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Mi Buenos Aires perdido: una visita al Maravilloso Mundo de la Anomia

Por Pablo Laborde *

 

Buenos Aires del siglo XXI. La desconsideración por los derechos del otro y el incumplimiento de las normas es… la norma. Los desconsiderados se justifican de múltiples maneras: gatos panza arriba, ordenan sus malas acciones en grillas viciadas de subideologías y enunciados banales, que no resisten un examen profundo y sincero.

Así, el Señor (con mayúscula) del Audi tt, ese sujeto de derechos que no consigue su lugar para estacionar a la segunda vuelta manzana, dejará el autazo sobre la rampa prevista para el cruce de discapacitados.

―¿Discapacitados? Nahhh… Son las diez de la noche. Y si no, che, que me indiquen dónde estacionar.

Su Alteza podría estacionar a tres cuadras, donde sí hay lugar. Pero no:

―Acá no pasa nada… Y, por las dudas, tapé la patente con la gamuza.autos-con-gamuza

La condesa de la camioneta grandota estaciona en doble fila, en pleno barrio de Belgrano, a las cinco de la tarde. Sin siquiera poner balizas, cierra la Grand Cherokee y va en busca de su cría. Retirará a la condesita de un colegio muy distinguido donde le enseñan… ¿cómo ser un mejor ser humano? Sí, en la medida en que ser un mejor ser humano consista en mantener el estatus y, de ser posible, en superarlo. Así, cuando ella a su vez llegue a condesa, podrá estacionar en triple fila. ¡Bravo!

Gracias a una flexible ―muy flexible― regulación de la construcción, un barrio apacible de casas bajas y edificios de pocos pisos como es ―o era― Villa Urquiza devino una megalópolis infernal con quince o veinte torres por manzana. El desastre no es exclusivamente estético: los servicios no dan abasto para soportar semejante infraestructura. Por eso, el perjuicio es para todos: no sólo para los vecinos de siempre, sino también para los flamantes habitantes, que ven deteriorada su calidad de vida, padeciendo los males derivados de la acromegalia arquitectónica. Todo es perjudicial, sí, menos para las constructoras y las inmobiliarias que disfrutan sus dividendos lejos de aquella sucursal del infierno.

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Con sus fulgurantes sums, piletas, metegoles, castillos inflables y peloteros, esas torres “inteligentes” constituyen, además de un ejemplo de falta de diseño y planificación, una repugnante expresión de desprecio por el espacio ajeno. Más de un constructor ―sabedor de la noción de “espacios compartidos”― habrá pensado que fundar semejante club en la planta baja de un edificio, bombardeará con ruidos molestos a medio barrio. Pero… ¿quién quiere, hoy en día, dormir la siesta? ¡Por favor, qué demodé! ¿Que alguien dispuesto a meditar, estudiar, leer, trabajar o ver la televisión se verá frustrado por los alaridos de los niños que evolucionan en la pileta mañana y noche? Y sí, los chicos son ruidosos… ¿Que a la noche el barullo de las fiestas en los sums no dejará dormir ni a un diputado? ¡Bueno, che, cuánta negatividá!

Las empresas, los grupos económicos, las grandes corporaciones, nunca priorizan el bien común por sobre la rentabilidad. Eso todos lo sabemos: basta con hacer un reclamo a cualquier prestadora de servicios para constatarlo.

Pero la diferencia podría hacerla el individuo.

Procurar que su niño grite menos.

Impedir que la dama del perrito del séptimo deje a su regalón ladrando sin parar durante horas.

Conseguir que el humo del asado del de planta baja no se lo fume la anciana del balcón de arriba, y que la anciana del balcón de arriba no le riegue la cabeza al de la planta baja cuando pasa con su traje nuevo.

Intentar que el auto de la visita del 9o b no le impida la salida al pibe del 4o a; que el pibe del 4oa no vocifere ni toque bocinazos para anunciar su llegada; que la fiesta en el sum sea menos ruidosa y que termine a una hora razonable. Y así podríamos seguirla.

Pero no, el tal individuo no hace nada de eso.

Al argentino promedio no le importan los demás argentinos.

El problema de esta conducta ―o ausencia de conducta― es que los demás somos todos; al igual que todos somos, en algún momento, los demás. Carnada en nuestro propio anzuelo, por natural traslación nos condenamos a molestar y ser molestados de manera sistemática y circular, con el consiguiente deterioro de la calidad de vida.

Sin embargo, cuando nos toca ser invadidos por el otro, nos ofuscamos ante su incivilidad; pero solemos ser bastante complacientes con los inciviles… cuando los inciviles somos nosotros.

