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Regreso

por Miguel Ángel Fariña*

 

Marcial se movía inquieto en el sillón. Se levantó a mitad de la conversación  y dejó que la pesada hablara sola. Sintonizó la radio para ver si conseguía que Nora se dejara de joder con sus “historias del recuerdo”, pero ella ni se enteró. Él desvió la mirada hacia la ventana y buscó tomar un descanso de esa inaguantable voz que le martillaba la cabeza. Deseó huir, aun del barrio, desértico y silencioso, en mitad de la noche fría; no importaba. Recibían más atención de su parte los pequeños insectos alrededor de la pálida luz del frente, que los ridículos cuentos que ella se esmeraba en recordar.
—Decían que la mujer había muerto de alguna forma extraña —contaba Nora, embelesada hacía ya un buen rato en relatos tétricos—, y que fue enterrada ahí, en el descampado.
—Si pasó hace tanto, ya no debe ser tan descampado —dijo Marcial, que jamás había oído la historia.
—Ahora lo atraviesa la ruta.
Nora se sentó muy derecha en el sillón, sonrió y se concentró en explicarlo bien, ayudándose con gestos; pero él siguió con la vista hacia afuera.
—Ah. ¿Y cómo es que conocés tan bien el lugar?
—La gente visita la tumba para rezar y pedir deseos de todo tipo —a Nora los ojos le brillaron—. Yo fui varias veces. ¡Se volvió una santa!
Marcial veía eso como algo completamente absurdo, aun más que lo anterior. ¡Era el colmo de estúpida e infantil! Había estado meses urdiendo la manera de decirle que ya no continuarían la relación. Que la pateaba.
—La “nueva” Difunta Correa. ¿Es eso? —dijo, y soltó una risa.
Nora hizo una mueca con la boca y arrugó la frente.

