie forjó su deterioro. Sus ojos se derriten en sombras, vacíos de toda inteligencia. Ya no puede ejercer su libertad. Tal vez sueña con la seguridad de su escondite. Es más un animal, un gazapo que extraña el calor de su madriguera. Y su silencio lo incrimina. En la sala de audiencias se oye el murmullo de la indignación. Estos estúpidos no ven que su enemigo mortal tiene el cerebro quemado.

Apago el televisor, presiento la sentencia. El juez terminará la sesión diciendo: “Se ha hecho justicia”.

 

Quién soy. Dónde estoy. Qué estoy haciendo.

Otra mañana, pero bajo el mismo sol que dio luz al milagro de tantos esclavos renacidos libertos. Los envidio, porque el mismo sol ilumina mi atronadora cobardía. El sol no puede ser regimentado, por ahora.

Por fin es la ejecución del reo, mi amigo, mi único amigo. Será ejecutado a puertas cerradas: al Rectorado no le gusta que se vean la sangre y la muerte. En el nuevo orden, la muerte y el dolor se esconden debajo de una pátina de felicidad pueril. La propaganda nos ordena qué podemos sentir. El amor vence al odio, tal es el lema de la disidencia controlada.

Están tocando a mi puerta.

 

 

 

 * Leonardo Ciccioli tiene 43 años. Nació en la zona oeste del conurbano bonaerense, donde aún reside.

Estudió Medicina, y luego se especializó en Psiquiatría. Su amor por la literatura comienza como una búsqueda por entenderse a sí mismo y al mundo. En la adolescencia ensayó sus primeros poemas. Supo intuitivamente que su salud dependía de estar en contacto con la fuente inagotable de la imaginación.

Concurre al Taller de Corte y Corrección desde mayo de 2020, en un constante proceso de aprendizaje.

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