En esta ciudad superpoblada, se requiere especialmente que se cumplan las normas de convivencia. Claro que se pueden encontrar millares de excusas para justificar no hacer lo que se debe hacer. Las publicidades de desodorante masculino y cerveza nos enseñan que las reglas están para romperse. Con un guiño canchero proponen excepciones, flexibilidad, nos muestran que todo es relativo; pero lo cierto es que las reglas fueron hechas para cumplirse, no para ser ignoradas. No todo es relativo. La justificación del incumplimiento es el recurso de la inmadurez. La picardía del niño de cuarenta y cinco años que le inventa excusas a la profesora porque no estudió la lección de… civismo. De aquel que no crece y siempre quiere sacar tajada. El vivo criollo, el ventajero. Aquel que nos envilece al son de la canción del niño malcriado, haciendo un berrinche histérico cuando no puede poseer el mundo en su totalidad.

Desde el Estado hay un supuesto cuidado por el bien común: se declama la búsqueda del bienestar de los ancianos y los discapacitados, se dice preservar los espacios públicos, se promete controlar el ruido y combatir la contaminación; incluso, se supone que el Estado es el árbitro que media ante la intolerancia y la violencia.

auto tapando rampa

Pero es maquillaje, pura cosmética y marketing.

Si una discoteca o boliche ha sobornado a quien debió sobornar, sus djs y clientes podrán atronar sin piedad al iluso vecino que procuraba, en su propia casa, dormir. Si a aquella chejoviana dama del séptimo piso se le ha antojado encerrar en el balcón a su caniche toy para que chille el día entero, al vecino de enfrente no le quedarán mucho más que dos opciones: mudarse o desempolvar la carabina del nono.

Aunque es probable que elija una tercera opción, una opción bien argenta: la resignación silenciosa. Una opción que no conduce a la paz, sino a todo lo contrario: conduce a la acumulación de un resentimiento que pronto devendrá ira. Ira que, por lo general, se descargará contra un inocente: la cajera del supermercado, el japonés de la tintorería, el otro automovilista. Y así es como sigue destejiéndose el tejido social.

Un ejemplo. En casos de ruidos molestos, desde el Estado se propone que, como primera medida, el damnificado se apersone en el domicilio del ruidoso y le exponga su queja. Esta acción es inútil y peligrosa: ¿qué clase de atención le dará al reclamo quien poco se preocupa por las molestias que pudiera ocasionarle a su vecino? Lo más probable es que minimice ese reclamo con frases inteligentísimas del tipo “Nunca nadie se quejó antes” o “Y bueno… Si lo dejo adentro, Thor me arruina la alfombra”. Y atención: cuando el damnificado vaya en pos de su derecho al descanso, puede que acabe insultado de arriba abajo, molido a palos, o hasta baleado. Y todo este dislate es promovido por un Estado que declama ser pluralista, tolerante, moderado, conciliador… y siguen los variados lugares comunes de la transmodernidad. Detrás de tanto palabrerío se oculta ese Estado, para evitar ocuparse de arbitrar situaciones complejas. La consecuencia de esta actitud abandónica es que el contrato social se disuelve, dando lugar a la ley del más fuerte. O del más imbécil. O del más loco.

¿Recuerdan a la dama del caniche, aquella para quien el enajenado ladrido de su perrito es más importante que la siesta de su vecino? Es aquella que se quejará con vehemencia de adalid cuando en épocas festivas estalle esa nefanda pirotecnia que alterará la paz del animal. Hablará de falta de consideración, de cómo se permite vender tales explosivos. Si olvida su condición de dama, incluso arriesgará sobre el oficio de la madre de los detonadores. Y si alguien le recrimina que ella, por su parte, deja solo al perro aturdiendo a todo el barrio, lanzará esta justificación: “Mi padre decía que los perros tienen sólo el ladrido para comunicarse”. Mi padre, estimada señora, decía que mi libertad termina donde comienza la del otro. Pero claro: nuestros padres son muy distintos, como también somos muy distintos usted y yo. Tan distintos, que no mantendríamos el mínimo contacto… si no fuera porque usted y yo tenemos que vivir en el mismo lugar.

Es común oír al soberano despotricar contra los políticos y la Policía: de ellos es la culpa de que la cosa esté como está. O sea, mal. Pero es una verdad a medias. Los políticos son un pequeño grupo que ocupa el lugar que ocupa por reflejo y acción de la sociedad. Los políticos nos representan: son como nosotros queremos que sean; son un promedio de lo que somos. No van a cambiar por deferencia hacia nosotros, que ya oportunamente nos condenamos al votarlos. No van a cambiar… hasta que no cambiemos primero nosotros.