Marcial aceptó enseguida cuando ella le propuso ir hasta el sepulcro. Estaba loco por sacudirse el fastidio de encima. Agarró la campera que tenía más a mano, sacó la linterna del depósito y la guardó en el bolsillo. Se puso unas botas de goma y salieron de la casa. Nora se aferró a su brazo, y así incómodos, caminaron por el costado de la calle, bien entrada la madrugada. Observó el cielo abierto y sin nubes, donde la luna refulgía, y comprobó que, a pesar de la oscuridad, la luz proyectaba las sombras de los postes y los árboles lindantes al camino. A esa hora, una fina capa de bruma ya cubría los pastizales. Llevaba los hombros encogidos y rígidos por la helada. Cada tanto, oía a lo lejos un ronroneo de motor, que crecía en intensidad hasta convertirse en un estruendo y un destello que les pasaba por al lado. Movía la linterna de borde a borde de la ruta, señalando el recorrido con un círculo difuso, que dejaba al descubierto los rincones más oscuros. De repente, un sonido entre el matorral lo sobresaltó y se detuvieron. Marcial sintió que Nora le dio un tirón del brazo. Alumbró hacia la maleza: un perro, escuálido y gris, avanzó cauteloso desde el fondo. Los ojos le chispearon al ser encandilados. Marcial inspiró profundamente. Siguieron un trecho más, acompañados sólo por el murmullo de sus botas sobre el asfalto húmedo. Desde el interior de los campos, en las casas, se levantaba un suave olor a leña encendida.
Nora se soltó del brazo de Marcial y corrió hasta detenerse más adelante, en una zona escarpada. Una pequeña casilla de ladrillos maltrechos y una cruz oxidada marcaban el sitio.
Se frotó las manos y miró a Marcial, que hizo un gesto antipático.
—Es en serio —dijo—. Quiero pedir un deseo para los dos.
Marcial resopló.
—Esto es una pavada, Nora. ¿Qué deseo te va a cumplir? Habrá sido una insoportable, o una loca… ¡o las dos cosas! —largó una sincera carcajada, como si encontrara un buen chiste—. ¡La habrán matado por loca e insoportable!
—No hables así, respetá —Nora lo miró muy seria. Apoyó una rodilla en el suelo, y así quedó al nivel de la casilla. Y dijo—: Deseo que Marcial y yo estemos juntos para siempre—. Tocó la garita con los dedos y luego se los besó.
Marcial, harto, se mordía los labios hasta que no aguantó más:
—¡Me voy! Rezarle a una loca no es mi idea de pasar bien una noche.
Retomó la ruta por la que habían venido y dejó atrás a Nora, en plena oscuridad.
En un atardecer rojizo, Marcial deambulaba con bronca, arrastraba un terrible palpitar en la cabeza; aquel había sido un mes para el olvido. Su jefe, un idiota, lo tenía de punto, muy decidido a complicarle la existencia. Las primeras semanas lo persiguió con boludeces y le recortó la hora del almuerzo. Se puso aún más insufrible cuando le increpó sobre asuntos de los que Marcial nada sabía. Eso, más un par de jugadas sucias, le pusieron el broche.
Una estridente distorsión de guitarra sonó repetidas veces en el celular antes que se decida a atender. Notó un vago sentimiento en la voz de Nora, que no pudo definir, pero que no le gustó.
Hola, tenemos que hablar, es importante. Voy para tu casa esta noche.
“Sólo pueden ser problemas”, fue lo primero que se le ocurrió a Marcial, ahora sería más difícil discutir sobre separarse.
Nora entró a la sala y se tiró en el sillón. Él, de mala gana, fue a la cocina a buscar algo para tomar. Regresó con dos vasos y una jarra de grueso vidrio llena de agua. Le sirvió un vaso y ella lo bebió de un saque. Al fin habló:
—Estoy embarazada. De un mes.
Sonrió y se levantó de un salto. Se inclinó hacia Marcial con los brazos abiertos. Él la detuvo y la sentó de vuelta en el sillón. El corazón se le aceleró, y una fuerte presión le oprimió el pecho.
—Vos… —la voz le salió entrecortada— ¿Estás muy segura de esto?
—¡Claro! Los análisis dieron bien. No quise que lo supieras antes porque era una sorpresa. ¿Estás contento?
Marcial sintió que un peso gigantesco lo aplastaba. Nora aún sonreía. La miró fijo. En ese momento, todo estuvo claro: era una trampa para retenerlo. De alguna manera supo que él quería abandonarla. Le resultó obvio que su actuación de aquella noche, frente a la tumba de la loca, fue parte de su farsa. El tiempo transcurrido coincidía con el embarazo. Apretó los puños. La mandíbula se le endureció.
—¿Y, mi vida? Decime algo… ¿Qué pensás?
Sin más, Marcial agarró la jarra y se la estrelló en la cabeza. El golpe, en el que puso toda su fuerza, fue exacto. Nora, con los ojos todavía abiertos, se desplomó sobre su costado. La arrastró hasta el baño, y con un movimiento calculado la tiró de manera que la cabeza golpeó contra el bidé. Metió la jarra en la heladera, antes de llamar al servicio de emergencias.
Dos policías custodiaban el portón del calabozo por donde Marcial salía, andrajoso, culpa de los meses de reclusión. Levantó la vista, y uno de ellos lo espoleó:
—Siga siga pué ¡ish!.
Saludó muy manso, no quería hacerse enemigos en la calle. Afuera, dentro de un Ford gris, lo esperaba Tomás, el más paternal de sus hermanos. Cuando se encontró con él en la cabina, lloró mientras lo abrazaba.
De vuelta en su casa, Marcial suspiró con fuerza, se dejó caer en el sillón y se cubrió la cara con las manos. Tomás se acercó y le habló en tono comprensivo.
—Bueno, che —dijo muy tranquilo, palmeándolo en un hombro—: Quedate piola, que a partir de ahora va a estar todo bien.
—No te preocupes, me siento mejor. Gracias por haber ido a buscarme.
—No pasa nada. Voy a volver, y vamos a hablar vos y yo.
Tomás sonrió y se despidió.

Marcial pasó los días siguientes durmiendo o vagando por la casa en penumbras, sin ánimos de ver la tele, como le gustaba hacer.
Una noche, puso la mesa y preparó una cena austera, junto con un vaso con agua. Comió rodeado de un intenso silencio. Un crepitar de ramas y goznes desengrasados, lo sacó de su somnolencia. Confundido, poco a poco se despabiló y advirtió que el ruido provenía de afuera. Caminó por el pasillo hacia el frente de la vivienda. De inmediato pensó en Tomás, pero justo antes de girar el picaporte lo sobresaltó un agudo chillido, seguido de un largo sollozo que se apagaba.
Abrió la puerta.
Una silueta se acercó por la oscura galería, como si saliera desde el fondo de un túnel, hasta revelarse bajo el resplandor de la bombilla. Nora, mugrienta y raída, con los ojos lechosos, sostenía en brazos un pequeño envoltorio.
Para Marcial, en ese momento, todo estuvo claro: ya no volvería a separarse de ella, nunca.

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Escena de Kaidan Chibusa Enoki, por Ito Seiu

 

 

miguel angel*Miguel Ángel nació en 1979, en Clorinda, Provincia de Formosa, donde actualmente reside y escribe. Estudió Diseño Gráfico en la Universidad Católica de Asunción, Paraguay. Es miembro del Taller de Corte y Corrección Virtual desde el año 2009. Este es su primer cuento publicado.

 

 

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