Podremos quejarnos de la corruptela policial, de la complicidad política con las diversas mafias. Pero aceptamos mansamente la extorsión en lugar de denunciarla, cuando el trapito, protegido por el sistema ―y so pena de rompernos el auto y / o a nosotros mismos―, dictamina que le demos la billetera a la hora de ejercer nuestro derecho a estacionar en un sitio de por sí libre y gratuito.

Ergo, no nos va mal sólo por culpa de la política, la Policía, los legisladores, los jueces. Nos va mal también por nosotros. Sobre todo por nosotros.

No todo tiempo pasado fue mejor, pero debemos reconocer que quienes nos precedieron capitalizaron los beneficios del cumplimiento de las reglas. El respeto por el otro no es sólo una convención social: es también un mecanismo que a algún piola le puede resultar aburrido, pero que resulta muy efectivo a la hora de la convivencia.

Hoy, cualquier perdonavidas al volante se infla de vanidad por haber ganado cinco minutos al mandarse una maniobra temeraria. Ha puesto en riesgo a los demás, y a veces incluso los ha matado, pero no importa: él aducirá que se ganó cinco minutos. En realidad, no ganó cinco minutos: perdió y nos hizo perder cincuenta siglos de civilización. Su acción, aparte del potencial daño instantáneo e irreparable, tiene un efecto nocivo y exponencial: es un ejemplo al revés, que nos embrutece y nos aparta de nuestras metas esenciales.

¿No será hora de hacer un cambio?

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Tenemos modelos cercanos para emular. No hace falta levantar la cabeza hacia Noruega o Finlandia. Si miramos al costado, podemos ver cómo nuestros hermanos uruguayos, disfrutan y comparten desde siempre su rambla pública y gratuita, despejada del mercantilismo y el poder pervertidor de la sociedad de consumo. La cuidan y la respetan como si fuera propia, simplemente… porque les es propia: a nadie se le ocurriría tirar un papel o poner un parlante a todo lo que da. Mucho menos, cerrar kilómetros de espacio público para beneficio de manos privadas.

Aquí al lado, cruzando el río, los conductores esperan detrás de la senda peatonal a que los peatones terminen de cruzar.

Pero aquí… aquí hay que salvar el pellejo a cada paso. Aquí el que cumple la ley, las normas, las reglas básicas, está perdido. Aquí mandan la desidia, el amiguismo, el contacto, el puntero, la patota, el barra, el apriete.

Y así estamos.

Pero qué sucedería…

Si asumimos que las reglas de convivencia tienen una razón de ser y deben cumplirse sin excepción, y las cumplimos aunque el otro no lo haga.

Si levantamos de la vereda el excremento de nuestro perro; incluso en el paseo nocturno, cuando pareciera que nadie nos ve, sólo porque es lo que se debe hacer y sin esperar un premio.

Si respetamos el semáforo rojo, siempre, hasta cuando parece que no viene nadie.

Si no estacionamos en las rampas de discapacitados, en las paradas de colectivos, arriba de la vereda, en las bajadas de garajes, en doble y en triple fila.

Si mantenemos el orden de llegada, si observamos los carteles indicadores y las señales.

Si no “privatizamos” toda la vereda pública para ampliar nuestro negocio.

Si tocamos menos bocina.

Si no compramos el registro.

Si el título terciario lo conseguimos estudiando.

Si usamos las balizas y la luz de giro.

Si respetamos las velocidades.

Si dejamos de insultarnos, de agredirnos injustamente.

Si no le hacemos al otro lo que no nos gusta que nos haga.

Si los contenidos televisivos se atuvieran a una mínima regulación que priorice los valores y los códigos de ética y honor.

Si no permitimos que la publicidad nos divida entre mujeres que sólo sirven para lavar la ropa, y hombres que sólo sirven para babearse por mujeres que sólo sirven para lavar la ropa.

¿Qué sucedería si en lugar de estar pensando qué le vamos a contestar al otro para reventarlo, lo escuchásemos a conciencia tratando de entender su posición?

¿Qué sucedería?

Sucedería que acabaríamos por respetarnos.

Nos humanizaríamos.

Seríamos más inteligentes y felices.

Seríamos mejores.

Y podríamos construir otro país.

Un país que seguiría llamándose Argentina, pero que brillaría en serio.

 

Laborde *  Pablo Laborde es un actor y fotógrafo argentino que desde hace tiempo escribe en sus ratos libres y que quiere convertirse en un escritor argentino que en sus ratos libres actúa y saca fotos.
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